Cuadernos de Evangelio - 01 Jesus en Los Evangelios
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C U A D E R N O S D E
E \ & J S r G E L I O
Presentación de Jesús en los
tres primeros evangelios
Poncio Pilato, procurador de Judea
" por mí y por el evangelio "
CUADERNOS DE EVANGELIO
© Patronato Seglar de Fe Católica
Ministerio de Información y Turismo, núm. 2384. - 29-IX-73
Reservados todos los derechos.
GRATITUD A P. Y M. FDZ. DE NAVARRETE Y RADA.
C U A D E R N O S D E
EAÍVNGELIO
Presentación de Jesús en los
tres primeros evangelios
Poncio Pilato, procurador de Judea
Año 1 Enero 1974 n.° 1
Director-Delegado del Patronato: Ramón Sánchez de León S. J.
Director Técnico: Mariano Herranz Marco, Pbro.
Consejo Asesor: M. I. Sr. D. Domingo Muñoz León Rev. P. Rafael Criado S. J. Rev. P. Juan Leal S. J. Rev. Sr. D. Ángel Garrido Herrero
Secretario de Redacción: César A. Franco Martínez
Redactores: Francisco J. Calavia Balduz Carlos Dorado Fernández Francisco de Frutos Francisco J. Martínez Fernández Braulio Rodríguez Plaza Antonio Rodríguez González Pablo Tena Montero
Edita: «Fe Católica • Ediciones».
Redac. y Admón.: Maldonado, 1 - Tel. 276 23 58 - Madrid-6
Suscripción ordinaria (10 números al año de 80 páginas cada uno): 375 ptas. año por correo normal para España, Portugal, Hispanoamérica y Fil ipinas. Aéreo: 750 ptas. Para Europa y América del Norte: 475 ptas. Por avión: 750 ptas. Países especiales, precio especial. Número suelto: 60 ptas.
Suscripción de bienhechor: A partir de 750 ptas. año para costear suscripciones a sacerdotes pobres y conventos de clausura.
Con licencia del Arzobispado de Madrid-Alcalá.
Depósito legal: M. 33.104-1973.
Imprime: Nuevas Gráficas, S. A.—Andrés Mellado, 18.—Madrid.
Para pedidos diríjase a
CUADERNOS DE EVANGELIO - Maldonado, 1 - Teléfono 276 23 58 - MADRID-6
CONTENIDO
Pág.
PRESENTACIÓN 7
JESÚS Y LOS EVANGELIOS La presentación de Jesús en los tres primeros Evangelios 11
EL MUNDO DE LOS EVANGELIOS Poncio Pilato, procurador de Judea 29
APÉNDICE: TEXTOS Poncio Pilato según Filón de Alejandría 52
Poncio Pilato según Flavio Josefo 54
NUEVAS CARTAS DE SAN JERÓNIMO "Los que devoran las casas de las viudas" 57
MEDITACION-HOMILIA "y los ojos de todos estaban fijos en El" 65
EL ORO DE LOS VIEJOS COMENTARIOS "Y se transfiguró en presencia de ellos" 69
NARRATIVA POPULAR Y EVANGELIO El Zar que se extravió en el bosque 75
PRESENTACIÓN
CUADERNOS DE EVANGELIO esconde bajo su presentación modesta una intención ambiciosa: llevar cada mes a sus lectores un poco de la insondable riqueza de Jesucristo. Con la ayuda de Dios, no fiados meramente en nuestro saber de exegetas—que siempre será saber humano—, esperamos proporcionar a nuestros lectores un instrumento sencillo de estudio y meditación sobre Jesús y los Evangelios. Con esto, si lo logramos, no haremos más que prolongar una tarea que se viene practicando en la Iglesia desde que San Pablo escribió su primera carta a un grupo de cristianos, es decir, de hombres que habían creído en Jesucristo y abrazado el Evangelio predicado por el apóstol.
Como lo indica su título, propiamente no iniciamos la publicación de una revista, sino de una serie de cuadernos que con el tiempo podrán formar una enciclopedia sobre Jesús y los Evangelios. Lo único que la colección tendrá de revista será el hecho de estar comprometida al ritmo mensual de una publicación periódica. En cada cuaderno se expondrán unos temas concretos con suficiente extención y profundidad, a la vez que con la sencillez que exige el pensar en lectores sin preparación sistemática; queremos llevar de la mano a ese abundante número de personas que desean conocer algo más que la superficie de los temas, pero se sienten desalentados por falta de instrumentos de trabajo.
Cada cuaderno constará de seis secciones. Las dos primeras contendrán trabajos más extensos, que absorberán
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los dos tercios de las páginas. En ellos, utilizando los métodos de estudio que ha creado la exégesis en los dos últimos siglos, intentaremos ilustrar la fe de los que hoy, como hace veinte siglos, rezan el Credo. No decimos que esto hace hoy más falta que nunca, porque en la Iglesia siempre hizo y siempre hará falta: cada generación de pastores debe enseñar a cada generación nueva de fieles. Las otras cuatro secciones serán más breves y estarán menos sometidas a un orden sistemátco. He aquí el contenido de las seis secciones:
I. Jesús y los Evangelios.—Cada número expondrá aquí, en uno o dos trabajos, un tema relacionado con Jesús o los Evangelios. El campo es inmenso, y nos sentimos acobardados ante lo limitado de nuestras fuerzas. A medida que pasen los años, aquí queremos haber estudiado todo lo relativo a esos libros que llamamos Evangelios, con comentarios detenidos de las unidades menores—hechos o dichos de Jesús—de que están compuestos; todo lo relativo a la persona de Jesús y su obra, incluido, naturalmente, lo que sobre ellas nos revela la palabra inspirada de San Pablo y los otros autores del Nuevo Testamento, todos los cuales escribieron en cuanto ministros de la Palabra o servidores del Evangelio. Y como la predicación de Jesús y su obra es inconcebible sin el Antiguo Testamento y la tradición judía en que se inserta, necesariamente tendremos que hablar de los libros del Antiguo Testamento; también en ellos se nos habla de Cristo.
II. El mundo de los Evangelios.—En esta sección intentaremos describir el complejo substrato humano que sirve de apoyo a la Buena Nueva y a su proclamación en los Evangelios. El mundo de los Evangelios está compuesto de personas (Pilotos, Herodes, Caifas, etc.), grupos, acontecimientos políticos, escritos, cosas. Por eso en esta sección nos ocuparemos de realidades tan variadas como el procurador de Judea y los ritos de las fies-
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tas judías, la secta de los fariseos y el sistema de abastecimiento de agua en Jerusalén. Como apéndice a esta sección ofreceremos con frecuencia textos; con ello queremos que el lector entre en contacto directo con los documentos que nos permiten reconstruir los acontecimientos, los personajes y las ideas del mundo en que predicó Jesús y nacieron los Evangelios.
III. Nuevas cartas de San Jerónimo.—Muchas de las joyas literarias y exegéticas que son las cartas de San Jerónimo se presentan como respuesta a una considta sobre un problema de la Escritura. Imitando esta cátedra epistolar, en esta sección ofreceremos aclaraciones sobre expresiones o pasajes menores de los Evangelios que no exigen una exposición excesivamente larga. Ordinariamente se tratará de pasajes con dificultades lingüísticas o ambientales que, una vez aclaradas éstas, hablarán al lector con un lenguaje más cercano y vivo.
IV- Meditación-homilía.—Como instrumento de meditación para todos y de ayuda en la predicación o cate-quesis para los que trabajan en el ministerio de la palabra, cada mes incluiremos aquí una meditación-homilía sobre uno de los textos evangélicos que se leen en las misas de los domingos del mes correspondiente. Con el tiempo, él lector podrá disponer así de un comentario espiritual a las lecturas evangélicas del domingo.
V. El oro de los viejos comentarios.—Desde una fecha muy temprana, la Iglesia ha contado con ministros de la palabra que unían a su fe profunda y su vida santa un dominio maravilloso del arte de bien decir. De su pluma conservamos excelentes páginas de comentario a las Escrituras. De este inmenso tesoro ofreceremos aquí en cada cuaderno una pieza escogida, seguros de que el lector encontrará al leerla y meditarla el espiritual deleite que proporciona una bella página en que el arte de escribir se ha puesto al servicio de la Palabra de Dios.
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VI. Narrativa popular y Evangelio. — En todos los pueblos cristianos, y desde muy antiguo, los hombres sencillos expresaron su fe y realizaron una predicación mediante esos géneros literarios humildes que son la leyenda y el relato popular. Con esto no hacían una innovación: también en la Biblia, la palabra de Dios nos llega a veces en ese ropaje sencillo del relato popular, más asequible que las creaciones de la subida retórica. Aquí ofrecemos las mejores muestras de esta narrativa popular cristiana, que también sabe hablar, y con un lenguaje arrebatador, de Jesucristo y los Evangelios. Daremos la preferencia a los relatos que nos llegan del mundo más cercano a los Evangelios: Egipto, Siria, Palestina, Oriente griego. Este material, provechoso para lectores de toda condición y nivel cultural, será de especial utilidad para la catequesis y cualquier clase de instrucción religiosa.
Pero el mejor modo de que el lector se haga una idea de lo que pretendemos es que lea este primer cuaderno. Las secciones contendrán siempre material semejante. Este primer año, las dos secciones mayores estarán dedicadas a hacer una presentación inicial de los Evangelios y de Jesús. Naturalmente quedará mucho por decir, pero irá llegando durante los años siguientes.
Que santa María la Virgen, de la que San Lucas nos dice que "guardaba y meditaba en su corazón" todas las cosas que se decían de Jesús, nos alcance de su Hijo la sabiduría que necesitamos para hablar de él como corresponde y como muchos cristianos esperan.
RAMÓN SÁNCHEZ DE LEÓN, S. J.
MARIANO HERRANZ MARCO, Pbro.
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JESÚS Y LOS EVANGELIC
LA PRESENTACIÓN DE JESÚS
EN LOS TRES PRIMEROS EVANGELIOS
1. Los evangelistas, escritores humildes.
En el manual más sencillo de introducción a los Evangelios aparecerá necesariamente una frase que dirá: los Evangelios no son biografías o historias de Jesús en el sentido moderno de la palabra; ni siquiera en el sentido de las historias o biografías de los autores antiguos, anteriores a los evangelistas o contemporáneos suyos. Los Evangelios no fueron escritos como las obras de esos autores para engrosar la producción literaria de la antigüedad, sino como instrumentos de predicación y catequesis dentro de la Iglesia, que entonces no era la gran Iglesia de hoy, sino la naciente Iglesia de Palestina y las ciudades importantes del Oriente griego.
Por lo que se refiere a San Marcos, el mismo Nuevo Testamento nos lo indica explícitamente. En el libro de los Hechos de los Apóstoles leemos que, en su primer viaje, San Pablo, al que acompaña Bernabé, lleva como "ayudante" o "ministro" a Juan, que poco antes es llamado Juan Marcos. Que con la palabra "ministro" no se quiere indicar un servicio ordinario, como el de un escudero a un hidalgo en viaje, lo vemos por el prólogo del Evangelio de Lucas, que emplea el mismo término para referirse a los "ministros de la palabra", de los que el ter-
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cer evangelista dice que ha recogido la tradición sobre Jesús que va a ofrecer en su libro. San Marcos, por tanto, fue un ministro de la palabra, un colaborador de San Pablo, luego de Bernabé y por fin de San Pedro en la predicación del Evangelio. Y como parte de su trabajo apostólico, de su ministerio de la palabra, escribió su Evangelio.
Ya esto nos dice que los evangelistas no fueron literatos profesionales. A la misma conclusión llegamos leyendo los Evangelios: el griego en que están escritos no es el griego literario que escribían los autores paganos de la época, sino el griego vulgar, que hoy conocemos mejor gracias a las cartas y documentos privados que nos han conservado los papiros egipcios. San Mateo y San Lucas mejoran muchas veces la lengua y la redacción de San Marcos, pero no llegan a ofrecernos en sus Evangelios obras de la gran literatura. Esto no es un descubrimiento de la ciencia bíblica moderna. Ya San Agustín, que no era sólo un Santo Padre, sino también un gran entendido en el arte de la gramática y la retórica, escribía: "Cristo envió al mar de este mundo unos pocos pescadores armados con las redes de la fe, no instruidos en las disciplinas liberales, totalmente ignorantes de cuanto pertenece a las doctrinas de estas artes, no preparados en gramática, ni armados de dialéctica, ni hinchados de retórica" (De Civ. Dei. XXII, 5). San Agustín, por tanto, como habían hecho ya los grandes padres griegos como San Juan Cri-sóstomo, no tiene reparo en afirmar que los evangelistas carecían de toda formación literaria.
Pero junto a la humildad literaria de los Evangelios, en la que insiste muchas veces en sus sermones y escritos, el sabio obispo de Hipona resalta también la profundidad de su contenido. La vasija es de barro, pero en su interior guarda oro puro. Así, comentando el episodio de la vocación de los apóstoles pescadores, dice: "Hoy muy hábil tiene que ser el orador que pueda exponer dignamente lo que escribió el pescador" (Sermo 250, 1). Con
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estas palabras, San Agustín expresa maravillosamente el misterio que entraña la Sagrada Escritura. De igual modo que en el Jesús de Nazaret que se fatiga del camino, tiene sed, llora y es crucificado por sentencia del procurador Poncio Pilato, la Iglesia ve el Verbo de Dios hecho carne, así en estos escritos venera y oye la Palabra de Dios, que llega a los hombres en el ropaje humilde de una gramática y una retórica campesina y ruda.
Pero en todo escrito humano, para que haya riqueza de contenido, debe haber también una cierta habilidad literaria. Así lo vemos en las literaturas populares de todas las latitudes. Los Evangelios pertenecen en gran medida a este tipo de literatura; por eso los autores alemanes que desde 1920 aplicaron a los Evangelios el método llamado de la historia o crítica de las formas los clasifican como "pequeña literatura", por oposición a la "gran literatura", es decir, a las obras de autores que escriben con conciencia de literatos y pensadores. Centrándonos en la primera página de los tres primeros Evangelios, la que hace la presentación del ministerio de Jesús, vamos a ver ahora cómo en ella los evangelistas, en su condición de escritores al servicio de la predicación, denuncian dentro de su sencillez una notable habilidad literaria; habilidad que parece exigida y provocada por la grandeza de lo que quieren expresar.
2. La presentación de Jesús en el Evangelio de San Marcos.
En el libro de los Hechos de los Apóstoles tenemos varios discursos de San Pedro y San Pablo. Naturalmente, estos discursos no son reproducción taquigráfica de los originales: el de San Pablo en Antioquía de Pisidia, por ejemplo, que es uno de los más largos, puede leerse en menos de cinco minutos; es inconcebible que el apóstol realizase un largo y penoso viaje desde Chipre y a
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través de las montañas de Panfilia para hablar sólo durante cinco minutos en la sinagoga de Antioquía. Lo que San Lucas nos ofrece en Hechos son resúmenes de la predicación apostólica, sermones en miniatura, como muestra de lo que era la primera presentación del Evangelio a los distintos auditorios. En estos sermones hay siempre un elemento esencial: una descripción esquemática del ministerio de Jesús, su muerte y resurrección. He aquí esta descripción, según aparece en el discurso de San Pedro que prepara el bautismo del centurión Cornelio:
Vosotros conocéis la palabra esparcida por toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que Juan predicó: a Jesús de Nazaret, cómo Dios lo ungió con Espíritu Santo y poder, y pasó por todas partes haciendo el bien y curando a todos los tiranizados por el diablo, pues Dios estaba con él. Y nosotros somos testigos de todo cuanto obró, tanto en el país de los judíos como en Jeru-salén; y lo llegaron a matar colgándolo de un madero. A éste, Dios lo resucitó al tercer día, e hizo la gracia de que se manifestase visiblemente no a todo el pueblo, sino a los testigos escogidos de antemano por Dios, a nosotros, que con El comimos después que él resucitó de entre los muertos (Hch 10,37-41).
Salta a la vista que este pasaje del discurso de San Pedro es un compendio del Evangelio de San Marcos, o que el Evangelio de San Marcos es un desarrollo de este pasaje del discurso. Todos los Evangelios se cierran con la resurrección y las apariciones de Jesús, pero sólo el de San Marcos comienza con la presentación del Bautista, como preludio a su presentación de Jesús. San Marcos, por tanto, abre su Evangelio con la presentación de un hecho, no con la afirmación de una verdad abstracta: la aparición pública de Jesús, el comienzo de su ministerio. Veamos ahora la gracia literaria con que hace la presentación de este acontecimiento.
Al leer hoy en una traducción esta primera página de San Marcos nadie sospecha los quebraderos de cabeza
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que ha dado a los comentaristas. Y sin embargo, el original griego contiene tal cantidad de extrañezas gramaticales y redaccionales, que algunos autores han llegado a sugerir una audaz hipótesis: la edición original del Evangelio de San Marcos perdió su primera página—al mismo tiempo que la última, que pertenecía a la misma hoja de papiro que la primera—, y lo que hoy tenemos es un tosco remiendo debido a la mano de un torpe escriba —semejante al que otro escriba añadió al final—. Entre las cosas que hoy extrañan en el comienzo de Marcos mencionaremos dos: que el evangelista cite las palabras del profeta (vv. 2-3} que se cumplen con la aparición de Juan en el desierto antes de decir que éste predicaba un bautismo de penitencia (v. 4), y que hable de las multitudes que acuden a recibir este bautismo antes de describir el aspecto exterior y el modo de vida del Bautista (v. 6: "iba vestido de pelos de camello, con un cinturón de cuero en la cintura, y se alimentaba de langostas y miel silvestre").
Pero un examen atento del texto original hace muy probable la hipótesis de que aquí nos hallamos ante un fenómeno que se repite con cierta frecuencia en San Marcos: un griego extraño por traducción literal de un original arameo, la lengua en que predicó Jesús y que utilizaron los apóstoles en su primera predicación dentro de Palestina. Leyendo el texto griego a la luz del arameo, las extrañezas de esta página desaparecen y descubrimos una presentación solemne del Bautista, como preámbulo a la aparición de Jesús, que tiene mucho de la grandiosidad con que en el Antiguo Testamento se describen las intervenciones de Dios. Teniendo en cuenta esta historia literaria del texto de San Marcos, la primera página de su Evangelio debe traducirse así:
Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Como está escrito en el profeta Isaías: "He aquí que envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino; voz de uno que clama en el desierto: Preparad el camino
del Señor, enderezad sus sendas", comenzó Juan el Bautista a predicar en el desierto un bautismo de penitencia para perdón de los pecados. Y acudían a él toda la región de Judea y los jerosolimitanos todos, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados (Me 1,1-5).
Como es fácil apreciar, lo que aquí tenemos es un párrafo solemne y de cierta longitud, dividido en dos partes. La primera dice cómo, cumpliéndose la profecía de Isaías, Juan el Bautista comienza a predicar en el desierto un bautismo de penitencia; la segunda describe el eco que la predicación de Juan encuentra en las multitudes que acuden. Ambas cosas constituyen el acontecimiento que prepara la aparición de Jesús. Por eso no hay nada anormal en la redacción de San Marcos, ni en la colocación de la cita antes de la narración del hecho, ni en la mención de las turbas antes de describir la indumentaria y la dieta de Juan, es decir, antes de presentarlo. En cuanto a la colocación de la cita profética, este comienzo de San Marcos tiene un paralelo muy cercano en un libro del Antiguo Testamento: el de Esdras. Este libro va a narrar el retorno de los exiliados en Babilonia y la restauración de la vida religiosa en Jerusalén y Judá. Pero el autor sagrado no escribía simplemente para satisfacer la curiosidad de sus lectores, sino para alimentar su fe haciéndoles ver la mano de Dios en la historia de su pueblo. Por eso, en un estilo sencillo pero solemne, comienza:
El año primero de Ciro, rey de Persia, cumpliéndose la palabra del Señor por boca de Jeremías, profeta, suscitó Dios el espíritu de Ciro, rey de Persia, que hizo pregonar de palabra y por escrito en todo su reino: "¿Quién hay entre vosotros de todo su pueblo? Sea Dios con él y suba a Jerusalén, que está en Judá, y edifique la casa del Dios de Israel..." (Esd 1,1-5).
Lo que el autor sagrado quiere decir con este párrafo inicial de su libro es lo siguiente: el retorno de Babilonia, que en el plano terreno fue obra de la política tole-
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rante de Ciro y demás reyes persas, fue a la vez un acontecimiento que entraba en el plan de Dios; estaba anunciado por el profeta. Lo mismo viene a decir San Marcos con el párrafo inicial de su Evangelio: la aparición del Bautista predicando en el desierto tiene lugar según el plan de Dios, cuyos primeros pasos están descritos en los libros sagrados del Antiguo Testamento, y cuya culminación va a narrar él en su libro.
A continuación, San Marcos describe la indumentaria y la dieta del Bautista con estas palabras:
Y Juan iba vestido de pelos de camello, con un cinturón de cuero en la cintura, y se alimentaba de langostas y miel silvestres (1, 6).
Desde el punto de vista literario, esta descripción del Bautista no podía venir antes: hubiera estropeado la redacción del párrafo inicial. Por eso San Marcos la hace ahora, antes de ofrecer el contenido de la predicación de Juan. Pero en ella hay dos cosas que llaman la atención. En primer lugar, el hecho de que Juan fuese vestido así y comiera langostas no repercute para nada en la narración que sigue; para entender ésta, el lector no necesitaba ser informado sobre qué comía y cómo iba vestido el Bautista. En segundo lugar, sin embargo, esta descripción de la indumentaria del Bautista es muy semejante a la que el libro segundo de los Reyes hace de la indumentaria de Elias, que dice así:
Era un hombre vestido de pieles y con un cinturón de cuero a la cintura (1, 8).
Esto nos permite entender por qué San Marcos se detiene a darnos una información aparentemente innecesaria: en Juan Bautista habla el espíritu de Elias, uno de los mayores profetas del Antiguo Testamento y el más vinculado a la expectación mesiánica judía en tiempo de Jesús. Y San Marcos dice esto con su descripción de
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la indumentaria de Juan inmediatamente antes de dar un breve extracto de su predicación, o mejor proclamación. Así hace que sus palabras adquieran la máxima autoridad: la misma que para el judío piadoso tenían las palabras de los profetas, porque en Juan hablaba el último de los profetas. Estos preámbulos solemnes, redactados con palabras y en el estilo de las Sagradas Escrituras, nos revelan todo su sentido cuando leemos las palabras del Bautista que vienen a continuación:
Detrás de mí viene el que es más poderoso que yo, al que no soy digno de desatar, agachándome, la correa de las sandalias. Yo os bautizo en agua, pero él os bautizará en Espíritu Santo (1, 7s).
Estas son las únicas palabras que San Marcos pone en boca del Bautista. No ofrece nada de lo que fue su llamada a la conversión. Las únicas palabras de Juan que ha recogido son las que hablan de Jesús, las que hacen la presentación de Jesús y a la vez describen su categoría superior: el que viene detrás del Bautista está muy por encima de él.
Ahora entendemos la razón de ser de la solemnidad de los versículos anteriores: con ella, en realidad, San Marcos no pretendía hacer una presentación solemne de Juan, sino de Jesús por medio de Juan. Por eso ya San Marcos está diciendo lo que dirá más tarde el prólogo del cuarto Evangelio: Juan Bautista no era la luz, pero apareció para dar testimonio de la luz. Esto es lo que decimos cuando lo llamamos "el Precursor", es decir, el heraldo que corre delante para anunciar la llegada del soberano.
San Marcos, por tanto, a pesar de su gramática ruda y el carácter popular de su estilística, nos sorprende en esta primera página de su Evangelio con una innegable habilidad literaria al servicio de la predicación cristiana. Luego, a lo largo del libro, encontraremos páginas en que la narración está hecha con una viveza y un arte extra
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ordinarios, con recursos de auténtico estilista. Y sierrr pre al servicio de su tarea de ministro de la palabra.
3. La presentación de Jesús en el Evangelio de San Mateo.
El Evangelio de San Mateo no comienza con la presentación del Bautista como el de San Marcos, sino con la genealogía y la infancia de Jesús. Por eso en él el relato de la aparición del Bautista en el desierto no se prestaba tanto como en San Marcos para hacer una presentación solemne de Jesús. Así nos lo permiten ver las diferencias que existen entre sus redacciones del episodio del Bautista. Como las más importantes señalaremos aquí dos.
Por un lado, el capítulo 3 de San Mateo, que es donde narra la aparición del Bautista, comienza con una frase que liga el episodio con lo narrado en el capítulo anterior: "Por aquellos días se presentó Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea". Con esto, la aparición de Juan ya no es un comienzo absoluto, ni tiene el carácter solemne de una primera presentación de Jesús. Por otro lado, en San Mateo, Juan no es presentado exclusivamente como un heraldo que anuncia la llegada de Jesús; ciertamente San Mateo pone en su boca las mismas palabras que San Marcos: "Detrás de mí viene el que es más poderoso que yo, al que no soy digno de quitar las sandalias" (3, 11); pero estas palabras no son las primeras ni las únicas que le hace pronunciar. Antes, en el versículo 1, ha dicho: "Por aquellos días se presentó Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea, diciendo: "Arrepentios, pues está cerca el reino de los cielos". Y tres versículos más adelante pone en su boca todo un sermón, con una enérgica llamada a la penitencia, que termina con las palabras que presentan a Jesús. Como ocurre casi siempre, la redacción de San Mateo es aquí académicamente más cuidada que la de San Marcos, y su griego
menos rudo. Pero por todo lo que hemos dicho, esta primera página del ministerio público en San Mateo no tiene la viveza y grandiosa sencillez de la página paralela de San Marcos.
Esto no quiere decir que el primer Evangelio sea más pobre que el segundo, o que deje de decir algo que dice éste. La diferencia que hemos señalado indica simplemente que en cada Evangelio tenemos un escritor distinto, como en los Cristos de los grandes pintores tenemos distintas maneras de representar al mismo Cristo.
Para ver cómo San Mateo, con ditinta técnica literaria, hace también una presentación solemne de Jesús al comienzo de su ministerio basta pasar del capítulo 3 al 4. Tras narrar el bautismo de Jesús y las tentaciones, que en cierto modo no forman parte del ministerio público, el evangelista pasa a narrar el comienzo de su predicación en Galilea. San Marcos presenta este comienzo con una gran sobriedad:
Y después que Juan fue entregado, vino Jesús a Galilea, y allí predicaba el Evangelio de Dios, y decía: "Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios; arrepentios y creed en el Evangelio" (1,14s).
San Mateo, en cambio, sin añadir nada a la información que nos ofrece San Marcos, hace del acontecimiento una presentación solemne, compuesta casi exclusivamente de expresiones bíblicas, que es uno de los mayores aciertos literarios de su Evangelio. Dice así:
Habiendo oído que Juan había sido entregado (Jesús) se retiró a Galilea. Y dejando Nazaret se fue a habitar a Cafarnaúm, la marítima, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliese lo anunciado por el profeta Isaías cuando dice: "Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, a orillas del Jordán, Galilea de los gentiles: el pueblo que yacía en tinieblas ha visto una gran luz, a los que habitaban en tierra y sombra de muerte ha amanecido una luz". Desde entonces comenzó Jesús a predicar y decir: "Arrepentios, pues está cerca el reino de los cielos" (4, 12-17).
San Mateo interrumpe con frecuencia su relato para decir lo mismo que aquí: que lo narrado es cumplimiento de unas palabras proféticas. Este hecho y otros datos recogidos en un examen literario de su Evangelio han movido a algunos autores a sospechar que el autor del primer Evangelio —es decir, del actual Evangelio griego— fue un escriba judío, familiarizado por tanto con las Sagradas Escrituras y la exégesis de las mismas, que se había convertido al cristianismo. Y ciertamente el primer Evangelio, que es una reelaboración del primitivo escrito arameo de Mateo el apóstol, es obra de un hábil escriba cristiano, un ministro de la palabra con más preparación técnica, podríamos decir, que San Marcos.
Así lo vemos de modo especial en la página que estamos comentando. El evangelista, ante este oráculo de Isaías dirigido a los habitantes de Galilea, del antiguo territorio de las tribus de Zabulón y Neftalí, deportados a Mesopotamia por los reyes asirios, vio que la aparición de una gran luz en medio de las tinieblas era en realidad lo que había tenido lugar con el comienzo de la predicación de Jesús en Galilea. La luz de que hablaba el profeta era Jesús y su palabra. Por eso, para expresar esta gozosa realidad, no se limita a decir, como San Marcos, que Jesús marchó desde el Jordán a Galilea y empezó a predicar. Presenta el acontecimiento como realización de la profecía sobre la luz que brilla para los que moran en tinieblas y sombras de muerte; y para ello describe el lugar en que Jesús inicia su predicación con las palabras mismas de la profecía: Jesús marcha a Cafarnaúm, la marítima —que responde al "camino del mar" del profeta—, a los confines de Zabulón y Neftalí, dato que no es una puntuali-zación geográfica, sino un medio de hacer resaltar la correspondencia entre la aparición de Jesús predicando y la aparición de la gran luz que el profeta anunciaba a la tierra de Zabulón y Neftalí. De este modo, el sencillo acontecimiento del retorno de Jesús a Galilea adquiere las dimensiones de un gran acontecimiento, enmarcado
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en el plan de Dios como en la primera página de San Marcos; un acontecimiento que desborda los límites de la historia humana por ser el comienzo de la obra salvadora de Dios por medio de Jesucristo. Con la aparición de Jesús en Galilea, Dios hace brillar una gran luz para los que habitan en tinieblas. Este modo de presentar a Jesús como luz será uno de los preferidos del cuarto Evangelio; recuérdense el prólogo y el relato de la curación del ciego de nacimiento.
4. La presentación de Jesús en el Evangelio de San Lucas.
En el Evangelio de San Lucas encontramos el mismo fenómeno que en el de San Mateo: la aparición del Bautista y el bautismo de Jesús no se hallan al comienzo del libro, sino en el capítulo 3, tras dos capítulos dedicados a la infancia de Jesús. Al mismo tiempo, su presentación del Bautista es más aún que en San Mateo la de un predicador de penitencia: además de las palabras de severa amenaza que San Mateo pone en boca de Juan, San Lucas lo presenta dando consejos a los diversos grupos de gente que acuden a él preguntándole: ¿qué hemos de hacer? (3,10-14). Todo esto nos hace ver que San Lucas, a pesar de que también en él Juan habla de Jesús como el que viene detrás de él y es más poderoso que él, y al que no es digno de desatar la correa de las sandalias, no quiso narrar el episodio de forma que el relato fuese una presentación solemne de Jesús como en San Marcos.
Pero el parecido de San Lucas con San Mateo no se queda aquí: también San Lucas hace en el capítulo siguiente, al narrar el comienzo de la predicación en Galilea, una presentación solemne de Jesús. Veamos cómo. Tras narrar las tentaciones de Jesús en el desierto, San Lucas continúa:
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Y volvió Jesús con la fuerza del Espíritu a Galilea, y su fama se extendió por toda la comarca. Y él enseñaba en sus sinagogas, y era aclamado por todos (4,14s).
Ya en estas palabras, que vienen a repetir lo que dicen San Marcos y San Mateo, observamos una diferencia: Jesús regresa desde el desierto a Galilea impulsado por la fuerza del Espíritu. Con esto el evangelista está diciendo que no narra una historia profana ordinaria, sino una historia sagrada, es decir, una historia cuyo personaje principal es Dios. Pero la gran originalidad de San Lucas aquí es el episodio que sigue inmediatamente: el de la predicación de Jesús en la sinagoga de Nazaret. El texto dice:
Y fue a Nazaret, donde se había criado, y entró, según su costumbre, el día de sábado en la sinagoga y se levantó a leer. Y le fue entregado el libro del profeta Isaías; y abriendo el libro encontró el lugar en que estaba escrito: "El Espíritu del Señor está sobre mí, pues me ha ungido; para anunciar una buena nueva a los pobres me ha enviado, para pregonar a los cautivos remisión, y a los ciegos vista; para enviar con libertad a los oprimidos, para proclamar un año de gracia del Señor" (Is 61,1-2; 58, 6). Y enrollando el libro lo entregó al servidor y se sentó. Y los ojos de todos en la sinagoga estaban clavados en El. Y comenzó a decirles: "Hoy se ha cumplido esta escritura en vuestros oídos (=delante de vosotros)". Y todos daban testimonio a su favor y se maravillaban de las palabras de gracia que salían de sus labios, y decían: "¿No es éste el hijo de José?" (4,16-22).
Es innegable que esta escena está revestida de una grandiosa solemnidad —obsérvese, por ejemplo, el dato de que "los ojos de todos estaban clavados en él"—, que en ella tenemos un comienzo solemne del ministerio de Jesús. Y en este caso estamos seguros le que la solemnidad de la presentación es obra del evangelista Lucas, que pone así su arte de escritor al servicio de la catequesis cristiana. En hipótesis cabría decir: si San Lucas quería narrar los hechos de la vida de Jesús, y uno de los prime-
ros fue su predicación en Nazaret, su relato no es obra literaria, sino reflejo fiel de los hechos. Pero tenemos motivos para pensar que la cosa no es tan simple. Esta página de San Lucas es una de las más adecuadas para hacer ver cómo él, y los demás autores de Evangelios, son a la vez historiadores y evangelistas.
También los otros dos Evangelios sinópticos contienen una escena de Jesús predicando en la sinagoga de Nazaret, pero se diferencian de San Lucas en dos cosas: por un lado colocan la escena no al comienzo del ministerio de Jesús, sino más bien hacia el final de su actividad en Galilea; por otro, su relato es más breve que el de San Lucas, y su brevedad se debe sobre todo a que no contienen el pasaje que hemos ofrecido, el que habla de la lectura de Isaías por Jesús y su afirmación de que la profecía se estaba cumpliendo delante de sus oyentes. Se podía pensar que el episodio tuvo lugar al comienzo del ministerio, y que San Marcos y San Mateo lo han desplazado más adelante. Pero hay otros casos en que es muy claro que San Lucas cambió de lugar una escena porque con ello lograba una mejor presentación literaria o un mayor efecto catequético; y esto es, sin duda, lo que hizo en la escena de la predicación de Jesús en Nazaret.
El evangelio de San Marcos, que fue la fuente principal que utilizó San Lucas para componer el suyo, hablaba al comienzo en términos generales de la predicación de Jesús en Galilea, y más adelante narraba el episodio de la predicación en la sinagoga de Nazaret. El escritor y evangelista Lucas vio, por una parte, que aquel modo de comenzar el relato del ministerio de Jesús era demasiado vago y literariamente poco expresivo, y lo sustituyó por un ejemplo concreto: el de la predicación de Jesús en Nazaret. Por otra parte, San Lucas, utilizando otro material que le ofrecía la tradición o redactando de su propia mano, convirtió la escena de la sinagoga de Nazaret en una proclamación solemne de lo que representaba en el plan de Dios la predicación y la obra de Jesús. Y de
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esta manera compuso una escena que es a la vez un acierto literario y catequético: el lector aprendía así desde la primera página el sentido de todo lo que leería después en el libro sobre Jesús.
Antes de terminar el comentario a esta primera página de San Lucas debemos señalar un dato interesante. Según nos dice una antigua tradición eclesiástica, que es confirmada por el análisis de sus dos libros, San Lucas era un gentil, probablemente de Antioquía, que trabajó luego con San Pablo en la predicación del Evangelio a los gentiles. De ahí su interés por destacar el carácter universalista del Evangelio de Jesucristo. Y, sin embargo, como lo vemos claramente en su relato de la predicación de Jesús en Nazaret, no ha roto con la tradición judía. Su presentación solemne de la predicación de Jesús está hecha, como las de San Marcos y San Mateo, con una cita del Antiguo Testamento. De modo semejante, San Pablo, cuando escribe a comunidades compuestas quizá exclusivamente de cristianos de origen gentil, como las de Galacia o Corinto, apoya sus afirmaciones con argumentos tomados de la Escritura Sagrada judía, el Antiguo Testamento, e incluso utiliza razonamientos característicos de los escribas judíos y totalmente extraños al pensamiento griego. Esto tiene una explicación muy sencilla: el núcleo del Evangelio que predica la Iglesia, la vida, muerte y resurrección de Jesús, es, como dice San Lucas con su escena de Nazaret, el cumplimiento de cuanto Dios había anunciado por medio de sus profetas, la realización de la prolongada espera que llena los días y las páginas del Antiguo Testamento. Jesús es inconcebible sin el Antiguo Testamento y la tradición judía.
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5. Historia y catequesis en los evangelios.
Este análisis de tres páginas evangélicas nos pone en condiciones de entender qué clase de libros son los evangelios, y a la vez de explicarnos sus divergencias dentro de su gran parecido. Los evangelistas quieren narrar una historia, la historia de Jesús de Nazaret; pero al verdadero significado de esta historia sólo se llega por la fe. Veíamos, por ejemplo, cómo San Mateo no se limita a decir que Jesús volvió del desierto a Galilea y comenzó a predicar, sino dice: "Fue a habitar a Cafarnaúm, la marítima, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliese lo anunciado por el profeta Isaías..." Así San Mateo narra un hecho real, que ningún crítico pondrá en duda: que Jesús desarrolló la mayor parte de su ministerio en Galilea, teniendo como centro la ciudad de Cafarnaúm. Pero al narrar este hecho con palabras del profeta y decir luego que éstas se cumplen en ese hecho, está proclamando algo que sólo pueden ver los ojos de la fe.
Los evangelistas narran como predicadores y catequistas que quieren llevar a la fe en Jesús o mantenerla viva. De ahí que en gran parte, como en las tres distintas presentaciones del comienzo del ministerio de Jesús, su relato sea más bien un canto, no una narración prosaica. Así nos lo ha hecho ver el arte literario que ponían en la presentación estos humildes escritores que son los evangelistas.
El Nuevo Testamento utiliza muchos títulos para nombrar a Jesús: Hijo de Dios, Hijo del Hombre, Hijo de David, Mesías-Cristo, Señor, Siervo de Dios, Sumo Sacerdote, Cordero y otros. Esta riqueza de títulos nos está diciendo: el misterio y la riqueza que encierran la persona y la obra de Cristo son tan grandes, que para expresarlos el lenguaje humano se ve forzado a movilizar todos sus recursos. Lo mismo ocurre con las primeras pá-
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ginas de los evangelios sinópticos que hemos comentado: las tres nos presentan al mismo Jesús, pero de modo distinto, con recursos literarios distintos. Para nosotros, esta variedad de presentaciones no es un engorro, sino una gran ventaja: en ella tenemos diversos caminos para llegar a entender el misterio de Jesucristo, Hijo de Dios, y su obra salvadora; y a la vez diversos medios para mantenernos en la fe en él. Y esta fe hará, como dice San Juan al final de su evangelio, que tengamos vida en su nombre.
MARIANO HERRANZ MARCO
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EL MUNDO DE LOS EVANGELIO
PONCIO PILATO, PROCURADOR DE JUDEA
"Padeció bajo el poder de Pondo Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado" (del Credo).
Entre los personajes que forman el mundo de los evangelios, el más conocido es, sin duda, Poncio Pilato: repetimos su nombre cada vez que rezamos el Credo. Este hecho tiene una importancia enorme para entender una peculiaridad esencial de la fe cristiana. Nuestra fe en Dios Padre de todos los hombres y creador de todas las cosas es compartida por otros creyentes no cristianos. Lo mismo ocurre con nuestra fe en la vida eterna e incluso en la resurrección de los muertos. Pero el cristiano se distingue de esos creyentes en que ciertas verdades que sólo puede conocer por la fe las afirma de un hombre llamado Jesús, del que —casi con las mismas palabras del Credo— el historiador pagano Tácito dice que fue crucificado por Poncio Pilato en tiempo de Tiberio.
De ese Jesús que padeció bajo el poder de Poncio Pilato el cristiano confiesa en el Credo: "Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo...; al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios, Padre todopoderoso". Todo esto pertenece al dominio de la fe; por eso el historiador, que sólo puede
ocuparse de acontecimientos humanos controlables por la ciencia histórica, no podrá decirnos nada sobre ello; como un ingeniero de Caminos no sabría decirnos cómo hacer una operación de riñon.
Pero todo esto nuestra fe lo proclama de Jesús de Na-zaret, muerto en la cruz por sentencia del procurador de Judea, Poncio Pilato, siendo emperador de Roma Tiberio. Y de esto sí que puede hablarnos el historiador: se trata de un acontecimiento de la historia humana, en el que intervienen figuras humanas y del que poseemos suficiente documentación. Esto es lo que suele llamarse carácter histórico de la revelación cristiana del contenido de la fe del cristiano, uno de cuyos más viejos compendios es el Credo que aprendimos de niños. Por eso el conocimiento del mundo en que se desarrolla esa historia es en cierto modo esencial a la fe cristiana; al menos es preciso afirmar que una profundización en esta fe exige un mejor conocimiento de ese mundo que sirve de marco a la revelación cristiana.
1. Judea administrada por procuradores.
En otoño del 63 a. C , tras un breve asedio, Pompeyo se apoderaba de Jerusalén. Poco antes, el general romano había liquidado los últimos restos del reino de Siria, con lo que todo el territorio, desde el Eufrates hasta Egipto, quedaba convertido en provincia romana. En realidad, las tropas de Pompeyo y el poder de Roma no entraron en Palestina como conquistadores, sino como pacificadores: el minúsculo reino creado por la dinastía asmonea —de la que el pueblo tenía muy malos recuerdos— se hallaba sometido, como el de Siria, a esa epidemia que son las luchas intestinas, fomentadas por la pluralidad de pretendientes a la corona. Terminadas las operaciones militares, Pompeyo pone el gobierno del pueblo judío en manos de Hirca-no II, el pretendiente que se había mostrado más flexible a los intereses y deseos de Roma, pero no con el título de
rey, sino con el sencillo de etnarca (=jefe del pueblo). El otro, su hermano Aristóbulo, es enviado a Roma para que forme parte de la comitiva en el desfile con que se celebrará el triunfo de Pompeyo. Con esto Pompeyo venía a realizar los deseos del grupo fariseo, el más popular, hostil a una monarquía secular y con ambiciones políticas, como habían sido los asmoneos.
Siguen los turbulentos años de la guerra civil entre Pompeyo y Julio César, los no menos agitados —sobre todo en el Oriente próximo— del triunvirato; hasta que, desaparecidos Pompeyo primero y luego Julio César y Marco Antonio, queda como único señor Cayo César Octaviano. Del 13 al 15 de agosto del 29 a. C , Octaviano celebra en Roma su triunfo tras poner en orden la situación en Egipto y Siria. En enero del 27, el gran pacificador abdica sus poderes, pero debe asumirlos otra vez a petición del Senado, que ratifica su imperium y lo consagra otorgándole el sobrenombre de Augusto (=Venerable), título de índole religiosa que coloca al emperador por encima de la humanidad y le confiere un carácter sagrado.
Asegurado así, con plena legalidad, su mando, Augusto deja en manos del Senado el gobierno de las provincias tranquilas y prósperas del interior del vasto territorio controlado ahora por Roma y se reserva el gobierno de las provincias de la periferia, que por su lejanía de la capital y su cercanía a los pueblos bárbaros exigían la presencia de las legiones; naturalmente, se reserva también el mando supremo de las tropas.
Una de estas últimas provincias —llamadas imperiales por oposición a las primeras, llamadas senatoriales— es la de Siria, que es gobernada por un "legado de Augusto". Pero junto a provincias gobernadas directamente, el Imperio comprendía territorios que Roma administraba por medio de nativos, es decir, reyes, etnarcas o sacerdotes que reconocían la autoridad de Roma, servían a los intereses de la política imperial, pero gobernaban el país de acuerdo con las leyes propias. Estos príncipes locales disponían de
un ejército propio, con lo cual contribuían a garantizar la paz del Imperio o lo apoyaban en sus guerras, sin que con ello se aumentasen los gastos del tesoro público. El reino de Herodes el Grande (37-4 a. C.) es el tipo de estos Estados incorporados en el sistema administrativo, estratégico y defensivo del Imperio Romano.
Julio César y Marco Antonio lograron convencer al Senado de que debían nombrar a Herodes rey de Judea, a pesar de no pertenecer a la dinastía tradicional. A la muerte de Marco Antonio, Herodes necesitó toda su audacia y habilidad para conservar la corona. Consciente de que, a pesar de su cetro y su diadema, y su título de rey "aliado" (socio) de Roma, se hallaba totalmente a merced del emperador, hizo fastuosa ostentación de su afecto y fidelidad a Augusto: a las dos grandiosas ciudades que fundó, Cesárea y Sebaste (=Augusta), les dio el nombre de su señor, y en cada una de ellas le hizo construir un templo. Todo esto pesó sin duda en el ánimo del emperador para que, al morir Herodes, ratificase su testamento y, de acuerdo con él, repartiese su reino entre sus tres hijos, Arquelao, Herodes Antipas y Filipo, aunque negándoles el título de rey y haciendo que se resignasen con el de tetrarca (=jefe de un cuarto, una parte del territorio). Al hacer esto, Augusto no atendió las peticiones de una embajada del pueblo judío de Palestina, que acudió a Roma para suplicar al emperador que los librase de los hijos de Herodes, cuyas crueldades hacían temer que sus hijos seguirían el mismo camino, y fuese Roma la que se encargase del gobierno del país.
El año 6 de nuestra era, décimo de su etnarcado, Arquelao es llamado a Roma, depuesto y desterrado a las Galias, donde murió antes del 18. Según el historiador judío Flavio Josefo, la causa de su caída fue el descontento del pueblo por el trato opresivo que recibía y la irritación de los grupos piadosos ante la conducta inmoral de Arquelao: había tomado como mujer a Glafira, cuñada suya, repudiada por Juba II de Numidia, con el que se había casado tras la
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muerte de su primer marido, Alejandro —un hermano de Arquelao—, del que había tenido hijos. Pero parece muy probable que la acción enérgica de Augusto contra Arquelao fue motivada también —y quizá más— por razones políticas: las monedas acuñadas por el tetrarca y su comportamiento denuncian un descuido intencionado de sus deberes de vasallaje frente al emperador. Acostumbrado a las adulaciones y ostentosas muestras de afecto del padre, Augusto debió encontrar muy frío y sospechoso el proceder de los hijos. Quizá los tres fueron objeto de recelo, pero Antipas y Filipo pudieron disiparlo y salvarse, mientras Arquelao perdió lo que sin duda consideraba poco para un hijo de Herodes.
La sentencia de Augusto contra Arquelao incluía la confiscación de sus bienes. Para llevarla a cabo se presenta en Cesárea el legado de Siria, Quirino, al que acompañaba Coponio, que se hará cargo del gobierno de Judea, Samaría e Idumea—los territorios de la tetrarquía de Arquelao—; éste será el primer procurador de Judea, cuyo territorio es anexionado a la provincia de Siria como una provincia de rango inferior. El quinto de estos procuradores será Poncio Pilato, que representa a la autoridad romana en Judea los años 26-36 d. C , durante los cuales tienen lugar el ministerio público y la muerte de Jesús.
2. Los poderes de un procurador.
El proceso de Jesús en un tribunal romano de provincias no es un caso aislado en el Nuevo Testamento: en los Hechos de los Apóstoles, aparte otras acciones judiciales menores, tenemos un proceso de San Pablo ante el gobernador de una provincia senatorial, el procónsul Galión, en Corinto, y otro largo proceso en Judea en el que intervienen dos procuradores, Félix y Festo. Para entender estos relatos de procesos y valorar su historicidad es necesario saber cómo era el gobierno de las provincias en esta época
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imperial, cuáles eran los poderes de un gobernador romano y qué sistema de jurisdicción aplicaba (1).
En los primeros tiempos del Imperio, a partir del 14 d. C, existían tres clases de gobernadores: los procónsules, que tenían a su cargo las provincias senatoriales, es decir, controladas por el Senado, y eran relevados cada uno o dos años; los legados imperiales, responsables del gobierno en los grandes territorios que por su cercanía a las fronteras del Imperio exigían la presencia continua de tropas y el control directo del emperador —así ocurría en Siria, amenazada por los belicosos partos de Mesopota-mia—; y finalmente los prefectos, llamados más tarde procuradores, que ejercían el poder imperial en ciertas provincias de menor importancia militar —como Egipto y Judea—, pero que se hallaban también bajo el control directo del emperador. Los procónsules y legados eran escogidos de entre los miembros de la clase senatorial; los prefectos, de entre los que formaban la segunda clase, la ecuestre, de la alta sociedad romana.
Los procónsules y legados poseían el poder denominado imperium, una especie de plenos poderes—aunque siempre en dependencia de la autoridad superior que los nombraba, el Senado o el emperador— que comprendían todas las formas de autoridad necesarias para mandar tropas, hacer la guerra, llevar los asuntos civiles y realizar todo lo relativo a la administración de justicia. Eran los mismos poderes que, en los viejos tiempos de la república, poseían los magistrados anuales de Roma, los cónsules y pretores. Este poder daba a los gobernadores de provincias el control absoluto de las vidas, las personas y las propiedades de todos los subditos provincianos que no eran ciudadanos romanos. La única limitación a este poder era la impuesta por la ley romana de extorsión, que prohibía a los gobernadores y oficiales romanos tomar o exigir para sí dinero o propiedades de sus subditos de provincias. En todo lo demás, la autoridad y la
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jurisdicción de los gobernadores sobre los subditos de provincias no conocían trabas.
En algunos casos, los prefectos ecuestres habían surgido como oficiales subordinados que actuaban bajo la autoridad de los legados imperiales. A causa de este carácter subordinado, su autoridad estaba limitada en algunos aspectos. Pero cuando sus provincias recibieron la categoría de entidades políticas independientes, esta tercera clase de gobernadores gozó de los mismos poderes que los procónsules y los legados; en el gobierno y la administración de justicia actúan, dentro de sus provincias, como los legados y procónsules en las suyas. Por las inscripciones sabemos que los procuradores abrían caminos militares o comerciales, forticaban las poblaciones mal defendidas, delimitaban los territorios entre dos partes en litigio, construían acueductos.
A este grupo pertenecía el prefecto de Judea, que después del 44 d. C. era llamado "procurador". Estos eran, por tanto, los poderes de Poncio Pilato. La única limitación en sus poderes absolutos consistía en que el legado de la provincia adyacente, Siria, que tenía el mando del principal ejército romano en Oriente, debía responder del mantenimiento del orden público en Judea en tiempos de insurrección, ayudando al prefecto en caso necesario o interviniendo contra él si la alteración del orden era obra suya, no del pueblo. Está, pues, acertado F. Josefo cuan-dice que, con Quirino, fue enviado a Judea Coponio, un miembro de la clase ecuestre, para que gobernase a los judíos con plena autoridad" (Ant. 18, 2).
En los relatos evangélicos del proceso de Jesús, Pilato aparece llevando personalmente la acción judicial. Esto llama más la atención en Jn, donde el relato del proceso romano es más largo que en los sinópticos. Este silencio sobre colaboradores del procurador, que deberían encargarse, por ejemplo, en los interrogatorios, etc., se ha atribuido a ignorancia de los evangelistas: como los evangelios —se dice— fueron compuestos muchos años después
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de los hechos, sus autores carecían de información suficiente. Esta afirmación es totalmente infundada; como otras muchas, se basa en una desorbitación de los datos del texto escrito. En primer lugar, los evangelistas pudieron simplificar en este punto como hacen en otros muchos —y con lo cual sólo se demuestra que los evangelistas fueron "escritores"—y atribuir a Pilato palabras y acciones que en realidad no pronunció o hizo personalmente, sino por medio de sus oficiales o servidores. Pero, en segundo lugar, quizá los evangelistas no estilicen demasiado cuando presentan a Pilato llevando personalmente las acciones del proceso. Así nos lo hará ver la manera de llevar los gobernadores romanos la administración de justicia en las provincias.
Ordinariamente, los gobernadores sólo contaban con uno o dos asistentes de rango y capacidad semejantes a los suyos, que pudieran compartir con ellos las tareas administrativas y judiciales al más alto nivel. El prefecto de Egipto, que era un país de gran extensión, y algunos procónsules tenían tres asistentes de este tipo. En cambio, los prefectos ecuestres de provincias menores no tenían ninguno. Todo el trabajo que exigía la sanción del impe-rium debía ser realizado por el propio prefecto. El resultado de esta penuria de personal era que, en todas las provincias, el número de causas que los gobernadores podían llevar directamente era limitado. La mayor parte de las tareas de gobierno, tanto administrativas como judiciales, eran realizadas por los municipios, sus concejos y magistrados, que eran las unidades en que se subdividían los provincias. Los gobernadores se reservaban los poderes esenciales de los que dependía el mantenimiento del orden, y dejaban los asuntos de menor importancia a los municipios. Como ilustración de este régimen de gobierno he aquí un edicto de los magistrados de Efeso, capital de la provincia de Asia y residencia del procónsul correspondiente, de mediados del siglo I a. C:
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Bajo la pritanía de Menófilo, el día primero del mes de Artemision (=24 de marzo), a propuesta de los magistrados, el pueblo decretó y Nicanor de Eufemo proclamó: Puesto que los judíos de la ciudad han pedido al procónsul Marco Junio Bruto, hijo de Poncio, poder guardar sus sábados y hacer todas las cosas que establecen sus costumbres nativas sin que nadie se lo impida, y el procónsul ha concedido la petición, el concejo y el pueblo, dado que el asunto interesa a los romanos, ha decretado que ningún judío sea impedido de guardar el día de sábado, ni sea multado por ello, sino que se les permita hacer todas estas cosas según sus propias leyes (F. Josefo, Ant. 14, 263-264).
El decreto se ocupa de un problema menor: la tolerancia frente a las creencias y prácticas religiosas de la comunidad judía. Esta ha recurrido a la autoridad superior, el procónsul Marco Junio Bruto, que concede la petición; pero de dar las órdenes oportunas y urgir su cumplimiento no se encarga él, sino el concejo de la ciudad. Por eso es éste el que promulga el edicto.
Los juicios sobre delitos que estaban castigados con pena de trabajos forzados en las minas, destierro o muerte, eran de la competencia exclusiva del gobernador. Ni siquiera los gobernadores asistentes, que se ocupaban de mucha jurisdicción civil, podían intervenir en casos de delitos graves o imponer la pena de muerte; y este poder, normalmente, nunca fue concedido a los tribunales locales de los municipios. Esto obedecía en parte a razones políticas. Las ciudades griegas de las provincias orientales estaban con frecuencia divididas en facciones, proromanas unas, anti-romanas otras, que, de no haber mediado el severo control de la autoridad superior, habrían aprovechado sus poderes en el gobierno local para destruirse mutuamente. Los romanos no podían permitir que sus amigos políticos sufrieran daño en sus vidas o haciendas por obra de sus enemigos. La única excepción a esta regla estaba representada por las escasas "ciudades libres", que poseían una autonomía local casi completa
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como premio al sustancial apoyo que habían prestado a los intereses de Roma en el pasado. En Judea no había ninguna "ciudad libre": era la provincia más desgarrada por luchas políticas entre nacionalistas y sectarios de diferentes tipos, para los cuales los pocos que apoyaban al régimen de Roma eran anatema.
De nuevo va a ser Efeso donde vamos a ver el funcionamiento de este sistema de administración de justicia. En Hch 19, 23-40, San Lucas hace un dramático relato, salpicado de hábiles pinceladas de humor, del motín de los plateros contra San Pablo. La multitud, azuzada por Demetrio y los de su gremio de platería religiosa, se congrega en el teatro y está vociferando dos horas contra el apóstol, que pone en peligro con su predicación el culto de la gran diosa Artemis. Cuando la turba se calma, el escriba o secretario del concejo llama a todos al orden y remite las partes contendientes al tribunal que corresponda:
Si Demetrio y los artesanos, sus compañeros, tienen querella contra alguien, audiencias judiciales se celebran y procónsules hay: presenten acusación unos contra otros. Y si tenéis alguna ulterior demanda que hacer, en la asamblea general se proveerá. Pues corremos peligro de ser acusados de sedición por ésta de hoy; sobre lo cual no podemos dar razón que justifique este concurso tumultuoso (19,38-39).
Hay, pues, un tribunal del gobernador romano, el procónsul, y un tribunal local, el de la asamblea del concejo, que se reunía tres veces al mes. El secretario recomienda a los alborotados que, según la índole del delito, recurran a uno u otro.
Pero si los prefectos contaban con muy poco personal auxiliar para el desempeño de sus funciones civiles, no ocurría lo mismo en la esfera miltar. Por lo que se refiere a Judea, autoridad romana significaba presencia de tropas. Es significativo el hecho de que los únicos oficia-
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les romanos que aparecen en los evangelios y Hechos, aparte el prefecto, son los centuriones Cornelio y Julio en Cesárea (Hch 10,1; 27,1), el tribuno Claudio Lisias que tenía a su mando la cohorte de guarnición en Jeru-salén, y el centurión anónimo que asiste a la crucifixión de Jesús. (El centurión de Cafarnaúm, de que hablan Le 7,1-10 y Mt 8, 5-13, no pertenecía a las tropas de Pi-lato, sino al ejército de Herodes Antipas.)
Los regimientos que tenía a su mando el procurador estaban concentrados en Cesárea, la capital administrativa de la provincia, donde, en el antiguo palacio de Herodes, el procurador tenía su pretorio. En Jerusalén, donde eran frecuentes las grandes concentraciones de masas con ocasión de las fiestas de peregrinación, y con ello el peligro de motines, permanecía siempre de guarnición una cohorte (=600 hombres, la décima parte de una legión). Por eso el procurador acudía a Jerusalén en estas ocasiones, llevando, como es natural, tropas de refuerzo.
3. ¿Quién era Poncio Pilato?
Aparte su responsabilidad en el proceso de Jesús, los evangelios sólo nos dan dos leves informaciones sobre Pilato. En Le 13, ls, Jesús alude a una acción enérgica de Pilato, es _decir, de sus tropas, en el recinto interior del templo, a consecuencia de la cual murió un grupo de galileos. Resulta difícil precisar las circunstancias que provocaron esta acción. Probablemente se trató de un intento, real o aparente, de sedición o protesta política; y las tropas del procurador, que desde la torre Antonia y los pórticos vigilaban la gran explanada del templo, intervinieron rápidamente para sofocarlo. Se ha sugerido que el hecho ocurrió la víspera de la Pascua, y más concretamente de la segunda Pascua en la vida pública de Jesús, poco antes de la cual tuvo lugar la multiplicación de los panes (Jn 6,4). Unos galileos en el templo de Jerusalén
son, naturalmente, peregrinos que acuden a la fiesta. Según J. Blinzler, estos peregrinos pudieron ser galileos que habían participado en el pan milagroso; una torcida interpretación del hecho los llevó a una excitación mesiánico-política, semejante a otras que nos describe F. Josefo y que también fueron reprimidas con mano dura por los procuradores. No obstante, es posible también que se tratara de galileos que no tenían nada que ver con Jesús, sino con el movimiento religioso-político de los celotas, cuyo iniciador fue precisamente Judas el Galileo, en los primeros años del siglo I.
El otro dato nos lo ha conservado sólo Mt: Pilato tiene consigo a su mujer. De ello nos enteramos cuando, en 27,19, dice que, estando el procurador sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: "No hagas ningún mal a ese justo, pues he sufrido mucho hoy en sueños a causa de él". No podemos entrar aquí en la discusión sobre la historicidad de esta noticia.
En tiempo de Tiberio, los gobernadores de las provincias podían llevar consigo a sus mujeres. Según Suetonio (Aug. 24), Augusto había prohibido que los gobernadores tuvieran consigo a sus mujeres; sólo permitía una visita en los meses de invierno. Pero en tiempo de Tiberio esta prohibición no se respetaba. Sabemos, por ejemplo, que, ya a la muerte de Augusto, Germánico tenía consigo a su mujer, Agripina, en Germania; y a comienzos del reinado de Tiberio lo acompañó a Oriente (Tácito, Anales 1, 40; 2, 55). Por la misma época, Pisón se halla en Oriente acompañado de Plancina, su mujer. Si se tiene en cuenta que Augusto relevaba con frecuencia a los gobernadores, mientras Tiberio los mantenía mucho tiempo en el cargo, la dificultad de respetar la prohibición de Augusto hubiera sido mayor.
El año cuarto del consulado de Tiberio (21 d. C.) hubo un intento de volver a la práctica anterior. Cecina Severo, siguiendo órdenes de Tiberio, pidió al senado que
a todo general o magistrado que marchase a provincias se le impidiese llevar consigo a su mujer. Los motivos de este proyecto de ley no eran políticos, sino personales: el feroz resentimiento de Tiberio contra Agripina, viuda de Germánico (2). En su discurso, Cecina describió con tintas negras la perniciosa influencia de la mujer sobre los gobernadores y, aludiendo claramente a Agripina, habló de las esposas dominantes que "se pasean entre los soldados y dan órdenes a los centuriones" (Tácito, An. 1, 69). Le replicó Valerio Mesalino, que defendió con fogosa elocuencia a las mujeres y lanzó a Tiberio la indirecta envenenada de que también Livia, la esposa de Augusto, acompañaba a su marido en sus viajes políticos y guerreros. La discusión terminó aquí; Tiberio no quiso insistir, y las cosas siguieron como estaban. Lo más natural, por tanto, es que Pilato tuviera consigo a su mujer. Según la leyenda posterior, ésta se llamaba Prócula.
Sobre la actuación de Pilato en el proceso de Jesús ningún autor antiguo nos da más información que los Evangelios. En Hechos tenemos simples alusiones a ella, y del mismo tipo son las escuetas noticias de los historiadores paganos. En otra ocasión nos ocuparemos del Pilato que encontramos en los Evangelios. Ahora queremos reunir los datos que sobre su persona nos ofrecen las demás fuentes, escasas y no muy explícitas, que hablan de él.
a) La inscripción de Cesárea.—En 1961, una misión arqueológica italiana que trabajaba en las ruinas de Cesa-rea, que como hemos dicho fue lugar de residencia de los procuradores, descubría una inscripción latina mutilada en que aparecía el nombre de Pilato. El que la inscripción no haya llegado a nosotros completa se debe a que la piedra en que está grabada no ha aparecido en su lugar original, sino en las ruinas del teatro romano: en una fecha posterior a la construcción de éste, con ocasión de unas reformas realizadas en él, la piedra en que Pilato había hecho esculpir la inscripción fue reutilizada,
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y para ello "trabajada" por los canteros. Las tres líneas incompletas que se salvaron del martillo dicen así:
... S TIBERIEUM ...PONTIUS PILATUS
...PRAEFECTUS IUDAEAE
Por el tamaño de las letras (6 y 7 cm. de altura) se puede deducir que la inscripción se hizo para ser colocada a cierta altura. En ella se decía que Poncio Pilato, prefecto de Judea, había construido un Tiberieum. No es posible determinar la índole exacta de esta construcción, pero el nombre permite afirmar que con ella Pilato quiso honrar a Tiberio y así asegurarse su simpatía. Pudo tra-trase de una plaza con soportales, o algo semejante. Al mismo tiempo que honrar a Tiberio, con esta construcción Pilato pudo querer conciliarse con los habitantes de Cesárea, si la obra se realizó después de alguno de los incidentes que conocemos por Filón y F. Josefo.
Lo que sí nos dice con claridad esta mutilada inscripción es cuál era el título de Pilato: prefecto de Judea. Tácito, que escribía a finales del siglo I y comienzos del II, lo llama "procurador". Flavio Josefo, que escribe en griego y es contemporáneo de Tácito, utiliza dos términos para designar el cargo de los que, como Pilato, representaron a la autoridad romana en Judea: epitropos, "procurador", y epárchos, "prefecto". Como no es posible poner en duda la exactitud de la inscripción—está en latín y se grabó sin duda por orden del propio Pilato—, se ha de reconocer que cuando Tácito y Josefo lo llaman procurador están aplicando a una época anterior un título que se generalizó en fecha posterior, según algunos autores desde la época de Claudio (c. 44 d. C). A pesar de la escasa información que nos da, esta inscripción hace que la persona de Poncio Pilato aparezca ante nuestros ojos con mayor realismo, como un verdadero personaje de carne y hueso que ocupa un lugar, aunque pequeño,
en la historia de la Roma imperial, que sirve de marco al acontecimiento, ya no tan pequeño, de la muerte de Cristo.
b) Las monedas de Pilato.—Los procuradores romanos de Judea podían acuñar moneda, pero sólo piezas pequeñas de bronce, destinadas a la circulación local. La moneda mayor era acuñada directamente por Roma. Los
Pequeña moneda de cobre de Pilato notablemente ampliada. En la de la izquierda, el "lituus" o bastón de los augures.
ejemplares que nos han llegado son de fabricación muy tosca, obra de artesanos locales; tienen un diámetro de un centímetro y medio, y representan la moneda de menor valor: un lepton, según la terminología griega; un cuadrante, es decir, la cuarta parte de un as, según la terminología romana.
En las monedas acuñadas por los procuradores anteriores a Pilato no hay nada que recuerde la tradición romana: los dibujos grabados son la espiga, la palma, la palmera, el cuerno de la abundancia, la jarra de dos asas, la corona; es decir, cosas que evocan la Ley mosaica o el formulario helenístico. Las de Pilato, en cambio, introducen símbolos romanos: la corona de laurel, el lituus (=bastón con empuñadura encorvada, empleado por los sacerdotes en los augurios) y el simpulum (=pequeña copa con que se libaba el vino en los sacrificios; por eso
las mujeres dedicadas a las cosas divinas eran llamadas "simpulatrices"). Como estos emblemas evocaban un culto pagano, y los judíos se mostraron siempre tenaces en exigir respeto a sus sentimientos religiosos, se ha querido leer en estas monedas de Pilato una actitud provocadora frente a sus subditos, la misma que suponen claramente los episodios que narran Filón y Josefo. Tendríamos así, en el lenguaje mudo de las monedas, una confirmación del Pilato orgulloso y desafiante que nos describen los escritores judíos.
Sin embargo hay motivos para recelar de esta lectura de una actitud fuertemente provocadora en las monedas acuñadas por Pilato. Para que esa lectura fuese segura sería preciso que los dibujos de estas monedas constituyesen verdaderamente una novedad y un caso único en Judea; y más bien debemos decir que no hubo tal novedad ni se trató de un caso único. Ya Herodes el Grande, en los últimos años de su vida, hizo grabar en sus monedas el águila imperial. Poco después de Pilato, Agripa I, el ídolo de los fariseos —para congraciarse con las autoridades judías hizo decapitar a Santiago y encarcelar a San Pedro (Hec 12,1-3)—•, acuñaba monedas en las que aparecía la cabeza del César. Y monedas de este tipo, es decir, con la efigie de un hombre, debían herir los sentimientos religiosos de los fariseos mucho más que el dibujo impreciso del vaso de las libaciones o el bastón de los augures. Por otra parte, entre las monedas de los procuradores hay algunas del mismo tipo que las de Pilato y que con grandísima posibilidad fueron acuñadas por Valerio Grato, el predecesor de Pilato, que ocupó el cargo más de diez años. Pilato, por tanto, pudo ser intransigente y poco comprensivo ante las peculiaridades de la religiosidad judía, pero por sus monedas sólo no podemos afirmarlo.
c) Los escritores judíos: Filón de Alejandría y Fla-vio Josefo.—Los dos únicos autores antiguos que nos dan
noticias de cierta extensión sobre Pilato son los judíos Filón de Alejandría, que nació el año 20 a. C. y murió a mediados del siglo I y Flavio Josefo, que nació el año 37/38 d. C. y escribió sus obras en los últimos veinticinco años del siglo I. Pero estos autores no nos han legado una biografía completa, aunque breve, de Pilato, sino simplemente el relato de unos pocos episodios de su actividad como procurador de Judea. (Los textos pueden leerse en el apéndice.) Nada nos dicen, por ejemplo, de su origen y su carrera política antes de ocupar su cargo en Judea. Muy probablemente, el famoso procurador pertenecía a la vieja familia samnita de los Poncios, que destacó en las guerras que la pequeña república romana debió sostener en los siglos IV y III a. C. con los belicosos pobladores de Samnio, el territorio montañoso al sureste del Lacio. Dos siglos más tarde, cuando el territorio samnita estaba ya totalmente integrado en la unidad política creada por Roma, un miembro de esta familia, L. Poncio Aquilio, tomó parte en el asesinato de Julio César. Otros Poncios alcanzaron en tiempo de Tiberio el consulado. Podemos afirmar, por tanto, que Poncio Pilato pertenecía a la clase ecuestre, como correspondía a los gobernadores de provincias menores y como dice explícitamente Josefo del primer procurador de Judea, Coponio.
De los cuatro episodios que narran Filón y Josefo, dos denuncian sin duda en Pilato una actitud despectiva e e intolerante hacia los judíos: el de las enseñas introducidas en Jerusalén y el de los escudos votivos, colocados en el palacio de Herodes, es decir, dentro también de la ciudad santa. En el primero, Pilato se muestra además terco e inflexible en sus resoluciones. Esta actitud de dureza frente a los sentimientos religiosos judíos choca con la política tolerante que habían seguido los gobernantes anteriores y que practicaron también muchos de los que siguieron. Veamos algunos ejemplos de esta actitud comprensiva, que nos permitirán percibir lo anormal del proceder de Pilato.
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El 44 a. C , Dolabela, gobernador de Siria, que por un tiempo debió atender la provincia de Asia, escribe a las autoridades de Efeso, capital de la provincia:
Alejandro, sumo sacerdote y etnarca de los judíos, me ha explicado que sus correligionarios no pueden servir en la milicia porque no les es lícito llevar armas ni caminar en día de sábado, ni les es posible procurarse los alimentos nativos a que están acostumbrados Yo, pues, de igual modo que los gobernadores que me han precedido, les concedo la exención del servicio militar y les permito seguir sus costumbres nativas y reunirse ipara ¡os ritos sagrados y santos de acuerdo con su ley, y hacer ofrendas para sus sacrificios. Y es mi deseo que vosotros escribáis estas instrucciones a las diversas ciudades (Josefo, Ant. 14,225-227).
Otros decretos de la autoridad romana o de las autoridades locales —muchas veces por imposición de las romanas— hablan de los derechos de los judíos a tener sinagogas y celebrar reuniones, a administrar justicia en tribunales propios y según sus leyes, e incluso a que los oficiales del mercado se ocupen de que en él haya alimentos que los judíos están autorizados a comer. En algún caso se especifican las multas que deberán pagar los que impidan a los judíos el ejercicio de estos derechos. Por lo que se refiere al respeto de Roma al sentimiento religioso judío dentro de Palestina, el caso más expresivo es el privilegio de castigar con la muerte a los gentiles, incluso ciudadanos romanos, que penetrasen en el recinto interior del templo.
Dentro de esta política de respeto a las exigencias religiosas de los judíos merece citarse también el gesto de Vitelio, el legado de Siria que se encargó de deponer a Pilato y enviarlo a Roma. Unos años sólo después de la muerte de Jesús, Vitelio acudió en ayuda de Herodes Antipas, cuyas tropas habían sido derrotadas por Aretas, el rey de los nabateos, en TransJordania. Con dos legiones y las correspondientes fuerzas auxiliares, el legado
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acampó en Ptolemaida, al Norte de Haifa. Su intención era marchar a Petra, capital de los nabateos, atravesando Judea. Pero una embajada de las autoridades judías acudió a suplicarle que no atravesase el país, "pues era contrario a su tradición permitir que entrasen en su suelo imágenes, como las que contenían en abundancia las enseñas" (Josefo, Ant. 18, 121). Vitelio accedió a la petición y, abandonando su plan original, ordenó que las tropas pasasen a TransJordania por la Gran Llanura (de Es-drelón o del Jordán), mientras él, acompañado de Antipas, marchó a Jerusalén. Este gesto de Vitelio armoniza muy bien con el juicio que de este legado de Siria da Tácito: "gobernó las provincias con la vieja virtud" (An. 6, 32).
Todos estos ejemplos —que podían aumentarse fácilmente— hacen ver que la autoridad romana, al menos oficialmente, se mostró comprensiva incluso frente a exigencias del sentimiento religioso judío que a un pagano podían parecer quisquillosas. Frente a Vitelio, que respeta la santidad del territorio, el proceder de Pilato es sin duda de una insolencia hiriente: en los episodios de las enseñas y los escudos se burla de la santidad de Jerusalén. El que fuese escogido para prefecto de Judea un hombre tan poco simpatizante con los judíos puede explicarse por la actitud de Seyano hacia éstos. Pilato llegaba a Judea el año 26, el mismo en que Tiberio se retiraba a Capri y dejaba casi totalmente el gobierno del Imperio en manos de Seyano, prefecto de la guardia pretoriana. A su influjo atribuye Filón las medidas anti-judías de Tiberio. Pilato, por tanto, pudo ser hechura del anti-judío Seyano; su actitud intolerante se explica bien si el superior que debía recibir las quejas era quizá más hostil a los judíos. Con la caída de Seyano el año 31, las cosas cambiaron.
En el episodio del acueducto, a pesar de que Pilato actúa con implacable dureza, el hombre de hoy que lee el relato de Josefo quizá considere intransigentes a los judíos y sensato al procurador. Todavía hoy pueden verse
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largos tramos del canal de más de 60 Km. —en línea recta serían sólo 20— que, desde el Sur de Belén y dando grandes rodeos para salvar las colinas, abastecía de agua a la ciudad santa. La fase primitiva de este canal pudiera remontarse al propio Salomón. Continuando probablemente obras de ampliación de traída de aguas emprendidas por Herodes, Pilato construyó un nuevo canal y recogió el agua de más fuentes en los embalses abastecedores. La ciudad, sobre todo el servicio del templo, exigía enormes cantidades de agua, que no podían suministrar ni la pequeña fuente Guihón—en la ladera oriental de la colina de la ciudad vieja— ni las grandes cisternas. El delito de Pilato consistió en que para financiar estas obras recurrió al tesoro del templo.
El P. Abel califica la tumultuosa reacción de los judíos a este delito de Pilato de "motín ridículo" (3). Pero el mismo Josefo parece considerarlo así. Su relato, en efecto, no habla de protesta de las autoridades judías por la dura represión de Pilato, en la que se derrama mucha sangre, ni alude a leyes judías que el procurador pudo quebrantar. Por el mismo Josefo conocemos empleos semejantes del dinero del templo. Según la Mishna, el dinero del templo se destinaba a adquirir las víctimas para los sacrificios perpetuos y sus libaciones, y todo lo necesario para el culto; pero con él se atendían también "el canal de las aguas (del templo), las murallas de la ciudad y sus torres, y todo lo que era necesario para la ciudad" (Shekalim 4, 1-3). Varios datos de Josefo están de acuerdo con esta legislación. Cuando las obras del templo se terminaron, en tiempo del procurador Albino (62-64 d. C), quedaron sin trabajo dieciocho mil obreros. Para remediar este paro, las autoridades judías pidieron a Agripa II, rey de Calcis y administrador del templo, que ocupase los obreros en levantar el pórtico oriental de la gran explanada del templo. Agripa se negó a emprender una obra tan complicada y costosa, y en su lugar propuso que se pavimentase la ciudad con piedras blancas;
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la propuesta fue aceptada. Entre pavimentar la ciudad y traer agua para la ciudad y el templo no hay la menor diferencia. Así se explica que Josefo, aunque no critica la reacción de los judíos, tampoco se pronuncie de modo desfavorable sobre el proceder de Pilato.
El último episodio de la prefectura de Pilato que narra Josefo, es el que le ocasionó la pérdida del cargo. Un falso profeta samaritano, hábil seductor del pueblo, prometió a sus correligionarios que, si subían con él al monte Garizín, les mostraría los vasos sagrados que Moisés había enterrado allí. Una gran multitud se congregó con armas al pie del monte. Pilato tuvo noticia a tiempo y, antes de que se realizase la fervorosa ascensión, sus tropas cayeron sobre los congregados y les infligieron un castigo brutal. Luego, el procurador hizo ejecutar a los principales cabecillas y a las personas de más rango. (La matanza de galileos en el templo de Jerusalén, de que se habla en Le 13, ls, fue una acción muy semejante, aunque quizá el motín que la provocó se parecía más a una manifestación nacionalista, anti-romana, que a un simple entusiasmo de peregrinos.) Las autoridades samaritanas acudieron al legado de Siria, Vitelio; éste las escuchó, ordenó a Pilato que regresase a Roma para rendir cuentas al emperador, y envió a Marcelo para que se hiciese cargo del gobierno de Judea y Samaría. Cuando llegó a Roma, Tiberio había muerto.
Las fuentes históricas no nos hablan más de Pilato. La leyenda dice que se suicidó. Es posible que tras esta leyenda se esconda un hecho real: el depuesto procurador pudo recurrir al suicidio, nada extraño en el mundo de Roma, para escapar a la condena que podía venirle del sucesor de Tiberio, Cayo Calígula.
Como resultado del examen de los testimonios de Filón y Josefo podemos decir: Pilato fue sin duda un procurador frío y hostil a los judíos, poco comprensivo frente a sus singularidades religiosas, enérgico en sus decisiones de gobernante e implacable a la hora del castigo.
Pero a la vez podemos leer en ellos lo complicado que era gobernar a un pueblo dividido en bandos que se hostigaban sin cesar y no facilitaban excesivamente la tarea al gobernador romano.
La descripción, en cambio, del gobierno de Pilato que hace Filón tiene mucho de exageración retórica: en su tiempo—dice—hubo "sobornos, insultos, latrocinios, ultrajes y desenfrenadas injurias, ejecuciones sin juicio constantemente repetidas, incensante y atroz crueldad". Se ha de recordar que estas palabras pertenecen a una carta de Agripa I—retocada sin duda por Filón—a Calígula para disuadirlo de que haga levantar una estatua suya en el templo de Jerusalén (40 d. C). Para exaltar la tolerancia de Tiberio y mover a Calígula a seguir su templo, le conviene pintar con tintas negras a Pilato, cuya conducta imitará Calígula si persiste en su propósito; Tiberio no toleró el atropello de Pilato. Por otra parte, no sería descabellado pensar que Agripa hace un juicio sombrío del procurador para conseguir lo que alcanzará poco después, en tiempo de Claudio: ser nombrado rey del territorio gobernado por los procuradores.
En cuanto a la Legatio ad Ccúum de Filón, se trata de un escrito contra Calígula, publicado naturalmente tras la muerte de éste, en el que se describe la locura que le hizo creerse un dios y obligar a que se instalasen imágenes suyas en las sinagogas de Alejandría, y su intento de hacer colocar otra en el templo de Jerusalén. El escrito termina con la descripción de la embajada que los judíos de Alejandría envían a Calígula, de la que formaba parte Filón, y de la pintoresca y despectiva audiencia que el delirante emperador les concede. En una obra de este género, escrita con amplio recurso a la retórica, las exageraciones no son fenómeno raro, aunque tengan un fondo de verdad. Y esto pudo ocurrir en su semblanza del procurador Poncio Pilato.
Como hemos dicho, la actuación de Pilato en Judea se caracterizó ciertamente por una escasa comprensión del
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sentimiento religioso judío y una política dura, que no se justifica quizá por el simple sentido de su lealtad al emperador. Pero si Pilato hubiese sido como lo pinta Filón, no se explica cómo fue mantenido tanto tiempo en el cargo: la protesta de los samaritanos que le costó la destitución habría tenido lugar antes. Y si era difícil que sus atropellos llegasen a conocimiento de Tiberio en Ca-pri, era en cambio fácil notificarlos al legado de Siria. Da la impresión, por tanto, de que a la denuncia de los samaritanos, que tuvo lugar cuando Pilato llevaba diez años en el cargo, no habían precedido muchas quejas semejantes.
FRANCISCO JAVIER MARTÍNEZ
N O T A S
(1) Véanse los estudios recientes de A. N. SHERWIN-WHITE, un especialista en derecho romano: The Trial of Christ, en Histo-ricity and Chronology in the NT, London, 1965, p. 97-116, y Román Society and Román law in the NT, Oxford, 1963.
(2) Véase G. MARAÑÓN, Tiberio, historia de un resentimiento s, Madrid, 1963, p. 152s. El libro, escrito con gran hondura humana y gracia literaria, es excelente para conocer el mundo de la capital del Imperio en tiempo de Jesús.
(3) F.-M. ABEL, Histoire de la Palestine, Tome I: De la con-quéte d'Alexandre jusqu' a la guerre juive, Paris, 1952, p. 439.
APÉNDICE-TEXTOS
PONCIO PILATO SEGÚN FILÓN DE ALEJANDRÍA
¿Y qué decir de tu otro abuelo, Tiberio César? ¿No siguió la misma política (que Augusto y Marco Agripa)? Durante los veintitrés años que fue emperador mantuvo la tradición observada en el templo desde tiempos antiguos y no destruyó ni trastornó ninguna parte de él. Y puedo citar además una acción suya que denuncia un espíritu delicado. Porque, aunque yo sufrí muchas calamidades mientras él vivió, la verdad debe decirse y tú la estimas.
Uno de los lugartenientes de Tiberio fue Pilato, al que fue encomendado el gobierno de Judea. Pilato, no tanto para honrar a Tiberio cuanto para molestar al pueblo, dedicó en el palacio de Herodes, en la ciudad santa, unos escudos revestidos de oro. Estos no contenían ninguna efigie u otra cosa prohibida por la Ley, excepto una sencilla inscripción en que se decían dos cosas: el nombre de la persona que había hecho la dedicación y el de la persona en cuyo honor habían sido dedicados.
Pero cuando la multitud conoció el hecho, que se había convertido en materia de todas las conversaciones, poniendo a su cabeza los cuatro hijos del rey—que en dignidad y fortuna no eran inferiores a un rey— y sus otros descendientes, y las otras personas de autoridad, acudieron a Pilato pidiéndole que hiciera cesar el quebrantamiento de sus tradiciones mediante los escudos y no alterara las costumbres que durante todos los tiempos anteriores habían sido respetadas sin interferencia por reyes y emperadores.
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Cuando él, inflexible de carácter, una mezcla de autoritarismo e implacabilidad, se negó tercamente a hacer lo que pedían, ellos clamaron: "No provoques una sedición, no hagas la guerra, no destruyas la paz; no honras al emperador deshonrando las viejas leyes. No tomes a Tiberio como pretexto para ultrajar a la nación; él no desea que se pisotee ninguna de nuestras costumbres. Si dices que él lo desea, preséntanos una orden o una carta o algo semejante, y dejaremos de importunarte; luego, escogiendo embajadores, presentaremos una petición a nuestro señor (=Tiberio)".
Esto último fue lo que más lo exasperó, pues temió que, si realmente enviaban una embajada, expondrían también el resto de su conducta como gobernador e informarían al César ampliamente de los sobornos recibidos, los insultos, los latrocinios, los ultrajes y las desenfrenadas injurias, las ejecuciones sin juicio constantemente repetidas, la incesante y atroz crueldad. Así, con su carácter vengativo y su colérico temperamento, se hallaba en una situación difícil. No tenía valor para quitar lo que había dedicado, ni quería hacer nada que agradase a sus subditos. Al mismo tiempo conocía perfectamente la política constante de Tiberio en estas materias. Los magistrados vieron esto y, comprendiendo que se había arrepentido de su acción pero no quería aparecer arrepentido, enviaron una carta a Tiberio con una insistente súplica.
Cuando la leyó, ¡con qué palabras habló de Pilato, qué amenazas formuló contra él! La violencia de su ira, aunque no se encolerizaba fácilmente, no es preciso describirla, pues los hechos hablan por sí mismos. Al instante, sin posponerlo para el día siguiente, escribió a Pilato una andanada de reproches y reprimendas por su atrevida violación de una vieja costumbre y le ordenó quitase inmediatamente los escudos y los trasladase desde la capital a Cesárea, en la costa, por sobrenombre Augusta, según el nombre de tu abuelo, y los hiciera colocar en el templo de Augusto; y allí fueron colocados. De este
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modo se respetaron dos cosas: el honor del emperador y la política observada desde antiguo en el trato con la ciudad (Legatio ad Gaium 298-305).
PONCIO PILATO SEGÚN FLAVIO JOSEFO
Las enseñas.
Pilato, el procurador de Judea, al trasladar las tropas desde Cesárea para llevarlas a los cuarteles de invierno en Jerusalen, dio un paso atrevido en contra de las prácticas judías: introdujo en la ciudad las efigies del emperador que contenían las enseñas militares, siendo así que nuestra ley prohibe hacer imágenes. Por este motivo, los anteriores procuradores, cuando entraban en la ciudad, usaban enseñas que no tenían tales ornatos. Pilato fue el primero que introdujo las efigies en Jerusalen, y las colocó allí sin que nadie lo notase, pues la entrada tuvo lugar por la noche.
Cuando los habitantes las descubrieron, marcharon en masa a Cesárea y durante muchos días estuvieron suplicando que retirara las efigies. El se negó a acceder, pues el hacerlo hubiera constituido una ofensa para el emperador. Pero en vista de que no cesaban de insistir, el sexto día colocó secretamente sus tropas armadas, mientras él subía al podio del orador; este podio había sido levantado en el estadio, donde estaba escondida la tropa en espera de órdenes. Cuando los judíos comenzaron de nuevo a suplicar, a una señal convenida, hizo que sus soldados los rodeasen y les amenazó con castigarlos allí mismo con la muerte si no terminaban aquel tumulto y regresaban a sus casas. Pero ellos, postrándose en tierra y desnudando los cuellos, dijeron que con gusto recibirían la muerte antes que permitir que fuesen quebrantadas las sabias prescripciones de la ley. Pilato, asombrado de la
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fuerza de su veneración a las leyes, retiró al punto las efigies de Jerusalen y las llevó de nuevo a Cesárea (Ant. 18, 55-59).
El acueducto.
Hizo Pilato una traída de aguas a Jerusalen, para la cual empleó el dinero sagrado, haciendo la toma de la corriente de agua a una distancia de doscientos estadios (=60 Km.). Los judíos no aprobaron estas operaciones en torno al agua, y decenas de miles de hombres se congregaron y gritaban contra él, pidiéndole que desistiese de tales planes. Algunos incluso vociferaban contra él insultos e insolencias, como suele hacer la multitud. Entonces Pilato hizo vestir gran número de soldados con vestidos judíos, debajo de los cuales llevaban escondidas porras, y les mandó que rodeasen a la multitud, a la cual ordenó que se retirase. Cuando las gentes estaban entregadas al torrente de insultos, dio a los soldados la señal convenida. Estos propinaron golpes mucho más fuertes de lo que Pilato había ordenado, castigando por igual a los que alborotaban y a los que no alborotaban. Pero la multitud no dio muestras de ceder. Y así, sorprendidos por hombres que realizaban un ataque preparado, muchos de ellos murieron en el lugar, mientras otros se retiraron malheridos. Así terminó la revuelta (Ant. 18, 60-62).
El motín de los samaritanos.
Tampoco se vio libre de disturbios el pueblo de los samaritanos. Un hombre, en efecto, al que importaba poco mentir y en todos sus planes sabía seducir a la multitud, los reunió ordenándoles que fueran con él al monte Ga-rizín, que ellos consideran como el más santo de los montes, y les aseguró que, si acudían, les mostraría los vasos sagrados que estaban enterrados allí, donde Moisés los
había depositado. Ellos, creyendo aquella historia, acudieron armados y, apostándose en cierta aldea llamada Tirathana, recibían a los que se congregaban en gran multitud para subir al monte. Pero Pilato, adelantándose con un destacamento de jinetes y hoplitas, se anticipó a su subida; y las tropas, en un encuentro con los primeros llegados a la aldea, mataron a unos y pusieron en fuga a otros; y de los que huían capturaron a muchos, de los cuales Pilato hizo matar a los principales cabecillas y a los más influyentes.
Cuando el tumulto quedó apaciguado, el concejo de los samaritanos acudió a Vitelio, hombre de rango consular que era gobernador de Siria, y acusó a Pilato de la muerte de las víctimas. Porque—decían—no se habían reunido en Tirathana como rebeldes contra los romanos, sino como fugitivos de la persecución de Pilato. Entonces Vitelio envió a Marcelo, uno de sus amigos, para que se hiciera cargo de la administración de Judea, y ordenó a Pilato que regresase a Roma para rendir cuentas al emperador de las acusaciones que presentaban contra él los samaritanos. Así Pilato, después de permanecer diez años en Judea, marchó a Roma cumpliendo las órdenes de Vitelio, pues no le era posible negarse. Pero antes que llegase a Roma, Tiberio había muerto (Ant. 18, 85-89).
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NUEVAS CARTAS DE SAN JERONIMC
"LOS QUE DEVORAN LAS CASAS DE LAS VIUDAS" (Me 12,40)
Estimado señor Arcipreste: Me pregunta usted qué quiere decir Jesús cuando acusa a los escribas de "devorar las casas de las viudas con achaque de recitar largas oraciones". Con mucho gusto procuraré exponer lo que parecen significar estas palabras de Jesús. Se trata de una frase dentro de un breve discurso de Jesús en Me 12, 38-40, que dice así:
Y en su enseñanza decía: "Guardaos de los escribas, que gustan de pasearse con amplio ropaje y de ser saludados en las plazas, y de los primeros asientos en las sinagogas y de los primeros puestos en los banquetes; que devoran las casas de las viudas con achaque de recitar largas oraciones : éstos recibirán rigurosa sentencia".
No haría falta decir que las "casas de las viudas" designan su hacienda, sus bienes. Pero aun con esta aclaración no se ha disipado la oscuridad. Uno de los mejores comentaristas de San Marcos, el inglés A. E. J. Rawlinson, escribe: "No sabemos en qué sentido concreto podía decirse que los escribas devoraban las casas de las viudas". Por otra parte, una acusación tan general de los escribas ha parecido exagerada: podía haber algunos que lo hicieran —Rawlinson dice que Jesús pudo referirse a un grupo especial de escribas de Jerusalén—, pero generalizar la acti-
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sación incluyendo a todos los escribas resulta desorbitado.
Por eso, y apoyándonos en una anomalía redaccional del original griego de Me, ya desde el siglo XVIII se viene dando esta explicación: el breve discurso de Jesús contra los escribas consta de dos partes: la primera termina en "... los primeros puestos en los banquetes"; y aquí empieza la segunda, que consta de una frase que originariamente no se refería a los escribas, sino en términos generales a cualquiera que "devorase la casa de las viudas". En otras palabras: al final del v. 39 debe haber un punto, y con el v. 40 empieza una frase nueva ("... los banquetes. Los que devoran..."), en que se habla de otros hombres.
Los hechos en que se apoya esta interpretación son ciertos: el griego de Me contiene una rudeza redaccional muy fuerte (en el v. 38, los escribas y el participio "que gustan" van en genitivo; el v. 40, en cambio, comienza con un participio en nominativo, que por tanto no parece concertar con "los escribas" del comienzo), y los evangelistas unen a veces en forma de discurso dichos de Jesús que no pertenecen al mismo tema. Pero también es posible entender el texto griego sin punto entre los vv. 39 y 40, es decir, considerando todas las acusaciones como dirigidas a los escribas. Quizá uno de los motivos porque se han querido separar las dos partes consiste en que se considera a los escribas como los dedicados al estudio de las Escrituras, la predicación y la enseñanza del pueblo. Su defecto típico —se piensa— es el criticado en la primera parte: la vanidad, el afán de reverencias honrosas por su condición de hombres de Dios. En este contexto, la acusación de solapada e inicua codicia no parece encajar muy bien. Casi sin excepción, para arrojar luz sobre este pasaje, los comentaristas citan como referencia a un hecho paralelo las siguientes líneas de F. Josefo:
Había también un grupo de judíos que se enorgullecían de observar las costumbres ancestrales y las leyes divinas. Estos hombres, llamados fariseos, dominaban a las muje-
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res (de la corte)... Cuando todo el pueblo judío se comprometió con juramento a ser leal al César y al gobierno del rey (Herodes), estos hombres, más de seis mil, se negaron a prestar el juramento. El rey les impuso una fuerte multa, pero la mujer de Pheroras pagó la multa por ellos (Ant. 17,41-42).
La mayoría de los escribas pertenecía a la la secta de los fariseos; por tanto, lo que Josefo dice de los fariseos puede aplicarse también a los escribas. Jesús querría decir que los escribas aprovechaban su categoría de dirigentes espirituales del pueblo para lograr ayuda económica de las mujeres pudientes. Pero en ese caso, ¿por qué Jesús habla sólo de viudas, mientras en Josefo la que interviene es una mujer casada y con el marido vivo? ¿Y por qué a esto se lo llama "devorar sus casas"? Aquí es interesante recordar que algunos manuscritos, en lugar de "casas de las viudas", dicen: "devorar las casas de las viudas y de los huérfanos", con lo cual traen a la mente los numerosos pasajes de los profetas que hablan contra los opresores del huérfano y la viuda. Esta variante es, sin duda, secundaria; es decir, el original de Me hablaba sólo de viudas. Pero ¿no podemos sospechar que la adición de "y los huérfanos" está hecha por copistas que conocían las condiciones de vida del antiguo Oriente? Es posible que sí, como vamos a ver.
Es curioso que la interpretación que vamos a describir, y que parece la más coherente, ha sido sugerida por autores muy familiarizados con la vida del antiguo Oriente y, dentro de éste, de Palestina. Ya el P. Lagrange, que pasó toda su vida de estudioso y profesor en Jerusalén y pudo conocer bien la Palestina de comienzos de siglo —en la que apenas había penetrado el modo de vida creado por el Occidente moderno—, escribía: "Los escribas devoran los bienes de las viudas no por aceptar limosnas, sino más bien por aprovecharse de sus conocimientos jurídicos para despojarlas. En las sociedades en que los derechos de la mujer dependen en gran parte de la protección de los hom-
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bres de la familia, las viudas son, naturalmente, objeto de codicia". Con esto el P. Lagrange recuerda un dato muy importante: en el judaismo, los escribas eran a la vez predicadores y juristas. El derecho religioso, la moral y el derecho civil están estrechamente unidos, como se ve ya en el Antiguo Testamento; lo mismo ocurre en la literatura judía posterior. Por tanto, los técnicos en la Escritura eran a la vez los técnicos en cuestiones jurídicas. Y las viudas y los huérfanos se veían casi siempre implicados en problemas jurídicos y pleitos.
Otro autor que ha puesto al servicio del Evangelio sus conocimientos de la vida en el cercano Oriente, es G. M. Lamsa, un cristiano iraquí que escribe sin pretensiones de investigador, pero que merecería más atención de la que se le ha prestado. Comentando este pasaje de las viudas, este autor escribía en 1936: "En los países orientales, la mujer no poseía —y en la mayoría de los casos todavía no posee— ninguna clase de derechos. No podía poseer nada, ni estaba capacitada para comprar y vender. Si el marido moría sin dejar hijos, el pariente varón más cercano heredaba automáticamente su hacienda. En el caso de que el marido dejase un hijo menor de edad, la mujer, constituida administradora de la hacienda, debía buscar la ayuda de un hombre que realizase en su lugar las gestiones necesarias. La mayoría de las mujeres escogían para este cargo de confianza un sacerdote o un hombre conocido por su religiosidad. Como las mujeres llevaban una vida muy recoleta, a la mayoría de ellas les resultaba difícil saber en quién debían confiar. Por eso observaban cómo hacían sus oraciones los hombres en la iglesia o en la sinagoga, y, como es natural, su elección recaía en el que más rezaba. La elección para consejero de viudas y huérfanos era muy codiciada. Los que sabían en qué se fijaban las mujeres para elegir, multiplicaban sus rezos —en público, naturalmente— para rodearse de una aureola de religiosidad, tras la cual no había piedad verdadera, sino pura codicia. Si una viuda y sus hijos se ponían en manos de un hombre
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de esta clase, con frecuencia el resultado era: la herencia cambiaba misteriosamente de dueño o quedaba muy disminuida".
Esta ambientación en el mundo del antiguo Oriente nos permite ya entender mejor la acusación de Jesús. Pero podemos puntualizar más. Recientemente, el inglés J. D. M. Derrett, un especialista en derecho oriental —incluido el judío— que se ha ocupado de pasajes evangélicos en que de un modo u otro intervienen las prácticas jurídicas, dedicaba un breve estudio al pasaje que comentamos. Según él, la situación a que alude este dicho de Jesús es la relacionada con la institución jurídica de los tutores o administradores. Estudiando las referencias a ella en los escritos judíos se puede reunir una información suficiente sobre este punto.
Dos eran principalmente los casos en que las propiedades debían ponerse en manos de un tutor o administrador: cuando un marido dejaba dispuesto que su viuda, joven e incompetente, debía ser puesta bajo la protección de un tutor, y que éste debía hacerse cargo de su hacienda, con instrucciones sobre lo que debía hacer, por ejemplo, si la viuda se casaba de nuevo; cuando el padre o la madre dejaban dispuesto que sus hijos menores de edad debían ser encomendados a un determinado tutor, y que éste administraría la hacienda en beneficio de los menores. La remuneración de un tutor dependía de la voluntad del difunto o de la práctica judicial. El tutor podía exigir siempre que se le pagasen los gastos, entre los que iban incluidos los que ocasionase una representación digna de los menores o de la viuda en gestiones realizadas en nombre de ellos. Sin duda, el mejor modo de remunerar a un administrador o tutor era concederle un tanto por ciento de la renta producida por la herencia. Que esto sucedía en tiempo de Jesús lo vemos por la parábola del administrador infiel, que utiliza los bienes de su amo para negociar fraudulentamente (Le 16,1-8).
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Los tutores o administradores fueron siempre sospechosos, cuando parecían prosperar a expensas de los bienes confiados a su tutela. Al menos se podía decir que se hacían pagar los gastos a un precio pingüe. Ciertamente no había nada malo en que el tutor comiese a costa de los menores cuando los visitaba para supervisar sus intereses, o cuando marchaba a la ciudad para defender su causa en litigio; pero cuando se dice de él que "come y bebe", lo que se quiere indicar es que engorda a expensas de los huérfanos o la viuda. Una breve historia rabínica nos hará ver el lenguaje que se empleaba para designar estas ocultas manipulaciones de los tutores:
Amram, el tintorero, era tutor de unos huérfanos. Los parientes se presentaron a Rabí Nahmán y se quejaron de que Amram se estaba vistiendo y cubriendo con los bienes de los huérfanos. R. Nahmán dijo: "Sus palabras deben ser oídas". (Los parientes añadieron:) "Come y bebe de su dinero, y él no es un hombre rico". (R. Nahmán dijo:) "Quizá ha encontrado un tesoro". (Los parientes dijeron:) "Está saqueando los bienes". R. Nahmán dijo: "Presentad pruebas de que los está saqueando, y lo removeré del cargo, pues R. Huna, nuestro colega, dijo en nombre de Rab: Si un tutor saquea la propiedad de unos huérfanos, debe ser removido" (b. Gittin, 52 b).
Las expresiones que aquí se emplean para designar el proceder de un tutor aprovechado son muy semejantes a las que tenemos en los evangelios: "devorar las casas de las viudas", "comer y beber con los borrachos" (Mt 24,49: el siervo malvado que el amo nombra administrador de su casa en su ausencia). Es muy probable, por tanto, que Jesús alude a esta clase de acciones ilegales de los escribas; acciones que, por otra parte, eran muy difíciles de probar.
Pero en este marco encaja también perfectamente la alusión a "los largos rezos". A la hora de escoger un tutor o administrador era preciso ponerse en manos de Dios,
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pues sólo Dios sabe si el pez bebe dentro del agua, o si el administrador hace manipulaciones fraudulentas con los bienes administrados. Por eso se escogían para tutores personas con reputación de piadosas y temerosas de Dios. Por otra parte, los casos en que se necesitaban tutores abundaban: en la antigüedad, las muertes prematuras hacían que fuese mayor el número de viudas y huérfanos. Y como el cargo de tutor era apetecido, no es de extrañar que los candidatos abundasen y se preparasen a ser nombrados con una ostentación de respetabilidad y escrupulosidad piadosa. De este modo, el prestigio era incluso de más valor que el dinero.
No es preciso insistir en que este estado de cosas es un excelente marco para todo el discurso de Jesús sobre los escribas en Me 12, 38-40; en él encajan las dos partes: la alusión al pasear por la plaza con hábitos (¿el manto usado en la sinagoga?), recibiendo respetuosos saludos de la gente, la solicitud por ocupar los primeros asientos en las sinagogas (los más visibles) y los primeros puestos en los banquetes (que pueden ser de tipo ritual, como los del sábado) y la aparatosa prolongación de los rezos eran los preparativos para poder un día "devorar las casas de las viudas", comer y beber a costa de ellas. El texto, por tanto, debe traducirse así:
Y en sus enseñanzas les decía: "Guardaos de los escribas, que gustan de pasearse con togas y ser saludados en las plazas, y de los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; que devoran (o: quieren devorar) las casas de las viudas, y para ello recitan largas oraciones: éstos recibirán rigurosa sentencia."
Que Jesús no incluye en esta acusación a todos los escri-bsa es evidente. Para justificar sus palabras basta que los tutores fuesen escogidos preferentemente entre los escribas, y que el caso del tutor explotador fuese un tanto fre-
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cuente. Por lo que se refiere a la dureza de las palabras de Jesús, será oportuno recordar la insistencia y dureza de los profetas en esta materia, motivada quizá no tanto por la frecuencia como por la gravedad del delito: medrar a costa de unos desvalidos como son las viudas y los huérfanos es crimen que clama al cielo.
Espero, señor Arcipreste, que con estas divagaciones haya logrado entender mejor unas palabras de Jesús que zahieren un pecado no sólo de los escribas de su Palestina natal, sino de todos los tiempos y de todos los países.
Suyo siempre en Jesucristo:
HIERONYMUS
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MEDITACION-HOMILIA
"Y LOS OJOS DE TODOS ESTABAN FIJOS EN EL"
Evangelio del Domingo 3.° ordinario: Le 1,1-4; 4,16-30.
El final del pasaje evangélico propuesto puede darnos la pauta de nuestra reflexión: "los ojos de todos estaban fijos en El". Es preciso que nazca de nuevo en nosotros esta actitud de expectación frente al Señor. El tiene la Palabra definitiva. El es la Palabra definitiva. Sin duda que no nos es dado penetrar en el alcance total de esa Palabra. Y tal vez el mismo ruido que nosotros hacemos en torno a ella con las nuestras no nos deje percibir el sentido sencillo que nos brinda. ¿Por qué lleva el hombre consigo ese afán de retorcerse y hacerse problema a sí mismo y lo que le rodea? ¿No será el fondo de la invitación de Jesús a ser como los niños esta capacidad de escuchar y aceptar en su sencilla transparencia su mensaje? Nuestra actitud tiene, en cambio, signo opuesto: el desdén del que pregunta: "¿qué aporta Cristo a la humanidad?" o el afán, muy de nuestros días, de cambiar su transparencia por nuestras trabajadas interpretaciones.
Leyó el Señor: "El Espíritu del Señor está sobre mí. Me ha ungido para evangelizar a los pobres. Me ha enviado a predicar a los cautivos la libertad, a dar a los ciegos la vista y procurar la liberación a los oprimidos".
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Con palabras del profeta Isaías define Jesús su misión y presenta su mensaje. Respuesta a los hombres que le preguntaban. "Los ojos de todos estaban fijos en El." ¿Respuesta para su tiempo? ¿Respuesta para nuestro tiempo? Pobres, cautivos, ciegos y oprimidos aparecen en el primer plano de su definición. Mensaje de liberación, mensaje de salvación. Pobreza, cautividad, ceguera y opresión. ¿Entran en esta categorías los hombres de nuestro tiempo? ¿Se limita Jesús a una categoría determinada de hombres? ¿Es descripción de una sola clase —los desheredados—esta cuádruple presentación? ¿O es toda la humanidad, sin las distinciones que nuestras palabras quieren acarrear, la representada?
Pobre, cautivo, ciego y oprimido es sin duda todo hombre. Todos llevamos el sello misterioso de esas cuatro realidades. Y sólo quien se considera rico, libre, clarividente y descansado se queda fuera del alcance del mensaje liberador.
Cristo apunta al hombre. A todo hombre. Pobre y oprimido hombre de su tiempo y del nuestro. Hombre que caminó entonces y camina ahora con el peso de su ser buscando liberación. Pobreza y cautividad radicales, ceguera y opresión radicales, que no anulan ni las riquezas del rico ni la ausencia de trabas de los que se proclaman libres, ni la ciencia de los técnicos ni el descanso de los satisfechos de la vida. Pobreza y cautividad, que todo hombre encuentra junto a sí, cuando se mira a solas en la oscuridad, al acabar cualquier día.
"Me ha enviado a evangelizar a los pobres y dar vista a los ciegos", leyó Jesús. "Era la luz que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo", dirá como un eco San Juan. A todos, porque todos están sellados misteriosamente por el mismo mal. Y romper ese sello es su misión de luz, liberar al hombre de las fuerzas que lo depauperan, lo cautivan, lo ciegan y lo oprimen.
Rico o pobre, satisfecho de la vida o desheredado, tienes, ¡oh hombre!, la misma necesidad del mensaje libe-
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rador. Tanto el uno como el otro, quizás más el uno que el otro, más el primero que el segundo. A ambos su contorno los mantiene aherrojados. La riqueza aparta de Dios. La pobreza aparta de Dios. Y el término medio aparta de Dios. Y sin embargo, no es verdad. Sólo aparta de Dios el no ver en su justa perspectiva los tres valores. La ceguera, la tercera plaga del mensaje de Isaías. La más profunda de las cuatro. Ser radicalmente pobre como es el ser humano y estar ciego para reconocerlo. Verse sometido a la limitación, la insatisfacción y la muerte. Pobre de alcances y corto de logros, a pesar de la técnica, que le abandona y lo deja solo en su insoslayable última soledad. Y con esta realidad como base adopta una falsa actitud de seguridad vital que hunde más que alivia. "He venido a dar vista a los ciegos." "Las tinieblas, empero, no aceptaron la luz", afirma San Juan. Y a tantos siglos del mensaje, a tantos siglos de aquella afirmación, la realidad es, sin quizás, la misma. Y también la solución es la misma: "los ojos de todos estaban fijos en El".
Creemos que la radical ceguera del hombre es el no encontrar sentido a su vida. Esta es la misteriosa, ardiente ceguera que quema sus entrañas. Y creemos que la radical pobreza del hombre es su afán de sustituir o ingenua esperanza de que puede llenar con cosas añadidas —dinero, poder o dicha—la escondida insatisfacción de su ser, que nunca llena. La luz que Cristo ofrece —su buena nueva a los ciegos—es el reconocimiento de la profunda dependencia de su ser del ser de Dios. La liberación que Cristo ofrece —su buena nueva a los pobres— es el reconocimiento de que las cosas —y menos el dinero— no añaden valor real alguno al que las posee. "No en el poseer mucho está el ser del hombre", dirá San Lucas. La salvación que Cristo ofrece—su buena nueva a los oprimidos—es el reconocimiento primordial de que el ser del hombre recibe su plenitud de las manos de Dios, de que es un ser en gestación, un ser destinado a recibir su complementación feliz del encuen-
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tro con Dios del que salió. "Todavía no ha aparecido lo que seremos", dirá más tarde San Juan. Son estas auras, son estos aires, es este Espíritu el que ensancha los pulmones oprimidos del ser humano.
Y con esto querríamos insistir en un punto: el mensaje de Cristo apunta al hombre concreto. No lucha contra la opresión, la pobreza, las abstracciones, las estructuras. Habla al pobre, al oprimido, al ciego, al cautivo. La fuerza de su mensaje es de dentro afuera. Viene a salvar al hombre, a hacerle levadura que fermente la masa. No es de fuera adentro. No manda esperar la llegada del reino "con ostentación" para unirnos así a su grupo. Manda que nos hagamos "reino" cada uno, de suerte que de nosotros y por nosotros llegue el reino. Somos cada uno en particular, en solitario, quienes caminamos oprimidos, cautivos, empobrecidos por nuestras cosas. "He venido a evangelizar a los pobres." No a la humanidad, no a la estructura, sino a ti. Y la dinámica interior—la levadura— será fundamentalmente el comienzo de la regeneración de los demás y de las estructuras.
"Hoy—y ese hoy sigue aún—se ha cumplido esta Escritura entre vosotros", afirmó Jesús. "Hoy—como un eco—, si oís su voz, no cerréis vuestros corazones", resuena en la carta a los Hebreos. ¿Habrá que decir que el hombre ha perdido de una manera más radical su capacidad de oír la Palabra? ¿Habrá que decir que esa Palabra, "no en el poseer está el ser del hombre", contenido medular de su mensaje liberador, choca vanamente contra la concha hermética de nuestro pensar humano?
Y, a pesar de todo, sólo en este volver la mirada a esta Palabra—"los ojos de todos estaban fijos en El"—, sólo en volver el hombre a escuchar en su sencillez este mensaje liberador, sólo en volver a apreciar su "ser" y no su "tener o poseer" puede lograr el hombre el descanso prometido de su auténtica liberación.
ÁNGEL GARRIDO HERRERO
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EL ORO DE LOS VIEJOS COMENTARI
"Y SE TRANSFIGURO EN PRESENCIA DE ELLOS" (Mt 17,2)
San León Magno: homilía sobre la Transfiguración del Señor, el sábado de la primera semana de Cuaresma.
Era necesario, amadísimos, que los Apóstoles concibiesen verdaderamente en su corazón esa fuerte y bendita firmeza, y que no temblasen ante la rudeza de la cruz con que habían de cargar; que no se avergonzasen del suplicio de Cristo, ni considerarse humillante para El la paciencia con que debía soportar los rigores de su pasión sin perder la gloria de su potestad. Por eso, "Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, su hermano", y, subiendo con ellos solos a un monte elevado, les manifestó el resplandor de su gloria. Porque, aunque habían comprendido que la majestad de Dios estaba en él, ignoraban todavía el poder de aquel cuerpo en que se ocultaba la divinidad.
Por eso había prometido en términos propios y precisos que algunos de los discípulos presentes no gustarían la muerte antes de ver al Hijo del hombre venir en su realeza, es decir, en el resplandor real que convenía especialmente a la naturaleza humana que había tomado, resplandor que quiso hacer visible a estos tres hombres. Porque
en cuanto a la visión inefable e inaccesible de la Divinidad misma, visión reservada a los limpios de corazón en la vida eterna, unos seres revestidos todavía de una carne mortal no podían de ninguna manera ni contemplarla ni verla.
El Señor, pues, descubre su gloria en presencia de testigos escogidos e ilumina esa forma corporal que tiene en común con todos con tal resplandor, que su rostro se hace semejante al fulgor del sol y sus vestiduras se hacen blancas como la nieve. Esta transfiguración tenía por fin principal quitar del corazón de los discípulos el escándalo de la cruz, para que la humildad de la pasión voluntariamente aceptada no turbase la fe de aquellos a quienes había sido revelada la altura de la dignidad escondida. Pero, con no menor providencia, se ponía así el fundamento para la esperanza de la Santa Iglesia, de modo que todo el cuerpo de Cristo conociese con qué transformación sería agraciado, y los miembros se diesen a sí mismos la promesa de participar en el honor que había resplandecido en la cabeza. A este respecto, el Señor mismo había dicho, hablando de la majestad de su venida: "Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre" (Mt 13,43); y el bienaventurado apóstol Pablo afirma lo mismo diciendo: "Estimo, en efecto, que los padecimientos del tiempo presente no se pueden comparar con la gloria que debe manifestarse en nosotros" (Rom 8,18); y también: "Porque estáis muertos y vuestra vida está ahora escondida con Cristo en Dios; pero cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis con El en gloria" (Col 3, 3-4).
Pero los Apóstoles, que debían ser robustecidos en su fe e iniciados en todo conocimiento, encontraron en este prodigio otra enseñanza más. Moisés y Elias, es decir, la ley y los profetas, aparecieron hablando con el Señor, para que en la presencia de aquellos cinco hombres se cumpliese con toda verdad lo que está escrito: "Toda palabra será firme, proferida en presencia de dos o tres
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testigos" (Dt 19,15). ¿Qué más establecido, qué más firme que esta palabra? Para proclamarla, la doble trompeta del Antiguo y el Nuevo Testamento resuena en perfecta armonía, y los instrumentos de los testimonios antiguos están acordes con la enseñanza evangélica. Las páginas de una y otra alianza se confirman mutuamente, y aquel que los antiguos símbolos habían prometido bajo el velo de los misterios es mostrado ahora con diáfana claridad por el resplandor de la gloria presente. Porque, como dice San Juan, "la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia, en cambio, y la verdad nos han venido por Jesucristo" (1, 17), en el cual se cumplieron la promesa de las figuras proféticas y el sentido de los preceptos de la ley, pues con su presencia enseña la verdad de la profecía, y con su gracia hace posible la práctica de los mandamientos.
Incitado por esta revelación de los misterios, sintiendo desprecio por los bienes mundanos y desgana de las cosas terrenas, el apóstol Pedro estaba como arrebatado en éxtasis por el deseo de los bienes eternos; y lleno de gozo por toda esta visión, deseaba permanecer con Jesús en aquel lugar donde su gloria, así manifestada, era causa de su alegría. Por eso dijo: "Señor, bueno es estarnos aquí; si quieres, haremos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elias" (Mt 17,4). Pero el Señor no respondió a esta propuesta, dando a entender no que tal deseo era malo, sino que estaba fuera de lugar. Porque el mundo sólo podía ser salvado por la muerte de Cristo, y el ejemplo del Señor invitaba la fe de los creyentes a comprender que, sin deber dudar de la bienaventuranza prometida, en las tentaciones de esta vida hemos de pedir paciencia antes que gloria, pues la dicha de reinar no puede preceder al tiempo de sufrir.
Por tanto, mientras hablaba, he aquí que una nube luminosa los envolvió, y una voz decía desde la nube: "Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido; escuchadle" (Mt 17, 5). El Padre estaba presente en el Hijo, y en aquella claridad que el Señor había desplegado
ante los ojos de los discípulos la esencia del que engendra no estaba separada del Unigénito. Pero para poner de manifiesto la propiedad de cada persona, la voz salida de la nube anunció el Padre a los oídos como el resplandor emanado del cuerpo reveló el Hijo a los ojos. Al oír esta voz, los discípulos cayeron sobre su rostro y se llenaron de temor, temblando no sólo ante la majestad del Padre, sino también ante la del Hijo: por una inteligencia más profunda comprendieron la unidad de la Divinidad en uno y en otro; y por no vacilar en su fe, no hicieron distinción en su temor. Este testimonio divino, por tanto, fue amplio y múltiple, y el valor de las palabras dio más a entender que el sonido de la voz. Pues cuando el Padre dijo: "Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido; escuchadle", ¿no se oyó claramente: este es mi Hijo, que es de mí y está conmigo desde antes del tiempo? Porque ni el que engendra es anterior al engendrado, ni el engendrado posterior al que engendra. Este es mi Hijo, al que no separa de mí la divinidad, ni divide el poder, ni distingue la eternidad. Este es mi Hijo, no adoptivo, sino propio; no creado de algo distinto, sino engendrado de mí; no de otra naturaleza y hecho comparable a mí, sino de mi esencia y nacido igual a mí. Este es mi Hijo, por quien todas las cosas han sido hechas y sin el cual nada fue hecho de cuanto ha sido hecho (Jn 1, 3); porque todo lo que yo hago, él también lo hace, y todo lo que yo opero lo opera él conmigo inseparablemente y sin diferencia. Este es mi Hijo, que no codició como objeto de rapiña la igualdad que tiene conmigo, ni se apoderó de ella por usurpación, sino, permaneciendo en la condición de mi gloria, y para ejecutar nuestro común designio de restauración del género humano, humilló hasta la condición de esclavo la inmutable Divinidad.
Escuchad, pues, sin vacilación a éste, en quien tengo toda mi complacencia y cuya enseñanza me manifiesta, cuya humildad me glorifica. Porque él es la verdad y la vida, mi poder y mi sabiduría. Escuchad al que los mis
terios de la ley anunciaron, al que las voces de los profetas cantaron. Escuchad al que rescata al mundo con su sangre, al que encadena al diablo y le arrebata sus armas, al que rasga la cédula de la deuda y el pacto de prevaricación. Escuchad al que abre el camino del cielo y, mediante el suplicio de la cruz, os prepara las gradas para subir al reino. ¿Por qué teméis ser rescatados? ¿Por qué teméis, heridos, ser curados? Hágase lo que, como yo lo quiero, lo quiere Cristo. Rechazad el temor carnal y armaos de la constancia que inspira la fe, pues es indigno que temáis en la pasión del Salvador lo que, con su ayuda, no temeréis en vuestra muerte.
Estas cosas, amadísimos, no fueron dichas sólo para utilidad de los que las oyeron con sus oídos: en la persona de estos tres Apóstoles es la Iglesia entera la que aprendió todo lo que vieron sus ojos y percibieron sus oídos. Que se robustezca, por tanto, la fe de todos según la predicación del Evangelio, y que ninguno se sonroje de la cruz de Cristo, por la cual ha sido redimido el mundo. Y así, que ninguno tema padecer por la justicia, ni desconfíe de la recompensa prometida, pues por el trabajo se llega al descanso, y por la muerte a la vida. Cristo, en efecto, tomó toda la debilidad propia de nuestra bajeza; y en él, si perseveramos en la confesión de su fe y en su amor, vencemos lo que él venció y recibimos lo que prometió. Porque tanto al guardar los mandamientos como al soportar las adversidades, la voz del Padre que sonó entonces debe resonar siempre en nuestros oídos: "Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido; escuchadle", a él que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo en los siglos de los siglos Amén.
LEÓN LE GRAND, Sermons, tome III, ed. par, R. Dolle (Sources Chrétiennes, 74), París, 1961,
páginas 14-21 Versión Castellana de CÉSAR AUGUSTO FRANCO
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NARRATIVA POPULAR Y EVANGELIO
EL ZAR QUE SE EXTRAVIO EN EL BOSQUE
"Los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos" (Mt 20,16).
En una ciudad, en la que vivía un zar, había una hermosa iglesia en la que celebraba siempre sus oficios un pope. Una vez leyó a la gente las palabras del Evangelio: "Los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos", y las explicó en el sermón. Al zar, que estaba sentado en un trono de oro y escuchaba el sermón, no le gustaron aquellas palabras. ¿Cómo puede ser—pensó— que los últimos sean los primeros? En ese caso yo, el zar, el primero en mi reino, seré el último, y cualquier mendigo será el primero. Terminado el oficio divino, llamó al pope y le dijo:
—¡No quiero volver a oír un sermón como el que has predicado hoy! Corta de tu Evangelio las palabras "los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos" y quémalas. Yo soy el primero y lo seré siempre.
—Benignísimo zar, yo no he inventado esas palabras —replicó el pope—. Yo no las he escrito en el Evangelio, y no puedo cortarlas.
—Te lo ordeno—insistió furioso el zar—: corta esas palabras del Evangelio y quémalas. De lo contrario, morirás de una mala muerte.
—Yo no he escrito estas palabras en el Evangelio, y no puedo ni cortarlas ni quemarlas.
—Bien. Puesto que no obedeces la orden del zar, te
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haré encerrar en la cárcel y te concedo tres días para que reflexiones. Si no te decides, te haré colgar.
Y ordenó encarcelar al pope para que reflexionase sobre las palabras del Evangelio. Pasaron los tres días, y lo llevaron de nuevo ante el zar. Este le preguntó:
—¿Has reflexionado? ¿Estás dispuesto a cortar y quemar esas palabras?
—Yo no he escrito esas palabras en el Evangelio, y nunca las cortaré ni quemaré.
—¡Mañana morirás en la horca! —gritó el zar. A la mañana siguiente llamó a todos los cortesanos,
los servidores y el pueblo para que presenciasen la muerte del pope desobediente y escarmentasen en él. Pero en aquel momento apareció en el palacio del zar un mensajero, que dijo:
—Benignísimo zar, llegan huéspedes ilustres, reyes, duques y condes, que te invitan a cazar. Prepárate y ven.
El zar reflexionó: el asunto de la horca no corre prisa. El pope puede esperar y ser colgado cuando regrese de la caza. Ensilló, pues, su caballo y partió hacia los espesos bosques de la frontera. Encontró a los otros en el lugar en que se tocaban los tres reinos. Formaron un frente, uno separado cien brazas del otro, y comenzaron la caza.
Nuestro zar divisó un ciervo que no parecía estar completamente sano, pues de cuando en cuando se paraba como si no pudiera más. El zar lo persiguió a caballo con el deseo de capturarlo vivo. Pero el ciervo, tras detenerse unos instantes, reanudaba su carrera. El zar lo siguió así quince o veinte kilómetros, penetrando en un espeso y desconocido bosque. Los otros cazadores quedaron lejos. Siguiendo al ciervo, el zar se había extraviado en el bosque y perdió de vista al ciervo. El caballo del zar no podía seguir adelante por lo espeso de la maleza. El zar se bajó del caballo, miró a su alrededor y muy cerca vio un arroyo de agua fresca y cristalina.
—Me bañaré en este arroyo—se dijo—, me refrescaré y luego volveré a buscar al ciervo.
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Ató el caballo a un arbusto, se desnudó —entonces la gente se bañaba desnuda, no con traje de baño como hoy— y se arrojó al agua. Cuando se había bañado y refrescado, salió del agua y fue en busca de sus ropas y su caballo; pero no encontró ni vestidos ni caballo.
—¡Cielos! ¿Quién se ha llevado mi caballo y mis vestidos?
Se precipitó hacia otros matorrales, corrió y buscó, pero en vano.
—¿Qué hago yo ahora? ¿Adonde voy así desnudo? Sentía vergüenza de presentarse desnudo a los hombres,
las espinas le punzaban y arañaban las carnes, y las moscas le clavaban sus aguijones. El zar se escondió entre unos arbustos y allí permaneció hasta que se hizo de noche. Cuando oscureció, salió en busca de gentes que le dieran vestidos. Durante toda la noche vagó por el bosque hasta que, cuando iba a amanecer, dio con una choza en que vivía un guardabosques. Venciendo la vergüenza, el zar abrió la puerta. El guarda y su mujer se asustaron. ¿Quién era aquel que venía desnudo en plena noche?
—¿Quién eres? —Soy vuestro zar. El guarda se maravilló y replicó enojado: —¿Cómo te atreves a hablar así? Nuestro zar no vaga
por el bosque desnudo, sucio y cubierto de arañazos. Tú eres un vagabundo, no el zar, y lo que quieres es asustar a la gente.
El zar se sintió avergonzado. Con lágrimas en los ojos pidió y suplicó que le diesen algún vestido viejo con que poder presentarse ante los hombres. El guarda y su mujer se compadecieron del vagabundo y le dieron unos harapos. El zar se cubrió con ellos y pasó allí la noche. Por la mañana se levantó, comió un poco, dio las gracias, se despidió y siguió su camino. Durante todo el día vagó por el bosque. Al atardecer vio una casa en que hacían colleras y toneles. Saludó y pidió:
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—Soy vuestro zar. Me ha ocurrido una desgracia: me han robado el caballo y los vestidos. Ayudadme.
Las gentes no lo creyeron. —¡Descarado vagabundo! ¿Cómo te atreves a llamarte
zar? Nuestro zar no va cubierto de harapos, ni se dedica a vagar por el mundo. ¡Tú eres un picaro vagabundo!
Y poco faltó para que la emprendieran a palos con él. El zar escapó del peligro y siguió vagando por el bosque todo el día. Al atardecer llegó a un taller donde hacían tablas y vigas, y otros materiales de construcción. Saludó a los trabajadores.
—Soy vuestro zar. Me han robado el caballo y los vestidos.
—¿Cómo te atreves a llamarte zar? —le replicaron—. Te ataremos y te entregaremos a los gendarmes si no escapas pronto, vagabundo, picaro.
Y poco faltó para que la emprendieran a palos con él. Tuvo que salir huyendo y seguir vagando entre la maleza del bosque. Por fin encontró campos sembrados y atravesó valles. Iba de aldea en aldea mendigando. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Morir de hambre? Uno se compadecía de él y le daba un pedazo de pan, otro unas patatas, otro le hacía sentarse en la mesa y comer algo. Durante mucho tiempo, nuestro zar fue de aldea en aldea con sus ropas de mendigo, hasta que por fin llegó a la capital de su reino. En un extremo de la ciudad entró en una calle y en cada casa vio una bandera.
—¿Por qué tantas banderas? ¿Qué significa esto? —Hoy es coronado el zar. —¿Qué zar? ¡Yo soy vuestro zar! Las gentes se rieron y se murmuraron al oído: —¡Pobrecillo, no parece que le funcione bien la cabeza! Siguió caminando por las calles. Llegó al centro, a la
gran plaza. En ella se había reunido mucha gente. Iba a tener lugar una proclamación. La gente acudía al lugar en que se realizaría la coronación.
—¿Qué desfile es éste? —preguntó— ¿Adonde va la gente?
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—A la coronación del zar. —¿Qué coronación? Yo soy vuestro zar. ¿Por qué es
coronado otro zar nuevo? Los presentes se rieron del mendigo; luego lo cogie
ron y le aplicaron una buena tanda de palos. ¡Para que dijese semejantes insensateces! El gentío se llegó al lugar señalado, y nuestro zar, con su traje de harapos, cansado y molido como estaba, vio desde lejos cómo la corona era colocada sobre la cabeza del nuevo zar.
Tras la coronación tuvo lugar un gran banquete para ricos y pobres. Todos los desventurados, ciegos, sordos, cojos y demás, estaban invitados. Los pobres se sentaron a una mesa que tenía casi mil metros de larga. También nuestro zar se acercó tímido a la mesa. Luego cobró ánimos y se sentó en el extremo. Los servidores traían manjares y bebidas. Los que estaban al comienzo de la mesa comieron, bebieron y se pusieron muy alegres. Pero a nuestro zar no llegó nada.
Terminado el banquete, el nuevo zar se llenó los bolsillos de monedas y comenzó a repartirlas entre los pobres. Primero recorrió un lado de la mesa, poniendo en la mano a cada uno una moneda, y luego pasó al otro lado. Pero cuando llegó al extremo de la mesa, ya no le quedaba nada en el bolsillo.
—¡Mala suerte la tuya! —dijo a nuestro zar—. No ha habido nada para ti. Pero no te apenes. Dentro de tres años habrá otra fiesta y llamaremos también a todos los pobres. Ven y recibirás un regalo.
Los invitados se dispersaron, y el zar mendigo volvió a peregrinar de aldea en aldea y vivir de lo que la gente le daba. Pasaron tres años, y llegó de nuevo el día de la gran fiesta en los jardines del zar. De casi todo el país llegaron pobres y desventurados. También acudió nuestro zar. Pero se retrasó y debió sentarse otra vez en el extremo de la mesa. Todos comieron, bebieron y disfrutaron. El nuevo zar repartió dinero, pero tampoco esta vez hubo algo para nuestro zar.
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—¡Mala suerte la tuya! Tampoco esta vez has recibido tu parte. Pero no te apenes. Dentro de tres años habrá otra fiesta. Procura llegar a tiempo y no te retrases para que también tú puedas recibir tu regalo.
Nuestro zar volvió a caminar de aldea en aldea con su saco de mendigo a la espalda. Y así año tras año, hasta que pasó el tiempo, y llegó el día de la fiesta. Miles de desgraciados, ciegos, sordos y cojos se congregaron ante la bien abastecida mesa. Comieron, bebieron y disfrutaron. Terminada la fiesta, el nuevo zar repartió dinero entre los pobres, y de nuevo nuestro mendigo se quedó sin nada.
—¡Mala suerte la tuya, amigo! Tampoco esta vez ha habido algo para ti. Pero no te apenes. Ven conmigo a palacio.
Y entraron en el palacio. —¿Conoces esto? —preguntó el nuevo zar. —¿Cómo no? Es mi palacio. Aquí reiné yo en otro
tiempo. —Y desde hoy volverás a reinar. Le dio vestidos de zar, lo llevó al trono y le dijo: —Cometiste un pecado por no creer en las palabras
del Evangelio: "los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos". Por eso quisiste ahorcar a un inocente. ¿Te acuerdas?
—Sí—contestó humilde nuestro zar. —¿Te acuerdas de la cacería, cuando perseguías al
ciervo? —Sí, lo recuerdo muy bien.
—Aquel ciervo era yo. Te atraje al bosque para que no matases a un inocente. Ahora sabes qué es la necesidad y la desgracia: las has probado en tu propia carne. Desde ahora no olvidarás esas palabras de oro: "los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos".
A. AFANASEV, Leyendas ukranianas Traducción de MARIANO HERRANZ
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