Cordillera Negra

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SERIE ROJA CORDILLERA NEGRA © 1985, Óscar Colchado Lucio © De esta edición: 2008, Santillana S. A. Av. Primavera 2160, Santiago de Surco Lima 33, Perú ISBN: 978-603-4039-02-5 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2008-15239 Registro de Proyecto Editorial Nº 31501400800928 Primera edición: diciembre 2008 Tiraje: 2 000 ejemplares Impreso en el Perú - Printed in Peru Metrocolor S.A. Los Gorriones 350, Lima 9 - Perú Edición: Ana Loli Diseño de cubierta y diagramación: Patricia Soria El GrupoSantillana edita en: España Argentina Bolivia Brasil Colombia Costa Rica Chile Ecuador El Salvador EE. UU. Guatemala Honduras México Panamá Paraguay Perú Portugal Puerto Rico República Dominicana Uruguay Venezuela Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma y por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial. Óscar Colchado Lucio Cordillera Negra

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serie roja

CORDILLERA NEGRA

© 1985, Óscar Colchado Lucio© De esta edición: 2008, Santillana S. A. Av. Primavera 2160, Santiago de Surco Lima 33, Perú

ISBN: 978-603-4039-02-5Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2008-15239Registro de Proyecto Editorial Nº 31501400800928

Primera edición: diciembre 2008Tiraje: 2 000 ejemplares

Impreso en el Perú - Printed in PeruMetrocolor S.A.Los Gorriones 350, Lima 9 - Perú

Edición: Ana LoliDiseño de cubierta y diagramación: Patricia Soria

El GrupoSantillana edita en:• España • Argentina • Bolivia • Brasil • Colombia • Costa Rica • Chile • Ecuador • El Salvador • EE. UU. • Guatemala • Honduras • México • Panamá • Paraguay • Perú • Portugal • Puerto Rico • República Dominicana • Uruguay • Venezuela

Todos los derechos reservados.Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma y por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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Medio tanco el Uchcu Pedro, mirando de fea manera con sus ojos saltones como

del sapo, sin ni santiguarse ni nada, de un salto bajándose de su bestia, se acercó al anda de Taita Mayo en plena procesión cuando estábamos. Calladitos nos quedamos todos, medio asustados viéndolo asina. Nuestro jefe del alzamiento tam-bién, don Pedro Pablo Atusparia, agarradito su cerón se quedó mirándolo, frío, al igual que los músicos, los huanquillas y las pallas.

—¡Tú eres dios de los blancos! —le gritó al Cristo como si fuera su igual—, ¡de los mishtis abusivos! ¡No mereces que te paseen en andas! ¡Debes morir!

Así diciendo, cómo nomás será, sacó de deba-jo de su poncho una hachita cuta, todo salpicada de sangre, haciendo ademán de atreverlo.

—¡Uchcu, carajo!, ¡demonio!, ¡qué vas hacer!

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De un brinco quise empuñarlo para darle una trompada, qué tal lisura diciendo; pero ahí nomás un templón de la soga con que los «ene-migos» me llevaban tirado de la cintura, me hizo caer al barro pataleando.

—¡Cayó el inca cautivo! ¡jiar! ¡jiar! ¡jiar! —se huajayllaron los hombres del Uchcu, que bien montados en sus bestias, con sus carabinas a la espalda, estaban ahí al lado, aguardándolo. Eran los chancadores de huesos como les llamá-bamos; porque en la toma de Yungay, blancos o soldados que cayeron en sus manos fueron destripados malamente, cortados sus pescuezos o hechos ñutu ñutu sus huesos. Ellos no eran como los huanchayanos, los llatinos o los chacayanos, que sabían perdonar todavía a los caídos; ni como el taita Atusparia que pedía respetación por las mujeres y niños del enemigo. Ellos no; si podían tomar la sangre calientita de sus vícti-mas, se la tomaban, sin reparos, a las quitadas, para valor diciendo. Por eso los blancos y los mestizos que se unieron a la revolución, ente-rados que el Uchcu no los quería, andaban al cuidado nomás.

—¡Ustedes en procesiones, y las tropas que vienen a matarnos! ¿En qué piensas, Atusparia? —gritó el Uchcu, haciendo salpicar saliva verde de su boca renegrida—. ¡Jodamos a los mishtis! ¡Incendiemos la ciudad!

Botando su cerón encendido, mientras yo limpiaba mi túnica blanca del disfraz, Atusparia corrió donde el Uchcu que ese ratito saltaba como un puma sobre su bestia.

—¡Ni saqueos ni incendios! —le gritó—. ¡A defendernos sí, pero nada de abusos!

—¡Traidor! —fue lo que escuchó por toda res-puesta, mientras se alejaban a galope haciendo sonar el empedrado con los cascos de sus bestias.

A poco, se oyó el primer cañonazo.

Yo había venido desde Sipsa, mi pueblo, a unir-me a la revolución, después del llamamiento que hizo a todas las estancias nuestro alcalde mayor, don Pedro Pablo Atusparia, por la ofensa que a nuestra raza habían hecho las autoridades del gobierno cortándoles sus trenzas a él y a catorce de nuestros representantes, más por un memorial que presentamos haciendo nuestros reclamos sobre el abuso que cometían obligándonos a tra-bajar de sol a sol sin reconocernos nada, y más ahora último queriendo que paguemos dizque un tributo personal porque la nación estaba en quiebra, como si nosotros tuviéramos la culpa que andaran sólo en guerras quitándose el poder. Por eso, para esclavos ya está bien diciendo fue que nos levantamos en armas las catorce estan-cias que éramos primero y después las otras que nos fueron siguiendo conforme se noticiaban de

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las tomas de pueblos que fuimos haciendo, empe-zando primero por Huaraz, la capital, y luego Yungay que lo siguió, y más los otros pueblos del Callejón de Huaylas que poco a poco fueron cayendo.

De eso dos lunas hacía ya. Y ahora cuando estábamos de lo más tranquilos, con Atusparia gobernando desde Huaraz, llegó la mala noticia que los ejércitos que él puso cuidando los cami-nos de la costa, habían sido derrotados en varias batallas, perdiendo el control de Yungay y más los otros pueblos de ese lado. Y que esas mismas tropas del gobierno ya se acercaban a esta pobla-ción de Huaraz.

Por eso fue que en ese alboroto que estábamos viendo cómo hacer para defender la ciudad, yo fui de la idea que sacáramos en procesión a Taita Mayo, como que estábamos en día de su fiesta que todos los años lo celebrábamos con moji-gangas, corridas de toros, pallas y trago. Para que nos dé su bendición y nos ilumine diciendo; pero más que todo por la fe que yo le tenía desde que me sanó del wiku, cuando ya mi pierna se gan-grenaba y mi anciano padre también cansao de haberme hecho andar cargado en su poncho por los lugares más alejados, ya se había resignado. «Con las astillas mismas que sale de su pierna», le dijeron en Yanama, me acuerdo, «encomen-dándose ante un cerón encendido de Taita Mayo,

masqui, quémelo, y con ese mismo polvito rocéelo en la herida y va usted a ver». Y verdad pues, eso nomás fue mi santo remedio. Por eso desde esa vez, puntualmente cada año, yo le hacía llegar en su fiesta sacos de papas cargados en mis burros, dos o tres carneros, y participaba como ahora en las mojigangas o como cargador de su anda.

Pero la aparente calma en la que habíamos estado varias semanas, otra vez se violentaba.

«¡Tropaaaas! ¡A la carga!».Fue lo que oímos al otro lado del puente, bien

parapetados tras las pircas, mientras hacíamos granizar piedras con nuestras hondas y los que tenían carabina abrían fuego. De la otra banda también empezaron a disparar y hacer sonar sus clarines entre el relincho nervioso de los caballos. Las balas reventaban en la pampa, sonando como cancha que se tostara en un tiesto.

Por las faldas de los cerros de ambos lados de la ciudad, nuestros hermanos de los caseríos que se habían vuelto a sus chacras licenciados por Atusparia para que siguieran haciendo producir la tierra, luego de la toma de Huaraz, ahora baja-ban de nuevo con sus mujeres millcao piedras en su falda y sus hijos también tocando tamborcitos y clarines de hojas de wejllá, a darnos aliento y apoyo.

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A los primeros que se atrevieron a cruzar el puente, a puro dinamitazos los aguantamos o los hicimos volar en pedazos. El Uchcu Pedro como minero experimentado que había sido en su tierra de Carhuaz (por eso su mal nombre también de «uchcu» o hueco), prendía esos cartuchos, qué ni prender cigarro, que amarrados a una piedra los arrojaba con fuerza a campo enemigo causando destrozos.

Más arriba, donde el río Quilcay se anchaba y las aguas venían encimita, fue que vimos una avalancha de negros y chinos que lograban cruzar a esta banda. Eran los enrolados de las haciendas de la costa que los habían traído a pelear contra nosotros. Detrás de ellos, en una ensordecedora gritería, venían los otros solda-dos, mestizos fieros o indios como nosotros en su mayoría.

En el alto, el sol brillaba con fuerza dorando los eucaliptos ramosos, reverberando en el filo de los machetes y las bayonetas; pero el barro seguía igual de espeso y de pegajoso.

Ahora luchábamos en plena pampa cuerpo a cuerpo, revolcándonos en los charcos, encima de los primeros heridos y muertos. Los cañonazos del enemigo resultaron fatales para los que aún formaban mancha. Esos fogonazos eran más fuertes que la luz del día y destruían con más poder que mil hondas de los nuestros.

Los aceros chocaban, los palos de las mujeres hacían crujir cráneos, las balas abrían heridas como flores.

Dos, tres, cuántas horas pasarían y los cacha-cos nos arrinconaban hasta meternos a las calles. Los blancos y los mishtis, que desde el primer momento de la revolución no se metieron con nosotros y que por eso mismo estaban perdo-nados, estarían en esos momentos temblando, metidos en sus cuyeros o quién sabe escondidos entre las huayuncas de sus terrados.

A lo perdido, viendo a nuestros hermanos caer uno tras otro, degollados, destripados o baleados, con la sangre que se entreveraba ahí haciéndose con el barro como zanco, fue que pensamos los que todavía podíamos tenernos en pie, incendiar la población y escapar lo más antes posible.

Con ese pensamiento fue que me fui tras el Hilario Cochachín, su hijo del Uchcu, y el Justo Solís, que, agarrado cada uno su tizón, corrían hacia las tiendas de la calle Comercio.

Con un llanque nomás puesto, pisando llicllas, sombreros, cachuchas de soldados, ponchos, fajas y cuanta prenda estaba regada por ahí, crucé por un callejoncito, para cortar camino diciendo, cuando en eso al voltear la esquina lo veo a unos negros y unos chinos que se afanaban metiendo a una casa a varias mujeres que a mordisco-nes y arañazos trataban de librarse. Creyendo

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seguro que yo venía a enfrentarles, dos negros empuñados su machete se vinieron de frente a atacarme. Yo, sin armas como estaba, sin valor para desafiarlos, de un salto pegué la carrera por otro callejón y justo que salgo a la calle grande, cuando una tropa de caballos sin jinete, medio alocados por los dinamitazos del otro lado, los veo que se vienen a mi encima, sin darme tiempo a retroceder siquiera. Sin nada qué hacer, a lo perdido, me tiré al suelo nomás bien agarrada mi cabeza, encomendándome a todos los santos y a Taita Mayo sobre todo, que no me desampararan en esa hora que más los necesitaba…

Como un sueño me acuerdo que pasó por mi encima algo así como un aluvión o un terremoto.

—¿Este no es el inca cautivo? La voz sonó ahí al lado gruesa y dura como si

hablara la peña.—Sí, él mismo es; yo lo conozco. Se llama

Tomás Nolasco y estuvo entre la gente que man-daba Atusparia.

Abrí mis ojos.Los cuerpos aparecieron borrosos, como

envueltos en humo de neblina.—Cuatro días ya y cómo no se ha muerto.Quise abrir mi boca y decirles que fue el Taita

milagroso, el Cristo de Huaraz, quien me cargó entre las llamas, los gritos y los disparos hasta

esta ladera de la Cordillera Negra; pero mis labios estaban resecos, mi lengua como un trapo espeso y pegajoso. Sólo en mi mente pude verlo clarito a ese anciano bondadoso que después de cargarme tan lejos, antes de desaparecer, me dijera hacién-dome echar con cuidado: «Aquí te quedas, hijo, de aquí ya podrás irte».

—Tú, Fructuoso Causchi, que dices que lo conoces, con el Rajatabla y el Lorenzo Corpus bajen al río y preparen una quirma, y lleven a este hombre al lugar donde ya saben.

Así diciendo empezó a caminar por el camini-to de cabra de la ladera la figura de un hombre, medio gordo, bajo nomás, que se recortó en las rocas azulosas de la montaña y que, conforme se fue aclarando mi vista, reconocí que era, ni más ni menos, que el Uchcu Pedro.

A piecito o tirando de sus bestias, bien empu-ñadas sus carabinas, varios hombres lo seguían, levantando polvo y haciendo rodar con sus pisa-das piedrecitas del camino.

—¿Ya estás mejor, cho?—Ya casi, hom.Las wachwas, esos patos de laguna que abun-

dan en Tocanca, lugar donde nos refugiábamos los hombres de Uchcu Pedro, alegraban con sus gritos la puna fría.

—¿Podrás ya pelear? Necesitamos más hombres.

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El Hilario Cochachín, después de tomar un trago de huashco, me alcanzó la botella.

—Gracias… Sí, cómo no, aunque sea arrastran-do mi pierna tengo que luchar…

Se rio como esas gallaretas malagüeras a quienes yo en mi chacra espantaba a hondazos.

Más abajito, entre montones de paja, los refuerzos que llegaron en la madrugada ronca-ban todavía, mientras los caballos al pie de la laguna, rup, rup, arrancaban la hierba.

—¿Crees que esta vez nos irá bien? —dije devolviéndole el trago.

—Hombre, cómo no —respondió—; con la gente que mi taita ha puesto en la Cordillera Blanca, al mando del Justo Solís, y nosotros vuelta en esta otra cordillera, los gobiernistas no tendrán esca-patoria, ya verás.

Eso dijo, pero la Providencia no dispondría asina.

Su permisión fue que, pasados dos días, se asomara el cura Fidel Olivas Escudero agarra-do bandera blanca, pidiendo parlamentar con nuestro jefe.

—¿De veras? —le dijo el Uchcu después que bien vendado sus ojos, al igual que al otro que le acompañaba, lo llevamos a su delante—. ¿De veras no me mientes, doctor, que mis hombres al mando de Justo Solís, acaban de rendirse en la otra cordillera?

—Aquí está el acta, valiente Uchcu Pedro; pue-des verlo —le respondió el cura, sacando su libro de la alforja.

—¡Traidores! —tronó la voz del Uchcu entre el viento que silbaba, después que pegó una mira-da al libro abierto, leyendo será o haciéndose nomás, quien sabe…

—En nombre del Señor de Mayo, patrón de mi pueblo, y de su bendita madre, la santísima Virgen María, te pido valiente jefe guerrillero deponer las armas, siguiendo el ejemplo de tu jefe mayor, el gran Pedro Pablo Atusparia, que se ha retirado a su estancia de Marián Pampa, sacrificando glorias y orgullo, sólo para evitar más derramamiento de sangre…

El Uchcu sonrió como con dolor en su cora-zón recordando seguro que los ricos y las ketu sikis, como él llamaba a sus mujeres, habían intercedido ante el jefe militar un tal Callirgos y el prefecto Iraola, para que respetaran la vida de Atusparia —que había caído herido en el enfrentamiento—, por haber evitado diz-que el saqueo y el incendio de la ciudad de Huaraz.

—¡Tatau! —dijo el Uchcu escupiendo al suelo—. Ni Atusparia ni tu dios, doctor, valen nada. Puedes irte nomás. Ya mañana por la tarde o pasado a lo más, si no reviento una bala por la bajada del Póngor, será señal que hemos hecho

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caso a tus consejos; pero más creo que será al contrario. ¡Adiós!

—¡Espera! —se desesperó el cura ese ratito en que dos de nuestros capitanes jalaban sus bestias, de él y su acompañante, alejándolos—. ¡Espera¡ Si aceptas, los reclamos del memorial serán considerados y se les librará del escarmiento a todos, y podrán volver a sus chacras a seguir trabajando…

Pero ya el Uchcu y los que lo acompañábamos, corríamos por la pampa, hacia Tocanca, espan-tando los lic-lics y otros pajáros de la puna.

«¿Ven? ¿Ven esos como hilitos de sangre que bajan desde las cumbres sagradas de taita Huascarán?».

Habló el Uchcu medio transfigurado su rostro como si viera un milagro.

Tomando nuestra agüita de muñá que estába-mos, botándola a un lado fuimos a ver.

La luz medio rabiosa del sol, a esa hora que era todavía temprano, nos pareció extraña.

De veras, ¡quién lo iba a creer!, como esas venitas coloradas que se ven en el blanco del ojo, así igualito, unas como ramitas de ese color, para acá y para allá parecían repartirse entre la nieve.

—Es sangre —dijo el Uchcu—; taita Wiracocha está llorando. Venganza nos pide, y fe, harta fe para no acobardarnos ante las derrotas que

pudieran venir; al final nos dará la gran victoria. Su fuerza también nos dará; ¿no oyeron ante-anoche su voz colérica en el trueno? Rabiando estaba, escupiendo candela entre las nubes…

Reunidos esa noche alrededor de una hoguera grande, tomando gro mezclado con pólvora, hici-mos la promesa de pelear hasta la muerte.

Igualito a un gato negro o un yana puma, lo vi saltar al Uchcu sobre su bestia, esa mañana en que todos bien formados, iniciamos la marcha hacia Huaraz con intenciones de recuperarla. Su poncho color negro que por primera vez lo vi yo puesto, me dio esa apariencia.

No éramos más de trescientos seguro frente a más de mil que deberíamos enfrentarnos; pero confiábamos en los conchucanos, chancadores de huesos como el Uchcu, que habían hecho la pro-mesa de venir desde el otro lado de la cordillera, casi de la montaña ya.

Animosos bajábamos por eso, mirando bien abajo, junto al río que se estiraba como una cule-bra, las casitas entejadas, las paredes blancas, de esa ciudad de Huaraz que tanto ansiábamos.

Ya faldeábamos el Póngor y dentro de un rato estaríamos sobre el puente de calicanto hacién-dolo sonar con el paso de nuestras bestias. Ya sentíamos en nuestras narices ese vapor pegajoso que subía del Santa a esa hora de fuerte solazo.

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De repente notamos, sobre el suelo, la sombra alargada de un ave que se arrastraba. Alzamos nuestros ojos al cielo y vimos: un enorme y majestuoso cóndor que con sus soberbias alas bien abiertas, volaba en círculos en nuestro enci-ma. ¿Veíamos?, el Uchcu nos lo señalaba con alborozo. ¿Habíamos visto cóndor más grande?, sacó su sombrero como saludándolo. No segu-ro, porque eso que estaba arriba ni siquiera era cóndor, los demás arrugamos las cejas, era taita Wiracocha, ¿no sabíamos?, a veces se aparecía en forma de cóndor, otras de puma o de ser-piente. ¿De veras sería?, nos dejó con la duda, mientras ya abajo, las campanas de la iglesia repicaban a rebato y los clarines de los soldados también sonaban alertando a las tropas. ¿Qué, pues, Taita Mayo —dije intrigado apurando a mi bestia—, entre ustedes los dioses también hay guerras?, y mirando ambas cordilleras. ¿Y dónde pues están peleando?, ¿en qué lado de las montañas? «Ingrato, —oí como su voz del Taita en mis oídos que me respondía—, dos veces te he librado de la muerte, ¿y aún así atacas mi pueblo y mi iglesia?».

—¡Al ataque, valientes nunas!La voz del Uchcu, adelante, y más los otros que

pasaban como viento por mi lado me obligaron a picar mi bestia y lanzarme decidido al ataque, mientras que en mis adentros le hablaba a Taita

Mayo: «A luchar por mi casta estoy viniendo pues; no es contra ti, taitito; ¿sabrás perdonarme, au niño?». Así diciendo alcé la paja que llevaba en las ancas de la acémila y, prendiéndola con un fósforo, la aventé sobre el primer techo que asomó a mi vista.

Pero como dice el dicho, fuimos por lana y salimos trasquilados. Con más tropas que había hecho lle-gar el gobierno y más como una trampa que nos tendieron saliendo a enfrentarnos sólo una parte del ejército, mientras el resto botados de panza sobre los techos o escondidos en los terrados como mujeres nos disparaban sin darnos cara, y más otros todavía que bien enseñados se habían apostado, listos para rematarnos en los contornos de la ciudad, terminaron haciendo una matanza con nosotros que fuimos hacer pelea limpio a lim-pio, como verdaderos hombres que éramos, y nos salieron con cobardías.

Menos mal que yo pude escapar vadeando el río Santa por Huarupampa. Otros muchos que intentaron hacerlo por el lado del puente fueron muertos sin salvarse ni uno.

Cuando subía yo a duras penas esa cuesta, ya de noche, viendo que otras sombras por mi tras se venían, arrastrándose y quejándose, algunas casas se quemaban todavía, con harta lumbre, entre gritos y disparos que no cesaban.

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—¡Maldito Justo Solís! —habló una sombra, jipando, llegando casi a gatas a mi lado—. Por su culpa los conchucanos se volvieron pensando que las guerrillas habían terminado.

Era el Uchcu, herido, sus manos manchadas de sangre, su cara embarrada como con tizne.

Por su tras nomás, uno a uno iban llegando los otros que habían escapado.

Esa vez no fuimos a Tocanca. Bajamos más bien a Pampas en busca de los Poma, conocidos del Vicente Orobio. Necesitábamos alimento y curación, tam-bién caballos y armas. Bajamos a piecito nomás. No éramos ni veinte. Pero ahí iban con nosotros el Hilario Cochachín, el Mariano Valentín, el Pablo Condorsenka y el que le decíamos Rajatabla, entre otros más cuyos nombres ya ni me acuerdo.

Así andando andando esa bajada, llegamos al sitio conocido como Káchoj, donde había piedras desparramadas por todos lados, y algunos con figuras como de gente.

—Nuestra derrota sólo ha sido una prueba —dijo el Uchcu, una prueba que nos a puesto taita Wiracocha, para ver nomás hasta dónde somos capaces de resistir. Sólo al final, cuando haya pro-bado nuestro temple, nos dará la victoria.

—¿Continuar? —me asusté—, pero con qué hom-bres, Uchcu. Estos que estamos somos muy pocos, ¿cómo pues?…

—Nada es imposible —me respondió—; siem-pre habrá nueva gente dispuesta a pelear. Los abusos de los blancos así nomás no se acabarán. Y si después de insistir no hay gente que nos acompañe, taita Wiracocha nos dará soldados haciendo revivir estas piedras, que ahora sólo duermen desde que una vez desertaron del ejérci-to del inca, creyendo, como tú, que era imposible someter a los terribles conchucanos. Pero ya el taita los perdonará y volverán a ser los valientes que necesitamos.

Lo miré con admiración. Sus palabras daban confianza, infundían valor, eran como pólvora en la sangre.

Del frío que por esos días empezó a arreciar, me acuerdo. Días en que la neblina se asentaba en las quebradas, formándose como un mar entre los cerros. O subiendo, subiendo, como humareda hacia las crestas altísimas de la cordillera.

Varias veces la mangada o la granizada nos dejó empapaditos, mientras cruzábamos de un lado a otro las áridas punas. Envueltos en nues-tros ponchos, hambrientos, buscando el abrigo de una cueva, mirábamos pasar los días, siempre escapando o al acecho.

Desde las altas cumbres era ya para nosotros de no olvidar el profundo valle de Huaylas, her-moseado por todas partes por altos eucaliptos,

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refugio de loros y jilgueros. Sus chacras de maíz, interminables y, más arriba, los cuadraditos de los trigales, como cueros de carneros puestos a secar al sol. Más para este otro lado estaba Macate, con sus huertos de frutales en el valle de Quihuay y sus rocotos amarillos que hasta en las noches de luna podían verse a la distancia.

También los pueblos de Cosma, Pamparomás, Moro, Nepeña y San Jacinto, mirando hacia la costa unos y otros asentados tímidamente en esas arenas blandas.

Por todos esos lugares, al paso de nuestras bestias, los ancianos, las mujeres y los niños se asomaban a las puertas de sus casas a ver pasar al «Uchu Pedro y sus alzados», como ya nos conocían. Sólo los hombres jóvenes, aptos para la guerra, se escondían o se hacían los enfermos maliciando que les pediríamos enrolarse en nues-tro ejército. Sabían que las tropas nos perseguían para de una vez aniquilarnos, y que en cualquier momento caeríamos. Por eso se acobardaban o les faltaba fe como decía el Uchu; pero aun así, de uno en uno, de pueblo en pueblo, fue aumen-tando el contingente hasta alcanzar un número que nuestro jefe consideró que ya estaba bueno para intentar la toma de Huaylas.

Ahora sólo esperábamos a los montoneros de Huánuco y Trujillo, que luchaban también con-tra el gobierno para que el general Cáceres fuese

presidente y que estaban de paso por este lugar y nos habían prometido apoyo.

Mientras esperábamos los refuerzos, decidimos hacer frente a un destacamento del gobierno que desde algunas semanas atrás nos venía persi-guiendo de un sitio a otro.

Varias veces, escondidos entre las peñas, los habíamos visto pasar de largo husmeando nues-tro rastro como allkos, resistiendo el frío y el soroche.

El Hilario Cochachín que tenía su querida en Quillo, fue de la idea para usarla a esta como sebo y tenderles una trampa en la Quebrada de Lucifer. Y fue así cómo, una mañana, sabiendo a lo seguro que se dirigían a Pariacoto a remudar sus acémilas, los esperamos al fondo en esa fea encañada.

Ojitos negros no lloresllorarás cuando me vaya.Ojitos negros no llores

llorarás cuando me muera.

Así cantando la china sapienta bajó a la quebra-da agarrado su balde, haciéndose de no ver a los soldados que pasaban por el camino de arriba. Estos al verla en ese sitio donde todo era silencio, hambreados de mujeres como estaban, pensando

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abusarla seguro, la dejaron bajar nomás calcu-lando que ahí al fondo no tendría escapatoria.

Y como qué, al poco ratito de estar escondidos aguaitando desde un monte, ya los vemos que se acercan dos al trotecito de sus bestias. Los otros se quedarían esperándolos arriba seguro. No se les veía de donde estábamos. Ni ellos podían vernos.

Para esto ya la china había llegado al recodo donde le indicamos, que era ahí cerca nomás donde nos escondíamos. Haciéndose la inocente, con su baldecito puesto al lado, se lavaba los pies en el agüita.

Justo ahí a nuestro lado desmontaron, y como la vieron a la muchacha de espaldas, no nos habrá visto diciendo será pues, se fueron acer-cando pasito a paso, para agarrarla al descuido. Ahí fue que yo con el Cochachín, saltando de entre el monte, les asestamos recios macanazos en la cabeza haciéndoles volar los sesos. Los demás que estaban escondidos ni se movieron. Jalándoles de las botas, los aventamos por ahí entre las matas. A la china el Hilario le hizo señas que ahí nomás siguiera.

No pasó mucho cuando otros dos aparecieron por el mismo caminito silbando a sus compañe-ros, llamándoles por sus apodos, advirtiéndoles que para el capitán era dizque primero, que cuidadito con tocarla todavía. Así que hablan-do que están, resultaron ya casi en su encima

de la muchacha, que esta vez sí medio se tocó de nervios, y soltando su balde corrió a la otra orilla. Antes que ni hagan intento de apearse, los laceamos a los dos como lacear novillos, y de un templón los trajimos abajo y los jalamos hasta el monte donde les metimos cuchillo sin darles tiempo de saber lo que les había pasado.

—Ahora sí alístense —dijo el Uchcu—, cada uno en su emplazamiento.

A la muchacha también le ordenó esconderse y a la mitad tirarse para el otro lado, entre las peñas, para meterles fuego cruzado.

Iba resultando el plan de Uchcu y la idea de su hijo Cochachín.

No demoraron gran cosa en venirse todo el ba- tallón. De repente los vimos asomarse uno tras otro, en fila india, llamando a voces entre risotadas y bromas, que esperaran, que no fueran desgraciados, que ellos también querían probar. En esa ocupación que estaban fue que sonó la descarga. Como paja-ritos caían de sus bestias aullando de dolor o cara-jeando. Los animales se atropellaban, relinchando, sin saber para dónde correr. Entre la polvareda que levantaban, saltamos unos de las peñas, otros de los montes, a rematar a los heridos.

Una semana después fue que entramos al pueblo de Huaylas armando gran alboroto. La guardia urbana que salió a enfrentarnos junto a la poca

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tropa que había, nos resistió el fuego al principio; pero poco a poco se fue replegando hasta termi-nar desbandándose, huyendo por entre maizales y huertos.

Por fin, después de tanto sufrimiento, ahora último nuestra suerte se volteaba.

Saqueamos a nuestro gusto las tiendas de los ricos e incendiamos sus casas. Nuestros herma-nos huaylinos que estaban con nosotros, hicie-ron preparar pachamancas al otro día y el trago corrió como agua, mientras bailábamos nuestros huaynitos bien abrazados a las chinas. Allí me enamoré de una, de nombre Marcelina, por quien perdí la cabeza queriéndomela robar esa misma noche. Te espero, le dije, con mi bestia ensilla-da en la lomita del cementerio. ¡Achachay!, me respondió ¿qué pues no tienes miedo poray? Entonces, volví a proponerle que mejor a la sali-dita del camino a Cunca. Pero bandida la china, me había estado pulseando nomás. Capaz mi taita va molestar, me dijo, háblale a él mejor. En esa conversación que estábamos fue que el Uchcu vino. Pidiéndole permiso a la muchacha, me jaló a un ladito. Guarda, me advirtió, ¿no ves que es su querida del vara de campo, del mismo que ha organizado la fiesta en nuestro honor? Pero si la muchacha me quiere, ¿qué tengo que ver?, me acuerdo que le respondí. Ahí nomás se asomó el otro, bien zampao, más que yo. ¿Quieres que

conversemos?, habló haciéndome ver un puñal entre su poncho. Me dio risa. Como un relámpa-go saqué el mío de entre mi seno y me cuadré. Ahí fue que se paró la fiesta. Pero el Uchcu, cal-mándolo al otro, me sacó bonito nomás hablán-dome y me llevo a dormir ahí en su casa de un alzado que andaba con nosotros.

Mañana mismo como sea me la cargo, dije.

Pero no fue del caso.Para evitar problemas seguro, ya que el vara

de campo nos estaba dando apoyo, el Uchcu me mandó comisionado a Huanchay, al mando de quince hombres, para que habláramos con un tal Emeterio Ángeles a fin de que nos ayudara a reclutar gente de su estancia y se plegaran a las guerrillas. Pero llegado que hubimos, el hombre que había sido uno de los capitanes de Atusparia, se negó totalmente a prestarnos su apoyo, dicien-do que era por demás, que ya la revolución se había acabado. Cobarde, carajo, diciendo, le quemamos su choza y matamos su ganado para escarmiento. Lo mismo hicimos en otras estan-cias con los que igualmente se negaron.

Hubiéramos seguido en esa ocupación si no hubiera sido por un propio que vino a avisarnos que, por órdenes del Uchcu, volviéramos urgente a Huaylas, que había salido tropa de Huaraz y hacía falta nuestra presencia.

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Al mando de Callirgos e Iraola, no era sólo una tropa la que avanzaba, sino varias, con órdenes de destruirnos totalmente y recuperar Huaylas.

Cuando aproximándose estaban al pueblo de Mato fue que salimos a darles el encuentro.

Rodeábamos los cerros del contorno cuando aparecieron. Con sólo verlos nos desalentamos. Tantos eran. Como nube todavía avanzaban, lle-nando el camino ancho. Qué para hacer diciendo iniciamos el ataque lanzando la primera descar-ga. Bien entrenados, de un salto se parapetaron entre las rocas y de ahí respondieron el fuego. Más de dos horas ya de tiroteo, y las municiones escaseaban en nuestras filas. Ellos tenían para resistir todo el día y toda la noche si era posible. En mulas cargaban los cartuchos.

Varios cientos de nuestros hermanos queda-ron ahí bocabajados, muertos sobre las peñas. Uniformados también como moscas yacían ten-didos en ese mullpo.

Lo que vino a fregar todo fue la guardia urba-na de Caraz que llegó ya al atardecer. Con esos refuerzos se envalentonaron y se sintieron más seguros. Viendo nosotros que las balas casi ya no nos quedaban y sintiendo que el cerco que nos estaban tendiendo era cada vez más estrecho, fue que decidimos darnos al escape.

Yo salté sobre un macho que estaba ahí al lado, perdido, y me fui tras el Uchcu entre una

granizada de balas que pasaban silbando por nuestras cabezas.

Para confundir a los que nos seguían, sali-mos del camino grande y enrumbamos hacia las márgenes del Santa, pensando perdernos en los montales de Ranrahirca.

El Uchcu siguió de largo bordeando el río, medio oculto entre altas yerbasantas que orillaban el camino. Yo decidí cruzar el río por un sitio donde el Santa era como una playa y el agua se veía encimita. Al otro lado se levantaba un bosque de eucaliptos, cubierto de monte espeso, por donde sería fácil perderse de vista. El bosque se extendía inmenso, siguiendo el curso del río, flanqueando por los cimientos macizos de la cordillera.

Ya ganaba yo la otra orilla, cuando el pelotón se detuvo al borde del río. Desesperados viendo que me internaba ya en el montal dispararon alocada-mente, y sentí que el macho se sentaba y luego que su cuerpo se sacudía. Acababan de matarlo.

Agarrando mi carabina y el ponchito que estaba como pellón, me metí al monte a toda carrera, sintiendo que me molestaba la picsha que llevaba yo colgado sobre mi hombro. Ahí guardaba mi coquita, una mulita de gro y más unos cuantos cartuchos.

«¡Ríndete, Uchcu Pedro, te tenemos rodeado!».

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Fue lo que me gritaron los cachacos cuando me hallaba yo escondido en una cueva, después que me persiguieron por todo el monte. Ganas de decirles que no fueran tan zonzos, que yo no era el Uchcu, me dio. Pero de nada me hubiera servido. Igual nomás me matarían.

A uno lo vi apenitas que daba un salto entre las matas, y de los demás se oía tan sólo cuando sus pisadas quebraban palitos secos. Bien calzado en una grieta, yo tenía el cañón de la carabina apuntando listo para soltar el tiro. En eso asomó su cabeza, detrás de un eucalipto, el que lo vi dar el salto; pero se fregó cuando se volvió a mirar atrás a hacer señas con la mano a sus compa-ñeros. Ahí fue que le pegué el balazo. ¡Pen!, sonó el tiro. El hombre se huicapeó como esas pichuchanquitas que con mi hondilla tumbaba yo entre los árboles allá en mi tierra de Sipsa. Después se quedó quieto, tirado sobre la huaylla. Los pájaros volaron por todos lados. Oí voces agitadas, desordenadas al principio, después ya más nítidas: ¡Lo jodió al capitán, carajo, lo jodió! Lo que siguió fue una descarga a mi escondite, mientras dos soldados, tirando de las patas, se lo arrastraban a su muerto.

Tres días ya ahí, bien vigilado, era de no sopor-tar. Por turnos me cuidaban. Lejitos se oía que cantaban, discutían, como borrachos; pero aquí

al frente, tras un árbol grueso, dos pares de ojos estaban al tanto nomás de mis movimientos, atentos a cualquier ruidito. Cuando se necesita-ban entre ellos, se llamaban mediante silbidos. Alguna chocita harían para que duerman seguro. Allí afuera el frío sería de no aguantar. Al frente nomás estaban los nevados, y en las madrugadas caía el sereno que mordía la piel y hacía tiritar. Menos mal la cuevita era más o menos abrigada y ahí al fondo haría calor quién sabe. Pero más que cueva, parecía tumba de gentiles. Ahí al lado estaban botados retacitos de tejidos deshechos por el tiempo, pedacitos de ollitas o cantaritos rotos, huesos también que blanqueaban desparramados por todos lados. El hambre, el frío, la sed, eran todavía de soportar, para eso me sirvieron harto mi coquita y la mulita de gro. Pero lo que me ven-cía me vencía era el sueño. Así abiertos mis ojos que estoy resultaba yo hociqueándome contra la peña. Vuelta sacudía mi cabeza, asustado, repa-rando para todos lados. Así en una de esas que estoy, clarito lo veo al Uchcu que entra, itacado su poncho, sus pistolas al cinto, que me dice, Mama Killa, nuestra madre luna, llorando sangre está, masqui mírala, allauchi, pena de nosotros tendrá, sus pobres hijos… Y de veras, de su ojo blanque-cino, bajaban, como hilos de sangre, igualito, como cuando lo ví a Taita Huascarán esa vez en Tocanca.

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Sentándose a mi lado, el Uchcu me hablaba ahora: No perdamos la fe, Tomás Nolasco, luchemos hasta el último; no seamos como Atusparia que se dejó ganar por los blancos. Algún día, verás, Taita Intip volverá a reinar… Así diciendo que está me desperté. Sueño nomás había sido.

De ahí de la cueva, ni la luna siquiera se veía.

Pero el enorme yana puma que saltó por mi enci-ma, no fue sueño.

Fue en pleno día cuando los soldados, cansa-dos de esperarme, soltaban desde el cerro hatos de paja encendidos, con la intención de hacerme asfixiar con la humera. Ahí fue que sentí como un gruñido al fondo de la cueva primero, y des-pués que saltaba sobre mi cabeza cuando me volví a mirar. Enorme, ágil, de negra piel lustro-sa, lo vi ahí afuerita antes de la lanzarse sobre los soldados.

—¡Es el demonio! —gritaron estos, viendo que las balas no lo mataban y la bestia se les iba enci-ma. Gritos y gruñidos se confundieron. A mano-tazos y dentelladas los dejaba muertos. Yo aprove-ché para escaparme a todo correr esa bajada.

Muerto de cansancio, maltrecho, llegué a Tocanca. Ahí supe la noticia: acababan de fusilarlo al Uchcu junto a la iglesia de Casma. El Hilario Cochachín tampoco estaba; no se sabía si salió

vivo o no después del enfrentamiento de Mato. De los antiguos sólo quedaban Marino Valentín y Vicente Orobio; los demás, que no pasaban de diez, se incorporaron ahora último. Todavía lo encontré ahí al muchacho que vino a dar el aviso. Era uno de los Poma, de Pampas. «Murió enseñándoles el trasero al pelotón, después de rechazar al cura que quiso confesarlo». Ya para irse, echándose agua a la cabeza en el puquialci-to del camino, todavía habló: «El cura nos negó para enterrarlo en el cementerio; ahí botadito seguirá su cuerpo hasta ahora si no se lo han comido los gallinazos».

Ahí nomás fue que decidimos esconder las armas y largarse cada uno por su lado. Muerto el Uchcu y ausente Cochachín, ningunos teníamos valor para tomar el mando, más peor todavía siendo ahora tan pocos. Ahí mismo en Tocanca, en una arruga del cerro, cavamos como para sepultura y, bien envueltos en pochos, enterramos las carabi-nas. Era peligroso andar con armas, sabiendo que los soldados nos buscaban por todos lados. De dos en dos o de uno en uno, después de abrazar-nos fuerte, como hermanos, como hombres, nos desparramamos. Yo corrí por su tras del mucha-cho Poma, que, montadito en su burro, despacio se iba laderita abajo.

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Ya los shingos afilaban sus picos sobre la torre de la iglesia cuando llegué a Casma.

Antes de irme para mi tierra, consideré como mi deber dar cristiana sepultura al que fue mi jefe. Por eso bajé a ese valle caluroso, sintiendo su olor a frutales, a salobre brisa marina…

Botadito panza arriba, como reparando al dios Intip, estaba ahí tras la iglesia. Casi me ganan mis lágrimas al verlo asina. En el burro que me prestó Poma, hice esfuerzos por subirlo. A esa hora de harto calor la gente estaría adentro en sus casas, haciendo la siesta seguro. Los pocos que me vieron, ni siquiera se acercaron. Un hombre togao más bien, que más parecía cura que otra cosa, bajándose de su caballo, vino y me ayudó a subirlo. Después lo vi irse al trotecito por el cami-no de Yaután. Casi por su tras nomás, yo también me fui, arreadita mi carga, hacia esas huacas que había por el camino que apartaba a Choloque.

En la última palada que estoy, con la queresa que, ¡huinnn!, zumbaba por mi lado, de un de repente levanto mi cabeza y lo veo parado ahí, en la lomita de arriba, al mismo yana puma de la cueva de Ranrahirca, que con sus ojos fijos, amarillos, mirándome está, sin fiereza, como contemplándome nomás. «Taita Huiracocha» dije arrodillándome, sintiendo harta emoción en mi cuerpo, «con el Hilario Cochachín si es que vive,

más los soldados que duermen en Káchoj, y que tú los despertarás, volveremos a atrever a los blancos: chancaremos sus huesos ñutu ñutu, y tú, padre, volverás a reinar, y harás que vivamos felices como en el tiempo de los incas».

El yana puma, como si me hubiese estado oyendo sin creer en mis palabras, empezó a irse esa cuesta, volteando, volteando, como descon-fiado; paso a paso primero, y después casi a la carrera. En un ratito lo vi ya arriba, subiendo la cordillera en dirección a Callán Punta. De ahí seguramente bajaría hacia el río Santa, pasaría por Pumacayán y, oliscando oliscando la nieve, alcanzaría las cumbres de la Cordillera Blanca, para después bajar a Chavín de Huántar, la mora-da de los dioses, o más allá tal vez, por donde asomaba su ojo el dios Intip, ya no como puma ahora, como cóndor.

Con ese pensamiento, como tonteao, pisando altos y bajos, por ahí donde lo vi irse, yo también me iba, sintiendo un sudor frío que bajaba por todo mi cuerpo, empapando mi ropa. Mis piernas me temblaban y los huesos me dolían.

No pudiendo dar ya un paso más, como muñeco me amontoné ahí nomás en el camino, y poco a poco sentí que mi cuerpo se iba poniendo rígido, y después que se enfriaba del todo y se endurecía hasta quedar convertido por último en esta piedra que soy, en este sitio de Tacllán, y a

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«Es su hijo del José Blanco, ¡atatau!, brujo como su padre será. ¡Apártate, cholito!».

Yo no sé por qué a mi padre le dicen José Blanco, ¡vaya!, si de él su verdadero nombre es José Ramírez. Algunas veces cuando se me viene la ocurrencia preguntándole estoy. Pero él ni caso me hace, como si no le hablara. Si no está ocupado en alguna cosa, prefiere mirar a otro sitio o si no cambiar de conversación, pero nada de responderme. Por eso ahora último ya no le pregunto. Para qué, pues, si ya sé que va a ser por gusto.

Sólo él y yo vivimos en este paraje solitario, en esta fea puna al que todos conocen de nombre como La Cuchilla. Al pueblo se llega pasando esa lomada y la otra, después de una bajada todavía. Cuando estamos aburridos y queremos ver harta gente, tenemos que irnos abajo, al alto de Putaga, a ver pasar por el camino grande a los viajantes

El águila de Pachagojquien los viajeros conocen, por algo será seguro, como la piedra que cura el mal del corazón.

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que van o vienen del Marañón. Pero eso es sólo de vez en cuando, el resto de los días yo me paso por la jalca recogiendo las ramas que mi padre necesita para preparar sus pócimas. La gente llega seguido seguido nomás, otras veces se desapare-cen por temporadas. Cada vez que vienen traen itacados sus alforjas con papitas en su dentro, o si no ocas o mashuas o cuyes y, a veces, hasta arreando huachitos llegan. Eso nos dan en pago de lo que mi padre les ve la suerte o les cura. La que más viene es doña Corina, de Huayllabamba, con cualquier pretexto. Ya la gente está hablando que a mi padre dizque lo han visto convertido en águila, asentar en las noches en el eucalipto gran-de que hay detrás del corral de su casa, cerca de la quebradita. «Es el José Blanco, han dicho, ¿y así todavía quieren aceptarlo como capitán en nuestra fiesta de San Pedro? ¡Jesús, María!, ¿acaso se han olvidado que a su mujer, la Santosa, se la llevó el demonio?». Eso oí un día que fui a comprar coca en su tienda de don Andresito, cerca del molino. Desde entonces preguntándole estoy dónde está ella, qué se ha hecho, porque ya no la veo; pero él no responde, como una piedra es. Ocupado en remover sus yerbas, se hace que sopla la candela o si no me ordena que vaya por más leña, que me apure, que va a faltar o cualquier otro pretexto. Sólo una vez nomás recuerdo que me dijo que se fue de viaje, que ya volvería. Pero a don Fermín

Rojas, cuando estoy oyendo en el corral, clarito escuché que le contaba que mamá Shantu se había rodado en La Colpa, tratando de recoger yerbas de pachacrá, y que de pena mis hermanos se fueron a vivir con mi abuelita a Punacocha y que me dejaron a mí solito para su huallqui.

Yo vi con mis propios ojos cómo el demonio cargó con doña Santosa esa noche. Venía yo de la hacienda de Urcón arreando mis burros, y para cortar camino decidí atravesar la puna. Estaba chi-rapiando al principio, pero nadita me imaginé que horas después caería una mangada con relámpa-gos y truenos. Feo me asusté cuando un rayo cayó cerca nomás donde estaba yo con mis animales, incendiando el pajonal. Ni cuevas siquiera dónde refugiarse. Empapadito, viendo que la noche se venía encima, me acordé que más allá donde la puna bajaba y formaba una laderita, vivía doña Santosa, la mentada curandera, con su marido y sus hijos. Ahí está mi salvación, dije. Saqué de una alforja un traguito de huashco que no me faltaba y látigo y látigo a mis burros les hice bajar la cuesta corriendo, resbalándose en el barro, cuidando que no fueran a botar la carga. ¡Chaplac!, ¡chaplac!, sonaban todavía mis llanques en las llocllas.

En cuanto vi la choza, para que sus perros no espantaran a mis animales, llamé de lejitos, ¡Doña

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Santosa!, ¡doña Santosa! Al ratito, salieron ella y su marido. A sus hijos no los vi. Estarían acostados ya seguramente. Alta, flaca, la señora, envuelta en su reboso negro, trataba de reconocerme junto al callapo que sostenía la ramadita del corredor. Atrasito, su marido, envuelto en una frazada, procuraba con la mano libre que el viento no apa-gara la luz del mecherito con que se alumbraban. ¡Vengo a que me deste posadita, aho niña!, le grité en el momento en que sus perros se venían dere-chito a mis burros. Ella los llamó entonces fuerte como resondrándoles, y los animalitos agachando la cola, obedientes, volvieron a tirarse a su lado. No sé si me reconocerían o no; pero hacía años, cuando yo era más muchacho, le traía los recados de una señora de Santa Clara, a quien la estaba curando para el mal daño. Por ahí acomódese de cualquier manera, me dijeron señalándome un cantito del corredor. Y se entraron rapidito nomás, sin darme tiempo ni de agradecerles.

—He venido a avisarte, José, que mejor te vuelvas a Punacocha, tu tierra. La gente de Huayllabamba y Cutamayo se ha noticiado diciendo que esa águila blanca que por las noches asienta en Pachagoj dizque eres tú. Y que a varias personas ya ha ata-cado queriéndolas devorar. Y hasta a mí me están levantando cargo, diciendo que en el eucalipto de mi corral te han visto asentar convertido en ese feo

animal. O acaso es cierto, José; cuéntame a mí que soy tu amiga, que fui también yanasa de la Santosa, tu mujer. Has de tener necesidad de desfogarte, así como me confiaste esa tarde que tiritando llegaste a mi casa, diciendo que la Santosa se había rodado en la quebrada de las cortaderas cuando escapaba por la ladera con ese arriero que llegó buscando posada la noche de la mangada.

La gente que viene de lejos a hacerse ver por mi padre, en su conversación hablan que él también es entendido como mamá Shantu. Al comienzo nomás desconfiaban. Itacando sus alforjitas o sus quipis se regresaban cuando mi padre les decía que ella no estaba, que no sabía cuándo iba vol-ver; pero que si querían, él también podía curar-les. Desconfiosos se miraban nomás. Después se iban, sin dar contestación, por el camino del Marañón, sin voltear, calladitos. Pero, al tiempo, cuando se convencieron que ella no tenía trazas de volver, después de varias vueltas que hicie-ron, por fin le suplicaron a mi padre a ver que hiciera dizque la prueba de curarles. Se acertaría su remedio seguro, porque desde entonces empe-zaron a venir seguido seguido nomás. Harta fe le tienen ahora. Ha sanado a muchos ya, sobre todo a esas personas que padecen de wiku, de mal de campo, de susto, de atacoral, de mal daño. Aparte, ve también la suerte con naipes, con

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cigarro, con coca. Sus bebidas las prepara a base de pachacrá, esa yerbita milagrosa que dicen que tiene dizque siete virtudes, esa la entrevera con otras que recojo por La Colpa o si no, por abajo, por Potrero, al otro lado del río. Pero la pachacrá sí tengo que buscarla por arriba, cerca de la lagu-na de Cushuro; por ahí donde están las wachwas, los lic-lics y las tarukas, también los bravos de San Pedro, que menos mal ya me conocen. Quizá seré la única persona al que no atacan. «Dizque solito anda esa criatura entre los chúcaros». «¡Por María Santísima!, como la Shantu, su madre, tendrá pacto con el demonio». Los cholitos del pueblo, cuando a veces vienen a la jalca a bus-car sus animales, viéndome de lejos nomás se corren o si no, se esconden detrás de las lomas o se tiran entre el pajonal. ¡Zonzos!, si vinieran, yo les invitaría cancha o machca que nunca me falta en mi bolsico. Los grandes también con miedo con miedo me hacen conversar cuando me encuentran poray, solito. Por eso ahora ya no les busco conversación cuando les veo. Mejor estoy jugando con los chúcaros, montándoles, sacán-doles la suerte o si no tirado panza arriba junto a los que descansan, mirando el cielo alto, azulito, sin nubes, ni nada…

Sería las doce de la noche un poquito más quién sabe. Reciencito había escampado y la luna

alumbraba, ¡achic!, en toda la pampa. El viento silbaba en los pajonales. De rato en rato el ¡burrr! de mis animales con el frío me despertaba. En eso escuché el cabalgar de un caballo lejano, con trotar parejo, como si fuera de paso. ¡Ja!, dije, ¿quién pues a estas horas y por estos sitios? Será mi imaginación. Adentro se oía que roncaban todavía durmiendo. Me arropé más con el pon-cho y tapé mi cabeza con el sombrero haciendo la prueba de dormirme. En eso, no sé cómo, ya cerquita siento que el caballo llega a la casa y se detiene frente al corredorcito donde yo estaba. Me quedé quietito mirando, aguantando la respi-ración. Y hasta los perros que pensé que saldrían a ladrarle siquiera, se quedaron calladitos en su sitio. El hombre que llegó era un elegante caba-llero, vestido como nunca en mi vida he visto. De capa, sombrero de ala ancha y espuelas de plata, montaba una yegua fina, blanca, con aperos que igualito a sus espuelas, relumbraban con la luna. ¡Santosa!, llamó sin hacer cuenta que yo estaba ahí al lado. ¡¡Santosa!!, volvió a llamar con más fuerza. Cuando casi ahí nomás salió su marido a ver, yo quise moverme un poquito, toser o algo así; pero me di cuenta que mi boca se había atado por completo y no podía mover ni un nervio. El hombre, al verlo, sin decir nada, ahimismito se entró al cuarto. Te llama, apura, es el señor, oí que le decía, y después que le resondraba: ¿Ya ves?,

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yo siempre te dije que algún día se cumplirían los veinte años, ¡no me hiciste caso, Santosa!, ¡no me hiciste caso!; así diciendo oí que sollozaba. Al ratito salió la mujer, toda despeinada, como dor-mida nomás. Cruzó el corredor, y se fue derechito hacia el hombre. Apura, ya se cumplió el plazo, fue lo único que le dijo este, enancándola en su bestia. Seguidamente partieron en un trotecito lento primero, con chispas que salían de los cas-cos del animal; después, se escuchó el galope y un grito desgarrador lejano mezclado con carcajadas. Mientras adentro, en la choza, seguía oyéndose el llanto del hombre y más tarde el de sus hijos.

Lo que a mí más me gusta es cuando vienen a que mi padre les vea la suerte; ¡Ja!, es que ahí yo también tengo intervención. Lo que no saben es que de mí depende que se vayan alegres, tristes o colerosos. Para esto mi padre, serio, haciéndose el honrado, me llama delante de los pacientes, diciéndome, Hijo, tengo que llamar al Caballero Álvarez; ya tú sabes que él no aparece delante de las criaturas; andavete a dar una vuelta poray, más tardecito regresas. Así diciendo se entra a la choza seguido de la persona, mientras yo me voy por atrás, por la puerta falsa, a hacer lo que ya sé. Allí adentro, calladito estoy, al tanto al tanto nomás de lo que conversan, mirando por una hendijita, esperando la hora en que mi padre

llame al Caballero Álvarez. Yo ya sé que antes de eso, él tiene que hacer sus rezos todavía, después darle unas tomas al paciente; hasta que cuando ya está arrojando, viendo visiones, recién ahí mi padre levanta los brazos al techo como si fuera el cielo y empieza a llamarlo haciendo medio rara su voz. Ese ratito es cuando yo empiezo a mover con todas mis fuerzas los callapos que aguantan el techo. Parece temblor. Y con el movimiento, la magana que esta colgadita rozando el cuero de la roncadora, empieza a golpearla una y otra vez, produciendo un ruido igualito como cuan-do revienta el trueno bien lejos, en medio de la mangada. ¡Ja!, vieran la cara que ponen todos los pacientes: pálidos, algunos quieren llorar todavía mirando a todos lados; otros se ponen a temblar como atacados de terciana o si no se arrodillan poniéndose a rezar. Pero hay también quienes de puro susto ya no aguantan, y corriendo salen de la casa. ¡Ja!, como ocurrió con doña Laga Tomasa, su mamá del Pedro Paroy. Y eso que a ella no le dio ninguna bebida. Porque mi padre sólo les da a los que malicia que no tienen creencia o a los que vienen de lejos. Algo tendrán, pues, esas ramas; porque los pacientes aseguran que lo ven al Caballero. ¡Ja!, da risa, hasta dicen cómo es: un hombre dizque flaco, alto, de capa y espuelas de plata. ¡Jajay!, si supieran que el Caballero Álvarez soy yo, ya seguro ni vendrían.

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Cansada llegó doña Laga Tomasa tempranito nomás, junto junto con el sol, a mi casa. Venía a suplicarle a mi padre que le dijera por dónde debía buscar a su toro barroso que hacía tres días ya había desaparecido de los potreros de Huayllabamba. Por todos los lugares ya lo he buscado, don Josecito; pero nada, por ningún lado aparece, llegó diciendo. Y cuando mi padre, atendiendo a sus súplicas, se puso a llamar al Caballero Álvarez, de un brinco salió afuera, a la hora en que sintió que temblaba la choza y reventaban los truenos. Apurado salió mi padre por su tras, llamándola. Abajito todavía la alcan-zó. Y agarrándola de su brazo la volvió a reson-drones: ¿Qué te pasa, Tomasa?, ¿no estás en tu juicio?, le dijo haciéndola sentar en la silla, ¿no ves que el Caballero Álvarez me tiene bien adver-tido que jamás lo llame si antes no he preparado bien a la persona? ¡Me estás haciendo quedar mal, mujer, nada te va ha pasar; no te portes como una criatura! Menos mal que doña Laga Tomasa ahí nomás se tranquilizó y, como ton-teada, sentadita se quedó en la silla, sin moverse. Fue ahí cuando empezamos a parlar mi padre y yo, o mejor dicho él y el Caballero. Mi padre con su voz natural, aunque haciéndola medio ronco-sa, y yo metido en un tremendo cántaro, desde donde salía mi voz, agrandada, con eco, que ni yo mismo reconocía:

—¡¡Que lo busque por el alto de Mishito, entre la vacada de la hacienda Santa Clara!!

—Por ahí ya lo he buscado, don Josecito, como le dije, no aparece por ningún lado —se entre-metió doña Tomasa. Eso me puso en apuros. Mi padre, también no sabiendo qué decir, la reson-dró nomás:

—¡Tomasa!, ¿vas a dudar del Caballero? No lo has buscado bien seguro. Hazlo de nuevo mujer…

Ella se achicó, pobrecita:—Verdá, taita, quizás tengas razón —dijo

levantándose—. No lo he buscado todavía por el lado de Gachilpampa, al pie de Mishito; iré a ver, don Josecito, quién sabe lo halle poray…

Mi padre se quedó medio descontento cuando partió. Eso le pasaba por confioso, por apurado. Debió hacer como otras veces: pedirle que vuelva al otro día, o más después, para nosotros ganar tiempo y averiguar bien bien el paradero del animal y decirle luego lo que era cierto. Yo en mis andanzas por la puna, casi siempre me topo con animales perdidos. Entonces me fijo en la marca y acordándome nomás estoy, hasta que tarde o temprano ya están asomándose los due-ños a nuestra choza trayendo siempre algo. Ahí es cuando el Caballero Álvarez se porta todavía dando los mínimos detalles y hasta aconsejando. Pero cuando no es así, como esa vez de doña Tomasa, mi padre siempre tiene alguna salida:

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—Mi vaca se lo habían arreado a Sihuas, don José —llegó como a la semana doña Laga Tomasa a reclamarle (hasta eso su cuycito también, que dio en pago, nos lo habíamos comido ya). Mi padre se quedó pensativo un ratito, luego dijo:

—A veces cuando se asustan, Tomasa, el ene-migo toma el lugar del Caballero, y entonces trata de confundir a la gente. Por eso ese día que me suplicaste, de mala gana te dije bueno. Es porque te vi demasiado preocupada. Debí pedirte que regresaras al otro día, hasta eso ya el Caballero hubiera tomado conocimiento.

La mujer, de lo geniosa que estaba, volvió a tomar su color. Ya más calmada, dijo:

—¿Y ese Caballero que dice usted, don Josecito, no es el demonio?

Feo lo vi amargarse a mi padre entonces.—¡Cómo vas a decir eso, Tomasa! —le respon-

dió coleroso—. ¿Acaso soy brujo malero o qué? Yo sólo trabajo en la gracia de Dios, mujer…

—Ya, taita, caballero, disculpa; no he querido ofenderte…

Así diciendo se dio media vuelta y envolvién-dose en su rebozo se fue pensativa bajando por la laderita.

A partir de esa hora no puede ya dormir, piense y piense no veía las horas que amaneciera para irme. Había buena luna; pero, como nunca,

arriero viejo que soy, tuve miedo de largarme ese mismo rato. Cuando antes que amaneciera bien me levanté a alistar mis aperos, me di cuenta que José Blanco también ya se había levantado y que con sus hijos alistándose estaba para salir. Haciéndome el inocente, cuando ya mis burros estaban listos, le dije: Me despido de su señora, don José, gracias por la posadita. Entonces él, que seguro había estado dudoso si yo había visto o no lo de la noche, para disimular toda sospecha, me dijo: Ya, amigo, no tiene de qué, mi señora viajó, pues, hoy en la madrugada a Punacocha con su hermano que vino de urgencia porque mi suegra dizque está grave. Pobrecita, ojalá halle pronto su mejoría, diciendo me despedí. Se quedó con sus hijos viéndome bajar la ladera. Ya lejitos, me volví. Seguían mirándome, como esperando que me desapareciera. Pero más abajo, donde empieza la hoyada, amarré mis animales entre las chilcas y, haciendo un rodeo, me fui hasta una loma desde donde se ve la choza, para ver a dónde iba o qué pensaba hacer José Blanco ahora que el enemigo se lo había llevado a su mujer.

Desde Cutamayo ha venido Nazario Chuqui, natu-ral de Parobamba Chico, a que mi padre lo cure de su brazo. Llegando nomás le ha dicho: Quién sabe me habrán hecho mal daño, don Joshé; me duele como baldado, me lo viéraste mi suerte.

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Entonces mi padre, después de pedirle prestado su pañuelo y tenderlo sobre la mesa, está que baraja los naipes haciéndose el pensativo. Ahora habla para él solito jugando sus ojos para uno y otro lado, mientras el Nazario está que lo mira fijo como si no creyera en lo que mi padre está haciendo. Ahora este se levanta como sofocado sacándose la camisa. Tenemos, hijo, le dice al Nazario, que llamar al Caballero Álvarez urgen-temente; tú estás brujiado. Detrás de tu casa, en Cutamayo, está enterrada la cochinada. Enseguida nomás, sin esperar respuesta del Chuqui, empieza a decir sus oraciones, y yo a mover los callapos de la casa con todas mis fuerzas. El Nazario, al ver que todo se sacude y siente el ruido como de un trueno lejano, en vez de asustarse empieza a mirar con atención a uno y otro lado, arriba y abajo. Mi padre, que a lo disimulado lo está mirando, a fin de que no se dé cuenta le grita, ¡Rápido, Nazario, agárrate de mi cintura, ya está aquí el Caballero Álvarez, le he pedido que traiga la cochinada, ahora lo verás con tus propios ojos! Así diciendo mi padre saca de la pared dos cuchi-llos marca «Toro» y con el Nazario bien prendido de su cintura está entrando al cuartito donde ya lo tiene preparado todo, para casos así de apuro. Adentro es oscurito, y al Nazario no puedo verlo ni así estuviera claro porque ahora estoy metido dentro del cántaro, atento, por si a mi padre se

le ocurre preguntarle algo al Caballero Álvarez. Oigo sus pasos como alocados. Vamos, no ten-gas miedo, no te desprendas, está que le dice al Nazario. Seguro que está ahora con los cuchillos en ambas sus manos, dando vueltas alrededor de la mesa, tratando de clavarlos en la bola de trapo que debe estar moviéndose de un lado a otro entre el agua que mallma. Todo está preparado con anticipación. No tengas miedo, oigo que le dice, el Caballero tiene que ayudarnos por más que el agua hierva y la cochinada quiera esca-parse. Los pasos del Nazario también se escuchan para acá y para allá. Debe estar bien prendido de mi padre, asustado. ¡Ya está! ¡Ya está!, grita por fin. Ya vencimos el hechizo, ¿ves? El Caballero Álvarez lo trajo desde tu casa. Ahora debe estar cortando los trapos para sacar la figura de cera con la forma de un cristiano. Hace calor aquí adentro, pero yo no debo salirme hasta el último por si se le ocurra llamar de nuevo al Caballero. Este eres tú, está que le dice ahora, ¿ves esta espina clavada en el brazo?, ¡mira!, lo han hecho para que no puedas trabajar, y esta otra en tu pierna, pobre, hasta de caminar te iban a privar. Y esta, ¿ves esta? Clavada en tu cabeza, Dios Santo, para que toda la vida estés como tonteao… ¿Ves, Nazario? ¿Ves toda la maldad de la gente? Algo le responde el Nazario que no alcanzo a oír. Si quieres curarte, hijo, oigo ahora clarito la voz

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de mi padre, tendrás que pagarme treinta libras y quedarás sano y bueno. El Nazario está que tose. No tengo plata, don Joshé, le responde, yo sólo vine a que me saque la suerte. Bueno… bueno, Nazacho, le dice mi padre, pero del trabajo que te acabo de hacer tendrás que pagarme; son solo diez libras. Ya de la curación depende si quieres o no. Debo salir del cántaro, estoy que sudo a chorros. Parece que el Nazario no hubiera pues-to fe en lo que mi padre ha hecho; también él tiene la culpa por hacerlo apurado todo. Debe ser porque está fallo de plata. Tantos días ya no ha venido nadie. Pero yo no le he pedido que saque el hechizo, don Joshé, está que le alega un poco levantándole la voz, medio faltándole el respeto. Yo sólo voy a pagarle la suerte que me ha visto con los naipes y que usted acostumbra a cobrar veinte soles. No, no, dice mi padre, tienes que pagarme también de lo otro, tú tienes plata, si no que no quieres. Bueno, le pagaré a la vuelta, pues, cuando venga por remedios, ahora necesito para otros gastos que me urgen. ¡Qué buena cosa!, se amarga mi padre, así que lo que acabo de hacer no es urgente. ¿Tu salud no es primero, so malagrade-cido? Por la hendijita estoy viendo que el Nazario ha puesto dura su cara, sus ojos están que miran colerosos. Está bien, dice mi padre poniéndose su camisa, puedes irte; pero tu pañuelo se queda conmigo hasta que vuelvas por los remedios y me

pagues. De un tirón el Nazario levanta su alforja del suelo y, sacando otro pañuelo de su bolsico de atrás, lo avienta a la mesa, diciendo, Así que se queda con mi pañuelo, don Joshé, acá tiene este también si quiere, se lo regalo… Furioso se dirige a abrir la puerta para irse. Espera, le dice mi padre agarrándolo por el hombro (se nota que está aguantando su rabia, por algo será), si no tienes plata no voy a cobrarte un centavo de nada, ni te exijo tampoco que vuelvas a verme; y para que veas que no te guardo rencor, le dice sonriendo de mala gana, vas a llevarte un recuerdo mío. Así diciendo entra al cuarto donde dormimos y guarda sus yerbas, y se desaparece por un ratito, mientras el Nazario, desconfiado, lo espera en el umbral, mirando el día sin sol, nuboso, lleno de frío. Mi padre le entrega ahora unos paquetitos de yerbas secas, aconsejándolo cómo lo va a tomar. El Nazario lo recibe sin gracia, sólo por recibir. Gracias don Joshé, le dice, ahora sí me voy; ya es tarde. Así diciendo se despide, y, a la carrera, como alocándose, empieza a bajar la puna; mientras mi padre, olvidándose de mí que lo estoy aguaitando, feo se sonríe, mirándolo desaparecer…

Hallaron los restos de doña Santosa en un feo sitio de La Colpa, al pie de Chullín. Lloraba el hombre con sus hijos junto a las cortaderas. Las ropas estaban despedazadas, tiradas por aquí y por allá,

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prendidas en las espinas o sobre la huaylla. Sólo al más chiquito de sus hijos no lo vi; se quedaría durmiendo en la choza seguramente. Yo estaba en la parte alta, escondido entre las peñas. Hasta allí clarito llegaban las voces y el llanto. Les oí decir que la mujer estaba sin ojos y sin lengua, y que las carnes desgarradas no tenían sangre. Recogieron todito y lo amontonaron todo en un solo sitio. Después lo metieron en un costal, amarraron con una piola la boca, y lo enterraron al pie de una planta de puyó, entre unas zarzas. No rezaron ni nada, ni pusieron cruz, sólo una piedra grande que arrimaron entre todos para señal.

—Tienes que escarparte, José, dentro de un ratito llegará la gente de Cutamayo. Están colerosos porque el Nazario Chuqui ha dicho que de pica porque no te pagó lo que querías cobrarle, le diste unas yerbas que seguro eran venenosas y que él arrojó en la hoyada, y no contento con eso, en forma de águila dizque lo has alcanzado en la quebrada de Pachagoj y has intentado darle muerte. Ha contado llorando que tuvo todavía que sacar su cuchillo para defenderse. «A lo per-dido, no me quedaba otro remedio, pero le he hecho una herida en el ala. Vamos, acompáñen-me, ha de tener alguna señal en su cuerpo». Eso ha dicho. Y los hombres se han puesto a tomar para su valor. Cualquier rato nos hará a nosotros

también igual, no estamos libres, diciendo. Así me ha contado una mujercita que es mi yanasa y que ha volado a avisarme a Huayllabamba. A propósito, ¿qué tienes en tu brazo?, ¿por qué está vendado?, ¿que te has rasmillado con un clavo? ¡Santo Dios!, qué te van a creer eso ahora. Por María Santísima, escápate, llévate a tu hijito, no seas zonzo; hazlo por la criatura. Ya sé que eres inocente y que si te escapas van a creer que de verdad eres culpable. Pero si te quedas también será igual. Esa gente no entiende nada. Escápate, por favor. Ya deben estar por encima de Chullín, no tardarán en asomarse por la loma del frente. Yo me voy, José Blanco, adiós; si me pescan aquí van a maliciar que he venido a avisarte.

Mi padre me ha dicho que me vaya a la puna, que no quiere que me vean los hombres y mujeres que vienen de Cutamayo. Pero yo me he quedado aquí, en esta lomita, cerca nomás de la casa, a ver qué quieren ya pues esos cristianos, por qué vienen a buscarlo tantos; porque estoy seguro que no es para que les cure a todos, como me ha dicho. Además, de cuándo acá él no quiere que yo vea sus curaciones, si sin mí ni siquiera al Caballero Álvarez puede llamar. Algo ha de haber seguro. Adentro de sus ojos he visto harta preocupación por más disimulo que ha pues-to. ¡Vaya!, por allá asoman ya. Son bastantes.

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Parecen borrachos. Gritando vienen, trayendo machetes y cuchillos que desde acá estoy viendo cómo relumbran los filos a la luz del sol, que está alto y bonito. Ya están llegando junto a la casa. Adelante está el Nazario. ¡Que salga José Blanco si es hombre, queremos verlo!, grita con voz de borracho. La puerta está cerradita como la dejé. Mi padre no sale. Tendrá miedo segura-mente. Empiezan a tirar piedras a la casa, sobre todo las mujeres. ¡Que salga el criminal!, están gritando, ¡sí, que salga ese brujo malero! Ahora se abre la puerta. Ahí está mi padre, caminando hacia ellos. ¡Qué pasa!, les dice, ¡qué quieren! ¡Qué mal les he hecho yo! Por un ratito se han quedado callados; mas el Nazario, señalándolo, dice: ¡Miren! ¡Miren!, ¡ahí está la prueba! ¡Tiene el brazo vendado de la puñalada que le di en la quebrada! Mi padre no sabe qué hacer, ¡Esperen! ¡Esperen!, grita levantando el brazo. Pero ya se le fueron encima con palos, piedras y machetes. ¡Noooo!, grito corriendo a defenderlo; pero me detengo asustado al verlo a mi padre tendido en el suelo y que toditos se vuelven hacia mí. ¡Debe ser también el demonio!, dicen. ¡Mírenlo! ¡Tiene patas de gallo!, ¡agárrenlo!, ¡mátenlo! Entonces corro hacia la quebrada, sintiendo que las piedras pasan rozando por mi cabeza; pero el huicapazo de un palo me da en las espaldas tumbándome sobre la huaylla. Como pueda me

levanto, sigo corriendo, ya me alcanzan, más allá está el barranco, ya llego, me lanzo al abismo. Y en el aire cuando estoy gritando, siento que unas garras me cogen fuerte de las costillas y que me alzan sobre el abismo. Reparo a ver quién es. Y ahora sí, por fin, lo veo, ahora que siento mi cuerpo liviano y me viene algo así como una ale-gría desde muy adentro: con sus alas extendidas grandazas, blancas como la nieve, una enorme águila me lleva por los aires como a un pollito. No tengas miedo, hijo, oigo que me dice, soy yo, ¿no me sientes? A ratos me parece la voz de mi padre y a ratos la de mamá Shantu o de los dos juntos… No sé. He venido a llevarte, sigue diciendo el águila y sus garras me acercan a su pecho blando que siento que palpita con fuerza, a lugares donde siempre seremos felices. Los hom-bres se han quedado abajo boquiabiertos, con las piedras y machetes que se les cae de las manos, viendo remontarnos a lo más alto del cielo, donde lo azul puedo tocarlo. Ahí nos vamos en dirección a las eternas cumbres del Huascarán, o más allá…, quién sabe.

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E stoy avanzando delante de mi cuadrilla, sal-tando, abriendo los brazos, haciéndome a un

lado y otro; mientras mi látigo amenaza a los curiosos que mucho se acercan.

—¡Juuuurrr! —grito, y hago sonar mi silbato, en tanto me fijo en las pallas que van adelante, bailando y cantando con la música de las cajas y flautas.

ay quiyayitaquiyayay…

La gente llena la calle entera, y no sólo la calle, la plaza. Han venido de todas las estancias. Polleras vueludas es lo que lucen las mujeres, algunas con el hijo cargado, otras así nomás. Los hombres emponchados, cargando alforjas. De la costa también han venido: mestizos de pelo lacio, piel tostada, sombreros y chompa. Igualmente,

Dios montaña

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gente togada están que se gustan; casta de hacendados seguro.

Todo es jolgorio, música, color. Una fina garúa está cayendo. Ya me acerco donde las pallas, volviendo de rato en rato a poner orden en mis filas. Allí está Porfiria, chaposita su cara, una manzana en azoro. La gente ríe ahora con los Cóndores de San José. Ambos hacen el intento de alzar el vuelo, pero uno de ellos lo empuja al otro, topándolo con un ala. Y este resbala y cae de nariz al charco. La lluvia moja las risas cayendo en gruesos goterones ahora; como jugando está que empapa. El cóndor que cayó al charco acaba de incorporarse y vuelve a la danza, con gracia, con alegría. El Quispicóndor les llaman también, y uno es el padre y el otro el hijo.

—¡Juuuurrr!Acabo de reventar mi látigo sobre las cabezas

de los mirones. La gente ha retrocedido asusta-da, y ahora está que ríe. Yo también detrás de la máscara estoy riendo. Pero la careta debe estar seria para los que miran. ¡Ja!, un hombre de cara seria y hasta con gesto de malo, que baila, debe ser chistoso. El viento hace flamear mi capa y atrás de mí los de mi cuadrilla están que toman licor. De un latigazo los haré entrar en fila y que sigan reventando sus chicotes o que se agarren a duelo. Eso le gusta a la gente.

Qué linda está mi Porfiria adelante, risueña, su lunarcito junto a los ojos. Cada que la miro, ay, el corazón me duele.

Hay un estruendo de risas. Es el quispicóndor hijo quien acaba de tumbarlo al padre a un hueco, a un costado de la calle. Malamente ha caído el quispicóndor padre, pero se recupera y logra incorporarse, aunque lleno de barro. Porfiria se ha huajayllao viéndolo, qué lindos sus labios, como moras que están reventando. La lluvia ha parado un ratito y ahora se levanta de la tierra ese olorcito rico que refresca las narices…

—Sírvete un trago, Gumicho —me dice el mayor-domo de la fiesta cuando estamos tomando un descanso en el corredor de su casa. Una botella de aguardiente me alcanza, y yo, rápido, alzando un poquito la máscara, ¡ploc! ¡ploc! ¡ploc!, hasta la mitad me lo tiro.

—Buena, hom —dice el hombre riendo, medio sorprendido—; así está bien, para que enamores a las chinas —y se aleja tancoseando a ofrecerles a los otros.

«Gumicho», digo entre mí, remedándolo, «Gumicho». Si supiera qué es de él ya ni ese trago me ofrecería. Gumicho está muerto, pien-so, sintiendo que mi cabeza se tontea y que las cosas se van poniendo borrosas. Los de mi cuadrilla también, que están sentados ahí en el

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poyo, como en un sueño van desapareciendo y en su reemplazo, como saliendo de entre la neblina, estoy viendo mi choza, arriba en lo más frío y alejado de la puna, y me veo pequeño, mirando mis ojos en una laguna, asustándo-me que no sean como los de otros cristianos. Me entristezco, recordando que las gentes al verme hacían un feo gesto de repugnancia y, sin mirarme, de costadito nomás me hacían hablar también. «Sus ojos son como del enemigo, ¿se han fijado bien? Arremangados los párpados de abajo, se ven como nadando en sangre». Mi taita decía que era de la uta esa enfermedad que se lo come a la piel que me atacó cuando yo era dizque guagüita. Por eso ni a la escuela quise ir, por más que mi taita me exigía.A mi mamita no la he conocido. Al mes de nacido yo se había muerto, y ahora último mi viejo también acaba de abandonarme. Desde entonces sólo mi perro pastor me acompaña, ya que ni hermanos tengo… Muy raras veces pasa gente cerca de mi choza. Los que tienen necesidad de ir a la laguna, que está más arriba, se van a dar la vuelta por la lomada de Turuna todavía. Sólo los que no me tienen miedo, como esos negociantes de ganado vacuno, pasan por mi lado y hasta me hacen conversar. A esos es que les encargo que me lleven salcita, azuquitar, velas, fósforos… A cambio, si no les pago con

plata, les doy quesitos frescos, lana o, si no, un carnero.

Hace un mes me dio una sorpresa don Rosendo Chuqui, el cojo ese que vive en el alto de Minas, asomándose acompañado de una muchacha bue-namoza, su nieta, la más linda que mis ojos hayan podido ver y que según supe se llamaba Porfiria… Del altito de Llamacunca, haciendo embudo con sus manos, me preguntó si por si no lo había visto yo su toro, uno dizque de color oque con manchas blancas. Como le respondí que no, queriendo convencerse más seguro, huish-tuqueando llegó hasta mi choza. Volví a decirle que no sabía nada, aunque la verdad es que hacía dos semanas ya que lo había pishtado en la que-brada de Pumash, después que lo arrié desde la puna, donde vivía de su cuenta junto con otros animales de la comunidad. Caldo de res tomé durante varios días, el resto lo charquié luego de enterrar el cuero y la cabeza… Cuando la vi a su nieta, sentí remordimiento de lo que había hecho. Como una palomita apareció ante mí, con su mantita al cuello, sus pechos amaneciendo bajo la tela de percal. Yo, bocabajao nomás, le hacía hablar a don Rosendo, disimulando mis ojos con el ala del sombrero, temiendo asustarla a ella.

A partir de ese día, ya no pude vivir tranquilo. Era imposible olvidarla. Algo tendré que hacer, pensé, si no perderé el juicio.

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«A Gumicho lo ha vencido el sueño… Allau, pobre», oigo de nuevo que habla el mayordomo y que agrega, No lo despierten, que sosiegue un poco; cansado estará de tanto que ha bailado… Pero yo no estoy cansado ni nada, ni estoy dur-miendo, solo aparento. Algunos se están riendo de lo que no me quito la máscara ni para descan-sar. Que rían. Si ellos supieran quién soy y por qué estoy acá, ni de broma reirían. «Gumercindo», pienso, hasta Porfiria cree que soy Gumercindo, el cholo que dicen la enamoraba. Pero ahora Gumercindo debe ser, sin duda, ese gorrioncito que en pleno zapateo, cuando estoy enredando mis brazos a los de ella, me estaba mirando triste desde la cumbrera de una casa, más acacito del puente. Él debió ser, porque al Gumercindo yo lo maté, ayer nomás por la tarde, en el chorro de la quebrada de Pumash.

Por la Porfiria fue.En vista que no podía apartarla de mi mente,

escondiéndome, escondiéndome, empecé a bajar seguido a Minas a mirarla aunque sea de lejitos. Laderita abajo de donde vive, hay un sitio que es medio pampita donde resume harta agua. Por ahí abunda el pasto y es por donde para ella pas-teando sus guachitos, hile e hile todo el día. Dos veces hice el intento de toparme con su persona, soportando la vergüenza que me daba mi cara.

Al verme, de lejitos nomás, disimuladamente se alejaba, volteando volteando como para correrse si yo la seguía. Alguien me había contado ya que el Gumercindo, patrón de la cuadrilla de danzan-tes Los Diablos de Rayán, estaba que la rondaba últimamente y aseguraban que había prometido robársela «a lo mejor para la fiesta». Que don Rosendo no lo aceptaba, pero que ella dizque lo quería… Sus hermanos tiene también la Porfiria, tíos, primos; pero de sus taitas si no sé nada. Estarán vivos o habrán muertos…

Desde la chacra donde barbechaban, al fren-te de Minas, sus familias paraban al tanto nomás cuando ella pasteaba. Por eso será que el Gumercindo así nomás no se dejaba ver. Sólo una vez, cuando estaba yo detrás de unos mon-tecitos espiándola, los vi que se hacían señas de lejitos cuando él pasaba al pie del camino. Desde esa vez pensaba, ¿y si se la roba para la fiesta de San Miguel como ha dicho? Con esa preocu-pación andaba yo, hasta que sucedió lo que ya seguro tendría que suceder.

Fue ayer. Víspera de la fiesta de San Miguel.Pasaba por casualidad por la quebrada de

Pumash, por ahí por donde lo pishté su toro de don Rosendo, cuando lo veo más arribita, junto al chorro, al Gumercindo, haciendo tronar su chicote en el agua que se precipitaba de la peña.

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Escondiéndome escondiéndome tras las rocas filosas que por allí abundan, llegué casi a su lado a escuchar lo que decía, porque parecía estar lla-mando a alguien en medio del estruendo. A un costadito nomás, en una hendidura, se veía su costalillo blanqueando.

—¡Uuuááá! ¡Uuuááá! —gritaba—. ¡Ven, oh, espí-ritu del chorro! —oí clarito—. ¡Ven, encárnate en mi alma, en mi cerebro, es mis venas, en mis ojos, en mi cuerpo…! ¡Asómate en tu caballo de viento! ¡Haz que mi chicote suene como el trueno y baile yo con tus pies de remolino! —así diciendo hizo tronar de nuevo su chicote en el agua, y me acuerdo que salió chispas de la punta. Eso medio me asustó—… ¡A la Porfiria! ¡A la Porfiria! —volvió a gritar—. ¡Haz que me siga como mansa paloma!…

A pucha, cuando mencionó el nombre de la muchacha creo que el mundo me tapó. Conque brujo también eras, carajo, diciendo entre mí, bien empuñado mi garrote de lloque que siempre me acompaña, despacito nomás me acerqué con la sangre que hervía en mis adentros. Ciego de ira, llegando a su tras, con brujería la habrás hecho quererte diciendo, ¡fua! ¡fua!, de dos garrotazos en su cabeza lo tumbé ahí sobre el agua, que poco a poco empezó a jalarlo, a llevarlo hasta el centro y de ahí sí se lo arrastró esa bajada a toda velocidad, venciéndolo a las piedras que a ratos lo querían detener. En un ratito se devisó aguas abajo hacia

el río… Paradito me quedé, dándome cuenta recién de lo que acababa de ocurrir. Un arrepentimiento me vino; pero ya qué iba a hacer, lo hecho hecho estaba. Me acordé de su costalillo. No lo vayan a hallar y empiecen a averiguar diciendo, fui a alzarlo para aventarlo al agua, pero la curiosidad me hizo desatarlo de lo bien amarradito que esta-ba. En su dentro lo que encontré fue su disfraz de danzante. Verdad, pues, me acordé que esa tarde era el rompe y que a hacerse cargo de su cuadrilla estaría bajando. De un de repente se me vino una idea acordándome que el Gumercindo era de mi contextura y mi tamaño también más o menos y que al igual que él yo sabía danzar muy regular, sobre todo el panatagua, que aprendí de mi taita, a quien año tras año lo nombraban de yunca sus pachacas… Acordándome de eso, ya no lo boté el costalillo, me lo eché al hombro más bien y, entusiasmado en lo que pensaba hacer, salté sobre las primeras piedras para cruzar la acequia y diri-girme a mi choza. En eso, las aguas del chorro que habían estado cayendo tranquilamente, se encresparon de pronto y chisporrotearon lejos llegándome a mojar. Habrá aumentado el caudal, pensé pasando rápido a la otra orilla, medio asus-tado. Pero ahí nomás, ¡úúúúúhh!, un viento súbito me tumbó con fuerza sobre las lajas. Ya…, ¿qué, pues?…, dije levantándome apurado, ¿este cerro es chúcaro o qué? Unas nubes negras que lejos lejos

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había visto hacía rato, ahora las vi que se encon-traban y ahí nomás reventaba el primer trueno. A poco, la lluvia se precipitaba con ganas. Bien empuñado el costalillo, yo empecé a correr esa travesía. Un rayo cayó cerquita y casi me deja carbonizado. Asustado de fea manera, me arro-dillé sobre la huaylla.

—¡Taita Jirka! —dije, alzando mi vista al cerro—. ¡Sé que es malo lo que hice; pero comprende, au papito, que derecho tengo yo también de buscar la felicidad como cualquiera. Habrás visto, taita, que hasta ahora como sombra nomás he vivido, escondido siempre del prójimo! ¡Déjame, gran jirka, una vez siquiera vivir la alegría junto a la Porfiria…! ¡Después de danzar con ella aunque me mates!

Así diciendo me levanté del suelo, toda mi ropa llena de barro, después de ofrendarle mi coquita. Y seguí mi camino sin voltearme a mirar.

Siguió la lluvia nomás, pero ya sin rayos ni truenos.

Al poco rato escampó. Llegué a mi casa empa-padito, oyendo el balido de mis ovejas…

Ahora estoy danzando de nuevo, bailando; dicen que soy el mejor danzante de la fiesta. Yo mismo veo que nadie puede competir conmigo. Mi chico-te también restalla como cuetón todavía hacién-dolo a la gente desparramarse.

—¡Juuuurrr! —¡Vean! ¡Vean! —dicen—, a eso se llama bailar.La Porfiria me ha mirado disimuladamente,

con harto orgullo en sus ojos. En cada abrazo, en cada zapateo que he tenido con ella durante la noche, le he hablado para escaparnos. Bueno, me ha contestado, al fin vas a salir con tu capricho, cholo pretencioso; así diciendo, a lo descuidado me ha dado un empujón, huajayllándose, hacién-dome ver en su cara esos dos hoyitos que me alocan cada que la veo reírse. Sólo tu máscara de diablo me da miedo, ha dicho, parece que no fueras Gumicho; ni tus ojos puedo verlo, porque están bien adentro, en esa oscuridad. Y yo me he reído tomándolo a broma. De mi voz no ha dicho nada felizmente; cree que estoy fingiendo como los demás de la cuadrilla para que la gente no se entere quiénes somos, por si un latigazo los deja resentidos… Por ratos me entristezco pensando en lo que tendré que hacer cuando ella me exija qui-tarme la máscara. Quiera o no tendré que hacerlo en algún momento, y entonces… entonces… ella se enterará. Pero ya está decidido, a las buenas o a las malas tendrá que irse conmigo…

Me la estoy llevando. Buena luna alumbra. Está ligeramente mareada. Vamos corriendo hacia la puna. Pero sus hermanos y sus tías vienen. Ya están cerca. Nos alcanzan.

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—¡Anda, sinvergüenza! —dice una de las tías, jipando, haciendo ademán de garrotearme, luego que nos han rodeado—, conque pensabas salir con tu gusto, ¿no?

—Tía —se interpone uno de los hermanos mayores de Porfiria—; déjelo usted, no es hora de hacer escándalo; podemos hablar bonito.

—¿Hablar bonito?, ¿después de lo que ha hecho? —reniega la vieja.

—Sí, tía, es que yo y mis hermanos ya hemos tomado acuerdo; déjeme hablar un ratito.

Yo y Porfiria estamos calladitos, asustados, esperando a ver qué dice.

—Mira, Gumicho —se acerca el hermano mayor a hablarme; los demás están al tanto nomás—, no es necesario que hagas estas cosas, cholo; todo tiene arreglo. Ya con mis hermanos hemos estado discutiendo este asunto el otro día, y en vista que no hemos podido convencer a nuestra hermana, haciéndole ver que todavía no le conviene com-prometerse por ser menor, habíamos quedado en hablar con el abuelo Rosendo si tú buenamente nos lo pedías; lástima que has hecho esto, hom-bre; pero aún no es tarde, te disculpamos. Puedes acercarte mañana a Minas y ahí hablaremos. Cuenta con nuestro apoyo; ya verás cómo el viejo te recibe.

—Si están de acuerdo —le respondo dirigién-dome a todos—, déjenme ir con ella, taitas, se

los suplico; y mañana tempranito bajaremos con Porfiria a hablar con don Rosendo…

—Anda, Gumicho, cómo pues, hombre —quiere amargarse el que habló. Los otros hacen un feo gesto.

—Habrase visto —abre su boca una mujer, no la que me quiso garrotear, otra— véanlo pues su sinvergüencería.

Porfiria se ha puesto a mi trasito, mirando bocabajada, avergonzada.

—Es que, señora —le digo—, si mañana voy y me salen con algún cuento, ¿qué podría hacer?

—Fíjense su gracia —habla uno, creo que su primo—, todavía desconfía el hombre, ¡qué caray!

Al hermano mayor también ahora sí lo veo que se amarga de veras. ¿Qué tal bruto, no?, pro-nuncia bajito, como para él solo, pero ahí nomás levanta la voz:

—¿Por qué no te quitas eso? —me dice señalando la máscara con un movimiento de su cabeza—, deberías tener más respeto con los que hablas, ¿o es que quieres tomarnos el pelo?

—Su voz también no parece su voz —dice una de las viejas.

—¡Que se quite ese tapojo! —grita uno de los hermanos que parece medio mareado—. ¿O no eres Gumercindo?

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—Sí, soy —les digo rápido, temiendo vayan a descubrirme—… No me quito sólo porque… estoy disfrazado… y…

—¡Qué tanta consideración, carajo! —diciendo salta uno a arrancarme la máscara, mientras los otros se lanzan a sujetarme. Forcejeo. Oigo a la Porfiria que chilla suplicando que me suelten, que no me hagan daño. Las mujeres vociferan. A uno, de un empujón lo mando al charco. Eso enfurece más a los otros que logran sujetarme un poco y arrancarme la máscara de un tirón. Desesperado, no sé cómo esconder mi cara. ¡No, por favor!, les digo, tapándome con mi brazo. Me dan un empellón, sin hacerme caer del todo. ¡Cojudo, mierda, dicen, ahora vas a ir preso! Nada me importa estar preso o lo que sea. Yo sigo tapándome la cara así medio arrodillado que estoy. Pero viene uno y a la fuerza me descubre, ese mismo ratito en que, avisados seguramente, llegan sus familias del Gumicho, agarrado su palo a defenderme. ¡Qué pasa! ¡Qué lo hacen a mi sobrino!, grita una mujer ya de edad, adelan-tándose a los que la acompañan: dos hombres y una mujer también, ya maduros. Se lo ha estado robando a mi hermana, responde uno; a pesar que le hemos dicho que estamos de acuerdo que se casen, se ha puesto caprichoso queriéndosela llevar así nomás… ¿De veras, hijo?, me pregunta acercándose la mujer. Le respondo que sí, hacién-

dome el que limpia apurado la capa y las cintas de colores que penden de mi cuello, sólo por no darle cara. Pobre guagüa, diciendo me palmotea, miedo habrás tenido seguro que no te reciban a ti solo, pero aquí estamos, hijo, tus tíos y tus tías, para acompañarte mañana; déjala nomás que se vaya la muchacha, no hagas problemas. Así diciendo, y alarmada que medio agachado nomás la escucho, de un de repente me levanta la cara y me mira a la luz de la luna. ¿Te han lastimado?, pregunta. Los otros también se dan cuenta, seguro. Ya me fregué, pienso. Ya estoy por echarme a correr; pero me aguanto al ver que nadie dice nada: tal vez algunas sombras de nubes disimulan mi rostro.

Apartándose, sin preocupación al parecer, la mujer se acerca a los otros y oigo que les dice, Vayan con Dios nomás, señores, ya mañana mi sobrino y nosotros sus tíos les vamos a visitar para hablar bonito. Y dirigiéndose a la Porfiria, Anda nomás, niña, duerme tranquila, que ya pronto estarán juntos… Porfiria y sus familias están que se despiden, a mí no me dicen nada. Ahora se van… Los hombres, más las mujeres que se quedan, se acercan. Vamos volviendo, hijo, me dice uno de ellos, antes que la luna se entre y nos quedemos en tinieblas. Gracias, tío, le respondo, sin mirarle como al comienzo, pero yo tengo que ir por otro lado a recoger mi costalillo que lo

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he encargado; ya mañana les buscaré para que me acompañen, ¡gracias!… Así diciendo pego la carrera esa bajada sin darles tiempo a nada.

De veras, en el agüita clara del puquio estoy viéndome, Gumicho nomás había sido soy… Más bien acabo de oír que arriba en la puna a un hombre que nunca bajaba al pueblo, dizque lo han hallado muerto en su chocita.

—¡Vean! ¡Vean eso! —dijo en el momento de su agonía don Machelo Orellana—. ¡Jesús! ¡Cómo ese gringo se lo trae abajo la laguna!

—En la manteca también mientras tostaba cancha, doña Rosalía nos hizo ver cómo el agua se lo tapaba al pueblo; pero entonces ni ella sabía si era este o el de la otra banda.

—En mi sueño, oiganes, clarito Mamá Nieves me reveló: «No les importó celebrar mi fiesta… Mira cómo ese río avanza sobre ese pueblo de pecadores».

Agarrando nuestras gallinitas bajamos esa bajada, después que se propagó la peste, a las dos o otras semanas nomás será en que la laguna de Kojup, que había encima del pueblo de Suyrobamba, se lo tapó a este cuando lo estamos viendo desde esta banda.

Ese anciano fue Dios

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Primero fue un estruendo lo que escuchamos, luego vimos que se desplomaba el cerro y se vaciaba la laguna…

Fue poco después que un anciano rotosito, cargado su alforja, pasara por este pueblo anun-ciando la desgracia; que todos esperábamos ya, desde que en la ladera de Cunca pariera la mula de don Alberto Cano.

—Será el fin del mundo —dijimos.—Pero no para este pueblo —dijo el anciano

peregrino—; para el otro, para el que está al fren-te, aunque la maldición puede tocarlos.

Y de veras, al siguiente día nomás ocurrió la desgracia, luego que al anciano le negaran hos-picio y hasta un plato de comida.

—¿Ya ves? —dizque le reveló la Virgen a Sebastián Quimichi uno de los nuestros—. ¿Ya ves? No se condolieron a pesar de vivir en la abundancia, ahora están pagando sus culpas, lejos de toda salvación; porque ese anciano, hijo, fue Dios…

Ni uno había logrado salvarse. Ni esa mujerci-ta, la única que le ofreció alimento; sólo porque al escapar olvidó la advertencia: «Oigas lo que oigas, por nada te has de volver». Pero en el momento del estruendo miró atrás; y ahí nomás quedó endurecida como piedra.

—Ahora ven y sácame de este sitio, Sebastián —le ordenó la Virgen—; es mi voluntad que me

lleves a Cocharcas, cerca de mi hermana, la Virgen de la Candelaria, donde siempre quise estar.

—Pero cómo, mamita, señora —le había res-pondido él—, si no puedo ni moverme…

Ya para entonces la peste nos estaba matando.De entre los muertos que se descomponían en

Suyrobamba, picoteados por nubes de gallinazos, a una vieja de negros harapos, flaca, alta, de pelo blanqueado, dizque la vieron levantarse y avan-zar a este lado desparramando en el aire un humo azuloso que era la enfermedad.

—La peste negra es —decían, temblando, llo-rando, en esos días de harta lluvia.

Los que salimos de nuestra querencia, cuando se aclaró el cielo y volaban las primeras palo-mas, ya llevábamos la enfermedad bien adentro: moreteados, puro pellejo, con esa fiebre que nos envolvía, caminábamos como en el aire, sin sentir el hielo de la cordillera ni el solazo de los temples.

Pero eso fue ya después que Sebastián Quimichi abandonara el pueblo. Antes, de lo botadito que estaba, encogido como nosotros, mejoró un día; y ya lo vimos, alentado, encaminándose a Suyrobamba a sacar a mamita Nieves, según dijo, que estaba sufriendo sepultada en el lodo.

Después supimos que bajó al temple y cruzó pueblos, sin importarle los truenos, los relámpagos,

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la granizada, que hacían temblar los cielos y la tierra.

Sólo cuando obtuvimos las primeras noticias que la Virgen ya estaba en Cocharcas y que había hecho varios milagros durante su recorrido, como hacer brotar agua de una peña, es que decidimos ir en peregrinación, luego de enterrar a nuestros muertos en enormes zanjas y quemarlos cuando las fuerzas se nos acabaron.

Quién sabe la Virgen se compadezca, dicien-do, así como se compadeció del Sebastián, es que decidimos irnos, pueda o no pueda.

Como dormidos nomás avanzamos esa trave-sía, pisando altos y bajos. Las gentes al vernos pasar por los pueblos se espantaban, se corrían a los cerros o se escondían en sus chozas, desde donde sentíamos sus ojos espiándonos por las rendijas de sus puertas.

Apenas nos alejábamos, a nuestro tras quema-ban cuernos, hacían humo o rociaban creso sobre nuestros rastros. Y había quienes hasta nos echa-ban sus perros o nos tiraban piedras, haciéndose la señal de la cruz.

Por eso ya no bajábamos a los poblados. Día y noche caminábamos por sitios feos, por enca-ñadas, por punas solitarias, con el viento que nos arrastraba como a débiles pajas de las parvas…

Muchos iban quedándose en el camino, hoci-queados en el barro…, y a varias leguas, seguía-

mos oyendo sus quejidos como delgados hilos que se resistían abandonarnos; y cuando dejá-bamos ya de percibirlos, aparecían de pronto delante nuestro, caminando como sanos.

De los que llevateándonos con nuestro cuerpo avanzábamos todavía, llegó el momento en que se nos nublaron los ojos y perdimos todo con-trol… y cuando los abrimos, caminábamos según nos dimos cuenta, con el cuerpo liviano, hasta alcanzar a los que iban adelante.

Desde un alto, vimos por fin lo cirios en la hoyada, donde decían que estaba mamá Nieves.

Alentados bajamos, como si nuestro cuerpo ya no nos estorbara.

Por cruzar una quebradita cuando estábamos, vimos al otro lado a un cristiano, queriendo hacer lo mismo.

—¡Sebastián Quimichi! —nos alegramos reco-nociéndolo.

Un susto se pegó el hombre viéndonos.—¿No nos reconoces? —le dijo gangoseando

uno de nosotros—. Somos de tu pueblo, Sebastián, a rogar a la Virgen estamos yendo.

Pero Sebastián Quimichi que había dado un salto atrás, rezaba arrodillado, dobladas sus manos:

Madre mía,Magnífica en grandeza,de las almas impuras

líbranos…

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Nos dio cólera. Ese rezo lo conocíamos; sólo en los responsos se pronunciaba.

—¡Pero si te conocemos, Sebastián, somos de tu pueblo!

Como si no nos oyera seguía arrodillado, haciendo cruces en el aire. Alguien empuñó tierra y ¡shall! le arrojó al Sebastián. Fue ahí que nos dimos cuenta: no había sido pisábamos el suelo, en el aire nomás estábamos, ni éramos como el Sebastián siquiera: su cuerpo no se transparen-taba como el nuestro. Sombras nomás había sido éramos. Almas impuras seguro; tendríamos que seguir vagando todavía. Ni Dios ni la Virgen podrían recibirnos.

Convencidos, empezamos a alejarnos. Lo hici-mos rezando al santo rosario, dejándolo ahí al Sebastián arrodillado.

Sobre una montaña lejana, una enorme cruz abría sus brazos. Para llegar, tendríamos que atravesar quizá el otro lado de la tierra.

Resignados, iniciamos nuestra penitencia, viendo por primera vez que uno de nuestros dedos ardía con una llamita azulina que nos alumbraba el camino, más negro a cada paso…

Haciendo mi necesidad estuve por ese maizal que hay abajito junto a la quebrada. Calmosa

estaba la noche. Buena luna alumbraba… En eso que estoy por levantarme, de un de repente lo veo saltar la pirca a un hombre, propio mi primo Saturnino nomás, sólo que vestido completamen-te de negro: poncho, sombrero, pantalón, todo, todo… ¿Quéee?, dije entre mí, ¿y quién es pues este? Calladito me quedé, sin moverme, esperan-do a ver qué hacía.

Avanzó con cuidado sin hacer sonar mucho las hojas de las plantas hasta mitad de la chacra.

Allí alzando ambos sus brazos a la luna, empezó a llamar con voz como de buey:

—¡Joséeeee! ¡Joséeeee!Me fajé rápido maliciando que era el pro-

pio Saturnino tratando de asustarme el cholo.

Esa vez de la mangada

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Después —¡lajla!— a chico y grande les haría reír contándoles que me había espantado. Pues hoy sí se ha fregao, dije, está bien que sea ayudante de brujo y todo, pero a mí no me las va a hacer. Así pensando agarré un terrón de buen tamaño y lo apunté a la espalda, aprovechando que estaba volteado haciendo sus ceremonias.

Para su mala suerte, ¡pojjj!, le cayó, en vez de la espalda, en el cerebro; tumbándolo de nariz sobre los maíces que crujieron rompiéndose con el peso.

Me alejaba corriendo, riéndome con ganas, cuando una preocupación me asaltó de pron-to: Quién sabe muy fuerte lo habré cascao y me volví a mirarlo. De veras, botadito, hoci-queado ahí sobre el surco estaba el pobre, sin moverse, como desmayado. Ay, caracho, creo que lo he fregao diciendo regresé a ayudarlo levantarse.

Por agarrarlo que estoy, me doy cuenta, al mirar su cara, que no era el Saturnino, sino el propio don Antolín Matos, su patrón; ese hom-bre que decían que era medio brujo y que era su tío de la Ishica, de quien tiempito ya me hallaba yo enamorado y paraba atrás atrás nomás de la muchacha.

Asustado, dejándolo ahí tirado, saltando la pirca me fui esa travesía, a la carrera, antes que fuera a tomar conocimiento y me reconociera.

Después de todo, bienecho, dije, para que otra vez no la esté molestando a su sobrina, para que aprenda a ser hombre.

Eso dije acordándome de esa vez del rodeo en Rayán, de donde me vine apurado pensando alcanzarla a la Ishica por el camino, luego que la vi despedirse de los dueños del ganado que estábamos marcando.

Lejitos, lejitos, por un costado del camino nomás, sin dejarme ver todavía, iba yo, pensan-do salir de un de repente a encontrarla. En eso, ya cerquita que estoy, me doy cuenta que más abajo, detrás de unos puyós ramosos que daban sombra al sendero, estaba parado un hombre como esperándola. ¡Trasss!, se hizo mi cuerpo pensando en que ya tendría su enamorado. Mas de pronto me doy cuenta que se trataba de don Antolín Matos nomás, su tío, que de alguna parte estaría viniendo.

Lamentando mi mala suerte, itacado bien mi alforjita, escondiéndome escondiéndome entre los puyós, seguí avanzando un poquito distanciado.

Haciéndose el gracioso iba el hombre a su lado, medio topándola con el hombro. Parecía un poco mareado y por la forma como le hablaba debía estarla palabreando. ¿Qué cosa?, dije, ¿a su sobrina? Su sobrina legítima es, hija de su hermana. Quería abrazarla quería abrazarla, pero ella no se dejaba: sacudía su hombro y botaba el

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brazo de él cada vez que se arrimaba mucho. De tanto cargoseo, medio molestándose ya parecía estar la muchacha. Entonces, para ayudarla y por lo celoso que me encontraba, me puse a toser bien fuerte saliendo a un clarito para que de una vez me vieran. Asustado se apartó él y se volteó a mirarme con malos ojos. La Ishica también, descubriéndome, feo se avergonzó. No supo qué hacer. Agachó la cabeza y empezó a irse por esa bajada con trotecito rápido; en tanto el otro, todo desganado, continúa por su tras.

Yo disimulé interesándome de pronto en las perdices que saltaban en el monte. Saqué mi hon-dilla y retrasé mi paso, mientras ellos llegaban ya a la casa del molino, donde, según le oí decir a Ishica en el rodeo, su mamá estaba allí, esperándo-la. Hasta no convencerme que eso era así, no me alejé del lugar y de veras, ahí nomás salió la mujer a recibirlos. Sólo entonces me alejé, renegando de lo que me había hecho la mala ese brujo, sin mali-ciar que ahora, al poco tiempo nomás, sin querer lo tumbaría de hocico en el maizal…

Haciendo un esfuerzo, Antolín Matos logró levantarse, sintiendo que la cabeza le daba vueltas. A la luz de la luna, vio sus manos, su ropa, manchadas de polvo. La noche, silenciosa, parecía contemplarlo. No entendía aún lo que le había ocurrido.

—¿José? —fue lo primero que asomó a su boca, no como llamando, más bien como quejándose.

Ahí fue que se agitaron las hojas y estalló una carcajada que hizo caer los choclos que estaban recién macollando. Una enorme lengua de fuego, del tamaño de una planta de maíz, habló botando llamaradas, haciéndolo chasnar el follaje:

—¿Ya estás bien, Antolín? —se burló la voz y otra vez feo se carcajeó.

—¿Fuiste tú, José? —preguntó medio resentido el hombre, pálida su cara, como sin sangre.

Una nueva carcajada le respondió. Al ratito, ya calmándose, dijo:

—Me hubiera gustado, Antolín, me hubiera gustado; para que otra vez seas más precavido…

Pero Antolín no estaba ocioso para entrar en averiguaciones, más otra urgencia era lo que lo atormentaba:

—Te he llamado —le dijo— para prolongar el pacto. Pasado mañana se cumplen los diez años de plazo que me diste. Aún estoy joven y no quiero irme.

—¡Ajá! —la voz cambió de tono, poniéndose medio seria—. Eso debiste haberlo pensado bien cuando firmamos el contrato…

«¿Ven esa candela que arde en su maizal de don Tito?».

«¡Atatau, mal sitio será o entierro habrá quién sabe!».

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«Mejor no miren, puede ser malo».—¿Pero no habrá algo que se pueda hacer?

—dijo Antolín con voz suplicante—. Sé que a otros les has dado hasta veinte años, y a mí, ¿por qué no?

—Eso depende del arreglo. Contigo fue por diez…, a no ser que…

—¿A no ser qué, José? —brilló en sus ojos una lucecita de esperanza.

—Que cambies tu alma por la de alguien muy querido. Tu sobrina, por ejemplo; a ella la quie-res, ¿verdad?

—¿Mi sobrina? ¿Ishica? ¡Noooo! —dijo Antolín—. Ella no, por favor…

«Una fea culebra dizque han encontrado la otra noche enroscada en sus piernas de la Ishica, chupándole los senos en lo dormida que está».

«¡Yaaa, qué dizque!… El demonio habrá sido, qué va ser culebra de verdad».

«Allau, se secará esa muchacha».—Sólo te puedo conceder una cosa —dijo la

voz, fría, metálica, que ahora salía de una sombra de pie entre los maizales.

—¿Qué…? ¿Cuál…? —Mata a un hombre cualquiera sin darle tiem-

po al arrepentimiento, en un lugar en donde pueda llevarme su alma. Y mucho cuidado de tocar a tu sobrina bajo mi forma. Morirás si algún daño te hacen. Recuerda que eres animal herido…

«¿Y mataron a la culebra?».«No, dizque, pero la punta de su rabo lo

habían trozado con la barreta. Bijuqueándose dizque logró escapar por su chacra del Antolín Matos. Era de colores, encanto seguro. Nadie ha visto culebra asina».

—Está bien —dijo Antolín Matos—. ¿Viviré otros diez años?

—Si cumples —dijo el demonio—. ¡Si cumples! —le advirtió con una carcajada y desapareció.

Chirapiando estaba y corría viento. De un momen-to a otro se desataría la mangada. Yo acababa de dejar mis vacas en su corral y ahora parado a la puerta, bien envuelto en mi poncho, miraba la tarde, neblinosa, triste, a esta hora en que los pájaros, con las alitas cerradas, se dirigían como flechas a sus refugios en los montales.

Mi casa, en un altito sobre el camino, aparente es para distraerse mirando a los que pasan, para eso cuando hace buen tiempo, no como ahora en que más tristeza daba.

Ya iba a entrarme a practicar un rato siquiera mi rondín, instrumento en que me hallaba afa-nado tiempito ya, cuando en eso, como en un sueño, la veo asomarse por abajito por esa única planta de tara que había en toda la travesía, a la Ishica, apurada apurada, mirando el cielo. ¡Aso!, mi corazón cómo empezó a brincar de alegría,

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igualito como sapo dentro de mi pecho. Estaría viniendo seguro de la casa de los Callán, al pie del molino, donde había vaquería y afanada estaba la gente haciendo quesos todos esos días.Ansioso la llamé antes que se pasara, ¡Ishica! ¡Ishica!, ¿a dónde vas? Viéndome se sobreparó como aprovechando para tomar aliento. ¡A mi casa!, me respondió risueña, ¿adónde más, pues? No sabiendo cómo nomás retenerla, ¡Ven!, le dije, mi mamá te necesita. Sorprendida paró las orejas, ¿Cómo dices?, preguntó. ¡Mi mamá te necesita!, le dije fuerte para que se convenciera que no me había oído mal. ¿De veras?, dijo dejando de son-reír. De veras, le respondí poniéndome serio, sin darle maliciar nomás, ya que ese ratito mi vieja estaría por Chacana o Palillo cambiando papitas por camotes o yucas, en tanto mi taita se halla-ba por Jimbe negociando reses. De manera que estaba yo solito, huachito, como por acá decimos, sólo esperando su compañía de la Ishica que como mandada se asomaba ahora.

Confiosa subió la cuestita alzando altito su pollera. Para qué nomás será diciendo. Gotas gruesas empezaron a caer de uno en uno reem-plazando a la chirapa.

Cuando llegó a mi lado, viendo sus pechos que querían reventar dentro de la tela de percal y más todavía cuando al abrir los brazos para cubrirse mejor con su manta me hizo sentir ese

olor a mujer que tanto ansiaba yo; todo nervioso, medio disimulando mi voz que quería temblar por la emoción, le dije que pasara, que adentro estaba mi vieja esperándola. En mis adentros, luchaba conmigo mismo, pensando cuál sería lo más conveniente, si hablarle bonito nomás o a la fuerza arrastrarla al interior.

Ya que estaba por entrar, como si su cuerpo algo le anunciara, se paró de un de repente y se volteó a mirarme, ¿De veras?, diciendo, ¿de veras está ahí? Sí, le dije acercándome lo más que pude a su lado, ahí está, Ishiquita, ¿acaso te engaño? «Ahora es cuando», pensé, acercándome a oler su cuello que me apeteció como una fruta fresca cuando lo alargó para llamar a mi vieja por su nombre.

El vapor pegajoso que salía de su seno por el agüita de la chirapa que había humedeci-do su ropa, bañó mi rostro y lo hizo incendiar mi cuerpo llenándome de más valor y ganas, justo ese ratito en que empezaban a caer más seguido esos goterones que anunciaban la man-gada. Abrazándola decidido, medio con fuerza, Ishiquita, le dije, adentro está pues mi mamita, ¿quieres verla? Ella por un momento se quedó rígida, sorprendida y cuando sintió que la estaba ya medio arrastrando al cuarto pegando mi cara a sus mejillas chaposas, cómo nomás será dio un sacudón y se hizo soltar. De un brinco salió

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puerta afuera riendo nerviosamente, mientras yo por su tras corría a empuñarla de nuevo.

Como tres vueltas dimos alrededor de la casa atollándonos en ese barro de la lluvia que había caído la noche anterior. En una de esas resbaló mi llanque y caí al suelo, embarrándome. Ella, que me había sentido caer, más allacito se vol-vió a mirar. Y al verme levantarme todo aver-gonzado sacudiendo mi ropa, empezó a huajay-llarse con ganas parada junto a una mata de yerbasanta. Atatau cholo, diciendo, mana válej, ni correr puedes. Todo desganado y adolorido me acerqué a la puerta, alegrándome nomás en mis adentros que no estuviera enojada. No he querido agarrarte, le dije yo, dando contestación a sus burlas; mas ella seguía quebrándose de risa, Mejor di: No he podido diciendo, y agrega-ba, Eso te pasa por mentiroso y por mano larga, ¡bienecho!

Desde la montaña de Tarapucro la estás viendo, Antolín. ¿Es ella? Claro, pues, ella es. Deja tu cuerpo ahí entre las chilcas y elévate en forma de águila, y desde el alto míralos. ¿Qué hace ahí solita junto a ese muchacho, ahora que la manga-da se viene a todo dar desde la Cordillera Negra? Olvídate de Saturnino Mejía, ya debe estar muer-to, ¿quién puede salvarse rodando de semejante altura, golpeándose entre las peñas y cayendo al

fondo mismo del barranco? ¿Te preocupa lo que gritó al momento que lo empujabas? «¡Favooor!, me mata don Antolíiiiiin!». Despreocúpate, hom-bre, por estos sitios solitarios no vive nadie. Sólo las momias de los gentiles que pueblan estos cerros pueden haberte oído…

No creí que fueras asina, dijo Ishica, viendo cómo el primer chaparrón hacía sonar las hojas de las matas y los rayanes que por ahí crecían, tamaño cholo, pensé que siquiera más serio serías; cómo me has hecho demorar por gusto mintiendo, y ahora ¿cómo voy a irme con esta mangada que me ha agarrado a medio camino?…, así hablaba, haciéndose la molestosa; pero en el fondo parecía contenta más bien. No te molestes, Ishiquita, le dije yo, ven arrímate a mi lado, aquí bajo el alero, hasta que pase la primera tanda siquiera; después ya te vas pues, ¿qué tanto apuro? ¿Así?, ni ociosa de pararme a tu junto, me respondió, sabiendo lo mañoso que eres, ni loca…

Por más que se refugiaba entre las yerbasan-tas, su ropa se seguía empapando, haciéndome ver con gusto sus redondas nalgas y, ¡achallau!, sus pechos.

Al cabo de un rato, no le quedó más remedio que hacerme caso viniendo a guarecerse bajo el alero; cuidando de ponerse medio lejitos de donde estaba yo.

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En eso que entre risa y risa volvemos a la con-versación de mi vieja, yo diciéndole que de veras adentro estaba pero durmiendo, y ella alegando que yo era un mentiroso; vemos de un de repente que, bajando del cielo nuboso, un águila medio rara, haciendo ¡parrr! ¡parrr! con sus alas, trata de detenerse en el aire y casito nos tumba de un alazo, si no es porque a tiempo nos agachamos y logramos arrinconarnos en la pared haciéndole perder campo en su ataque. Después de asustar-nos tan feo se pasó de largo nomás. ¡Yaa!, ¿qué pues quiere ese animal?, dijo ella reparando con sobresalto el lugar por donde se perdía. Yo también, Qué raro, dije, nunca he visto un águi-la volar tan bajito, más peor por acá donde ni gallinas criamos.

Fue el día anterior que Antolín Matos le dijo a su criado:

—Mañana tempranito te vas a Tarapucro a recoger leña para carbón. He conseguido ya el fierro; necesitamos urgente hacer dos barretas para trabajos de la chacra. Esas que tenemos están muy toscas y son pequeñas…

Y tempranito, Saturnino Mejía, estaba que hacía fogatas por Tarapucro.

Rato ya, pasado el mediodía, cuando se esta-ba nublando todo, al volverse hacia la cima, vio que su patrón bajaba. Un poco antes había

visto un águila sobrevolando las crestas de la cordillera.

—¿Ya estamos? —le preguntó el hombre lle-gando a su lado.

—Sí, patrón, ya estoy acabando —le respondió.Antolín Matos apenas miró los pequeños tron-

cos que se quemaban.—¿Esto? —dijo meneando la cabeza—, esto no,

hombre; ven por acá, por acá hay mejor leña.Y empezó a bajar por la parte más fea de la

montaña, por ahí por donde Saturnino no se había atrevido.

—Por acá, por acá —le iba llamando, abrién-dose paso entres las chilcas, sobre un suelo de filosas rocas.

Saturnino tenía que pisar fuerte para no caer, Antolín avanzaba como si nada.

—Por acá, por acá…Iban asomándose a donde la montaña se

cortaba a plomo. Al fondo, quién sabe a qué profundidad, pasaban las aguas de la quebrada, cubierta de monte.

—De aquí, mira; fíjate donde hay buena leña…Saturnino asomó el rostro al hondo de la

encañada. Ahí fue que sintió que lo empujaban y volaba por los aires…Con toda fuerza la mangada empezó a caer. El día se oscureció más todavía. Los truenos y los relámpagos se sucedían a cada momento.

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La Ishica, por el susto sería o de mañosa quién sabe, se había puesto cerquita de mí, como para empuñarla de un salto nomás. Y, más que eso, seguía haciéndome zumba que no la había podido dizque agarrar, como provocándome… De un de repente, qué tanto ya será diciendo, di un salto a lo descuidao, y justo la agarré de su monillo, como con cólera, sintiendo de nuevo su olor pegajoso que encendía mi sangre. Hoy sí, dije entre mí, por nada la suelto. Y empecé a arrastrarla con todas mis fuerzas; mas, sintiendo que se estaba dejando llevar nomás sin poner mucha resistencia, tuve que aflojar un poco para no maltratarla. Sólo cuando vio que iba a tum-barla sobre la tarima, luchó un poco agitando sus brazos y arañándome; pero con la ansiedad que llevaba yo encima, la hice caer de espaldas sobre la cama. Ahí sí, como un loco, empecé a besar su boca, su cuello, sus ojos, mientras sentía que ella jipaba de gusto en mi debajo. Ya rendida, acari-ciaba ahora mis cabellos.

Cuando afanado desabrochaba su monillo, siento que, ¡ploc!, algo como un peso blando cae con fuerza sobre mi espalda, y ahí nomás una picadura como con espina me hace aullar de dolor y revolcarme sobre la cama luego de hacerme soltar a Ishica. No vi nada ese ratito, sólo oí un grito que da ella y silencio… Cuando pude levantar mi cabeza y reparar a mi lado, vi

que un feo animal, como culebra o como lagarto, cuto de cola, de colores verde y rojo tornasolado, se arrastraba sobre los pechos de mi amada y le clavaba sus colmillos en el cuello…

Como borracho, sintiendo que mi sangre se volvía quemante y oyendo como en un sueño la granizada que caía sobre las tejas, me paré tambaleante y busqué como pude el machete que felizmente colgado allí estaba, a la mano. La culebra ya se bajaba del cuerpo de la Ishica. Ella convulsionaba y empezaba a botar espuma por la boca, en tanto se retorcía su cara en feos gestos de dolor. El animal, al verme con el machete, se erizó. Se enroscó en su poca cola y, mirándome con sus ojos que reventaban en sangre, se dispu-so a saltar, sacando su larga lengua amenazante. Ya cuando mis ojos se nublaban y todo lo veía azul, di un machetazo como al aire, y sin saber si acerté o no, sentí que mi cuerpo se amontonaba, que todo se ponía silencioso, que las tinieblas me tapaban…

De pronto, como en un amanecer, puedo ver la luz que viene hacia mí o acaso yo estoy yendo hacia ella. Siento que mi cuerpo está liviano, que flota en el aire como neblina o nube… Recién debe haber escampado, porque las llocllas están que se escurren todavía por la falda de los cerros, mientras arriba brilla el sol en un cielo despejado

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que da envidia de puro azul… Estoy muy alto de las cosas y las gentes. Y puedo ver lo que hay dentro de las casas. Allí está mi cuerpo abra-zado a la tarima, mi cabeza recostada sobre los muslos de mi amada Ishica que tiene los dientes apretados, crispadas las manos, los ojos congela-dos… Con la cabeza separada del cuerpo, apenas sanguinolento, sobre el piso terroso, botadita está la culebra. Y sobre las montañas de Tarapucro, enredado entre las chilcas, en medio de un charco de sangre, yace el cuerpo de Antolín Matos, sin ojos y sin lengua, mientras al fondo de la quebra-da mi pobre primo Saturnino, (¿qué hace?, ¿por qué está allí?), un huequito con sangre tiene en la cabeza, como si un animal extraño le hubiera sorbido el ceso o chupado la sangre. Pero en los alrededores todo está tranquilo; la gente está que va a los pastos, a las lomas, a la vaquería…

«De aquí no saldrás hasta tu muerte, au zonza; morirás ni bien empieces a subir la cuesta».

Acordándome nomás estoy de ese día que mi mama me dijo, ha venido doña Estefania

de nuevo, ándate de una vez, aquí no hay sitio para ti. Mi taita también aborreciéndome seguro: ¡Anda, aquí más carga estás haciendo, busca para tu barriga siquiera!… Cargando mi quipi, me vine ahí mismo esa bajada, sin parar hasta el ojonal que hay al pie de Aitumanga. Un rato estuve por ahí matando sapos, después brincoteando junto a los más chiquititos que se escapaban entre las matas, ¡Challhua! ¡challhua!, diciéndoles… A la oracioncita todavía llegué a La Colpa, a ese sitio feo, silencioso, donde crecen sólo cortaderas. Al fondo, escondida en la quebrada estaba su casa de la mujer. Quise volverme acordándome

De aquí no saldrás hasta tu muerte

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del arco iris que decían que por ahí salía; pero tomando valor avancé nomás. Ni perros siquiera salieron a ladrarme cuando asomé a la choza. Envuelta en su reboso, doña Estefania salió a recibirme. Medio jorobada, flaca, puro pellejo, me miraba con sus ojos que parecían tener nube. Ya no vendrá diciendo estuve por trancar mi puerta, dijo retirando su pelo cenizo que se desparrama-ba por su cara llenita de arrugas. Sin ni saludar-la, de un brinco me metí en su choza, sintiendo como que alguien me quisiera empuñar por atrás. Tienes susto, me dijo ya adentro, mañana me haces acordar para shojmarte con ramas. Y verdad, pues, al otro día tempranito me bañó sobando sobando mi cuerpo con su flor del puyó, con yerbasanta y no sé qué otras ramas más; después me mandó a abrigarme con una manta. De ahí me acuerdo que a los dos o tres días será, cuando estábamos en la cocina pelando papitas, vueltas y vueltas me advirtió: que si por si dizque oyera yo llamar a alguien desde afuera cualquier noche o silbar, no respondiera para nada ni fuera a molestarla a su cuarto. Arropándote con la fra-zada te has de dormir, me dijo, si no el espíritu del río te va a cargar vas a ver o si no yo misma, maneándote, te voy a entregar si me desobede-ces… De aquella vez hasta ahora varias lunas ya han pasado, y ella creyendo estará seguro que le tengo miedo al espíritu del río; qué espíritu ni

nada, si el río está seco en este tiempo, sólo cuan-do carga he oído decir a mis taitas que el río se vuelve hombre y se lleva a las muchachas. Lo que sí tengo miedo de veras es que ese hombre que viene a verla a doña Estefania dejando una luna, sepa que yo también vivo en esta casa y quiera después hacer sus cochinadas conmigo como hace con ella. No falta nada ya casi para la otra luna, por eso he tomado la determinación de irme ahora mismo, pase lo que pase; así cumpla con su amenaza de matarme, como me ha hecho oír cada que le he confiado que me quiero ir porque no me acostumbro. Sólo muerta saldrás de acá, me ha respondido. Y yo ya sé que ella de cumplir lo cumple. A cuántos ya habrá matado. Mentada es. Desde el otro lado del Marañón se vienen buscándola, algunos a pie otros montados en sus bestias. La semana pasada nomás un viejo llegó con sus burros. Antes que ni se sentara a sosegar, doña Estefania le dijo, Ya sé de dónde vienes, tú no eres ni de Huayllabamba ni de Cutamayo; has hecho bien en no ser de por acá, porque yo trabajo sólo con los de lejos. ¿Qué quieres?, ¿que lo mate al que te robó tu buey? Tanto te va a costar. Pasado mañana cuando llegues a tu tierra lo vas hallar tirado, velándose. Ven, entra; te voy a dar unas bebidas para que lleves, para que sin venir de nuevo de tan lejos te deshagas tú mismo de tus enemigos. Y seguro que lo encontraría

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muerto a su contrario, porque el hombrecito hasta ahora no ha vuelto.

Por eso nomás, siempre siempre he tenido miedo de escaparme. Algo me hará diciendo. Bueno, pero antes era todavía de soportar; siquiera remedando a los cuyes cuando masca-ban su yerba me distraía; también cuando me ponía a arrancarles sus patitas a los grillos; harta risa me daba, viéndoles que no podía saltar. Pero desde esa noche que lo vi desmontar a ese hombre en la puerta de la casa, todito mi cuerpo como descompuesto para; no sé qué laya estoy, medio turbada me siento. A mi taita, cuando ha venido a verme, tanto le he rogado que me saque de este sitio. ¿Pero acaso me ha hecho caso siquiera? Cobrándolo a doña Estefania, rápido rápido se ha vuelto sin atenderme cuando le he querido contar. Ni de mi mama ni de mis herma-nitos me ha dado noticia por último. Como así son, no voy a tenerles pena yo tampoco ahora. Saliendo de acá a donde sea me voy a ir, no les he de llegar… Ahora doña Estefania está en cama, muy mal; más pálida que nunca. Con estas ramas que me ha hecho recoger, seguro piensa sanarse como otras veces que se ha quedado enferma después que su galán se ha ido… Clarito me acuerdo de la primera vez que llegó ese hombre. De noche era. Yo ya estaba acostada. En eso me entraron ganas de salir a mear. Abriendo la puer-

ta de la cocina, salí afuerita. Ya estuve por sen-tarme, cuando en eso, no sé cómo, levanto la cabeza y veo que por encima de la casa unos arquitos de colores, como luces que temblaban en el aire, se cruzaban unos encima de otros. ¡Achallau!, dije, qué bonito; y rápido me levanté para mirar de más cerca. Bocabierta me quedé ahí paradita un rato. «¿Has visto, Eufemia, esos arcos de colores que se cruzan encima de su casa de doña Estefania?». «Achachay, encanto será, Gabino, ¿que otra cosa, pues?; éntrate, a lo mejor en su hora estará». Acordándome de esa vez que así hablaron mi taita con mi mama, de un brinco me metí en la cocina, pensando echarme en la cama y arroparme con la frazada; pero en eso que entro lo veo que de su cuarto de doña Estefania salía por las hendijas una luz medio amarillenta que poco a poco se iba haciendo blanca, más blanca, hasta alumbrar, ¡achic!, como en el día. ¡Yaa!, ¿qué, pues?, diciendo me asomé bonito nomás sin hacer ruido hasta una hendija. Entonces adentro lo veo a la mujer que apurada apurada se bañaba metida en una batea grande, bonita, que nunca había visto yo que tenía. Pero lo que más llamó mi atención fue esa luz. ¿De dónde pues?, dije, si ella ni vela tiene a veces. Entonces me acordé que igualito a esa luz vi en Sihuas, cuando mi taita me pidió acompa-ñarlo a volver unas bestias de la hacienda. Es luz

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de lámpara, me dijo, al pasar por una tienda. Luz de esa laya de lámpara será pues, dije entre mí; pero por más esfuerzos que hice, no pude verla. Estará colgada por ahí, pensé… Cuando de nuevo me fijé en la mujer, me pareció que no era ella sino otra. Más muchacha se veía. Aunque su cara era igual, su cuerpo no. Conforme se bañaba, frotándose con esas ramas, parecía que se iba llenando de carnes, y su pellejo también, de lo arrugado que estaba, más lisito se iba poniendo. Me limpié los ojos, quién sabe tendré legaña, diciendo; pero no, clarito vi que su cara estaba ahora más muchacha y su pelo también de lo ceniciento que era se estaba volviendo más negrito. Cuando terminó de bañarse y secarse con un paño de cara, no era doña Estefania aque-lla mujer, sino una muchacha buenamoza, alta, que tenía ahora puesto sobre su cuerpo calapacho un camisón como de aire o como de garúa fina. Hierbas para hacerse joven también habrá pues seguro, me quedé pensando. En eso oigo que alguien llama de afuera con voz de hombre, ¡Estefania! ¡Estefania! diciendo. Casito pero, salgo corriendo. No sé cómo me acordé de sus advertencias. De puro jushga, me acerqué al otro lado de la cercha, desde donde puede verse el corredor y, más allá, el camino… Un jinete era el que estaba ahí afuera esperando, montado en un caballo blanco en el que relumbraban su bocado

y los aperos de plata a la luz de la luna que recién había salido. Hacendado será, dije, viéndolo togado, de poncho blanco, sombrero y botas. Volvió a llamar un poco más bajo que antes. Al ratito todavía se abrió la puerta. Ahí fue que des-montó. Despacio empezó a avanzar hacia la casa, caminando elegante, haciendo sonar, ¡shin! ¡shin!, sus roncadoras. La muchacha, abriendo los brazos, corrió a colgarse de su cuello. Él la abrazó por la cintura. Un rato se mucharon ahí en el corredor, sin despegar sus bocas. Después, anchaditos de la mano, entraron a la casa. Bien buenmozo había sido el hombre, más alto que ella, tenía barba y sus cabellos también eran rubios, como candela todavía; sus ojos, azulitos, que en el día seguro no podían ver. Sólo sus cejas daban miedo; parecían como del chancho cuando se encrespa. Parados a mitad del cuarto, seguían muchándose. Hasta ese rato no me había dado cuenta que ese cuarto no era su cuarto de doña Estefania. Otro era, más bonito y grande. Ni en la hacienda Santa Clara vi esas alfombras que había en el suelo. Parecían hechas de esa tela del guión de San Pedro, así con sus felpas y todo como de oro. Espejos también había por todos lados, gran-des y chicos. Alhajas de oro y plata relumbraban en esas paredes forradas con tela. Muebles tam-bién había, ¡achallau!, finos, más bonitos de los que vi en casa de los hacendados esa vez que

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fuimos con mi mamita y mi tía Agustina por papas llamlinas. Masqui mira, eso dizque se lla-man muebles, me dijo mi tía, sirven para sentar-se; ahí fue que conocí… Agarraditos de la mano, estaban que se reían ahora, queriéndose el uno al otro, bien sentados en uno de esos muebles. Hablaban también, pero bien bajito, qué dicién-dose será pues. En eso me fijé que sus muelas del hombre eran de purito oro. Ah, pucha, dije, este hombre será pues bien proporcionado para que hasta sus muelas se haya hecho poner de oro. Así pensando que estoy, ya los veo que se levantan, se abrazan de nuevo en medio de la habitación y se muchan, fuerte, con ganas, haciendo sonar todavía sus bocas. Luego los veo que se calapa-chan y se echan en un catre el uno sobre el otro; puro lujo ese catre también, blando el colchón… Medio me dio vergüenza mirar, un ratito bajé la cabeza, y cuando de nuevo la alcé, ¡Santo Dios!, un chivo estaba sobre la mujer, un tremendo chivo que con su vergüenza de purita candela, la hacía sufrir o gozar será; pero ella estaba como muerta. Todito mi cuerpo se desvaneció. Como atontada me quedé ahí nomás en mi sitio agarra-da mi cabeza, no sabiendo qué hacer. Quién sabe habré soñado diciendo, al rato asomé mis ojos de nuevo por la hendija haciendo un esfuerzo. Entonces lo vi al hombre que ya se vestía. Ahora era el caballero del comienzo. Apurado apurado

se abotonaba su camisa. Ella sí no parecía darse cuenta. Como dormida estaba. Apenitas se oía su respiración. Ese mismo rato, mirando que estoy, las cosas empezaron a desaparecer poco a poco; algunas a recuperar su forma y su color del comienzo, como ese catre de lujo que poquito a poco se fue despinte y despinte y sus adornos perdiéndose hasta volverse lo que había sido antes: la tarima vieja de doña Estefania. A ella también la vi que, acostada donde estaba, empe-zaba a arrugarse su cara y el resto de su cuerpo, y su pelo a volverse cenizo… Una vez que termi-nó de vestirse el hombre, pegó una mirada a la mujer que seguía durmiendo, y, sin despertarla, salió del cuarto empuñando su sombrero. La luz brillante que hace ratito alumbraba, amarillándo-se amarillándose se apagó. Cuando miré para afuera, vi que el hombre ya montaba en su bestia, y que después se iba prosista. Chispas salían de los cascos del animal, como ninacuros que vola-ran bajito, prendiéndose y apagándose. Todo era silencio a esa hora, hasta los sapos y los grillos seguro dormían. Blanca brillaba la luna, como un queso allá arriba, y acá abajo, parecía agua derramada sobre las laderas… Después que se despertó, la mujer se estuvo queje y queje en su cama, sin llamarme para nada. Yo, calladita, bien arropada mi cabeza, no pude dormir todita la noche. Al otro día temprano, haciéndome la ino-

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cente, me acerqué a preguntarle qué tenía, qué le dolía. Todo mi cuerpo, me dijo, para no toparlo está, como si me hubieran dado una paliza; pero yo sé cómo curarme… Y ahí fue la primera vez que me mandó recoger esa rama que se llama azularia y que hay por abajo, por Potrero. Varios días demoró esa vez en mejorarse, como siempre que se quedaba así. A los que venían a buscarla para que les haga un «trabajito», como decían, tenía que decirles que no estaba, que se había ido de viaje, que regresaran por lo menos en un par de semanas todavía… Ahora mismo la mujer está en cama. Amarrada su cabeza con un trapo. Escucho que me llama. Seguro quiere que vaya a recoger más ramas para la noche. ¡Anaychi!, ya estoy harta de esto. Hoy mismo voy a sacar mi quipi, y haciéndome la que va a hacer sus man-dados, me voy a escapar. Aunque me mate, no importa, como tantas veces ha dicho. Pero más estoy segura que es ella la que va a morir prime-ro, porque la pócima que me ordenó preparar enantes, no es la que la cura, sino la misma que le dio a ese viejo del Marañón y que ahorita nomás acaba de tomársela.

Los sábados y domingos como no había estu-dio, mi mamita me mandaba por abajo, por

Cajón, a pastear mis cabras y mis dos borreguitas que teníamos… Botado sobre la huaylla paraba yo por ahí todito el día, durmiéndome a ratos o si no juegue y juegue con el sol, probando la resisten-cia de mi vista. De los cerrados que estaban mis ojos, poquito a poco los iba abriendo, aguantan-do aguantando el chorro de luz que con fuerza se quería meter. A veces aunque sea lagrimeando lograba vencerlo, ¡qué caray! Ahí era cuando el sol desparramaba sus colores: azulitos, rojos, medio verdes, morados, toda laya; hasta colores que nunca había visto. Después, cuando cerraba mis ojos, así nomás los colores no se iban. Ahí se quedaban un rato todavía nadando sobre amari-llo o brillando en la oscuridad… Cansándome ya, si no me quedaba dormido, lo que más me gus-taba hacer era pensar en ti, en lo lindo que sería

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casarnos cuando fuéramos grandes. ¡Achallau!, decía yo, ella con su monillo blanco y su falda floreada y yo con mi sombrero nuevo en la igle-sia de Huaylas, bonita pareja haríamos… Medio flojo nomás era yo para el trabajo, me acuerdo; diferente a mi hermano Lupo que le gustaba andar sólo de minga, ayudando a uno y otro. Pero más que por ayudar era por comer. De lo tragón que era no me olvido. Yo sólo cuando mi mamita me decía: Ha venido don Quintiliano a suplicarme que lo ayudes en su chacra, me iba sin renegar. Cierto, no hay cariño sin interés. Tus vie-jos qué ni se iban a imaginar que si aceptaba era sólo para tener pretexto de llegar y verte, aunque tú no me hicieras caso, aunque pusieras mala cara cuando intentaba acercarme y preguntarte algo… ¡Pasa, hijo, ven, siéntate, vamos a servirnos algo!, me decía tu mamita, alcanzándome un plato de comida, después que volvíamos ya tarde de la chacra con tu taita. Yo ni comía casi por estar mirándote, por estar arrimándote con disimulo, tratando de hallarme lo más cerca de ti. Quería sentir tu aliento, ver el reflejo de tus ojos junto al fogón, saber cómo hablabas, cómo reías entre los tuyos, fuera de la escuela, donde viéndote a diario, me parecías ausente. Lo que más anhela-ba cuando estaba en tu casa era que alguna vez me dijeran tus viejos, Vamos a quedarnos, hijo, aquí pasaremos la noche. Pero no me decían,

aun cuando a veces la noche estaba muy oscura y ya era muy tarde. Haciéndome el cansado yo esperaba hasta el último por si nos dejaran algún instante solos, y cuando eso ocurría, aprovechaba para decirte, ¿Vamos, Floria? ¿Vamos a jugar? Y tú molestándote como siempre, ¡Mana munatsu!, ¡no quiero!, me respondías. De mala gana salía entonces y me iba sin despedirme ni nada, escu-chando después ya lejitos, por el camino, cómo te huajayllabas jugando a las cosquillas con el Amosho, tu hermanito.

Triste seguro me veía mi mamita llegar a la casa, por eso medio preocupada me preguntaba: ¿Qué tienes, hijo? ¿Te han resondrao? No, le decía yo, estoy cansado solamente, harto hemos trabajado champeando esa chacra. Calladita se quedaba entonces, como si le remordiera haberme manda-do a trabajar. Tú a esa hora ya ni te acordabas de mí seguro. Peor, qué ibas ni a maliciar que a la hora que me vencía el sueño, yo te veía señorita, casándote casi siempre con alguien que no era yo. Llorando me despertaba entonces. ¡Qué tienes! ¡Qué tienes!, me sacudía mi mamita, despertándo-me de lo que ya estaba despierto. Y como yo no le daba contestación, tratando de adivinar, me decía, El alma te ha machucado quizá… Sin saber qué responder, Sí, le decía nomás. Preocupada se ponía entonces. Tu taita seguro, hablaba, su misa quiere,

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así me ha revelado en sueños, y como me quedaba callado, oyéndola, ella seguía, A veces, hijo, clarito cuando estoy mirando, lo veo que entra empujan-do la puerta, haciéndola sonar, ¡reech!, y después siento que me machuca con ese peso que parece que todo el aire de la tierra lo estuviera a uno aplastando, hasta dejarme después con el cuerpo tembloroso, llena de espanto. A veces se le ocurre cosquillarme. Feo cosquillan, hijo, los muertos, hacen doler y nos dejan con el cuerpo todo ver-deado. Por eso juntando estoy algunos centavitos, para hacerlo decir de una vez su misa el día de Todos los Santos… Así hablando que estaba, yo me volvía a dormir; de rato en rato, ¿Me oyes? ¿Me oyes?, sentía que me codeaba. Sí, seguramente le respondía entre mi sueño, y ella estaría dale y dale quién sabe hasta qué hora. Quién no despertaba por más que se cayera la casa era mi hermano Lupo. Como pagado roncaba ahí a mi lado. Él era el único que sabía mi sufrimiento por ti. Y cada que yo le daba cólera o peleábamos, de vengativo me decía, Cojudo, carajo, ¿crees que la Floria te va querer? Ella aborrece a los paliacos, bienecho. Así diciendo, dándome un puntapié se corría. Verdad, todos en la escuela me decían Paliaco desde que el profesor Alicho me pusiera ese sobrenombre, dizque porque era yo flaquito y medio trompudo, como esos zorritos que bajan de la puna y a veces los pescamos con las orejitas paradas aguaitando

los corrales desde un altito. Sólo tú me llamabas por mi nombre; pero no por cariño seguro; creo que por distanciarte de mí más bien…

¿Qué nomás hiciera para robarme su corazón de la Floria?, me acuerdo que estuve piense y piense más de una semana. Tal vez dándoles una prenda de recuerdo, me dije, pero qué nomás… Para ver qué me decían otros, pregunté al Eusebio en la escuela qué le compraría él a su china si estu-viera enamorado. Una casa, me dijo sin darme importancia, y corrió a patear una pelota que asomó rodando desde el patio; luego lo vi que se metió en esa pelotera en que se hallaban afana-dos chico y grande a esa hora del recreo. Cuando me fui a preguntarles a otros eso mismo, no sabían qué responder. Estaba visto que a ellos no les interesaban las mujeres. En cambio yo hasta cólera tenía ya de no poder apartarte de mi mente ni por un ratito. Peor todavía desde que el día anterior te viera buenamoza, más de lo que eras, puesto un sombrero nuevo con cinta colorada. ¡Caramba, ah; bonito te queda!, te dije hacién-dome el encontradizo. ¡Calla!, me respondiste, molestándote, ¡qué te importa!…

Nunca habría sabido qué regalarte si no es porque una tarde, de casualidad te escuché decirle a tu mamita, después que llegó de Huaylas arreando

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su burro, Mamá, ¿has traído mi gancho? Y ella te diría no seguramente (estaba detrás del animal desatando la carga y no se oyó bien lo que habló), porque ahí mismito te pusiste a renegar y a ponerte malcriada, sin hacerle caso cuando te dijo, ¡Lleva esto adentro!… Entonces agarró un chicote y te sigueteó hasta cerca de la escuela. De allí se regresó de recelo del profesor Alicho que salía ese ratito con un balde a traer agua de la represa… Yo, que me había quedado pensativo ahí, sobre la pirca, de un de repente di un salto, ¡Ya está!, diciendo, ¡ya está!, un gancho, claro, un gancho es lo que le compraré a Floria; ¡achallau!, bonito para que relumbre en su pelo… A partir de ese día me puse a averiguar como cuánto costaría más o menos. Será, pues, unas veinte libras, me dijeron. Otra preocupación ahora: ¿de dónde sacaría la plata? En mi casa mi mamita nunca nos daba propina. Es que siempre andaba fallo la pobre; ¿de dónde nos iba a dar? Más bien nosotros, el Lupo y yo, de algunos mandaditos que hacíamos le entregábamos casi siempre nuestras propinas. Aunque el Lupo (sabidazo), a veces des-pués de darle, le robaba, y tenía la cara de decirle que yo seguro lo había sacado. Pero ya mi mamita maliciaba y prefería quedarse callada sólo para que no andáramos peleando.

Cómo nomás será, pero el hecho es que juntando de a sol, de a cincuenta centavos, como en dos

meses logré reunir los doscientos soles. Ahora sí, dije, ¿a quién nomás lo encargo? Pensé en el Marcial, que siempre iba de arriero a Huaylas. Él era el único muchacho a quien podía confiarle cualquier cosa sin recelo, a pesar que era bro-mista. Pero cuando fui a buscarlo a su casa de Mishua, me di con la mala nueva que se había escapado dizque con la Marcelina, su hija de don Justo Obregón, la noche anterior nomás y que los padres de la muchacha se habían ido a denunciarlo al puesto de Jimbe. «A ese cholo feo, bizco, mala traza, ¿qué pues lo habrá visto la muchacha para que lo siga?, tan buenamoza ella». Oyéndolos a la gente, hablan por hablar, decía yo; pero seguía escuchando, «¿Acaso? El Marcial ya, pues, anda con kuya kuya ollcao en su cuello, ¿no saben?». ¿Kuya kuya?, presté atención. «Lo ha de hacer», continuaban hablan-do. «Sólo para mañoso vale ese cholo, ocioso, que ni trabaja». ¿Y ahora?, dije dejando de oír-los, ¿qué hago?, ¿a quién nomás lo suplico? Me acordé de don Gerardo, quién sabe él tendrá en su tienda, pensé. Pero yo bien sabía que aparte de fósforos, velas, coca, sal, azúcar y trago, otra cosa no vendía. En fin, por si acaso fui. Y como qué. No hay, me dijo, esas cosas no tenemos. Medio avergonzado salí. ¿A quién nomás, a quién nomás?, pensando. Hasta que una noche, decidido ya a ir yo mismo, le dije a mi mamita,

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Quiero ir a Huaylas a comprarme mi cuaderno, ya se ha terminado. ¿Tienes plata?, me preguntó. Sí, le dije. ¿De qué?, se quedó orejeando. De lo que he estado ayudando a don Quintiliano, le mentí, ayer me ha dado mi propina. ¿Sólo por cuaderno vas a ir tan lejos?, me dijo, no tendrás tu juicio. Hay que encargarlo a don Remigio nomás, él va dejando un sábado llevando nego-cio. Bueno, entonces…, le respondí de mala gana, ya lo voy a decir…, y cambié de conversación como para que se olvidara. ¡Don Remigio!, tan latero que era, ahí mismo vendría con el chisme, Un gancho lo haste mandado encargarme, ¿ver-dad?, diciendo.

A la escuela me fui piense y piense, ¿cómo cómo nomás hago…? A la hora de la formación, paradito que estoy ahí, no sé cómo reparo y te veo parlando con el Basilio, juntitos los dos. Algo de tu cuaderno le enseñabas, y él con qué atención miraba, poniendo su fea cara juntito a la tuya. Harta rabia me entró. No supe qué hacer. Menos mal que ese ratito el profesor ordenó, ¡Columna a cubrir! Y tú y él, mal que les pese, tuvieron que entrar a la fila antes que les resondrara y recibieran su jalón de orejas. Eso me dejó desganado toda la mañana. El profesor se dio cuenta a la mitad de la clase, ¿Qué tienes Paliaco?, estás con sueño, me dijo haciéndome zumba. Todos se rieron volviéndo-

se a mirarme, hasta tú. Sí, profesor, estoy con sueño, le respondí. Hay que dormir bien pues, hijo, no hay que trasnochar. Ese Paliaco, profe-sor, intervino el Gallito, no duerme seguro por comer gallinas. Todos se rieron, hasta el pro-fesor. Me dio rabia que tú, al reírte, lo hicieras exageradamente como para darme cólera. Eso me resintió. Ya no le regalo nada, dije entre mí, conversa con el Basilio como si fuera su galán y encima todavía se burla de mí; ta fregao caray… Eso pensé, pero cuando al otro día el profesor preguntó quién se animaba a acompa-ñarlo a Huaylas a cobrar su pago, ganándoles a los demás, me paré yo. Entonces el profesor haciéndoles bajar la mano al resto, les agra-deció y dijo, Esta vez le toca a Paliaco, hasta ahora él todavía no me ha acompañado.

Varios días ya lo andaba en mi bolsillo el gan-cho que te compré en Huaylas, sin saber cómo nomás entregártelo. Me daba vergüenza decirte, Este gancho lo he comprado para ti, Floria, qui-siera que te pusieras… Y no sólo vergüenza tenía, miedo también que, tomándolo a mal, lo fueras a decir a tu taita o al profesor Alicho. Por eso nomás me aguantaba me aguantaba, algún modo habrá diciendo… Mientras tanto, estando a solas, me gustaba estarlo mire y mire. Bonito relumbra-ba, como plata todavía, de esos ganchitos medio

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finos era, no cualquiera. Me acuerdo que para comprarlo, tuve que hacerlo alcanzar con lo que el profesor me dio de propina, encima haciéndolo rebajar al hombre. Me aficioné viéndolo en sus cabellos de una muchacha huaylina. Así le va a quedar a mi Floria, diciendo.

Un día en el salón, de tanto que lo andaba ya, con recelo lo saqué de mi bolsillo para usarlo como regla, aprovechando que se hallaban todos en el recreo. En eso que estoy, siento que alguien por la ventana bonito nomás está aguaitando, y cuando intento reparar disimuladamente, ya lo escucho que, ¡pum, pum, pum!, corría por detrás de la escuela y ahora se acercaban sus pasos por la puerta.

Cuando entró, lo vi que era el Eusebio.¡Achallau, gancho, oy! Bonito relumbra, ¿di?,

hablando asina lo quiso agarrar. Rápido lo empu-ñé sin darle tiempo. A ver, préstame, oy, no seas malo; se quedó parado ahí en mi delante, ¿Te lo has hallao?, preguntó viéndome que lo metía a mi bolsillo. ¿Hallao?, le respondí poniendo agria mi cara, ¿estás zonzo o qué?; lo he comprado con mi plata. Véndeme, oy, para mi hermanita, ¿para qué vas a necesitar vos? ¿Para qué? Para mi china, pues, ¿para quién más? ¿China?, dijo torciendo feo su boca, calla Paliaco alabancioso, qué china te va a querer a vos. Así diciendo me dio un lapo a lo descuidao y salió corriendo. De

cólera lo seguí, buscando piedras para tirarlo; pero rápido, como una bala, detrás de una casa se perdió. Renegando me volvía ya al salón pen-sando cómo nomás desquitarme, cuando siento que algo me casca en la espalda y rebota al suelo. Volviéndome a mirar lo veo a la Victoria, su her-mana del Eusebio, que acababa de cascarme con una coronta. Había estado jugando voli contigo. Sólo porque ahí estabas me aguanté de correr a darle su lapo o su patada. ¿Qué tienes, ah?, ¿qué te pasa?, me acuerdo nomás que le grité. Y ella toda fresca, ¿Para qué lo has querido pedrear a mi hermanito? ¡toma bienecho!, diciendo baila-ba, chancando con el puño la palma de su mano abierta. Con la pelota en tus manos, mirándome como aburrida, le decías que se apure. Ahí nomás tocó el pito, y toditos se asomaron, sigueteándo-se, empujándose, huajayllándose…

Desde primer grado hasta quinto, en dos salo-nes separados, un solo profesor nos enseñaba: el profesor Alicho. Sexto grado no había. Los que querían terminar su primaria tenían que irse a Huaylas o a Jimbe o si no a la costa… El profesor nos tenía a los de cuarto y quinto en un salón, y a los de primer grado, segundo y tercero en otro.

A Amosho, tu hermanito, que estaba recién en primer grado, mucho le gustaba venirse al salón donde estudiábamos nosotros (tú en cuarto, yo

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en quinto) a estarse ahí con cualquier pretex-to. Una vez entró, me acuerdo, a buscar creo que borrador o navaja, y cuando pasaba por mi lado, se me ocurrió sacar el gancho de mi bol-sillo y enseñarlo. Mira, le dije, ¿no quieres que te regale? Lo miró medio de costadito nomás, todo desconfioso. ¡Bah!, dijo después, ¿para qué quiero yo cosas de mujer? Y se pasó de largo. Al ratito lo vi a tu lado, y que tú le pregunta-bas como interesada en algo, mirando mirando adonde yo estaba. Entonces malicié que habías visto lo que le enseñé, y algo me anunció que vendría de nuevo. Esperé con ansiedad a que eso ocurriera. Y de veras, casi ahí nomás, de mala gana lo vi que avanzaba. Cuando llegó y algo iba a decirme, a mala hora el profesor, que estaba leyendo, levantó la cabeza y lo vio. ¿Qué quiere por ahí andando a cada rato ese Amosho?, lo molestó. ¿Ya terminaste tu tarea, hijo? Su punta de mi lápiz se ha acabado, profesor, buscando navaja estoy, le respondió el otro. ¿Navaja?, dijo el profesor, ven, ven, toma. Quiera o no quiera el Amosho tuvo que ir. Ahora sí, le advirtió alcan-zándole, anda a tu hermana a que te lo taje, y después te me vas a tu salón, ¿entendido? Sí, profesor, diciendo se fue a tu carpeta.

Lamentando mi mala suerte, veía cómo el Abercio dibujaba a mi lado con un gusto y despreocupación que daba envidia, mientras yo

seguía piense y piense, ¿a qué había venido?, ¿qué es lo que le habías dicho? Con la duda hubieras seguido de no ser porque ese ratito una bullarada levantaron los chiuches del otro salón. Ahí aproveche para llamarlo al Amosho. Este levantó su cabeza con aburrimiento al oírme nombrarlo. Le hice señas que viniera. Sin hacerme caso, se puso a seguir trabajando en su cuaderno. Y no hubiera venido a no ser porque tú lo animaste por lo bajo nomás, según pude darme cuenta. ¿Qué cosa, ah?, ¿para qué me has llamado?, dijo parándose a mi lado. Hace un rato querías decirme algo, ¿no?, ¿para qué nomás sería?, le dije. Ah, sí, respondió, dice mi herma-na que le regales ese gancho que me enseñaste, ¿puedes? Claro, le dije ahí mismo, cómo no; aquí está, y metí mi mano a mi bolsillo haciéndome el rebuscar un ratito, mientras de reojo te miraba que estabas atenta. Entregándole le dije, Toma, le dices que es un regalo, un regalo para ella. Pero el Amosho que ya estaba empezando a aburrirse de nuevo, a las justas me recibió y, sin dar las gracias ni nada, empezó a irse. Lo malo es que no se fue rápido. Se detuvo a mirar el cuaderno de uno de los que afanados se hallaban dibujando, y de puro travieso o acaso porque el otro le dijo que se retirara, lo había rayado su cuaderno con el filo del gancho. El muchacho empezó a hacer escándalo, justo cuando ese ratito el profesor

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volvía del otro lado. Profesor, profesor, gritó, el Amosho ha rayado mi cuaderno con un fie-rro. El Amosho, medio asustado, rapidito trató de meterlo el gancho en su bolsillo. Pero ya el profesor lo había visto. ¿Otra vez tú?, le dijo colérico, ¿no te dije que te fueras a tu salón? A ver, trae para acá eso, le dijo pidiéndole el gan-cho. El otro lo alcanzó. ¿Y esto?, dijo el profesor, conociéndolo que era gancho, ¿de quién es? Todo tonteado tu hermano, señalándome dijo, Del Paliaco, profesor. ¿Del Paliaco?, se admiró el pro-fesor, ¿y él para qué anda con esto?, ¿se puede saber? Toditos los del salón se rieron haciendo que hasta los chiquitos del otro lado se asomaran a aguaitar. Feo sentí que mi cara se encendía y que hasta mis orejas empezaban a arder. Paliaco, ¿verdad que esto es tuyo?, me preguntó el pro-fesor. De vergüenza que los otros se fueran a burlar más, No, profesor, dije nomás, con voz que apenitas se oyó. ¿Entonces de quién es?, volvió a preguntar. En eso el Eusebio, que se sentaba en la fila de atrás, parándose dijo, De mi hermanita es, profesor, ella ha perdido su gancho el otro día. ¿De veras?, le preguntó a la Victoria. Sí, profe-sor, respondió ella, mío es, conociéndolo estoy. ¡Pucha!, eso me dio rabia, no supe qué hacer. ¡Mentira, profesor!, dije parándome, ese gancho es mío. ¿Tuyo?, dijo el profesor encogiendo sus cejas ralas, ¿tuyo?, ¿acaso tú usas esto? Otra vez

una risa se lo tapó al salón. Total, dijo el profesor, ahora todos son dueños. Victoria, calladita, me miraba molesta, de costao. De mi hermanita es, profesor, volvió a decir el Eusebio, pero medio acobardado. Temiendo que me fueran a quitar lo que con tanto sacrificio lo compré para ti, tuve que alegar, Ellos mienten, profesor, yo lo he com-prado con mi plata, en Huaylas. ¿Ah, sí?, dijo él, ¿y se puede saber para qué? Para la Floria, pro-fesor, le respondí sin importarme nada ya, para regalárselo a ella…

Un mes pasaría sin que ni por gracia me hablaras o alzaras tus ojos para mirarme. Esa vez también, si no hubiese sido porque tu taita te mandó lla-marme apurao, Dios sabe hasta cuándo hubieses seguido molesta.

Me acuerdo que estaba yo echado en la paja, atrasito de mi casa, al cuidado nomás que asen-tara un tuktupillín, que hacía rato ya lo venía pasteando, listo con mi hondilla para tumbarlo; cuando en eso, como entre sueños, oigo que tu voz suena a mis espaldas, Dice mi taita que vayas, esperándote está. Cuando me volví a mirarte, como una flecha te ibas, por abajito ya…

Para entonces, como decía la gente, yo anda-ba para arriba y para abajo con el Marcial después que volvió de la costa de lo que se la robó a la Marcelina. Sus suegros también ya lo

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habían recibido. Un día que fuimos por varillas a Potrero, le conté que tenía mis sentimientos para ti; pero que tú, lejos de corresponderme, parecías aborrecerme más bien. ¿Qué me aconsejas?, le dije, ¿qué nomás hiciera para ganarme su cariño? Se huajaylló fuerte ahí en la quebrada, haciéndo-les espantar a esos sirguillitos que, como en una fiesta, chillaban sobre los montes. Poca confian-za, hom, dijo después, calmándose, si esto me hubieras contado antes, ya estarías con tu china abrazao, y tu guagua también por venir; así diciendo volvió a huajayllarse; y ya más serio, me dijo, Trata de cazar como sea un tuktupillín macho, con eso haremos kuya kuya, ya verás.

Por eso fue que esa mañana me encontraste afanao en darlo caza a ese animalito de pecho y moño colorados, que era bien malicioso, y varios días ya se me escapaba se me escapaba nomás. Ahora había asentado en su eucalipto de don Gerónimo, abajito, al pie del maizal, y yo estaba atento, espiándolo. Más lueguito voy a ir a verlo a don Quintiliano, más lueguito, pensando.

La mañana estaba calurosa. Del fondo de la que-brada subía la voz de un becerro como si llamara a su madre. Doña Viñe y doña Eleuteria lavaban ropa en la acequia, y yo estaba miedoso de que el ruido de los mazos lo hiciera asustar al pajarito.

Agachándome agachándome fue que logré llegar hasta un cerco, justo detrás del eucalipto.

Estaba en la punta, distraído, mirando las nubes blanquitas de la cordillera. Ahí fue que lo tumbé de un hondillazo. Como plomo cayó, me acuer-do, sin dar ni un aleteo el pobre. Apartando las espinas, logré agarrarlo como sea, cuando ya las aguas de la acequia lo estaban arrastrando.

Esperándome había estado tu taita, ratito ya, sentado sobre el poyo a la entradita de tu casa, vendrá o no vendrá diciendo. Apenas asomé, me dijo, ¿Hoy sábado tienes pensado hacer algo, hijo? Quisiera que me ayudes a trabajar en mi chacra. Bueno, don Quinti, le respondí, le ayuda-ré pues hasta las cuatro; porque más tarde tene-mos ensayo en la escuela para la actuación de mañana por el Día de la Madre. A ver, pues, hijo, ayúdame entonces, diciendo me hizo pasar ale-gre a tu casa, donde tu mamita me invitó papitas con queso que lo había tenido guardado dizque para mí. Como era bien avanzada la mañana, ya no tuve tiempo de dejarlo el tuktupillín en mi casa, donde pensaba destriparlo y ponerlo a secar al sol su corazón, tal como me indicara el Marcial.

Cargando las herramientas, nos fuimos a la chacra.

Duro trabajamos ese día jalando yerbas y cam-biando los terrones. Al mediodía llegaste trayendo

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el almuerzo en una vianda. No fuimos a tu casa por avanzar. Cuando asomaste por la lomita de Castillo cargando la comida, ya hasta me parecía que eras mi mujer y tu taita también mi suegro. Buenamoza como siempre apareciste, y más toda-vía con ese sombrero de cinta colorada que una vez alabé y tú me respondiste molestándote…

A la hora que te sentaste a esperar que aca-báramos de comer, yo no sé de dónde te salió esas ganas de sonreírme. Fue una solita vez, me acuerdo; pero bastó para que mi pecho se ilumi-nara. Y más todavía cuando todo comedida, me preguntaste si deseaba más agua. Sólo por no desairarte te dije que bueno, aunque mi barriga estaba ya que reventaba. Mientras tomaba, empe-cé a sospechar del tuktupillín. ¿Estará empezando a hacer sus milagros?, me dije pensativo. Y lo toqué en mi bolsillo. Allí estaba, abrigadito, el cuerpo muerto del pobre pajarito.

Después que te fuiste, con harta alegría con-tinué trabajando. Teníamos que terminar como sea. Pero más que avanzar para asistir al ensayo, ya sabes por qué estaba yo muy animoso. Tu taita al verme asina, contento trabajaba a mi lado. Así, hijo, vivo vivo, alentándome…

Como a las diez empezaría la actuación al otro día. Después que entonamos el Himno Nacional, comenzaron los números. Casi toditas las mamás

estuvieron presentes llenando el patio. Hombres también habían, pero menos. Hubo un núme-ro, me acuerdo, donde un cholito que hacía de cachaco, con qué sentimiento lloraba leyéndole a una madre analfabeta la carta que le enviaba su hijo. Esa carta era muy triste. Daba pena. Ya no me acuerdo qué decía; pero de lo que no me olvido es que a varias mujercitas les hizo derra-mar sus lágrimas.

Después de eso, unas niñas cantaron el yaraví «Madre», también muy triste. Y hubo participa-ción en danzas y poesías. Pero lo que dio risa y alegría a la gente fue cuando salieron los borrachos, agarradas sus botellas, cantando y tomando. Uno de ellos era mi hermano Lupo, que, itacado su poncho y llevateándose con su cuerpo, se hacía el de invitar trago a los que miraban adelante. Las personas, huajayllándose, lo aplaudían más que a sus compañeros.

Cuando tú saliste a cantar, togada, con tu vestido de ñusta, ¡Achallau! diciendo la gente abrió su boca; y yo sentí celos que los demás te admiraran.

Fue el Alfonso, su hijo de mi tía Llusha (que ya no estudia, porque tiene más de veinte años), quien te acompañó con la guitarra cuando diste tu canción. Linda salía tu voz, media delgadita y entonada, sabías como nadie accionar con las manos y sonreír. No eras chuncha como la

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Celinda o la Luisa, que cantaban sin moverse con cara de palo. Tú hasta pedías palmas al público. Y ni pensabas seguro que quien más aplaudía era yo.

Cuando vino la fuga, bonito nomás acer-cándote al público, de un de repente al Basilio lo sacaste a bailar. ¡Pucha!, ese rato creo que el mundo me tapó. Todo esperaba menos eso. Aún no me había olvidado de esa vez que les vi conversando en la formación juntitos; y ahora lo preferías sacándolo casi de mi lado. Como escalofríos sentí en mi cuerpo ese rato. Mi pelo también, de lo peinadito que estaba, se chorreó sobre mi frente. Fue como una puñalada que me diste en el corazón. ¡Pucha!, dije entre mí, ¿por qué ya le da tanta importancia a ese retaco más feo que yo? La gente, como enseñada para darme cólera, lo hubieran visto cómo aplaudía animándole, ¡Así, Bashi!, ¡ofrécele!, ¡ofrécele! Y el tanco del Basilio se portaba zapateando, medio queriéndote abrazar todavía… Cuando terminó, alguien de atrás, un hombre ya de res-peto, creo que don Gillo, comentó, ¡Ta bueno, ah! ¡Buena pareja!

Por eso, a la hora que me tocó salir en el diálogo, yo estaba desganado totalmente. Sólo porque el profesor ya había anunciado el núme-ro, no pude echarme atrás, y además porque mi compañero estaba que me apuraba. Mi cabeza,

qué feo daba vueltas y mi estómago que me dolía. Shucaqui me daría seguro. Para colmo, así que estoy dando mi papel, el Basilio, orondo como estaba, al verme actuar mal seguro, rién-dose dijo en medio del silencio de los demás, Ese Paliaco fijo que está pensando comer gallina por eso se olvida su recitación. Y como la gente se huayjalló fuerte, olvidándome de mi papel, le respondí con cólera, ¡Sí, tu gallina me la voy a comer, so enano; ahora peor ya no vas a crecer! Eso le cayó en gracia al público que agarrándo-se la barriga se reían algunos, Ese Paliaco es un jodido, un pendejo, diciendo. Cuando a lo disi-mulado lo miré al Basilio, lo vi de todos colores sonriendo como azonzao. Después, cuando alzó sus ojos a mirarme, vi que me quería comer todavía con su fea mirada. Después, dándose vuelta, se metió entre la gente y se perdió. No sé si tú verías algo, pero creo que ese ratito esta-bas dentro de la escuela quitándote el disfraz. Mientras mi compañero contestaba el diálogo, atrasito de la gente lo volví a ver al Basilio amenazándome con su mano abierta, como diciendo, Espérate nomás, ahora vas a ver. Sentí un poco de miedo acordándome lo buen trom-pero que era, que hasta los más grandes, como el Loncho, lo respetaban.

Después que terminé de dar mi papel, el pro-fesor me esperó adentro, amargo. Me resondró

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después de jalarme la oreja bien fuerte, diciendo que por qué dizque hacía yo caso a la gente cuando estaba en plena actuación, que había malogrado el número y no sé qué más. Yo por último ni atención le prestaba siquiera; más me preocupaba lo que me esperaba afuera.

En cuanto salió el profesor a dar su discurso que ese rato le tocaba, yo salté por la ventana de atrás, pensando engañarlo al Basilio. Pero el sabidazo había estado al cuidado nomás. Y en cuanto me vio caer al otro lado, corrió a chapar-me saltando la acequia que pasaba por un canto del huerto escolar. Rasmillándome al cruzar el cerco de espinas, yo corrí esa subida hacia los trigales de Huanca Rumi, dejándolo bien atrás al enano, que por más esfuerzos que hacía malicia-ba que no iba alcanzarme.

Al ver que ya ganaba los trigales, dejó de correr. Algunos de los que estaban gustándose en la actuación, viéndonos será pues, señalándonos estaban que reían. De mala gana el Basilio se volvía, mientras yo, avergonzado de lo que me habían visto escaparme, por allí nomás me di la vuelta y me fui a mi casa.

«Alguna vez te voy a encontrar solo en el cerro; espérate nomás, cojudo, ahí no te vas a escapar», recuerdo que me dijo el día siguiente. Menos mal que eso fue todo. Se acordaría seguro que el pro-

fesor lo tenía bien advertido de no meterse más en peleas, porque la próxima lo expulsaría.

Conforme fueron pasando los días, pareció irse olvidando. De todas maneras, cuando me iba al cerro, al cuidao al cuidao nomás paraba; pero no logré toparme con él. Lo que más bien me acuerdo es que una vez cuando tú le dijiste enano, riéndote; él, como para hacerme oír, le dijo al Eusebio que no te decía nada sólo porque eras su warmi, su chica, y que terminando los estudios te iba a robar; así como había hecho el Marcial con la Marcelina. ¡Pucha!, eso me dio rabia. Quién sabe será cierto, pensé, mientras yo sigo sufriendo como un zonzo, a lo mejor él ya la estará aprove-chando y si no a ver por qué a él le hace caso y a mí no; kuya kuya quién sabe le habrá dado ese cholito mañoso diciendo más me atormenté. Ese rato vino a mi mente el tuktupillín que yo estaba disecando en mi techo. El día anterior nomás lo había visto y seguía medio fresco todavía. Sería porque esos días estaba haciendo airecito, aun-que no llovía. Cada que nos encontrábamos con el Marcial, hablábamos de eso. Paciencia, taita Paliaco, me decía haciéndome zumba, ya va usted a miskipar a su china; sólo tiene que esperar que se vuelva chucro el corazón del animalito.

Pero ese día me quedé amargo, después de lo que le oí hablar al Basilio. ¡Oh!, ¡qué tanto, por último!, dije, lo que voy a hacer desde ahorita es

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olvidarme mejor, está visto que ella no me quiere, ni con brujería seguro; en cambio a otros sí cómo les da buena cara, se ríe y hasta se juega. Lo que voy hacer en adelante es ya no darle importan-cia, ya ni la voy a mirar siquiera; qué tal lisura, toda la vida atrás atrás de ella, y ella como si nada, como si cuánto ya valiera…

Esa determinación tomé. Por eso, desde esa vez en el salón ponía atención sólo a mis clases, y ya no a estarte mirando como otras veces. En el recreo también, como vivía cerca felizmente, corriendo me iba a mi casa hasta que tocara el pito. Cuando una tarde el Amosho vino a decirme que tu taita me necesitaba para ayudarlo a trabajar, le mandé decir con él mismo que le dijera que ese ratito me iba por leña y que no iba yo a poder. Pero mentira nomás fue. Ni ocioso para ir a ayudarlo, diciendo, agarré mi hondilla y me fui a buscarlo al Abercio para irnos a cazar perdices por la quebrada.

Poco a poco empezaste a darte cuenta que ya no te hacía caso como antes, y parece que eso medio te inquietó. Un tarde cuando jugabas voli con tus amigas, rebotando vino la pelota a caer a mi lado. Hoy la va aventar hacia mí, seguramente pensaste, sin moverte de tu sitio, no te moviste de tu sitio, sabiendo que a ti te correspondía ir por ella. Pero feo te chasqueaste, porque yo ni por gracia me aco-medí. Lo que hice más bien fue sacar mi hondilla del bolsillo y ponerme a jugar tirándola al aire.

Forzosamente tuviste que venir a recoger la pelota tú misma, ya que nadie había alrededor.

Durante varios días notándote estuve que me mirabas bocabajadita nomás. Recuerdo que algu-nas veces hiciste la prueba de querer hablarme. Pero no te di ese gusto. Haciéndome el disimulado buscaba yo cualquier pretexto para no darte cara.

Esa vez, ya tardecito, cuando volvía de recoger mis animales del cerro, vi que junto a la represa, hartos muchachos, entre hombres y mujeres, jugaban sigueteándose. En eso que estoy pasando, oigo que me llamas, ¿Quieres jugar chi-cotito caliente?, diciéndome. Me quedé dudando. Quería seguir haciéndome el molesto. ¿Voy o no voy?, pensé. Ahí estaba también la Isha. Decían que a ella le gustaba jugar a las escondidas con los hombres y que la expulsaron de la escuela porque una vez la habían hallado con su hijo de don Gumercindo Cerna, de la quebrada de Castillo, metidos en una casita de ramas, jugando a marido y mujer. Viéndola a ella casi me animo, sólo para darte celos arrimándome a su lado. Pero preferí mantener mi orgullo y mi respuesta fue: No, no juego, tengo que hacer… Aunque mis huachitos, ya de ahí donde estaban conocían y se iban solos a su corral, me hice el apurado. Entonces, oyendo cuando estoy, para darme celos sin duda, dijiste, ¡Bashi!, hay que jugar a

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las escondidas mejor, ¿ya? Y te volteaste como para consultar al resto. Recién me di cuenta que el Basilio también estaba ahí entre ustedes. Lo hubieran visto al enano cómo se alegró al oír lo que le dijiste. Bueno, dijo ahí mismo, con los ojos que le brillaban, hay que echar la suerte para ver quién busca. ¡Yo, yo busco!, dijo tu primita de Pachahuaín que había venido a visitarles y era bien alegre y sencilla. Quedé helado. ¿Y si la Floria se esconde con el Basilio?, pensé. No, caracho. ¡Yo también juego!, dije dejándolos a mis huachitos que se fueran de su cuenta. Viendo que me acercaba al grupo, el Basilio vino a mi encuentro, ¡No, tú no has querido jugar!, dicien-do. No he querido jugar chicotito caliente, le repliqué alzando la voz; pero a las escondidas, sí. Tú te hacías la disimulada nomás reparando a su trigo de don Remigio, donde las palomas se alistaban a volar a las quebradas, antes que la oscuridad las cegara. El Basilio, acercándose a mi ladito, ¿Sabes qué…?, me dijo en voz baja, Ahora sí, mierda, si juegas te saco la última. ¡¡A ver, saca!!, dije bien fuerte para que todos oyeran. Ya estaba harto de soportarlo también a ese enano. Como para asustarme, poniendo cara de malo, hizo ademán de puñetearme. Pero lo que no espe-ró fue la trompada que le mandé sorpresivamen-te en la nariz, bañándolo en sangre. Apreté la carrera antes que reaccionara, perdiéndome por

entre las chacras, derechito a mi casa. Al ratito nomás, lo vi a su mamá que venía apurada apu-rada acompañada de su perro, a esa hora en que mi mamita, inocente de todo, atizaba su candela preparando la comida.

Calladito, sin avisarle quién venía, agachándo-me agachándome para que no me viera la mujer, salí detrás de mi casa y, ganando de un salto la pirca del corral, corrí y corrí esa bajada sin parar hasta llegar a la chacra de mi tío Sinfronio.

Al día siguiente, bien temprano, antes que ama-neciera, hice viaje a Cunca, acompañándolo a mi tío a la saca de papas. Con mi primito nomás que estaba en la escuela, mandé recado avisándole a mi mamita. Yo ya sabía que no se iba a enojar, porque cuando se trataba de llevar algo para el sustento, ella no se oponía, así faltáramos a clases.

Esa madrugada, que subíamos con mi tío la cuesta de Cunca, hacía frío. Un viento hela-do bajaba de la cordillera haciéndonos tiritar. Abajo, al pie, envueltas en la neblina, quedaban las casitas del pueblo arrimadas a la escuela. Durmiéndote con gusto estarías a esa hora, mien-tras yo, por tu culpa, haciendo estaba un viaje que ni en sueños pensé hacer. Ah, Pashtañahui flor de amapola, dije suspirando, ¿qué pues nunca me llegarás a querer? Y me acordé del

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corazoncito del tuktupillín que sólo dos días atrás le había dado al Marcial para que hiciera kuya kuya, cuando ya estuve por botarlo, después que lo hallé todo chucreao, como piedra, ahí donde lo había dejado. Así está bien, hom, me dijo mi amigo, sólo hay que molerlo y mezclarlo con flor de azularia; ya verás. Ahora sí por fin te queda-rás con tu gusto enano, cara de sapo, dije acor-dándome del Basilio, sintiendo que mi cuerpo se abrigaba por el esfuerzo de la subida y también seguro por el solcito que ya despuntaba entre las puntas filosas de la Cordillera Negra. Ahora ya no hay quién te haga la mala, seguí hablándole en mi mente al Basilio; pero espérate nomás, cuando sea grande te voy a sacar la última. Pero luego me reí acordándome que hasta ese enton-ces también seguro el Basilio iba a crecer y que a lo mejor todo sería igual nomás. Pero si se mete con la Floria, me acuerdo que lo dije con rabia, va a ver ese enano; yo me voy a meter con su hermana, con la Celinda, sólo por fregarlo. Pero luego me asaltó la duda: ¿y si la Celinda lo toma en serio?, ¿y si de veras se enamora de mí?, entonces a lo mejor me hace problemas. No, dije, mejor no; así nomás estoy bien. Mi tío, que me había estado observando desde arribita, detrás de sus burros que meaban, ¡Apura hijo!, me gritó, ¿en qué estás pensando? No, tío, en nada, le dije nomás medio avergonzado, ahorita te alcanzo.

Así diciendo acomodé bien mi alforjita y seguí subiendo la cuesta. Ya el sol estaba alto y en el fondo de la quebrada, sigueteándose entre los lúcumos, alborotaban los sirguillitos, esos pajari-tos amarillos, bullangueros…

Allí en Cunca conocí a Shenita, más buenamoza que flor de amancay entre los pastos de mayo. Sobrina de don Alberto Cano, me dijeron. Desde Quilcay había venido con su mamita a cambiar granos por papas. Asomando por la primera lomada nomás la vi. Con su trajecito floreado y su mantita roja amarrada al cuello, distraída miraba encima del papal, mientras el viento hacía ondear las florecitas de las plantas.

Recelosa la Shenita, apenas uno le hablaba, rápido se coloreaba o abría sus ojazos sin saber para dónde reparar; como esa vez que me acer-qué por primera vez a su lado, después que mi tío fue a amarrar los burros. Buenos días, niña, le hablé un poco arrecelado, ¿quisieras que te ayude? Calladita se quedó evitando la mirara en sus ojos. Al ratito todavía respondió, después que le volví hablar insistiendo en mi ayuda, Capaz mi mamá se va molestar. En eso que estamos llegó su primo, hijo de don Alberto Cano, todo mali-cioso y medio celoso, ¿Ya acabas, Shena? Apura, tu mamá te está esperando, dice que vayas a ayudarla. Vamos, vamos, te acompaño, diciendo

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se la llevó. Pucha, dije entre mí, resoplando de cólera, donde quiera que uno esté tiene que haber alguien fregando, hay vida, vida…

En la noche, después del trabajo, toda la gente que vino a ayudar se reunió a un ladito de la chacra a sancochar y asar papas mientras con-versaban y hacían chistes. Después de servirnos las ricas y harinosas papas huayro, con su ajicito sazonado con su huacatay, los muchachos nos fuimos a jugar en la paja que más arribita estaba amontonada. Cholitos y chinitas brincoteábamos a nuestras anchas. También la Shenita que ahora se huajayllaba, sin recelo, como si de cuándo ya nos conociera. La luna también, como si estuvie-ra alegre, ahí encimita nuestro nomás con fuerza relumbraba.

Como la chacra era grande y había que ayudar hasta el último para recibir nuestro peyllé, nos quedamos varios días.

Los chicos, en las noches, nos acostumbramos al juego. Ahí fue, me acuerdo, que jugando a las escondidas, la Shenita y yo nos escondimos jun-tos. Paraditos, uno al lado del otro, detrás de un caserón, yo sentía que mi corazón quería saltarse de su sitio por la emoción. Un tanto debía ocurrir con ella, porque hasta me parece haberle escu-chado sus latidos. Como los otros demoraban en hallarnos, yo ya no resistía la tentación de coger

su mano, que rozaba con la mía. Agarrando valor, de un de repente la agarré y la apreté fuer-te. Entonces ella, en vez de sacudirse, la abando-nó de su cuenta y me besó más bien al lado de la oreja. ¡Pucha!, la sangre se subió a mi cara y, tontamente, sentí vergüenza; solté su mano y nos quedamos mirando un rato en la penumbra. Sólo entonces, por un instante, me pareció que no era ella, sino tú que me sonreías con qué dulzura en los ojos… Un tropel que se acercaba a nuestro escondite nos hizo apartarnos y correr hacia la parva, donde los demás nos esperaban entre una bullería.

Pensativo me quedé esa noche: ¿Por qué la Shenita me pareció en un momento que eras tú en el caserón? Quién sabe esa niña será una wayra warmi, me dije, una mujer de viento que se le aparece a uno cuando piensa mucho en una chica. La wayra warmi toma la forma de esta y termina después «encantándolo» al hombre y llevándoselo a vivir con ella para siempre, sea en el interior de un lago o de un río. Quién sabe espíritu nomás será la Shenita diciendo, empecé a desconfiar un poco de ella y decidí no seguir jugando a las escondidas.

Cuando dos días después volvíamos al pueblo con mi tío, arreando los burros cargados de papas; desde la última lomita de Cunca, ya para bajar la

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pendiente, descubrí a la Shenita que desde la otra loma, con su sombrero en alto, me hacía adiós agitándolo repetidas veces. Cargadito su quipi al igual que su mamita ambas se alejaban por el camino contrario, arreando su burro. Sentí mucha pena ese rato y añoré su cariño de aquella noche. Pero me resigné pensando, que si no era niña de viento, alguna vez me volvería a topar con ella, en algún pueblo, en algún camino, en alguna fiesta; mientras tanto, mi pensamiento volvía hacia ti: quién sabe me estará extrañando y, arrepentida, al verme vendrá a darme el encuentro…

Pero no fue asina. Ni siquiera te asomaste cuando llegué. Y los días que vinieron, igual nomás de evasiva seguiste conmigo. El Basilio más bien un poco había modificado su manera de ser. Menos prepotente lo veía ahora y creo que hasta respeto me había agarrado. Pensando en ti, un día dije, No hay otro remedio, le daré kuya kuya, y toqué la cajita de fósforos en mi bolsillo, donde estaba el polvito que el Marcial había preparado. Al fin y al cabo, seguí pensando, es ella misma quien se lo busca: yo no tengo la culpa que no quiera quererme.

Varios días estuve viendo la manera cómo nomás hacer que te lo consumieras el polvito; en eso, una noche en que la tía Llusha llegó a visi-tarnos, lo oigo que le cuenta a mi mamita que don

Quintiliano, tu taita, había determinado llevarles a vivir a Huaylas en las chacras que su hermana había conseguido en arriendo, y que dentro de dos o tres días nomás ya se iban, porque era urgente… Mi hermano Lupo, que orejeaba ahí pelando su papa, taimado como era, alegrándose de la noticia hacía muecas para darme cólera. Cuando la tía se despidió y mi mamita salió acompañándola hasta afuerita, abriendo su bocaza se reía el Lupo haciéndome zumba, ¡Jo! ¡jo! ¡jo! ¡jo! ¡jo!, lo fre-garon al enamorao, ahora pues… Y como seguía burlándose incluso cuando mi mamita ya había vuelto, sin que ella se diera cuenta nomás, una patada le di por debajo de la mesa, estirándome. Aguantó. Se quedó calladito. Él siempre quería quedar bien ante mi mamita. Era un sabido. Con señas nomás me amenazó. Yo estaba que reven-taba, y como ya sabía cómo iba a reaccionar yo si me seguía molestando, prefirió disimular.

Dormí mal esa noche. A cada rato me quitaba el sueño. Amanecí dándome vueltas y vueltas en la cama.

Al otro día tempranito me fui a rondar tu casa. Ganas tenía de encontrarte, de hablar contigo.

Luego que tu taita se fue a la chacra y tu mamita daba de comer a sus gallinas, vi que salías empuñando un balde y te ibas en dirección a tu corral. Seguro va a sacar leche de su vaca, pensé.

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Y me fui por tu tras nomás, manteniéndome un poco a la distancia. No me sentiste al principio. Juegue y juegue con tu balde, golpeándolo en las rodillas te ibas.

Cuando llegaste, yo me quedé paradito tras la pirca. Bonito relumbraba la mañana, verdor era nomás por todos lados. Hasta las piedras se transparentaban; olía a yerba, a tierra mojada. Pero yo estaba triste: mis manos en el bolsillo, la cabeza un poco gacha… Tu vaca, la barrosa, parecía mirarte con pereza y con sueño cuando llegaste a su lado. El becerrito ahí cerca, con la trompita alzada, miraba el cerro.

Con la soguilla que estaba fijada a una estaca, lo maneaste a la vaca, y luego acercaste al bece-rrito a las ubres de su madre para que mamara. Después de un ratito que estuvo chupando el animalito, lo retiraste para que te dejara exprimir. Pero el becerrito, que le había agarrado gusto a la leche, insistía en mamar. No sabiendo qué hacer, lo empujabas con una mano, mientras con la otra exprimías. Mas el animalito te vencía te vencía. Viéndote así, afanada, hallé pretexto para acercarme.

Quebrando una rama, llegué a tu junto. Exprime nomás, diciéndote, yo me encargo del becerrito. Nada me respondiste. Medio jetona te pusiste al verme. Echaste atrás tu rebozo, que te atajaba, y con ambas tus manos empezaste a exprimir.

Yo, por atrás de la vaca, con la rama chicoteaba la nariz del becerrito, haciéndolo retroceder. Un ratito en que se quedó tranquilo el animalito, aproveché para preguntarte, ¿Verdad, Floria, te vas a Huaylas? Calladita te quedaste, haciéndote la que no me oías, molesta. Después todavía te dio la gana de abrir tu boca, ¿Yo acaso te he dicho que vengas a ayudarme?, dijiste mirándome medio de costado. ¡Pucha!, no supe si largarme o echarme ese ratito a llorar. Finalmente, pasando mis sali-vas con dificultad por mi garganta, te dije, Por la Virgen, Floria, no te vayas; harto mi corazón va a sufrir por ti, yo te quiero mucho… ¡A pucha!, te pusiste coloradaza, como qué será, hasta tus ore-jas, ¡achic!, se transparentaron con la luz del sol. Y si hubieras volteado a verme, me hubieras visto más rojo todavía. Yo también feo me avergoncé de lo que te dije.

Dejando de exprimir, te volteaste a mirar hacia el cerro, como esperando que me fuera. Pero yo no me moví. Quería que algo me contestaras, que algo respondieras a lo que te acababa de decir. Pero no ocurrió. Volviendo a ser la de siempre, todo torcida, levantaste tu balde y a grandes tran-cos te alejaste de mí.

Cuando ese sábado tempranito tu taita alistaba sus cargas para que se fueran ya a Huaylas, desde lejitos veía yo el ajetreo en que se hallaban. Todo

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era atolondramiento, nerviosidad; para acá y para allá iban tus taitas, tus tías, tus primitos. Quién sabe se olvidan esto, quién sabe lo otro, se oía que hablaban. Algunos muchachos de la escuela también, de puro chismosos, estaban por ahí que daban vueltas. Yo no me acercaba, temiendo que mis lágrimas me fueran a vencer ahí delante de todos. Por eso miraba de lejitos nomás, sentado sobre una pirca.

Un tuktupillín rojito, como si fuera su espíritu de ese que maté en el eucalipto, cantó con voz casca-da en la punta de un aliso bien ramoso que crecía ahí al lado de tu casa. Ese mismo ratito, como si te hubiera mandado llamar, asomaste corriendo a donde yo estaba, puesto tu sombrero nuevo, con tus trencitas largas al viento y una sonrisa en tus labios que hacía tiempo ya no veía. Pablo, dijiste con voz de cariño llegando a mi lado, dice mi taita que vayas, esperándote está. Así diciendo te regre-saste apurada, casi en el mismo momento en que el tuktupillín volaba hacia la quebrada, detrás de la hembra que había estado posada ahí cerca sobre un ruchuco. Era tal vez el ejemplo que me daba el animalito para yo seguirte igual. Pero en vez de eso, yo preferí alejarme, remontarme al cerro como los venados, sólo por no verte partir.

En la noche, cuando llegué a mi casa, mi mamita me enseñó una lampa nueva que había dejado de regalo tu taita, en pago seguro de las

tantas veces que le había ayudado. Después de hacerme el agradecido, pasé derecho a mi cama, a llorar arropándome duro con las frazadas.

Varios años pasaron.Una tarde, subiendo al cerro Nahuín Punta,

mientras arreaba la yunta que con mi hermano Lupo habíamos comprado, vi que unos peregri-nos venían de subida arreando varios burros con carga. Macatinos seguramente son, diciendo no les di mayor importancia. Me acuerdo que dos mujeres avanzaban adelante montadas cada una en su bestia, y los hombres, a piecito nomás, venían atrás arreando los animales de carga.

Conversando en la noche con mi mamita, me enteré que eran ustedes que habían llega-do. Receloso, sabiendo que estabas señorita y vestida medio lujosa, según me dijeron, al otro día tempranito me fui a la jalca. Ahora que ha vuelto togada, peor qué caso me va hacer, diciendo no quise darte cara. Pero tamaña fue mi sorpresa cuando al volver esa tarde matan-cando mis varillas para la techa de mi casa que junto a la placita estaba levantando, me viniste a dar el encuentro por la bajada de Escalón, des-pués que en mi casa habías preguntado por mí. Recién ahí me enteré que siempre siempre me habías estado echando de menos y hasta recado habías mandado una vez con mi hermano Lupo,

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invitándome para tu santo. Él iba cada año a la fiesta de Huaylas, acompañándose con los de Rayán; pero nunca me contó que te había visto. De envidioso seguro, a pesar que yo disimulada-mente nomás le preguntaba.

Ahora, Floria, tenemos dos guaguas. Al mayorcito lo has puesto su sobrenombre de Paliaco, como me decían a mí en la escuela. Tú y yo nos comprendemos, para qué… Tus taitas también mucho me estiman. Como dice el verso, ahora que estás fregada y ya nada puedes hacer, te confiaré, mujer, un secreto: esa vez, faltando poco para que se vayan a Huaylas, cuando te encontré afanada sacando leche de tu vaca, sin que te dieras cuenta nomás, lo eché a tu balde el polvito del tuktupillín, y ahora sí lo creo al Marcial que me dijo riendo, ¿A toda la leche lo has echao? Ya los fregastes a todos, zonzo; era sólo a su taza de ella. Bueno, qué se va hacer, ahora hasta sus viejos te van a querer…

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Intip nos llama

«Ha muerto Topa Amaro, taita Katari, tirao malamente por cuatro caballos de los

chapetones».¿Cómo?… ¿qué?… ¿quién habló asina?, ¿lo

oí ahora o antes?… lo soñé tal vez… roto tendré el juicio quién sabe… me privaron en el cepo, ¿no?… y ahora botadito en medio de esta plaza, boca arriba, con el sol que se llena en mis ojos como si estuviera lloviendo pétalos amarillos de amancay, ¿qué nomás hago?… ¿qué hace por último esa gente allá mirándome, cargaos sus guaguas las mujeres y los runas también todo asustados y tristes, con soldados realistas que los contienen, mientras uno solito, oficial seguro, les habla como advirtiéndoles algo?… ¡Malhaya no poder mover mi cuerpo, caracho!, sólo mi cabeza apenas puedo jugarlo para los costados… Para ese otro lao hay gente togada, vestidos con casacones rojos y adornos dorados, como diablos, sentados

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alrededor de una mesa y más allacito una banda de músicos uniformados como para fiesta, y allá en la esquinita de la plaza, cerca de la acequia, algunos chapetones se afanan alrededor de unos caballos altos que se encabritan y relinchan… Sí, relinchan como mi bestia cuando por primera vez la llevé a orillas del gran Lago y se asustaría seguro con las agitadas aguas de la Mamacocha recibiéndole a este su hijo del Kollasuyo que iba a pedirle su abogación ante los dioses para acabar de una vez del todo con los blancos abusadores… Luego que recibí la señal con la alada figura de la serpiente Amaru que el rayo estampó en una peña en medio de una tempestad, yo volvía alegre cabalgando por la altipampa haciéndo-los espantar a los lej-lejs y a las pariwanas que graznando escapaban del pajonal, volando casi desde las patas del caballo… y volando volando yo organicé también a mis hermanos para arre-meter contra la ciudad de La Paz que la hubiéra-mos tomado de no ser porque nos faltó armas y hubieron traidores, caracho, que los alertaron a los blancos a última hora, permitiéndoles orga-nizar su defensa. Entre esos traidores estuvieron el Mariano Murillo, mi artillero, a quien hice des-pués cortar los brazos y lo mandé al campo de los realistas, y el cura Borda, que fuera mi capellán, mas cuando descubrí su traición voló como ave negra malagüera escapándose del escarmiento;

después a los de su casta había ido a decirles que yo Tupaj Katari era dizque un indio ridículo mala traza a quien no pudo soportar como jefe de la revolución y que por eso se unía a ellos… Desde esa vez y más viendo el fracaso de Topa Amaro en el Kosko por hacer entrar a cholos, negros y blancos en el movimiento, yo decidí en adelante que mi ejército sería sólo de naturales netos y que era hora ya de renegar de todo lo que fuese cosa del invasor: costumbres, lengua, vestido y hasta alimentación; por eso nadie debía comer ya el pan de los blancos ni beber del agua de sus pilas… Con ese pensamiento adentro en nuestra sangre fue que logramos arrinconarlos a los pukakunkas sitiando por dos veces La Paz. La primera de ciento nueve días y la otra por más de dos lunas, dejando españoles muertos como piedras en pedregal y embistiendo también a sus dioses tal como ellos habían hecho con los nuestros. Por eso cuando en Oruro viéndonos llegar sacaron en procesión su santo, creyendo seguro que lo íbamos a respetar, yo ordené que lo atropellaran nomás con los caballos y les metieron cuchillo a sus cargadores… Sí, sí, a sus cargadores…, pero ¿qué?… ¿qué nomás dice la voz de ese chapetón que está ahí pregonando?… ¿Muerte?, ¿escarmiento?, ¿Túpaj Katari?, ¿por qué pues pronuncia mi nombre ese barrigón hocicudo carajo? Ya te voy a dar escarmiento yo

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a vos, so maldesao, para que no hables asina, a ti y a todos los chapetones que en la mita nos hacían trabajar más que a animales. También a esos corregidores codiciosos que nos obliga-ban a comprar cosas que ningún servicio nos daba a nosotros los naturales: medias de seda dizque, hebillas, barajas, anteojos, navajas de afeitar, como si shaprosos barbudos igual que ellos fuéramos nosotros… Hasta candados nos vendían, olvidándose los muermos esos que en nosotros era ley: ama sua, no robar… Fue-ron ellos los que trajeron esas mañas… ¡Vaya!, ahora están sonando los tambores, mientras de cuatro caballos puestos en cada esquina de la plaza están alargando lazos hacia donde yo me hallo… ¿Qué nomás pues están pretendiendo hacer estos?… ¿A mí?… ¿Cómo a Topa Amaro?… ¡Qué dizque!… Pobre Topa, con harto cariño me acuerdo de esa vez que en su casa de Tungasuca me recibió, luego que yo atravesando el altipla-no, fuera a verlo desde mi pueblo de Sicasica. Hay que levantar el Kollasuyo, Julián Apaza, me dijo haciendo alusión a mi verdadero nombre, hay que hacer fuerza común con Tomás Katari… Valientoso el rey inca, caracho, lo mismo que el otro a quien se refería: el gran guerreador de Chayanta. Orgulloso yo de ambos que me estaban dando el ejemplo, para mi nombre de guerra tomé del primero: Topa, y del otro: Kata-

ri, con la idea de batallar hasta el último, así ellos murieran como en de veras ocurrió, pero… ¿qué? ¿Qué están haciendo a mi lado estos mes-tizos?, parece que estuvieran amarrándome con sogas de mis brazos y piernas… pero yo ni sien-to; adormecido estará mi cuerpo… ¿y esas muje-res?, ¿por qué lloran cantando?, ¿el aya taki?… si soy yo el que va a morir, caracho, no deben derramar sus lágrimas, ¿por qué pues?… vaya, ¿también los hombres lajpirean?… No, no, para el Ejército de los runas entonces no los quiero… Los hombres que estuvieron aquí se alejan y los tambores de repente dejan de sonar. Un silencio como si se les hubiera acabado la respiración a la gente y como si el aire de la plaza se hubiera vaciado se…

—¡Yaaaaa! ¡Arreeee!…¿Qué?… ¿Quién dijo eso?… Trote de caballos

que se alejan… ¡Aggghhh! ¡Aggghhh! ¡Ay, cara-juuu!… ¡Maulas! ¡Kanras!… ¡Aggghhh! Aggh… ¿Qué?… ¿Quién es ese hombre que se asoma rien-do en medio de ese vocerío que llora? ¡Ah, jajay-llas, el corregidor de Sicasica es! ¡Gua!, el mismo que nos hacía comprar esas cosas sin valimen-to… Detrás de él, formaditos, tantos chapetones vienen… ¿qué nomás querrán?… ¡Ah!, ¿cómo?… ¿Que les vendamos nuestros ponchitos que los tenemos puesto en nuestro encima?… ¿Nuestros chullos también?… ¿Nuestros llanquecitos?… No,

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no; no están en venta, viracochas; nosotros no hacemos para vender…

—¡Vuelvan! ¡A tirar de nuevo! ¡Aún no ha muerto!

¿Aún no ha muerto?… ¿quién?… ¿quién nomás, taita?… ¿El Marino Murillo acaso?… No, pues, él no ha muerto, sólo sus brazos amputa-dos estaban… ¡Ve!, ahí está de nuevo el traidor ese… ¿A qué viene?… Querrá que le corte las piernas seguro… Todo prosista avanza sin sus brazos, chorreando sangre de los muñones… Por allacito viene el cura Borda también apurando el paso para emparejarse seguro… ¡Yau!… Ellos no habían sido, sino Topa Amaro con el Tomás Katari más bien… ¡Taita, perdoncito, de otra laya los había visto!… Pero… padre Topa, ¿tuyos son esos muñones sangrantes?… ¿Quién te cortó los brazos, taita?… yo no fui, ¿de veras?… ¡Te ríes!…, ¿no te duele?… ¡Aggghhh!, caracho, ¿quién estira mis brazos y mis piernas?… ¡jajay, ahora están cosquillándome!, no me hagan reír, hom… Tam-bores, clarines… ¿dónde dónde tocan?… ¡Ah, jiju-na!, el Mariano Murillo está arrastrándome a la cola del caballo que monta, mientras va arreando manadas de bestias, agitando sus brazos que ahora son tantos y en donde cada mano tiene un látigo… ¡Agghh! ¡Kanra!, arrastrándome va sobre espinas, montes, pedregales, y todavía volteando volteando está que se ríe, sacudiendo su cuerpo

como ladrido de allko flaco… Con el esfuerzo que hago por fin a su caballo lo estoy deteniendo; los otros también se han parado resoplando, botando candela por sus narices…

—¡Truecen a machetazos la cabeza del indio! ¡Mutílenlo!

¿Mutilar?… ¡ah!, de veras mutilados están mis brazos, yo nomás había sido que soy el Maria-no Murillo… mi propio enemigo, ¡ah, pucha!… pero ¿y los caballos?, ¿qué hago montado en esta llama?… Ah, de veras detrás de esa litera jalada por lindas vicuñas estoy yendo… Ahí van dos… sí, son ellos: el rey inca y el guerreador de Chayanta… Trataré de alcanzarles ahora que mis brazos de nuevo están creciendo y parece que vuelvo a ser yo mismo… ¡Apura, Tupaj Katari! dice uno de ellos volviéndose, ¡Intip nos llama!… Apuro al animalito y de pronto estoy saltando al carro de oro, y ellos me ayudan, ¡aúpa!, riendo. Las vicuñas mientras tanto acaban de elevarse sobre el lago Titicaca y están subiendo, ¡ah, pucha!, en dirección al Sol… Allá lejos sobre los nevados taita Intip, apartando una nube como quitándose una legaña, nos mira alegroso con su ojo resplandeciente, y está que nos llama con sus manos amarillas, en medio de cantos de acllas que están llenándolo de música toda la tierra…

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Se lo llevó un sacador de polainas, pantalón de montar y casaca de cuero. Él con los

cholos de sus ayudantes, arreándolo con sus chicotes, subieron, les vimos, la dura cuesta de Ayán. Todavía volvió el Píwish, nuestro toro, a mirarnos, a dejarnos su resentimiento seguro. De sus ojos grandes y mansos brotaría —¡qué diz-que no!— alguna lágrima fría, culpando nuestra ingratitud.

Cuando bramó con su voz gruesa por la curva de los Sánchez, al pie de los últimos eucaliptos que crecían a la salida del pueblo, mi mamita y yo que esperábamos llenos de lágrimas nuestros ojos, sin poder contener el llanto, nos envolvimos con nuestro rebozos.

Sólo a mi taita parecía no importarle. Parado a nuestro lado, simulando que no podía desatar con la muela el huatu de su llanque, se hacía el muy hombre.

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—¿Y qué quieren que haga? —le oímos decir después amargándose, con ese su feo carácter que tenía—. ¿Qué quieren que haga, si no hay más para vender, ahora que se acercan las siem-bras y necesitamos urgente comprar semillas?

Ni caso le hicimos. Con callarnos se acabaría. Nuestro odio, nuestro rencor, no necesitaban de palabras.

Y mientras mi mamita dejando de llorar se limpiaba sus lágrimas, yo me volví a reparar hacia abajo, hacia el caminito que subía por la quebra-da, por donde siendo añojito todavía lo hizo llegar mi taita al Píwish, jalado con una soguita, diciendo que lo había encontrado haciendo daño en nuestro maíz de Ampojro, y que no lo soltaría hasta que su dueño pagara el perjuicio. Pero en vez de su dueño, que nunca asomó, doña Euse-bia Ponte su hermana de don Rushi que vivía en Minas, dijo que nuestro Píwish era encanto, que mejor lo soltáramos, y lo dejáramos ir antes que fuese a ocurrir algo, porque desde arriba del cerro donde ella vivía, lo había visto varias veces en noches de luna brincotear atrás del corralito de nuestra casa, convertido en un torito de oro que brillaba desparramando luz, y que cruzando chacras corría a zambullirse en ese feo punle que había pasando La Tranca, y del que decían que era mala parte, porque de allí salía de vez en cuando el arco iris.

Pero nosotros nunca le hicimos caso, sabien-do lo envidioso que era su hermano, que estaría preocupado seguro, pensando que con el tiempo mi taita llegaría a tener como él su yunta, y que entonces ya no sería el único proporcionado en el pueblo.

Abrazado al cuello de mi toro, sintiendo su cuerpo caliente, cuando echado junto a los chi-clayos comía su pastito, yo le contaba todo lo que de él hablaban, no sólo doña Eusebia, sino tam-bién otra gente. Y el Píwish, que asina le pusimos su nombre por tener el color de esos pajaritos que cantan en las chacras, ¡píwish! ¡píwish!, parecía atenderme como cristiano que fuera.

Y ahora que lo estábamos viendo perderse tras el último cerro, yéndose a morir en algún camal de la costa, comprendimos que ya nunca más lo volveríamos a ver. Que en adelante tendríamos que poner duro nuestro corazón, para no hacerlo desgraciado con nuestro llanto, para que su espí-ritu no vagara perdido por los cerros.

Pasarían tres años seguramente, porque tres veces cosechamos papas, y mi taita decía que las papas daban al año. Un día, cómo nomás será, se le ocurrió decirnos a mi mamita y a mí, que nos alistáramos, para ir dizque a la fiesta de Sihuas, a la celebración de la mamita Virgen de las Nie-ves. Se nos hizo raro oírle hablar así, a él que

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no le gustaban las fiestas y que siempre andaba diciendo que eso se había hecho sólo para los haraganes y togados. Pero después nos entera-mos que no sería a gustarnos ni a gozar a lo que iríamos, sino a vender los sombreros que durante meses estuvo confeccionando los días que no iba a la chacra.

Y verdad, pues, una madrugada salimos del pue-blo llevando nuestros sombreros en los burros. Como al mediodía llegamos en medio de ave-llanas y bombardas. Las pachacas de todos los caseríos hacían competencia bailando por las calles. Trompeaderas también había por todos lados.

A la entradita nomás del pueblo, pusimos nuestro negocio. Las gentes que iban llegando de las estancias, lo primerito que hacían antes de poner sus pies en la plaza, era comprar som-breros nuevos. Así poco a poco fueron saliendo, hasta que llegaron los músicos de la banda de Saura y nos los compraron todos.

Alegre mi taita, ahora sí, dijo, nos quedare-mos hasta la corrida de toros, y mi mamita y yo, sintiendo que nuestro corazón bailaba de alegría en nuestro dentro, nos pusimos a pensar en cómo sería esa corrida, donde decían que había toreros de la costa, con luces en sus trajes. Nosotros que en nuestras fiestas sólo habíamos visto torear al

Jisho y al cojo Domingo, abriríamos bien los ojos para ver cómo era un torero de a verdad.

Al otro día sacaron en andas a Mama Nieves, des-pués que ella misma, según dijeron, bajó dizque de su altar. Ahí fue que la conocimos. Igualita a sus hermanas: Mama Ñati, del Purhuay; Santa Clara y la Virgen del Marañón. Mi taita también, que se hallaba mareadito, quiso cargar el anda; pero no lo dejaron. «Eso es sólo para los sihua-sinos —le dijeron estos, pretenciosos—, no para los estancieros». Y él, tan coleroso que era, para no quedar en ridículo ante nuestros paisanos que estaban presentes, remangándose el sombrero, se salió de la procesión, diciendo:

—¡No importa, nuestro San Pedro es más mila-groso!

Y se fue a seguir tomando en la tiendita donde estuvo temprano, mientras los shihuancos se quedaban hablando amargos.

Llenecita estaba la plaza esa tarde de la corrida. Todas las calles que ahí desembocaban habían sido cerradas con barreras de eucaliptos, detrás de las cuales nos hallábamos los de los case-ríos y estancias, apiñaditos. Los del pueblo no queriendo mezclarse con nosotros, se hallaban amontonados alrededor del Consejo, mientras los más decentes, los hacendados o sus familias, bien

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sentados en sus sillas, miraban desde los balco-nes de sus casas altas, de dos pisos.

Empezó el desfile de las autoridades, acom-pañadas por la banda. Desde los balcones las togadas les echaban flores. Ahí fue que salieron a desfilar también los toreros, ¡achallau!, lindo brillaban de veras sus ropas y andaban prosistas, saludando con su gorra levantada al público que con ganas los aplaudían.

Salió primero un torito de la hacienda Maray-bamba, que más fue lo que se pasó corretean-do por la plaza que los toreros se afanaran en torearlo; sólo una o dos suertecitas le sacaron. Después salió otro, un barroso más bravo de la hacienda Urcón, que les dio harto trabajo y susto a los toreadores. Hasta que después, cuando lo volvían al borroso, hubo alboroto en la reja por donde entraban los animales a la plaza: un toro tamañazo, color de la candela, tumbando la reja y, atropellándolos a los vaqueros, saltó a la plaza y se plantó en medio, donde se puso a rascar la tierra levantando polvo con sus pezuñas, mien-tras bramaba con qué rabia, babeando todavía, mirando a los balcones donde estaban los toga-dos. Ahí fue que lo reconocimos:

—¡El Píwish!Ni bien oyó pronunciar su nombre, pegó la

carrera por un lugar donde la barrera estaba más

baja y, saltando entre la gente que acababa de desparramarse gritando, como un viento lo vimos irse de subida, sorteando casas, cruzando huertas, saltando pircas, entre el alboroto de los perros.

—¡Píwish! ¡Píwish! —corría yo, por su tras, gritando, llamándolo.

Hasta que se acabó mi aliento y me senté ahí en la calle a llorar, viéndolos tirados, muertos, a los perros que habían salido a ladrarlo.

Asustados llegaron mis taitas, tras por tras.—¿Lo has visto bien, hija?, ¿el Píwish era?Sí, decía nomás yo, moviendo mi cabeza, sin

apartar mis manos de mi cara; mientras me pare-cía estarlo oyendo apenitas sus bramidos, como llamándome a la distancia.

Cuando mis taitas se fueron a preguntar a los vaqueros de la Virgen; estos, todo intrigados, decían que no lo habían visto venir entropado entre los animales que bajaron de la puna, y que por el número los chúcaros estaban com-pletos; que más bien al amanecer, cuando lo vieron entropado con el resto en el corralón del Concejo, pensaron que algún hacendado lo había hecho traer desde sus invernes para toro de muerte, por lo tremendazo que era; pero no, los mismos hacendados estaban preguntando ahora por su dueño, sin que nadie dijera que fuera suyo.

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Cuando nos volvimos de nuevo a nuestro pueblo, yo no dejaba de pensar en el Píwish, lloraba y lloraba sin que pudieran consolarme mis taitas. En las noches empecé también a soñarlo seguido seguido: dejando de remover con el asta y los cascos la tierra de los alrededores de una laguna, yo escuchaba clarito que el Píwish me hablaba con voz de cristiano:

—Soy el Amaru, removiendo los cimientos de esta laguna estoy. Para que se lo tape a Sihuas, ese pueblo de pretenciosos donde tienen sus casas los hacendados. Después que eso ocurra, voy a bajar a tu pueblo para irnos a otro lugar.

Una noche asomó bramando, cuando las quebra-ditas que pasaban por ambos lados del pueblo tronaban arrastrando piedras en medio de la mangada. En la mañanita oí decir que un alu-vión había arrasado el pueblo de Sihuas, y desde entonces yo esperaba su llegada.

Aprovechando que mis taitas dormían ron-cando todavía en su cama de pellejos, bonito nomás yo me levanté, mientras el Píwish, impa-ciente, me esperaba ahí afuerita orejeando.

Ahora el Píwish y yo vivimos en el fondo de una laguna que está encima de un pueblo de la Cor-dillera Blanca. Sólo a veces salimos en el día a reparar afuera, cuidando que no haya gente por

los alrededores. Entonces es cuando gustándo-nos estamos de los animales que vienen a tomar agua a la laguna o viendo volar a los lics-lics, las wachwas o las pariwanas, mientras el viento silba en los pajonales.

—Píwish —le digo acordándome de esa vez que se lo llevaron de mi pueblo—, ¿cómo fue que te libraste del sacador y sus ayudantes cuando te llevaban a los camales de la costa?

Abre su boca, como riendo, y me dice:—Los desbarranqué a todos en el Cañón del

Ayahuarco.Agarrándolo de su cadena de oro, de noche,

en plena luna, salimos a pasear por los campos, y a veces no puedo sujetarlo cuando, haciéndose soltar, se va corriendo hacia abajo, a los pas-tizales, donde las vacas lo esperan con la cola levantada.

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En el cañón del Ayahuarco

Cuando alguien se duerme con harta sed, su cabeza dizque a la medianoche se desprende de su cuerpo y vuela buscando agua,

gritando: ¡kekeq! ¡kekeq! ¡kekeq!

A pucha esa sed que me atormentaba esa vez que bajaba yo a Huaylillas arreando mis

burros cargados de mote, papas, habas, para cambiar por coca en Ucramarca. Rendido como estaba llegué hasta una cueva y rápido rápido tendí mis costalitos para dormir.

Ahí fue, hijo, que cuando Rumaldo Matos dormía, llegó haciendo sonar, ¡shin!, ¡shin!, las espuelas de sus botas el terrible nakak, el pis-htako del temple, a quien varios arrieros decían haberlo visto pasearse agarrado su alfanje entre los naranjos y chirimoyos. Se reiría viéndolo al pobre hombre dormido ahí todo inocente, y de un tajo le volaría la cabeza: ya tenía de donde sacar untu o grasa para vender en las minas de la Paccha y Parcoy.

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Me acuerdo que mi cabeza, dando saltos, empezó a rodar por una ladera llena de shishu y cortaderas, ¡tac pum! ¡tac pum! ¡tac pum! sonan-do. La sed que me atormentaba era para morirse. Me enredé en una chonta, pero logré zafarme felizmente. ¡A pucha! haciendo un esfuerzo me di cuenta de que podía elevarme y mantenerme en el aire. ¡Achallau!, bonito era volar… Endere-zando enderezando logré enfilar derecho hacia la encañada, donde encontré, menos mal, un poco de agua, que aunque formaba fango, qué impor-ta, así barro y todo me la tomé hasta hartarme. Luego de eso, hoy sí, dije, voy rápido nomás por mi cuerpo. Así diciendo me elevé de nuevo por los aires en la que me entró ganas de gritar, ¡Kekeq! ¡kekeq! ¡kekeq!, mientras me desviaba un poco de la ladera por donde bajé, y tuve que subir más allá por la vuelta a fin de no enredarme de nuevo en las chontas. Arriba la luna alumbraba, ¡achic!, paseándose como una pasñacha vestida de blanco, haciéndome ver más allá un camino por donde avanzaban dos personas, a piecito nomás, cargaditos sus quipes… Iba a pasarme de largo hacia arriba, cuando en eso lo veo que uno de ellos me señala y que después ambos se persignan vueltas y vueltas, deteniéndose. Eso me dio cólera. Qué pues, yo soy demonio o qué para que así tanto ya se santigüen diciendo, me fui derechito sin otra intención que darles sólo

un susto, gritando como otras veces, ¡Kekeq! ¡kekeq! ¡kekeq!

¡Achachay, Filli! ¡Viene! ¡Viene! Agarra ese palo mientras busco espinas, eso lo espanta.

Tírale con piedra, mejor, o si no con tu llanque del pie izquierdo; eso dizque les hace caer.

¡Vaya! Es Fidencio Taulli con doña Cutilde, su mujer. Ya se fregaron, caracho, sobre todo el viejo que me tiene amenazado porque tengo relaciones con su hija, la Agustina Taulli, con marido y dos hijos: Lo voy avisar al Medardo, mi yerno, qué te has creído sinvergüenza, me ha dicho el otro día intentando garrotearme después de haberla dejado a su hija verde verde con los golpes; pero ahora se ha fregado, caracho, no sabe el susto que le voy a dar metiéndome entre sus piernas, aprovechando que la vieja buscando está por gusto tankar quishka, esa mata de espi-nas en la que hacen enredarse dizque al kekeq…Y ahí voy de frente a atacarlo al viejo, pero… ¡ay!, ¿qué?… me alcanzó el maldesao con su llanque, y estoy cayendo.

El kekeq dizque cayó de nariz, hijo, al lado de los dos viejos, todo tonteado, sin poder alzarse de nuevo; entonces don Filli, levantando una tremenda piedra que estaba botada ahí al lado del camino, se acercó a darle con eso.

¡No me mates, Fidencio!, no me tires con esa piedra, ¡volveré a mi cuerpo sin hacerles daño!

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El kekeq o uma pawan (cabeza voladora), como también les dicen, dizque suplicaba, hijo, al verlo que el hombre se disponía a arrojarle la piedra. En vano fue su súplica, el otro le arrojó nomás. Por suerte no le cayó, haciendo un esfuerzo se había ladeado un poquito y el golpe sólo lo hizo estremecer el suelo. Corrien-do fue don Filli a alzar de nuevo la piedra; pero fue su mujer, doña Cutilde, quien lo atajó entonces.

¡Déjalo, Filli!, ¡no lo mates! puede ser mala-güero. Señálalo más bien su frente con esta pie-dra filuda para reconocerlo mañana; tiene que ser alguien del pueblo, aunque su cara está de tierra, su voz parece conocida.

Pero el viejo maldesao no pudo señalarme, porque ahí nomás, ¡pharr! ¡pharr!, logré incorpo-rarme y alzar el vuelo sobre sus cabezas.

¡No importa, Filli! Mañana en su cuello de alguien veremos la marca roja que queda señalao al unirse la cabeza con el cuerpo; ahí lo recono-ceremos.

Todo adolorido, latiéndome los sentidos, vola-ba yo hacia la cueva donde quedó mi cuerpo, pensando en la venganza cuando volviera a ser Rumaldo Matos… Lejos, sobre el abismo, pasaron unos chushacs, esas aves nocturnas que, según dicen, a veces acompañan a los kekeqs; pero menos mal a mí no se me acercaron.

La cabeza voladora se asustó, hijo, al llegar a la cueva y encontrar su cuerpo al fondo, colga-do de unos ganchos, derritiéndose gota a gota, sobre una paila de cobre, por el calor de unas ceras encendidas. Asustado malamente, gritando ¡kekeq! ¡kekeq! ¡kekeq! dicen que salió.

¿Qué cosa?, ¿qué es eso?, dije oyendo algo como graznidos que salían de la cueva cuando regresaba de lavar mi alfanje y las manchas de sangre que habían chispeado a mi ropa. En eso lo veo que se viene volando hacia mí el aya uma, la cabeza del muerto, que yo pensaba tirada por ahí y de la que me ocuparía más tarde todavía enterrándola con los demás restos que no me ser-vían. Pero al verla que se venía derechito hacia mí, castigo del Orko, el dios cerro, seguramente diciendo me lancé a la carrera por esa bajada sin tener en cuenta que por ahí cerca estaba el precipicio. El kekeq se hallaba ya casi en mi encima y yo sin poder detenerme, ¡Ayyyy!, di un grito cayendo al vacío…, pero no llegué al fondo, porque a media pendiente nomás, en una peña saliente, quedé colgado con mi pierna atracada en un grieta y el resto de mi cuerpo flotando en el aire, sin poder ni cómo soltarme… De todo esto hace ya mucho tiempo, y aquí mismo sigo. La gente que pasa por abajo, por el caminito del fondo, cruzando la quebrada, ha puesto su nom-bre a este lugar: el Cañón del Ayahuarco, o del

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muerto colgado, y dicen también que peno. Eso dirán seguro, oyendo el grito que lanzó algunas noches cuando al abrir mis ojos lo veo pasar de un de repente, cerca o lejos, al kekeq, que al oírme, asustándose también, ¡tac pum! ¡tac pum! ¡tac pum! escapa sonando…

Estás triste, lloras, y no sabes que a cambio

de tu pobre cuerpo te darán la vida eterna

Aquí nomás pues estamos, cholo, sentaditos en el poyo de tu casa, bien envueltos con

nuestros ponchos, rogando por tu descanso.Una semana ya. De día las mujeres, de noche

los hombres, nos hallamos acompañando.Ahora ellas duermen.Nosotros también, rendidos del trabajo en la

chacra, por ratos cabeceamos.Hace un rato nomás, despertándose, alguien

ha dicho:—¡Miren! ¡Miren! ¡Ahí va el Shanti!Todo tonteaos, abriendo nuestros ojos, te

hemos visto de veras montado en una bestia bien jateada, cabalgando medio en el aire nomás, con poncho blanco y sombrero, todo prosista, iguali-to como cuando alquilabas caballo de los propor-cionaos para tomar parte en la corrida de cintas

Los dos santiagos

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de las fiestas de taita Santiago. ¡Ah, caray, hom!, hemos dicho, masque mírenlo pues su gracia a este cholo: nosotros aquí cuidándolo, de frío, todo encogidos, y él paseándose, tirando prosa; habrase visto. Ah, pucha, recoger sus pasos en buena bestia; eso sí que es un lujo. Diciendo asina, medio hemos querido reírnos; cuando en eso, clarito, a la luz de la luna, lo hemos visto a taita Santiago, montando en su caballo blanco, con aperos que relumbran todavía, salir de entre los eucaliptos de la quebrada y emparejarse con-tigo, Shanti, para acompañarte seguro en tu viaje a la otra vida. Qué suerte la de este cholo, hemos dicho, hasta el taita se ofrece acompañarlo, y él, véanlo pues, haciéndose aquí el de rogar; no tendrá su juicio este taimado, hom…

Dejándonos de bromas, Shanti, ya es hora que acabes de morirte; tienes que resignarte, cholo.

—Mamita, ¿ya duermes?, masque chaparas por está hendijita: dos caballeros montados en sus bestias están yéndose por allacito.

—Sí, hijito, ya sé oyendo estoy a los acompañantes que parlan en el corredor cerca de tu taita. ¡Achachay!, no mires; puede ser malo. Uno de ellos dizque es pues tu taita y el otro el patrón Santiago. Vaya, este se habrá acordado seguro que el Shanti, tu padre, se trompeaba todavía

en las fiestas, sacando cara por él, cuando borrachos los de otros pueblos alegaban que sus santos o sus vírgenes eran más milagrosos.

Ahora tus ojos están abiertos, Shanti, y estás con-versando; pero no con nosotros, sino con alguien a quien no vemos. Por lo que dices, nos damos cuenta que a quien te diriges es a tu hermano Miguel, el pobre finadito que hace tantos años ya se acabó en Cóndor Cerro, esa vez que reven-taron los calambucos cuando abrían carretera, y en donde murieron tantos «enganchados», des-pedazados malamente. Allau, pobre Miguicho, a hacerte compañía en tu viaje a la otra vida habrá venido seguro, sin saber que tú estás bien prote-gido por el mismo Taita. Pero será bueno que no le hagas esperar demasiado, aburriéndose podría dejarte. Ya doña Filomena también te perdonó de lo que le faltaste cuando te gritó esa vez que en su ausencia te lo habías cortado su eucalipto de detrás de su casa. Quién sabe por esa deuda que tiene con ella no podrá morir diciendo fue que la hicimos venir. Tu compadre Elaco también, que andaba corrido corrido nomás de ti, desde esa vez que hallándose bien mareado había aprove-chado para darte una pateadura por meterte con su querida, ya ayer en la tarde te pidió disculpas, y tú, de buen grado, le disculpaste. ¿Ves?, ya todo

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está en paz ahora. Todos los del pueblo hemos aportado también para el huañuy ayni, la ayudi-ta de los comuneros para los que sufren atraso. Algunos le hemos alcanzado a tu mujer comidita en crudo; otros, cocinada, para que dé de comer a los que vienen a verte en el día, y trago para los huallquis que han de acompañarte de noche. Velitas también hemos dado, tantas ya, hasta nuestros últimos cabitos, para cumplir con nues-tra costumbre de no dejar jamás en la oscuridad o en la penumbra a un moribundo; porque si no, Shanti, el shapirote, el maligno, puede llevárselo tu espíritu.

La pobre Imicha también, tu mujer y tu cho-lito, resignados ya, viendo que no hay salvación para ti, según les ha hecho ver el laika, el brujo curandero, lo han suplicado a este para que vaya a verlo de una vez al ayudante de la muerte, al Despenador que vive arriba en la gruta de Huam-pucallán, en ese sitio solitario por donde sólo los zorros andan, a fin de que venga mañana al mediodía a ayudarte a morir, Shanti, hom, por si siguieras resistiéndote. Llevando una botella de aguardiente, una chuspita de coca, alimentos y una llacolla negra, esa manta de bayeta que es luto, se ha ido el laika a dejarlo ahí como pago u ofrenda. Un retazo de esa misma tela mañana tempranito vamos a colgar aquí en la puerta de tu casa, para que asomándose el verdugo por la

única callecita, sepa que aquí mismo es donde hay un cristiano aguardándolo, esperando sus servicios.

—Mamita, tengo miedo verlo asomarse mañana al Despenador. Una vez ya lo he visto en la plaza de Huancarrumi, cuando los wambras tuvimos que echar flores a esos tres moribundos que los trajeron en kirma desde Aliso, antes que ese hombre, que es la misma muerte, los despenara. Su cara comida por la uta, su nariz por desaparecerse ya, su cabeza también como una choza, llena de liendres, y su cuerpo medio corcovado apoyado en esa horque-ta que lo ayuda a afirmarse en su cojera, harto miedo me da, mamita.

—A todos nos da miedo, hijo. De veras, es la misma muerte que se asoma. Hasta los perros enmudecen viéndolo; pero él es el único que puede darle su descanso a tu taita.

Apenas el Despenador asome por la lomita de Llamacunca, Shanti, por donde debe venir, todos nos esconderemos para que el pueblo quede en silencio y él partiendo piedras con sus rodi-llas, avance decidido a cumplir con su trabajo. Llegando a la choza se sentará en este mismo

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poyo donde varios estamos descansando, tomará algunos tragos de aguardiente, picchará su coca hasta que se haga ya tardecito o hasta la noche quién sabe, y de ahí sí entrará en tu cuarto, mien-tras nosotros rodeamos la casa, entre las agudas voces de las mujeres tocadas de llacollas negras, entonando el canto de la Muerte Piadosa.

El Despenador, adentro, te preguntará, Shanti, si de veras no puedes morir y si estás todavía en tu conocimiento. Le dirás, cholo, que es cierto, que no puedes. Que te ayude. Y ahí verás, hom, cómo después de rociar tu cuerpo con esencias que sólo él sabe de qué son, se pondrá a beber en la tapa del cráneo de un niño, quizá aguardiente, quizá la esencia misma, brindando dizque por la gloria de estar vivos. Seguidamente, cholo, arro-jándote una venda negra sobre los ojos, brincará sobre tu cuerpo, y metiéndote la punta de su poncho en la boca, mientras que con su enorme rodilla te aplasta haciéndolo saltar tu corazón, quebrando tus costillas, te librará por fin de tanto sufrimiento, Samacuy, cristiano, diciéndo-te, descansa en paz.

—¿Oyes, mamita?, de nuevo se escucha el tropel.

—Son ellos mismos, hijo, los estoy conociendo por el trote del Frontino, ese caballazo de don Telésforo Vergaray que a

tu taita mucho le gustaba montarlo y que murió atrás en nuestro corral, ahorcándose con su propia soga, una noche que nos encargó su dueño.

—¿Qué andarán haciendo que no se van?

—Recogiendo sus pasos estará tu taita, hijo, despidiéndose también del pueblo seguro. Pero… escucha… ahora sí parece que de veras se alejan al galope, los oigo como irse entre el viento que silba alboro-tando los eucaliptos.

¡Shanti, hom!, ahora sí el taita va apurado, y estamos viendo que tú medio te retrasas, que-riéndote volver capaz. No, pues, cholo, cómo; el patrón puede enfadarse si se da cuenta de que no quieres ir. Ya sabes cómo es él cuando se enfada: en plena lluvia cabalga entre las nubes y con su espada hace que revienten truenos y salten rayos, produciendo desgracias a veces. Si lo desobede-ces nos castigará de repente con aguaceros segui-ditos que malograrán las sementeras, como ese año que se enojó porque le hicimos una fiestecita de mala muerte, ¿recuerdas?… No, pues, Shan-ti, hom, esa maldad no nos hagas. Date cuenta que para ti puede ser peor todavía, si al Taita, de cólera por lo retobao que eres, se le ocurre abandonarte en un sitio feo: una encañada, un

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desfiladero, donde el maligno vaya a cargarte. No, hombre, ni hablar, ahí sí ni con cien misas podríamos librarte.

—Otra vez el ruido de los cascos, mamita, pero de uno solo nomás ya; algo se habrá olvidado mi taita por eso vuelve.

—No, hijo, el tropel no viene, va; es Miguel que se aleja.

¿Ves, Shanti?, tu mujer acaba de decirnos que Miguel también ya partió; pero no hacia arriba por donde van ustedes, sino de bajada por el camino del río. Amargo se estará yendo el pobre, renegando lo terco que eres.

Arriba, en el alto de Chullín, vemos que te has plantado, y que estás ahí sin hacer caso a las señas que con el sombrero en la mano te hace el Taita.

Está visto que por nada quieres irte, y en esto ni tu mujer siquiera te da la razón, Shanti. Poquito falta para que el Taita se enoje y te dé tu castigo. Vaya terco que eres, hom. Ahora esperar a que amanezca y llegue recién al mediodía el Despenador, sería arriesgarse a que taita Santia-go nos castigue a todos, como que es el mismo katekilla según dicen, el dios que con su divina waraka causaba truenos y relámpagos. Esto no lo habíamos pensado, hom; por eso acabamos de

acordar que mejor entre todos, dándonos valor, vamos a agarrar la llacolla negra y tapando tu nariz, tu boca, te vamos a quitar el aire, y cuando mañana asome el ayudante de la muerte, le dire-mos que buenamente te quisiste ir y ya no tuviste paciencia de esperarlo.

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Tuerto enamorao

Ahí va el Miguel Ichpas, masque lo miraran. Tuerto animal, véanlo pues su traza. Enamorao

dizque teniendo tantos hijos. Padrillo carajo. A las pobres viudas las hace faltar todavía y hasta con las mujeres casadas dicen que se mete.

Si pudieran ver desde esta lomita, ahora que ya está oscureciendo, lo verían bien montado en su macho, echado atrás su sombrero, envuelto el cuello con su chalina.

Ya está entrando en la quebrada, con poca agua estos días, que baja cantando, atorándose con las piedras. Y mañana, mañana, luego de ver a su querida, a arrear esa punta de reses desde la puna, bajar después a Sihuas y enrumbar ense-guida a la costa.

¿Un bulto de persona creo que avanza subien-do la cuesta de la otra banda?… ¿Quién nomás pues a estas horas, en que ya nadie camina por estos lugares sabiendo que es mala parte?

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Apura su bestia.Mujer parece. Tuerto Miguel mañoso, tendrás

pues que respetarla, ¡qué dizque no!Ya en su tras, como si no hubiera oído el trote,

recién ella se vuelve.—¡Justina!, ¡¿qué haces andando a estas horas?!La mujer del huishto Moshe andando a estas

horas y por estos lugares. ¡Vaya!, justo cuando ibas a verla, ahora que sabes que su marido se halla por Rágash.

—¡Gua!… ¿Miguel serás?—Te pregunto de dónde vienes.Lleva grama para cuy cargada en su lliclla,

¿no ves?Bueno, pues, si así era… subiera a la mula, la

enancaría. ¿De veras no estaba el huishto? De veras. Y al tuerto brillándole el ojo sano, subién-dole la calentura al cuerpo, ahora que ella se abraza a su cintura, mientras la mula, caracho, ¿qué tiene?; se pone mañosa, corcovea.

Al fin un riendazo la hace enfilar derecho, y ya están asomando a la lomita, y el tuerto que ya no ve las horas de tumbarla a la china. Levantándole la pollera, ha puesto su mano en la nalga; pero en vez de hallarla tibiecita, suave, como él quiere, la siente cubierta de vellosidad. Ella, bien prendida atrás, está que ríe como si le hiciera cosquillas. Qué, caracho, ¿esto era pelo o qué? El tuerto voltea a mirar, y de veras es una

pierna llena de pelos como del chivo, y más peor: remata en una pata de gallo… Ese ratito en que él, asustado, no sabe qué hacer, Justina agranda su risa que se hace carcajada y, como jugando, de un jalón lo hace caer al Miguel al suelo, al pie de su mula.

—¡Santo ángel de mi guarda! ¡Jesús! ¿Qué es esto?

Ahora el maligno se le va acercando, dejando de huajayllarse.

—¡A ver, pues, yo soy tu casera, so atrasador!, ¿por qué no te acuestas conmigo?

Sus dientes de purito oro relumbran mientras mueve su boca hablando.

Viéndolo que ya está por empuñarlo, valien-toso el tuerto, mentao como era en los duelos con machete, apuradamente saca su cuchillo para defenderse, y ahora estás que apuñalas por todos lados, yéndote sobre la mula, atrás de la cual está que se escuda el maligno, sin dejar de hacerte zumba:

—¡Tuerto! ¡ji ji ji! ¡Tuerto! ¡ji ji ji! Jugando está con el tuerto hasta cansarlo

seguro, y si él con sus dos ojos mirara, vería que a su mula nomás está que la punza.

¡Ay, caracho!, casi al borde del precipicio están ya, y el tuerto, asustado, sabe por demás que al otro nada le hacen las cuchilladas, y está más bien que lo cerca…

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De un de repente, se oye un grito tan fuerte que los perros que cuidan una majada bien arri-ba, empiezan a ladrar sobresaltados, y ahora don Miguel Rupishto y sus hijos están corriendo por esa bajada, mientras el enemigo oyendo el tropel empieza a retirarse a retirarse… pero…

…No dizque asina como hemos contado fue, sino de otra laya, así como en seguida vamos a referir; masque escuchen oiganes:

Tuerto, carajo. Véanlo pues aquí de nuevo cabalgando… Borracho está yendo a ver a su querida, a su mujer del huishto Moshe. Acaba de pasar la quebrada, y el tuerto destapa una botella de huashco que enterita la traía en su alforja. Ya está de nochito. En eso que está avanzando al trote al trote, ve de pronto a su lado a un hombre que no había visto antes que a piecito nomás, junto junto con su bestia está yendo. ¿Qué cosa? ¿Y de dónde salió este? Parucho seguro era. Ahí estaba ve, su poncho oque y su sombrero de lana, tal como usan los de Parobamba Chico.

—Hola, amigo, ¿adónde bueno?—Aquicito nomás, taita, a la vueltita del cerro.—¿Conoces al Moshe? Por allí vive.—Sí, taita, a su mujer justamente estoy yendo

a verla, a la Justina.El tuerto que ya iba a echar un trago, se queda

con la botella en la mano.

—¿Tú? ¿Y a qué? ¿Se puede saber?Y el paruchito: a dormir con ella, pues, ¡jajay!,

ahora que no estaba su marido.Así diciendo le arrebata de sorpresa la botella

al tuerto y, ¡ploc ploc ploc!, se lo tira el huashco casi hasta la mitad.

El tuerto revienta: —¡Oye, so carajo, ahorita me vas a decir quién

mierda eres!…Y el otro, remedándolo: —¡Oye, so carajo, ahorita me vas a decir quién

mierda eres! —¿Cómo?—¿Cómo?—Ah, conque remedoncito también eras —des-

montando el tuerto, sacando su puñal de la alforja.Y el paruchito: —Ah, con que remedoncito también eras.El puñal del tuerto relumbra bajo la luna que

acaba de salir tras los cerros, mientras el paru-chito acaba de quitarse el poncho y el sombrero, quedándose en camisita de tocuyo y pantalón de bayeta: con que pelea querías, ¿no?… A ver, pues, dizque le entraras, tuerto, haciendo sus puñetes, bien cuadrado.

—¿Pelea? ¡Voy a matarte!Vamos, le entraras, hom, sin hablar mucho

nomás. Un cuchillazo. ¡Jayayllas!, nada, mal cál-culo, hom. Otro cuchillazo, tampoco…

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El tuerto está que bota chispas por su único ojo. Nunca nadie se ha burlado de él, carajo.

El paruchito se escuda ahora tras la mula, sin dejar de reírse, de hacerte zumba: una puñalada, otra, hoy sí le diste; pero él como si nada, riéndo-se nomás, más bien la mula se desangra.

—Vamos, di ¿quién eres? —jadeando el tuerto, su pelo chorreado sobre su frente, empapadito de sudor.

—¿Yo?, ven más acá para decirte, ven.Llamándolo llamándolo con la mano retroce-

de luego de apartarse de la mula. De un brinco el tuerto se pone casi en su delante. Ahora sí se fregó, carajo. No hay dónde se escude… Pero el otro:

—¡Ven! ¡Ven! —sin dejar de retroceder—. ¿Quie-res saber quién soy?

Y sin esperar respuesta: —Mira mi pie como del huishto Moshe.El tuerto abre bien su único ojo, y en vez

de una pierna huejra como la del Moshe, ve las patas de gallo del enemigo, y que se hallan jun-tito ya al abismo.

—¡Santo ángel de mi guarda!—Ah, so guapito, ¿no? —el shapingo da un

salto y es el tuerto quien está ahora al filito mismo del precipicio—. Con que ahora sí llamas al ángel de tu guarda, tú el atrasador de inocen-tes maridos…

Así diciendo se va acercando más y más al tuerto que, espantado por demás, sigue retroce-diendo. De pronto, se oye un grito que raja el silencio, haciendo que se alboroten los perros de don Miguel Rupishto que está arriba en su majada con sus hijos con los que está bajando a la carrera… Pero…

…Asina tampoco dizque había sido, sino como recién vamos a contar.

Otra vuelta el tuerto enamorao, carajo, avan-zando por el camino de la quebrada, pero no montado, sino llevando a su macho por el bozal, ahora que van a cruzar la quebrada, que está medio cargada de lo que llovió en la mañana… Acaban de atravesarla, y ya están subiendo la cuestita del otro lado. En eso, un zorrillo, saliendo de un de repente de entre el roquerío, se viene de frente a embestirlo al tuerto, hacien-do respingar a la mula. Amargo el tuerto, palo, piedra, dónde hay carajo… Toma toma animal de mierda, con shinguá por el hocico. Pero nada, el animal sigue atacando, en tanto la mula está que da vueltas asustada. Por ratitos retrocede el añás cada que el tuerto le asesta un golpe… y mientras busca una kurpa, con el que mueren dizque, un chorro de orín le dispara a su pobre ojito sano, y el tuerto con ganas de pegar un grito, se defiende a patadas, enceguecido… y después, tanteando

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tanteando encuentra por fin el terrón, y hoy sí te fregaste animal de mierda, abre su ojo buscando apuntarlo; pero en eso se da cuenta que no es el añás el que está esperándolo para soltarle otro chorro, sino un caballero elegante que más bien parado está que lo mira burloso. Ah, so guapito, ¿no?, con los animalitos indefensos te metías y con las mujeres mañosas, pues ahora te has fregado, caracho, te la vas a ver con un hombre. Al ver que el otro se le está viniendo de frente a atacarlo, el tuerto lo único que hace es sacar su puñal y enfrentarse. Su cabeza se llena de preguntas: ¿de dónde salió?, ¿escondido estaría detrás de las rocas?, ¿pishtaco sería?, ¿el huishto lo habría mandado?, y ¿el añás?, ¿él mismo era el añás?… El hombre hace quites a las puñaladas del tuerto, aun cuando él clarito ve que lo punza, pero no ha de ser, porque aquel está como con mal de risa y no deja de hacerle zumba:

—¡Tuerto, ji ji ji! ¡Tuerto, ji ji ji!Ya estaban al borde del precipicio, y el hom-

bre, que retrocedía, da un raro salto y aparece pronto detrás del tuerto, que está ya al filito mismo; y es ahí cuando este al voltear se fija en las patas de gallo del enemigo, coloreando a la luz de la luna. Da un paso más para atrás, en tanto pronuncia el nombre del santo ángel de su guarda, y es un grito el que se oye remedado por los cerros… Y es cuando Miguel Rupishto corre

esa bajada con sus hijos y sus perros… Pero… asina tampoco de repente fue…

…La verdad la verdad es que no sabemos bien cómo sería, lo único que podemos atestiguar, oiganes, es que al otro día, los que iban a la puna a dar sal a sus animales, se encontraron con don Miguel Rupishto que les dijo que al tuerto Miguel, su tocayo, lo habían hallado al fondo del barran-co sin ojos y sin lengua, con un huequito en la cabeza como si le hubieran sorbido los sesos, y si querían ver a su mula, todavía correteaba como alocada por la quebrada con el cuerpo tasajeado, y que la alforjita que llevaba la recuperaron, lo mismo que el puñal: limpio, sin sangre…

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—Ella era su casera del cura, hija;por eso su castigo sería vagar

en las noches convertida ennina mula, mula de candela…

S ólo su sotana viejita, desteñida, es la única prenda que guardo de vos, don Ramón.

Ah, de veras también, esa plata brillante que dejaste enterrada bajo el naranjo, libras esterli-nas diciendo, y que ahí seguirá tapadita seguro porque para nada la he tocado. Ramón, el que fue cura en Nicrupampa, ahora está en la loma de los eucaliptos bañado por la luna, pegadito su oído a uno de los árboles, oyéndote galopar nina mula. ¿Ella será? ¿Podrá la pobre cruzar las callecitas empedradas del pueblo sin que la vean y la marquen? Preocupado se aleja un ratito del árbol, mientras el viento chicotea feo su ralo pelo de tonsurado, haciéndolo alborotar como a los tallitos de ichu recién cortado. ¿Viniendo estará? Ojalá nomás no la detenga alguna tije-ra abierta sobre el camino. Ya estaban en luna

Amor bajo el naranjo

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nueva, ya debía venir. Pero ahora sí, piensa él, mirando calmoso la soledad de los campos, ahora sí debe venirse para siempre a estar a mi lado. ¿Relinchando y botando candela por las narices estaría avanzando? Y mientras observa que una fila de ánimas en pena blanquea en la cuesta del frente subiendo la montaña, se pone hacer recordación: Ah, de veras, pues, él no podía dormir entonces en la casa cural del templo de Nicrupampa. Para acá, para allá, se volteaba, sin poder agarrar nadita el sueño. A ratos se sentaba al borde de la cama, o se pasea-ba por el cuarto, oyéndola galopar alrededor de la casa. Su huallqui, el niño que lo acompañaba, también se despertaba a cada rato o dormía a sobresaltos. ¿Oyes?, le decía, y el wambracha se quedaba orejeando, creyendo seguro que era caballo u otro animal, menos el espíritu de ella convertida en mula, viniendo a sacarlo al taita para que la cabalgara, aunque a veces no podía llevarse sobre sus ancas su espíritu, como esa vez en que daba vueltas nomás como alocada, y eso seguro porque el almita inocente del huall-qui se lo impedía…Sácanos de dudas, don Ramón: ¿no estaba bende-cida tu sotana?, ¿cómo nomás es pues que puedo traerla sobre mi lomo de candela? Ah, taita cura, no sabes cuánto te he llorado, papay, desde que te alejaste de Nicrupampa y más todavía cuando

supe que habías muerto en ese sitio silencioso, en esa fea hoyada sembrada de eucaliptos donde hiciste tu capillita para dar rezo a los peregrinos. Te digo pues de una vez, taita, que desde que te fuiste de mi lado, yo iba siempre siempre al huerto de la cofradía a llorar tu recuerdo bajo el naranjo, sabiendo que al pie estaba el entierro que para mí dejaste. Sí, Ramón, ya tu amada te está oliscando en el viento que sube de la que-brada. Ya voy bajando, taita, relinchando por estas laderas, sacándole chispas a las piedras con mis cascos, convertida hoy sí para siempre en nina mula. Antes, recordarás seguro, después que la cabalgabas, despertabas al otro día en tu cama maltratado totalmente, y más ella: con su boca señalada como marca de bozal y sus pechos heridos como con espuelas.

Con su sotana que no deja de flamear al viento, Ramón está de pie en la loma de los eucaliptos, allí donde quedan todavía rastros de lo que fue su capìlla y donde está también su sepultura: un nicho fabricado con adobo-nes de los gentiles que los arrieros y algunos viajeros permanentes que pasaban y volvían por ese sitio, habían levantado en agradecimiento por las misas de salud que alguna vez les mandó decir. Antes, los pastores también que vivían atrás de las lomadas, se venían los domingos a escuchar los santos evangelios; pero eso duró sólo hasta

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que alguien trajera la desconfianza, diciendo que su misa sería del diablo, ya que en Nicrupampa estaba la novedad que el hombre había escapa-do cuando Herminia Ccorahua la cogieron en su forma de nina mula, y que ella declaró que a veces él o a veces el mismo supay la cabalgaban. Eso había ocurrido cuando una noche varias personas armándose de valor, habían decidido atrapar a la mula de candela en momentos que galopaba por las callecitas del pueblo. Aventándole una tijera abierta, hicieron que el espíritu que la montaba desapareciera y quedara sólo ella ahí, calapacha, tiritando. Cubriéndola con un poncho la habían llevado a su casa para hacerla hablar después a golpes. Ahí fue que dejaste esas libras esterlinas debajo del naranjo y huiste, Ramón, cuando ya los prójimos enfurecidos, armados de garrotes y piedras, aproximándose estaban a la casa cural. Y te estableciste pues en esta capilla que con tus propias manos construiste, para morirte al poco tiempo nomás de tristeza y soledad seguro, porque ya nadie acudía a escucharte y se alejaban más bien, haciéndose la señal de la cruz.

El cielo está ahora lleno de estrellas. ¡Chipak!, alumbra la luna con fuerza las faldas de la cordi-llera, y él acaba de oír clarito el relincho de ella, atrasito nomás del último recodo. Corre y corre, hasta que por fin, ¡vaya!, casi resbalándose en la greda, con la luna que hace blanquear su alta

grupa, aparece ella ante mis ojos. Saliéndoseles el corazón de alegría, ahora ya están, estamos, el uno frente al otro. La mula se detiene resoplando, botando fuego y humo por las inflamadas nari-ces, los ojos brillosos. Él abraza su cuello sudoro-so, palpitante, en momentos en que, ¡hay taitito!, vaciándose parece estar el aire de toda la tierra y un silencio espectral se escucha en los oídos. La luna, avergonzada, esconde su ojo tras una punta rocosa de la cordillera, quedándose medio tuerta la pobre. Y ahora ella ya no es la mula enorme, lustrosa, que hace un momentito llegara, sino la buenamoza china Herminia Ccorahua de las afueras de Nicrupampa, que una tarde lo dejara medio bizco al cura Ramón, con sus senos para-ditos como dos palomas con el pico levantado y su larga cabellera desparramada como paccha esa vez que la sorprendiera bañándose detrasi-to de las retamas en ese punle del río, cuando regresaba de hacer misa en el pago de Lircay. Desmontando de su bestia, turbado totalmente, le declaró su amor, dejando olvidada su Biblia sobre el pasto.

Muchándome, besándome con ganas me reci-be, al igual que yo abrazándolo estremecida. Así fuertemente apretados, echándonos estamos en su lecho. Y mientras ella jipa en su debajo y él se agita en su encima con sofocación, el lecho se hunde como si una fuerza los jalara desde abajo.

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Asustados los gárgachs y las lechuzas que se hallaba cerca están huyendo a las partes altas. El apareamiento que hacen es fiero, animal, terre-motoso, más que la primera vez en el río quién sabe…

Un alarido acaba de remecer el naranjo de la cofradía de Nicrupampa despertándolos a los que viven en los alrededores del huerto maldito que, asomándose a sus puertas, están viendo una can-dela azulita que arde como flotando nomás en el aire. Hay entierro ahí seguro, dicen, y cierran sus puertas, pensando en que también ese sería el respiradero de los amantes que se queman en el infierno…

V iento nomás soy ahora, Zenaida, haciendo intento de levantarte del suelo donde tú tam-

bién eres sólo mullpo, mujer, polvo desparramao en esta loma que baja al río. Caracho, hom, cómo ha pasado el tiempo, ¿di? Me recuerdo mucha-cho, yéndome a las fiestas después de las cose-chas, afanao tras las chinas, borracho a veces, metiéndome en las trompeaderas en plena paga-pa del Orko o si no arriba en el ayla de Pirucha. ¡Caray, eso sí que era vida, mujer! Lástima nomás que después don Alonso, el patrón, me fregara nombrándome su mayordomo de la hacienda, sólo porque era dizque yo cholo fornido y medio de mal genio. ¡Malhaya, caracho!, con ese cargo el hombre acabó desgraciándome. ¡So, cholo animal!, me decía con sus ojos que llameaban, si me falta un carnero o alguien no me cumple la tarea, lo vas a pagar tú, ¡lo vas a hacer tú!… Así diciendo me alcanzaba un fuete y su carabina,

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y en su propio caballo me mandaba a vigilar a mis hermanos. Y yo tenía que ponerme fuerte ante ellos para que el patrón a mí también no me fregara. Pero ya mis hermanos haciendarunas empezaban a ponerme mala cara y a mirarme con malos ojos, y más peor todo se fregó cuando a uno de ellos, al Shatu, le metí un puntapié en el estómago, matándolo sin querer, sólo porque me salió con el cuento de que el zorro se lo había comido un chivo de la hacienda, cuando resultó que él mismo nomás había sido el atoj; ¿acaso no llegué a encontrarlo el cuero bien metido entre la paja del techo de su choza? Y como los hacienda-runas se alborotaron feo, llevándome su caballo del patrón escapé al temple.

Huido, con los ronderos de la hacienda que me buscaban por todos lados, yo andaba como animal montaraz, para acá y para allá escondido en el monte.

Pero la cosa se agravó más cuando don Teo-docio, el mando de los ronderos, cierto día, cómo nomás será, saliendo de entre unas chilcas, cuan-do me hallaba recogiendo moras en este lado del río que da a los terrenos de la hacienda, lo veo que de un brinco llega hasta a mí y me abraza por delante con todas sus fuerzas, queriéndolo quebrar mis huesos todavía, mientras daba voces como loco, llamando a los demás que estaban por ahí cerca desparramaos buscándome. Con la

desesperación, le pegué un rodillazo haciéndo-lo aflojar un poco y, en seguida, sacando mi puñal le metí una y otra vez por la espalda, qué tal lisura diciendo, hasta hacerlo doblarse y caer después como un tronco, para retorcerse luego tal una culebra ahí en el suelo, antes de quedar frío.

Rasguñándome entre las zarzas y uñegatos, como sea llegué al río y lo crucé entre corriendo y chapoteando, sintiendo que pasaban silban-do sobre mi cabeza las piedras arrojadas con warakas, sin alcanzarme felizmente.

Desde entonces, Zenaida, mi vida fue como la del zorro: sin esperanzas de poder vivir ya entre mis hermanos, ni poder asomarme a las poblacio-nes, donde estaba denunciado ante los cachacos. Rempujado por el hambre, no encontré otra laya de vivir si no era arrancándoles su plata y sus equipajes a los viajantes en los caminos, igualito pues como el atoj que baja de los cerros sólo a hacer daño y después se aleja dejando a su tras sólo sangre y desolación.

Así, de esa manera en que estuve pasando mi vida fue que una vez, a mí, salteador mentao que era, otro más experimentado que yo, intentó volarme el pescuezo con un alfanje.

Bajaba yo de nochito desde la puna a ver a una viuda que me daba campo en las afueras de Hornillos, cuando en eso un presentimiento hizo

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que en la quebrada de Huantallón me bajara y por precaución mojara yo mi poncho de lana en el agua corriente y me lo envolviera después en el pescuezo como bufanda, por si acaso diciendo, pues ya sabía yo que por ahí pishtaban… Y como qué, avanzando cuando estoy en momentos que la luna se elevaba sobre la quebrada, lo veo que de un de repente un brazo se alza de entre unas yerbasantas empuñando algo que la luna lo hace brillar, y antes que yo pudiera hacer nada, un golpe me da en el cuello tumbándome de la bes-tia, pero sin herirme felizmente porque el filo del arma rebotó nomás en el poncho húmedo.

Levantándome ahí mismo como un gato, de un brinco le agarré el brazo armado al hombre cuando está por darme otro golpe saliendo de su escondite. Forcejeamos un poco, hasta que lo hice soltar esa como espada medio curva que tenía y después sí nos abrazamos y tumbamos al suelo, dándonos puñetes, puntapiés o lo que sea, revolcándonos.

Cuando resollando feo resultamos parados con ganas de darnos de nuevo, el nakacho degollador, cómo nomás será, me reconoció y pronunciando alegroso mi nombre vino a abrazarme, ¡Dónde has estado, hom!, diciéndome, ¡Caracho, disculpa, quién iba a saber que eras tú! De espaldas a la luz de la luna como había estado no pude reconocerlo, pero por su voz ahora sí lo identificaba: don Alon-

so nomás era, mi antiguo patrón; ahí estaba catay con su saco viejo y sus barbas también más de la cuenta, como para no reconocerlo fácilmente. Vaya, hom, volvió a hablar sacudiéndose la ropa, tanto tiempo preguntando por ti y ve pues donde vengo a encontrarte. ¿A mí?… ¿y para qué nomás pues?, le dije arrugando las cejas de fea manera, desconfioso, ¿para entregarme a los cachacos quién sabe? Se huajaylló con ganas. No, no, me dijo, para que trabajes conmigo solamente, hom. ¿En la hacienda?, le puse más peor fea cara. No, no, respondió, en la hacienda no, en este trabajo, en que acabas de encontrarme. ¿Pishtando gente?, abrí mis ojos más de la cuenta. ¡Ajá!, sí, pishtan-do; es un buen negocio, te explicaré…

De esa manera fue, Zenaida, como entré yo a trabajar para mi antiguo patrón, don Alonso, en esa ocupación de degollar cristianos. Recién ahí me enteré que él era el que siempre los desapare-cía a los pobres conchucanos que desde la cordi-llera se venían a trabajar en las haciendas de la costa. Ahí supe también que los nakak, pishtakos o kari siris, sólo debíamos matar a los de lejos, a los forasteros, a los desconocidos, nunca a los de ahí mismo o de los alrededores.

Ahí me enteré también, Zenaida, que don Alonso no trabajaba solo, sino en combinación con Félix, el administrador de su hacienda, y Abel y Pedro, sus otros empleados. Fue andando

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con ellos que te conocí, ¿recuerdas?, aquella vez que matamos a tus taitas en Piedra Suerte y a ti te perdonamos la vida, pensando que para cuidar el caserón que teníamos tras la loma, estarías aparente, como que de paso nos preparabas la comida y nos regalabas en las noches tu carne trigueña, apretada, que ya estábamos deseando.

De ese caserón, Zenaida, donde la vida sólo en lágrimas se te iba al comienzo, ahora no quedan sino cimientos donde pelean las lagartijas y se orinan los zorros que hambrientos bajan hacia el río. Te acordarás de esos primeros días seguro: qué manera de llorar, mujer, no había modo de consolarte. Tuvimos todavía que darte con las riendas de nuestras bestias en tu cuerpo calapa-cho para que dejaras de lajpirear y nos tomarás más en cuenta. Te amenazamos también con cor-tarte las piernas si intentabas escaparte, tal como hacían otros nakachos con sus amantes.

Al paso del tiempo, alguna vez viendo llover sonreíste, y poco a poco el rencor de tus ojos se fue apagando. Esas líneas duras en tu rostro que amenazaban señalarte, comenzaron felizmente a suavizarse, Zenaida. Al fin comprenderías seguro que la culpa para que ocurriera lo que ocurrió allá en Piedra Suerte, la tuvieron ellos mismos: tus taitas, sobre todo el viejo, que se puso terco por más que le hicimos entender que sólo queríamos quedarnos contigo y que renun-

ciábamos, no importa, a las cargas de las mulas… Pero nada; como si le habláramos a la peña, y no encontrando otro modo de convencerlos, nos los tuvimos que enfriar simplemente.

Así pues, Zenaida, de esta laya las cosas, hasta que terminaste resignándote y poco a poco acos-tumbrándote con nosotros: eras ya por fin una kukulí mojada por la lluvia.

De esos primeros días te acordarás que nues-tras salidas eran sólo una o dos veces por sema-na, calculando los días que pasaría gente por la altura. Y te acordarás también que a nuestro regreso, generalmente a eso de la medianoche, hacíamos llegar sobre el burro el cuerpo de algún cristiano, sin cabeza, brazos ni piernas, bien metido en un costal, que esa misma noche o al día siguiente le estaríamos sacando el aceite que después el patrón se llevaría para sus molinos o sus minas, o si no lo guardaríamos para venta en las haciendas cañeras de la costa o en los trapi-ches de la selva.

Ese era nuestro trabajo, y como dicen algunos también: ya estábamos metidos hasta el cuello. Yo, sobre todo, porque el patrón con los otros, a pesar que la gente tenía sospecha de ellos, no estaban buscados como yo. Qué iba ya ni a soñar, Zenaida, con volver a la chacrita que antes de nombrarme mayordomo don Alonso cultivaba yo con mis viejos. Ellos también habían muerto ya:

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mi mamita de pena por mí, su único hijo, y mi taita, extrañándola a ella seguro.

Desde alguna loma distante, miraba nomás entristecido los sembríos de ocas, mashuas, kañiwa, los habales en flor, las huertas de los runas detrás de sus chozas donde los pájaros rocoteros alborotaban peleando. Pesaroso, lo único que me quedaba era afilar rabioso mi alfanje en el cuero fijado a uno de los callapos del patio y quedarme después gustando de su filo plateado que relumbraba con la luna, mientras cosquillaba seguro el cuello de algún viajero retrasado por la lluvia o de algún arriero que por Piedra Suerte o la Cueva de los Loros estaría avanzando, encomendándose a todos los santos.

Escondidos entre las retamas junto al camino o tras las peñas, lanzábamos el alfanje con un filo peor que navaja, que seccionaba la cabeza ahí mismo, haciéndola caer, brincoteando a un costado; en tanto el cuerpo, estremecido, chis-gueteaba sangre por todos lados, hasta quedar por fin botadito en el suelo, entre el silencio y asombro de los cielos y jalkas.

Antes de cargar con el cuerpo, hacíamos el pago a los cerros, no fuera ser que el espíritu del Orko nos castigara. Para eso enterrábamos las partes que no nos servían: cabeza, brazos, piernas, echándole coquita y ron, además de polvito de mullu, esa conchita de mar que en las

ofrendas usábamos. Haciendo rezo con todo eso, recién podíamos irnos tranquilos.

Después ya en la casa, Zenaida, no te queja-rás, venía lo mejor: un rico caldo del corazón, riñones o hígado de la víctima, con su ajicito y unos buenos vasos de algún licor fino que no nos faltaba. Nos caía para la mala noche como garúa en pasto seco, y de paso nos servía también para que, una vez consumidas esas partes, el alma del cristiano no nos molestara.

Amanecíamos con la guitarra entonando nues-tros huaynitos, cantando mulizas o yaravíes, y como era ya mi costumbre, después de haber estado muy alegre, acababa entristeciéndome, maldiciendo mi suerte desgraciada de no tener a nadie quien por mí se doliera. Los otros también, aparte de don Alonso que sólo a veces se asoma-ba al caserón, terminaban contagiándose con mi tristeza, a pesar de tener hijos repartidos por acá y por allá en las wallperas de la hacienda.

Sólo tú y nuestros perros eran amonser nues-tra familia. Esos fieles allkos, guardeando día y noche, nos mantenían con sus ladridos al tanto de los extraños que asomaban. Cariñosos eran los pobres animalitos. Como si fueran nuestros hijos, meneando su rabo, nos recibían cuando volvía-mos de nuestras andanzas. En recompensa, noso-tros no nos olvidábamos de alcanzarles siempre, ya que eso les gustaba: su pishco del cristiano,

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mejor dicho su pajarito de los hombres. Toda la noche se afanaban, ¡reguch! ¡reguch!, mascando, sin que pudieran fácilmente trozarlo, porque puro nervio era… Del cuerpo lo que nosotros aprove-chábamos era el untu, ya sea como grasa o para elaborar aceite negro o blanco. El aceite negro, como bien debes acordarte, lo obteníamos frien-do la carne en pailas, después de hacerlo trozo trozo como para chicharrón. Te acordarás que de la casa salía un humito que apenas se veía, pero que no dejaba de preocuparnos pensando que alguien pudiera advertirlo.

El aceite blanco lo obteníamos de otra mane-ra: colgando en ganchos el cuerpo mutilado y exponiéndolo después al solazo para que gota a gota se escurra la grasa. Y si no había sol, sobre una brasa de rescoldo o ceras encendidas lo dejá-bamos derretirse toda la noche…

Después a venderlos, ya sabes dónde. Estába-mos juntando hartito ya. Un poco más y nos lar-garíamos cada uno por nuestro lado, no fuera que nos ocurriera lo que al patrón, don Alonso, que murió de fea manera, según te estarás acordando. Esa vez, el patrón viajó a arreglar un asunto de la compra de una nueva mina allá por la cordillerra de Mishito. En eso que está yendo por un sitio silencioso, le entraría la tentación seguro de pis-htarlo a ese hombrecito que cargado un costalillo abultoso avanzaba lejitos, inocente el pobre.

Apurando su bestia, don Alonso había hecho un rodeo para esperarlo en un atajo, junto a un precipicio. Allí bien metido en una arruga del cerro, tiró el alfanjazo al cuello de quien él pen-saba que era conchucano, pero había sido uno de acá cerca nomás: un quichesino. El golpe había caído mayormente al costalillo, sin alcanzarlo del todo para decapitarlo. Herido el hombre, con la sangre que arqueaba todavía, lo miraba espantado, retrocediendo, en vista de que venía a rematarlo. Pero tan cerca del abismo estaba que cayó de un de repente dando un alarido que estremeció los cerros.

Creyéndolo muerto al fondo, y viendo difícil también bajar hasta allí, don Alonso siguió su camino, sin maliciar que el quichesino sería des-pués encontrado, vivo todavía, por un arriero, a quien le dio todas las señas y hasta su nombre de don Alonso antes de morir.

Enterados sus paisanos, dicidieron una noche dar muerte al asesino. Justo en esos días el patrón se hallaba con Félix esperando forasteros en la quebrada de Huantallón. Allí los otros, que los venían espiando ya de varios días, los cercaron.

Tú también te estarás acordando, Zenaida, de lo que nos contó Félix acerca de su muerte: estaban dizque escondidos, espere y espere, bien envueltos con sus ponchos, aguantando el frío, con el alfanje plantado en el suelo, cuando de

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pronto, eso como reloj que tenía el arma en la empuñadura había empezado a sonar, ¡chirr! ¡chirr! ¡chirr!, avisando que se acercaba gente. Don Alonso se alegró, ahí viene nuestra carne, diciendo, y sacó rápido de su picsha (su bolsa de cuero), un puñado de polvo de hueso de muer-to con el que los adormecía a la distancia a los cristianos, y ya iba a soplarlo al aire, cuando en eso se dio cuenta que el sonido no alertaba en una sola dirección, sino en todo el rededor, como si vinieran no una ni dos personas sino harta gente. Félix, maliciando que algo malo iba a pasar, montando el burro achiké que estaba a la mano, escapó de bajada. Reaccionando tarde, el patrón había corrido hacia su mula y la de Félix, pero no hizo más que entregarse a un grupo de quichesinos que justo ahí lo estaban esperando. Y sin darle tiempo a nada lo agarraron, llaman-do a voces a los demás que empezaban a salir de todos lados con garrotes, piedras, hachas, machetes. Eran como treinta. Ahora sí, le habían dicho, te vamos hacer igualito como tú has hecho con otros prójimos. Hablando de ese modo, le hicieron sacar la lengua a golpes y se la cortaron. Félix dice que escuchaba sus gritos escondido detrás de un chorro, estremecido. Después le habían cortado los brazos y las piernas al hombre y, metiéndole shucshu por el trasero, luego de hacerle tragar sus testes, lo amarraron sobre su

mula y lo mandaron a su hacienda todavía vivo. Por el camino había muerto.

Cuando Félix nos contó tiritando como si le hubiera dado la terciana… Pucha, dije, me salvé, carajo, porque estuvo en un pelito, Zenaida, te acordarás, que fuera yo esa noche acompañando al patrón. Me quedé pretextando que estaba con cóli-co sólo porque momentos antes nomás, habiendo echado la suerte con mi cigarro, feo chisporroteó el pucho cubriéndose de luto. Era malagüero. Ah, no, me acuerdo que dije, mal nos va a ir, mejor no voy. Y como qué pues… ¿Te acuerdas?

Desde aquella vez pensamos seriamente en el retiro. Sólo tu presencia, Zenaida, nos hacía soportar un poco esas ganas que teníamos de lar-garnos. Y es que tú, mujer, compartiéndote una noche para mí, otra para Abel o Pedro o Félix, alimentabas un cariño de no poder así nomás olvidar, al menos para mí. Por eso es que, con-forme pasaban los días, se me hacía más difícil aceptar que tuvieras también que acostarte con ellos. Y por eso estuve decidido ya a ponerles aviso a los muchachos de que hallándonos sin patrón y haciendo falta uno, yo estaba dispuesto a reemplazarlo, les gustara o no, caracho, y si querían irse podían hacerlo, pero que a ti nadie te tocaba en adelante, sólo yo.

Con esos pensamientos estaba, cuando por esos días nomás murió Félix de un de repente,

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atragantao con chuño, y, lo que fue peor, nos cayeron los cachacos. Me acuerdo que nos cer-caron en el río, al pie de la Cueva de los Loros y tuvimos que batirnos no sólo contra los uni-formados, que eso hubiera sido lo de menos, sino con todo un ejército de runas, de haciendas y pueblos cercanos, que armados de garrotes, hondas, escopetas, nos rodearon. ¡Ah, pucha!, te acordarás, Zenaida, cómo nos hondeaban lluvias de piedras, mientras las balas rebotaban en los peñascos y el eco también agrandaba feo los estampidos. Cayeron Abel y Pedro con una rosa de sangre en la frente, blanqueando los ojos. Tú también, agarrada tu carabina, caíste herida en el pecho. Abandonando el peñasco que me protegía, bajé a brincos a jalarte, pero ya no era del caso según pude darme cuenta: abriendo tus ojos negros de palomita, me miraste por última vez pronunciando mi nombre con harto esfuerzo. Enternecido, abajé mi rostro para darte un beso en los labios sangrantes, mas en ese instante sentí que los plomazos me dejaban su quemazón en las entrañas…

Desde entonces viento nomás soy, Zenaida, que alegre zumba por estos valles, enredándose a veces en los olorosos naranjos y chirimoyos de los huertos junto al río, y el que desparrama el canto de las cuculas y zorzales que harto abundan por estas tierras, más que los loros, que parece

que se ahuyentaron espantados por el aire muer-to de aquellos años… Y mientras eres polvo o a veces agua turbia corriendo en el deshielo de los nevados, yo sonrío persiguiéndote, china, envol-viéndote en alegres remolinos, recordando, ¡cómo no!, nuestra vida, y murmurando en tus oídos: ¡Qué años, Zenaida, qué años!

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Hacia el Janaq Pacha

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¡Vaya!, por fin mi padre Intip Wiracocha me habla. Gracias, taita, gracias por dejar

entrar tu rayo sagrado en esta oscura prisión donde me hallo.

Cargado de cadenas, tumbado sobre lajas frías, tosiendo feo y escupiendo sangre, al fin puedo leer tu mensaje en esta telaraña que ha descompuesto tu luz en hilos de colores.

¿Es mi propia historia la que estoy viendo en este hilo verde?… ¿Son esos mis captores?… ¡Oh, sí!, ahí me veo llegando por primera vez a este lugar de torturas, engrilletado, jalado del cuello como animal con una soga… Ahí estoy haciendo mi ingreso a la plaza, luego de varias jornadas a pie desde mis montañas. Los faroles alumbran con luz amarillenta, las casas altas con balcones parecen contemplar el paso de las bestias que montan los soldados, y hasta oigo el ruido de los cascos golpeando el empedrado de las calles…

Apu Yanahuara

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Alta la madrugada, las campanas de las iglesias sueñan su silencio, mientras mis captores acaban de detenerse frente a una casa tamañaza, con un gran portón y columnas llenas de adornos, que ellos acaban de nombrar Palacio de la Inquisi-ción, diciendo…

Ahora en el hilo colorado, unos hombres blancos, togados, de rostros duros y ojos que miran de mala fe, aparecen sentados alrededor de una larga mesa de madera, alumbrados por tres candelabros que brillan como la plata y el oro. Al centro hay una imagen del dios cristiano agonizante y uno de esos libros que los curas lla-man Biblia… ¿Qué dicen?… ¿Qué hablan?… ¿De mí se ocupan?… ¿Cómo?, ¿que yo he hecho fal-tamiento?, ¿a quién nomás?… ¿a su dios?… ¿a su rey?… ¿que no necesito juzgamiento?… ¿que soy salvaje idólatra?… ¿qué es eso?… no entiendo… ¿Cómo?, ¿qué dicen ahora?… ¿que me condena-rán a muerte?… ¿que me llevaran al quemadero para morir a vista del público?… ¿y quiénes son ellos para hacerme eso? ¿Por qué se empeñan en que yo y mis hermanos adoremos a su dios si no tenemos creencia?… ¿Y por qué ellos también a ver no te hacen ofrendas a ti, padre?… ¿Por qué no le hacen pago a los wamanis, a la Pachamama, al taita Illapa?… ¿Cómo quieren que adoremos a su dios si ya está muerto o en todo caso agoni-zante? En cambio tú, vives, padre, los alumbras

diariamente y arriba en el janaq pacha correteas alegre, a tus anchas, lleno de vida, mascando el mullu que te ofrecemos, bebiendo el agüita que en vaso de oro te ofrendamos. El padre Rayo también, paseando entre las nubes, tronando, nos está dando pruebas de su poder. En cambio, un dios muerto, ¿qué poder pues va a tener? Y más peor todavía si como dicen sus sacerdotes, en ese rito que le llaman misa, se comen su carne y se beben su sangre. Y si resucita después, como hablan, será pues valiéndose de hechicerías, con ayuda del Supay, el maligno, seguro…

¿A ver?, ¿a ver?, ¿qué hay acá en el hilo oque?… ¡Oh!, se ve nomás unas rayas que corren, como si el tiempo estuviera retrocediendo… ¡Ah!, ¡vaya!, ahí estoy yo de nuevo, pero antes de que me tomen prisionero. ¿Estoy caminando?… Sí, predicando por los ayllus cercanos a mi tierra de Yanahuara. Ahí aparezco reuniéndoles a mis her-manos, hablándoles en lugares escondidos, lejos de los oídos de los blancos chapetones. Ahí les hago ver todos los males que esa raza maldesada ha traído para nosotros los naturales. A más de explotación y abuso, les digo, quieren destruir nuestras creencias, nuestras costumbres; les hago ver que en el tiempo de los incas no les faltaba qué comer, vestirse, a nuestros padres y abuelos. Les agrego que lo más triste era que estaban quemando nuestras huacas, nuestros templos;

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algunos buscando riquezas, otros tratando de desaparecerlo nuestra religión. Pero que para sus males nomás, porque en estos días nuestros dioses, resurgiendo de sus cenizas, acababan de tener una reunión en el lago Titicaca, donde habían acordado mandar terribles castigos a los pueblos que estaban haciendo caso de la religión de los invasores, y era por eso que los ayllus de Mara y Piti estaban padeciendo pestes de viruela y sarampión, y que vendrían otros castigos más terribles todavía: hambruna, terremotos, lluvias de candela… Al comienzo, con desconfianza me escuchaban, illa porque era yo seguro: deforme, medio lisiadito, como que me tocaría el rayo al nacer o el resplandor de la mama killa, quién sabe… Recelosos me miraban hasta los de mi propia tierra, negando haberme visto antes y haciéndome dudar de mi origen a mí mismo. Yo también recuerdo haber aparecido de un de repente, apoyándome apoyándome en mi bas-tón de lloque… Cuando llegué a un ayllu donde padecían sequía por varias lunas ya, levantando mi bordón hice que las nubes se juntaran y llo-viera después a chorros sobre esa tierra sedienta. Todo transfiguraos sus rostros, hombres, mujeres y niños se arrodillaron en mi delante y besaron mis ropas harapientas, diciendo: ¡Apu Yanahua-ra! ¡Tú eres Apu Yanahuara!, montaña-dios que se ha hecho hombre y ha venido a salvarnos!…

Y desde entonces Apu Yanahuara me llamaron y más respetación me tuvieron cuando en Mara hice brotar agua de un cerro y en Jaquira, con sólo dar un golpe a la peña, hice temblar la tie-rra, haciéndola calmar apurado con otro golpe porque la gente, espantada, lloraba arrodillada… Después, con un rebaño de creyentes que me seguía, quemamos en la montaña más alta que dominaba la comarca, la enorme cruz de madera de los cristianos. Les hice ver que no teníamos por qué adorarla, puesto que ella no representa a la Katachilla, la constelación del sur que en las noches veíamos en alto cielo del Tahuantinsuyo y que era tu imagen, Padre, tu forma de cóndor alumbrando con las alas abiertas. Que el símbolo de la katachilla era la cruz cuadrada inscrita en nuestros templos y adoratorios, que no tenía nada que ver con la cruz de los cristianos: dos maderos cruzados soportando a un hombre muerto… Y cuando ya éramos bastantes e íbamos a iniciar el alzamiento para expulsar de nuestras tierras a los invasores, me tomaron preso los blancos pukakunkas, ayudados por un traidor, cuando me hallaba vencido por el sueño en mi refugio…

Con tu permisión paso al hilo color aromo y, ¡oh!, parece que el tiempo avanzara y ahora se detiene… ¿Qué es?, ¿qué hay en lo que se aclara?, ¡Oh!, es el tiempo que aún no llega, el que está por venir… ¡Vaya!… Ahí me llevan arrastrando

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por el pescuezo, con una cuerda amarrada por un extremo a la baticola de una bestia de albarda, mientras yo con mis manos procuro a toda costa que el lazo no se cierre en mi garganta. Oigo tam-bores: marcan el paso de la escolta que acompaña el carruaje de los togados. Y no sólo a mí están llevando: ahí van más, hasta blancos mismos, a quienes les han puesto unos como gorros largos terminados en punta que les dan comicidad y unos capotillos pintados con figuras de culebras y demonios. Mujeres también avanzan en esa procesión de reos, las llevan latigueando en su cuerpo calapacho de la cintura para arriba. Los curiosos se amontonan a los cantos de la calle, empujándose unos a otros… Pasando un puente, llegamos a un lugar donde hay un entablado, con sillas bien dispuestas al frente de un quemadero, donde las llamas se levantan altas, alimentadas por la leña que echan unos hombres sudorosos, sin camisa. A pocos metros nomás, hay un palo grande con una cuerda que pende de lo alto, para ahorcamiento seguro… Veamos en este otro hilo qué sucede… Oh, sigue nomás: ahí en el entablado están ahora los hombres togados, bien sentados, echándose aire con las manos… Un pregonero, agarrado uno como pergamino habla a gritos para que todos oigan… Esta es la justicia, dice, que manda hacer el rey católico, la justicia de nuestro Dios, por intermedio de sus

ministros ejecutores de sentencias. Aquí hemos traído a los sacrílegos, a los herejes, a todos los que han cometido errores escándalosos, habien-do faltado a la bendita, apostólica y romana fe cristiana y están también los que empujados por Satanás han hecho faltamiento al rey, señor de todas las Españas, intentando levantar contra su autoridad a los bárbaros de estos reinos… Luego que termina de hablar, me acercan a la hoguera unos encapuchados y con unas enormes tenazas caldeadas al rojo vivo, ¡chasss!, me aprisionan, haciéndolo reventar mi pecho, mientras el resto de mi cuerpo se bijuquea como culebra herida. Después me levantan hasta la horca y me dejan ahí colgado, tieso, sin vida.

¿Así?, ¿así he de morir, taita?, ¿así es tu permi-sión que muera?… ¿Qué dices?… No te escucho… ¿Que pase al hilo color habano?… Está bien.

Ahora sí te oigo clarito, Padre, hasta siento como que estuvieras mascando mullu, haciéndo-lo tronar con tus dientes allá arriba… ¿Cómo?… ¿que no moriré así como acabo de ver en tu sagrado kipu?… ¿que viviré siempre?… no te entiendo… ¿que ya cumplí con lo que me corres-ponde?… ¿que sólo soy un eslabón de la qori huasca, la cadena de oro que eslabona a tus emisarios por un ciclo solar completo?… ¿Quieres decir que así como hubo doce incas que gober-naron el Tahuantinsuyo, cumplirán su misión

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doce profetas antes de la venida de Inkarrí?… que yo, Apu Yanahuara, soy uno de ellos?… Gracias, taita, gracias por haberme escogido… Pero, espe-ra, espera, oigo voces, parece que se acercan mis carceleros, ahora que siento que un nuevo rayo tuyo acaba de tocarme… Pero… ¿qué…? ¿Qué has hecho conmigo, Padre?… ¡Oh!, una arañita nomás soy ahora que tranquilamente sube por el muro, mientras abajo los curas, los guardias, alborotados, ¡Escapó el prisionero! gritan y revi-san sin comprenderlo los grilletes intactos, los candados sin abrir, los barrotes sin forzamiento… Desesperado el inquisidor mayor que acaba de llegar con otros hombres de caperuza, gritonea finalmente, que ahí estaba la prueba de que yo era el demonio, que por qué no me sacaron antes si ya los demás reos esperaban afuera… Yo me río, ahora que salgo por entre las tejas del techo, y estoy viendo, Padre, que en un hermoso halcón de alas doradas me estoy transformando, y recién me doy cuenta también que yo mismo nomás soy de veras Apu Yanahuara, el dios montaña, que por tu permisión se hizo hombre.

Desde Chuyas, un cerro en forma de ushnita, se ve clarito, hija, en la cima de una monta-

ña de nieve, la figura de un puma con las fauces abiertas, paradas las orejas puntiagudas de gato, desplegadas sus enormes alas de cóndor y ame-nazantes unas zarpas como cabezas de culebras… Esa dizque es, pues, la verdadera figura del gran Gápaj, nuestro dios. Sus ojos son el relámpago, su voz el trueno, sus orines la lluvia.

Cuando pecamos y le causamos ofensa, feo nos resondra, tronando entre las nubes, soltando rayos o mandándonos lluvias torrenciales y granizadas.

Su fiesta se celebra todos los años en el mes del hatun aimoray killa en la cumbre de ese cerrito de donde se le ve. Mucha gente va en peregrinación, porque dicen que hay que cumplir la tarea de ir cuando menos una vez mientras estemos vivos. Yo fui siendo muchacha todavía, la fiesta se llama el Yachacuy. De todas partes

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iban, de Quiches, de Ullulluco, de Umbe y de los ayllus lejanos de la otra banda del Marañón.

Los que íbamos de este lado teníamos que caminar por unas feas laderas, agarrándonos agarrándonos de las aransachas, esas plantitas enanas, puro palo, sin ramas y sin hojas, que crecen en los roquedales de los barrancos. Al fondo pasaba el río llamado Ajtuy, que, saliendo del interior de una montaña, corre por esa bajada formando pacchas y chorreras.

Cruzando ese río empezaba la cuesta y tam-bién la penitencia, porque ahí todos, desde el más chico hasta el más grande, tenían que cargar un buen trecho, solo o ayudándose, el Aya Rumi, una piedra de regular tamaño que tiene forma de mujer, y quien es la que espera dizque a nuestro espíritu en la otra vida, en el cruce de un camino, preguntándonos, ¿Has venido alguna vez a la fiesta del Gápaj?, ¿le has hecho ofrendas? Si le decimos que no, nos señala un camino cualquiera para seguir pero no el gápaj ñan, el camino de Dios. Por eso algunas almas se quedan perdidas, vagando sin descanso, llorando en las quebradas, por las punas, por los sitios feos, con su ropa todo shilpienta, rotosa, de tanto andar. O si no van a dar derechito al supayhuasi, la casa del demonio en el ukhu pacha.

El Aya Rumi pesa según los pecados, hija, para unas más, para otros menos; por eso los que

no pueden cargarla, ya saben que están llenas de faltas, y tendrán que hacer ayunos, sacrificios, penitencias.

Ya te dije que la fiesta se llama el Yachacuy, que quiere decir ‘aprender’, porque en la cum-bre, a donde después de cargar las piedras se llega bailando, es permitido que los maqtas y las pasñas aprendan a amarse, a estrechar sus cuerpos jóvenes sobre la madre tierra, ayudando de ese modo a que la Pachamama recupere sus fuerzas, aumente sus energías, para que después crezca alta la grama, los árboles sean grandes y cosechemos buenas papas, hinchadas mazorcas.

Vieras cómo los maqtas, hija, después de haber aprendido a gozar del amor, abrazados a sus chinas, rompen eufóricos sus poronguitos de chicha o sus botellas de huashco, lanzando ¡ajes!, vivas al gran Gápaj y a la Pacha Tierra.

Y como respondiendo a esa alegría, ese ratito de lo que está calmado el cielo, empieza a tronar de un de repente, y ahí nomás se desata la lluvia, que es recibida con júbilo, con vivas por todos, porque esa es la señal del Gápaj de que está con-tento y que todos debemos seguir alegrándonos. Algunos dicen que los relámpagos clarito se ve que salen de los ojos de la figura de nieve y que la lluvia también sale de su entrepierna, medio arqueándose como un chorro, al alzar una de sus patas de sierpe.

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Cantando, bailando, nos revolcamos en ese barro hombres y mujeres, sin dejar de hacer reve-rencias y alabanzas al Padre.

Allí, en la fiesta del Yachacuy, fue que te concebí, hija. Tu padre era un joven de Pachavil-ca, a quien luego de esa vez nunca más volví a ver. Arpista dicen que era, por eso será que a ti mucho te gusta cantar versos. Cancionista como él habrás salido.

Apenas nos vimos en medio de la fiesta, ambos nos aficionamos, y en el momento en que era hora ya que los jóvenes hagamos la ofrenda del Yachacuy, él y yo bailábamos enganchados por los brazos junto a todos los demás, haciendo venias al Gápaj. De un de repente alguien dio la voz que los maqtas eran halcones y las pasñas, palomas, y que desparramándonos las palomas escapáramos. Entonces las mujeres corrimos ladera abajo, a escondernos entre los arbustos o peñas, tratando de no dejarnos agarrar, pero no muy lejos el pachavilqueño me alcanzó, y cumpliendo con el mandato divino, ya entradita la noche, cuando la mama killa recién salía, hici-mos siembra con su bendición.

Y ese año fue buen año, hija, hubo abundan-cia de lluvias, buenas cosechas y aumento de ganado, no como en estos tiempos en que faltan las comiditas, hay hambruna. Y eso es porque ya no es como antes. Dicen que ahora en Chuyas

abundan ferias, hay negocios y los curas han puesto sus santos… Siendo así, no vale la pena que vayas. Después de todo, así no alces el Aya Rumi, ya tienes la bendición de nuestro Gápaj, porque eres hija de su festividad.

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Si la Pachamama no quiere que muerasen una caída, en un accidente, ella misma con sus manos te levanta y te deja de nuevo sano,

andando, como si no hubiera pasado nada.

É ramos diez los comisionados que nos adelan-tamos esa vez a Kollota en busca del toro de

San Pedro, después que el repuntero don Bernita López bajara llorando desde las punas de Mishito a dar cuenta al pueblo que uno de los animales del Taita, el más tamañazo y hermoso toro, había desaparecido y que el rastro iba derecho nomás a ese pueblo de ladrones al que ahora nos estába-mos acercando.

Teníamos conocimiento de que ahí vivía un tal Robustiano Cerna con sus hijos ya mayores que se dedicaban solo al robo.

Armados de machetes, hachas, cuchillos, coco-bolos, torollos y hasta de una retrocarga, asoma-mos a una loma de donde se veía el pueblito, al fondo de una quebrada salpicada de eucaliptos.

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Picando nuestras bestias, bajamos cortando camino, cuando la luz blanca del mediodía reverberaba en las piedras calizas desparra-madas por esa bajada. Algunas gotas de lluvia caían a pleno sol, poniendo alegrosos a los zorzales y a los pájaros rocoteros de las huer-tas que se alzaban a la entradita nomás del pueblo.

Después de doblar por una calle medio torci-da, orillada de chirimoyos y porotos, desmonta-mos por fin junto a la casa del hombre que, justo ese ratito, salía silbando, con la boca grasosa del caldo de res que habría estado tomando.

Ahí nomás lo sujetamos del poncho, Ahora sí, carajo, te fregaste, ¿dónde está el toro de San Pedro? ¡Habla, so cojudo!

Y él, haciéndose el sorprendido, todo taimado, no sabía dizque de qué toro le hablábamos, pero si queríamos caldo nos invitaba.

Haciéndolo a un lado de un empellón, nos metimos a la casa, mientras dos se quedaban vigilándolo. A la entradita nomás encontramos un cuero. Pero no, no era de su toro del taita.

Ingresamos al patio, donde había tanta carne colgada en ganchos y un perol humeando. En eso, uno de los nuestros llamó de afuera, a gritos.

En dos trancos salimos a la calle.—¡Miren! ¡Miren! —señaló el cerro todo agi-

tado—, ese que sube la cuesta parece que nos

ha visto y apurao apurao está que arrea esa punta de reses. Hay que alcanzarlo antes que las esconda…

Convinimos que el que tenía retrocarga y otros cinco debían ir. El resto nos quedábamos cuidándolo al viejo y el cuero encontrado, pues este pertenecía seguro a alguna res robada de algún pueblo cercano.

Inmediatamente los designados partieron al galope.

Los que nos quedamos empezamos a revisar la casa de canto a canto, esperanzaos en encon-trarlo el cuero del animal que buscábamos.

En esa ocupación estábamos, cuando de un de repente nos hemos dado cuenta que la casa se hallaba rodeadita de gente: mujeres millcadas piedras en sus polleras, hombres con rajas de leña, cholitos empuñaos sus hondas… ¡Pucha!, nos asustamos. El Florencio y el Pancho no sé cómo dieron un salto puerta afuera y como flechas se escaparon, el uno para arriba y el otro para abajo, antes de que los otros reaccio-naran. Sólo yo y el Juañi nos quedamos aden-tro. Cuando quisimos hacer lo que aquellos, el viejo Robustiano, de un tranquillazo a uno y un empujón con el cuerpo a otro, así enmarrocado como estaba, nos tumbó al piso, y de in brinco ganó la calle, y empezó a llover piedras e insul-tos sobre nosotros que, a las justas, lo único

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que hicimos fue trancar la puerta como sea y quedarnos encerrados ahí adentro.

Carajeando y maldiciendo, sentimos que, ¡pun! ¡pun! ¡pun!, subían por la escalera del corredor varias personas hacia el terrado.

Nosotros nos quedamos calladitos orejeando.¡A pucha!, nuestro corazón casi se apagó cuan-

do sentimos que escarbaban allá arriba, intentan-do bajar al cuarto donde estábamos.

Lo único que hice yo y seguramente también el Juañi, desarmados como estábamos —sólo con hon-das y sin piedras—, fue encomendarnos en nuestra mente al Patrón San Pedro, haciéndole ver que por él estábamos padeciendo todos esos apuros.

Después de sacar la tierra, vimos con harto espanto que estaban trozando los carrizos con machete, en tanto afuera, frente a la puerta, seguía el vocerío gramputeándonos.

Pero taita San Pedro hizo el milagro: en ese momento de lo apurao apurao en que se hallaban macheteando, cómo nomás será a uno de ellos se le escurrió la herramienta por entre las cañas y vino a caer en nuestro poder.

¡Por fin!, nos alegramos un poco, ya teníamos con qué hacernos respetar.

Los otros arriba se quedaron preocupados.Eso nos dio valor, porque afuera también

—alguien del terrado les enteraría— el vocerío se apagó.

De eso aprovechamos para abrir de un jalón la puerta y echarnos a la escapada, yo por un lado, el Juañi por otro.

Las piedras empezaron a llover y sentí a mi tras el tropel.

—¡El cuero! ¡El cuero! ¡Se lleva el cuero!Cierto, yo me llevaba el cuero, pero más que

por otra cosa, para cubrirme de las pedradas o palazos, pues el Juañi se llevó el machete.

Como loco corría por esa bajada tratando de llegar a una pendiente para aventarme a lo per-dido antes que fueran a matarme a machetazos. Pero una pedrada en la espalda me hizo encoger-me y soltar el cuero.

—¡Jar! ¡Jar! ¡Jar!… —oí que se huajayllaban a mi tras—. ¡Ya soltó el cuero!

Levantándome como sea, continué corriendo; salté sobre zarzas y carhuacashas y rodé por la pendiente, sin que las puylloshas ni cortaderas pudieran detenerme.

Me hubiera desmayado seguro si no hubiera sido por el agüita helada del río que al fondo logró reanimarme.

Todo rasmillado y golpeado, me levan-té co-jeando y avancé ocultándome tras las chilcas.

Con sesenta hombres de refuerzo volvimos a Kollota.

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Me los encontré en el camino guiados por el Juañi y los demás comisionados.

Como me hallaron arrastrando mi pierna, luego de frotarme con alcohol y vendarme, me dieron una bestia para regresarme a Jocosbam-ba. Pero yo estaba ardido por lo que me habían hecho y pedí marchar con ellos.

Ya en el viaje me enteré que los seis que se fueron tras el repuntero, lo habían agarrado a este cuando estaba haciendo entrar en una cueva a los animales para esconderlos. Entre ellos se hallaba el toro que buscábamos. A golpes declaró que las otras reses también eran robadas.

Miguel Rupishto iba a la cabeza de los sesen-ta hombres que vinieron de refuerzo. Leopoldo Domínguez se había quedado en Jocosbam-ba reclutando unos treinta hombres más para enfrentar a los cerca de cien que debía tener ese pueblo, según cálculos que hicieron. Pero yo les informé que los pelianderos no serían más de cuarenta.

Sin embargo, cuando llegamos, yo mismo quedé sorprendido: habían aumentado y ahora sí sobradamente pasarían los cien.

Detuvimos nuestras cabalgaduras en el altito que dominaba el pueblo y desde ese lugar los tanteamos.

Abajo estaban como en una pachamanca en el patio de la vivienda del tal Robustiano. Humeaba

todavía la casa. Carne estaban cocinando. El olor subía clarito hasta donde estábamos.

Ellos ya nos habían visto, pero como si nada. El toro de San Pedro también se hallaba ahí atra-cito en el corral junto a otras reses.

Mientras nos enseñaban sus tronchas hacién-donos munapar, gritaban:

—¡¡¡¿Quieren el toro?!!! ¡¡¡Aquí está!!! ¡¡¡Ven-gan!!! ¡¡¡Llévenselo, si pueden!!!

Un buen rato estuvimos observándolos, sin saber si atacar o esperar que llegaran los esfuerzos.

Decidimos esperarlos.Hasta que por fin, ya oscureciendo llegaron,

cuando un viento fuerte lo hacía alborotar las semillas de los eucaliptos entre las ramas oloro-sas que se agitaban. En seguida, nos lanzamos decididos a la pelea, luego de escanciar gro para nuestro valor.

Abajo nos esperaban con hachas, machetes, tizones, cuchillos, escopetas…

Oímos como que hicieran reventar bala, pero Leopoldo Domínguez dijo que sólo eran cueto-nes, que no nos acobardáramos, que sus armas de tan viejas ni dispararían.

Una vez enfrentados, repartimos machetazos, puñaladas, golpes con torollo, rejonazos…, pero también recibimos garrotazos, pedradas, tizo-nazos que nos tumbaron de nuestros caballos entre carajos e insultos. Los perros ladraban

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desesperadamente. Los caballos relinchaban asustados… Llenos de barro nos levantábamos los que peleábamos cerca de la acequia, para trenzarnos después con los contrarios en lucha cuerpo a cuerpo. Las oxidadas escopetas tro-naban y humeaban. La sangre empezó a correr como agua, a hacerse sango con el mullpo y a teñir las piedras… Las balas silbaban sobre las cabezas o herían pechos u hombros. Ya íbamos a emprender la retirada peleando con las últi-mas luces del atardecer, cuando vimos que los kollotinos empezaban a retroceder, a escaparse algunos. Entonces atacamos con más fuerza, poniéndolos ahora sí en fuga como carneros.

Varios muertos de ambos bandos quedaron regados por el suelo, mientras un grupo perse-guíamos al tal Robustiano que huía cuesta abajo con otros cinco, con los ponchos flameando por la carrera como shingos.

Al llegar al borde de una profunda encañada, no tuvieron más remedio que lanzarse.

—¡Pachamamaaaaa! ¡Carajooo!Nosotros desde arriba hicimos rodar galgas y

comenzamos a disparar. A uno lo alcanzó Leo-poldo Domínguez con su escopeta cuando en el fondo, herido, trataba de buscar refugio. Dos murieron sepultados por las piedras. A los res-tantes, entre ellos Robustiano Cerna, los vimos arrastrarse por entre las rocas y esconderse tras

un chorro. Así es que cuando bajamos, rodeando rodeando el lugar, no tuvieron más remedio que entregarse.

Ya de vuelta a Jocosbamba, un grupo nos íbamos llevando a los prisioneros, en tanto otros se que-daron a recoger a nuestros muertos y traerse el toro de San Pedro y las otras reses robadas, que serían entregadas después a las comunidades de donde las rapiñaron.

A la salida de Kollota, una mujer ya de edad, alta, robusta, de trenzas, golpeada, llena de san-gre, nos dio alcance e intentó quitarnos a los prisioneros sin conseguirlo. Ella misma asomó de nuevo cuando nos refrescábamos la garganta en una tiendita de otro pueblo.

Entró apurada y antes que pudiera decir nada empezó a arrojar sangre por la boca humedecién-dolo su pollera. Nosotros, como estábamos con harta cólera, no nos compadecimos. ¡Déjenla, que se muera!, dijo alguien.

—¡No te mueras, Pachamama! ¡Huye! —le gritó el viejo Robustiano nuestro prisionero—. ¡Te voy a necesitar, mamay!

Así hablándole quiso salir por su tras, enma-rrocado y todo como estaba, pero nosotros a puntapiés lo volvimos. El viejo se puso liso. Más golpes: más terco. Aguantaba sin quejarse, amenazando, ¡Espérate! ¡Espérate nomás! ¡Ya

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te vas a acordar de mí!… Rebuscándole encon-tramos entre sus ropas un bultito de trapo bien cocido.

—¿Y esto?—Es para despachos a la Pachamama, ofrendas

a la madre Tierra.Abriéndolo, encontramos llampu, lana de

vicuña, huiracoya, cañihua, hojitas de coca… —La Pachamama, los jirkas, el dios Intip —le

dijo Leopoldo Domínguez—, ya no hacen mila-gros sobre la tierra, ahora son los santos como el taita San Pedro y la Virgen del Marañón…

—Eso dicen los traidores a nuestra fe —dijo Robustiano Cerna—, por culpa de sus malos hijos, la madre Tierra anda herida, sin pagos, sin ofrendas, ¿acaso ustedes mismos no acaban de ofenderla? Herida está la pobre, no por los golpes que creen haberle dado, ella está sangrando asina por su falta de creencia de ustedes, de gran parte de los runas; pero ya verán, ella es más poderosa que los dioses y santos cristianos…

—¡Ya basta, so ladrón! —le dio un puntapié Juañi—, ¿tú acaso eres buen hombre?, ¿no eres un abigeo? ¿La Pachamama protege a los ladrones?

—Ladrón es ese santo que adoras —dijo escu-piendo el viejo a un lado—, ¿acaso sus animales no comen pasto que es su pelo de la madre Tierra y la misma lana de los animales?… ¿No saben ustedes, so faltos de fe, que la Pachamama, así

como está criando a los gusanos dentro de la tie-rra, igual a nosotros también nos cría? Su sangre esta en las plantas, su leche también. Ella nos amamanta. Ella pare las papas, las ocas, las mas-huas. Todas las semillas que le entregamos pare. Hasta las casas que construimos de ella nacen. Sepan, so mal agradecidos, que ella nos cuida como nuestra madre, a los mismos incas los ha criado; por eso hay que ofrecerle coquita, san-grecita de nuestros animales, porque ella también sabe comer, sabe tomar, tiene que alimentarse, y cuando la desobedecemos u olvidamos, ella sufre, padece igual que nosotros.

Medio pensativos nos dejó el viejo ese momento; sin embargo, cuando continuamos la travesía, con los tragos y la conversación, nos olvidamos de lo que habló, y sólo nos pareció una mentira para ablandarnos, para merecer nuestra miseri-cordia. Por eso, ya para asomar al pueblo, y para que taita San Pedro también nos viera llegar como queríamos, a Robustiano Cerna y a los otros dos les hicimos cargar enormes trozos de carne a la espalda, bien enmarrocados, mientras mandábamos un propio a avisar que hicieran repicar las campanas.

Ya ante el pueblo reunido en asamblea, acor-damos meterles a la cárcel, para hacerles declarar de dónde eran las otras reses robadas.

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A golpes confesaron que pertenecían a dife-rentes cofradías de la provincia: de la Virgen de las Nieves, de la Mamita Santa Clara, de San Isidro Labrador y hasta de taita Shanti.

—¡Sacrílegos! —dijimos—, ahora verán…Y para que escarmentaran sus paisanos, deci-

dimos darles en nombre de taita San Pedro y los demás santos milagrosos, duro castigo, arroján-dolos a las profundidades del Pachapa Shimín, ese hueco sin fin que había en las alturas de nuestro pueblo, por cuyos bordes crecía alto el pajonal, y animal o persona que cayera, nunca más volvía a salir, porque decían que esa boca daba a las profundidades del supay huasi, el infierno. Una piedra que se arrojaba, no se oía que asentara en ningún fondo. Parecía desapare-cer en el silencio.

Cuando en medio de la chirapa que estaba cayen-do les hicimos llegar al Pachapa Shimín, recién se enteraron que los arrojaríamos. Los compañeros del tal Robustiano se arrodillaron, suplicaron, llo-raron dobladas sus manos, menos él que nos mira-ba más bien desafiante y con ganas de acometer-nos, haciendo fuerza para no dejarse empujar.

Había calmado la fina lluviecita, y ahora el cielo se aclaraba. En la loma del frente pastaba el toro de San Pedro recién rescatado junto al resto de la manada.

A sus dos compañeros, les hicimos llegar arrastrando junto al hueco y los arrojamos sin lástima. Un alarido espantoso llenó toda la puna, haciéndolos volar a los lic-lics y otros pájaros que dormitaban entre el ichu… Un zorro corrió cuesta abajo, asustado, igualito como cuando una manada de alkos los persigue.

Cuando entre varios empezamos a arrastrar-lo al Robustiano Cerna, garroteándolo con un palo para que aflojara, él se agarraba de nues-tras manos, de nuestras piernas, con tal fuerza que por nada podíamos hacernos soltar. Uno se ha de ir conmigo, decía con su boca salivosa, y por más que chancábamos con piedra sus manos y lo garroteábamos, nada. Al Juañi lo tenía empuñado ahora cuando se asomaba ya al hueco, y para que lo soltara tuvimos que cortarle los brazos con machete todavía. Recién ahí pudimos arrojarlo, oyendo su invocación cuando caía:

—¡Pachamamaaaaaaaa!Jipando, sudorosos, todo salpicados de sangre,

nos incorporamos, en medio del silencio de los demás, oyendo tan sólo el silbido del viento en los pajonales.Ya nos regresábamos, cuidando que nuestros sombreros no se volaran, echando unos tragos para la nerviosidad, cuando en eso, como avisa-dos por alguien, nos volvimos de un de repente

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estando ya por abajito, y vimos al tal Robustia-no que, con sus brazos enteritos, al parecer, se apoyaba en los bordes y salía como de un pozo cualquiera por la boca del Pachapa Shimín, con el poncho terciado y el sombrero arremangado.

—¿Quéeee?… ¿Él es?—¡Achachay, su alma será!Nos miró fijamente por unos instantes, sin

una mueca, sin un gesto. El ala de su sombrero oscurecía sus ojos. Después, volviendo la vista hacia arriba, echó a andar por donde pastaba la manada… Asustados, corrimos por esa ladera, enredándonos en el ichu, tropezando con las piedras. Hasta que ya lejos, cuando de nuevo volteamos a mirar, lo vimos subiendo un cerro con dirección a su pueblo. Garboso iba el viejo, caminando como en sus mejores tiempos seguro, llevándose por delante, arreado, el toro de San Pedro que tanto trabajo nos costó rescatarlo.

Fueron tres los jijunas que me atacaron esa noche saliendo de detrás de unas pencas cuan-

do recién había escampado. Parecían medio zam-paos los maldadosos. De un puntapié lo hice hoci-quear a uno que me estaba huayqueando, luego que le hice soltar su chaveta, y a puros codazos me desprendí de los otros que me sujetaban. Te conozco, le dije nomás por decir a uno de ellos escapando, ya vas a ver… ¡Y qué!, me gritó él, que era un jorobadito, ¡peor entonces para tu mal!

Reventando de cólera, me fui a verlo a los Chuqui dueños del layme de papas que yo cuida-ba en la lomada con Julia, mi mujer, con quien recién acababa de comprometerme.

—Tres me han querido matar —les dije llegando—. Uno de ellos es medio kullko, deben conocerlo.

—¿Kullko? —se quedaron pensando—. Será pues el Bernaku, el que andaba atrás atrás nomás de Julia, antes de que te comprometieras.

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—Creo que sí —les dije, recordando borro-samente a un jorobadito que una vez descubrí espiándome tras una pirca cuando llegué de mi pueblo a comprometerme con Julia.

—Tienen que ayudarme a vengarme, esto no se puede quedar así —les dije.

—Calma, cholo, calma —me dijeron—; a ver, cuenta cómo ha sido.

Mientras les contaba, ellos se fajaban bien y ahora estaban que buscaban sus chavetas.

Después, mientras las afilaban, yo me fui a verlo a don Octavio para que me prestara su cuchillo, ese grande, filudo, con el que pishtaba chanchos, engañándole que iba a matar mi cochinito.

No habían ido lejos. En su tienda de don Ciriaco Policarpo se habían quedado tomando.

La luna aún no salía y sólo la luz de las estre-llas alumbraba.

Nos quedamos afuera a ver qué hacíamos. En eso, para su mal, uno de ellos salió a mear tras la casa. El Kullko con el otro conversaban apoyados en el mostrador, apurando de rato en rato un trago.

Yo me adelanté un poco y medio ocultándome tras un burro, le hice señas con la mano al que había salido invitándolo a que viniera.

Al verme pensaría seguro que era algún cono-cido suyo, y silbando se acercó abotonándose la bragueta.

—¡Qué pasa! ¿Quién eres? —me dijo acercando su cara para reconocerme luego que yo me aparté del burro.

¿Quién eres? ¡Ven pa acá so gramputa!, dicien-do lo agarré del pescuezo sin darle tiempo a nada, arrecostándolo contra un eucalipto. Allí en lo más oscuro, con los Chuqui vigilantes tras la pirca, le puse el tremendo cuchillo en la garganta. El jijuna blanqueó los ojos como carnero. No pudo ni gri-tar. Se lo hubiese hundido si no hubiese sido por-que este no me interesaba tanto, sino el Kullko, que era según parecía el que me odiaba.

—Mira, cojudo —le dije después de retirar el cuchillo de su garganta, agarrándole con la mano libre de la faja, y empujándolo para que camine—. Te vas a asomar a la puerta y vas a llamarlo al Kullko; cuidadito nomás con gritar o pedir favor porque te zampo esto hasta el mango.

Temblando, el desgraciado hizo señas, llamó.—¡Qué pasa! ¡Qué pasa! —maliciaron algo los

otros y salieron.¿Qué pasa?, los jalamos a los jijunagrandísi-

mas ni bien caminaron unos cuantos pasos.—¡Vengan acá, so mierdas!A puntapiés los revolcamos después que yo

lo aventara como bola al centro al que lo tenía empuñao. Y mientras los Chuqui los hacían arar a los otros, yo me abalancé contra el Kullko, tumbándolo. Le metí cuchillo por el pecho, por la

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joroba, por donde le cayera; pero el cuchillo des-graciado se doblaba nomás como si fuera de lata.

Hicimos lo que quisimos, y como el dueño de la tienda, que recién salía, empezó a gritar, a hacer alboroto, y de las casas salían los perros ladrando y avanzaban sombras con garrotes, dejándolos botaos nos largamos.

Por boca de don Octavio me enteré al día siguien-te que el Kullko había hablado en la tienda de don Ciriaco Policarpo, que había venido a matarme y llevarse a Julia a las minas donde se hallaba tra-bajando, que dos hombres contratados exclusiva-mente para eso lo acompañaban. Que me cuidara que cualquier rato me desaparecería.

Me reí cuando me dijo eso, acordándome que por una nadita no salió muerto él, que se salvó gracias a su cuchillo que se doblaba como lata, don Octavio, le dije burlándome.

Ahora la Julia me estaría esperando arriba, en el layme, en la chocita solitaria donde vivía-mos; más bien debía irme rápido, no fuera que el kullko se asomara por ahí y me la raptara…

—¿El Kullko? —arrugó las cejas Julia cuando la interrogué colérico qué había tenido que ver ella con ese jorobado antes que yo la conociera.

—Nada —me dijo alzando los hombros—. ¿Qué iba a tener yo con ese enano animal?

—Dicen que te asediaba —le dije—. ¿Es cierto?Recien ahí se animó a contarme. Sí, el Kullko

animal la seguía por todas partes, pero en silencio, sin decirle nada. A veces, cuando estaba yendo por pasto o con su balde a traer agua de la acequia, de repente sintiéndose observada ella volteaba y descubría tras los puyós, un cerco o una piedra, una cabecita que se escondía o una sombra que se arrastraba. Era él. Pero ella jamás tuvo oídos para escucharlo ni boca para hablarle. El Kullko contaba a otros nomás su enamoramiento, y ella, ¡ja!, ni zonza que fuera para quererlo a ese feo, a ese enano. Así, hasta que enterándose tal vez de su compromiso, se desapareció del pueblo. Recién ahora ella volvía a saber de él.

—Ha querido matarme —le dije.—¡Ay taitito, qué dizque!Sólo entonces me decidí a contarle lo ocurrido.

Pasarían dos semanas a lo más; yo, por precau-ción, lo llevé a la Julia con sus padres, y me quedé solito en esa choza de la jalca, cuidando las papas que estaban en día de florear.

Una tarde, ya a la oración, en la que el cielo se hallaba cargado de nubes negras anunciando tempestad, y el trueno y el relámpago empezaron a alborotar, a cuartear el firmamento a la distancia; yo, calapachándome, me puse a hondear en esa dirección con terrones empapados de querosene, a fin de alejarlo a la rancha, a la helada, para que

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no se llevara el espíritu de las papas y arruinara la cosecha. En eso, afanado que estoy, no sé cómo vol-teo y descubro al Kullko y a los dos desconocidos, prendiendo fuego a mi chocita. ¡Pucha!, lleno de rabia cogí una piedra para mi honda y, apuntando medio al cálculo nomás, tiré con toda fuerza. ¡Pojjj! sonó la cabeza de uno de ellos, que no distinguí bien quién fue. Y mientras buscaba otra piedra, vi que arrastrándolo como sea sus compañeros se los llevaban al Kullko por esa bajada. ¡Ya lo fregó! ¡Ya lo fregó!, diciendo. ¡Parece que está muerto!

Cuando llegué a mi choza lo hallé en cenizas todo, y como se desató la mangada con fuerza, me fui a refugiar a una cueva cercana, metiéndo-me a las justas, porque casito me agarra un rayo que chamuscó el pajonal ahí afuera.

Al otro día, unos pastores me socorrieron dán-dome un poncho para cubrirme, luego que dormí desnudo totalmente tapado sólo con paja.

Llegando hasta los Chuqui, les dije que se buscaran otro arariwa, que yo me volvía a mi tierra llevándomela a Julia, antes que alguien me acusara de haberlo matado a un hombre.

Pero ni en Uchugaga, mi pueblo, encontré tran-quilidad.

Una tarde volvía yo de la puna después de haber dado sal a mis chúcaros que por allí pas-taban, cuando me agarró la mangada faltando

poco para llegar a la laguna de Punacocha. El cielo estaba negro negro y los truenos lo hacían estremecer los cerros. No había cuevas por allí cerca y mis llanques se resbalaban a cada rato en el ichu mojado haciéndome caer.

Desesperado, no sabiendo qué hacer, no sé cómo vi abajo en una quebradita, al pie de la laguna, una choza de paja que nunca antes había visto. Será de algún pastor, dije, y bajé lo más rápido que pude a pedir posada.

Una viejita bien viejita, canosita, de ojos medio llorosos, salió a su puerta oyendo mis llamados.

—Dame posadita, mamay —le supliqué—, hasta que pase la mangada solamente.

—Capaz mis hijos se van molestar —me dijo—, medio de mal genio son.

—No hay de ser, mamacha; mira cómo estoy bañadito.

—Pasa, pues —me dijo por fin—; pero es mejor que te escondas en ese rincón, donde te voy a tapar con costales.

—Gracias, mamacha.

No pasaría mucho rato seguro desde que el sueño me estuviera venciendo, cuando de un de repen-te desperté sobresaltado al oír que los truenos, como si hubieran bajado a reventar a la puerta de la choza, hacían estremecer los callapos, ¡raqhaq! ¡pun run! sonando.

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En eso, un tropel se oyó que se aproximaba a la choza:

—¡Mamá! ¡Mamá! —llamaron. Asustado, sus hijos seguro diciendo, bonito

nomás me cubrí lo más que pude, pero dejando siempre una aberturita para chapar.

Mi cuerpo se heló cuando los reconocí a los dos que entraron: ambos eran sus amigos del Kullko.

—¿No ha pasado por aquí cerca un hombre? —le preguntaron. Mi corazón se quiso salir por mi boca ese rato.

—No, hijos, nadie ha pasado —mintió la viejita para mi alivio. Gracias mamacha, dije entre mí, gracias mamallay.

—Caracho, ¿dónde se ha metido entonces? —diciendo volvieron a salirse. La viejita los siguió.

—¿Y quién es ese hombre, hijos?Hoy sí me fregué, dije entre mí.Es uno que nos andaba hondeando con terro-

nes empapados de querosene cuando era arariwa en una chacra de papas.

¿Cómo? Pensé, ¿serán ellos los hermanos del rayo: el trueno y el granizo?, ¿la rancha que le decimos?

—Pero no es por eso que lo buscamos —yapó—; es por otra cosa.

—Ah, vaya; por acá no ha pasado, hijos; tal vez más arriba, por el camino.

—Bueno, mamay; ya volvemos. Así diciendo se desaparecieron, mientras la

viejita se quedaba paradita a la puerta. Asustado, para que la mamacha no dijera que

yo había estado mirando y escuchando. Me tapé bien, haciéndome el dormido.

Pero de a de veras me había vencido el sueño, porque, al despertar, era el nuevo día. Había buen sol y los costales con que yo creía haberme tapa-do sólo eran pura paja brava, y no había choza, ni mamacha, ni nada, sólo el cielo azulito arriba, el nevado más allá, con sus aguas que bullando iban a depositarse a la mamacocha. Las wachwas alborotaban por ahí cerca, disputándose algunas truchas. A la distancia, ¡lej! ¡lej! ¡lej! ¡lej!, vola-ban los pájaros de puna… No corría viento. Todo estaba calmado.

¿Habré soñado? ¿Me resbalaría en el barro y me habría golpeado hasta privarme? Piense y piense bajaba yo por una ladera, mirando abajo en la hoyada las casitas alegres de mi pueblo, con las huertas orilladas de eucaliptos, donde alegres alborotaban los sirguillitos.

—La mama Rit`i, la Nieve, fue la que te salvó —me dijo el hanpeq de mi pueblo cuando fui a consultarte de las pesadillas que tenía, en las que siempre siempre se me aparecían el Kullko

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y sus dos acompañantes, agresivos, amenazan-tes, queriendo matarme cada vez—. Eso lo hizo para que sus hijos no siguieran metiéndose en problemas. Pero en de veras, esos dos hombres son el trueno y el granizo, hermanos del rayo, a quienes les gusta llevarse el espíritu de las comidas para guardarlos en su troje al fondo de la mamacocha, la laguna. Cargadas en mulas lo hacen llegar allí las comiditas que se lo levantan de los cristianos. A los arariwas o cuidakojs los aborrecen, porque el querosene que les tiran les hace arder los ojos como ají cuando se acercan. Pero a ti —dijo viéndolo mi suerte en una vela que llameaba—, te odian más porque lo matas-te al Kullko; es que ese hombre era un illa, su hijo de taita Illapa, el rayo, y este también ha de estar colérico, esperando darte tu castigo. Por eso no es bueno que andes solo por lugares descampados.

—Ellos fueron los provocadores, yo no, taita —le alegué.

—Quizá por eso mismo —me respondió— hasta ahora el padre Illapa no te ha dado su castigo.

—Pero ¿y los otros? ¿Cómo haré, papay, para que dejen de perseguirme?

—Calma ya no te perseguirán —dijo apagando la vela—; para eso vamos a hacerles despachos, vamos a rezarles al pie de la mamacocha cerca de Mama Rit´i…

Eso dijo el hanpeq; sin embargo, ellos determi-narían otra cosa, porque cuando volvimos de la puna, luego de hacer las ofrendas y los rezos, ya no la encontré a Julia, mi mujer. Los que la vieron irse, cargadito un atado, dijeron que de la mano se la llevaba un kullkito, por arriba, por la subida de Ayán, y que cuando los están viendo se desaparecieron, como yéndose en dirección a las montañas sagradas el Yarupajá.

Sin saber qué hacer, llorando me fui por esa cuesta. La mangada se desató en esos momentos. Corrí buscando un refugio, pero no bien avancé un trecho, sentí que un rayo lo hacía estremecer mi cuerpo y que mi rostro iba dar de golpe sobre el pasto recién lavado, hasta quedar aquí donde mis ojos se están cerrando…

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Has de saber, hija, que al dios arco iris Tulumanya mucho le gusta perseguirnos a

las mujeres, sobre todo a las muchachas como tú. Cuando nos envuelve, clarito se siente que pica por todo el cuerpo, medio cosquillando todavía. Para sanarse de ese mal es bueno hervir hilos de colores entreverados con polvito de cuerno de carnero negro, ajos y hojas de pachacrá. Una vez que los hilos se destiñen, recién se toma.

Por eso hay que tener cuidado de no acercarse así nomás a los lugares donde nace el arco, que es un gato negro con ojos por donde salen los colores como lanzados por reflectores… Una vez yo sin darme cuenta me lavé en un puquial donde nacía el arco. Al advertirlo, me alejé corriendo, pensando que mi cuerpo empezaría a picarme; pero no sentí nada, ni ese día ni durante otros. Fue después de algunas semanas todavía que me di cuenta que mi barriga estaba hinchada, y que

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cada vez se iba inflando más. Como ya estaba comprometida con tu taita, pensé que estaría encinta. Mas cuando me fui a verla a la curiosa, doña Laga Tomasa, que vivía por abajito por la Kolpa, me dijo que el arco iris, el dios Tuluman-ya, me habría empreñado. Entonces empezó a darme bebidas, a curarme, a fin de botarlo. Mi ropa se quedó impregnada de uno como líquido blanco, baboso, que después cuando lo vimos con la curandera, casi me muero de susto: era un gusano larguito, como del tamaño de un dedo, parecido al lacato, con dos cuernitos…

Del ichic ollco o duende hay que tener cuidado también; así como al arco, le gusta de igual modo empreñar a las mujeres… A una señora de abajo, de Aitumanga, la cubrió en la quebrada, sin que ella recuerde ni cómo ni en qué momento. Ella estaba lavando ropa, todo distraída, cuando de un de repente se asomó dizque uno como un niñito nomás, calatito, tocando su tambor. Ella se levantó asustada, iba a correr, pero menos mal que el otro desapareció… Conforme pasaron los días se dio cuenta que estaba preñada. Igual que cualquier mujer enfermó y a los nueve meses debía dar a luz. Le dijeron que el parto era más doloroso que para cualquier criatura normal. Por eso una curandera tuvo que venir a atenderla… Junto a la cama de la parturienta puso sal la mujer, para que el ichic ollco ahí nomás se que-

dara. Pero en eso en que la señora estaba con sus dolores, ¡ploc!, reventó algo así como una bolsa llena de aire cuando se le aplasta; y dicen que una criatura rubia, con su pelito como la candela todavía, veloz salió corriendo, perdiéndose en la oscuridad.

Esa experiencia la volvió más precavida a la curandera. Por eso cuando otra mujer salió embarazada del ichic ollco, ella le dijo, Para que no se nos escape, prepara una olla de barro nueva, sin uso, ahí lo vamos a hacer caer el día del parto; es bueno agarrar al duende porque trae suerte… Y de veras, con todas las precauciones esta vez, en cuanto cayó nomás taparon la olla. A los dos días, cuando fueron a verlo, el duende ya no estaba, se había escapado dejando su caquita de puro oro como pago de su libertad. Más allá, saliendo de la casa, encontraron en el suelo su rastro como de babosa.

El taita Orko, el espíritu de los cerros, tam-bién mucho se aficiona de las jóvenes, hija. Dejando de ser halcón o cóndor que anda revo-lando entre las nubes, tomando la forma de un gringo buen mozo, de barba rubia, vestido con chamarra, pantalón de vicuña y ojotas, se presenta. A su hija de tu tía Agucha, la mayor, una muchacha bonita, delgadita nomás, así se le había presentado un día cuando se hallaba pastoreando. Vamos, entra, le había dicho el Orko

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llevándola con engaños, hasta un cerro que se abrió dejando una entrada como puerta; entra, conocerás mi casa. Cuando ingresó, la muchacha dizque vio adentro, toda asustada, que las cosas que habían eran de puro oro y plata, y que más adentro se extendían campos llenos de ganado, donde las llamas y las alpacas cubrían como nubes los cerros. El pasto era verdecito y discurría entre árboles altos y corpulentos, agüita cristali-na. Cantarinas sirguillitos alborotaban el lugar… Allí el dios la había hecho su amante. Un día la muchacha, ya lo ha olvidado, cuando su mamá, su taita, sus hermanos, se habían cansado de bus-carla, de un de repente apareció acompañada de un wambracha rubio, bonito, gringuito. Pero no llegó a la casa de tu tía Agucha, sino a la choza de su hermana Antonia que vivía al pie del camino a Parobamba. Ahí a ella le había confiado que no quería que sus padres la vieran porque no iban a dejarla volver. Por nada ha querido dejarme venir el Orko, tanto le he suplicado, y ha aceptado sólo para darles aviso que estoy bien, que de mí no tengan pena; este es mi hijo, conócelo. Así dicien-do se había vuelto. Al wambracha yo también llegué a verlo. Pasaron por mi lado cuando regre-saba del molino. Bonita criatura, para no creer…

De taita Intip, el padre Sol, también hay que tener cuidado. A veces cuando las muchachas amanecen destapadas, con su cuerpo calapacho

al aire, él las posesiona con sus rayos tibios, agradables, que producen una somnolencia dulce mientras las va preñando. Después dan a luz un niño blanco, rubio, como el padre.

Pero a diferencia de los dioses bondadosos, que sólo se aficionan de las muchachas para dejar su semilla; al Supay, el diablo, lo que más le importa es hacernos caer en el pecado o buscar nuestra desdicha. A veces, tomando apariencia de cristiano se nos presenta, como se le presentó a mi prima de segundo grado doña Fidela Cotrina. Ella era joven entonces y la asediaba don Llupico Yucra, un hombre casado, natural de Maraybam-ba… La Fidela, de tanto que el hombre la fastidia-ba, se había enamorado también, sin importarle ya su mujer ni sus tres hijos. Cuando se hallaba sola, pastoreando sus borreguitas por el alto de Machajuay, piense piense en él nomás paraba. Hasta que una vez, en eso que está pensando, lo vio asomarse a lo lejos, sonriendo, itacado su ponchito. Ella, feliz, corrió como nunca antes a los brazos abiertos que él le ofrecía. Vueltas y vueltas se besaron ahí sobre la huaylla, se ama-ron… Pero ese hombre no había sido don Llupico, sino el espíritu malo; porque cuando ella llegó a su casa estaba transtornada, feo los volteaba sus ojos riéndose, hablando sólo de don Llupico, diciendo que se iba a casar con él, que así se lo había prometido después de hacerla su mujer… Su

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mamá, asustada, no sabiendo qué hacer, se fue a verlo a don Llupico. Él se negó que se hubieran visto con la Fidela, alegando que ese día para nada se había movido de su casa porque estuvo ocupado pishtando chancho con su señora, sus hijos y más sus parientes que habían venido de visita de Maraybamba. Que ellos eran testigos… Desesperada tía Petrona, luego de varios días que su hija seguía en el mismo estado y más aún se estaba empeorando, le suplicó a don Llupico que viviera un tiempito con su hija a ver si asina se sanaba. Él consultó con su mujer, y ella, com-padecida como era, estuvo de acuerdo. De ese modo, no sólo un tiempito vivieron, sino varios años, hasta su muerte de la pobre Fidela, que no mejoró, llegando a tener dos hijos más bien, que nacieron normales felizmente.

A veces el enemigo, hija, sin dejarse ver nomás, se halla en nuestro junto mal aconsejándonos, tentándonos para que pequemos entre parientes cercanos o entre comadre y compadre. Por eso no hay que tener mala cabeza, porque puedes ser causante para que tus hijos nazcan deformes o con cola de cerdo. Yo me acuerdo de dos herma-nos, varón y mujer, que vivían en Pargay, junto a Huinllurca, dedicados al pastoreo y a la siem-bra. Sus padres habían muerto y la soledad los iría juntando poco a poco seguro, hasta terminar haciéndose de hijos… Cuando nació el primero, la

muchacha dijo que era de un forastero apellidado Ochante, que había venido dizque de Tauca para la fiesta. Y cuando nacieron los otros, ya no dijo nada, aunque siguieron apellidándose Ochante y no Huamaní como ellos. El forastero nunca se dejó ver.

Cuando Timoteo Ochante, el hijo mayor, ya hombre, se separó de Eusebia, su primera mujer, para casarse con otra; aquella, colerosa como esta-ba, ante tanta gente reunida en el velorio de don Brígido Domínguez, dijo, ¿Ah, sí?, está bien pues que se case con la Adelaida, que ahora sea ella ya también quien se afane trasquilando su rabo. Como no le entendimos bien, contó que el Timoteo tenía un rabo pequeño, pero gruesito, con cerdas, que cuando estas no eran recortadas le ofendían. Masque han de poner atención, decía, cuando se sienta nunca se sienta de frente, sino de costadito nomás porque su rabo le ofende…

Las mismas personas se pueden volver demo-nios, hija, por el delito de vivir entre familias carnales. Antes de morir, esas personas ya penan convertidas en animales espantosos como las jar-jachas, que son unas llamas con dos cabezas, de lanas sucias como estropajos que cuelgan de sus cuerpos sarnosos, pestilentes. Las almas pecado-ras se desprenden de su cuerpo durante el sueño para salir a vagar por cerros, encañadas, por sitios donde hay tierra pesada, tierra de muertos

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sobre todo. Gritando como pavos, ¡kar! ¡kar! ¡kar! corretean haciendo tronar sus dientes en las noches oscuras o bajo la luz de la luna… Mi abuelito Domingo, que era bien valiente y hasta una vez había peleado con un puma, una noche cuando volvía solo de la toma de agua, se había dado cuenta que una sombra lo venía persiguien-do. Entonces él, sacando su correa, la esperó bien plantado en el camino. Era una jarjacha que botando candela por la nariz y la boca, se fue de frente a atacarlo. Él a puro correazos por la cabe-za, por el lomo, por donde le caiga, la hizo humi-llarse hasta hacerle decir, ¡Ya no me pegues!, ¡ya no me castigues!, yo soy tal persona, vivo con mi hija, por eso estoy castigado a vagar convertido asina. Y mientras hablaba, se fue transformando en un hombre togado, un hacendado, que se quedó quejando en el camino mientras mi abuelo se alejaba. Ese hacendado había sido un tal Carlos Bocanegra, dueño de Huataullo, quien convivía no con una, sino con sus tres hijas. Ese demonio había dicho una vez refiriéndose a su madre, si el lugar por donde salí está allí, por qué no puedo entrar por ahí mismo. Y había tenido relaciones carnales también con ella. Decían que ese hombre era malo, muy malo. Cuando alguien llegaba a su hacienda tenía que tocar tres veces una campana que había junto a la tranca de entrada y saludarlo bajando la cabeza con el sombrero en la mano;

si no se humillaban así, en seguida los mandaba flagelar con su mayordomo o sino él mismo los hacía encogerse a zurriagazos. Dicen que habla-ba: el día que me muera los diablos van a querer cargárselo mi cuerpo, pero yo me voy a ocupar de que no lo hagan. Y para eso hizo construir un ataúd con tres cajones: el primero de madera, el segundo de bronce y el tercero de acero; este último para que los diablos no pudieran acercarse. Su tumba está en un lugar rocoso, algo alejado de su hacienda, con otros nichos de su familia al lado; hay escalinatas de piedra para subir hasta allí mismo. El día que yo muera, había dicho, temblará la tierra. Y de veras, su boca se acertó: el día que lo llevaban a enterrar ocurrió el terremo-to, ese año en el que quedaron sepultados varios pueblos y murió tanta gente. Dejándola tirada su caja los acompañantes habían corrido, y como a los quince días todavía lo enterraron. Actual-mente, con tantos temblores que hay por estas tierras, la entrada de su nicho se ha resquebrajado y ha quedado un hueco por donde se puede meter la mano y tocar el ataúd de acero.

En las relaciones de las mujeres con los curas, también tiene que ver el demonio. Me acuerdo de la Claudia Churata, mi lechigada que era, con quien aprendimos a firmar juntas nuestro nombre bajo las enseñanzas del Manco Shishi, el único leído en el pueblo. Ella, siendo mujer

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madura ya, solterona, vivía dizque con el cura de Sihuas, que siempre siempre llegaba con cual-quier pretexto: un bautizo, un matrimonio o una misa de difuntos. La gente hablaba diciendo que por las noches, convertida en nina mula, la Clau-dia era cabalgada por el demonio en forma de cura sin cabeza. Varias personas decían haberla visto bajar por la quebrada, respingando, con el demonio en su encima llevándola bien cogida de los cabellos como si fueran bridas… Bueno, yo no llegué a verla asina, pero en cambio lo que sí tengo recuerdo es que cuando ella estaba grave, ya próxima a morir, los que la cuidába-mos en su lecho, oímos a medianoche, afuera, el relincho de un caballo primero, ¡hiiiiii! ¡hiiiiii!, y después el galope detrás de la casa, ¡pututún! ¡pututún! ¡pututún!, acercándose o alejándose… De un de repente cuando nos descuidamos, cla-rito sentimos que entraba a la habitación algo así como un viento y que la sacaba a la Clau-dia de su lecho. Asustadas las acompañantes miramos la cama y la vimos vacía… Corriendo salimos afuera y la agarramos cuando ya se iba lejitos… Pero otra vez ocurrió igualito, y otra; el menor descuido y ya la veíamos de nuevo saliendo de la casa… Así, de tanto cuidarla, nos venció el sueño. Al siguiente día, alrededor de su boca, amaneció señalao señalao la marca de las riendas y sus pechos también llenos de heridas,

como las que dejan las espuelas en el costado de las bestias.

Cuando en un pueblo abundan los pecados y es mucha ya la corrupción, hija, los espíritus bondadosos de lo alto: Intip, Illapa, y los de acá de la tierra: los wamanis, la Pachamama y a veces hasta el mismo Amaru, se enojan mala-mente y mandan feos castigos, como huaycos, aluviones, granizadas, terremotos, pestes, ham-brunas… Al Supay también lo ponen en apuros tratando de desaparecerlo, taita Illapa sobre todo, que lo persigue por todas partes, disparándole sus rayos; pero el demonio maldesao se para escon-diendo tras las personas; por eso es malo andar por los sitios descampados cuando hay tormenta; por acertarlo al Supay, taita Illapa nos puede cas-car a nosotros nomás y matarnos. El diablo más para, dicen, por los lugares donde hay entierros de abortos, y es por eso que por esos lugares es donde más cae el rayo.

Cuando uno anda por esos sitios malapartes es bueno llevar un anillo o una cruz de acero, coquita pa valor, sal y ruda. A las criaturas hay que prepararles una bolsita chiquita de trapo, para que la ollquen en su cuello o la lleven amarrada a su faja. Además de ruda, hay que ponerles ajos y alcanfor. Si no las llevamos así, los cerros chúcaros, los jirkas malignos, pueden comérselo su corazón, tal como se lo cachcaron

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de tu hermanito el mayor cuando con tu taita volvíamos de Quiches. La mangada nos agarró a medio camino en un feo paraje y tuvimos que buscar refugio entre las peñas. Bajo una tremen-da roca que con el terremoto se había despren-dido, quedándose medio inclinada, nos guare-cimos y nos resignamos a pasar allí la noche. Durmiendo cuando estábamos, sentí en medio de la oscuridad que tu hermanito se deslizaba de mis brazos hacia abajo por entre el poncho con el que estábamos tapados. Recuperándolo, asustada, me quedé pensando, sin despertarlo a tu taita. ¿Qué?, dije entre mí, ¿me habrá pareci-do que lo arrastraban? A partir de esa hora ya no pude dormir. La lluvia había calmado, pero la noche estaba muy negra. En eso, clarito cuando estoy sintiendo, alguien se lo jala de nuevo por entre la cobija. A las justas lo empuñé cuando ya se estaba escurriendo por mis pies, llamán-dolo asustada a tu taita, ¡Agapito!, ¡Agapito!, que roncaba al lado. Él salió, ¡Qué pasa!, ¡qué pasa!, diciendo. Pero afuera no había nada, sólo el silencio… A los pocos días nomás, la criatura empezó a aguadijarse, a tener fiebre, a ponerse muy mal. La llevamos a una curandera, y ella pasándole un cuy nos dijo que estaba comido un pedacito de su corazón y que era muy difícil ya sanarlo; aun así hizo la prueba de curarlo, pero al mes falleció.

Por eso, es malo dormir en el campo sin nin-guna protección o sin hacerle ofrendas a los jirkas chúcaros o sin escupir en dirección adonde se hallan, en señal de saludo. A veces, tomando la forma de algún animal pueden acercarse también a hacerle daño a uno, como al Eulogio, su hermano de la Nicolaza Ponte, quien se había dormido en una huaylla junto a un ojonal, al pie de un cerro chúcaro. Al despertarse, un gatito estaba sentado a su lado, y cuando quiso agarrarlo desapareció de su delante. De ahí nomás su boca del pobre hombre se torció y empezó a formar pus. Su mamá, que era curandera, logró mejorarlo de lo que se estaba pudriendo; sin embargo, ya no quedó normal.

Pero antes que a los jirkas chúcaros son a los apus buenos a quienes no debemos olvidarnos de reverenciarlos, hija. No hay que permitir por nada que su cólera se desate. Haciendo ayuno, comportándonos como ellos desean y hacién-doles despachos con coquita, ron, sangre de los animalitos, lograremos su bendición, haremos que den su milagro para que haya lluvias, abundancia de cosechas y aumento de nuestro ganado. Que no vuelva a ocurrir, dios taytito, por nuestro mal comportamiento, ese castigo que padecieron nues-tros bisabuelos con esa hambruna que hasta hoy nos espanta, donde las lluvias se ausentaron por años, desaparecieron los manantiales y las cha-cras se volvieron polvorientas. La gente lloraba,

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los animales se comían entre ellos y las aves en pleno vuelo se caían. El único lugar donde había unos ojitos de agua era en el cruce del camino entre Aitumanga y Warakuy y también, de veras, en Ambrashkolpa. Todas las noches mi bisabuelo, o tu tatarabuelo, dicen que regaba sus papitas, su cebadita, su triguito, trayendo agua en porongos, plantita por plantita. Los apus harían su milagro seguro para que sus papitas se ullullmaran, fru-tearan de nuevo, después de la primera saca. A él solito la gente de todas partes acudía a verlo trayendo de regalo sobrecargas, monturas, sogas. Y él les obsequiaba triguito, cebada o papas, poquito poquito a cada uno para hacerlo alcan-zar… Cuando algún granito de trigo o cebada se caía, perdiéndose en alguna rajadura de las piedras o en la tierra misma, a golpes dizque se agarraban quitándose, y lo sacaban ayudándose con agujas, palitos o espinitas; pero no lo hacían perder por nada…

Todo esto que te acabo de referir, hija, es para tu bien, para que tengas cuidado y no caigas así nomás en la tentación; para que mañana más tarde no digas: mi mamita no me dijo, no me advirtió, y vayas a maldecirme. Guárdalo bien en tu memoria. Háblales también asina a tus hijos cuando tengas, para que sean buenos comunru-nas y no anden después llorando, lamentando su mala suerte, su fatal destino…

Faltando poco para que alguien muera,su alma vaga recogiendo sus pasos, vestido

igualito como en vida, con poncho, con sombrero, con llanques…

«La Tomasa tiene su casero, don Pedro», le habían dado cuento.

Entonces el viejo se emborrachó, montó en su mula, se arremangó el sombrero y se aseguró que su cuchillo no faltara en su alforja.

Esa noche la luna salió blanquita, y él vio que la Virgen hilaba. Pero ni eso le conmovió. «Ni el ángel de su guarda la va a salvar, carajo». El viejo estaba herido en lo más profundo. La rabia le quemaba.

Fea, pedregosa, era esa cuesta. Pero ya había pasado la quebrada. A esa hora en que todo era silencio.

Allá lejitos sobre el cerro estaba la choza, a un costado del camino.

Altos los eucaliptos parecían contemplarle recelosos toda esa travesía.

Viejo puñalero

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A poca distancia de la choza, el viejo decidió esconder la bestia y avanzar sigiloso a pie.

El reflejo de un cuchillo avanzó como una luciérnaga entre el monte.

Los perros aullaron con voz filuda en el momen-to en que el viejo vio salir de la casa la silueta de un hombre.

Gramputa, ahora vería. Dos candelitas sus ojos.Como si nada, el jijuna bajaba por el camino ita-

cado su poncho. No tardaría en pasar por su lado.Al fin lo vio de cuerpo entero. No pudo dis-

tinguir su rostro. El ala del sombrero oscurecía su cara.

Los eucaliptos se agitaron con una súbita ráfaga.Ni para pedir perdón le daría tiempo.Como un puma saltó cogiéndole del cuello

con un brazo y con el otro le metió por la espalda dos, tres, varias puñaladas… De un empellón lo arrojó de bruces sobre el camino.

Soberbio, en jarras, el viejo lo contemplaba ahora, tratando de reconocerlo a la luz de la luna.

Esperaba que el otro, en el estertor de la ago-nía, levantara el rostro para saber por quién y por qué moría.

Y ahí nomás, cuando ya estaba por lanzar una grosería, se quedó mudo, tembloroso, al reconocer en el otro su propia sombra agonizante, mientras sentía en la espalda un dolor de cuchilladas y que la muerte se atracaba en su garganta…

Hacia el Janaq Pacha

Por los caminos del zorro habría venido.Y tú mirabas, mirabas desde la plaza los blan-

cos caminitos de nube estirados en los cerros.¿Desde arriba? ¿Desde el Janaq Pacha?Quién sabe.¿Pero ella sería de veras?: la Emicha Huayhua,

¿tu madre?Dudabas.¿No estaba pues muerta? ¿Acaso los mili-

tares no bombardearon a la columna entera desde un helicóptero? ¿No viste tú mismo sus huesos calcinados en esos carrizales a orillas del Apurímac?

Seguías dudando, ahora que la habías visto, llamándote desde una esquina de la plaza, bota-dito así como te encuentras, sangrando por nariz y oídos, sin sentir la helada que como lana cae sobre tus dientes.

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Ya amanecería. Ya asomaría en el cielo alto de la madrugada el cuchi pishtag, el lucero que hace sangrar el amanecer.

También los ronderos vendrían, agarradas sus hachas, sus picas y carabinas viejas a ver si el niño senderista, «el wambra terruco», seguía vivo.

Y como si tu pensamiento los hubiera traído, oyes sus pasos entrando en tropel a la plaza, sus voces aguardentosas que reniegan y carajean; pero tú ya estás en las últimas y apenas los sien-tes llegar junto a ti, cuando el último hilito de aire se te escapa…

Ya ahora con el cuerpo liviano, como peda-zo de neblina nomás que fueras, paradito estás viendo desde un costado de la plaza, cómo a tu cuerpo lo están pateando.

Taita Intip, que acaba de salir, derramando está su oro tibio, medio sangroso, por las loma-das y cerros altos.

Y mientras las mujeres parlan alborotando la mañana al igual que las torcazas ahí en los eucaliptos, los hombres, que han traído sus picos y palas en vez de armas, arrastrándote están a una esquina de la plaza.

—Aquí, aquí —dice el teniente gobernador, bufanda al cuello, sombrero shillpiento—, aquí de pie con los brazos abiertos como una cruz, mirando el camino de Antacocha; para que nunca más entren por este lado los terrucos.

Estás viendo cómo tapan tu cuerpo con tierra, cómo algunas mujeres lajpirean diciendo, Gua-gua todavía era pues, por su madre se metería en esto.

¿Tu madre?Vuelves a reparar por donde la viste hace un

rato nomás, y nada; por arriba, por la cuesta Escalón, tampoco. En eso, tu tío Sabino aparece más bien. Acaba de detener sus burros para mirar tu entierro. Te acercas. «¿Tu madre?», está viva, te dice, «te espera más arriba, acabo de verla». «Mentira, le respondes, «mentira, tú también estás muerto». Entonces, sin responderte, empieza a empujar sus burros para que avancen, para que sigan su camino.

Y mientras una cruz están plantando sobre tu sepultura, triste acabas de ponerte viendo el caminito tras la loma del cementerio, por donde anoche nomás llegaste con los guerrilleros a dar dizque escarmiento a los traidores, a «hacer sentir la autoridad de la revolución», según fueron sus palabras del mando: el camarada «Wence». Y ahí te estás viendo ahora, envuelto en piel de carnero como los otros, entrando por la quebradita entre los alisos que por allí forman un bosque. Y en tus oídos suenan todavía, entreverado con el cull cull del agua, la voz del vigía de los ronderos, gritando, ¡Nos atacan los terrucos!, ¡nos atacan!, mientras corre saltando piedras y soltando tiros al aire,

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después de haber sospechado seguro que esa mana-da no era manada… y ahí fue que aparecieron de todas partes patrullas de ronderos y más comuneros con sus mujeres y perros, y ahí mismo fue también que ustedes reventaron dinamitazos y soltaron el fuego, entre vivas a la lucha armada y mueras a los traidores. Dos, tres, cuatro ronderos cayeron ahímismito bañados en sangre, luego un comune-ro, después una mujer… Eso les alocó a los perdi-dosos que ahora sí disparando, lanzando piedras con honda y enfrentándose a garrotazos y cuerpo a cuerpo empezaron a hacerlos retroceder a «los compañeros» y después hacerlos escapar a lo «qué cuenta tengo», dejando regaos sus muertos, entre hombres y mujeres. Tú mismo caíste herido por una pedrada en la cabeza lanzada con honda cuando detrás de unos puyós arrojabas tarros con dinamita. El teniente gobernador, saltando sobre hortigones, piedras, charcos, gritaba alocadamente persiguien-do a los últimos, ¡Ganamos! ¡ganamos!…

Ahora están enterrando a tus otros compa-ñeros, luego de haberlos sacado arrastrando del local del municipio. «Uno en cada esquina» dicen, «para que cuiden la entrada al pueblo»… En eso, alcanzándose huashco los hombres cuando están, alguien grita señalando tu sepultura al otro lado de la plaza, ¡Miraran!, ¡miraran! ¡La Emicha acaba de dejar flores sobre la sepultura del wambra!

—¡Dónde! ¡dónde! —se vuelven a mirar todos.

Tú mismo abres bien tus ojos, pero no la ves a ella por ningún lado.

—¡Ya se desapareció, se fue tras su casa de doña Tomasa!

—¡Qué dizque! Ella está muerta, ¿no lo sabían?—Pero… ¿y las flores? —¿Y las flores?Ahora están corriendo. Tú mismo estás

corriendo.Ahí están las flores, frescas, silvestres. Las levan-

tan, las huelen… ¿De dónde las traería? Del otro lado del río Pampas seguro, sólo por allí había, y en un solo sitio: en Atoghuarco. ¿De Atoghuarco?, ¡manam!, ¿quién podría subir a esa fea pendiente de purita roca viva y puntas como cuchillo? Pero ella iría, su hijo era, ¿no lo sabían? ¡Achachay!, alma condenada sería ahora. O wayra warmi, quién sabe, mujer de viento. ¿Acaso?, mujer del arco iris tal vez, del dios culebra Tulumanya…

Dejas de oírlos porque ahora estás yendo al encuentro de Sabino, que nuevamente viene arreando sus burros, sin nada, como cuando vol-vía de Ocros cada que bajaba llevando carga de don Zaragoso.

Medio molesto te mira. Qué esperabas, tu madre aguarda en el camino que va a Changa.

¿A Changa? ¿Por ahí por donde decían que se iban los muertos?, ¿por ahí desde donde se despedían para siempre del pueblo?

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Ajá, por ahí mismo.Y él, él ¿adónde iba? «Yo me voy aparte, por otro camino».Hay tristeza y cansancio en su rostro. Te fijas

en sus manos. Sangran allí donde antes hubo dedos. Pobre, estará vagando por la tierra buscan-do «años», esa hierba que hace crecer los dedos a las almas que los han perdido intentando subir el Coropuna, la montaña más alta donde viven los auquis y los espíritus de los runas muertos, afana-dos en sus ocupaciones que tuvieron en vida.

Y mientras se alejaba, medio lloroso, te entra a ti también un sentimiento, más que esa vez en que se lo llevaron los senderos, Vamos a la gue-rra grande, compañero, diciendo, cuando araba con sus bueyes su chacrita. Él no quiso ir. Pero igual nomás se lo llevaron, dándole un revólver viejo para que se defendiera… Y como el abuelo estaba por morirse de pena, una tarde la Emicha, tu madre, advirtiéndote que cuidaras al chachilla, se fue a darles alcance a los compañeros cuando pasaban por la altura, a suplicarles que lo dejaran volver a su hermano.

Pero a ella también se la llevaron, y el abuelo, más que por Sabino, murió por ella, por la hija… de ahí no supiste nada de ellos. Hasta que alguien trajo la noticia de sus muertes… Y cuando volvías de ver ese carrizal bombardeado, te topaste con el pelotón guerrillero que dizque estaba yendo al

pueblo a vengar la muerte de tu madre, de tu tío y de los demás combatientes caídos, y te pidieron incorporarte al Ejército Popular, compañero…

Y ahora que tu tío acababa de perderse por el camino de la Kolpa, te vuelves hacia la cues-ta de Changa… ¡Vaya!, por fin puedes verla de nuevo. Allí está ella, tu madre, avanzando, como flotando entre las cortaderas que ondulan con el viento, con su vestido que flamea.

En sus ojos pardo-oscuros se estará llevando quién sabe el amargor de la tierra.

Ahora se ha vuelto a mirarte, paradita entre los penachos blancos de las cortaderas, y está que te llama agitando la mano.

Pobre tu mamita. Esta vez no se iría sola.Te apuraras. El sol ya caía. Y los caminos se

estaban cerrando.Itacado tu poncho subes la cuesta.Sentada en una loma donde verdea el pasto,

ella te espera.Un caminito de nube se asienta sobre la cima.¿Hacia el Janaq Pacha, el mundo de arriba?,

piensas, ¿por allí?Desde el río sube silbando un vientecito hela-

do. Tristes y solas parecen quedarse las casitas del pueblo, ahora que los comunrunas, bajo el bosque de aliso, llevan cargados sus muertos camino al cementerio…

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[Glosario]

achachay: ¡qué susto!

achallau: ¡qué bonito!

achic: brillantez, resplandor, gran luminosidad.

allauchi: pobrecito.

allko: perro.

allau: pobre, desdichado.

anaychi: interjección que denota pereza (equivale a ‘no tengo ganas de hacerlo’).

asina: así.

anchado: cogido, sujeto.

bijuquiar o bejuquear: equivale a comparar con un bejuco en movimiento.

calapacho: calato, desnudo.

cachaco: policía, militar.

cachucha: kepis.

caja: bombo chico.

callapo: horcón.

cancha: maíz tostado.

challhua: pez de río.

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chapar: coger / mirar.

charquear: salar y poner a secar al sol la carne.

chasnar: sonido del agua al hacer contacto con un cuerpo candente.

chilca: arbusto de tallo delgado y hojas menudas.

china: mujer joven.

chirapear: llover con sol, dando lugar al arco iris.

chiuche: niño, chiquillo.

cho: amigo.

cholito: niño mestizo.

chúcaro: cerril, salvaje.

chucro: seco y duro.

chuncha: recelosa, apocada.

devisar: perderse en la lejanía.

gro: trago (mezcla de alcohol, té y limón).

guagua: niño de pecho.

hom: hombre.

huacho: oveja, huérfano.

huallqui: compañero.

huanquilla: danza, grupo danzante.

huajayllar: reír, carcajear.

huashco: trago (mezcla de alcohol con té u otra yerba aromática).

huaylla: pasto, grama, grass.

huayunca: lugar donde se guardan las mazorcas de maíz.

huicapear: arrojar.

huishtuquear: forma de caminar de quien tiene los pies torcidos.

itacar: terciar el poncho al hombro.

jalca: puna.

jipar: hipar, respirar con dificultad.

jushga: curioso.

kuya kuya: filtro, bebida o amuleto para hacerse amar.

ketu siki: rabona, mujer que suele acompañar a los soldados en las marchas y en campaña.

lajla: alabancioso.

laya: modo, manera.

lic-lic: ave de la puna.

llanque: ojota, sandalia de jebe.

lloque: arbusto de madera dura.

lliclla: manta que usan las mujeres.

lloclla: torrentera, violenta corriente de aguas.

macollar: llenarse de follaje.

machca: harina de trigo cocida.

machucar: aplastar.

magana: mazo pequeño para tocar la caja o bombo.

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mallmar: bullir.

mana válej: flojo, débil, que no sirve.

mangada: lluvia intensa, tormenta.

mashua: tubérculo parecido a la oca.

masque o masqui: sin significación, sirve para enlazar palabras.

matancar: llevar al hombro.

millcar: llevar algo en la falda recogida como bolsa.

minga: minka, persona que participa en un trabajo colectivo.

mishti: misti, señor, hombre poderoso.

miskipar: gustar, saborear.

muchar: besar.

mullpo: polvo.

muñá o muña: yerba aromática y medicinal.

nuna o runa: hombre.

ñusta: princesa inca.

ñutu: hecho trizas.

oiganes: equivale a ‘ustedes que me escuchan‘.

pachaca: grupo danzante.

palla: mujer danzante.

panatahua: danza de la etnia del mismo nombre.

parva: lugar donde se cosecha el trigo.

pashtañahui o gashpañahui: ojos con pestañas rizadas.

peyllé o paylla: retribución al peón o jornalero por el trabajo realizado.

picsha: pequeña bolsa de cuero en el que se deposita la coca.

pirca: muro ancho de piedra.

pishtar: degollar.

poyo: asiento de adobe y barro arrimado a la pared.

puquial: manantial.

quipi o quipe: atado que llevan las mujeres a la espalda.

quirma: camilla rústica para transportar heridos o enfermos.

queresa: moscardón azuláceo, aparece cuando hay carne en estado de descomposición.

reparar: mirar.

rompe: víspera.

roncadora: caja, bombo pequeño.

ruchuco: arbusto espinoso de frutitos rojos.

shingo: gallinazo.

shojmar: frotar.

shucaqui: jaqueca.

sirguillito: especie de canario.

intip: sol.

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taita mayo: se refiere al Cristo de Huaraz cuya celebración es en mayo.

tatau o atatau: ¡qué asco!

tanco: bajo, empatado.

tancoseando: caminar del tanco.

taruka o tarugo: venado.

temple: valle cálido de la sierra.

terciana: paludismo.

togao o togado: señorial, distinguido.

tuktupillín, putilla o piturrín: avecilla del tamaño de un gorrión, de pecho y moño rojo, y alas negras.

vara de campo: autoridad india.

wachwa: pato silvestre.

wayra: viento.

warmi: mujer.

wiku: enfermedad en el que se pudre el hueso.

wirakocha: antiguo dios incaico; nombre que se da a los señores de la clase alta cualquiera que sea su raza.

yanasa: amiga.

yana puma: puma negro de gran ferocidad.

yunca: danzante varón.

zampao: borracho.

zanco: mezcla de harina con agua.

aclla: joven escogida para el culto al dios sol.

achachay: interjección que denota miedo.

achallau: ¡qué bonito!

allko: perro.

amancay: planta silvestre de flores amarillas.

amaru: serpiente mítica, culebra de gran tamaño.

amonser: se traduce por “hacer de cuenta”.

añojo: toro joven.

asina: así.

ayataki: canción de los muertos.

ayla: rito de iniciación sexual de los jóvenes.

burro achické: burro que come gente.

cachaco: policía, militar.

calapacho: calato, desnudo.

callapo: horcón.

casera: amante.

catay: interjección que indica que algo ‘es así, de este modo, de esta manera‘.

chapetón: español (en tono despectivo).

chiclayo: calabaza.

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chilca: arbusto de tallo delgado y hojas menudas.

china: mujer joven.

chipak: con brillantez, con gran luminosidad.

chonta: planta de madera dura y fuerte, especial para hacer bastones.

chullo: prenda para cubrirse la cabeza.

chuño: fécula de la papa.

chuspita: bolsa pequeña de lana que se usa para llevar hojas de coca.

gárgach: ave nocturna malagüera.

haciendaruna: peón de hacienda.

huajayllarse: reírse, carcajearse.

huallqui: compañero.

huashco: trago (mezcla de alcohol con té u otra yerba aromática).

huishtu: pies torcidos.

huatu: nudo.

ichu: icho, pasto muy duro propio de la puna.

jalca: puna.

jipar: hipar, respirar con dificultad.

kanra: sucio (terrible insulto en quechua).

Kañihua o kañahua: fruto pequeño de color negro que comúnmente se come tostado y molido.

katekilla: dios rayo.

kekeq o uma pawan: cabeza voladora.

kirma: camilla rústica para transportar heridos o enfermos.

kollasuyo: región de los aymaras.

kukulí: paloma, tórtola.

kurpa: terrón.

lajpirear: lloriquear.

laya: modo, manera.

llanque: ojota, sandalia de jebe.

lliclla: rebozo, manta que usan las mujeres.

majada: lugar donde el ganado deja su estiércol para abonar la chacra.

mamacocha: el mar.

mashua: tubérculo parecido a la oca.

masque o masqui: sin significación, sirve para enlazar palabras.

maula: cobarde.

mita: trabajo obligatorio en las minas.

nakacho o nákaq: degollador.

oiganes: se traduce por ‘ustedes que escuchan‘.

orko: cerro.

pachaca: grupo danzante.

pasñacha: doncella, jovencita.

picchar: escoger las hojas de coca que se van a consumir.

pishtako: nakaq, degollador.

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prosista: orondo, ufano, orgulloso.

pucha: exclamación que denota sorpresa o zozobra.

pukakunka: cuello colorado.

punle o bunle: poza.

quipe o quipi: atado que llevan las mujeres a la espalda.

runa o nuna: hombre.

rebozo: manto, lliclla.

retobado: terco.

rondero: el que cumple servicio de ronda o vigilancia.

sacador: negociante de ganado.

samacuy: descansar, reposar.

shaproso: barbudo.

shishu: planta espinosa.

shapingo: diablo, demonio.

shinguá: ortiga.

shucshu: vara de chonta.

supay: diablo, demonio.

taita: padre.

temple: valle cálido de la sierra.

togado: señorial, distinguido, decente, elegante.

untu: grasa.

uta: enfermedad de la piel.

viracocha: señor.

wambra: niño.

wambracha: niñito.

waraka: honda.

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achachay: interjección que denota miedo.

ajes: gritos guerreros.

ajtuy: escupir.

allko: perro.

apu: deidad andina que mora en los cerros y montañas.

arariwa: cuidador de los sembríos.

aromo: variedad del color rojo.

asina: así.

auqui: espíritu de la montaña de menor jerarquía que los apus.

chachila: abuelo, persona de mucha edad.

ayllu: conjunto de individuos que habitan un mismo territorio y tienen vínculos de sangre, religión, etc.

bijuquear: de bejuco. Doblarse como el bejuco.

cachcaron (de cachcar): arrancar con los dientes los últimos vestigios de carne de un hueso.

calapacho: calato.

calapachar: calatear.

callapo: horcón.

cañihua o kañigua: fruto pequeño de color negro que comúnmente se come tostado y molido.

caracho: eufemismo de carajo.

carhuacasha: espina.

casero, casera: amante.

comunrunas: comuneros.

chapar: mirar. Significa también ‘atrapar‘.

chapetones: despectivo de españoles.

chirapa: lluviecita fina que cae a pleno sol.

chúcaro: cerril, salvaje.

gapaj: dios, creador.

gapaj ñan: camino de dios.

gro: trago (mezcla de alcohol, té y limón).

guagua: niño de pecho.

hanpeq: curandero.

huacas: seres dignos de adoración.

huajayllarse: reírse a carcajadas.

huashco: trago (mezcla de alcohol con té o alguna otra yerba aromática).

huaylla: grama menuda, grass.

huayquear: golpear la barriga.

huiracoya: sebo.

ichu: paja brava.

illa: hijo del rayo, amuleto, figurilla de piedra.

illapa: dios rayo.

Inkarrí: el inca reencarnado.

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Intip: sol.

intip wirakocha: nombre del dios creador.

itacar: terciar al hombro.

janaq pacha: región grande, cielo.

jijuna: maldito, desgraciado.

jipando: hipando. Respirando con dificultad.

jirka: cerro.

katachilla: cruz del sur.

killa: luna.

kipu: hilos para contabilizar.

kullko: jorobado.

layme: parcela cultivada en forma rotativa cada cierto tiempo.

llampu: polvo sagrado.

llanque: ojota, sandalia de llanta de neumático.

mamacocha: el mar o madre de los lagos.

mangada: lluvia torrencial.

manam: no.

maqta: adolescente, púber.

mashua: tubérculo que crece en lugares altos, frígidos.

masque o masqui: sin significación. Sirve para enlazar palabras.

millcar: llevar algo en la falda recogida como bolsa.

mullpo: polvo.

mullu: polvo de concha de mar.

munapar: querer, desear, anhelar.

ojonal: manantial.

ollcar: colgar.

oque: color pardo.

paccha: catarata.

pachaca: grupo danzante.

pachacrá: planta medicinal.

pachamama: madre tierra.

pachapa shimín: boca de la tierra.

palla: mujer danzante.

pasña: jovencita, doncella.

pishtar: degollar.

porongo: recipiente de calabaza.

pucha: eufemismo de ¡puta!

pukakunka: colorado.

puyllosha: planta silvestre de frutos gomosos.

qori huasca: soga de oro.

sango: mezcla de agua con harina.

shingo: gallinazo.

sirguillito: canario.

supay: demonio.

taita: padre.

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torollo: látigo de cuero de res.

tulumanya: el arco iris. Dios culebra.

ullullmar: volver a brotar.

ushno: cerrito en forma de altar.

wamani: dios montaña.

warmacha: niñito.

yachacuy: aprender.

yunca: danzante varón que capitanea a un grupo de pallas.

ukhu pacha: el mundo de abajo.

zampar: emborrachar. También significa ‘meterse a la fuerza o furtivamente a un lugar‘.

[Índice]

Cordillera Negra

Cordillera Negra .................................................................... 9

El águila de Pachagoj ......................................................... 41

Dios montaña ........................................................................ 63

Ese anciano fue Dios ........................................................... 79

Esa vez de la mangada ...................................................... 85

De aquí no saldrás hasta tu muerte.............................. 101

Kuya kuya ................................................................................ 111

Camino de zorro

Intip nos llama ...................................................................... 153

El Amaru .................................................................................. 161

En el cañón del Ayahuarco ............................................... 171

Los dos santiagos ................................................................. 177

Tuerto enamorao .................................................................. 187

Amor bajo el naranjo .......................................................... 197

Camino de zorro ................................................................... 203

Page 151: Cordillera Negra

Hacia el Janaq Pacha

Apu Yanahuara ...................................................................... 221

Nuestro Gápaj ....................................................................... 229

Pachamama ............................................................................ 235

Hijo de Illapa .......................................................................... 249

De dioses y demonios ......................................................... 261

Viejo puñalero ....................................................................... 275

Hacia el Janaq Pacha .......................................................... 277

Glosario ...........................................................................................285