Crónicas Reales: Isabel II

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El Espía Digital – www.elespiadigital.com 1 Crónicas Reales: Isabel II Por José Alberto Cepas Palanca María Isabel Luisa de Borbón y Borbón-Dos Sicilias. Isabel II, la de los tristes destinos. (1830-1904). Nació en el Palacio Real de Madrid un 10 de octubre. Falleció a los 73 años, un nueve de abril, en el Palacio de Castilla, en Paris. Está enterrada en la Cripta Real del Monas- terio del Escorial. Su madre fue María Cristina de Borbón, cuarta y última esposa de Fernando VII. Derogada la ley Sálica de Alfonso X el Sabio, en el Código de las Siete Partidas, además de confirmada por Felipe V, y promulgada la Pragmática Sanción en 1830 por Fernando VII, que permitía acceder al trono a las mujeres de línea directa, se reunieron la Cortes, jurando Princesa de Asturias a Isabel, el 30 de junio de 1833. Tres meses después falle- cía Fernando VII, siendo María Cristina nombrada Reina Gobernadora – Regente – du- rante la minoría de edad de su hija Isabel. Al lado de María Cristina y de Isabel se agru- paron los constitucionalistas, la mayor parte del ejército y la pequeña burguesía co- merciante. Bajo el estandarte de Carlos María Isidro, hijo de Fernando VII y hermano menor de Carlos IV, se cobijaron los más cerriles absolutistas y casi todo el estamento religioso. El futuro ejército “carlista” se formó por nacionalistas: vascos, catalanes y aragoneses. María Cristina, de 27 años, plena de vitalidad, y con una hija de tres años, heredó una regencia y una corona socavadas por un cisma que iba a tener desastrosas repercusio- nes durante más de 50 años. El siete de octubre de 1833, Carlos María Isidro era proclamado rey en Fuenmayor, en La Rioja, pasando a pasarse por voluntad de sus seguidores, “Carlos V”. Poco después comenzaba la primera guerra carlista con una violencia y crueldad inusitada, con alter- nativas de inhumana ferocidad por ambos bandos. Los cristinos o isabelinos o liberales – así llamados los seguidores y defensores de María Cristina – declararon rebeldes a los carlistas – seguidores de Carlos María Isidro -, y como tal, los trataron. Los carlistas aducían el mismo argumento, con la diferencia que mataban a sus prisioneros. El car- lista, conde de España 1 , arrasaba una población catalana y, sobre sus ruinas, erigía una 1 Nacido Roger Bernard Charles d’Espagne de Ramefort, Carlos de España, de Cominges, de Couserans y de Foix (1775-1839), fue un noble y militar francés al servicio de España, marqués de Espagne y barón

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Crónicas Reales: Isabel II

Por José Alberto Cepas Palanca

María Isabel Luisa de Borbón y Borbón-Dos Sicilias. Isabel II, la de los tristes destinos.

(1830-1904).

Nació en el Palacio Real de Madrid un 10 de octubre. Falleció a los 73 años, un nueve

de abril, en el Palacio de Castilla, en Paris. Está enterrada en la Cripta Real del Monas-

terio del Escorial. Su madre fue María Cristina de Borbón, cuarta y última esposa de

Fernando VII.

Derogada la ley Sálica de Alfonso X el Sabio, en el Código de las Siete Partidas, además

de confirmada por Felipe V, y promulgada la Pragmática Sanción en 1830 por Fernando

VII, que permitía acceder al trono a las mujeres de línea directa, se reunieron la Cortes,

jurando Princesa de Asturias a Isabel, el 30 de junio de 1833. Tres meses después falle-

cía Fernando VII, siendo María Cristina nombrada Reina Gobernadora – Regente – du-

rante la minoría de edad de su hija Isabel. Al lado de María Cristina y de Isabel se agru-

paron los constitucionalistas, la mayor parte del ejército y la pequeña burguesía co-

merciante. Bajo el estandarte de Carlos María Isidro, hijo de Fernando VII y hermano

menor de Carlos IV, se cobijaron los más cerriles absolutistas y casi todo el estamento

religioso. El futuro ejército “carlista” se formó por nacionalistas: vascos, catalanes y

aragoneses.

María Cristina, de 27 años, plena de vitalidad, y con una hija de tres años, heredó una

regencia y una corona socavadas por un cisma que iba a tener desastrosas repercusio-

nes durante más de 50 años.

El siete de octubre de 1833, Carlos María Isidro era proclamado rey en Fuenmayor, en

La Rioja, pasando a pasarse por voluntad de sus seguidores, “Carlos V”. Poco después

comenzaba la primera guerra carlista con una violencia y crueldad inusitada, con alter-

nativas de inhumana ferocidad por ambos bandos. Los cristinos o isabelinos o liberales

– así llamados los seguidores y defensores de María Cristina – declararon rebeldes a

los carlistas – seguidores de Carlos María Isidro -, y como tal, los trataron. Los carlistas

aducían el mismo argumento, con la diferencia que mataban a sus prisioneros. El car-

lista, conde de España1, arrasaba una población catalana y, sobre sus ruinas, erigía una

1 Nacido Roger Bernard Charles d’Espagne de Ramefort, Carlos de España, de Cominges, de Couserans

y de Foix (1775-1839), fue un noble y militar francés al servicio de España, marqués de Espagne y barón

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especie de monumento con la inscripción “Aquí fue Ripoll”. Ramón Cabrera2, el Tigre

del Maestrazgo, ejecutó a los alcaldes de Torrecilla (La Rioja) y Valdeagorfa (Teruel),

por lo que el General cristino Nogueras3 se vengó fusilando a la madre de Cabrera,

María Griñó, que a su vez ordenó fusilar a 30 prisioneros cristinos, entre ellos la esposa

de un militar. El pueblo, convencido que la Iglesia sostenía al partido carlista, persiguió

a los obispos, curas y frailes que predicaban la rebeldía. El conde de Toreno4 disolvió la

Compañía de Jesús y suprimió los conventos con menos de 12 religiosos. El pueblo que

interpretó el decreto como una señal, en contra de lo que se pretendía que era calmar

pasiones, quemó conventos y mató frailes. En el campo cristino se gritaba: “¡Mueran

los frailes!”, y en el carlista: “¡Mueran los liberales!”. Así estaban las cosas. Tras siete

años de lucha, en una mezcla de proezas y traiciones, el extraño abrazo de Vergara en

1839, entre el General carlista Maroto5 y el General cristino Espartero6, puso fin al

primer enfrentamiento fratricida, el más duro e importante de los cuatro que hubo

entre carlistas y cristinos, con la victoria de éstos últimos.

Mientras se desarrollaba la lucha, María Cristina, a los dos meses de enviudar, conoció

a Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, Funes y Ortega, Guardia de Corps e hijo de unos

estanqueros de Tarancón - futuro duque de Riánsares y Grande de España - del que se

enamoró apasionadamente y con el que contrajo matrimonio en secreto después de

haberse conocido hacía sólo diez días y teniendo él 25 años.7 Fue un matrimonio feliz,

que tuvo una numerosa prole. Aunque lo intentó, le fue imposible a María Cristina

mantener en secreto su vida íntima con Fernando Muñoz, al que se le empezó a llamar

de Ramefort en Francia, Grande de España y conde de España en este país. Se distinguió en la Guerra de

la Independencia y al servicio de Fernando VII durante la restauración absolutista. Se puso del lado de

Carlos María Isidro. Fue tremendamente sanguinario. 2 Ramón Cabrera y Griñó (1806-1877), I duque del Maestrazgo, I Conde de Morella y I Marqués del Ter,

fue un militar y político. Conocido como "El Tigre del Maestrazgo", fue un destacado líder carlista. Fue

seminarista en Tortosa. 3 Agustín Nogueras Pitarque (1786-1857) fue un militar y político cristino. 4 José María Queipo de Llano y Ruiz de Sarabia (1786-1843), VII conde de Toreno, fue un político e

historiador. Fue el segundo presidente del Consejo de Ministros de la historia de España. Ministro de

Hacienda. 5 El General carlista Rafael Maroto Yserns (1783-1853), intervino en la Guerra de la Independencia con-

tra Napoleón. 6 Joaquín Baldomero Fernández-Espartero Álvarez de Toro (1793-1879) fue un General isabelino que

ostentó los títulos de príncipe de Vergara, duque de la Victoria, duque de Morella, conde de Luchana,

vizconde de Banderas, todos ellos en recompensa por su labor en el campo de batalla, en especial en

la primera guerra carlista, donde su dirección del ejército isabelino fue de vital importancia para la victo-

ria final. 7 Según algunos cronistas, el soldado Muñoz era tan pobre que a veces se le retiraba del servicio porque su traje gastado no le permitía desempeñar dignamente sus funciones, pero a pesar de ello su buen porte

llamaba la atención; así que una noche María Cristina se fijó en él y le preguntó si se cansaba, a lo que

Agustín respondió: “En servicio de su Majestad no puedo cansarme nunca”. La respuesta fue tan satisfac-

toria que al momento quedó relevado de su puesto y la noche siguiente ya presentaba armas en el lecho de

María Cristina. Otra versión, quizá más plausible fue la de que un día se encontraba la reina regente pa-

seando en carruaje, yendo o viviendo de unas vacaciones, cuando a consecuencia de un bache se dio un

golpe en las narices y empezó a sangrar, entonces solicitó a su dama de compañía que le facilitase un

pañuelo y como ésta no lo tenía, aceptó el que le ofreció Muñoz que estaba de escolta….y así empezó su

relación.

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“Fernando VIII” y a ella “la Muñoza”. Las dificultades políticas y su segundo matrimo-

nio morganático fueron la causa de su exilio.

María Cristina de Borbón

La vida de María Cristina estuvo absorbida por los tempestuosos acontecimientos polí-

ticos de su regencia, entregada a la pasión de segundo marido y en parir hijos, los cua-

les, a los pocos meses de nacer, emprendían el camino de Paris, ya que hubiera sido

muy mal visto que crecieran al lado de su madre, no estando oficialmente casada. La

condesa de Campo Alange, María Manuela de Negrete y Cepeda, decía con mordaci-

dad:” Nuestra Reina es una dama casada en secreto y embarazada en público”. En los

campamentos del pretendiente Carlos María Isidro se cantaban estas coplas:

Clamaban los liberales que la reina no paría. ¡Y ha parido más Muñoces que liberales había!

Con una madre entregada a tantas funciones, la infancia de la infanta Isabel fue triste y

solitaria. Nadie cuidó del desarrollo intelectual de la futura reina. La consigna era com-

placer sus caprichos y rodearla de lujo y esplendor, a fin de que, embotados los senti-

dos, no sintiera la necesidad de zascandilear en los entresijos de la política. La ignoran-

cia de Isabel fue la consecuencia de un plan sistemático de los partidos, que continua-

mente se disputaban el poder, a quienes interesó pasear a la reina niña, en la seguri-

dad de que su presencia y su orfandad despertarían el sentimentalismo de los españo-

les, que bien administrado, redundaría en beneficio de los que manejaban la situación.

Lo poco que aprendió fue a base de años y de experiencia; pero nunca pudo, ni supo,

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librarse de las camarillas, que eran las que verdaderamente llevaban el timón del go-

bierno.

Creció Isabel muy poco agraciada, mofletuda, propensa a la gordura, muy glotona y

pícara. En lo religioso fue extraordinariamente devota y piadosa, lo que se correspon-

día con la nación que iba a gobernar, compuesta en su mayor parte por vagos, mendi-

gos, curas y monjas. Desde muy temprana edad dio muestras de tener un carácter muy

temperamental y singularmente apasionada; “española de pies a cabeza”, según el

modelo de la época. Su ánimo estuvo sujeto a numerosas contradicciones, caprichos y

tozudeces, que se contrarrestaban con una generosa inaudita y una extraordinaria

alegría y vivacidad. Podía ser insoportable, incluso perversa, pero cuando quería, podía

despertar las simpatías de cuantos la rodeaban. Fue incapaz de asimilar las lecciones

que le impartieron sus progenitores, por lo que su educación no estaba en concordan-

cia con su alta posición. A pesar de la difamación que se cebó en ella, para el pueblo

llano fue “la reina más castiza y salerosa”, guardando siempre de Isabelona un grato

recuerdo.

Isabel II

El conde de Romanones, Álvaro Figueroa y Torres Mendieta, retrató así a Isabel II: “A

los diez años, Isabel resultaba ‘atrasada’; apenas si podía leer con rapidez; la forma de

su letra no era elegante, sino propia de las mujeres de pueblo. De la aritmética sólo

conocía la primera regla, siempre que los sumandos fueran sencillos. Su sintaxis, me-

diana; la ortografía, peor aún; hasta en el manejo de la aguja, afición principal de la

mejor española, daba con dificultad algunos puntos de calceta. Odiaba la lectura; no

había libros por atrayentes que fueran, que le llamaran la atención; su único entrete-

nimiento eran los juguetes y los perritos; disponía de los mejores vestidos que le en-

viaban desde París. Resultaba perezosa, pues nunca le enseñaron a trabajar. No sabía

vestirse sola; para su atavío necesitaba la ayuda de cuatro camaristas, y aun así, tarda-

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ba más de una hora en estar vestida. Hasta los diez años estuvo en manos de doncellas

y camaristas. De este ambiente nada selecto y netamente ordinario, se resintió toda su

vida. Hasta ignoraba la reglas elementales del bien comer, y su actitud en la mesa era

deplorable; comía sin limpieza, pues nadie le había enseñado los modales obligados a

su rango, pues se sentaba a la mesa sola con su hermana Luisa Fernanda - nacida en

1832 - y excepcionalmente le acompañaban algunas niñas de su misma edad, hijas de

las camaristas. Isabel mostraba una gran indolencia. Era mujer, como se dice, ‘dejada’

y muy dominada por sus caprichos, que exigía fueran satisfechos sin excusa. Todos

estos defectos crecían con la edad, y al darse cuenta de su alta jerarquía”.

Isabel heredó de su padre, además de un carácter populista, una enfermedad herpéti-

ca que disimulaba con abundancia de encajes, encajes y miriñaques. Su madre, María

Cristina, le legó un temperamento impulsivo y una ardiente sensualidad, que su puso

de manifiesto a muy temprana edad. Con reiteradas e insolentes preguntas a la conde-

sa de Espoz y Mina, Juana María de la Vega, nombrada por Espartero aya de la reina, a

camaristas y sirvientes, averiguó que las cigüeñas no traían los niños al mundo, sino

que éstos venían por “ciertas cosas” que hacían los hombres con las mujeres. No podía

reprimir su ansia de comer cuando y cuanto le apetecía. A los 14 años, ya reina, sus

preferencias culinarias eran: cocido madrileño con abundante guarnición de carne,

tocino y garbanzos, arroz con pollo, tortilla de patata y bacalao con tomate. Ésta sería

prácticamente su dieta el resto de su vida.

Martínez de la Rosa8, autor del Estatuto Real9, fracasó en el intento de que la Cuádru-

ple Alianza, firmada en 1834, con Gran Bretaña, Portugal y Francia, le prestara ayuda

para luchar contra el carlismo. A parte del supuesto plan conspirativo de la sociedad

secreta “La Isabelina”, partidaria del restablecimiento de la Constitución de Cádiz, una

epidemia de cólera con especial incidencia en Madrid y ante el rumor de que se debía

al envenenamiento de las fuentes por dependientes de los frailes, las masas populares

asaltaron los conventos el 17 y 18 de julio asesinando a unos 70 de sus ocupantes. Se

restableció rápidamente el orden, a la vez que se mandaba a la cárcel a los miembros

de “La Isabelina”, y la ceremonia de inauguración las Cortes se pudo realizar el 24 de

julio de 1834, con la asistencia de la Regente, que leyó con voz apagada el discurso

8 El catedrático de filosofía moral de la Universidad de Granada, Francisco de Paula Martínez de la Rosa Berdejo Gómez y Arroyo (1787-1862), fue un poeta, dramaturgo, político y diplomático. Fue presidente

del Consejo de Estado, ministro de Estado y presidente del Congreso. 9 El Estatuto Real fue una ley promulgada en España en abril de 1834 por la regente María Cristina de

Borbón a modo de carta otorgada, por la que se creaban unas nuevas Cortes a medio camino entre las

Cortes estamentales y las modernas, ya que estaban integradas por un Estamento de Próceres, cuyos

miembros no eran elegidos sino que eran designados por la Corona entre la nobleza y los poseedores de

una gran fortuna; y un Estamento de Procuradores, cuyos miembros eran elegidos mediante un sufragio

muy restringido que incluía a poco más de 16.000 personas, sobre una población de 12 millones de habi-

tantes.

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inaugural, agobiada por el calor y por la faja con que disimulaba estar embarazada de

cinco meses del primer hijo de su matrimonio secreto10 con Agustín Muñoz.

La desastrosa marcha de la guerra y el malestar político se sumaron para dar lugar a

nuevos conflictos. El 18 de enero de 1835, 600 soldados del regimiento de Aragón, de

guarnición en Madrid, ocuparon el edificio de Correos gritando: “¡Viva la reina! y ¡Aba-

jo el ministerio!” asesinando al Capitán General de Madrid, Canterac11, a quien se en-

vió para negociar con ellos. El 11 de mayo se produjo un auténtico escándalo en las

Cortes y, a la salida de éstas, Martínez de la Rosa fue asaltado por grupos en lo que él

consideró que era un “intento de asesinato”. Combatido y aislado, no tuvo más reme-

dio que cerrar las Cortes el 29 de mayo y presentar su dimisión, que le fue aceptada el

seis de junio.

Le sucedió el conde de Toreno. Aquel verano hubo una nueva etapa de movimientos

en demanda de mayores avances en el restablecimiento de libertades, estimulados por

el malestar que produjo el cólera, el hambre y la crisis económica. Los motines se ini-

ciaron con asaltos y quemas de conventos en Zaragoza, Reus y Barcelona, - conocidos

como bullangas -, seguidos por el asesinato en esta ciudad del General Bassa12 - dele-

gado del Capitán General de Cataluña, Manuel Llauder - y por el incendio de una mo-

derna fábrica de vapor, extendiéndose posteriormente a Valencia, Mallorca, Cádiz,

Málaga y Madrid, donde la milicia urbana se reunió amenazadora en la Plaza Mayor

del 13 al 16 de agosto. Ante tal situación en que el gobierno parecía haber perdido

toda autoridad, mientras proliferaban las juntas partidarias del retorno a la Constitu-

ción de 1812, Toreno dimitió, no sin antes haberse embolsado un soborno de unos

cinco millones de reales de los Rothschild, a cuenta de los contratos sobre el mercurio

de Almadén.

Le sucedió Mendizábal13, que educado en Londres y empapado del sistema económico

inglés se propuso restaurar el crédito de la Hacienda pública. Ante la imposibilidad de

incrementar los impuestos, para conseguir numerario, pues las arcas públicas estaban

vacías, hizo una operaciones en bolsa realizadas en secreto, a la vez que decidió en

1835, la supresión y venta de los bienes de las órdenes religiosas, excepto de aquellas

que se dedicaban a la enseñanza de niños pobres y a la asistencia de enfermos. La lla-

mada Desamortización de Mendizábal, consistente en que las propiedades improduc-

tivas y en poder de la iglesia y las órdenes religiosas, pasaran a una clase media

10 Iba a ser María Amparo, futura condesa de Vista Alegre. 11 César José de Canterac Orlic y Donesan (1787-1835), fue un militar español de origen francés. Partici-

pó en la Guerra de la Independencia y en las guerras de emancipación de los virreinatos de Nueva Grana-

da y Perú. 12 Pere Nolasc de Bassa i Girona (siglo XVIII-1835) fue gobernador militar de Barcelona. 13 Juan de Dios Álvarez Mendizábal (1790-1853), nacido Álvarez Méndez, fue un político liberal y hom-

bre de negocios. De origen relativamente humilde, se convirtió en el principal protagonista de la Revolu-

ción liberal española. Ministro de Hacienda. La casa de los Méndez, dedicada al negocio de la trapería, a

la que pertenecía su madre, era conocida en Cádiz como una familia de ‘cristianos nuevos’ de origen

judío.

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o burguesía que realmente enriqueciera al país e inspirada en el deseo de arbitrar re-

cursos para la guerra civil, sólo favoreció a los ricos, pues los pobres, no pudieron ac-

ceder a su compra ya que el procedimiento seguido para evitar que las propiedades

pasaran al pueblo fue el subastar las propiedades en grandes bloques, que los peque-

ños propietarios no podían costear, aunque lo más determinante fue que se permitió

el pago del precio final de los remates con títulos de la deuda por su valor nominal,

muy por debajo entonces de su valor real en el mercado. El resquemor que produjo la

desamortización, en un país tan teocrático - el poder residía en Dios - como era la Es-

paña de aquellos años trajo la caída de Mendizábal. María Cristina le sustituyó por Is-

túriz14, cuya talla política era tan pequeña como su estatura. En agosto de 1836 y or-

ganizado por Mendizábal, estalló el motín de La Granja, donde unos sargentos de la

Guardia Real, con la tropa formada ante la fachada de palacio, penetraron en las es-

tancias de la Reina Gobernadora consiguiendo que firmara el restablecimiento de la

Constitución de 1812. En la nueva Constitución de 1837 se introdujeron muy pocas

novedades, siendo éstas de carácter moderado y conservador, que no satisfizo las as-

piraciones de los más avanzados. Un representante de la derecha dijo que “las Cortes

disueltas, debe alabárselas, no por lo que hicieron, sino por lo que impidieron que se

hiciera”.

La afortunada actuación de Espartero durante la guerra carlista, al que María Cristina

había colmado de mercedes y títulos, nombrándole sucesivamente conde de Luchana;

duque de la Victoria; duque de Morella y caballero del Toisón de Oro, le convirtió en

árbitro de todas las crisis ministeriales acaecidas después del Convenio de Vergara15.

Espartero se convirtió en jefe del partido progresista, en oposición al General Nar-

váez16, que lo era del moderado, con lo que el choque entre ambos fue inevitable.

14 Francisco Javier de Istúriz Montero (1790-1871) fue un político y diplomático, presidente del Go-bierno, de las Cortes Generales, del Congreso de los Diputados y del Senado en distintas ocasiones. 15 El Abrazo de Vergara o Convenio de Vergara fue un convenio que se firmó en Oñate (Guipúzcoa) el 31

de agosto de 1839 entre el General isabelino Espartero y trece representantes del General carlis-

ta Maroto y que dio fin a la Primera Guerra Carlista en el norte de España. El convenio quedó confirmado

con el abrazo que se dieron Espartero y Maroto el 31 de agosto de 1839 ante las tropas de ambos ejércitos

reunidas en los campos de Vergara, razón de su nombre popular. 16 Ramón María Narváez y Campos (1800-1868), I duque de Valencia, fue un militar y político, siete

veces presidente del Consejo de Ministros de España entre 1844 y 1868. Conocido como El Espadón de

Loja.

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El General Espartero

En junio de 1840, María Cristina viajó a Barcelona, pretextando que su hija Isabel nece-

sitaba tomar las aguas medicinales de Caldas (Lérida) y baños de mar, que según pres-

cripción facultativa, aliviaría los eccemas que padecía Isabel. Con este viaje, trató Ma-

ría Cristina de granjearse el efecto de los catalanes, aragoneses y valencianos, que sen-

tían muy inclinados a la causa carlista. En el barcelonés pueblo de Esparraguera man-

tuvo una entrevista con Espartero, que se hallaba en Cataluña tratando de reducir los

últimos focos carlistas. En la entrevista, la Regente, le propuso que se hiciera cargo del

gobierno. Espartero aceptó el cargo, con la condición que la Reina Gobernadora no

sancionara la ley de Ayuntamientos, que los progresistas consideraban anticonstitu-

cional, porque ponía en manos de la Corona el nombramiento de determinadas alcal-

días. Pero ésta, sin consultarle y en contra de sus consejos, se apresuró a sancionar la

controvertida ley. Espartero, al enterarse, presentó su dimisión. Pocos días después,

promovidos por Espartero, estallaron motines en Barcelona, en los que se escucharon

gritos subversivos contra María Cristina. Sintiéndose sola y abandonada, llamó a Espar-

tero pidiéndole que sofocara los motines; el General le garantizó que serían apacigua-

dos en el acto, cosa que así sucedió.

Antes de seguir adelante es conveniente decir algo de los partidos en liza.

Los moderados estaban integrados por los antiguos “estatutistas”, a los que se fueron

llamados tránsfugas de un liberalismo más avanzado y reaccionarios extremos, conoci-

dos como “cangrejos”. Sus opiniones se oponían al concepto mismo de “soberanía

nacional” y propugnaban reducir al mínimo el ámbito de participación popular; un su-

fragio lo más restringido posible para la elección de diputados, designación regia de los

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senadores, limitación de la participación ciudadana en la elección de los ayuntamien-

tos, rechazo de la milicia nacional y censura de la prensa.

Los progresistas eran una amalgama de progresistas, demócratas (escisión izquierdista

del progresismo), republicanos, socialistas utópicos y componentes del movimiento

obrero. Su principio, según José Pizarro Ramírez, conde de las Navas, era: “la soberanía

reside en la nación; las naciones tienen el derecho de hacerse mandar o gobernar por

quien quieran y en las condiciones que quieran”. Eran partidarios de un sufragio censi-

tario, contrarios a los “demócratas” y a los republicanos.

Las mayores diferencias entre progresistas y moderados tenían que ver con la vida y

las instituciones locales, donde éstos querían elecciones municipales en que pudiesen

votar todos los hombres mayores de 21 años “con profesión, oficio o industria útil”,

apoyo pleno a la milicia nacional y jurados para decidir en los delitos de prensa. El gran

motivo de enfrentamiento entre ambos partidos fue precisamente la “ley de ayunta-

mientos” y, en concreto, lo que se refería en ella a la figura del alcalde, que los progre-

sistas, contando mayor apoyo popular, querían que fuese elegido directamente, mien-

tras los moderados pretendían que fuese designado por el gobierno de entre los con-

cejales elegidos.

A los siete días de tomar Isabel los baños medicinales de Caldas, las escamas que cu-

brían varias partes de su cuerpo desaparecieron. María Cristina decidió partir para Va-

lencia, creyendo que se encontraría más segura bajo la protección del ejército manda-

do por el joven General O’Donnell17. Allí, para remediar la crisis, nombró un gobierno

de tendencia moderada, que Espartero y los progresistas lo tomaron como un reto. El

uno de septiembre, los progresistas hicieron estallar una revolución en Madrid, propa-

gándose a otras provincias. María Cristina, acorralada, nombró a Espartero Presidente

del Consejo de Ministros, renunciando ella a su cargo de Reina Gobernadora en el pa-

lacio de Cervellón, en Valencia. A mediados de octubre, María Cristina partió para su

exilio en París.

El ya Regente Espartero, que conocía perfectamente el carácter intrigante de María

Cristina, renovó al personal al personal más cercano a Isabel, para que entre la deste-

rrada y la hija solamente existiera el contacto necesario e imprescindible. El liberal

asturiano Agustín Argüelles18 fue nombrado tutor; como ayo nombró al progresista

Salustiano Olózaga19; el cargo de preceptor recayó sobre el poeta Manuel Quintana20;

17 Leopoldo O'Donnell y Jorís (1809-1867) fue un noble, militar y político, Grande de España como I

Duque de Tetuán, I Conde de Lucena y I Vizconde de Aliaga. 18 Agustín de Argüelles Álvarez (1776-1844), apodado “el Divino” por su oratoria durante las Cortes de

Cádiz, fue un abogado, diplomático y político. Fue presidente de las Cortes en 1841, diputado en las de

1844 y tutor de la Reina Isabel II. 19 Salustiano de Olózaga Almandoz (1805-1873) fue un político, diplomático, abogado y escritor. Fue

Presidente del Consejo de Ministros de Isabel II.

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la condesa de Espoz y Mina, también progresista, fue nombrada aya. Estos precepto-

res, sujetos a la disciplina del partido, no hicieron ningún esfuerzo especial para elevar

la calidad de la educación de su regia alumna.

Isabel creció sin disciplina, sin que nadie pusiera freno a su naturaleza caprichosa,

siendo sus actos consecuencia lógica de la desastrosa educación que recibió. Los mis-

mos preceptores, que la obligaban a dormir 12 horas diarias, fomentaron la molicie de

la futura reina. Isabel se levantaba a las nueve de la mañana; mientras la vestían y aci-

calaban daban las diez; después le servían el desayuno y oía misa; bien entrada la ma-

ñana recibía sus lecciones. El único horario que se respetaba era el de las comidas,

siempre muy abundantes y de lo mismo, porque de los demás casi nunca se cumplían,

y si se prescindía de algo, era de las horas lectivas, aunque se le obligó a dedicar algu-

nas horas al festón y a la calceta. Los ejercicios físicos, aunque rechazados por la indo-

lente Isabel, brillaron por su ausencia, prefiriendo las lecciones de piano y canto. Des-

pués venían los paseos en coche y las visitas al jardín, donde Isabel y su hermana Luisa

Fernanda21 jugaban y se entretenían con los perros, a los que tenían mucha afición. A

juicio de la condesa de Espoz y Mina, ambas princesas eran “desaplicadas, asaz dísco-

las y poco obedientes”.

Isabel tuvo un gran corazón y un gran sentido de protección hacia los demás, lo cual

implicó repartir su cariño con la misma generosidad que su dinero – que nunca supo

valorar - con la diferencia de que éste siempre se acababa antes. Su alejamiento se

hizo patente cuando escuchó cierto comentario de que sus perros vivían mejor que sus

súbditos; sufrió una gran conmoción y fue incapaz de comprender este tipo de situa-

ciones. La falta de voluntad fue su peor defecto. A la más mínima reprimenda respon-

día con un profundo propósito de la enmienda, que quedaba olvidado a los pocos mi-

nutos. Su carácter extrovertido no soportaba la soledad, lo que impidió que tuviera

vida interior. Dio muestras, a edad muy temprana, de un exuberante y temperamento

tan sensual, que resultó extraño hasta en un Borbón. Muy pronto y debido a esto, hu-

bo que pensar en casarla.

Espartero fomentó la popularidad de Isabel entre el pueblo, con salidas, casi a diario al

teatro, a los toros, a la iglesia, paseos en calesa, etc. A la pequeña reina le entusiasma-

ban las aclamaciones que recibía continuamente. Las horas que debía dedicar al estu-

dio se empleaban muchas veces en actos populistas, lo que generó que hubo momen-

tos en lo que por su falta de preparación, hizo gala de un ignorancia supina respecto a

sus deberes públicos esenciales. Si bien es cierto que fue muy generosa y valiente, con-

fiada, clemente y muy sincera, aunque de ésta última cualidad, emanaron algunos de 20 Manuel José Quintana y Lorenzo (1772-1857), poeta español de la Ilustración y una de las figuras más

importantes en la etapa de transición al Romanticismo. Procurador fiscal de la Junta de Comercio y Mo-

neda. 21 María Luisa Fernanda de Borbón (1832 -1897), era la segunda y última hija del Rey Fernando VII y de

su esposa, la Reina María Cristina. Fue infanta de España desde su nacimiento y duquesa de Montpen-

sier por matrimonio.

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sus problemas, no es menos cierto que heredó todos los defectos de su padre Fernan-

do VII y de su abuela María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV.

Su madre, María Cristina, gracias a la enorme fortuna que pudo sacar de España22, de-

dicó desde su exilio parisino, a conspirar para derribar a Espartero, por el que sentía un

odio visceral. El siete de octubre de 1841, a los gritos de “¡Abajo Espartero! ¡Viva la

Reina Gobernadora!”, se produjo el pronunciamiento. Narváez se sublevó en Andalu-

cía; Montes de Oca23, en las Vascongadas; Borso di Carminati24, en Zaragoza;

O’Donnell, en Pamplona; Diego de León25 y Manuel de la Concha26, en Madrid. Los

ocho millones de reales enviados por María Cristina, tuvieron la virtud de levantar los

ánimos de sus leales. El plan de los conjurados era apoderarse de Isabel y Luisa Fer-

nanda para llevarlas a Vitoria, donde estaba el centro de la rebelión, pero Concha y

Diego de León fracasaron en su intento de apoderarse de las princesas, gracias a la

resistencia que opusieron los alabarderos de palacio. Fracasada la asonada, la desban-

dada de los sublevados fue general; pero, Diego de León, Borso di Carminati, Montes

de Oca y otros militares comprometidos fueron capturados y fusilados.

22 Junto con su marido Fernando Muñoz, fueron los promotores y creadores, del ferrocarril en Asturias y

en la Comunidad Valenciana, amasando una gran fortuna. Lograron hacer negocios muy lucrativos con la

familia Rothschild, la familia de banqueros Laffite y el I marqués de Salamanca. Según José Antonio

Piqueras en su obra “‘La esclavitud en las Españas”, Manuel Pastor Fuentes, gaditano, coronel de Inge-

nieros retirado, aseguró el cobro a los negreros de una cuota por cada negro introducido en Cuba o Puerto

Rico, que se encargaba de trasladar a la reina madre Mª Cristina de Borbón. Isabel II lo hizo senador

vitalicio y conde de Bagaes. Antonio Parejo Cañedo, socio del anterior y de la familia real, era el agente

personal en Cuba de la Reina Regente María Cristina. 23 Manuel Montes de Oca (1804-1841) fue un marino y político. 24 Cayetano Borso di Carminati (1797-1841), militar español, de padres genoveses, avecindados en Mála-

ga. 25 Diego de León y Navarrete, González de Canales y de Valdivia (1807-1841), I conde de Belascoaín,

fue un militar que alcanzó el rango de Teniente General. También fue nombrado virrey de Navarra. 26 Manuel Gutiérrez de la Concha e Irigoyen conocido por su título nobiliario de marqués del Duero

(1808-1874) fue un militar y político de tendencia liberal-moderada, notable por su combate contra las

insurrecciones carlistas. Capitán General de Cataluña, fue presidente del Senado durante cinco legislatu-

ras consecutivas.

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El General Narváez

Espartero, que dio abundantes muestras de ser un buen militar, fue un político medio-

cre. Si María Cristina repartió cargos y empleos entre los serviles y paniguados de sus

servidores, Espartero hizo lo mismo, desalojando de sus puestos a los moderados dan-

do a los progresistas las vacantes que él produjo.

Los políticos, algunos fueron grandes oradores, lanzaron desde las tribunas henchidos

y grandilocuentes discursos, mientras los Generales se dedicaban a provocar levanta-

mientos, María Cristina seguía desde Francia intrigando para vengarse del odiado Es-

partero. La sesión de la Cortes del 20 de mayo fue muy borrascosa, en ella, Salustiano

Olózaga lanzó una triple exclamación, muy aplaudida por casi todos los congresistas:

“¡Ay del país que se entrega a ánimos turbados! ¡Ay del Regente que tales consejos

sigue! ¡Señores, Dios salve al país, Dios salve a la Reina!”. Lo único que pudo hacer Ál-

varo Gómez Becerra, a la sazón Presidente del Consejo de Ministros, fue suspender la

sesión, pero pronto hubo nuevos levantamientos y tres jóvenes Generales casi desco-

nocidos hasta ese momento: Narváez, Serrano27 y Prim28 entraron en Madrid, aclama-

dos por pueblo. Espartero se marchó a Cádiz, y embarcando en el Puerto de Santa Ma-

ría, puso rumbo a Inglaterra.

Tras la marcha de Espartero, moderados y progresistas, decidieron entregar el mando

de un Gobierno provisional a Joaquín María López29, quien, ante la gravedad de la si-

27 Francisco Serrano y Domínguez (1810-1885), duque de la Torre y conde consorte de San Antonio, fue

un militar y político que ocupó los puestos de regente, presidente del Consejo de Ministros, y último

presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República Española. 28 El General Juan Prim y Prats (1814-1870), conde de Reus, marqués de los Castillejos y vizconde del

Bruch, fue un político liberal del siglo XIX que llegó a ser Ministro de la Guerra y presidente del Consejo

de Ministros. Fue asesinado en Madrid. 29 Joaquín María López de Oliver y López de Platas (1798-1855), fue un político, catedrático de Derecho

Natural en la Universidad de Orihuela, ministro de la Gobernación y presidente del Gobierno en dos oca-

siones. Senador del reino.

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tuación, propuso adelantar en un año la mayoría de edad de Isabel. El ocho de no-

viembre de 1843, a los 13 años de edad, Isabel II fue declarada mayor de edad, prema-

tura y precipitadamente. Su reinado se caracterizó por la continua inestabilidad políti-

ca. A pesar de los desórdenes, de las algaradas militares y de la ineficacia de los políti-

cos, España progresó, incluso a pesar de éstos.

El obispo de Tarazona, Rodrigo Valdés, confesor de Isabel en estos años, dijo: “La Reina

va a entrar en su juventud, ese periódo de la vida lleno de agradables ilusiones y de

peligros, a nadie tan formidables como a una Princesa entregada a sí misma, que va a

lanzarse en medio del mundo con un poder desmesurado, con escasas luces y sin nin-

guna experiencia”. Olvidó el obispo la parte que le correspondía como educador de la

reina.

Joaquín María López fue sustituido en la presidencia del Gobierno por Salustiano Oló-

zaga, que nombró ministro de la Guerra al General Serrano, a quien la reina ya le lla-

maba “el general bonito”. Convencido Olózaga que con aquellas Cortes no podía go-

bernar, se presentó en palacio y puso ante Isabel II tres decretos para que los firmara,

siendo uno de ellos la disolución de las Cortes. Isabel los firmó todos con naturalidad y

sin hacer preguntas. Alertados los moderados, se presentaron en palacio Narváez y

González Bravo30, muy indignados contra Olózaga. La desconcertada y llorosa Isabel, al

ser censurada por este acto, mantuvo que fue obligada por Olózaga a poner las firmas

en los decretos. Olózaga fue destituido, y González Bravo, que en un artículo publicado

en El Guirigay había tildado a María Cristina de “ilustre prostituta”, fue nombrado pre-

sidente del Consejo de Ministros.

María Cristina, después de una estancia en Roma, donde consiguió que el Papa, Grego-

rio XVI, reconociera su matrimonio con Fernando Muñoz, regresó a España. La reina

madre, enterada de lo que González Bravo había escrito sobre ella, consiguió la caída

del ministro, nombrando a Narváez presidente del Gobierno. María Cristina había re-

cuperado las riendas del poder.

María Cristina se dispuso a buscar marido para su hija. Los candidatos no escaseaban,

aunque el matrimonio de Isabel II se convirtió en una difícil cuestión de Estado y en un

drama personal para la joven reina, que no fue consultada. El candidato de la reina

madre era su hermano, el conde de Trápani, Francisco de Paula Luis Manuel de las Dos

Sicilias, un ser feo y endeble que guardaba cierto parecido con Carlos III, lo que produ-

jo la hilaridad del pueblo. Pese a todo, la reina madre se empeñó en ello, y Narváez,

que no soportaba los trapicheos que se traía con el casamiento de su hija, a espaldas

30 Luis González Bravo y López de Arjona (1811-1871), político, periodista, orador e intelectual. Caba-

llero de la Orden de Carlos III. Caballero de la Orden del Toisón de Oro. Fue tres veces diputado, dos

veces Ministro de la Gobernación, dos veces embajador de España y dos veces Presidente del Gobierno.

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del Parlamento, presentó la dimisión. La presidencia de Miraflores31, hombre de inta-

chable conducta, que no estaba dispuesto a pasar por alto la connivencia que, en ma-

teria financiera, mantenía María Cristina con el marqués de Salamanca, tenía los días

contados al frente del Gobierno. Cayó Miraflores y volvió Narváez, que estuvo sólo 18

días al frente del Gobierno. La causa de su nueva renuncia fue tanto su oposición a la

insaciable sed de dinero de María Cristina – de la que se decía que “no había proyecto

industrial en el que la Reina Madre no tuviera intereses” - quien, abusando de su in-

formación privilegiada, especulaba sobre las alzas y bajas de los fondos públicos, así

como el ambicioso proyecto de colocar en el trono de México a uno de los hijos que

tuvo con Fernando Muñoz.32. Tras una bochornosa escena con María Cristina, Narváez

prefirió exilarse en el extranjero. Le sustituyó Javier Istúriz, incondicional de María Cris-

tina, que tuvo que sofocar el alzamiento de Galicia. El infante Enrique33, segundo hijo

del infante Francisco de Paula y de Luisa Carlota, hermana de María Cristina, ofreció a

los sublevados la fragata Manzanares, que estaba a sus órdenes. Este apoyo a los amo-

tinados fue la causa de que su candidatura a rey consorte, fuera rechazada.

El duque de Montpensier, Antonio María Felipe Luis de Orleans, hijo del monarca fran-

cés Luis Felipe, - llamado el Naranjero por la cantidad que de estos cítricos tuvo en sus

fincas de Sevilla - mantuvo una entrevista con María Cristina, en Pamplona, en las que

estuvieron presentes Isabel y Luisa Fernanda, que había regresado de tomar sus baños

en Barcelona y en San Sebastián, quedando acordado virtualmente el matrimonio de la

infanta Luisa Fernanda con el de Montpensier.

Inglaterra apoyaba la candidatura del príncipe Leopoldo de Sajonia-Coburgo, primo de

la reina Victoria. Para Isabel, que lo conocía a través a través de los informes de su ma-

dre, se convirtió en el candidato preferido. Las ilusiones de Isabel acabaron por el veto

que puso Francia.

Carlos Luis de Borbón, conde de Montemolín, que ya se titulaba “Carlos VI”, por la re-

nuncia de su padre Carlos María Isidro, era un buen candidato, ya que podría acabar

con la cuestión dinástica y con las guerras carlistas. Sin embargo, la “corte” de Trieste,

lugar a donde se retiró Carlos María Isidro, se opuso a que Carlos Luis fuera rey consor-

te. Isabel, a quien asistía el derecho, no iba a renunciar a la Corona en beneficio de él,

por muy primo que fuese. El fracaso de esta unión provocó la segunda guerra carlista,

llamada de los “matiners” – madrugadores - que durante tres años provocaría la muer-

31 Manuel Pando Fernández de Pinedo (1792-1872) fue un político, diplomático e historiador español,

marqués de Miraflores y de Pontejos, conde de Villapaterna y de la Ventosa, señor de Villagarcía del

Pinar y de Miraflores, caballero de la Orden del Toisón de Oro, caballero Gran Cruz de la Orden de Car-

los III, caballero de la Legión de Honor francesa y la Orden de Cristo Portuguesa .Presidente del Consejo

de Ministros y del Senado. 32 Se cree que fue Agustín, el tercer hijo de la pareja. 33 Enrique de Borbón (1823-1870), infante de España, duque de Sevilla, muerto en duelo con el duque de

Montpensier.

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te y la desgracia en Cataluña, aunque no pueda decirse que la primera hubiese termi-

nado, puesto que habían seguidos las partidas en el Maestrazgo, como la de los trabu-

caires que mandaba Ramón Vicenç, llamado, “Felip”, a medio camino entre la guerrilla

y la delincuencia, y que finalmente fue fusilado.

Razones políticas y de Estado hicieron que se escogiera al peor y más inútil de los can-

didatos: Francisco de Asís María Fernando de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, duque de

Cádiz, un joven “sumiso y tranquilo y que había tenido el buen sentido de no lanzarse

en aventuras peligrosas”, hijo del infante Francisco de Paula y de Luisa Carlota, herma-

na de María Cristina. Tenía este Francisco de Asís, 25 años, era de mediana estatura,

delgado, de débil apariencia, los ojos oscuros y el cabello castaño, frente amplia y des-

pejada, y barbilla redondeada. En él se advertían rasgos borbónicos. Culto y refinado,

abierto al arte, a la política, a las finanzas y dotado de una voluntad firme. Desde muy

joven se desarrolló en él el gusto por lo femenino, por los encajes, por las puntillas y

por las filigranas que adornaban la ropa interior femenina. Su alcoba era un primor de

coquetería. Era capaz de pasarse horas ante el espejo, probándose ropa, sombreros,

corbatas… No le gustaba la caza y rehuía cualquier ejercicio que exigiera violencia físi-

ca. En su entorno familiar se le llamaba Paquita.

Francisco de Asís

El 28 de agosto de 1846 se anunció por fin que Isabel iba a casarse con su primo Fran-

cisco de Asís, mientas que su hermana, Luisa Fernanda, lo haría con Antonio de Or-

leáns, duque de Montpensier, hijo del rey de Francia.

Isabel II cumplió 16 años y nada en ella era anormal y gozaba de un temperamento

exuberante. De las enfermedades de su niñez solo le quedaban las erupciones cutá-

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neas. Sobre su rostro gordezuelo destacaban los ojos de un azul intenso, una boca

grande y bien dibujada y una expresión risueña. El busto, demasiado desarrollado para

su edad, era prominente, haciendo que por su baja estatura y constitución rolliza, des-

tacara mucho más. En vísperas de su boda, Isabel era una joven impetuosa, sutil y llena

afabilidad; también coqueta, desordenada, caprichosa, dada a los regodeos, despilfa-

rradora e inculta.

Los temperamentos de Isabel y Francisco de Asís fueron totalmente discordantes. Si él

era culto, refinado, sobrio, reconcentrado y amante de la soledad; ella era ignorante,

extrovertida, amante de las fiestas, o sea, marchosa, de escasa reflexión, todo corazón,

incapaz de guardar resentimientos y dotada de un gran sentido del humor.

Su tía, la intrigante Luisa Carlota de Borbón, que desde años atrás venía planeando que

uno de sus hijos se casara con Isabel, indujo a su marido, Francisco de Paula, a cerrar

un trato en 1839 con el banquero francés Fermín de Tastet, por el que se comprometía

a pagarle 1.200.000 francos si, gracias a sus buenos oficios, se lograba que uno de sus

hijos fuera rey de España. El primogénito de Luisa Carlota, Francisco de Asís, acordó,

con la misma entidad bancaria, el pago de ocho millones de francos, una vez realizada

su matrimonio con su prima, en concepto de indemnización por los servicios prestados

presentes y futuros. De esta manera, Francisco de Asís, gracias al préstamo bancario,

fue sorteando todos los obstáculos que se oponían a su candidatura, mediante la com-

pra de voluntades y sobornos, pudiendo tejer una sutil red que le permitió estar in-

formado, con bastante exactitud , de los despachos que se cruzaban entre las cancille-

rías europeas sobre el asunto del matrimonio real.

María Cristina, ante idea de tener por yerno a Francisco de Asís, por el que siempre

sintió una gran repulsión, se entrevistó con el embajador francés, el conde de Bresson.

“Usted lo ha visto, usted lo ha oído ¿Qué me dice de sus caderas, sus andares, su voce-

cita? ¿No es todo esto un poco extraño, intranquilizador? “. Bresson, que tenía bien

aprendida la lección, se mostró impasible. A María Cristina, desesperada, se le escapó:

“¡Tiene 24 años y no se le conoce ninguna aventura con mujeres!”. Bresson le contestó

cínico: “Señora, es muy posible que el cariño que siente por la reina le impida fijarse en

otras mujeres”. La reina madre dijo a su hija: “Pero ¿dónde vas a ir con este medio

mariquita?”.

Al final triunfó la candidatura de Francisco de Asís porque reunía una cualidad que los

otros pretendientes no tenían: no agradaba a nadie. Su sospechada incapacidad para

procrear, aunque no probada, satisfacía a todos: a la reina madre, porque seguiría go-

bernando; al partido moderado, porque creía que podría manejarlo a su antojo. Isabel

no pudo opinar porque no se la consultó. Según los médicos su salud no soportaría un

embarazo, por lo que se esperaba que no pudiera tener hijos. Si Francisco de Asís era

impotente o tenía otros gustos, su candidatura era la ideal. Todos, y más que nadie su

madre, María Cristina, que obró con total mezquindad, contribuyeron a arruinar la vida

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de Isabel. Sin tantas premuras, bastaba con que se hubieran rechazado las intrigas in-

glesas y francesas, se hubiera podido escoger un esposo más idóneo. María Cristina

sacrificó a Isabel en favor de María Luisa, robusta y sana. Así, según sus cálculos, si Isa-

bel muriese prematuramente, quedaría asegurada la sucesión de la Corona española

en Luisa Fernanda y en su marido, el duque de Montpensier.

Isabel, con su olfato de hembra intuitiva, adivinó que Francisco de Asís no era un hom-

bre completo, que no iba a conocer los goces del amor y que no iba a ser madre. Yo no

lo he buscado para que sea mi esposo; por tanto, no lo quiero, le dijo a su madre con

rabia. Entre las presiones de su madre y las de sor Patrocinio, la embaucadora “Monja

de las Llagas”,34 que también fue sobornada, Isabel, acorralada, cedió al fin, retirándo-

se apresuradamente a sus aposentos para que nadie fuera testigo de su amargura y su

llanto amenazando con abandonar la Corona y entrar en un convento. Esta pugna fe-

roz e interesada levantó un muro de odio entre los dos primos y futuros esposos.

El doble matrimonio de Isabel y Luisa Fernanda, con Francisco de Asís y el duque de

Montpensier, se celebró el diez de octubre de 1846, día en que la joven reina cumplía

los 16 años. Los festejos de las bodas duraron 15 días. En la Plaza Mayor de Madrid se

colocaron fuentes, de las que manaban vino y leche, lo que dio ocasión a que se pro-

pagara esta letrilla:

Isabelona tan frescachona Y don Paquito tan mariquito

Francisco de Asís padecía de hipospadias – anomalía congénita por la que el pene no

se desarrolla de la manera usual, el resultado es que la abertura del pene se localiza en

algún lugar en la parte inferior del glande o tronco, o más atrás, como en la unión del

escroto y pene – lo que le obligaba a orinar en cuclillas, como si fuera una mujer. Tam-

bién le dedicaron estas lindezas:

Paco Natillas

es de plasta flora y se mea en cuclillas

34 Sor Patrocinio, conocida también como la Monja de las Llagas y cuyo nombre de bautismo era María

Josefa de los Dolores Anastasia de Quiroga Capopardo (1811-1891), fue una religiosa española de la

Orden de la Inmaculada Concepción de gran presencia en la vida social y política española durante la

segunda mitad del siglo XIX, debido a la influencia que ejerció sobre la reina Isabel II y su esposo Fran-

cisco de Asís Borbón. A partir de 1830 sufre varias visiones místicas, quedando muchas de estas expe-

riencias reflejadas en su cuerpo en forma de llagas. En el juicio que se le abrió se demostró que todo fue

una farsa. El beneficio económico en limosnas y donaciones que la fama de santidad de la religiosa había

representado y hubiese podido representar para la Orden y sus conventos, aparecía como móvil del frau-

de.

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como una señora

Gran problema es en la Corte averiguar si el Consorte

cuando acude al escusado mea de pie o mea sentado

Los castizos madrileños decían del rey consorte: “Poco hombre ese, para tantos kilos

de mujer”. Isabel, ya en el exilio, hablando con el embajador de su nieto Alfonso XIII,

José Quiñones de León, al recordar la primera vez que se quedó a solas con su esposo

en la alcoba, le dijo: ¿Qué opinas tú de un hombre que la noche bodas tenía sobre su

cuerpo más puntillas que yo?. La naturaleza exuberante de la reina, su falta de volun-

tad, de dominio sobre sí misma, y la publicidad que se dio a sus amistades, contribuye-

ron a que los rumores y habladurías aumentaran con el paso de los años. Muy pronto

se hicieron públicas y notorias las desavenencias entre los cónyuges.

Francisco de Asís quería dirigir la vida de su esposa y participar en las tareas del Go-

bierno, algo a lo que su suegra y los ministros no estaban dispuestos a consentir. Entre

María Cristina y Francisco de Asís estallaron las primeras discusiones, por lo que el rey

consorte declaró que no volvería a dormir en el lecho de su esposa mientras su suegra

no saliera de España, por lo que hizo trasladar sus pertenencias a otra ala del palacio.

María Cristina abandonó España, por segunda vez, pero el rey consorte no volvió a la

cámara real.

Francisco se marchó a vivir al Pardo, separado de la reina, manifestó que no pensaba

volver mientras Serrano siguiera en Madrid. Podía tolerar que Isabel tuviera un aman-

te, pero exigía que éste le tratara con respeto, como hizo Godoy con su abuelo Carlos

IV. No era su situación como marido, sino su apetencia de poder lo que le movía a esta

separación.

La vida de Isabel se convirtió en una vertiginosa fiesta. Raramente se acostaba antes

de las cinco de la madrugada y se levantaba a las tres de la tarde. Se vestía rápidamen-

te, comía con glotonería lo que le ponían las camareras y, atropelladamente despa-

chaba con los ministros, a los que sin pudor, invitaba a jugar una partida de rehilete. Al

anochecer, vestía sus mejores galas y se marchaba al teatro o al baile, sin importarle

los comentarios y las críticas. Mientras la reina se divertía, Francisco de Asís paseaba

su soledad entre la Casa de Campo, la Moncloa y El Pardo. Fue una lástima que el rey

consorte rehuyera compartir el ansia de vivir de su esposa y se mostrara incapaz de

satisfacer sus apetencias amorosas. Isabel tuvo que llenar este vacío con otros afectos,

viéndose abocada a buscar fuera lo que no encontraba en su matrimonio.

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El primero en sustituir a Francisco de Asís fue el General Serrano, a quien Isabel ya ha-

bía calificado como el “general bonito”. Luego siguió una larga lista de amantes; el can-

tante José Mirall; el músico Temístocles Solera; el compositor Arrieta35, el General

O’Donnell; el conde de Valmaseda, Blas Diego de Villate y de la Hera; el Capitán de

coraceros, José María Ruiz de Arana, el Pollo Arana, con quien tuvo a la infanta Isabel,

llamada la Chata conocida también como la Araneja; el Capitán de Ingenieros, Enrique

Puig Moltó, el Pollo Real, de carácter dulce, moreno, esbelto y pálido, que padecía, al

igual que la reina, una crónica afección herpética, atribuyéndosele la paternidad de

Alfonso XII36; su secretario Miguel Tenorio de Castilla – poeta, casado y político mode-

rado y al que se le atribuye la paternidad de Francisco de Asís Leopoldo, duodécimo y

último hijo de Isabel y fallecido a las tres semanas - ; el barítono Tirso Obregón; José de

Murga y Reolid, marqués de Linares por concesión real; el gobernador de Madrid y

posterior ministro de Ultramar, Carlos Marfori y Calleja “mozo gallardo aunque ordina-

rio, listo y de mucha labia”, que le acompañó a París cuando se exilió por el triunfo de

la Revolución Gloriosa de 1868; el Capitán de Artillería, José Ramiro de la Puente, su

maestro José Vicente Ventosa; el maestro de canto Francisco Frontela; Salustiano Oló-

zaga; el Coronel Gándara; Manuel Lorenzo de Acuña, marqués de Bedmar; el dentista

norteamericano Mc Keon; su administrador y secretario en París, judío de origen hún-

garo José Altmann y un largo etcétera. Francisco de Asís, reconociéndose impotente,

no tuvo reparo alguno en aceptar la paternidad de los hijos que paría su esposa, a

cambio de recibir un millón de reales por hacer la presentación en la Corte de cada

uno de ellos, mientras que se preocupaba de “otros menesteres“ con Antonio Ramos

Meneses, futuro duque de Baños.

El conde de Montemolín, Carlos Luis de Borbón, hijo de Carlos María Isidro, despecha-

do al no conseguir el trono por la vía matrimonial, decidió conseguirlo por las armas.

Durante tres años, Cataluña y El Maestrazgo sufrieron otra guerra, pero ni el que se

autotitulaba “Carlos VI”, ni su General principal Cabrera, consiguieron gran cosa. Las

victorias del General Concha sobre Cabrera y el apresamiento de Montemolín, en

1849, al intentar cruzar la frontera, pusieron fin a la guerra.

La situación política era confusa y los sucesivos cambios ministeriales no aportaron

soluciones. El dos de febrero de 1852, Isabel II sufrió un atentado cuando se dirigía al

templo de Atocha para hacer la presentación de su hija Isabel, la Chata, nacida el 20 de

diciembre. Afortunadamente, el puñal del agresor Merino37 - sacerdote de 63 años -

35 Juan Pascual Antonio Arrieta Corera (1821-1894) fue un compositor español del siglo XIX, con una

destacada producción teatral y cuya mayor contribución a la música española fue su papel en el afianza-

miento de la zarzuela como género. 36 ¡Hijo mío, la única sangre Borbón que corre por tus venas es la mía!, es la frase que la reina Isabel II

dijo a su hijo Alfonso XII, ya exilada en París. 37 Martín Merino y Gómez, llamado el ‘cura Merino’ o ‘el apóstata’, fue un religioso español y activista

liberal, más conocido por haber llevado a cabo un intento de regicidio contra la reina Isabel II en 1852,

por el cual fue ejecutado. No hay que confundirlo con el carlista y guerrillero Jerónimo Merino Cob,

también llamado “el cura Merino”.

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chocó contra las ballenas del corsé de la reina produciéndole una herida superficial, -

“Toma: ya tienes bastante” – dijo el clérigo, aunque la reina estuvo desmayada unos

diez minutos. El cura Merino, no tenía cómplices y no estaba en sus cabales; fue ejecu-

tado, quemado su cadáver y esparciéndose sus cenizas. El atentado fue aprovechado

por Bravo Murillo38 para suprimir todo vestigio de libertad.

El General O’Donnell

Corría el año 1854, cuando O’Donnell, secundado por los Generales Ros de Olano39,

Dulce40 y Echagüe41, se sublevó con las tropas acantonadas en Madrid. Sería la Vicalva-

rada42. Después de un indeciso combate con las tropas ministeriales, O’Donnell desde

Manzanares publicó un manifiesto, redactado por el entonces periodista Antonio Cá-

novas del Castillo, el cual tuvo un papel preponderante en la política de los años poste-

riores que decía: “Queremos la conservación del trono, pero sin camarillas que lo des-

honren”.

38 Juan Bravo Murillo (1803-1873). Político, jurista, teólogo y filósofo de ideología liberal. Perteneció al

partido moderado y ocupó diferentes cargos políticos durante el reinado de Isabel II. Fue ministro de

Fomento, Gracia y Justicia, Hacienda y presidente del Consejo de Ministros. 39 Antonio José Teodoro Ros de Olano y Perpiñá (1808-1886), fue un militar y escritor romántico. Conde

de Almina. 40 Domingo Dulce y Garay (1808-1869) fue Capitán General de Cuba. Marqués de Castell-Florite. 41 Rafael Echagüe y Bermingham (1815-1887) fue un noble, militar y político que desempeñó diversos

cargos públicos de importancia. Capitán General de Valencia y de Cataluña. Gobernador de Puerto Rico y

Filipinas. Conde del Serrallo.

42 La Revolución de 1854, también conocida con el nombre de Vicalvarada -por haberse iniciado con el

enfrentamiento entre las tropas sublevadas al mando del General O’Donnell y las tropas gubernamentales

en las cercanías del pueblo madrileño de Vicálvaro- fue un pronunciamiento militar seguido de una insu-

rrección popular, que se produjo entre el 28 de junio y el 28 de julio de 1854 durante el reinado de Isabel

II. Se puso fin así a la década moderada (1844-1854) y se dio paso al bienio progresista (1854-1856).

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Años más tarde la propia Isabel justificaría su conducta alegando su desorientación en

esos momentos: diecinueve años y metida en laberinto por el cual tenía que andar pal-

pando las paredes, pues no había luz que me guiara.

Isabel II trató de ganarse el ánimo de O’Donnell, pero éste le contestó: “Los ministros

no han concedido ninguna línea de ferrocarril, algo importante, sin que hayan recibido

antes una crecida subvención, y hasta los destinos públicos se han vendido de forma

vergonzosa”. El escándalo del ferrocarril fue sangrante y la corrupción manifiesta. En-

tre ellos destacó la ubicación de la Estación del Norte en la Montaña del Príncipe Pío y

no en Cuatro Caminos, lugar más adecuado para su emplazamiento. Así explica lo ex-

plica el cronista Pedro de Répide Gallegos: “…porque la reina se llamó a la parte y para

recibir los 40.000 duros por kilómetro hizo que se desviara el trazado y que la línea

atravesara tres posesiones de la Corona: la Casa de Campo, la Florida y la Montaña del

Príncipe Pío”. Isabel II no intervino en la modificación de la línea del ferrocarril, era

demasiado derrochadora para mostrarse rapaz y calculadora, sino que se limitó a

aprobar el trazado, como otras muchas cosas. De lo que sí se mostró ávida fue de ves-

tidos, joyas, caballos y dinero para distribuirlo, especialmente, entre sus favoritos.

La Vicalvarada triunfó. El pueblo se lanzó a la calle y se tomó el desquite saqueando los

palacios de María Cristina y del marqués de Salamanca43, así como las casas de los ex

ministros San Luis44, Vistahermosa45, Agustín Esteban46. María Cristina aconsejó a su

hija que escribiera a Espartero, que se hallaba en Zaragoza al frente de los insurgentes,

y le ofreciera el gobierno. Éste, bajo conciertas condiciones previas, aceptó el encargo,

ofreciendo a O’Donnell la cartera de Guerra. Quedaba por resolver el destino de la

reina madre, ya que el levantamiento se hizo contra ella. El pueblo cantaba:

Muera Cristina Muera la ladrona, Viva Espartero Muera San Luis.

Unos pedían que se la encarcelase, otros que se la juzgase y se confiscaran sus bienes.

Pero O’Donnell y Espartero ya habían prometido a Isabel II que cuidarían de la seguri-

43 José María de Salamanca y Mayol (1811-1883), I marqués de Salamanca y I conde de los Llanos con

Grandeza de España, fue un influyente estadista, destacada figura aristócrata y social y hombre de nego-

cios durante el reinado de Isabel II de España. 44 Luis José Sartorius y Tapia, (1820-1871), conde de San Luis, fue un periodista y político durante el reinado de Isabel II. Presidente del Consejo de Ministros. 45 Ángel García-Loygorri y García de Tejada (1805-1887). Duque de Vistahermosa. Ocupó cargos muy

importantes en la España isabelina: subsecretario del Ministerio de la Guerra y ayudante de Su Majestad,

jefe político de la provincia de Madrid y alcalde corregidor de su capital, intendente de la Casa Real,

inspector General del Real Cuerpo de Carabineros, director General de la Guardia Civil, director de los

Cuerpos de Estado Mayor del Ejército, presidente del Consejo Supremo de Guerra y Marina, director del

Cuerpo Jurídico Militar y ministro plenipotenciario de España en Inglaterra. 46 Agustín Esteban Collantes (1815-1876) fue un político y periodista. Ministro de Marina y Fomento.

Presidente del Consejo de Estado.

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dad de su madre. El 28 de agosto de 1854, a las siete de la madrugada, los duques de

Riánsares, título concedido por Isabel II a su madre y a su segundo marido, Agustín

Muñoz, abandonaron secretamente Madrid, El pueblo deseoso de un juicio contra Ma-

ría Cristina, insultó públicamente a Espartero. Una vez más, cuando Espartero se dis-

ponía a gobernar, María Cristina tuvo que salir de España por tercera vez.

Comenzó el bienio progresista (1854-1856), más conocido por la Unión Liberal47, alian-

za de hecho entre moderados tibios y progresistas conservadores a los que se les lla-

maba “resellados”. Volvieron ciertas medidas antirreligiosas: la expulsión de los jesui-

tas, nueva ley de desamortización, etc. Se produjeron peligrosos alzamientos sociales

en Castilla, Barcelona y Zaragoza, duramente reprimidos y que provocaron la caída de

Espartero y el ascenso de O’Donnell.

O’Donnell que pronto dirigiría la política española, se sintió atraído por Isabel. Ella, al

adivinarlo, cultivó un amor platónico que acrecentó el entendimiento y la mutua con-

fianza entre ambos. La diferencia de edad - Isabel tenía 24 años y O’Donnell 45 – no

hubiera sido ningún obstáculo para Isabel II, a la que nunca importó estas diferencias,

ni siquiera las jerárquicas, si entre ellos no hubiera surgido, de una forma sobrentendi-

da y silenciosa, mantener una exquisita delicadeza y un tranquilo silencio. Isabel II es-

taba tan convencida de su amor y de su amistad que cuando Espartero le presentó su

dimisión, le dijo: Pues O’Donnell no me abandonará. Si en el plano personal la sumisión

de O’Donnell hacia la reina fue total, ya que aceptó con resignación y dignidad los des-

plantes que le hizo la caprichosa Isabel, que se hacía perdonar con gracia castiza, no

fue igual en el plano político. Narváez también quiso a Isabel pero de distinta manera.

Él era fuerte, audaz, y no le importaba provocar antipatías. Isabel II le dijo: Tú amas a

la institución monárquica, pero O’Donnell me quiere a mí. Narváez opinaba de Isabel:

“Con esta Señora es imposible gobernar”. Aun así, se mantendrá fiel a la reina y, cuan-

do él falleció, también lo haría la monarquía encarnada por Isabel.

Serrano, Capitán General de Madrid, y Ros de Olano, Director General de Artillería, de

acuerdo con Isabel, estaban dispuesto a acabar con el progresismo y con O’Donnell, si

éste dudaba en el momento decisivo, entre la lealtad a la reina y a Espartero. En el

Consejo de Ministros del ocho de julio de 1856, surgió una fuerte discusión entre Patri-

cio de la Escosura Morrogh, ministro de la Gobernación, y O’Donnell, sobre la forma de

reprimir los desórdenes, y ambos presentaron la dimisión. La reina admitió la dimisión

de Escosura, y cuando éste se retiraba, Espartero, le detuvo y le dijo: “Espere usted,

que nos vamos juntos”. Isabel, fingiendo miedo de quedarse sola, se dirigió suplicante

a O’Donnell: ¡Tú no me abandonarás! ¿Es verdad que no me abandonarás? O’Donnell

no la abandonó, sería ella quien le dejó en ridículo una vez cumplido su regio propósi-

to.

47 La Unión Liberal fue un partido político de la segunda mitad del siglo XIX fundado por Leopoldo

O’Donnell en 1858.

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Milicianos y tropas, al conocerse la caída de Espartero, se enfrentaron en las calles de

Madrid. Serrano sofocó con dureza los enfrentamientos y fue ascendido a Capitán Ge-

neral, a los 47 años de edad. Espartero, con miedo de provocar una guerra civil, optó

por retirarse a Logroño, mientras el General O’Donnell aceptaba hacerse cargo de del

Gobierno.

La Unión Liberal restringió la libertad de prensa, reorganizó los Ayuntamientos y Dipu-

taciones, abolió la Constitución restableciendo la de 1845. Pero Isabel II, no contenta

con todos estos cambios, deseaba que se anulase la desamortización, porque afectaba

a los bienes de la Iglesia, y que les fueran restituidos los bienes embargados. La reina,

influida por sor Patrocinio y la camarilla, anhelaba la total abolición de la ley. O’Donnell

capituló ante los deseos de la reina. O’Donnell, buen conocedor de las ambiciones de

los que rodeaban a la reina, mantuvo la paz en palacio – siempre tan precaria- no con

la energía de Narváez, sino entregando dinero a los advenedizos.

En esta España absolutista, que encubría dictaduras militares, Narváez fue más fuerte

que O’Donnell. Las presiones para que Isabel II alejara a O’Donnell del Gobierno fueron

en aumento, pero la reina se mostró remisa porque aún confiaba en la política de

O’Donnell. Pero la débil voluntad de la reina fue incapaz de resistir las presiones.

O’Donnell sospechó la traición, pero Isabel le tranquilizó, vertió algunas lágrimas y le

dijo mimosa: Te quiero mucho. No había cumplido O’Donnell tres meses al frente del

Gobierno, cuando hubo un baile en palacio con motivo del cumpleaños de la soberana.

Esa noche, las sonrisas y atenciones de Isabel II fueron para Narváez, y con él abrió el

baile danzando un rigodón. Para O’Donnell solo hubo indiferencia. Alonso Martínez48,

gobernador de Madrid, le comentó a la reina tal desconsiderada actuación. Pide a Dios

que me saque con bien, respondió la voluble Isabel, a lo que el gobernador respondió:

“Señora, no llegan al cielo esas plegarias”. Al día siguiente, O’Donnell presentó su dimi-

sión, que fue aceptada por la reina. De nuevo, Narváez estaba al frente del Gobierno.

Narváez estuvo un año al frente del Gobierno. Volvió el régimen absolutista y del te-

rror. Los republicanos y las sociedades secretas, como la masonería, intensificaron sus

actividades. La represión fue dura. Los presos se contaron millares y los muertos por

centenares. El gobierno Narváez cayó, no por causas políticas, sino por las liviandades

de la reina, como confesaría el propio destituido. Isabel II pretendió que se ascendiese

a Capitán al oficial de Ingenieros Puig Moltó, el Pollo Real. A este capricho se opuso

Narváez, por tratarse de un cuerpo de escala cerrada49, y quiso alejar de la Corte al

regio amante; pero el alejado fue él. Por estas fechas, Isabel II estaba muy adelantada

en su embarazo, y el héroe de semejante empresa no era otro que Puig Moltó. El 28 de

noviembre de 1857, nació el futuro Alfonso XII, al que pronto le apodarían el Puigmol-

48 Manuel Alonso Martínez (1827-1891) fue un jurista y político. Fue gobernador civil de Madrid, minis-

tro de Fomento, de Hacienda y presidente del Congreso de los Diputados. 49 Los oficiales de Ingenieros y Artillería, que se formaron como oficiales en sus respectivas Academias,

sólo aceptaban el ascenso por rigurosa antigüedad.

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teño. Para que Francisco de Asís aceptase presentar al recién nacido en la Corte, sobre

una bandeja de oro, aparte de untarle con sus “dietas correspondientes” por el esfuer-

zo sobrehumano que tuvo que hacer, hubo que recurrir a que sor Patrocinio, que lo

dominaba por completo, le convenciera.

O’Donnell regresó al poder, y con su regreso, se inició la época más espléndida del

reinado de Isabel II. La reina, radiante de alegría, nunca se había sentido tan sosegada,

satisfecha y adorada. Percibía a cada instante, la devoción que de su nuevo amante, su

secretario Miguel Tenorio, sentía por ella, y ese sentimiento la hacía sentirse más se-

gura, plenamente dichosa. Nunca había tenido a un amigo tan cerca de sí, tan a su an-

tojo.

O’Donnell había repartido cargos y prebendas entre los posibles disidentes. Procuró

mantenerse equidistante de la extrema izquierda y de la extrema derecha, y permitió

que sor Patrocinio regresara a la Corte, donde ella y el padre Claret50, confesor de la

reina, gozaron de gran influencia. O’Donnell, para no perder la suya, acompañó a la

devota soberana y a sor Patrocinio en largas procesiones a través de las calles que-

mando cirios.

Isabel II, alentada por O’Donnell, renovó sus viajes por España. La paz política trajo

consigo el desarrollo industrial y el comercio creció. Pero estos beneficios se malogra-

ron por los conflictos interiores y exteriores, que estallaron al final del quinquenio. El

22 de octubre de 1859, se declaró la guerra a Marruecos, que tuvo la virtud de desper-

tar el apagado sentimiento nacional por la conquista. Cuando O’Donnell, General en

Jefe de las tropas, se despidió de la reina, ésta, con su vehemencia característica, le

dijo: Si yo fuera hombre, con gran gusto te acompañaría a África51. La reina pronunció

también unas generosas palabras, que se grabaron posteriormente en una medalla

conmemorativa: Que se vendan todas mis joyas, si es necesario, al logro de tan santa

empresa, y que se disponga sin reparo de mi patrimonio. Disminuiré mi fasto; una hu-

milde cinta brillará en mi cuello mejor que hilos de brillantes, si éstos pueden servir

para defender la honra de España. El General Juan Prim, que por más que lo intentaba

no conseguía que lo nombraran para un cargo político, se distinguió particularmente

en esta guerra.

Isabel II se sentía amada por su pueblo. Ni las intrigas del rencoroso Olózaga, que se-

guía “esperando vengarse de una niña de 13 años”, ni el nuevo atentado que sufrió a

la entrada de la Puerta del Sol, fueron suficientes para quebrar la felicidad que la em-

bargaba. Sin que ella se diera cuenta, la revolución iba ganando terreno, y ahora el

50 Antonio María Claret y Clará, (1807-1870), fue arzobispo de Santiago de Cuba y confesor de la reina

Isabel II. Fundador de la congregación religiosa católica de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón

de María (Misioneros Claretianos). 51 Sin fundamento histórico, se dice que su marido, Francisco de Asís, que estaba presente, le dijo idéntica

frase.

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objetivo era claro y rotundo: el Trono. Prim, tras su brillante actuación en México, em-

pezaba su lucha abierta contra la monarquía.

María Cristina siguió intrigando para regresar a España, a lo que O’Donnell se oponía,

amenazando con dejar el Gobierno tan pronto como la reina madre traspasara la fron-

tera, porque estaba convencido que su regreso implicaría la revolución, pero María

Cristina era demasiado egoísta y tozuda; en su estupidez, siguió presionando a su hija

para darse la alegría que había triunfado. Finalmente, el gobierno O’Donnell presentó

su dimisión en 1863, y lo hizo por la intransigencia y el orgullo de María Cristina, aun-

que el prestigio de O’Donnell ya estaba muy desacreditado.

Se sucedieron varios gabinetes relámpagos, hasta que, en 1864, volvió Narváez al po-

der. Apenas había transcurrido un año, cuando le reina llamó de nuevo a O’Donnell,

porque solo confiaba en él y en Narváez. Isabel II, ante la insistencia de O’Donnell, ac-

cedió a alejar a Tenorio de su lado, pero se resistió a sacrificar a sor Patrocinio y a su

confesor, el padre Claret, aunque la opinión fue unánime y aparecieran en los periódi-

cos caricaturas y versos satíricos:

La sor Patrocinio y el padre Claret Con la Isabelona y el Pacto también, Bailan el fandangueo con mucho placer ¡Vaya cuatro patas para una sartén!

El corazón de Isabel II, siempre ávido de afectos, no podía estar solo. Tras la caída de

Tenorio, Isabel, siempre apasionada, se rindió a Carlos Marfori. Él tenía 50 años y ella

38. Isabel sintió renacer sus ilusiones de mujer y manifestó de nuevo, la alegría que

produce la felicidad. A Marfori le entregó su afecto y su confianza. Si antes había sido

Gobernador Civil de Madrid y ministro de Ultramar, ahora lo nombró Intendente de

Palacio.

A Isabel II, que vivía entregada a este afecto y al amor que los españoles le demostra-

ban, no le afectaron los insistentes rumores revolucionarios. Que su madre la amones-

tase diciéndole que estaba abandonada de Dios, en clara referencia a sus amoríos con

Marfori, tampoco le importó. Era feliz y se sentía protegida por la comprensión y la

suavidad del afecto de Marfori. Para Isabel II, todo corazón, ansiosa de amar y ser

amada, era lo más importante. Lo demás, sencillamente, no importaba.

Isabel II, desde niña, estuvo sometida a los vaivenes del sobresalto y del temor, a los

que se fue acostumbrando. Su ignorancia, falta de educación y de tacto fueron paten-

tes a extranjeros y nacionales. Su vida como gobernante fue un enjambre de intrigas,

cada vez más torpes, alimentadas por cortesanos cada vez más incompetentes y ne-

cios. La generosidad, de la que dio abundantes pruebas, y los triunfos conseguidos por

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su voz y donaire de manola, fueron insuficientes para borrar los desastrosos efectos de

su escasa capacidad política.

Isabel II, como mujer, fue digna de lástima. Hija de tío y sobrina, descendía de un diso-

luto padre, Fernando VII. Fue una enferma, cuyo ardor sexual se hallaba excitado por el

eccema que padecía, siendo, además, una víctima de la razón de Estado, sacrificada a

los intereses de su madre y a la política francesa, que la obligó a contraer matrimonio

con su primo Francisco de Asís, misógino y andrógino. Su vida se convirtió en una pro-

testa y en una venganza contra este matrimonio inhumano.

Los días de Isabel II, como reina, estaban contados. Ni Narváez ni O’Donnell, enemigos

irreconciliables, fueron capaces de arreglar la situación política. Por todas partes sur-

gieron conspiraciones para derribar lo que se adivinaba, sostenido por un endeble an-

damiaje. El padre Claret la abandonó, porque los consejos que le daba para que corri-

giera su vida privada caían en saco roto, y especialmente, por haber consentido que

O’Donnell reconociera al reino de Italia, que confinaba al Papa Pío IX en una estrecha

franja de tierra romana52. Angustiada, inquieta, no hallaba la paz espiritual que tanto

necesitaba, a pesar del rigor del padre Claret. Desazonada, solicitó la mediación del

Papa Pío IX53, que consiguió el regreso del padre Claret, con lo que la tranquilidad re-

gresó a su angustiado espíritu.

En enero de 1866, el General Prim se sublevó en Villarejo de Salvanés, en Madrid. Fra-

casado el levantamiento, Prim tuvo que refugiarse en Portugal “estoy aquí porque me

están herrando el caballo”, dijo en una frase histórica. En junio, se abortó una subleva-

ción en Valladolid, y ese mismo mes, se sublevaron los sargentos de la guarnición del

Cuartel de Artillería de San Gil, también en Madrid, que fue reprimida con dureza, pues

mientras los sublevados deseaban sorprender a los oficiales, un coronel les hizo frente,

falleciendo; salieron en desorden del cuartel unos 1.200 hombres vagando por las ca-

lles de Madrid con 30 piezas de artillería, mientras cerca de 2.000 paisanos que se

habían sublevado también, luchaban en las barricadas con las armas entregadas en el

Cuartel de San Gil, para acabar sucumbiendo en medio de la desorganización general y

que motivó una verdadera carnicería. El motivo de este levantamiento fueron las que-

52 Bajo el mandato de Víctor Manuel II, y debido a las habilidades de su ministro, el conde de Cavour, el

Reino del Piamonte creció hasta incluir toda Italia, por el proceso de Unificación italiana. Víctor Manuel

II se llamó Víctor Manuel II de Italia. Víctor Manuel II fue excomulgado por la Iglesia Católica Romana

después de que el ejército italiano atacara Roma en 1870 y el Papa Pío IX tuviese que retirarse al Vati-

cano. 53 El nuncio en España le dijo al Papa Pío IX (nono): “Ma Santità, la Regina spagnola vivere come una

puttana”, a lo que el Papa que tenía ya setenta y seis años y se las sabía todas, le respondió: “Puttana, sí;

ma molto pía”. (Puta sí, pero muy pía), lo que no impidió que sarcásticamente el mismo Papa concediera

a Isabel II, la ‘Rosa de Oro’ por “Las altas virtudes con que brillas”. La ‘Rosa de Oro’ es una condecora-

ción otorgada por el Papa a personalidades católicas preeminentes, usualmente emperadores, emperatri-

ces, reyes, reinas, duques y a algunas advocaciones de la Virgen María, que fue creada por León IX en

1049.

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jas de los sargentos de Artillería contra el gobierno, a diferencia de los que sucedía en

otras Armas, los hombres que no habían salido de la Academia de Artillería de Segovia,

sino que procedían de la “escala práctica”, esto es, de las clases de tropa, no podían en

Artillería ascender más allá de Capitán.

El General Prim aguardaba, prudentemente, en Hendaya, el resultado de ese nuevo

levantamiento y al no poder alcanzar el poder por los cauces normales, no encontró

otro medio que el de la revolución. Hubiera sido lógico que Prim, excelente militar y

político, fuera nombrado Presidente del Gobierno; pero había muchas cosas en su con-

tra: el ya viejo y achacoso Narváez se creía insustituible, O’Donnell se aferraba al poder

y la reina temía se convirtiera en otro Espartero. Estos obstáculos que tenía Prim fue-

ron corroyendo la mente y el corazón del General. Su odio hacia los Borbones, que no

hacia la institución monárquica, como lo demostrará posteriormente, crecerá hasta

hacer de él un temible enemigo.

La represión del levantamiento del Cuartel de San Gil fue excesivamente sangrienta.

Pero Isabel II, después que se fusilara a 66 sargentos, cabos y soldados, no se quedó

satisfecha, y pidió más; pues haz uso de la metralla – dijo la reina, O’Donnell, indigna-

do, exclamó: “¡Pues no ve esa Señora que si se fusila a todos los soldados cogidos va a

derramar tanta sangre que llegará hasta su alcoba y se ahogará en ella!”. La reina que

ya había pactado con Narváez el relevo, se negó a firmar el nombramiento de los nue-

vos senadores que le presentó O’Donnell. Al día siguiente, éste herido en su orgullo,

presentó la dimisión. “Me ha despedido – comentó a uno de sus amigos – como no

despedirían ustedes a ninguno de sus criados. No, no volveré yo en mi vida a ser minis-

tro de esa Señora”. Efectivamente, sería la última, porque falleció en Biarritz, el cuatro

de septiembre de 1867. Isabel II perdió uno de los pilares básicos para el sostenimien-

to de su monarquía.

Volvió Narváez al frente del Gobierno, y esta vez también sería la última para el leal

defensor de Isabel II, porque ya estaba agotado y no podía impedir la caída de la mo-

narquía. Al igual que O’Donnell, él tampoco quiso ser testigo del desastre que se ave-

cinaba, y el 23 de abril, unos meses antes de que estallara la revolución, moriría de una

pulmonía en Madrid. Postrado en cama, su voluntad de defraudar a sus enemigos le

hizo exclamar: “¡Qué chasco se van a llevar cuando dentro de poco me vean otra vez a

caballo!”.

González Bravo, fue nombrado Presidente del Gobierno. Isabel II se sentía acosada,

perdida y, sobre todo, cansada. Tenía que contentar a los moderados, a los progresis-

tas, a sus consejeros, y de vez en cuando a su esposo, que secretamente anhelaba que

su esposa fuera destronada para asumir la regencia, mientras el príncipe Alfonso –

futuro Alfonso XII – alcanzaba la mayoría de edad.

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La conspiración, ya preparada para actuar, fue descubierta, siendo detenidos varios

Generales y confinados en Santa Cruz de Tenerife. Lo más doloroso para Isabel II fue

descubrir que los Montpensier, que habían comprometido en la conjura más de tres

millones de reales, también estaban involucrados, aunque ya era notorio que a la pe-

queña corte sevillana, situada en el palacio de San Telmo, donde residían los duques,

acudían los intrigantes que pensaban, una vez destronada Isabel II, poder medrar

cuando los Montpensier ocuparan el trono. Los duques embarcaron en Cádiz, en la

fragata Villa de Madrid, y conducidos a Lisboa, desde donde seguirían conspirando.

El tres de junio de 1868, Isabel II se trasladó a Lequeitio, pueblo costero de Vizcaya,

para pasar el verano. Acompañada de Marfori, que era el Intendente del Patrimonio

Real, gozó de tranquilidad y de los baños de mar bajo el sopor del verano.

En los primeros días de septiembre, Prim abandonaba Londres, y los Generales que se

hallaban confinados en Santa Cruz de Tenerife lo hicieron el día 14. El 18 por la maña-

na, la escuadra anclada en Cádiz, al mando del almirante Topete54, se alzaba contra

Isabel II. El día 28, las fuerzas gubernamentales, a las órdenes del General Pavía55, fue-

ron derrotadas por las sublevadas del General Serrano, en el puente de Alcolea, a 12

kilómetros de Córdoba. La revolución, llamada La Gloriosa, triunfó rápidamente en

toda España. En Madrid, el pueblo aclamaba a Prim, a Serrano y a Topete. La multitud,

contenta y optimista, cantaba por las calles el himno de Riego56, porque pensaban que

al fin, la libertad había ganado. Entre el gentío se oían los gritos de “¡Fuera la Reina!” y

“¡Mueran los Borbones!, grito éste último que un malintencionado convirtió en “¡Mue-

ran los Bribones!” y “¡Mueran los Bobones!”. Semejante manifestación antiborbónica

no se repitió hasta 63 años después, en la primavera de 1931.

Isabel II estaba desolada, no daba crédito a las noticias que llegaban de Madrid. En San

Sebastián, el marqués de Salamanca le aconsejó que se trasladara a Francia sin demo-

ra, y que abdicara en su hijo. Marfori, hechura de Isabel, se opuso a este sensato con-

sejo, alegando que la reina no podía capitular ante la revolución. Isabel II perdía el

trono.

Cuando la reina abandono España tenía 38 años, mal conservados. Estaba gordinflona

y de piel reluciente. Su rostro delataba una fatiga inexplicable en quien, disfrutando de

todas las comodidades, no se privó de ningún capricho. Desde pequeña fue glotona,

54 Juan Bautista Topete y Carballo (1821-1885) fue un marino y militar. Vicealmirante de la Armada Española, héroe de le guerra del Pacífico. Políticamente, se le recuerda por su capital intervención en

la Revolución de 1869, ‘La Gloriosa’. Fue ministro en varias ocasiones y Presidente del Consejo de Mi-

nistros, con carácter interino, en tres ocasiones. 55 Manuel Pavía y Lacy (1814-1896), fue un General y primer marqués de Novaliches. No confundir con

el General Pavía, que puso fin a la Primera República Española. 56 El General Rafael del Riego Flórez (1784-1823) fue un militar y político liberal. Dio nombre al famoso

himno decimonónico conocido como Himno de Riego, adoptado por los liberales durante la monarquía

constitucional y, más tarde, por los republicanos españoles. Los franceses lo encontraron en Arquillos

(Jaén) entregándolo a las autoridades españoles. Fue ahorcado en Madrid.

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que se atiborró de golosinas, sin que ninguna de sus camareras tuviera la fuerza, ni la

autoridad suficiente para controlarla. Le quedaban todavía dos atractivos: sus ojos

traslúcidos, que aún intimidaban, y el espíritu socarrón y mordaz, muy temido por los

cortesanos. Las intrigas de las camarillas, en cuyo seno se había criado y desarrollado

como mujer, la echaron a perder.

El 30 de septiembre de 1868, a las once de la mañana, Isabel II cruzaba la frontera en

tren, acompañada de su esposo - del que no tardaría en separarse - de sus hijos y de su

amante Marfori, en medio de la indiferencia popular, reuniéndose con Napoleón III57 y

la emperatriz Eugenia de Montijo58, en Biarritz, instalándose posteriormente en Pau

para pasar finalmente a París viviendo en el palacio de Castilla. El 25 de junio de 1870

anunció su abdicación en su hijo Alfonso XII, que aun tardaría cuatro años en asumir el

poder.

Ya al final de su vida, Isabel II, en una entrevista con el escritor Benito Pérez Galdós le

decía: ¿Qué había de hacer yo, jovencilla, reina a los catorce años, sin ningún freno a

mi voluntad, con todo el dinero a mano para mis antojos y para darme el gusto de fa-

vorecer a los necesitados, no viendo al lado mío más que personas que se doblaban

como cañas, ni oyendo más voces de adulación que me aturdían? ¿Qué había de hacer

yo? Póngase en mi caso…

A punto de cruzar la frontera, exclamó desengañada: Creí tener más raíces en este

país. Estaba engañada, porque Isabel II, a pesar de sus defectos y carencias, siguió viva

en el corazón de los españoles. No es de extrañar que se sintiera sorprendida de su

destronamiento, segura como estaba del amor de su pueblo y de los espadones59, a

quienes favoreció sin tasa ni medida. Los defectos y virtudes de Isabel II fueron un vivo

reflejo de las cualidades que adornaban a sus súbditos, incluidos los más relevantes.

La vida de Isabel II fue tan longeva que vio reinar a su hijo Alfonso XII y a su nieto Al-

fonso XIII; por tal razón el resto de su vida quedó reflejada en los reinados de estos dos

soberanos. El 16 de abril de 1902, falleció Francisco de Asís, a los 80 años de edad,

siendo su cuerpo trasladado al Monasterio de El Escorial.

Isabel II falleció en París, el nueve de abril de 1904, a los 74 años como consecuencia

de una gripe mal curada. Sus restos fueron trasladados a la Cripta Real del Monasterio

57 Carlos Luis Napoleón Bonaparte (1808-1873), fue el único presidente de la Segunda República France-

sa y, posteriormente, emperador de los franceses y por ende, copríncipe de Andorra, bajo el nombre

de Napoleón III, siendo el último monarca de Francia. Nació en el seno de la Casa de Bonaparte. Debido

a su parentesco con Napoleón Bonaparte, se convirtió en el heredero legítimo de los derechos dinásticos

tras las muertes sucesivas de su hermano mayor y Napoleón II. 58 María Eugenia Palafox Portocarrero y KirkPatrick, condesa de Teba, más conocida como Eugenia de

Montijo (1826-1920) fue emperatriz consorte de los franceses como esposa de Napoleón III. 59 Los Generales espadones fueron Espartero, O’Donnell, Narváez, Serrano, y Prim, aunque éste último

no estuvo durante el reinado de Isabel II.

Page 30: Crónicas Reales: Isabel II

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del Escorial, en el Panteón de los Reyes, colocándose el cuerpo de Francisco de Asís en

la urna de enfrente, como rey consorte que había sido.

Nota:

Como curiosidad, se exponen las veces y los años en que los distintos espadones du-

rante el reinado de Isabel II, fueron bien Presidentes del Gobierno, Presidentes del

Consejo de Ministros, Regentes o Ministros.

General Espartero

Presidente del Consejo de Ministros, tres veces: 1837; (1840-1841); (1854-1856). Re-

gente, una vez: (1841-1843). Ministro de la Guerra, tres veces: 1837 (dos veces);

(1837-1838).

General O’Donnell

Presidente del Consejo de Ministros, tres veces: 1856; (1858-1863); (1865-1866). Mi-

nistro de la Guerra, tres veces: (1854-1856); (1858-1863); (1865-1866). Ministro de

Ultramar: 1863. Ministro de Estado: 1858. Ministro de Marina: 1858.

General Narváez

Presidente del Consejo de Ministros, siete veces: (1844-1846); 1846; (1847-1849);

(1849-1851); (1856-1857); (1864-1865); (1866-1868). Ministro de la Guerra, cuatro

veces: (1844-1846); 1846; 1847; (1866-1868); Ministro de Estado, tres veces: 1844;

1846; 1847.

General Serrano

Presidente del Gobierno y del Consejo de Ministros: (1868-1869); Presidente del Poder

Ejecutivo: 1869; Regente: (1869-1871); Presidente del Consejo de Ministros, tres ve-

ces: 1871; 1872; 1874. Presidente del Poder Ejecutivo de la Republica: 1874.

Bibliografía: RÍOS MAZCARELLE, Manuel. Diccionario de los Reyes de España. FONTANA, Josep. MILLARES, Ramón. Historia de España.