CONTEXTO FILOSÓFICO DE LA EDAD CONTEMPORÁNEA_s.XX
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CONTEXTO FILOSÓFICO DE LA EDAD CONTEMPORÁNEA – s. XX
En 1900 muere Friedrich Nietzsche, el mismo año en que se publica “La interpretación de los
sueños”, obra con la que Sigmund Freud (1856-1939) inaugura el siglo XX como tercer
“maestro de la sospecha”. Si Marx había reivindicado la necesidad de pasar de la teoría a la
praxis social y de cambiar la perspectiva idealista por un enfoque materialista de la historia, y
Nietzsche, por su parte, había denunciado la decadente y nihilista moral occidental como
devaluadora de todo lo sensorial y lo vital, Freud, con su teoría psicoanalítica, acaba de
apuntillar el orgullo racional ilustrado con su expresión “el yo no es el dueño de su propia
casa”…, dando a entender con ello que, lejos de ser la razón o la voluntad consciente quien
dirige nuestros actos, son más bien las pulsiones irracionales de nuestro inconsciente quienes
manejan nuestra conducta.
Por otro lado, a principios del XX empezó a perfilarse el movimiento analítico. Los filósofos
pertenecientes a este movimiento, generalmente del ámbito anglosajón, se posicionaron en
contra de las abstracciones metafísicas o pseudo-poéticas que dominaban la reflexión
filosófica del momento. Los filósofos analíticos consideran que la función de la filosofía es
analizar el lenguaje, no la realidad misma, que es inanalizable sin el propio lenguaje. La tarea
filosófica será la de examinar la trama lingüística y sus relaciones. Además de esto, la filosofía
analítica propondrá una forma más exacta y correcta de representar la realidad con el
lenguaje.
El filósofo y matemático Bertrand Russell (1872-1970) fue uno de los padres de la filosofía
analítica y sus aportaciones fueron asumidas por buena parte del movimiento posterior. Según
sus “Principia Mathematica”, los elementos que componen la realidad son como átomos
discretos que no tienen una relación esencial entre sí. La relación entre estos elementos es
trabajo de nuestra mente, en concreto de nuestro lenguaje; esta relación de los elementos de
la realidad entre sí puede corresponder a la esencia de esos elementos o no; en todo caso, es
algo distinto a los elementos mismos. Esta teoría acerca de la realidad es llamada “atomismo
lógico”.
Además fue el filósofo inglés el que introdujo en el movimiento analítico la idea de positivismo
lógico; según esta teoría, la filosofía tiene como tarea analizar las estructuras lógicas del
lenguaje y crear una axiomática lógico-matemática que dote de valor de verdad, o al menos de
convicción, al lenguaje.
Influido por la ideas de Russell y otros autores positivistas, el filósofo austríaco Ludwig
Wittgenstein (1889-1951) escribió su afamado libro “Tractatus logico-philosophicus”, única
obra que publicó en vida, en la que llevaba a sus últimas consecuencias el atomismo y
positivismo lógico de Bertrand Russell. Póstumamente fueron publicados algunos apuntes de
este autor como las “Investigaciones filosóficas” o los “Cuadernos azul y marrón”, en los que
amplía las conclusiones del Tractatus e introduce en la filosofía analítica el concepto de “juego
de lenguaje”.
Mientras que en la primera etapa del Tractatus, Wittgenstein orilla aquellos modos de
lenguaje que no sirvan para describir el mundo, en su etapa posterior asume que cualquier
enunciado del lenguaje pueden tener sentido y capacidad para “decir” el mundo, aun cuando
no sirvan para darnos respuestas verificables acerca de lo real. Esto no quiere decir que el
autor austriaco desdeñe el lenguaje lógico, sino que llega a la conclusión de que este modo de
lenguaje es un juego lingüístico entre otros. Es famoso su ejemplo en el que establece un
paralelismo entre el lenguaje lógico-matemático y el urbanismo de los barrios modernos con
sus calles rectas y ortogonales; es un modo de urbanismo que en las ciudades antiguas se
compagina con las calles del centro retorcidas, con callejones sin salida y un entramado
intrincado. El lenguaje cotidiano corresponde al urbanismo del centro y es el centro del
lenguaje, no obstante, todos los juegos lingüísticos tienen legitimidad para describir
verdaderamente la parcela de la realidad que le corresponde.
Otras corrientes filosóficas del siglo XX que vamos a destacar son el existencialismo, la teoría
crítica de la escuela de Frankfort y el pensamiento débil de la posmodernidad.
El existencialismo tuvo un iniciador en el siglo XIX en la figura de Sören Kierkegaard (1813-
1855). Este movimiento surge como respuesta al desencanto que produjo en Europa el drama
de la I Guerra Mundial y, más tarde, el nacimiento de los totalitarismos (nazismo, comunismo y
fascismo). Frente a este desencanto y a las filosofías abstractas que dejaban de lado lo
humano, el existencialismo se posicionó como un pensamiento humanista.
El existencialismo considera que la libertad es el núcleo de lo humano. Mientras que los
animales están determinados, el hombre es radicalmente libre. Se huye de los sentidos
trascendentes que la tradición occidental había propuesto tanto a nivel ético como político o
religioso. El hombre es el constructor de su propia vida, pero también es el responsable de ella,
junto a la liberación que supone admitir el carácter abierto de nuestra existencia, el hombre
debe asumir la vida como una búsqueda de sentido que puede hacerlo caer en la angustia y la
soledad.
Para el filósofo francés Jean Paul Sartre (1905-1980) la angustia es, precisamente, el precio
que paga el hombre por la libertad. La libertad absoluta del hombre existencialista conlleva
una total indeterminación, cada acto del hombre es una puerta que se abre libremente pero a
expensas de cerrar todas las demás, por ello, el hombre consecuente siente que su libertad
nunca será colmada, toda vez que cada acto libre implica una decisión irreversible.
Paralelo al existencialismo y con un cariz más político surgió la escuela de Frankfort. Uno de
los rasgos comunes a los autores de esta escuela es la influencia de Marx; no obstante, estos
filósofos y sociólogos se separaron muy pronto de la versión soviética del marxismo, creando
otra línea interpretativa políticamente más abierta.
Otro de los rasgos comunes entre estos autores, es la crítica a la ideología, entendida como
aquella realidad teórica que imposibilita al sujeto la toma de control de su destino personal y
social. Por esto, los autores frankfortianos adoptan, al menos al principio, posturas
radicalmente contrarias tanto a las democracias liberales como a los totalitarismos. La
democracia occidental, sostienen los autores frankfortianos de la primera generación, es un
sistema ideológico que cosifica al hombre y a sus relaciones sociales. Mientras que los
totalitarismos usan estrategias de control burdas y agresivas, la democracia, a través de los
medios y del sistema educativo, impone sutilmente una ideología de consumo que es, cuanto
menos, cuestionable.
Igualmente común a estos autores es la crítica a la razón científica tanto en su vertiente
técnica como instrumental. La ciencia, piensan estos autores, se ha erigido en modelo de
conocimiento para nuestra sociedad, esto implica que el concepto de racionalidad se haya
reducido a racionalidad científica, que es, en definitiva, razón que pretende el dominio sobre la
naturaleza. La extrapolación de los criterios de racionalidad científica a todos los modelos de
racionalidad implica la instrumentalización de la razón. Sin embargo, estos autores consideran
que la razón científica no agota la racionalidad misma y es solo una pequeña parcela de esta.
En este sentido el filósofo contemporáneo, Jürgen Habermas (1929), sostiene que las
relaciones humanas deben estar regidas por otro modelo de racionalidad: la ética discursiva.
Este lenguaje parte de la voluntad de llegar a acuerdos y todo debate ético o político debe
partir de ese axioma y tomarlo como irrenunciable. Mientras que la razón científica busca el
control sobre la naturaleza, la razón discursiva asume la diversidad de los hablantes y, por
tanto, no pretende anular tal diversidad. El hablante cuando adopta una actitud deliberativa
debe partir de la evidencia de que en el debate ético debe ceder y ser sensible a las exigencias
de sus interlocutores, por tanto, aunque el hablante parta de dogmas o creencias firmes
concretas, debe asumir su relatividad en cuanto inicia la acción comunicativa. Este modelo de
racionalidad, según el filósofo alemán, es el que adopta o deberían adoptar los sistemas
democráticos.
Por último, a finales del siglo XX y principios del XXI nació lo que se llamó el movimiento
posmoderno. Para los autores posmodernos el proyecto ilustrado de búsqueda de verdad y
sentido ha sido ya agotado. Los valores modernos de progreso y racionalidad han ocasionado
tragedias como el gobierno de Robespierre, el nazismo o los excesos del liberalismo en los
países del tercer mundo. No existe verdad ni criterio último, debemos aceptar la debilidad del
pensamiento y la imposibilidad de llegar a un conocimiento que vaya más allá de la opinión
sugerente. Hemos entrado en una nueva época, la posmodernidad, caracterizada por la
pérdida de referentes o principios ajenos al propio individuo. Sin embargo, frente a autores
anteriores que consideraron esta pérdida como algo dramático, los defensores del
“pensamiento débil” aceptan esta desfundamentación que ha sufrido occidente como un
proceso que nos libera de los grandes proyectos filosófico-políticos de la modernidad, que
tanta sangre han derramado.
La filosofía española en el siglo XIX hay que buscarla en los ensayos de importantes poetas y
literatos como Unamuno o Machado. En cuanto al siglo XX, podemos decir, sin lugar a dudas,
que José Ortega y Gasset (1883-1955) es el pensador español más influyente, tanto en el
ámbito nacional como europeo. Su labor pedagógica dejó huella tanto en la sociedad española
del momento como en la inmediatamente posterior. No se circunscribió al ambiente
académico, y publicó muchas de sus obras y reflexiones en periódicos con un lenguaje preciso
pero accesible. Su intuición de “razón vital” pretendió conciliar los presupuestos del
racionalismo con la crítica que de ellos había elaborado el vitalismo a partir de Nietzsche, de
aquí que su filosofía haya sido denominada “raciovitalismo”.
Quizás la frase más famosa del autor madrileño sea “yo soy yo y mi circunstancia”. Con ella
quería mostrar el carácter contextual del yo, carácter que había sido desdeñado desde el
cogito desnudo de Descartes. Para Ortega, el yo se presenta como existente, es decir, como el
sujeto central de todas las experiencias con las que nos hacemos conscientes de que vivimos.
El yo orteguiano es el centro del acto vital, en tanto que busca y dota de sentido a todo lo que
le rodea. A su vez, lo que rodea al yo, también lo constituye como entidad real. Esto que rodea
y hace posible al yo es lo que Ortega denomina circunstancia, que no debemos entender como
el conjunto de cosas y lugares en donde se sitúa el sujeto sino que es todo lo que construye la
existencia cotidiana y concreta del yo: condiciones materiales, personas, afectos, recuerdos,
coyuntura social, etc. Esta circunstancia plantea al hombre diversos problemas, uno de ellos
es: ¿cómo salvaguardar al yo, sumergido en circunstancias accidentales y cambiantes? Para
dotar de sentido y salvar al yo y a sus circunstancias el hombre inventa la técnica, el arte, la
filosofía, etc.
Otra idea influyente de Ortega fue su concepto de “razón vital”. Con ella pretende superar
la parcialidad tanto de autores anteriores que habían concebido a la vida como realidad
desnuda y radical (vitalismo), como de otros que habían analizado al mundo y al hombre desde
la visión plana de la mera comprensión (racionalismo). El filósofo español establece que,
efectivamente, la vida es una realidad radical, algo que subyace a todo lo existente, incluso el
racionalismo científico, así como el arte o la filosofía, deben partir del sujeto vital, del hombre
concreto –el “hombre de carne y hueso”, que decía Unamuno- que vive y siente su
circunstancia. Pero además de esto, Ortega y Gasset reconoce a la vida como una realidad
comprensible, razonable pero no agotable por la misma razón. En definitiva, intentar
comprender la totalidad vital con la razón es tan irracional como considerar que la vida es
totalmente ajena a la razón. De hecho la razón se va construyendo históricamente como
expresión y desarrollo de la vida.
Actualmente en el panorama filosófico español destacan varias figuras, entre las que podemos
citar a Victoria Camps (1941) y Fernando Savater (1947).