Crimen y redención

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    Crimen y redencinLa Edad MEdia dEsdE dEntro

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    La Edad MEdia dEsdE dEntro

    Jos Manuel Fernndez

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    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicacinpuede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna

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    de los titulares del copyright.

    Jos Manuel Fernndez

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    A mi nico hermano.l me indujo a la inspiracin.

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    ndice

    PRIMERA PARTE: HANS .............................................................11

    I. La Peste Negra: memorias de un asesino ..........................13

    II. Intriga y ascenso social de Hans ........................................23

    III. Posedo por la voz) ............................................................33

    IV. Crepsculo de fuego infernal ............................................41

    V. Apocalipsis en la ciudad ......................................................49

    VI. No hay consuelo para Hans .............................................57

    VII. El despertar a la pesadilla ................................................63

    SEGUNDA PARTE: KURT ...........................................................75

    Kurt: el retorno de Hans en el siglo XV; una nuevaoportunidad ...............................................................................77

    I. Reexin desde el espacio...................................................81

    II. Introspeccin puricadora .................................................85

    III. Aprendizaje redentor .........................................................89

    IV. Cmo vine al mundo ..........................................................95

    V. El milagro de mi nacimiento ..............................................99

    VI. Inesperado accidente .........................................................103VII. Un nio muy especial .......................................................107

    VIII. Una experiencia fascinante............................................111

    IX. Una luz en mi oscuridad ...................................................115

    X. Un sueo prodigioso ...........................................................121

    XI. La confesin de la condesa ...............................................127

    XII. Conversacin edicante ...................................................131

    XIII. El enigmtico mdico .....................................................137

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    XIV. Juramento de delidad ....................................................143

    XV. El espritu de Gudrun .......................................................149

    XVI. Descorriendo el velo ......................................................153XVII. Pacto inmortal ................................................................157

    XVIII. Ataque de orgullo ........................................................163

    XIX. Sucesos que dejan huella ................................................167

    XX. Desazn en el castillo.......................................................171

    XXI. Cupido lanza su echa...................................................175

    XXII. Ver para creer .................................................................179

    XXIII. Mi nica conversacin con mi padre........................183XXIV. La otra cara del conde..............................................187

    XXV. La muerte del conde ......................................................191

    XXVI. La gran revelacin ........................................................195

    XXVII. Provocacin!..............................................................201

    XXVIII. El chantaje ms cruel ...............................................205

    XXIX. Una luz en el laberinto ................................................211

    XXX. Mxima tensin.............................................................215XXXI. Visin apocalptica .......................................................219

    XXXII. La voz de la verdad ....................................................223

    XXXIII. Libertad y cautiverio.................................................227

    XXXIV. Destino fatal ...............................................................231

    XXXV. Liberacin! ...................................................................235

    XXXVI. La luz que no tiene n.............................................239

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    PriMEra PartE:

    Hans

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    I. La Peste Negra:

    memorias de un asesino

    Dejad que me presente: poco importa mi nombre, aun-que para facilitar mi exposicin podis llamarme Hans, puesas era conocido en la poca tenebrosa de la que voy a ha-blaros. Considerad que lo verdaderamente importante es laenseanza que extraigis de mi relato. A pesar de los siglostranscurridos, esta tierra que habitis contina siendo unlugar oscuro y siniestro, similar a aquel en el que viv. No lodigo por vuestras mquinas, el tratamiento de las enferme-dades o los avances tecnolgicos. Tan solo lo airmo porquevuestro espritu, ncleo donde reside algo tan esencial de lapersona como es su dignidad, no ha variado mucho desde elperodo en el que habit sobre el mundo sico. En cualquiercaso, adaptar mis expresiones a las actuales, a in de quecomprendis mejor lo que os voy a referir con total sinceri-dad y con la experiencia que me aporta el haber sido testigode un dantesco escenario, el cual estuvo a punto de engullira la humanidad como un dragn a su vctima.

    Mucho tiempo transcurri cuando algunos estudiososempezaron a considerar mi era como sombra, pero os ase-guro que la verdadera penumbra es la que se esconde en elcorazn de los hombres. Es cierto que por aquel entonces la

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    higiene brillaba por su ausencia, que carecamos de comodi-dades y que la supervivencia diaria constitua el ms dulce

    sueo al que poda aspirar la mayor parte de las almas. Sinembargo, no todo resultaba negativo: las aguas del ro per-manecan siempre cristalinas, mientras el color del cielo ylos atardeceres eran transparentes. El azul era azul y el grisera gris, sin matices. Pero sobre todo y muy especialmente,exista el silencio. Haba mucho en esos das y ahora, cuandoa veces visito vuestras ciudades o incluso atravieso vues-tros campos, ya no escucho el sonido de aquella quietud que

    tanta serenidad me aportaba.Ms de uno os preguntaris por qu ahora y no antes o

    despus, por qu me atrevo a hablaros en estos momentosde uno de mis pasos por el suelo que pisis. Es sencillo deexplicar. Hace ya tiempo que senta en mi interior el deseode narraros un captulo imprescindible de mi trayecto in-mortal, pero mis mentores espirituales me advertan quean no me hallaba preparado. Me arm de paciencia y al in,me anunciaron el ansiado momento, pues tambin habanhallado entre vosotros a alguien lo suicientemente recep-tivo y an a mis vibraciones como para mostrarse comovehculo transmisor de mis pensamientos. Fueron muchasnoches de arduo trabajo, de iniltrarme en sus sueos y dedarme a conocer, ya que solo obteniendo su conianza podaexpresarme adecuadamente y manifestar mi mensaje. Nosabis la alegra que recib cuando al cabo del tiempo, mecomunicaron la posibilidad de realizar mi pretensin, la decontaros mi pequea pero turbadora historia, la de Hans,aquella que discurri a mediados del siglo XIV, en el ao1348 de nuestro Seor Jesucristo.

    En pleno corazn de la Europa medieval, hace ms deseis centurias, me toc vivir un perodo muy particular porlo trgico que result, pues una perversa maldicin se aba-

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    ti sobre el mundo conocido. Muchos pensbamos que elapocalipsis, pendiente de actuar desde el cambio de mile-

    nio y que no lleg a producirse, iba a ocurrir all mismo, pordesgracia delante de nuestros ojos, como testigos mudos deuna realidad tan cruel como implacable. Bien es cierto quelos hombres en general, estaban acostumbrados a ver des-ilar a su lado a la guadaa de la muerte segando cabezaspor doquier, unas veces por la propia voluntad humana yotras, por factores incontrolables como una mala cosecha, elhambre o las inclemencias del clima. Mas os aseguro que en

    medio de tan incierto espacio, nunca antes vi actuar a la hozde aquella siniestra seora con tanta precisin como la hen-didura en la piel que efecta un ailado bistur.

    Mi madre muri cuando yo era an pequeo; pocos re-cuerdos restaron de ella en mi infantil memoria, salvo queme daba de comer cuando haba algo de lo que alimentarseo me acariciaba sobre la paja justo antes de dormir, siem-pre y cuando no estuviera enferma. Un da ya no la vi ms;en una de las iebres que sola sufrir, abandon aquel pobrehogar y viaj, de un famlico cuerpo y todava joven, a unmundo mejor. Mi padre tan solo me tena a m para trabajaren las labores del campo y desde nio tuve que bregar duroe incansablemente para ayudarle. Soport en aquella redu-cida cabaa, a las afueras de la ciudad donde subsistamos,veranos en los que tan pronto diluviaba como caa sobrenuestras cabezas un sol de justicia, al tiempo que el inviernoera an ms despiadado, haciendo sentir todo su rigor so-bre mi pobre piel, en unas manos que a veces despertabanazules del fro que pasaba cuando un glido viento se colabapor las rendijas de aquella dbil construccin.

    Mi infancia result dura, pero conieso que contribuya hacerme ms fuerte en un ambiente hostil, permitiendorobustecerme en complicadas circunstancias, hoy en da ini-

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    maginables en las mismas tierras que cubren los vestigiosde un brbaro pasado. Mi progenitor resultaba con frecuen-

    cia un desalmado conmigo, aprovechndose de mis brazosy de mi espalda hasta la extenuacin. No le culpo por ello;despus de todo era un hombre solitario, amargado, afec-tado por la muerte de su tierna esposa. Aunque yo no eraan adulto, ya me daba cuenta de que abusaba a solas delvino, lo que haca cada vez ms habitual la aparicin de unosintensos ataques de ira ante los cuales optaba por desapare-cer, por si acaso reciba un perdido golpe sobre mis sufridos

    lomos ya castigados de tanto agacharme y cargar peso.Y qu decir de la cuestin de las cosechas, eje esencial so-

    bre el que giraba no ya la vida de nosotros sino la de todapersona que quisiera amanecer a un nuevo da. Podamostrabajar como mulos pero el rumbo del cielo inlua sobre-manera en la calidad y la cantidad de la recolecta. Bastabanms lluvias de la cuenta o peor an, una primavera seca o unadelantamiento de los fros o de los calores para que todo semalograra. As de simple y as de calamitoso, pues lo que esta-ba en juego no era algo superluo sino hincar el diente a cual-quier cosa, aunque fuera la fruta inmadura y amarga de unrbol o un triste mendrugo de pan, ms duro que el pedernal.Si la cosecha resultaba escasa o se perda, no haba comercioy sin comercio tampoco monedas, y sin estas, ninguna viandapoda comprarse en el mercado que exista en la ciudad. Entan desoladora coyuntura, aparecan las hambrunas, verda-dero azote de la poca. Ellas, con sus presencias o ausencias,marcaban el autntico transcurso del tiempo, la desdicha o lasatisfaccin en los despertares y el buen humor o la angustiaal acostarnos. Os aseguro que no tengo peor recuerdo de miniez que el de tener que introducirme en aquel lecho de pajaen el que dorma, no por estar molido de un terrible da detrabajo sino por acallar los insistentes ruidos de mis tripascrujiendo por la falta de algo slido en ellas.

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    No obstante, mi padre y yo tenamos un consuelo, cualera un pequeo establo junto a la choza en el que tratba-

    mos que hubiera siempre algn que otro animal. Cuando eltrigo escaseaba, un simple huevo o incluso sacriicar a algu-no de ellos para devorar su carne, era lo nico que permi-ta aliviar la alarmante sensacin de vaco que provocaba elhambre en mi castigada barriga.

    Vivir cerca de aquel poblado pero no en sus adentros,tena sus ventajas. El aire no estaba tan viciado; con ello mereiero a que el olor resultaba menos humano y putrefacto,

    ms natural y sobre todo, mi amado silencio, aquel que yopoda distinguir a pesar del ruido de las bestias o del mur-mullo del viento silbando entre los rboles. La ciudad care-ca de murallas y es que no las necesitaba. El gobierno desdesu castillo del barn de Eckhart, resultaba frreo pero al me-nos y confrontndolo con otros lugares, no haba que pre-ocuparse en exceso por la seguridad, pues l y sus hombresnos la proporcionaban. Lo que no permita era el retraso enel pago de los impuestos o en la entrega proporcional de lorecolectado. Por ventura, no fue mi caso, pero en varias oca-siones, contempl la piel desollada a latigazos de campesi-nos que por una u otra razn no haban podido cumplir conlos compromisos que aquel feudal demandaba. Adems, tansolo se produjeron dos levas en los cerca de cuarenta aosque logr sobrevivir. En la primera era tan joven que fui des-cartado y en la segunda, cuando mis futuros negocios mejo-raron, logr reunir la cantidad suiciente de monedas comopara pagarle al barn y librarme de una muerte segura, puesmuchos eran los que iban forzados a guerras estpidas deintereses seoriales y muy pocos los que retornaban. Por lodems, aquel noble que no sola salir mucho de su fortaleza,mantena una tensa paz en sus dominios, algo que nos per-mita llevar una vida menos atormentada, al menos en com-paracin con los rumores que de otras partes nos llegaban.

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    Nunca supe a ciencia cierta qu nmero de almas habi-taban all. Quiz se aproximara a la cifra de mil, lo cual no

    era una cantidad despreciable para la poca. Una pequeaiglesia, un gremio de varios artesanos y una comunidad ju-da que controlaba los principales negocios y que no deballegar al medio centenar de personas, constituan lo msdestacable de un aburrido lugar en el que la mejor noticiaera que nunca suceda nada. Baaba el poblado un ro, conno demasiada corriente pero con caudal de sobra comopara permitir el comercio en barco de diversas materias

    y alimentos con otras localidades, al tiempo que serva deabastecimiento de agua para sus habitantes. El burgomaes-tre no dejaba de ser una mera igura decorativa, teniendoescasa autonoma en sus actuaciones y debiendo dar cuen-ta de ellas a Eckhart, autntico dueo de los designios dela regin. Los rigores invernales, que a veces se prolonga-ban durante meses, podan dejarnos aislados del discurrirde la vida, sumiendo a los lugareos en un obligado letargo

    al que yo nunca logr acostumbrarme del todo.Cuando se inici mi pubertad, mi padre consigui casar-

    se de nuevo con una mujer mucho ms joven que l. En esasfechas, la recogida de trigo fue abundante y gracias a ello,alcanz un acuerdo con un vecino de la comarca, el cual lecedi con gusto a una de sus hijas en matrimonio. Decidi-damente, mi progenitor era un hombre sin suerte. No ha-ba transcurrido ni siquiera un ao desde aquel hecho cuan-do una tarde, al acudir al establo a alimentar a las bestias,se top con el tristsimo escenario de su malograda esposatendida en el suelo en medio de un gran charco carmes. Susropas rasgadas y su rostro desencajado pero fro como el deun cadver, daban testimonio de que haba pretendido parira una criatura que luch por absorber su primer trago deaire en aquel hosco mundo, pero que haba sucumbido en elintento. La pobre de mi madrastra, tan solo unos aos ma-

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    yor que yo, haba abandonado su frgil cuerpo, debilitadosin duda por una infancia de desnutricin y de esfuerzos pe-

    rentorios, desangrada como un vulgar animal al que se rajapor la panza. As, otra vez me quedaba solo, como antes, sinhaber podido contemplar a un cro que tarde o tempranome hubiera asistido en el deambular de mi futuro. Y es quela convivencia con mi padre, ms que una compaa impli-caba una tortura inaguantable.

    Si la visin de ese espectculo me horroriz, ya que miprocreador enloquecido por la desesperacin me obligbrutalmente a observarlo a los pocos segundos de ocurrir,al que peor le sent todo aquello fue a l. Consider la im-pactante escena una forma de maldicin por sus pecados dela vida, por lo que en vez de luchar por sobreponerse a la ad-versidad, se refugi ms y ms en un vino que l mismo ela-boraba para su consumo, lo que deterior su salud, acelersu vejez y anul casi por completo, su capacidad de trabajo.

    Por fortuna para m, sus tristes das se apagaron justo cuan-do ya me senta dispuesto para manejar la pequea hacien-da con la que sobrevivamos. De este modo y con mi ascen-diente perdido en los sabores de la ebriedad, haca frentea la parte que por gobierno le corresponda al barn comoseor ltimo de las tierras, mientras acumulaba el resto delgrano tanto para subsistir como para venderlo en la ciudad.

    Mi entrada en la adultez me salud con tono ambivalen-te. Por un lado, mi padre falleci. Ese da, no se levant delincmodo lecho en el que dorma, lo que era una grave sealde que algo anormal suceda, pues exista una matemticacorrespondencia entre el salir del sol y el erguir del ser hu-mano, todas las jornadas sin excepcin. Por una vez, tantosilencio me preocup. Cuando penetr en su choza, pues poraquel entonces yo ya viva en otra cabaa a escasos metros

    de l, el hedor a vino y a vmitos era insoportable. Aquel

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    desdichado hombre, haba dicho adis a su desgraciadaexistencia en medio de una enorme borrachera, casi suicida

    dira yo, pues a su edad, se haba tragado una barrica hastasu ltima gota. Su organismo debi exclamar basta, al nopoder padecer por ms tiempo el terrible castigo, que un das y otro tambin, le inliga cuando ahogaba su sed por laspenas soportadas en los vapores del alcohol.

    Sin embargo y como deca antes, no todo fue malo. Enaquel perodo yo ya me consideraba un joven independien-te por lo que el bito de mi padre, me liber para siemprede su salvaje y agobiante presencia. Conieso que conformecreca, deseaba su muerte, no solo por desatar las cuerdasque a l me sujetaban como a un subyugado siervo, sinoporque l mismo se haba buscado su ruina en un declivemortal que ansiaba abrazar cuanto antes al terrible espec-tro de la guadaa. Ahora, yo era el amo de mi destino, yo to-mara las decisiones y me alegr por dentro al descubrirme

    sbitamente como persona digna de mejor papel en la vidaque el infeliz de mi progenitor. Los continuos estragos a losque me haba enfrentado en mi corta existencia me habanmostrado el rostro de todo aquello que haba aprendido aodiar con vehemencia: la pobreza y la ausencia de poder. Mirumbo deba girar en adelante hacia otros derroteros.

    Al principio, las cosas me sonrieron y mis primeros mo-vimientos como adulto resultaron esperanzadores, de caraa cumplir los proyectos ambiciosos que cada nueva maanaanidaban en mi mente. Gast parte de lo heredado en acor-dar matrimonio con la hija de un comerciante a la que lanaturaleza haba dotado tanto de un lozano cuerpo como deun fuerte carcter. Con aquella bella criatura a la que me cos-taba ms trabajo de lo previsto someter, pude desfogar misagudos impulsos pasionales que mi cuerpo imperiosamente

    me solicitaba. Acometiendo esta accin, quise tambin de-

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    II. Intriga y ascenso social

    de Hans

    Si la escasez de medios y la falta de inluencia en la vidadel poblado haban constituido mi mayor carencia hasta esemomento, el objetivo que de forma obsesiva me trac en lacabeza fue precisamente acabar con ese vaco. Pretendacon todas mis fuerzas alejar de mis recuerdos el fantasmade la miseria y el completo anonimato en el que se habadesenvuelto mi existencia. Deseaba acceder a una posicinde poder de la que jams goc, disfrutar de un dominio y dela superioridad sobre los otros, para as cerrar en mi inte-rior las llagas que haban producido el maltrato de mi pro-genitor y un vivir bajo el sometimiento a las circunstancias.La rebelin radical contra mi procedencia social se habapuesto en marcha y nada ni nadie iban a detenerme. La ayu-da de mi suegro result fundamental para tal misin, ya quela dote que proporcion a su hija en nuestro matrimonio,acorde a su desahogo econmico, me sirvi para adquirir unantiguo y pequeo local que exista en el centro de la ciudad,muy cerca del mercado y por tanto, prximo a la zona deinluencia comercial.

    El inlujo del padre de mi esposa, bien relacionado entrelas gentes y amigo del burgomaestre facilit mucho las co-

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    sas. Desde mi infancia, haba aprendido por la fuerza de loshechos a plantar, recoger y vender el trigo. A partir de ese

    momento, tom la decisin de dedicarme en cuerpo y almaal negocio de los cereales, siempre esencial, pues un luga-reo poda prescindir de comprar telas, cuero o seda, peroprecisaba llenar su estmago a diario as como el de su fa-milia. Por todo ello, comprob cmo el manejo y la venta delgrano eran empresa segura. Aunque saba que las inclemen-cias del tiempo podan perturbar gravemente mis planes, enaquellos instantes tena prisa por empezar, por acometer un

    proyecto del que no dudaba de su xito. Fui coherente conmis intuiciones y arriesgu mucho, pero respaldado por unavoluntad inquebrantable de vencer en mi empeo.

    Si la celebracin de mi matrimonio me sirvi de impulsoen lo econmico, no poda decir lo mismo de lo afectivo. Enaquel perodo, los papeles asignados en la pareja se man-tenan muy claros: el hombre posea una posicin prepon-

    derante mientras que la mujer se limitaba a permanecer encasa o a trabajar en lo que se le encomendara, siempre conel objeto de atender las necesidades que el varn tuviera. Lapalabra amor estaba destinada ms bien a los cantos detrovadores y a excitar los sueos y la imaginacin de unasgentes que con amanecer a cada nuevo da ya podan consi-derarse afortunadas.

    Pero una cosa era que los desposorios se rigieran portales disposiciones y otra bien distinta que predominara laindiferencia. Nunca logr ser amigo de mi mujer, ni vicever-sa. Jams hubo complicidad entre dos personas que yacanjuntas pero para las que ni siquiera el nacimiento de su pri-mer hijo se convirti en motivo para un posible acercamien-to. Ella tena algo en sus adentros que no congeniaba con mimodo de ver la vida y que se mostraba en maniiesta incom-

    patibilidad hacia mi temperamento. Una noche, al poco de

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    parir y ante mi acoso por mantener relaciones ntimas, griten voz alta y clara un basta que reson en mi corazn, ex-

    presin que por la forma en que la dijo me mantuvo confusodurante unos segundos. Debido a su sorprendente reaccin,la cual pona en duda mi autoridad, pas en un momento delms apasionado deseo carnal a la ms colrica agresividad.

    Al no hallarme preparado para su negativa a mis pre-tensiones, la golpe de forma bestial, primero en el rostroy luego por todo su cuerpo, provocando que sus labios san-graran con profusin. Aquella mujer de carcter enrgico,a la que no terminaba de conocer, me dej petriicado al noemitir ni el ms leve gemido ni soltar una simple lgrima.Con sus manos aliviando el dolor por los impactos recibidos,me mir ijamente como traspasndome y me advirti entono severo y glacial, que no volviera a repetir nunca msesa accin o que me atuviera a las consecuencias. En estecaso, pudo sobre m tanto el fondo de lo que haba expresa-

    do como la forma en que lo manifest.Ni siquiera puedo explicar cmo permanec inmvil en

    medio de aquella violenta tesitura, pero lo cierto es quesal nervioso y agitado de mi propia casa, aquella que ha-ba comprado con las notables ganancias de mi lorecientecomercio y me dirig a dar un paseo agarrando una bota devino que haba sobre la mesa. Mientras caminaba, beb a so-las, dndole vueltas y ms vueltas a tan inesperado trance,

    pero contrariamente a perder el juicio, seren mi relexiny ca en la cuenta de que me hallaba atrapado. Aunque la leydejaba a mi esposa bajo mis caprichos, pretender cambiar lanaturaleza de aquel ser arisco a travs de continuas palizaspara que estuviera a mi completa disposicin, resultara unmal negocio -me dije. Ella era la hija preferida de su padre,su ojo derecho, y en esos momentos no poda arriesgarme aperder su valioso apoyo, pues tanto por su dinero como por

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    su capacidad para manejar los turbios asuntos de la comu-nidad, un conlicto brutal con su nia predilecta no solo

    perjudicara mi posicin sino que evitara el que yo pros-perase.

    Tras mucho dilucidar por el empedrado de la oscura ca-lle, llegu a la conclusin de que deba establecer priorida-des dentro de mi mente, que no poda dejarme arrastrarpor un impulso repentino, cual era el de retornar a mi hogarpara hacerle saber a aquella criatura rebelde quin ejercael mando. Deba aprender a soportar la apata conyugal per-mutndola por una planiicacin que a medio o largo plazome reportara muchos ms beneicios. Ensimismado en miscavilaciones, me descubr ms fro y calculador que nunca,abrazando a la astucia al igual que ella me abraz a m parano abandonarme jams.

    Increblemente, el vino, en vez de turbarme la sesera,me hizo comprender la conveniencia de no romper aque-

    lla relacin a travs de la furia o el ensaamiento. Conside-r, por encima de otros factores, ser iel a los objetivos quehaba dibujado en mi pensamiento aos atrs, una vez queme libr de la asixiante presencia de mi progenitor. Cuandotraspas el umbral de mi casa, despert a mi esposa y aun-que os resulte dicil de creer, le coment que tena razn yque aquella escena no volvera a repetirse en el futuro. Esanoche marc una frontera en mi discurrir, un antes y un des-

    pus; la sutileza gan la batalla a la pasin, la artimaa a loemocional, con lo que me demostr a m mismo la fe en misplanteamientos, o en otras palabras, que una mala relacinconyugal no poda poner en peligro mis intereses ms vita-les: el afn de poder y el enriquecimiento.

    Con el paso del tiempo, me sorprenda ms y ms con mifrialdad, pues tras aquel incidente, nunca ms le puse una

    mano encima y como efecto de una cada vez ms intensa

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    indiferencia, en el porvenir jams volv a tener relacionescarnales con ella. Como mis necesidades ntimas no iban

    a desaparecer por arte de magia, cuando lo precisaba, meacercaba en horas poco comunes a una casa de mancebadonde apaciguaba mis impulsos ms instintivos. Mi com-paera de techo debi ser cuando menos tan lista como yo,pues nunca le coment a su padre nada de lo sucedido entrenosotros ni tampoco el tipo de vnculo que nos una y quemantenamos de mutuo y silencioso acuerdo.

    Como la picarda en las cuestiones del comercio me re-sultaba ms rentable que pensar en el artiicio de mi relacinmarital, decid invertir todas mis energas en los negocios.Tuve que contratar a varios mozos para que me ayudaranen tareas secundarias pero imprescindibles para la buenamarcha de mis intereses, al tiempo que poco a poco, ibaintroduciendo a mi hijo aunque an pequeo, en las labo-res de venta y administracin. Conieso que la presencia de

    mi vstago, un chico sumiso y iel a mis dictados, me sirvipara compensar las discordias de mi matrimonio, pues enmi pensamiento se haba asentado la idea de conigurar unamera reproduccin de mi ser a travs de aquel noble cro, elcual se mostraba receptivo a mi intrigante inluencia.

    Pas el tiempo y la situacin mejor an ms con unosaos de buenas cosechas; abundando el trigo, precis dems personal a mi servicio, magnica seal de que todo sedesarrollaba con idelidad a mi plan inicial. Pero mi golpemaestro estaba por llegar. De qu me valdra acumular msy ms monedas en mis sacas si no tena acceso a las esfe-ras del poder, a aquellas donde se adoptaban las decisionesque podran implicar una mayor consideracin hacia mipersona? Como estos aspectos suelen caminar de la mano,mi taimada habilidad, desarrollada en los viejos tiempos de

    penuria, y el peso cada vez mayor de un patrimonio crecien-

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    te, facilitaron mi ingreso en el consejo municipal, lo que mepermita tutearme con el burgomaestre y lo ms importan-

    te, posibilitar un futuro contacto con Eckhart, dueo de fac-to de aquellos territorios y supervisor en ltima instanciade cualquier movimiento que all se efectuara.

    Ya se sabe que la fortuna llama a la fortuna y la ma engor-d todava ms cuando establec relaciones comerciales conotras localidades por va luvial, aprovechndome del tricoen barco que se realizaba de diversas materias por el ro. Conello, ampli mis transacciones no solo a la alimentacin sinotambin a los tejidos, los perfumes o la artesana. A travs delsoborno a la autoridad local, logr que se concertara un en-cuentro con el barn en su castillo. Aunque la cita result bre-ve, sirvi para dar a conocer el nombre de Hans, subir ms deun peldao en la escalera de las inluencias y calar a aquelseor que se mova como yo en defensa de sus intereses. Susonrisa artiicial y su mirada esquiva me hicieron pensar en

    que me hallaba ante un sujeto tan impasible y ambiciosocomo yo, el cual aceptara acuerdos siempre y cuando le re-portaran una mejora en sus rditos polticos o dinerarios. Elsaludo hipcrita con el que nos despedimos, manteniendo lasinevitables distancias por su linaje, le debieron hacer cavilarsobre que incluso un vulgar personaje de origen campesino,como resultaba mi caso, poda ascender en la escala social siagudizaba bien su ingenio y sobre todo si presentaba a sus

    espaldas un buen capital. Evidentemente, algo estaba cam-biando en aquellos tiempos, donde la aparicin cada vez mspujante de una serie de negociantes y el auge de unas ciuda-des que cada vez respondan a criterios ms modernos de au-tonoma, estaban restando valor, sin prisa pero sin pausa, a lacapacidad de inlujo de una antigua y todopoderosa nobleza.

    Sin embargo, como la codicia es un defecto que care-

    ce de lmites, una vez que me aposent en aquel ambiente

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    administrativo y mercantil en el que me desenvolva comopez en el agua, empec a obsesionarme con una nueva

    cuestin: los judos. Estos no deban rebasar la cantidadde diez, aunque unidos a sus familiares quiz excedieran elmedio centenar. Regentaban sin duda los mejores locales,eran hbiles en las lides del comprar y el vender, al tiempoque prestaban dinero al que lo precisara, eso s, entregn-dolo a cambio de la irma de unos sustanciosos interesesde devolucin. Ello incrementaba jornada a jornada tan-to sus bienes como sus rentas. Por aquel entonces mi hijo

    cumpli la edad de catorce aos, todo un hombre para lapoca. Con la alegra de un chico que ya empezaba a vis-lumbrar el arte de los negocios merced a mis enseanzas,lo nico que me restaba para convertirme en uno de lospersonajes ms ricos del pueblo era disminuir u obstruirla buena marcha de las ganancias que los judos haban ob-tenido con su trabajo y su sacriicio, aquellos desarrolla-dos desde que sus primeros antepasados se establecieran

    en la poblacin un siglo antes.Todo este esquema se vio radicalmente alterado cuando

    llegaron las primeras noticias de una extraa y desconocidaenfermedad que haba hecho mella en otras localidades nomuy lejanas. Al principio, las revelaciones eran confusas ynadie prest la mayor importancia a uno de tantos rumoresque circulaban en medio de un ambiente tan dado a la ima-ginacin y a la fantasa como aquel en el que nos manejba-mos. No obstante, yo tena desde haca tiempo una fuente deinformacin privilegiada, cual era un comerciante del sur dela regin, amigo mo y que me abasteca en barco y a travsdel ro de todo tipo de materias que luego venda en mi lo-cal. Al poco de arribar a nuestro entorno los primeros datos,pude mantener un encuentro en la ribera con mi compae-ro de negocios. Este me aport informaciones frescas de lasituacin.

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    Al parecer, la coyuntura se haba desbordado. Muchoshabitantes de otros lugares haban enfermado y algunos ha-

    ban muerto. Nadie saba exactamente lo que ocurra pero laverdad es que desde que surgan las primeras seales de ladolencia, no transcurra mucho tiempo hasta que esta em-peoraba y la complicacin desembocaba en el bito de losafectados. Sin embargo, como en nuestro poblado no se ha-ba detectado an ningn sntoma, la vida prosigui con lanormalidad acostumbrada. Lo cierto es que no disponamosde espacio suiciente en la jornada para especular en exce-

    so, cuando la labor diaria nos absorba por completo, sobretodo si queramos llegar a la noche sin escuchar ruidos ex-traos procedentes de nuestras tripas.

    Al poco, sucedi algo inusual. Una familia al completocompuesta por ocho miembros, progenitores y seis chiqui-llos, retorn al poblado tras un ao fuera, establecindoseen la antigua casa que an conservaban. Sin saber cmo, los

    ms pequeos fueron los primeros en caer. Fiebres altsi-mas, vmitos, diarreas y un continuo llorar que los nios nopodan evitar ante los estertores de una muerte anunciadaque intuan en sus entraas. Todos fueron derrumbndoseen pocas jornadas por riguroso orden de edad, desde el msjoven al mayor de los hermanos. Quedaban como sumidosen una profunda pesadilla de terror a la que no podan es-capar, encharcados en sudor, presagio ineludible de su adiscorporal antes de que sus pechos dejaran de moverse y suscorazones de latir. Aunque al principio de la catstrofe lospadres cuidaban como podan de sus retoos, inalmente,desarbolados por tan crtica coyuntura, la madre enferm ala cuarta noche y el padre a la maana siguiente. La suerteestaba echada para aquel clan, el cual debi maldecir la horaen que decidi regresar a su originario pueblo. A instancias

    del consejo municipal y debido a la alarma creada por los

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    hechos ocurridos, el nico mdico de la localidad tuvo quepresentarse en aquel domicilio que apestaba a muerte.

    Aunque cuatro de los cros que eran de corta edad ha-ban sido enterrados rpidamente, el espectculo que seofreci nada ms penetrar en la casa result aterrador. Lamadre y sus dos vstagos mayores se hallaban inertes sobreel suelo mientras que el padre, de fuerte constitucin, agoni-zaba en el lecho entre temblores incontrolables, una iebreelevadsima y vmitos recurrentes de sangre. Los cadverespresentaban seales evidentes y comunes que identiicaban

    a las claras aquel rastro fnebre; bubones repletos de pusy situados en el cuello, axilas e ingles marcaban los signosinequvocos de aquel mal que amenazaba con extendersecomo un manto siniestro de negrura entre nosotros. A pesardel desconcierto inicial y del lamento por la mala fortuna deaquella prole, los cuerpos de la desdichada familia fueroninhumados con celeridad. Todos sus efectos fueron quema-dos en una gran hoguera que se prepar, con el resultadosiempre balsmico para la poblacin de quedar aquello zan-jado y al mismo tiempo, expiados los supuestos pecadosque aquellos miembros hubieran podido cometer en vida,razn por la cual aquella afeccin maldita haba recado so-bre ellos. Adems, el fuego siempre tena sobre las mentesde la gente un simbolismo puriicador que poda venir muybien ante la situacin surgida, por lo que se pens que losucedido, aunque temible, se limitara tan solo a esa des-graciada parentela pero sin mayores consecuencias para elresto de nosotros.

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    III. Posedo por la voz

    A la jornada siguiente y habiendo olvidado el lamenta-ble episodio relatado, me dirig al pequeo puerto luvialpara adquirir nuevas mercancas. Al hablar de las ltimasnovedades con mi socio de negocios, la cuestin dio unbrusco giro en mi mente. Supe entonces que la enfermedad,aquella que presentaba las mismas caractersticas que ha-bamos observado en nuestra ciudad, se estaba extendiendopeligrosamente y que en algunas localidades existan rumo-

    res cada vez ms insistentes sobre la clave que permitiraaclarar el misterio que rodeaba a ese rastro tan pavoroso:los judos.

    En efecto, aunque se producan noticias contradictorias,la desesperacin y la necesidad de buscar un culpable frentea algo que sobrepasaba al hombre de la poca, haba pues-to en sus miras a aquella comunidad de personas que viva

    siempre apartada del resto por sus ritos, creencias y pecu-liares ocupaciones. Exista adems, un elemento de pesoaadido, pues en aquellos sitios donde muchos lugareoshaban cado, sin embargo, la colectividad juda no haba re-sultado afectada. Este hecho, al contemplar cmo los otroshabitantes iban sucumbiendo como hormigas que aplastascon tu pie, elev la exacerbacin tanto en buena parte de losciudadanos como en algunas autoridades, los cuales comen-

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    zaron a situar como chivo expiatorio de sus males a losasesinos de nuestro Seor Jesucristo.

    Cuando el comerciante me habl de esta ltima noticia,los ojos se me pusieron brillantes y mis pupilas debierondilatarse como si hubiera tomado la mismsima belladona,planta que utilizaban las cortesanas en Florencia para sedu-cir a sus amantes con el centelleo de su mirada. De pronto yaunque ese hombre continuaba con su charla, mi mente yano estaba all sino que viajaba presurosamente hacia el fu-turo ms cercano. Ocurri entonces algo que nunca olvidar

    y que es de esas cosas que una vez que suceden, marcan tutrayectoria de por vida. Una ronca voz interior y que entrefrase y frase se carcajeaba hasta incluso asustarme, me ha-bl en mis adentros con absoluta claridad, depositando enmi pensamiento la idea de que haba llegado el momentoms propicio para alcanzar mis objetivos, aquellos que jurconseguir nada ms desaparecer la igura de mi padre.

    Me desped con prisa de mi interlocutor al que dej conla palabra en la boca, ya que no me interesaba seguir escu-chando el resto de su conversacin. Lo nico que ocupabami cabeza en esos instantes era el argumento que se habaintroducido entre mis sienes. Esa tarde me encerr en el al-macn a trabajar, realizando un recuento de los nuevos ma-teriales a mi disposicin para poner a la venta y ordenarlos.Sin embargo, efectuaba esa labor de forma mecnica ya que

    mi inteligencia bulla con increble celeridad. Algo me pa-saba, pues me di cuenta de que era yo, pero sin ser yo. Sinentender los motivos, hablaba conmigo mismo en tono altoen la soledad de aquel local pero tena la extraa sensacinde dejarme llevar como una barca mecida por el viento, porun misterioso sonido envolvente que susurraba en mi inte-rior frases conectadas entre s, mensajes relacionados quepresentaban una coherencia y una perfecta ainidad con mis

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    retorcidas intenciones. Me perciba cada vez ms cmodo,ms confortable con aquel sigiloso eco que pareca dictarme

    en mis odos todos los pasos que deba dar a continuacinpara obtener mis ms pridos propsitos. Por un momento,gir mi cabeza con rapidez de un lado a otro como cuan-do quieres sorprender a alguien de quien sospechas que seoculta. Intua la existencia de una igura, como si no estuvie-ra solo, pero no logr ver a nadie.

    El silencio se hizo de pronto en mi entendimiento y lasensacin de vaco que se cre no me gust. Cerr los ojos

    con lentitud y me abandona aquel murmullo sibilino, as-tuto, que deslizaba en mis orejas una serie de instruccionesprecisas... Era como la tierra seca tras varios das de calor,que acoge las primeras gotas de lluvia y las captura paraque no se escapen, porque precisa de ellas para que germi-ne la semilla. Esa tarde realic uno de los grandes descubri-mientos de mi vida. Bastaba con concentrarme, con dejarmeatraer y pronunciar la palabra hablapara que algo o al-guien, desde luego inteligente, comenzara a responderme alas preguntas que yo le planteaba. Daba igual la diicultad dela cuestin, ese ser o voz o lo que fuera tena contestacionespara todo. Era como otro Hans, como un doble de m perosin ser exactamente yo. A partir de ese da me acompasiempre, por lo que guard la eterna duda de quin tomabaen verdad las decisiones ante los temas esenciales que sur-gan en mi existencia.

    Antes de retirarme a descansar, tras el ajetreo de unatardecer tan intenso, hice algo que result determinante.Consum un pacto con esa voz interior, al mostrarle mi sa-tisfaccin y agradecimiento por sus consejos, de modo quele dije que si me ayudaba a alcanzar mis objetivos de po-der y riqueza, yo siempre la escuchara y me dejara guiarpor sus argumentos. Un glido escalofro recorri todo mi

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    cuerpo, sent el erizar de mis cabellos como si una manodesconocida e invisible hubiera acariciado mi cabeza. En

    lo ms hondo de m, saba que aquel son que haba estadoescuchando desde por la maana y que me haba habladocon perspicacia jams se apartara de mi lado. Me estaravolviendo loco? - me dije. Pronto se resolveran mis dudas.

    Al da siguiente, me despert con una sorprendentelucidez. Tena la extraa sensacin de haber estado muyocupado durante la noche de cara a planiicar lo que iba aacometer en esa jornada. Barruntaba que mi siguiente pro-

    ceder resultara fundamental en el transcurrir de los prxi-mos eventos en la ciudad. Estaba convocado un consejomunicipal de carcter extraordinario sobre aquello que no-sotros ya denominbamos como la plaga, si bien sus efec-tos tan solo se haban limitado a aquella desdichada familiaperecida de modo repentino unas fechas antes. Hubo mu-chos alegatos, la mayora de ellos perdidos en divagaciones,pues en verdad, nadie de los presentes conoca con exacti-tud qu tipo de medida deba adoptarse para atajar ese mal.La nica disposicin que se vot por unanimidad fue pro-hibir la entrada al pueblo durante un tiempo indeinido y ala espera de acontecimientos, de personas ajenas a nuestracomunidad a in de evitar la propagacin de la enfermedad.Por la escasa informacin que poseamos, dicha afeccin pa-reca extenderse con rapidez por el contacto con extraosque bien pudieran estar contaminados por la misma.

    Cuando aquella reunin pareca inalizar, me levant demi asiento y me dispuse a intervenir, expresando mi males-tar por tal acuerdo ya que poda perjudicar negativamentea mis negocios, si bien lo entenda y aprobaba dadas las cir-cunstancias excepcionales por las que atravesbamos. Sinembargo, yo ya saba lo que tena que decir, pues aquellamisteriosa voluntad de la que antes os habl presion mis

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    sienes y un mensaje enigmtico sali de pronto por mi boca,al advertir al consejo sobre la importancia de or all mismo

    una informacin privilegiada que obraba en mi poder. Todosme miraron con atencin y con sus ojos bien abiertos; tangrave sera la expresin de mi rostro que se convencieronal instante de que algo realmente esencial iba a escucharsejusto delante de aquella expectante asamblea.

    El discurso que lanc fue breve pero contundente, yaque las cosas calan mejor entre las conciencias de los demscuando se expresan con persuasin. De este modo, aunque

    fui yo el que arroj la idea a sus caras, logr con astucia quefueran ellos los que tuvieran el irme convencimiento de quehaban llegado a esa conclusin por s mismos, por el uso desu ms puro sentido comn. En aquel debate, mi otra vozo mi otro ego, aquel que me cortejaba desde mi encuen-tro en el puerto con el comerciante, me invadi, dndole yotodo tipo de facilidades para que se instalara y acomoda-ra en mi casa interna, acogindola con gusto al comprobarel poder de seduccin que ejerca sobre los que me rodea-ban. Fue el instante supremo de advertir a aquella junta querega el gobierno de la ciudad (bajo la tutela en la sombradel barn) del peligro tremendo que supona la presenciade la comunidad juda en nuestro poblado. Su actitud re-sultaba maniiestamente sospechosa -airm, al igual quesuceda en otras localidades, donde haban sido acusadosde envenenar pozos y alimentos con algn tipo de ponzoatan peligrosa y desconocida para nosotros, que haca que laplaga por ellos provocada se extendiera entre los lugare-os causando autnticos estragos.

    Cuando un miembro del consejo se dirigi a m insi-nuando la gravedad de mis imputaciones, yo tan solo le in-diqu amablemente que no estaba incriminando a nadie.No poda presentar pruebas por el momento, pero resalt

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    la conveniencia ante los congregados de hacerse eco de lasnoticias que se estaban divulgando cada vez con ms fuerza

    entre otras gentes y ciudades, las cuales no podamos igno-rar y que implicaban la persecucin de una comunidad tandistinta a la nuestra y que por razones, sin duda insidiosas,pretenda acabar con la poblacin cristiana.

    El silencio posterior que sigui a mis palabras resultantolgico para mis intenciones, al que se le uni tras unossegundos de espera, el tpico cuchicheo entre los asistentesque mostraba a las claras que mi relexin haba impactado

    en el pensamiento de los que all concurran. Esta tesituraprovoc en m una risa interna, difana seal de que mi alo-cucin haba rendido el fruto deseado. Me senta completa-mente seguro que los inmediatos acontecimientos me da-ran la razn y ese fue el presentimiento que percib en misadentros, deslizado con sutileza por aquella taimada enti-dad a la que ofrec mi ms calurosa bienvenida en lo msrecndito de mi ser.

    Una vez terminada la crucial reunin del consejo y cuan-do todava no habamos salido del ediicio, los sucesos seprecipitaron en cascada. Sudoroso, apartando a la gente yexhausto por la premura en comunicar un grave asunto, eltabernero nos anunci que uno de los vecinos se haba des-plomado en su local, permaneciendo en el suelo entre ar-cadas de sangre. De forma espontnea y rauda, como suele

    ocurrir en situaciones de pnico, nos acercamos al lugar delos hechos pudiendo asistir al desgraciado espectculo decomprobar cmo aquel hombre mova por ltima vez suspiernas y agitaba sus brazos de modo compulsivo, mientrassudaba a chorros y expulsaba por su boca una extraa mez-cla de lquido rojo y babas. En pocos instantes y con clarasseales de ahogo, dej de respirar sindole arrancado su h-lito por la guadaa que a todos nos esperaba.

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    La parlisis result absoluta y el estupor total. Atenaza-dos por el temor y la preocupacin, aquel infortunado veci-

    no fue sacado del local y conducido rpidamente en carro alas afueras para ser enterrado en el campo. Si la maana re-sult inquietante, la tarde fue desastrosa. No se produjeronfallecimientos pero s contagios entre varios habitantes, alos que se oblig a permanecer en sus casas. Todos presen-taban los mismos sntomas a los que ya comenzbamos ahabituarnos en una rutina de cruel exposicin: temperatu-ra ardiente en sus cuerpos, temblores, vmitos sangrientos

    que no cesaban, parlisis en sus miembros, intensos deli-rios con prdida de la razn hasta alcanzar la locura y sobretodo, aquellos malditos bubones. Estos eran una especie debultos que crecan y crecan por momentos en el cuello, lasaxilas y las ingles. Su simple contemplacin dejaba embota-da la conciencia hasta del hombre ms curtido en las bata-llas ms atroces de la vida.

    Aquellas jornadas de calor, recin iniciado el verano, nopodan ocultar la evidencia que devastaba a los afectados,pues advertir a cualquier sujeto cubierto con ropas en elapogeo del esto le converta inmediatamente en sospecho-so. El escenario era dantesco para ellos, pues rezumabanimpotencia por todos sus costados al imponrseles por lafuerza su estancia en casa, donde moran como ratas acorra-ladas en horas o como mucho en las jornadas siguientes enla ms horrenda de las agonas.

    La plaga resultaba impecablemente precisa en susactuaciones. Nios y ancianos pero tambin personas demediana edad, varones y hembras, caan como moscas; semostraba tan justa en su proceder que no consenta enrealizar distinciones en los abrazos letales que adminis-traba por doquier, aunque nadie se los pidiera. Por tal moti-vo, la ocupacin de las horas posteriores se centr en abrir

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    una gran fosa comn en las afueras del poblado donde fue-ron apilados ms de treinta cuerpos. Lo cierto es que estos

    macabros traslados no podan demorarse, ya que el calorasixiante aceleraba la putrefaccin de los cadveres y hacainsoportable el hedor en las calles. La ciudad ya ola fatalde por s, pero aquello coloc en extremos insospechadoslos lmites de resistencia de unos lugareos completamentesuperados por las circunstancias que haban de afrontar. Osaseguro que a pesar de la rudeza de la poca, de estar acos-tumbrados a la terrible lucha por la supervivencia diaria, no

    era fcil soportar a la vista y al corazn de las gentes senci-llas la percepcin de cmo tus familiares, amigos o vecinosabandonaban la existencia en pos de un mundo probable-mente mejor que aquel horripilante espectculo que desi-laba ante nuestros ojos. Por primera vez que recordramosen nuestra larga historia, sin guerras que nos afectaran nihambrunas que nos asolaran, poda airmarse con absolu-ta justicia que nuestro poblado estaba siendo literalmente

    diezmado. El apocalipsis se abata sobre nosotros, por loque haba que tomar graves decisiones y cuanto antes mejor.

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    IV. Crepsculo de fuego

    infernal

    A la llegada del crepsculo y despus de haber vividola tarde ms dramtica de mis ltimos aos, ya que nuncaantes haba visto a tanta gente muerta a mi alrededor, tuveuna idea tan perversa como til para mis intereses. Tal era laestructura de malvados pensamientos que acudan a mi ca-beza que haba momentos en los que ya no llegaba a distin-guir entre aquellas representaciones que venan a mi mentesugeridas por mi entidad acompaante de aquellas otrasprocedentes de mi propia cosecha. Por ms ocupado que mehallara, mi intelecto segua trabajando a toda velocidad, in-luido a partes iguales tanto por la seductora voz que per-ciba cada vez con mayor claridad como por mi astucia msmaligna.

    Me resultaba complicado distinguir cul de los dos ele-mentos posea ms fuerza en mis adentros. Cuando aqueleco me hablaba, yo me recreaba en l al tiempo que el susu-rro se complaca con mi hospitalidad, formando al inal unaespiral en la que ambos componentes se reforzaban mutua-mente. Aunque a veces tuviera la preocupante sensacin deser dos personas en una, lo cierto es que me resultaba algoagradable y sobre todo, efectivo, pues mi inlujo y ascenden-

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    cia sobre aquellos asustados seres que constituan los habi-tantes del pueblo creca por minutos. Haba algo muy claro:

    conforme me dejaba aconsejar en mis orejas por aquel en-viado del mal (pues as lo consideraba yo aunque no meimportara), mi poder aumentaba, al igual que mi prestigioentre los dems se ensanchaba. Lo nico que me molestabade aquel ser eran sus recurrentes carcajadas, aquellas tanidentiicativas que emita entre frase y frase.

    Mi ocurrencia fue la siguiente: tratara de convencer auno de mis mozos ms ieles que me servan en el negocio

    para que a la jornada siguiente realizara la misin que le ibaa encargar. Tanto la buena suma de monedas que le prometcomo su perfecta ainidad con mis vibraciones, resultaronmotivos ms que suicientes para que no discutiera mis r-denes y las asumiera con total naturalidad.

    El despertar de la maana anunciaba otro pleno ex-traordinario en la ciudad, ya que la extrema gravedad de la

    situacin as lo requera. La verdad era que en aquellos te-rribles momentos, la reunin se convocaba ms para encon-trar razones frente al miedo que por haber surgido algunaidea novedosa que pudiera solucionar la dramtica tesitu-ra de una poblacin, que en tan breve plazo, haba perdidoa buena parte de sus habitantes. Tras ms de una hora deintiles discusiones, lleg para m el momento ms espera-do de aquella funcin. Uno de los asistentes que trabajaba

    en aquel lugar coment algo al odo del burgomaestre. Depronto, el responsable de la ciudad se puso de pie y captan-do la atencin del pblico se dirigi a ellos expresando queexista una persona fuera del ediicio que poda aportar unaextraordinaria informacin respecto al desenlace de nues-tro acuciante problema.

    Evidentemente, el sujeto que entr all en medio deaquel tumulto atribulado y ejecutando a la perfeccin su pa-

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    pel de actor, tal y como yo lo haba planeado con l, no eraotro que uno de mis mozos, al que en la jornada anterior

    le haba dado las instrucciones precisas de cmo actuar enaquel contexto. Interrogado acerca de cul era esa noticiatan importante que deba anunciar, el joven coment entrejadeos y con una fuerte ansiedad, que haca varias nochesno haba podido conciliar el sueo por el sofocante calor yque por ello sali a tomar el fresco de la madrugada. Fue enese momento de sombras cuando en el silencio pudo adver-tir la silueta de alguien desconocido que estaba vertiendo

    lo que pareca un lquido en el principal pozo del pueblo, elcual abasteca prcticamente a todos los vecinos.

    La conmocin result total. Resoplando y tomando nue-vos bros, el regidor pregunt al chico si conoca o haba lo-grado ver el rostro de aquel desalmado de cuyas terroricasintenciones nadie dudaba ya en la atestada sala. La respues-ta fue un simple no, para aadir a continuacin un dato

    que encendi la mecha de la ms brutal tragedia que por lamano y voluntad del hombre contemplara aquella comarcaen todos sus anales. Fue un judo! exclam el zagal con vozalta y irme. Uno de los asistentes intervino para decir quesi no haba visto al tipo en cuestin, cmo era posible sabersu pertenencia a esa comunidad. Muy sencillo! proclamel muchacho siguiendo el guin previsto. Llevaba la tpicaropa juda, sin duda se trataba de uno de ellos- asegur.

    Por ltimo, inaliz su alegato comentando que no lo habacomunicado antes porque no vincul ese hecho con la pla-ga hasta esa misma maana, cuando al levantarse empez asospechar de la relacin existente entre aquel lquido derra-mado en el pozo, venenoso sin ninguna duda, y la cascada decontagios y muertes que a raz de ello se produjeron.

    El colaborador ms estrecho del burgomaestre, Gnther,personaje respetado entre las gentes, realiz sin ser cons-

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    ciente de ello, el resto del trabajo sucio para mis intereses.Ahora lo entiendo todo! proiri. Esto encaja con los

    rumores que nos llegan de otras partes! Por eso ellos noenferman, porque saben que el agua est contaminada y nobeben de ella!. Sbitamente y de manera inesperada, aquelhombre qued de pie como una estatua, como pretendiendoseguir con su discurso pero sin poder abrir su boca ni pro-nunciar palabra. Al instante, cay fulminado desde el estra-do donde se hallaba. Al examinarle, la piel bajo sus ropas es-taba ennegrecida, con mltiples heridas que supuraban una

    mezcolanza de sangre y bilis. Su frente arda. El desdichadono tuvo tiempo ni de mover su cabeza ni de articular sonidoalguno. Realiz un raro gesto como vomitando hacia dentroy expir en un santiamn.

    La visin tan prxima del inal de Gnther, alguien tancercano al habitante del poblado por su amabilidad en eltrato diario y afable por su inters en los asuntos mundanos,as como las ltimas palabras que nos haba dirigido antesde sucumbir, nos dej inmovilizados por unos segundos. Re-pentinamente, el lienzo de aquel inquietante silencio, quedrasgado por la irrupcin de un potente grito que se escuchen la sala: A por los judos! Que no quede ni uno! se oydesde una voz annima difuminada entre el tumulto.

    Aquel alarido catico pero pleno de la furia ms ciega,desbord hasta la ms optimista de las previsiones que yo

    pudiera tener sobre la situacin. Os aseguro que en aquellapoca no exista el ms mnimo pudor hacia las venganzas yque una turba enloquecida, liderada al unsono por un lemade odio, era lo ms peligroso que pudiera contemplarse. Enesas circunstancias desbocadas y empujadas por el terrorque dominaba al gento, las represalias que podan produ-cirse resultaban extremadamente crueles, sin atisbos depiedad. Si no se mostraba clemencia ni por parte de los po-

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    tonados, heridos y humillados, permanecieron en la plazaprincipal de la localidad mientras que todo lo que se relacio-

    nara con ellos, como sus hogares y restantes posesiones, ibaa ser pasto de las llamas. El tremendo incendio que se formsirvi de elemento puriicador para las conciencias de unoshabitantes que haban perdido todo vestigio de racionalidady que se entregaron a un aquelarre destructivo de propor-ciones gigantescas.

    Cuando la tarde caa y el cielo anunciaba el crepsculo,el casi medio centenar de judos que haba sobrevivido a la

    clera de la masa, fue conducido a las afueras del pueblo,donde se haban improvisado postes de rboles recin cor-tados y que fueron clavados en la tierra rodeados de lea. Elrespeto y la consideracin hacia el ser humano, fuera quienfuera, haban desaparecido por completo. Al igual que laplaga obraba en su maldito proceder, aqu tampoco se dis-tingui entre nios, ancianos o madres. Todos fueron atadosen pequeos grupos a los maderos verticales para minutosdespus, en medio de una atmsfera tan enloquecida comoaterradora, encenderse piras de un fuego abrasador con losjudos dentro. La crueldad lleg a tal extremo que algunoschiquillos fueron quemados vivos junto a sus padres y abue-los, al tiempo que las mujeres fueron desnudadas para inli-girles una mayor humillacin.

    Yo, Hans, quien os narra este episodio de la historia, pre-

    senci todo aquello que os estoy describiendo; el olor de lacarne calcinada, el desenlace frentico de aos envueltosen oscuros resentimientos, la animadversin ms corrosivacontra aquel grupo de personas cuyos antepasados se ha-ban establecido all un siglo antes. Toda esta conjuncin in-fame de elementos estall conforme la noche se apoderabadel irmamento, mientras un colosal monstruo de maldad seasentaba en nuestros corazones. El escaso sentimiento de

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    humanidad que restaba en mi alma se revolva entre la po-dredumbre ante la visin de aquel escenario infernal, ms

    propio de una pintura diablica que de la misma realidad.Y sin embargo estaba sucediendo! Delante de mis propiosojos!

    Reconozco que conforme ms me iba degradando enmi condicin moral, ms rpido desarrollaba la capacidadpara defenderme de los avisos de mi conciencia. Por ello ycuando an quedaba un rastro humeante de las hoguerasen el horizonte, comenc a organizar mis siguientes pasos

    para actuar cuando todo aquello inalizase y los nimos secalmaran, una vez satisfecha el hambre de venganza en lapoblacin. En medio de aquel siniestro ambiente, mi imagi-nacin volaba, observndome ya como el principal comer-ciante del pueblo, como posterior burgomaestre y hastacomo futura mano derecha del barn Eckhart en el gobiernode la reginEl obstculo que poda hacerme algn tipo desombra en los negocios haba sido aniquilado por la fuerzadevastadora del fuego, nico modo de acabar de raz con uncolectivo que se haba atrevido a cuestionar mi liderazgoen el mbito mercantil.

    Ante la visin horrenda de aquellas decenas de cuerpos,atados a los postes y chamuscados como si fueran alimaas,volv a sentir en mis adentros la estruendosa carcajada, msfuerte que nunca, de aquella invisible compaa que ya no

    me abandonaba ni a sol ni a sombra. Qu barato haba cos-tado mi plan y qu rpido se haba consumado. Lo mejor detodo es que yo no haba aparecido ante nadie como ejecutordirecto del mismo sino que aquella masacre, a los ojos de lahistoria, haba sido perpetrada por una turba trastornadade personas que haban obedecido ielmente a sus instintosms bajos y a sus pasiones ms desbordantes, justiicadasde cara a las autoridades por la hecatombe que la plaga

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    estaba causando y de la que se acusaba directamente a lacomunidad juda.

    Yo pasara a la posteridad de aquel olvidado pueblocomo el instigador de la mayor aberracin cometida en susuelo, pero exista un detalle esencial. Solo mi conciencia co-noca la verdad, por lo que no deba sentirme inquieto. Tansolo me preocupaba la idelidad del mozo al que pagupor desempear su papel de actor esencial en el desencade-namiento de aquella tragedia. Cuando la voz interior me in-dic que me deshiciera de l, proyect sobre la marcha una

    nueva intriga para acabar con su vida de forma accidental ysin sospechas, mas no hubo oportunidad de poner a pruebanuevamente mis malicas intenciones pues el joven fue unade las vctimas que sucumbieron al mal de la plaga en lasjornadas sucesivas.

    Pese a la anarqua desatada en el pueblo, el cual se habatomado la justicia por su mano, el barn no envi a ningu-

    no de sus soldados a reprimir o poner orden en la revuel-ta. Mand acuartelar sus tropas con la prohibicin expresade no salir de la fortaleza. Tal era el temor de aquel noble aser contagiado, que opt por aislarse radicalmente de todocontacto humano tanto de su familia como de sus huestes,por lo que en aquellos amargos das no se vio a ningn hom-bre armado de Eckhart por las calles. Este dispona de bue-nas fuentes de informacin y haba llegado a sus odos la

    noticia de que otros seores haban adoptado la misma de-cisin: recluirse a la espera de que la enfermedad remitiera.Ms vala salvar la propia vida que exponerse a perderla porintervenir en los asuntos del populacho.

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    V. Apocalipsis en la ciudad

    Cuando terminaron de apagarse aquellas grandes fo-gatas, el hedor resultaba insoportable y un humo de olorcadavrico se extenda como un ancho manto sobre la ciu-dad. Consumado aquel feroz desquite, la gente parecams calmada, como si ese ritual fnebre presenciado enlas afueras del poblado, hubiera saciado aparentemente lased de revancha contra un colectivo al que le haba tocadodesempear el papel de chivo expiatorio en aquella trgi-

    ca coyuntura. Conieso que en lo que restaba de noche tuvediicultades para dormir. El macabro espectculo quiz ha-ba resultado demasiado fuerte para mi sensibilidad medeca a m mismo, como deseando tranquilizarme. Una an-gustia fra me resquebrajaba las entraas por dentro, comointentando avisarme de cuestiones an ms graves que meocurriran en breve plazo. Al no soportar ms la cascada defunestos pensamientos que arribaban a mi cabeza, agarrdirectamente una bota de vino hasta vaciarla por completoen mi estmago. Fue una escapada hacia delante, muy simi-lar a las que realizaba mi padre en los viejos tiempos por laaparicin de diicultades, efectuada con la intencin de ol-vidar cuanto antes la infausta catarata de hechos que habavisto tan solo haca un rato. Cuando el alcohol hizo efectocon prontitud, pues nada slido pude ingerir, las fuerzas meabandonaron y aunque la noche ya estaba avanzada, pude

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    descansar unas pocas horas hasta que amaneci al poco, yaque el verano se hallaba en su apogeo.

    El tiempo volaba y los acontecimientos se sucedan avelocidad vertiginosa. Era como si la existencia, fusionadacon la muerte, se apretara en uno de mis puos y al abrirlo,se esparciera delante de m sin saber a cul de ellas mirar.La una estaba tan cerca de la otra que todo penda de unino hilo que poda ser cortado en cualquier momento. Trasaquella orga de rencor y depravacin en el pueblo, nadavolvi a ser como antes. Mi conciencia me empujaba clara-

    mente a reconocer que los judos nada tenan que ver con elorigen y la extensin de la plaga y que el rumor que corraacerca de que ellos haban sido los envenenadores del pozoera falso, un ardid inventado a medias entre mi siniestra vozacompaante y mi envilecida mente, para acabar de una vezpor todas con aquella comunidad de personas que desaia-ba mi primaca en los negocios locales.

    Mas las rachas de buena suerte varan de direccincomo el viento y al igual que este rola sin avisar, el desti-no de mi existencia vir desde lo que yo pensaba que era laluz a la ms cruel y negra de las sombras. Primero fue miesposa. Ese medioda y tras retornar de mi almacn, abr lapuerta de mi casa: all no haba rastro de presencia humana.Todo estaba desordenado, faltaban cosas, curiosamente lasque ms valor tenan para mi mujer. Con un mal presagio en

    mi cabeza, me dirig corriendo al local donde haba dejadoa mi hijo al cuidado del negocio. Sin embargo, fue el instan-te en que me cruc con un vecino de conianza, el cual meconirm que durante la maana ella se haba provisto deun carromato y con un sirviente de su padre haba cargadomultitud de objetos personales desplazndose luego al do-micilio de mi suegro. Como en la ciudad no existan grandesdistancias, excepto la que llevaba a la fortaleza del barn, a

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    los pocos minutos pude divisar la casa de los padres de miesposa donde supona que la encontrara.

    Nada, ninguna seal de vida. Escenario de absoluto si-lencio sepulcral, salvo el sonido de algunos pjaros que re-voloteaban por all, ajenos a la catstrofe humana que antesus ojos inconscientes se desarrollaba. Me dispuse a pensarsobre lo que estaba sucediendo pero la agitada noche quehaba vivido me mantena sin la necesaria lucidez. Me sentaaturdido, confuso, incapaz de unir los lazos de aquella se-cuencia y de encadenar las causas con sus efectos. De nuevo,

    la ayuda de un asustado lugareo tan desconcertado comoyo y que deambulaba por all buscando no se sabe a quin,me aclar los pormenores de lo ocurrido. Mi familia polticaal completo, incluida mi esposa, haba huido de su propiaciudad hacia nadie saba dnde. De pronto, empec a intuirque aquel lugar se haba convertido en una trampa mortalde la que la gente escapaba como las ratas se escabullen deuna nave que se hunde.

    Desesperado, lance puetazos y patadas a la puerta deesa vivienda como signo de impotencia. Me preguntaba si elxito obtenido en la tarde anterior no tendra una contra-parte imposible de equilibrar. Adems, de qu me serviraun triunfo tan abrumador si los habitantes del lugar, aque-llos que deban rendirme pleitesa en el futuro, abandona-ban la ciudad o simplemente moran? Quin iba a admirar-

    me, a contemplar mi posicin de riquezas y poder si todoscedan ante el avance de la plaga? Mi preocupacin fue enaumento pues hasta ese instante mi nica obsesin se habarelacionado con aniquilar a la competencia econmica, per-sonalizada en la comunidad juda del poblado. Ahora queellos haban desaparecido, era como si me hubiera quedadosin enemigos a los que combatir y un vaco interior inundmis pesimistas relexiones. Con sus cenizas, todava espar-

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    cidas por el viento como nico recuerdo de su presencia eneste plano, comenc a titubear ms que nunca en mi vida.

    De pronto, puse mi atencin en un grupo de cabaas cer-canas a la salida del poblado y en las que extraamente noapreciaba movimiento ni eco alguno. Cada vez ms agobia-do por un silencio que de nio adoraba, me dirig hasta ally el espectculo que pude observar al acercarme me pro-dujo arcadas. Cadveres apilados sin orden, varios de ellosdesparramados por el suelo, otros amontonados y algunosde ellos con los ojos bien abiertos mirando al cielo, como

    demandando una respuesta al poder divino por tamaa ini-quidad. Sus pieles ennegrecidas y secas todava dejaban verlos rastros sanguinolentos de la enfermedad que los habaconsumido, que les haba arrebatado el aliento sin distin-guir edad, sexo o posicin social.

    Un ligero viento abofete mi rostro provocando que res-pirara la hediondez de aquellos cuerpos en rpido proce-

    so de descomposicin merced al sofoco del esto. Observa unos metros una serie de bultos a medio enterrar y queno eran sino las siluetas fantasmagricas de otros difuntos,los cuales y en comparacin con los anteriores, haban dis-frutado del consuelo de ver cubiertas sus caras por la tie-rra. Las palabras que a veces eran exclamadas en la iglesia,polvo eres y en polvo te convertirs, vinieron a mi cabezahirindome como un pual ailado. Empec a calcular all

    mismo el nmero de los que haban viajado al otro lado,pero cuando llegu a la cifra de veinte, tuve que dejarlo por-que haba tantas lgrimas en mis pupilas y tanta congoja enmi garganta que me impedan continuar con aquel espeluz-nante recuento. Juzgu aquel terrible escenario y llegu ala conclusin de que los vivos no haban tenido ni siquieratiempo de sepultar al resto de los muertos, huyendo a todaprisa de all, seguramente azuzados por los requerimientos

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    de otros tantos que desertaban de la ciudad de mis orgenesbuscando otros aires ms sanos.

    Qu panorama tan desolador! exclam a grito limpiosin la esperanza de que nadie escuchara mi desgarradorlamento. Clav mis rodillas en el terreno e inclin mi cuer-po hasta dar con mis labios en el suelo, atormentado porla visin de que tarde o temprano mis huesos iran a parara aquella desnuda tierra, achicharrada por un sol de justi-cia que brillaba impertrrito, ajeno a mis gemidos, como sinada sucediera.

    Como un muerto viviente, penetr en la plaza princi-pal escuchando algunos llantos quejumbrosos procedentesdel interior de varias casas, lo que denotaba que la plagase haba extendido por toda la localidad y ejerca ahora susilente gobierno sobre ella desde las sombras. Volv a vo-ciferar en voz alta mirando hacia el cielo: Dios mo, qucriatura escapar a tu furia desbocada?. A mi mente arrib

    la pregunta clave: cundo me tocara sucumbir? Aunque nonotaba nada extrao en m, dicho interrogante me dej pre-so del pnico, sin fuerzas, hundido moralmente. Cundoyo, cundo yo? me repeta en mis adentros obsesionadocon el cercano inal de aquella pesadilla. De pronto, un tai-do de campanas me despert bruscamente de mi ensimis-mamiento y al levantar la vista hacia el lugar del que prove-na el sonido observ cmo en lo alto de la torre de la iglesia,

    el sitio ms alto del poblado, estaba el viejo Otto.Desconoca cmo haba logrado a su edad escalar has-

    ta all, pero pronto me di cuenta de sus intenciones. Dandoun alarido tremendo que atraves mis sienes, se precipit alvaco desplomndose justo delante de la entrada al templo.Corr hacia all y al contemplar el cuerpo agonizante, casisin vida de aquel desdichado ser, apreci con claridad losmismos signos nocivos tan tristemente familiares, a cul he-

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    rida o llaga ms repugnante en su piel. Tras unos segundossin respiracin, Otto pereci y comprend entonces que el

    infeliz se haba suicidado en medio de la locura ms deliran-te, tanto para acabar con sus insufribles dolores como paraabreviar el penoso trance que estaba padeciendo.

    No fue el nico. Kurt, apodado el tuerto, pues en suinfancia haba perdido un ojo de una pedrada, adelant suin en su propia casa al advertir los efectos malignos de laplaga tanto en su parentela como en s mismo. Para quprolongar lo inevitable? Desesperado y con la razn perdi-

    da, atranc las puertas y ventanas de su hogar para seguida-mente prenderle fuego con toda la familia dentro. l, su es-posa y sus cuatro hijos pequeos resultaron abrasados porlas llamas; tal deba ser el estado de perturbacin de aquelhombre, cuando a lo largo de su existencia se haba movidopor los impulsos ms racionales.

    La enfermedad se ergua como un manto negro proce-

    dente de las puertas del inierno o peor an, como una se-al deinitiva y apocalptica del cansancio de Dios para conlos pecados de sus hijos. Se trataba del ngel exterminadorque el fraile del lugar haba comentado en alguno de sus dis-cursos, cuando nos hablaba del episodio bblico por el quelos primognitos egipcios fueron aniquilados por su manodestructiva. En la mente de cualquier ser, aquello no podaser otra cosa que un castigo divino por las atrocidades co-

    metidas por el hombre, por todos nosotros sin excepciny cuya ltima muestra ms palpable se encontraba en lossucesos acaecidos tan solo la noche anterior. Habra acasoel Creador abandonado al ser humano a su suerte, un des-tino ahora dominado por las huestes del Diablo? El mundose desmoronaba delante de mi vista, estbamos abocadosa un cruel inal, de conformidad con nuestros sentimientosms mezquinos. Deinitivamente y tras vivir aquel macabro

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    escenario en primera persona, aquello se me apareca comoun anticipo de las penas del averno, por lo que empezaba a

    pensar en qu lado me hallara mejor.De nuevo, otro tremendo grito me hizo levantar mi mi-

    rada perdida. Johannes, con el resto de su familia y algunosanimales se dispona a partir en carro hacia un lugar incier-to en mitad del campo; cualquier decisin resultaba buenamenos permanecer all, en aquel atolladero de muerte ypestilencia. Tras apremiarme para que yo hiciera lo mismo,se despidieron y espolearon a los bueyes a iniciar un cami-

    no de huida hacia lo desconocido, probablemente a ningunaparte, si es que alguno de ellos sobreviva antes de arribar aun sitio seguro, no se sabe dnde.

    La enigmtica voz que se hospedaba en mi interior y quehaba estado callada desde el crepsculo de la noche se hizoor entonces con claridad, escuchando su perverso mensa-je que deca: an queda lo mejor, para luego disiparse en

    medio de una pavorosa carcajada. Me habra traicionadoincluso aquella presencia que hasta ese momento me habaapoyado en el logro de mis intenciones? Por primera vez ydesde que empezara a recibir sus discursos, sus palabrashelaron mi sangre y aligeraron mi vientre, poseyndome unpnico que a pesar del calor reinante me haca sentir esca-lofros por toda mi piel.

    Como alma en pena, segu avanzando sin direccin, re-

    corriendo las calles que tan solo un tiempo atrs resultabanbulliciosas y sobre todo, plenas de vida. A pesar del letargoque me dominaba, me dispuse a conjeturar sobre la exten-sin del mal y mis conclusiones fueron aterradoras. Por loque vi, ms de la mitad de los lugareos se haban ido deaquel cementerio viviente mientras que la otra parte res-tante estaba muerta o agonizaba. Algunas fosas comuneshaban sido excavadas a toda prisa pero ya no caban los ca-

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    dveres, observndose cuerpos inertes por las calles, en lasesquinas, en el interior de las casas. Paradjicamente, ya no

    restaban vivos para enterrar a los muertos.El ambiente resultaba dantesco pero tuve un resplandor

    de lucidez, por lo que tom la decisin de recoger a mi hijo,aquel nacido de mi triste matrimonio, y tomar algn animalde carga para alejarme de aquella necrpolis cuanto an-tes, en un intento a la desesperada por salvarme. Despusde todo, l era lo nico que me quedaba. No me importabael destino, tan solo terminar con una pesadilla que desilaba

    ante mi angustiosa mirada. No poda soportar por ms tiem-po la visin de aquel apocalipsis, el relejado en un cuadrocuya pintura Dios haba dibujado en el cambio de mileniopero que por razones desconocidas, no haba enseado almundo hasta ese ao 1348 de nuestro Seor Jesucristo.

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    de los difuntos por todas partes esparcidos. Maldije la suertedel barn, quiz el ms listo de todos, pues aislndose en su

    fortaleza haba logrado evitar la propagacin de la plagaentre sus huestes, frenando con una valla de ailados espi-nos la visita ineludible del seor de la guadaa. Mas prontoadvert que mi pensamiento no dejaba de ser una mera elu-cubracin producto de la enajenacin que cada vez me em-bargaba con ms fuerza. Qu saba yo? Tal vez a esas horas,su cabeza y la de sus sirvientes podan haber sido cortadaspor el soberano de la muerte, pues qu eran los muros de

    un castillo para la terrible enfermedad que nos consuma,aquella que haba sumido a la poblacin en el peor de losdesastres, ni siquiera igualado por las calamidades de lasterribles hambrunas.

    Al no recibir respuesta por parte de mi vstago, pensque no me haba odo e insist en mis gritos. No hubo rpli-ca, tan solo el sonido envolvente de un abrumador silencio.Traspas la puerta interna que daba acceso al almacn degrano y horror!, pude contemplar su igura boca abajo ytendida en el suelo, entre sacos de harina y multitud de ra-tas negras pululando sobre su espalda como esperando unfatal desenlace. Espantando a los roedores a golpe de palay dndole la vuelta, comprob que su corazn todava lataaunque a un son cada vez ms lejano. Su frente arda, sudabaa chorros y sus extremidades se mostraban temblorosas. Unpulso cada vez ms lento y una expresin sin rumbo hacande su rostro lo ms cercano al semblante de un moribundo.En un segundo, una aguzada daga rasg la tela de mis pen-samientos y de pronto comprend que hasta mi propio hijohaba sido vctima de aquella atroz maldicin.

    Nunca supe qu tiempo permanec all abrazado a l, aun cuerpo al que por momentos le abandonaba el hlito dela vida. Lo sujetaba con irmeza, apretndolo contra mi pe-

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    cho y besndole la frente y su cara con increble mimo, ba-ando sus mejillas con la cascada de mis lgrimas que libre-

    mente y sin control se derramaban desde mis ojos, como sicreyera que aquella inconsciente accin le fuera a devolverde nuevo a la luz de una juventud arrancada con brutalidad.

    Sin saber el perodo transcurrido pues bien poco me im-portaba, lleg el momento en el que mi triste odo dej deescuchar el plpito de su corazn y mi vista no pudo obser-var ms cmo su pecho se hinchaba a la bsqueda de nuevoaire. Hubo un instante en que lo estrech con ms intensi-

    dad que nunca, deseando en lo ms recndito de mi natura-leza que me traspasara a m sus padecimientos, aunque yoexpirara al momento para que l viviera, pero estaba claroque pesaba sobre m el terrible castigo de soportar cmomi ms preciado tesoro, el nico ser sobre la faz de la tierraque me haba dado muestras de incondicional cario, debaexhalar su ltimo aliento junto a mi boca, por lo que apre-t mis dientes con fuerte mpetu hasta daar mi lengua al noquerer aceptar lo que estaba sucediendo.

    Por qu tena que ocurrirle aquello a ese adolescenteque haca tan poco haba salido de la infancia? Por qu mihijo? Por qu un ser tan noble, tan obediente, que nuncahaba discutido ninguna de las instrucciones de su padre?Es que acaso no exista otro sobre el que cebarse que aque-lla criatura inocente que jams haba inligido dolor a nadie?

    Miles y miles de porqus golpeaban mi mente hasta la ex-tenuacin y lo peor de todo es que no hallaba respuestas atamao sufrimiento. En mi completa exasperacin, que pormomentos rayaba la locura, ni una sola contestacin a misdemandas; un silencio sepulcral hasta que en medio de lams radical perturbacin aquella maldita carcajada se dejor de nuevo entre mis sienes. Alterando lo que haban sidomis esquemas hasta esa tarde, proclam en atormentado

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    grito y sin pensar: yo te maldigo y maldita la hora en quete permit entrar en mis adentros! Reniego de ti! Ojal te

    pudras en el inierno, odiosa voz!Tras desahogarme como una iera herida, atravesado

    por el dardo ms venenoso y perdido mi eco entre la sole-dad de las sombras, un total mutismo se apoder de aquelttrico ambiente, donde haba podido asistir sin escapar al, al ms triste espectculo de mi agitada vida. Cmo de-testaba ahora el silencio cuando de nio lo amaba ms quea los rayos del sol en el temible invierno! Como nima en

    pena, sin fuerzas sicas ni morales, desgastados mis brospor la accin de los terribles acontecimientos que uno trasotro me iban sacudiendo por la espalda hasta derribarme,agarr una pala y cargu con el cadver de mi hijo sobre mishombros. Unos cuantos metros de recorrido se me hicieronleguas para mis piernas pero al in, ya en el campo, pude darcon suelo blando donde cavar un hoyo para enterrarle condignidad.

    Sudoroso, sollozando como alguien que ha perdido todoatisbo de esperanza, como el que se despea hacia la msoscura de las simas, perforaba la tierra una y otra vez, hastacalcular el espacio necesario para cubrir los despojos de lonico que me restaba en el mundo y que me acababa de serarrebatado, pues ya ni siquiera mi existencia me importaba.Cuando termin con aquel luctuoso cometido, deposit cui-

    dadosamente sobre el terreno la igura de mi vstago, la deaquel que en mi ardiente imaginacin hubiera debido seguirlos pasos de su padre. Le coloqu boca arriba, cerrando condelicadeza sus pberes ojos y juntando sus delicadas ma-nos, las de un joven de catorce aos que tan solo haba des-pertado a la vida para volver a dormirse a la pesadilla msangustiosa de la muerte. Pretenda que su rostro mirara alininito cielo, como exigiendo respuestas a la ms inicua in-

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    justicia jams perpetrada contra un ser humano y de la quel haba sido su inesperada vctima.

    Con mi resistencia al lmite, cubr con un ligero mantode tierra su angelical silueta y me arrodill ante los restosde mi hijo para expresarle, en mitad de atroz tortura inte-rior, mi ltimo adis. Incorporndome con grandes diicul-tades, pude tapar aquella improvisada fosa que jams hu-biera querido excavar en la historia de mis huellas por esesiglo. De forma inconsciente llev mis muecas a mi frente.Estaba ardiendo! Me di cuenta de que mis manos y piernas

    temblaban, ms incluso que las de mi fallecido padre cuan-do se recuperaba de sus recurrentes borracheras. Posedodel pnico y preso de un mareo paralizante, una repentinay acentuada tos se instal en mi pecho, como querindo-me asixiar y diicultando sobremanera mi capacidad pararespirar con normalidad. Empec a andar, o mejor dicho adeambular, pues no saba ni cunta distancia caminaba ni adnde me diriga, quiz a dar el salto al barranco del vaco,aquel al que todos ineludiblemente estbamos condenadossin distincin.

    Transcurrieron horas o tan solo minutos? Jams losupe. Me costaba trabajo incluso pensar, mas tuve un supre-mo instante de lucidez y al contemplar un esputo carmesque expuls de mi garganta, supe que mi desenlace llamabacon potentes nudillos a la puerta de mi conciencia. Al in,

    tras sobrevivir a la desaparicin de la mitad de la poblacin,a mi padre y a mi madre, a los judos, a mi hijo y a tantosotros, mi hora haba sonado en el reloj del tiempo. Por msque lo imaginara durante el pasado, no era inmortal. Los la-tidos de mi corazn estaban contados desde antes de nacery el balance estaba tocando a su consumacin. Di gracias ano s quin, tal vez al Creador, por haberme permitido se-pultar a mi vstago para que no fuera pasto de las alimaas.

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    Increblemente, aquel que deba otorgar su legado haba te-nido que enterrar a su propio heredero aunque eso ya poco

    importaba. Los pensamientos se agolpaban con tanta velo-cidad en mi mente que ni siquiera poda resumir o detener-me en los acontecimientos ms importantes de mi crnicapor aquella ciudad europea que me haba visto surgir hacams de treinta aos.

    Yo, Hans, a pesar de todo, crea en Dios, no solo porqueme hubieran inculcado su idea desde pequeo sino porqueaceptaba ciegamente que un poder por encima de todo de-

    ba regir este desdichado mundo en el que me haba toca-do vivir. Mi incesante contacto con la madre Naturaleza, elestudio de sus ritmos y su proceder, as me lo haban de-mostrado desde que tena uso de razn. Conieso con todaresponsabilidad, que con mis actos, haba renegado de l yde su hijo, nuestro Salvador Jesucristo. Ahora, en el supremojuicio al que todos debamos enfrentarnos, no esperaba pie-dad alguna para con mi alma. No haba matado a personasinocentes con mis manos o con el hierro candente sino conel fuego de mis palabras, las cuales haban incendiado lasvidas de tantos seres cndidos, hombres, mujeres y niossin distincin. Me haba comportado de modo semejante ala plaga pero peor an, pues yo saba perfectamente lo quehaca y por qu lo haca. La misma crueldad que haba usa-do en el trato con los dems, desde mi padre hasta con losinfelices judos, haba de recaer sobre mis espaldas como unrayo que fulmina al ms abominable de los pecadores. Laspuertas del inierno se abran de par en par ante mis ojos ysinceramente, no esperaba otro actuar de la justicia divina.La hora de los gusanos haba llegado.

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    VII. El despertar a

    la pesadilla

    Qu tiempo transcurri? Nunca lo supe. Fue como per-manecer en un estado de inconsciencia de duracin ilimitada.De pronto, despert. Una horrorosa sensacin de estar siendoagujereado, como atravesado por todo mi cuerpo, atrajo todami atencin. Al abrir mis ojos pude contemplar una imagencuando menos inquietante. Las tinieblas cubran el ambientepor doquier y sin embargo, poda ver. En verdad, desconocasi era de noche o no, pero todo estaba cubierto por sombras,rodeado de una extraa oscuridad que no me pareca natural.A pocos metros de distancia, pude observar lo que parecansiluetas humanas tendidas por la tierra, por lo que me dirighacia el lugar exacto en el que se encontraban. Al acercarme,pude divisar la triste escena de docenas de esqueletos huma-nos apilados, unos encima de otros y en completo desorden.No obstante, vi un cuerpo inerte que todava conservaba par-te de sus vestigios carnales. Guiado por la desazn y al in-clinarme sobre l, observ que se trataba de un hombre demediana edad pero cuyo rostro se hallaba desigurado, por loque no adivin de quin poda tratarse.

    Sbitamente, sucedi algo que hel mi nimo. Una extra-a fuerza surgida como de la nada me empuj con violencia

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    Crimen y redencin

    hasta hacerme caer en medio de aquel osario. Enojado, megir con brusquedad para saber quin o qu se haba atre-

    vido a derribarme. Fue entonces cuando qued petriicado.Un monje enorme que deba medir unos dos metros de altu-ra, aunque muy delgado, se apareci ante m sosteniendo unpapiro enrollado que agarraba con fuerza. Careca de rostroo al menos yo no lo distingua, pero saba que me miraba conijacin. Una amplia y espesa capucha cubra su cabeza y unlargo manto entre azul oscuro y negro revesta todo su perilhasta los pies. Lo nico que poda apreciar de su imponente

    igura eran sus dos manos huesudas llenas de callosidades.Intent erguirme gobernado por una extraa sensacin

    de confusin y preso de un miedo desconcertante. Aquellaamenazadora entidad de aspecto siniestro levant e