CONTEXTO FILOSÓFICO DE LA EDAD CONTEMPORÁNEA-s
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CONTEXTO FILOSÓFICO DE LA EDAD CONTEMPORÁNEA – s. XIX
El siglo XIX se abre con el Romanticismo, que nace como reacción al movimiento ilustrado,
frente al cual reivindica los aspectos emocionales y sentimentales que configuran la vida
humana y la cultura. Su versión filosófica, el idealismo alemán, tiene como máximo
representante a Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831). Suele considerarse a Hegel
como el último autor de la filosofía de la Edad Moderna, pero también el primero de la Edad
Contemporánea.
De una parte, el sistema filosófico hegeliano supuso la culminación del idealismo y de la
vertiente racionalista de la filosofía iniciada por Descartes y que se remonta hasta el viejo
Platón. De otra parte, todo el pensamiento filosófico históricamente posterior puede
considerarse una reacción crítica contra Hegel desde distintas perspectivas.
En el sistema hegeliano, sujeto, razón y realidad se identifican: «todo lo racional es real» y «todo lo real es
racional». El idealismo de Hegel abarca toda la realidad; es un idealismo absoluto. Las categorías de la razón son las
mismas determinaciones de lo real; pensar y ser son una misma cosa. La realidad es dinámica y tiende a la
superación de sus limitaciones y a su plena realización. Hegel llama «dialéctica» a este proceso. La naturaleza
dialéctica de lo real y del pensamiento supone el desarrollo constante y el despliegue histórico de la idea, del
espíritu absoluto, sujeto de lo real. La historia tiene una lógica interna, un fin: el espíritu absoluto que se conoce a sí
mismo libre, como autoconciencia de la libertad.
El auge de las ciencias naturales en el s. XIX incita a muchos filósofos a intentar una
refundación de la filosofía tomando como modelo el método de la ciencia natural. El
positivismo de Auguste Comte (1798-1857) considera que el progreso de la humanidad
consiste en llevar el pensamiento a la fase positiva, es decir, científica.
El positivismo nace como reacción al romanticismo y al idealismo alemán, frente a los cuales defiende una
concepción científica y antimetafísica de la razón y la naturaleza. La línea de pensamiento positivista continuó
vigente en el siglo XX con el llamado Círculo de Viena y, en general, con la filosofía de estilo anglosajón, la filosofía
analítica o filosofía del lenguaje.
Ante el exceso de racionalismo del idealismo de Hegel y del positivismo de Comte como únicas
formas de entender el mundo, aparecieron nuevas corrientes de pensamiento.
El historicismo realza la especificidad de las denominadas por Wilhelm Dilthey (1833-1911)
“ciencias del espíritu”, y que hoy denominamos ciencias humanas o ciencias sociales. Con el
desarrollo de un método específico para las ciencias del espíritu, Dilthey intenta asegurar un
fundamento autónomo frente a las ciencias naturales, en lo cual desempeña un importante
papel la historicidad de todas las obras humanas a diferencia de la naturaleza.
Los discípulos de Hegel se dividieron, tras su muerte, en dos grupos enfrentados: la derecha y
la izquierda hegelianas. Ambas corrientes coincidieron en aceptar la dialéctica, método que
parte de la contradicción entre opuestos, pero discreparon en la manera de concebir la
realidad.
Karl Marx (1818-1883) recogió la influencia de la izquierda hegeliana, los socialismos utópicos
y los economistas ingleses. Buen conocedor de la filosofía de Hegel, en ella encontró los
elementos para su crítica. Desde esta perspectiva y una vez establecida la diferencia entre el
sistema y el método dialéctico hegeliano, invirtió el primero –de idealismo a materialismo- a la
vez que trasformaba el segundo. Con ello, Marx pretendía convertir la dialéctica en un método
de análisis de la historia, de la sociedad y de la conciencia, cuyo fin no fuera interpretar el
mundo, sino transformarlo. Esta nueva ciencia de la historia lleva por nombre “materialismo
histórico”.
Marx reclamó la importancia de la praxis frente al exceso de teoría de Hegel. El objetivo final de la filosofía no debe
ser la descripción del mundo, sino su transformación. Esta vertiente práctica del marxismo tuvo una influencia
decisiva en la historia del siglo XX. Desde el punto de vista teórico, el marxismo culminó en ese siglo con la teoría de
la crítica social de la denominada Escuela de Frankfurt.
En Dinamarca Søren Kierkegaard (1813-1855) dirige su ataque contra la inexistencialidad del
pensamiento abstracto, refiriéndose con su crítica sobre todo a Hegel: « ¿Qué es el
pensamiento abstracto? Es un pensamiento en el que no hay ningún ser pensante.»
La defensa de Kierkegaard del sujeto concreto como fundamento de todo pensar, en contra de su disolución en un
universal-abstracto, proporcionó estímulos decisivos a la filosofía existencialista del s. xx. El existencialismo
desconfía de la razón, que nos ha llevado a un mundo deshumanizado en el que han fracasado los ideales ilustrados
de libertad y progreso. Esta corriente antiesencialista y antiidealista aborda la existencia humana no desde
conceptos abstractos, sino desde la singularidad de lo vivido.
Si Hegel cierra el ciclo de la filosofía moderna y culmina el proyecto de racionalidad occidental
comenzado por Platón, Friedrich Nietzsche (1844-1900) va a ser el encargado de iniciar de un
modo contundente la demolición de ese edificio racional: es la filosofía “a martillazos”, como a
él le gustaba denominar a su crítica. Nietzsche somete los valores morales tradicionales a una
aguda crítica desenmascarando sus motivaciones ocultas.
El pensamiento de Nietzsche suele calificarse de vitalista. Aunque el término vitalismo es muy ambiguo, puede
aplicarse a toda doctrina filosófica que considere la vida como la realidad fundamental, irreductible a cualquier otra.
En ese sentido, serán también vitalistas Henri Bergson (1859-1941) y José Ortega y Gasset (1883-1955).
En cualquier caso, su filosofía tiene desde sus comienzos un claro objetivo: afirmar la vida, exaltar los valores
genuinamente vitales, celebrar la alegría de vivir, que no es más que resaltar por encima de todo la «voluntad de
poder» (el instinto, la intuición, la fuerza crea- dora). Esa afirmación vitalista choca frontalmente con la cultura
predominante en Occidente desde hace casi dos mil años. Una cultura que, filosófica, científica y religiosamente, ha
optado por presentar la vida humana como una realidad de segundo orden, dependiente de otra más verdadera y
luminosa que es la realidad ideal -de las Ideas, de las Verdades o de Dios-. Y esto, para Nietzsche, es un
falseamiento que hay que deshacer. Su pensamiento es, consecuentemente, crítico.
Nietzsche asume la doble tarea de hacer una dura crítica de la cultura occidental en sus más
diversos ámbitos (filosofía, moral, ciencia, arte, etc.) y, además, de proponer una nueva
interpretación de la realidad, de la verdad y del hombre basada en unos valores contrarios a
los tradicionales: la «transvaloración de los valores». Retornar al verdadero Bien y a la
verdadera Verdad pasa por la transvaloración de todos los valores. Y para llevar a cabo esa
transvaloración es imprescindible «dar muerte a Dios» -al creador de los valores- y suplantarle;
es necesario que los hombres mismos accedan a ejercer el papel que él desempeñaba en el
pasado: crear valores. Esa será la tarea del «superhombre»: el hombre que se supera a sí
mismo, que crea por encima de sí mismo.