Cuent Irre Latos

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CUENTIRRELATOS PARA JÓVENES DE NELSON AGUILERA El emo enamorado Quisiera estar a tu lado todo el día para darte mi corazón. Tómalo, pisotéalo, destrózalo si quieres, pero quiero que sepas que tú estás adentro. Te querré hasta la muerte. Estas líneas pararon en manos de Larissa aquel viernes antes de sonar el timbre de salida. Dobló el papel en cuatro partes y lo guardó en su mochila. ¿De quién será?, le preguntó a Adriana. Seguro que es de Sergio, le contestó su amiga. ¿Sergio? No puede ser. Todos dicen que él es gay. No, no es. ¿Entonces por qué se pinta los ojos de color oscuro y usa remeras negras y rosadas? ¡Qué sé yo, cuata! Algunos dicen que es un emo. ¿Un emo? ¿Qué es eso? No sé, pero dicen que yo nunca formaré parte de ese grupo porque soy una casposa. ¿Una qué? Una gorda. Los emos tienen que ser flacos y altos y yo soy gorda y petisa. ¡Qué es lo que estás diciendo? Eso, que soy gorda, petisa y encima feliz, por lo tanto no puedo ser una emo. Allá viene mi mamá, te voy a llamar más tarde. Chau, casposa. Y Larissa se fue riéndose hacia el auto donde al subir dio un beso a su madre. A lo lejos vio a Sergio observarla con el rostro triste y el largo flequillo caído a un lado cubriéndole la mitad del rostro. El sábado sonó el teléfono una y otra vez, y cada vez que Larissa decía ¡hola! Un largo suspiro se escuchaba al otro lado del auricular. ¡Hola, hola! ¿Quién sos? ¿Por qué no hablás? Dejate ya de hinchar, ¿sí? Sólo el suspiro le respondía y se escuchaba como el teléfono se colgaba lentamente. ¿Quién es, Larissa? No sé, papá. Es la séptima vez que sucede esto. Es de un celular pero no me atrevo a llamar. Dejame, yo voy a hacerlo. El teléfono suena una y mil veces y no es contestado al otro lado. Seguro que es algún degenerado que quiere molestarte, Larissa. La próxima vez que llame decile que el teléfono está conectado con la central de policía. Así te van a dejar en paz. Ok, papi. Al llegar la noche, Larissa pidió permiso a sus padres para ir al cumpleaños de Sandra, quien festejaría sus dieciséis años con sus compañeros de clase en el Shopping Villa Morra. Allí verían la película High School Musical 3, y luego comerían pizza todos juntos. Sus padres accedieron al pedido. La llevaron hasta el punto de encuentro. Al ir llegando, observó que un grupo de chicas y muchachos vestidos todos de la misma forma: un par de jeans rotos en varias partes, remeras negras con corazones sangrantes pintados de rosado en el lado izquierdo, con piercing en las cejas y labios y el largo flequillo caído a un lado del rostro, estaban conversando tristemente. Tenían el rostro lívido y los ojos desorbitados. Era como si estuvieran totalmente dopados. Larissa ocultó su asombro al ver entre ellos a Sergio, quien también presentaba las mismas características que los demás. Ya en la fiesta, le refirió a Adriana lo que había visto. Adriana le dijo que posiblemente esos chicos fumaban marihuana. Larissa le dijo que no exagerara, que posiblemente estaban jugando algún tipo de juego. Adriana le respondió: sí, un juego, especialmente el de cortarse con arma blanca. Grande fue la sorpresa de Larissa al escuchar el ritual de los emos. Ellos quieren sufrir, Larissa.

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CUENTIRRELATOS PARA JÓVENES DE NELSON AGUILERA

El emo enamoradoQuisiera estar a tu lado todo el día para darte mi corazón. Tómalo, pisotéalo, destrózalo si quieres, pero quiero que sepas que tú estás adentro. Te querré hasta la muerte. Estas líneas pararon en manos de Larissa aquel viernes antes de sonar el timbre de salida. Dobló el papel en cuatro partes y lo guardó en su mochila. ¿De quién será?, le preguntó a Adriana. Seguro que es de Sergio, le contestó su amiga. ¿Sergio? No puede ser. Todos dicen que él es gay. No, no es. ¿Entonces por qué se pinta los ojos de color oscuro y usa remeras negras y rosadas? ¡Qué sé yo, cuata! Algunos dicen que es un emo. ¿Un emo? ¿Qué es eso? No sé, pero dicen que yo nunca formaré parte de ese grupo porque soy una casposa. ¿Una qué? Una gorda. Los emos tienen que ser flacos y altos y yo soy gorda y petisa. ¡Qué es lo que estás diciendo? Eso, que soy gorda, petisa y encima feliz, por lo tanto no puedo ser una emo. Allá viene mi mamá, te voy a llamar más tarde. Chau, casposa. Y Larissa se fue riéndose hacia el auto donde al subir dio un beso a su madre. A lo lejos vio a Sergio observarla con el rostro triste y el largo flequillo caído a un lado cubriéndole la mitad del rostro.

El sábado sonó el teléfono una y otra vez, y cada vez que Larissa decía ¡hola! Un largo suspiro se escuchaba al otro lado del auricular. ¡Hola, hola! ¿Quién sos? ¿Por qué no hablás? Dejate ya de hinchar, ¿sí? Sólo el suspiro le respondía y se escuchaba como el teléfono se colgaba lentamente. ¿Quién es, Larissa? No sé, papá. Es la séptima vez que sucede esto. Es de un celular pero no me atrevo a llamar. Dejame, yo voy a hacerlo. El teléfono suena una y mil veces y no es contestado al otro lado. Seguro que es algún degenerado que quiere molestarte, Larissa. La próxima vez que llame decile que el teléfono está conectado con la central de policía. Así te van a dejar en paz. Ok, papi.

Al llegar la noche, Larissa pidió permiso a sus padres para ir al cumpleaños de Sandra, quien festejaría sus dieciséis años con sus compañeros de clase en el Shopping Villa Morra. Allí verían la película High School Musical 3, y luego comerían pizza todos juntos. Sus padres accedieron al pedido. La llevaron hasta el punto de encuentro. Al ir llegando, observó que un grupo de chicas y muchachos vestidos todos de la misma forma: un par de jeans rotos en varias partes, remeras negras con corazones sangrantes pintados de rosado en el lado izquierdo, con piercing en las cejas y labios y el largo flequillo caído a un lado del rostro, estaban conversando tristemente. Tenían el rostro lívido y los ojos desorbitados. Era como si estuvieran totalmente dopados. Larissa ocultó su asombro al ver entre ellos a Sergio, quien también presentaba las mismas características que los demás.

Ya en la fiesta, le refirió a Adriana lo que había visto. Adriana le dijo que posiblemente esos chicos fumaban marihuana. Larissa le dijo que no exagerara, que posiblemente estaban jugando algún tipo de juego. Adriana le respondió: sí, un juego, especialmente el de cortarse con arma blanca. Grande fue la sorpresa de Larissa al escuchar el ritual de los emos. Ellos quieren sufrir, Larissa. Odian a todos, a sus padres, a sí mismos. A más de emos pueden llegar a convertirse en góticos ¿Góticos? Sí, nena, vestirse todo de negro. ¿En qué mundo vivís, Larissa? No sé, es que lo que me contás parece de película. ¿A quién le puede gustar sufrir, cortarse las venas, estar siempre deprimido y vestirse constantemente de negro? ¡A los emos, cuata! ¿Y sabés a quién admiran? ¿A quién? ¡A Hitler! ¡No! No puede ser. Lo único que falta es que quieran suicidarse. ¡Exacto! Para ellos la vida no vale nada y amenazan constantemente con aniquilarse. Creen que nadie les quiere y que nada vale la pena, ni el estudio. ¿Por qué te parece que Sergio se aplaza en todas las materias? Porque no estudia. ¡No! No es por eso. Es porque a él no le importa para nada su misma vida, ni la de su familia ni de nadie. Él cree que sufre en este mundo y está en contra hasta del mismo Dios. Pero, ¿estás segura, Adriana, de lo que me estás diciendo? Claro, nena, si mi hermano Esteban es uno de ellos. ¿Qué? Mamá ya no sabe qué hacer con él. No arregla su cuarto, escucha música triste todo el día, no come porque quiere ser más flaco de lo que es, no estudia, y hasta ya se cortó la muñeca más de una vez. Pero, ¿por qué tu mamá no le lleva a un psicólogo o a un líder espiritual para que lo trate? Ella ya se rindió y papá nunca está en casa. Él quiere solucionar los problemas familiares con plata. ¿Y tu mamá no le dice nada? Para mí que mi papá tiene otra mujer ¡No! ¿Por qué decís eso? No sé, y creo que mi mamá también ya tiene otro novio. ¡No puede ser! Todo puede ser, cuata. ¡Vamos ya a ver la película!! Ya todas las chicas están entrando. ¡Vamos!

Mientras Larissa volvía a su casa en auto, vio a varios jóvenes vestidos de negro por las calles. Esto le llevó a pensar en Sergio, en su look, en su tristeza y en la inmensa soledad que sentirá al creer que no es amado por nadie. ¿En qué estás pensando, Lari?, le interrumpió su madre. En un compañero, mamá. ¿No me digas que por fin te enamoraste, mi hija? ¡Ay, mamá, no vayas a comenzar! El papá le lanzó una mirada de cómplice a su esposa, sonrió y cambió el

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rumbo de la conversación. ¿Qué tal la película, Lari? Mucho baile, muchas canciones y estupideces norteamericanas. Todos rieron. Cuando llegaron a destino, Larissa les dio las buenas noches con un beso a cada uno y subió apresuradamente a su pieza para descansar, pero se pasó mandando mensajes a Adriana para preguntarle más sobre los emos. Alrededor de la una de la mañana estaba exhausta y se quedó dormida.

Sergio, vení conmigo, mirá esas flores ¡qué lindas son! Tocalas, ole su perfume. Vamos a sentarnos en el pasto. Traje algunos sándwiches para compartir contigo. ¡Son riquísimos! A mí me gustan los de atún. Probá uno. Es una delicia. Y este jugo de kiwi está delicioso. ¿Te gustó? Yo sabía que te iba a gustar. Lo preparé con mucho cariño para vos. ¿Por qué lo hago? Porque vos sos mi amigo y yo te quiero mucho, Sergio. Cada día de nuestra vida es un regalo y debemos vivirlo con alegría y agradecimiento. ¿A quién? ¡A Dios! No me digas que vos crees en Él. ¿Y en quién más, Sergio? Mirá el sol, mira la belleza de esos árboles, de esas flores, del agua que corre frescamente, de los pájaros que surcan el espacio. ¿Quién los creó? ¡A lo mejor todo es fruto de un accidente! No me hagas reír, Sergio. Si todo esto es un accidente, cómo sería si Dios hubiera planificado bien las cosas. Mira esta hoja. No es igual a esta porque tiene otro diseño. Y compara esta hoja con esta y con esta otra. ¿Son iguales? ¿Te parece que todo esto es un accidente? ¿Te parece que vos y yo seamos producto del azar? ¿No te miras al espejo, Sergio? Vos sos un chico hermoso y me encantan tus ojos claros. Sergio, yo te amo. Si me amas tendrás que ser una emo. ¡Estás tarado! Yo te amo y quiero ser feliz contigo, no deprimirme todo el día vistiéndome de negro y menos aún hacerme daño cortándome la muñeca. La vida se nos dio para que la disfrutemos plenamente. Dios no quiere que estemos tristes y amargados en medio de su creación. Él quiere vivir y disfrutar con nosotros. ¡Yo no creo eso! Lo sé, pero yo te voy a enseñar a amar las cosas sencillas de esta vida! Todo tiene una razón de ser, Sergio. Hasta esa sonrisa que comienza a florar en tus labios y esa pequeña luz que comienza a asomarse a la ventana de tus ojos. Vení, toma mi mano y dancemos bajo los rayos del radiante Sol.

El sonido del celular despertó a Larissa. Era un mensaje: Quisiera estar a tu lado todo el día para darte mi corazón. Tómalo, pisotéalo, destrózalo si quieres, pero quiero que sepas que tú estás adentro. Sergio.

MI PRIMERA VEZNo podía más con la presión de mis amigos. Ellos me hinchaban día y noche para dejar de ser virgen. Algunos de ellos atacaron a sus empleadas, otros a sus novias y los menos suertudos pagaron a algunas mujerzuelas para que les hicieran el favor.

Yo me crié en una familia de clase media alta, fui a un colegio bilingüe religioso y siempre se me inculcó que el sexo es para el matrimonio y punto final. La idea de que yo tuviera una aventura sexual antes de casarme ni se me cruzaba por la mente, pero la barra es la barra.

- Che, Juan Carlos ¿qué lo que te pasa che ra’a?- ¡Atacana, chamígo!- No vayas a ser vyro. A la mujer le gusta el tipo agresivo y decidido.- Para mí que vos sos gay, por eso es que no atacás.- Ndeeeee, ¡qué flojo que sos con esa rubiaza de tu curso! - Yo te voy a presentar a mi empleadita. ¡Es un bombón, che ra’a!

Este tipo de insistencias era el campaneo diario en el colegio. Yo pensaba diferente. Creía que el verdadero hombre debía respetar a la mujer, amarla, cuidarla y hacerla su esposa. Siempre consideré a la mujer como una persona muy valiosa que no puede ser tratada como un objeto sexual, como una cosa que se usa y se tira. Pero, parece que estaba equivocado.

Un sábado de noche, tomé el coche que mis padres me regalaron al cumplir los dieciocho años. Ellos no estaban, se fueron a San Bernardino de fin de semana. Mi hermano menor estaba en un quince. La cantinela de mis compañeros repicaba en mi mente segundo a segundo. Puse mi MP4 a todo volumen, encendí un cigarrillo y me fui al centro en busca de alguna presa. Me sentía un león a punto de realizar su primera caza.

Subí Estrella con lentitud. Las calles parecían el cuerpo de una mujer, el volante era como la cintura de una chica que yo podía acariciar suavemente. Aspiré el humo de mi cigarrillo. Me detuve en Independencia. Allí observé bajando a una hermosa muchacha de más o menos dieciséis años. Era una rubia teñida con tacones altos. Me miró, le sonreí y me ofrecí a llevarla donde ella quisiera. Ella dijo que necesitaba solo dar unas vueltas por Villa Morra. La llevé a San Lorenzo y lo que pasó, pasó.

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A la vuelta, yo estaba muy feliz ya que por fin podía alardear delante de mis compañeros sobre mi instinto de macho. Conduje como un loco por la avenida Mariscal López. Tanta alegría no entraba en todo mi pecho que me impidió ver el semáforo rojo en la curva de La Muerte. El coche volcó. Los dos terminamos en Emergencias Médicas. La chica estaba peor que yo porque no llevaba puesto el cinturón. Perdió mucha sangre por las cortaduras de vidrio, tenía varias vértebras rotas y un traumatismo cerebral agudo. No sobrevivió. Yo apenas, para seguir viviendo los pocos años o meses que me quedan, porque la mujer con quien perdí mi virginidad, a pesar de haber usado el mejor condón que hay en plaza, me transmitió un virus mortal. Me hice hombre a insistencia de mis amigos, muy pronto seré un cadáver.

ESTOY GORDA Y FEA

Raquel andaba siempre cabizbaja. Casi no hablaba con ninguna de sus compañeras. En la clase, participaba poco y siempre se la veía desganada. En el recreo se pasaba devorando manzanas, en el almuerzo sólo comía ensaladas verdes. Según ella estaba muy gorda, y no alcanzaba los cincuenta kilos.

De cuando en cuando, sacaba un espejito de su cartuchera, se tocaba la nariz, se arqueaba las cejas con los dedos y siempre se retocaba los labios con un lápiz labial. Según ella su nariz era muy prominente, sus ojos muy grandes, sus pómulos muy salientes y su mentón muy puntiagudo.

La madre, preocupada por las obsesiones de Raquel, llegó al colegio desesperada.- Profesor, no sé qué hacer con mi hija.- ¿Por qué, señora?- No come casi nada y si come más de la cuenta se va al baño, se mete el dedo hasta la

garganta y vomita todo lo que ingirió. Ya la llevé a un psicólogo…- ¿Y qué le dijo?- Que es normal en la adolescencia querer lucir bella y delgada.- Pero eso no soluciona el problema.- Exactamente, y lo peor es que ahora me pide una cirugía plástica.- No puede ser, hacerse eso a su edad es un crimen. - Es lo que yo le digo, profesor. Imagínese si empieza a tocarse el rostro a los quince,

¿qué se hará a los treinta?- ¿Y qué es lo que se quiere hacer?- La nariz, el mentón y los pómulos.- Pero, no le advirtió sobre la posibilidad de que la operación pueda salir mal.- Ella no quiere operarse aquí. Ya está viendo por Internet quién es el mejor cirujano

plástico en Buenos Aires.- Yo creo que usted no debe ceder. Su hija necesita ayuda profesional y creo que

ustedes, sus padres, deben ayudarla muchísimo para salir de esta crisis.- Es lo que yo le digo a mi marido, pero él me dice que no tiene tiempo para locuras de

chiquilinas malcriadas. Él viaja mucho por cuestiones de la empresa.- Pero, ¿quién la malcrió?- Profesor, es cierto que ella, comparándose con sus hermanas, es un poco feíta y para

remediar esas deficiencias nosotros la hemos mimado demasiado. Siempre hemos satisfecho todos sus caprichos…

- Y por lo que veo, el capricho de la cirugía también se lo concederán.- Y si no hay otra salida…

Raquel se fue a Buenos Aires con su madre durante las vacaciones de verano. La cirugía duró horas y el precio no fue nada miserable. El padre accedió una vez más a los caprichos de su benjamina soltando los miles de dólares necesarios para que la testaruda de su hija saliera una vez más con la suya.

Su recuperación se realizó en una casa de playa cerca de Mar del Plata. El resultado fue horrendo. Ahora la cara de Raquel se parecía bastante a la de Michael Jackson. Sólo que al cantante afroamericano le dejaron más pómulos que a ella y la nariz menos chueca. Sin embargo, Raquel se veía bella. Se consideraba una perfecta Barbie a punto de irrumpir en el mundo del espectáculo. Sus padres y hermanas le siguieron la corriente diciéndole en todo momento: ¡Qué bella nariz! ¡Ese mentón está precioso! ¡Esos pómulos están como hechos a mano! ¡Qué bella niña! Raquel se sentía feliz y amada por su querida familia. La única que lloraba en silencio era la madre. El padre levantó una demanda millonaria en contra del galeno bonaerense.

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En febrero, antes de volver a clases, la madre llamó a todas sus compañeras para pedirles el favor de no comentar negativamente sobre el nuevo rostro de Raquel. Todas estuvieron de acuerdo en apoyar el pedido, excepto Rocío.

Los primeros días de clases estaban llenos de historias desopilantes, anécdotas y relatos de experiencias veraniegas. Todos hablaban de sus viajes, los lugares y las personas que conocieron, pero Raquel se limitaba a sonreír levemente y no contaba absolutamente nada.

Las chicas la llenaron de elogios: ¡Qué bien quedó tu nariz! ¡Ahora si que lucen más tus ojos de miel! ¡Tu mentón está perfecto! Pero los muchachos se reían a escondidas y murmuraban: ¿Ya le viste pio, che ra’a? Parece una momia. Está más fea que nunca. Está peor que Michael Jackson, ¡ndeee!

Rocío esperó con paciencia para lanzar su dardo venenoso. La miraba desde lejos, no se le acercaba. Sólo chismoseaba en voz baja: Dice que su papá le está demandando al cirujano que le jugó la cara a la pobre. Se merecía este castigo porque ella nunca se aceptó a sí misma. Bueno, no es la única que se tocó la nariz en este colegio. Y no hablemos de las chicas que se hicieron la lipo. ¿Te enteraste lo de Julieta? Se mandó agregar bastante silicona en el pecho y en la nalga. Yo no me tocaría el cuerpo, jamás.

Pasaron dos meses de haber comenzado las clases y la profesora de Sociales presentó el proyecto para visitar el orfanato “Dios es Amor”. Todos los chicos y chicas del primero se dispusieron a recolectar juguetes, golosinas, ropas y zapatos usados. Raquel también formó parte del proyecto, y mientras hacían las bolsas para los niños, Rocío se acercó y le preguntó en voz alta:

- ¿Vos te vas a ir al orfanato?- Sí, ¿por qué?- Espero que esos niños estén acostumbrados a mirar monstruos, porque de otra

manera se asustarían muchísimo al verte.

Raquel se quedó pálida. No dijo ni una sola palabra. La profesora le reprochó duramente a Rocío. Jazmín tomó a Raquel del brazo y la llevó hacia el patio.

- No le hagas caso, Raquel. Ella está envidiosa de tu nariz.- ¿Te parece? A mí me parece que me odia.- Vos sabés que a ella no le da el cuero para una cirugía, entonces persigue a todas las

que nos hicimos algo.

Sin embargo, las palabras de Rocío calaron muy hondo en ella. Se fue al baño, se miró en el espejo y por primera vez, en meses, se vio fea. Su nariz le pareció chueca y sus pómulos muy hundidos. Suspiró, se secó unas lágrimas y se dispuso a ir hacia el ómnibus que los llevaría a ella y a sus compañeros el orfanato.

Durante el viaje, no pronunció verbo alguno. Se sentó lo más lejos posible de Rocío y se pasó contemplando el paisaje. Al llegar al lugar, vio desde lejos a una mujer rodeada de niños. Ella parecía alegre y feliz al estar con esos chicos.

Los estudiantes bajaron todas las donaciones para los niños, y aquella mujer se les acercó, con una sonrisa en los labios, para agradecerles. Los muchachos y las chicas no sabían qué decir ni qué hacer. El rostro de esa mujer estaba lleno de cicatrices de quemaduras. Sus manos y brazos también. Pero ella transmitía una paz y una alegría indescriptibles. Raquel se le acercó sin miedo. Se sentía como atraída por ese rostro desformado, por esa imperfección monstruosa.

La mujer, al ver la sorpresa de los chicos, les dijo:- No se asusten. Las cicatrices que tengo se deben a un incendio en el que perdí a mis

tres hijos y a mi marido. Yo sobreviví, gracias a los bomberos y a las múltiples operaciones a que fui sometida. Ahora me dedico a servir a estos niños que perdieron a sus padres, y ellos me dan un amor parecido al de mis hijos. Yo soy feliz al amar y al ser amada. Aprendí a aceptarme y amarme con este rostro deformado. La verdadera belleza está en el alma. El cuerpo, tarde o temprano, se desfigura. La verdadera belleza está en conocer a Dios y en amar a los demás y en amarse a sí mismo. Tranquilos, chicos, mi rostro es monstruoso pero mi corazón está lleno de amor.

Raquel sintió explotar algo dentro de ella. Lloró quedamente y deseó desesperadamente conocer esa belleza de la que hablaba esa mujer. La algarabía de los niños llenó el patio. Las

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bolsas fueron distribuidas a los pequeños. La boca de la mujer se llenó de risas y todos los niños vinieron a mostrarle sus regalos.

- Tía Amada, mira mi juguete.- Tía Amada, ¡qué rica es esta galletita!- Tía Amada, estos zapatos me quedan súper bien.- Y a mí me gusta este vestido, tía Amada.- Tía Amada, yo te quiero mucho.- Yo también, te quiero tía Amada.- Y yo. Y yo. Y yo.

La tía Amada se reía, recibía abrazos y besos de sus pequeños huérfanos. Se sentía realmente feliz y útil en esta vida, a pesar de lucir monstruosamente fea.

Raquel la envidió al verse rodeada de tanto amor y anheló que los brazos de su padre la rodearan fuertemente y que su madre posara un tierno beso sobre su mejilla fabricada en Buenos Aires.

LOS PERROS- ¡Tomá si que!- ¡No seas boluo, che ra’a!- Los machos toman cerveza y no gaseosa.- Dale otra latita para que empiece a acostumbrarse.- ¡Fondo blanco! ¡Arriba, abajo, al centro y adentro!

Entre juegos y ligas, Javier comenzó a beber cerveza. Cuando se reunía con los perros chupaba hasta el amanecer, y todos ellos de alguna manera lograban burlar las ordenanzas de no vender bebidas alcohólicas a menores. Una propinita por aquí y otra por allá hacían que los vendedores de las estaciones de servicio o los dueños de las bodegas les proveyeran de todo el alcohol que necesitaban para sus fiestas.

Cada fin de semana se empedaban y quedaban como chanchos tirados en sus propios vómitos.. Beber y emborracharse eran partes del ritual de la amistad que los unía cada sábado en la casa de uno de ellos. El círculo de amigos no pasaba de los diez compañeros de colegio. El domingo amanecían y se reían de las estupideces de cada uno. Hasta llegaron a filmarse para luego ver cuál de ellos producía el eructo más ruidoso o quien ventoseaba de la manera más hedionda. Las carcajadas domingueras acompañadas por un asadito y unas cuantas cervecitas más a la orilla de la piscina eran el pasatiempo favorito de estos chicos del tercer curso de un renombrado colegio chuchi asunceno.

El lunes llegaban a clases somnolientos, sin haber estudiado para las pruebas de Matemáticas y sin haber hecho ninguna de las tareas asignadas. Lo interesante de estos chicos es que con los gritos e improperios de sus prepotentes padres a los profesores, siempre conseguían pasar de curso. A los docentes les importaban un rábano estos muchachos parranderos. Si dormían en las clases, mejor. Así no molestaban a los que realmente querían estudiar y llegar a ser alguien en la vida.

Solamente el profesor Pablo se acercó un día a los diez y les advirtió sobre el peligro de beber demasiado y sobre las consecuencias de la irresponsabilidad. Ellos se rieron hasta más no poder de los consejos del profesor. Para más colmo, le insultaron diciendo que él tenía olor a pobre y que no entendía el mundo de los jóvenes de hoy. El profesor furioso les reprendió y les dijo:

- Tengo olor a pobre pero no olor a ladrón como los padres de ustedes.

La reacción del profesor le costó el puesto. Los padres hicieron un bochinche con la débil y hueca directora de la institución que enfatizaba más el uso correcto del uniforme, la prohibición del arito en los muchachos y el maquillaje en las chicas, antes que en una buena formación académica y ética en el estudiantado.

Los muchachos, amparados por el dinero y la altanería de sus padres, continuaron durmiendo en las clases e insultando a cualquier profesor que les llamara la atención. Desechaban todo consejo y se burlaban de cualquiera que representara autoridad en sus vidas. Sus progenitores ya nada podían hacer por ellos. Es decir, ya hicieron todo porque los malcriaron y crearon unos monstruos que ahora estaban a punto de devorarlos a ellos mismos. Siempre estaban tan ocupados en sus “negocios” en las aduanas, en la evasión de impuestos y en sus glamorosas fiestas donde se ufanaban de la educación de sus hijos. ¡Mi hija es la mejor del colegio! ¡Tiene cinco de punta a punta! ¡El inglés de mi hijo es perfecto! Está pensando

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estudiar en los Estados Unidos, en Harvard o en Yale. Los profesores del colegio de mi hijo son excelentes. El colegio donde van mis hijos les enseña valores eternos. Hay un respeto absoluto entre padres y profesores en ese colegio. ¡Bah! No sabés la disciplina que hay en ese colegio. Mi esposa y yo apoyamos el reglamento del colegio e instamos a nuestros hijos a obedecerlo. ¡Eran unos perfectos hipócritas e indolentes sobre la verdadera situación de sus hijos! Un sábado de setiembre, muy cerca de la primavera, los diez jóvenes organizaron la llamada fiesta negra en la estancia de Javier. Invitaron a diez modelitos de turno que disfrutan mostrando sus colas en las revistas sensacionalistas. En dicha bacanal, no sólo chuparon y se filmaron sino que también se drogaron y realizaron todo tipo de impiedad.

A la madrugada, todos borrachos y dopados volvieron a toda velocidad por la ruta Transchaco, se reían a carcajadas y seguían bebiendo con las modelitos semidesnudas que iban tirando sus prendas por las ventanillas. Fue así que la camioneta conducida por Javier no visualizó un semáforo y atropelló con ímpetu un coche en el que iba una familia completa rumbo hacia el hospital para el nacimiento del tercer hijo. La camioneta se tumbó, dio tres vueltas y fue a parar por un comercio. El coche quedó aplastado. Sólo sangre chorreaba por entre las arrugas metálicas del auto. La muerte danzaba sobre los dos vehículos. La camioneta de José Luis frenó a tiempo, y todos contemplaron la tragedia desde su estado etílico.

Las cinco modelitos y tres compañeros de Javier murieron en el acto. César quedó paralítico y a Javier tuvieron que amputarle un brazo, una pierna y trataron de reconstruir lo que quedó de su rostro. Hasta hoy sigue viviendo pero nadie le menciona ni quiere darle la idea de salir a chupar con los perros. Sus padres culparon a las modelos, a la policía, a la familia muerta, al asfalto y al semáforo que estaba en rojo.

LA RUBIA O YODisculpame, Carla, que te llame a esta hora, pero necesito desahogarme con alguien que me entienda. Vos no te imaginás lo que ese miserable de Joel me hizo. Sí, nena, ya sabemos que es un sinvergüenza de primera, pero yo soy tan estúpida que me enamoré de ese infeliz.

Esta noche en la discoteca estaba con Solange, sí la rubia teñida ésa que camina como un pavo real para exhibir las pocas carnes que tiene en el trasero. Vos sabés que la chica no es una buena mandarina. Todo el mundo dice que se acuesta por plata con cuantos machos se atraviesen en su camino. Y el muy caradura de Joel la estaba besando apasionadamente, sí, cerca de los baños. Ella, al verme, no le soltó sino que a propósito siguió besándolo como si realmente estuviera enamorada de él. ¡Casi me muero! Pero como una buena señorita lo ignoré. Entré al baño, me comí todas las uñas y me dije a mí misma: Tranquila, Silvia, tranquila. Vos no tenés por qué rebajarte y hacer un escándalo. Dominate, nena. Tranquila, tranquilita.

Pero eso no es todo, cuando fui hacia al lounge, ay, querida aggiornate, lounge es donde están los sofás; le vi besándose con Amalia. Sí, mi propia compañera de colegio. No pude creer lo que estaba viendo. Yo me pinché para asegurarme de que no estaba soñando, pero no, era el desgraciado de Joel con otra rubia. No, Amalia no es teñida, ella es una rubia auténtica. Parece que el calentón de Joel tiene una debilidad tremenda con las rubias.

Me puse furiosa. Amalia me vio, se levantó y se fue casi corriendo. Quizás tuvo miedo de que yo le hiciera un escándalo o algo así. No, nena, naa que verr!! Yo soy decente. No voy a descontrolarme y estirarme de los pelos con alguien.

Yo entiendo que Joel sea débil y que esté obsesionado con las rubias, yo creo que tendré que teñirme para retenerlo. ¿Te parece? A mí me gusta tanto mi negro pelo.

Sí, ése es otro problema. El tipo estaba totalmente en pedo. Bebió toda la noche. A mí me preocupa esa situación. Yo ni quiero pensar que algún día me llegue a casar con un borracho. Sí, mi papá murió de cirrosis y lo que hemos sufrido nosotros no tiene nombre. Mi mamá sufrió muchísimo. Ni te cuento cómo mi papá le pegaba a mi mamá en sus momentos de ebriedad. Yo no quiero que mis hijos tengan un papá borracho y mujeriego. Yo sueño con tener una familia feliz, que los fines de semana salgamos con los niños a caminar, a jugar en el parque y por sobre todas las cosas que cuidemos y amemos a nuestros hijos de todo corazón.

Por otro lado, vos sabés que Joel es el peor de su clase. El tipo es el más burro de su grupo. Yo no quiero un marido sin preparación. Además, ¿vos sabés que sus padres están separados?

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Para mí que eso le afectó muchísimo. La mamá se fue con otro y el papá ya tiene otra en su lugar. Él y su hermano andan como bolas sin manija. Los pobres están solos en el mundo y todo el dinero que les dan sus padres no puede llenar el vacío que tienen.

Yo sé que yo no le voy a salvar a Joel, él necesita ayuda y yo no soy una psicóloga ni un líder espiritual que le pueda rescatar del hoyo en que está metido. Por eso mismo, ¿sabés lo que hice? Espera, nena. No te apures. Te voy a contar todo, a pesar de que ya es tardísimo. Decime, ¿tus padres están durmiendo? Ah, bueno, entonces no hay problema.

Me fui a sentarme al lado de él en el sofá. Él muy cínico me abrazo y me dijo, Mi amor, ¡qué bueno que viniste! Ya te estaba extrañando. Yo le dije:

- Joel, lo nuestro no va más.- ¿Por qué, capullito?- ¡Cómo que por qué!- No entiendo por qué me querés dejar. Yo te quiero mucho capullito.- Yo también te quiero, pero debo pensar en mí, en mi futuro, en la familia que quiero

tener.- Nosotros, podemos tener todos los hijos que quieras, mi cielo.- Ese no es el punto.- ¿Y cuál es el punto?- ¡Qué tenés que decidirte! - ¿Decidirme? - Sí.- Las rubias o yo.- ¿Rubias?- Sí, a vos te gustan las rubias.- ¿Vos decis por las cervezas?- ¿Cervezas?- Sí, las cervezas de todas las marcas son rubias y a mí me gustan las rubias.- Bueno, también las cervezas y las mujeres rubias.- ¡Ja,ja, ja, ja, ja!- ¿Por qué te reís?- ¡Porque a mí me gustan las dos!- ¿Las dos?- Sí, las mujeres rubias y las cervezas rubias.

Ese fue el momento en que me levanté y decidí no verlo nunca más. Sí, él dice que me quiere, pero te parece que yo puedo seguir siendo tan estúpida para soñar con alguien que me pondrá cuernos el resto de mi vida con rubias y será un borracho empedernido. No, nena. Yo tengo dignidad, y por más que el tipo se forre de plata no tengo intenciones de hacer de mi vida un infierno. Lo dejé y lo dejé para siempre. Esto era lo que quería compartir contigo. Perdoname que te haya llamado a esta hora de la madrugada. Gracias por escucharme y por comprenderme. Sos una amiga re-genial. Buenas noches. Nos vemos el lunes en el cole.

Carla sonrió al apretar el off de su celular, se meció bien su abundante pelo rubio y llamó a Joel justo cuando daban las tres de la madrugada.

PAPÁ, VOS NO SABÉS NADA¿Qué sabés de MP4, Ipod, Vista o Google Chrome? Por favor, papá, ni siquiera conocés a Will Smith, Adam Sandler, Christina Aguilera, Britney Spears o Hayden Christiansen. Tu época ya pasó, papá. Estás en el viejazo. La nueva generación soy yo, nosotros los jóvenes. Vivimos otra era, la de la informática, la digital y la satelital. No podemos seguir aceptando costumbres de otros siglos. ¿Me entendés, papá?

Te entiendo, mi hijo. No, no me entendés, papá. Vos crees que entendés, pero realmente no tenés ni idea de lo que es el mundo de ahora. Esto no se compara a lo que vos viviste. Para tu generación la televisión, el teléfono, el fax y haber llegado a la luna fueron los grandes pasos de la humanidad, pero lo que nosotros experimentamos está a cien años luz de tu mundo. La humanidad va hacia el desarrollo total de todas las potencialidades del ser humano. Para nosotros ya no hay secretos, papá. Todo, gracias a los inventos de la ciencia y de la tecnología. Hoy quiero ver un átomo y lo veo, papá. Quiero una información sobre el BIG-BANG, aprieto un botón y allí está frente a mis ojos millones de páginas que puedo leer y analizar.

La pregunta es ¿leés realmente toda la información? ¿Entendés todo lo que te dice la Internet, mi hijo? O te pasás copiando y pegando sin procesar nada en tu pequeño cerebro. ¿Vos creés todo lo que te dicen o de vez en cuando, te quedás a analizar si no te están manipulando y

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vendiendo baratijas como si fueran diamantes? ¿Será que sos libre, hijo mío, o será que te convertiste en esclavo de los juegos electrónicos, del Orkut, de la fantasía que te brinda el cine y de la música sin profundidad? ¿Qué pensás al respecto?

Pero, papá, ¿vos creés que yo soy tonto? No, yo soy más inteligente de lo que pensás. Para vos todo esto de la tecnología es un peligro y no te das cuenta que yo desarrollo más mi creatividad interactuando con mucha gente al otro lado del planeta. ¿Vos conocés a esa gente, mi hijo? ¿Sabés algo de sus valores? Ellos pueden hacer de vos lo que quieran una vez que tengan tu mente y tu voluntad en sus manos. Hasta te pueden hacer asesinar a alguien.

No me hagas reír, papá. Vos si que estás imaginando estupideces. Espero que lo que te estoy diciendo sean realmente tonteras, mi hijo, porque lo que pasó en China la semana pasada puede pasar en cualquier parte del mundo. No, papá, ese era un loco que le mató a la persona con quien estaba combatiendo en el jueguito electrónico. Yo no voy a hacer eso, jamás.

Pasaron los días, las semanas y los meses. Víctor no se apartaba de su compu, tenía todos los sentidos metidos en ella. Se atrasó bastante en el colegio, se aplazó en nueve asignaturas y comenzó a engordar como un chancho. Ya no le gustaba hacer ningún deporte y los encontronazos con su padre aumentaban cada día.

Un día, cuando su querido padre le llamó la atención para dejar la computadora e ir a bañarse porque ya llevaba todo el fin de semana sin mojarse siquiera la cara; Víctor se levantó y le gritó a su padre, con un cuchillo en la mano: ¡Te dije mil veces que no me molestaras más cuando estoy jugando creativamente con mis amigos virtuales! ¡Me volvés a molestar y te voy clavar con esto! ¡Me entendiste viejo atrasado!

El padre se quedó lívido. No podía creer lo que estaba escuchando. Miró a su hijo que en otrora fuera tan elegante y delgado, pero ahora con casi 115 kilos encima, con unas tremendas ojeras y con un cuchillo en la mano se parecía más a un demonio engordado que a un adolescente de diecisiete años. ¿Qué pasó? ¿Qué hice? Se preguntó a sí mismo. Debí ser más duro con él y no tratar de consentirlo en todo porque su madre nos haya abandonado. No, esto no puede seguir así.

Víctor, calmate. Está bien. Seguí con tu juego, ¿Ok? Y después de lanzar una felina mirada a toda la habitación, volvió a su vicio con una sensación de victoria sobre su progenitor. El padre salió al patio, tecleó su celular y una voz muy amable resonó al otro lado de la línea. Recibió algunas indicaciones y cortó.

Luego salió por un momento. Al regresar observó que Víctor estaba más que metido dentro de su juego favorito: El sangriento puñal. Le preparó un jugo de frutillas y unos sándwiches. Echó unas gotitas en el jugo y se lo llevó a su único y adorado hijo.

Víctor, aquí te traigo algo para masticar y beber mientras estás jugando. No le prestó la más mínima atención. Seguía sumergido dentro de su droga, embelesado y totalmente acelerado por cada cabeza que rodaba o por cada brazo que cortaba en su pantalla. Casi en forma automática bebió el jugo de un tirón y devoró los sándwiches sin ni siquiera mirarlos. El padre lo seguía observando desde la puerta.

A los quince minutos, Víctor cayó sobre el teclado de su computadora totalmente dopado. El padre hizo un gran esfuerzo por retirarlo de la silla y recostarlo en su cama. Llamó otra vez al centro asistencial, cuyo personal no tardó ni veinte minutos para entrar a la casa y llevarse a Víctor. El padre lloraba, pero por amor a su hijo no tuvo otra alternativa. Y aunque él no sabía nada de MP4, Internet, Vista o Google Chrome, sabía que su hijo estaba al borde de la locura y quería salvarlo.

¡QUÉ VERGÜENZA!Carolina se detuvo justo en la puerta de la sala de profesores. La profesora Obdulia estaba despotricando en contra de su madre. No hizo el menor ruido para escuchar el relato que la docente hacía a la profesora María Inés. Esa señora está totalmente loca. Pero ¿te podés imaginar que me vino a gritar como si fuera una placera? Sí, me dijo que ella paga este colegio y que nosotros debemos estar a su servicio para solucionar los aplazos de su hija. Yo que culpa tengo si la chica se pasa los fines de semana de fiesta en fiesta, y durante la semana no hace otra cosa que charlar con sus compañeras por teléfono, entrar en Orkut y chatear con medio mundo. Ella no hace absolutamente nada en clase. Ya le saqué su celular unas diez veces, por lo menos, y esta

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chica no escarmienta. Parece que está drogada con el celular y el MP5. Lo peor de todo es que la directora no nos apoya porque no quiere perder alumnos, y nosotros tenemos que soportar la histeria de madres y padres que no ponen orden en su casa y quieren que nosotros enderecemos los árboles que ellos torcieron. Yo creo que esto no es un colegio sino un verdadero manicomio.

La profesora María Inés le contestó diciendo: Espera que llegue noviembre y vas a ver lo que esa señora va a hacer. Te aseguro que va a traer un abogado para que su hija salga primera alumna y si es necesario va a pedir un recurso de amparo porque, según ella, su hija es una maravilla. ¿Vos sabés que la señora esa le abandonó a su marido por su personal trainner? ¿Quéeee? ¡No puede ser! Y después viene a hablar de moral y de espiritualidad. Pero no es la primera vez, la descocada esa ya se había metido con su masajista y con su profesor de inglés. Esa es una verdadera tarambana, mi hija. Su pobre hija ni quiere hablar de ella. ¿Por qué te parece que la pobre engordó como una vaca? ¿Y el hijo? Está más agresivo que nunca. La vez pasada me dijo que yo era una vieja amargada. Le expulsé de mi clase. Claro, que la señora directora calmó las aguas y me pidió, me exigió que le perdonara porque la situación familiar en que se encuentra es lamentable. Y como no quiero perder mi puchero tuve que aceptarlo de nuevo en mi clase.

Che, ¿y el papá? Ese es otro turulato. Trabajaba en la Aduana y allí robó un montón. ¿Viste la mansión que tiene? Eso no es producto de su trabajo honesto, nena. Además, se metió con su secretaria y se fue con ella a Buenos Aires. Vive allá. La secretaria no es la primera víctima porque ya había embarazado a su propia comadre. ¡No puedo creerlo! Créelo, nena. El compadre casi lo mata. Esa familia es un verdadero quilombo, querida. Y nosotros tenemos que hacer el milagro del aprendizaje en jóvenes destrozados por sus propios padres.

La profesora Obdulia retomó su discurso: A mí me da pena Carolina. Ella es tan buena pero tan desfachatada, la pobre. Creo que trata de evadirse en el Orkut y en el chat. Espero que no llegue a encontrar un sinvergüenza que se aproveche de ella, porque chicas como ella son presas fáciles de los degenerados. Les prometen el oro y el moro, a más de amor eterno. Después, pájaro que comió voló y las chicas quedan con la criatura en la panza. Che, ¿te enteraste lo que se está diciendo por ahí? No, ¿qué es? Que aquí en el colegio, ahora mismo hay diecisiete chicas embarazadas. ¡No puede ser!

¿Y por qué no, mi hija? A la juventud se le manipula que da miedo en este país. Mucha publicidad sobre sexo, droga y rock and roll, pero nadie advierte sobre las consecuencias. A propósito, dice que la mamá de Carolina es obstetra y que hace eso que sabemos. ¡No puede ser! ¿Por qué no? ¿De dónde vos crees que saca tanta plata, la vieja esa, para hacerse el lifting, la lipo y conseguirse los amantes que tiene? ¿Por qué te parece que tiene esos rasgos esquizofrénicos? Su conciencia no le deja en paz porque ¡quien sabe cuántos niños mata al mes, querida! Según el Ministerio de Salud, en este país se hacen más de diez mil abortos al año. Muchas de esas chicas mueren de septicemia. Yo creo que hay más muerte por aborto que de SIDA en este país. Hay gente que va a vender su alma al diablo por la plata. ¡Increíble!

Carolina sintió un gran nudo en la boca del estómago. Respiró suavemente para no ser oída. Nunca se imaginó que su madre hiciera todo lo que las profesoras comentaban. Tampoco sabía lo de su padre. Para ella, su familia era lo más normal, pero al escuchar semejante chisme se le abrieron otras ventanas para mirar a sus padres desde otra perspectiva.

Se dio la vuelta despacito, caminó lo más suave posible y se agachó para que no la vieran a través de la ventana. Se fue al baño, lloró amargamente y mil veces se repitió a sí misma: ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza!

LA VERDAD¡No soporto más! Cada domingo de mañana siento un odio inmenso hacia él. Lo veo dirigir el coro como el hombre más piadoso de toda la congregación. Pone esa cara de santo inmaculado que convence a todo el mundo de su fingida pureza. Lo raro de todo esto es que hasta mi propia tía se persuade a sí misma de que su marido es un varón impoluto. ¡Si realmente lo conociera!

Mi madre tampoco ve las maldades de su cuñado. Según ella, no hay hombre más espiritual que él en todo el pueblo. Muchas veces me envió junto a él para que orara por mí. No puedo apartar de mi mente las palabras de mi madre: Tabea, tienes que ir a hablar con el tío Paúl

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sobre esas dudas religiosas que tienes. Él va a orar por ti y te enseñará todo cuanto necesitas saber sobre la fe.

Yo, obediente a mi madre y con la confianza en el pecho, siempre fui al tío Paúl para que disipara mis dudas religiosas. Al principio se mostró solícito y cordial. Conocía la Biblia de punta a punta y era un verdadero placer escucharlo. Pero ¿cuál fue mi sorpresa aquella tarde gris de agosto? El muy infeliz me besó y me toqueteó a su gusto y paladar. No pudo hacerme más cosas porque salí corriendo cuando en un descuido me dejó sin los barrotes de sus brazos. A partir de ese momento el tío Paúl se convirtió para mí en el propio diablo disfrazado de ángel de luz.

Llegué a casa llorando y se lo relaté a mi madre todo lo sucedido. Mi madre replicó: ¡Qué estupidez estás diciendo! El tío Paúl jamás haría eso. Él es un santo varón. Inventas esas cosas de tanto ver telenovelas y escuchar músicas groseras. ¡Vete a tu cuarto, de inmediato!

No pude creer que mi propia madre cerrara sus oídos y su corazón a lo que acababa de sucederme. Si al menos pudiera contárselo a mi padre, pero él tampoco me creería. Como pastor de la iglesia debería disciplinar a ese degenerado o expulsarlo de la congregación, sin embargo, él no lo haría. Mi padre es muy flojo y jamás disciplinaría a los ricos que aportan bastante para las obras sociales y evangelísticas de la iglesia. El tío Paúl es un peligro poderoso y yo no tengo fuerzas con mis débiles quince años para luchar en contra de él. Haré lo que siempre hice cuando me sentía impotente: me seguiré refugiando en el silencio.

Por ahora me conformo con odiarlo cada domingo desde mi banco. Pero llegara el día en que yo lo desenmascararé y le mostraré a todo el mundo el rostro de ese demonio disfrazado de director de coro.

Al terminar el himno Pecador ven al dulce Jesús, no pude creer lo que empezaba a ocurrir en la iglesia: Una mujer acaba de levantarse de su asiento llorando e instando a otras a que la acompañasen. Eran nueve en total, algunas solteras, otras casadas, jóvenes y no tan jóvenes. Se acercaron al altar y pidieron el micrófono. Mi padre no se las dio. Aún así una de ellas gritando confesó: Hermanos y hermanas de la iglesia, esto no puede seguir así. Observé que el rostro del tío Paúl se volvía blanco como un papel. Un silencio casi místico se apoderó de la congregación. Mi corazón palpitaba incesantemente. Yo y estas ocho hermanas hemos sido abusadas por el señor Paúl Stone, y mi hermana está embarazada de tres meses de él. Hasta el momento ninguna de nosotras se atrevió a hablar porque él nos amenazaba diciendo que mataría a nuestros padres o a nuestros maridos si confesábamos. Pero el dolor y la culpa que nos carcomen son más grandes que el miedo que sentimos de que eso ocurra. ¡Aquí hay que hacer algo con este señor!

Su esposa se desmayó, mi madre lloraba y se reía de los nervios. Mi padre quiso suavizar el hecho: Pero, hermanas, no dejen que la maldad les domine. El hermano Paúl siempre ha sido un buen miembro de esta congregación y estoy seguro de que todo se puede arreglar en forma armoniosa y pacífica entre los hijos de Dios.

Al escuchar esto sentí que una fuerza me levantó de mi asiento y hablé: ¡No, papá! La justicia de Dios ha llegado hoy a esta iglesia. Yo también fui víctima del tío Paúl. La congregación suspiró hondamente, escuché a mi madre sollozar unos bancos más adelante, mi padre quedó atónito. Miró al tío de soslayo y con cierta furia en sus ojos. Papá, él quiso abusar de mí más de una vez y se lo conté a mamá, pero ella no me creyó. Tú, como siervo de Dios, debes escuchar lo que te dicen estas hermanas y disciplinar al tío de una buena vez. No te preocupes por el dinero que él aporta a la iglesia. Estoy segura de que Dios proveerá porque Él no respaldará los pecados de este monstruo que dirige nuestra congregación cada domingo.

En eso, el tío Paúl quiso salir corriendo por la puerta trasera pero los hombres del coro le cerraron el paso. Él gritó y ordenó a que se le abriera el camino. Nadie le obedeció. Yo saqué mi celular, llamé a la policía y en diez minutos ya lo estaban esposando y llevando hacia la comisaría. Logré mi objetivo. Desenmascaré al diablo.

Mi madre se me acercó llorando y pidiendo perdón. Un diácono hizo un llamado a la oración. Todos quedaron, menos mi padre que en medio de todos fue saliendo como ensimismado y repitiendo una y otra vez: Por mi culpa, por mi culpa, por mi culpa.

EL PRIMER TELEVISOR- Mi mamá está enferma y hoy no vamos a ver la tele.- Pero y nuestra novela de la siesta.

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- Ella dice que se le subió la presión.- Bueno, que se mejore, decile.

Ña Guillermina no tuvo otra alternativa que buscar otra vecina con quien pudiera ver su novela Los ricos también lloran. Su comadre, Ña Juanita, amaneció de mal humor y no quiso recibir a nadie en su casa, ni siquiera a su querida comadre.

Milciades vio que su madre estaba decepcionada y fastidiada por no tener un televisor. Vio también que sus hermanitos tenían que ir a mendigar en las casas ajenas para ver los dibujitos animados. Se sintió frustrado y se decidió a conseguir un televisor para su familia cueste lo que cueste.

Él trabajaba de ordenanza en una empresa donde ganaba doce mil guaraníes al mes, era el único que traía algo a la casa. Su hermano menor Alcides contaba con once años y su hermanita Susana con siete. El padre se había esfumado como neblina al amanecer. Ña Guillermina lavaba ropa ajena cuando su dolor de cintura le permitía.

Milciades era un joven de diecisiete años, vivaz y astuto para trabajar y ganarse algún dinerito extra. Fue así que se ofreció a una tienda de la calle Cerro Corá a vender cintos, anatómicos y hasta bombachas en forma paralela con su otro empleo. Él no tenía problemas para llevar estos productos en su maletín y ofrecer a los empleados bancarios y a los funcionarios públicos mientras realizaba las gestiones de la otra empresa.

- Che, aquí tengo unos cintos hermosos que te van a gustar.- Vamos a ver, un poco.- Mil nomás te sale.- Dejame uno.- Ah, y mirana un poco estos anatómicos, son súper cómodos.- ¿Cuánto salen?- Quiniento’i nomás.- Dame dos.- Y este si que le va a quedar genial a tu patrona.- Vos me vas a dejar en la lona, Miliciades. Dejame uno, pero disimuladamente para

que los perros no se rían de mí.

Así, con las ganancias de las ventas y su sueldo mensual Milciades iba juntando para la entrega inicial del primer televisor que llevaría a su casa. Les pidió a sus compañeras de trabajo para que le salieran de garante y la única que se animó fue Estela.

Milciades fue con Estela a la Casa Elvor y así consiguió firmar los quince pagarés de mil quinientos guaraníes cada uno para retirar el aparato. Fue un viernes de tardecita, el calor de diciembre se sentía en todas partes. Milciades retiró un televisor Phillips de 24 pulgadas y sonrió satisfecho. El problema que surgió es que no tenía ni un centavo para ir en colectivo y menos aún en taxi con el preciado obsequio para la familia. Entonces, con el televisor al hombro, resolvió caminar desde 14 de Mayo y Oliva hasta el barrio Sajonia.

El sudor le chorreaba de todo el cuerpo, pero a Milciades no le importó ese detalle. Su alegría era más grande que el peso del televisor y que el calor de diciembre. Se imaginaba a sus hermanitos sentados frente a la pantalla y reírse a carcajadas de las aventuras de Tom y Jerry. También a su madre secarse las lágrimas cuando la pobre Mariana era víctima de las traiciones de Esther. Su familia ya no mendigaría para ver televisión.

Al llegar a General Díaz y Hernandarias, un señor mayor de aproximadamente sesenta años se le acerca y le dice:

- Mi hijo, mi esposa está internada en el Hospital Militar y tengo que comprarle este remedio y no tengo la plata.

- Señor, yo …- Y te quiero empeñar este anillo carretón por cinco mil guaraníes para…- Don, yo te quiero ayudar pero no tengo ni siquiera para mi pasaje.- Por si acaso, ¿no sabés dónde puedo empeñar este anillo?- Y si te vas aquí derecho vas a encontrar la Casa Rosada. Allí podés empeñar tu anillo,

don.- Gracias, che ra’y.

Milciades continuó su camino hasta llegar a su casa. Sus hermanitos saltaron de alegría con el regalo y su madre estaba agradecida por el esfuerzo que su hijo había hecho en favor de la familia. Ahora podía acostarse en su cama, olvidarse de las humillaciones de sus vecinas,

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soplarse con su pantalla paraguaya y ver Los ricos también lloran desde su apoltronada pobreza.

Milciades no se conformó con el televisor, vio que su familia debería ahuyentar el calor con agua helada de una heladera y con algún ventilador de pie; por lo tanto, no pararía de seguir trabajando como ordenanza y vendiendo cintos, anatómicos y hasta bombachas, con tal de satisfacer las necesidades de su familia.

YO QUIERO SER DOCTORANde tarováningo nde! ¿De dónde sacaste esa estúpida idea? Nosotros somos pobres, che rajy y jamás vamos a poder pagar tus estudios en Asunción. Si vos querés estudiar Medicina vas a tener que ver qué vas a hacer porque la enfermedad de tu hermano ya nos dejó en la lona, mi hija. Vos sabés bien que el precio del takuare’ê ya no es el mismo que antes y que la azucarera nos explota a todos los campesinos. Apenas ningo tenemos para comer y vos katu querés ser doctora, ndaje. No, mi hija. Pensá bien y después vamos a hablar otra vez.

Gabriela se sintió desmoronada pero no destruida. Presentía que esa iba a ser la respuesta de su padre y era como un dejavu para ella. Ya lo había vivido antes sin saberlo cuándo ni dónde, pero esas palabras ya las conocía de memoria.

Se fue hacia los cañaverales con sus pensamientos bailando en su mente. La idea de ser médica había sido su sueño desde niña. Siempre se vio a sí misma en la sala de un hospital ayudando a los niños a recuperarse; y su gran deseo era ver a su hermano Aníbal levantarse de la cama a saltar, cantar y jugar otra vez con sus otros hermanitos. ¡Cuánto quería ser ella la que lo ayudara con sus conocimientos y habilidades de pediatra!

No voy a retroceder. Yo voy a ser médica. No me quedaré en este pueblo para ser la sirvienta de otro campesino. Yo nací para triunfar. No de balde me esforcé tanto a estudiar Química, Física, Matemática y Biología como una condenada estos tres años. Claro que le debo mucho a la profesora Esther, pero un día se lo voy a pagar todo. Mis ahorros me ayudarán a instalarme en alguna pensión para comenzar, pero ¿y después? Después ya veremos. Lo que realmente importa es ingresar a la universidad, sea como sea. Menos mal que la profesora Ana María ya me inscribió para los exámenes de ingreso. Papá se muere si sabe que ya estoy inscripta. Más vale no decirle nada. En dos semanas debo estar en Asunción.

Las azules pendientes del Ybytyrusu se divisaban en la distancia. Gabriela amaba aquellos cerros entrañablemente. Desde niña los había visto cada mañana al ponerse su blanco guardapolvo para ir a la escuela y al beber su cocido con leche sin las tres galletas, que ella guardaba en sus amplios bolsillos para su recreo y no las comía hasta sonar la campanilla de las nueve.

Amaba también la vida del campo: apacible y tranquila. La sencillez de la gente era tan ingenua que muchas veces se confundía con la ignorancia. Quizás el no saber crea menos complicaciones en la vida de la gente, cavilaba Gabriela. Ella era una chica vivaz, ávida lectora de todo lo que cayera en sus manos, y si era una revista o un libro sobre el cuerpo humano Gabriela devoraba con sus ojos hasta la última letra de cada artículo, de cada párrafo.

Al llegar a la adolescencia, su fama de sabionda ya había traspasado las fronteras de Valle-pe. Todo el departamento del Guairá sabía de sus ganas de leer y de adquirir conocimientos. Su decisión de ser médica no fue sorpresa para nadie, excepto para sus padres, que escépticos ante la decisión de Gabriela, se preocupaban por la enfermedad de Aníbal y por lo único que tenían para sobrevivir: unas cincuenta hectáreas de caña dulce.

El calor de marzo seguía ardiendo en las casas paraguayas. En Valle-pe, el calor se desplazaba como llamaradas por los cañaverales, por los ranchos y por los calcinados cultivos de los lugareños. Los rayos del sol no perdonaban a nadie ni a nada. El suelo estaba árido y sediento. De cuando en cuando caía una tardía tormenta estival que refrescaba los campos por unas horas hasta que el vapor, cálido y sofocante, comenzará a subir de nuevo desde la húmeda tierra.

En medio de olores y sudores veraniegos, Gabriela se despidió de sus hermanitos, de Aníbal que no entendía mucho lo que estaba pasando pero que aun así dejó rodar dos gruesas lágrimas por sus mejillas. La madre rompió en sollozos y entre bendiciones y buenos deseos abrazó a su hija por última vez. Su padre, soplándose con el sombrero piri toscamente, se

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acercó, la abrazó y le dio en un sobre unos cien mil guaraníes. Gabriela se contuvo fuertemente para no lanzarse a llorar sin consuelo en sus brazos. Debo ser fuerte, pensó para sí. Él necesita verme segura de mi decisión. No debo retroceder. Mi decisión está hecha.

En la calle la esperaba la profesora Ana María con el motor del auto encendido. Ella la llevaría hasta Villarrica, donde Gabriela tomaría el ómnibus rumbo a Asunción. Subió al coche casi en forma solemne. Movió la mano derecha en señal de otro adiós y fue alejándose lentamente de su pueblo, de su casa, de su familia. A lo lejos seguía divisando a su padre abanicarse con su sombrero y a su madre secarse las lágrimas con un blanco pañuelo.

Gabriela había estado en Asunción un par de veces cuando niña, pero nunca sola. Llegó a la terminal de ómnibus con algunas indicaciones escritas en una hoja en blanco en su mano derecha y su raída maleta en la izquierda. Tomó la línea 8 y se fue hasta el barrio Dr. Francia a la pensión “Los estudiantes” ubicada sobre la calle Dr. Mazzei, muy cerca de la facultad de Medicina. Entró a un cuarto pelado donde había una cama elástica de una plaza, una mesita con dos sillas y un roperito de un cuerpo, ya gastado y con los espejos rotos. Se acomodó como pudo, pagó un mes adelantado por el cuartucho y se dispuso a repasar sus lecciones de inmediato. El examen de Matemáticas sería el primero y lo debería tomar al día siguiente de su llegada.

Las evaluaciones se sucedieron unas tras otras. Gabriela estaba feliz con cada experiencia en las aulas de la universidad. Se sentía importante y muy desafiada. La actitud de los profesores arrogantes la intimidaba un poco, pero se sobreponía respirando profundamente y convenciéndose a sí misma de que ellos no la vencerían.

El día deseado llegó. Grupos de estudiantes apretujándose para ver la lista de ingresantes con sus respectivos puntajes. Había llantos, desmayos, gritos de alegría. Padres y madres que abrazaban el fracaso de sus hijos, otros que los besaban y saltaban con ellos por el logro obtenido. Gabriela fue acercándose lentamente a la gran pizarra verde. Las piernas le comenzaron a temblar, el corazón le palpitaba apresuradamente, sintió que los labios se le secaron súbitamente y que la lengua se le había pegado al paladar. Cuando estuvo bien enfrente de la larga lista, levantó su dedo índice y fue recorriendo los apellidos uno a uno hasta llegar a la letra S. No pudo contener su grito ni sus lágrimas cuando vio su nombre: SALDÍVAR FRETES GABRIELA MARÍA con el puntaje total requerido para el ingreso. Había hecho el 100 % en todos los exámenes.

Salió corriendo a buscar una cabina telefónica. La profesora Esther debía ser la primera en enterarse de su triunfo. Ella se lo comunicaría a sus padres, ya que los mismos no contaban con un aparato telefónico. La profesora se gozó en gran manera con su discípula y lloró en forma entrecortada al relatarle lo sucedido con su familia:

- Gabriela, esta mañana sucedió algo terrible. Como la sequía sigue azotando a Valle – pe incesantemente, cada hoja de caña de azúcar es combustible potencial para un incendio. Y alguien, que pasó fumando por los cañaverales de tu padre, arrojó la colilla de su cigarrillo. Luego todo se redujo a cenizas. Tu papá está por el suelo. Tu mamá está lamentándose.

- ¿Qué le pasó a mis hermanos?- Gracias a Dios, a ellos no les pasó nada, pero la vaca lechera quedó carbonizada.

Nadie pudo rescatarla del fuego. - ¿Y Aníbal?- Él está bien. Yo creo que tenés que venir de vuelta. Tu familia te necesita aquí.- No puedo profesora, no puedo. - Pero, mi hija…- No puedo…no puedo.

Y colgó el auricular para salir corriendo hacia la pensión. Ya en su cuarto se tiró a la cama y lloró amargamente. La soledad se acercó a hacerle compañía y para ser su consejera y amiga por largo tiempo.

Las clases comenzaron y la poca plata que le quedaba invirtió en comprarse unos championes chinos y el tradicional guardapolvo blanco de los estudiantes de Medicina. Estaba feliz y triste. ¡Cuánto le hubiera gustado ayudar a su familia a levantarse de la tragedia!, pero ¡cuánto deseaba que sus sueños comenzaran a despegar el vuelo hacia el futuro!

Gabriela se sentó en primera fila. Su actitud tímida y meditabunda hizo que las chuchis de la clase la ignoraran por su facha de campesina y de pobre. Los profesores, sin embargo, la observaban bien de cerca. Especialmente al ver los resultados de los primeros exámenes.

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¿Quién era esta chica que obtenía puntaje sobre puntaje en todas las materias? ¿De que colegio viene? ¿Dónde la prepararon tan bien? ¿Quiénes son sus padres? Ella era diferente de los recomendados por los políticos de turno o de los que ingresaron porque sus padres ostentaban tres apellidos rimbombantes. Ella era ella, y nadie más.

A mediados de julio, la dueña de la pensión la echó a la calle poniendo todas sus pocas pertenencias en la vereda. A Gabriela se le agotó la plata y ya no pudo pagar el alquiler del cuartucho. Tomó sus bártulos que no eran tantos, y se fue arrastrándolos por las calles de Asunción. Hacía frío, lloviznaba y la noche comenzaba a caer. Llegó sobre la calle 4ª. y Ayolas. Se quedó enfrente a una casa derruida y abandonada. Empujó el portoncito y entró casi con miedo. Pasó al patio trasero, subió unos cinco peldaños, dio un breve golpe a la puerta y ésta se abrió chirriando, lentamente. Gabriela estaba ingresando a su nuevo hogar.

En el interior encontró una mesa herrumbrada, cuatro sillas viejas, algunos cubiertos oxidados y lo que alguna vez fue una cama matrimonial, sin colchón. Algunas ratas corrieron al verla y otras cucarachas las imitaron. La madera de la cama era maciza a pesar de haber sido ya devorada parcialmente por los insectos y roedores. Abrió su maleta, sacó unos periódicos viejos y tendió las hojas de los mismos en su nuevo lecho. Se echó a dormir tratando de olvidar el hambre de horas que no pudo ser aplacada con las dos empanadas del almuerzo. Lloró en silencio, pensó en su familia, en Aníbal y se quedó dormida profundamente. Gabriela ya no pudo escuchar el correr de las ratas ni la carrera de las cucarachas.

Al día siguiente, se preparó como pudo y se fue a la facultad con el estómago vacío y una lividez casi cadavérica en el rostro. Dos chicas de Caazapá: Mirna y Nelly, se le acercaron con interés. Le preguntaron si podía ayudarlas con algunas materias que no entendían muy bien. Ella aceptó la oferta. En agradecimiento, las nuevas amigas la invitaron con un café en la cantina. Así Gabriela se consiguió un desayuno, y mientras sorbía su café con leche pensó: ¿Y qué voy a comer en el almuerzo?

Pasaron dos semanas de su mudanza a la casa abandonada. Siempre lograba acercarse a alguien que necesitara su ayuda y que le convidara con algo que comer; pero una mañana se desmayó en plena clase de Anatomía. Los profesores la asistieron. Mirna y Nelly estaban junto a ella cuando volvió en sí. Gabriela comenzó a llorar y a relatar sus penurias. Las caazapeñas la tranquilizaron ofreciéndole a vivir con ellas en la casa que habitaban en Barrio Herrera. Gabriela sonrió asintiendo mudarse ese mismo día.

Las caazapeñas eran hijas de unos hacendados ricachones que tenían miles de ganados en las zonas de Yuty, y generosas compartieron techo, cama y comida con la compañera guaireña. Gabriela retornó los favores enseñándolas todo aquello que no comprendían. Los millones de sus padres no habían podido comprar las neuronas que les faltaban, pero que a Gabriela le sobraban.

Así pasaron días, semanas, meses y años devolviéndose finezas unas a otras hasta terminar la carrera. Las caazapeñas optaron por especializarse en oftalmología, Gabriela en pediatría. Fue así que una noche de setiembre, haciendo su residencia en la Sala de Niños del Hospital de Clínicas, apareció Timothy Jemkins con un niño accidentado en sus brazos. Gabriela desplegó sus conocimientos y destrezas para salvar al pobre niño. Pensó que era su hermanito Aníbal, luchó una hora y otra hora para no perderlo pero el pobre niño se fue a mejor vida. Gabriela salió de la sala de urgencias con lágrimas en los ojos para darle la noticia al americano compasivo. Él también lagrimeó y le relató lo sucedido:

- Iba yo caminando por la calle Carlos Antonio López y Colón cuando vi que este niño saltaba de un colectivo a otro ofreciendo estampitas; pero al querer subir a la línea 21, perdió el paso y se fue a parar debajo de las ruedas del bus. Yo grité y grité al chofer. Luego lo retiré debajo del ómnibus, tomé un taxi y lo traje, y…

La voz de Timothy se quebró en un llanto silencioso. Gabriela le puso las manos al hombro y le dio algunas palmadas.

- Usted hizo lo que pudo, y yo también. Tranquilícese.

Timothy agradeció a la doctora, se secó la nariz con un pañuelo azul oscuro y se fue hacia los policías que le tomaron su declaración sobre el suceso. Gabriela se quedó impresionada al ver a semejante hombre llorar por un niño de la calle.

Después de unos meses de ese incidente, Gabriela se presentó a un examen de inglés en el Centro Cultural Paraguayo Americano con miras a obtener una beca para los Estados

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Unidos, y cuán grande fue su sorpresa al ver que el profesor que le tomaría la prueba oral era nada más y nada menos que Timothy Jemkins. Ella lo reconoció de inmediato. Él fingió no conocerla, pero sus sentimientos lo traicionaron al terminar de evaluarla.

- Doctora, ¿le gustaría tomar un café en la esquina?- Claro.- Espéreme en El Molino, ¿le parece bien?- Sí, como no.

Gabriela se asustó de sí misma, pero accedió a esta invitación, y a otra, y a otra hasta terminar con él en un altar en la iglesia de Valle-pe. Todo el pueblo fue a ver a Gabriela, al yanki y su familia, a los Saldívar - Fretes; pero no al pequeño Aníbal que no pudo ser salvado de la leucemia por su hermana la pediatra. La profesora Esther fue la madrina de la boda, y las caazapeñas hicieron de damas de honor. El casamiento fue el gran acontecimiento del año para el pequeño pueblo guaireño.

Gabriela se casó y se fue a vivir con su marido en Nueva York, donde él sigue enseñando inglés y ella atendiendo a niños de todos los colores, en su clínica privada.

Gabriela ayudó a sus padres a adquirir más tierras donde plantar caña de azúcar y criar vacas lecheras, y a sus hermanos a continuar estudiando. De cuando en cuando, su mirada se pierde en la lontananza y recuerda cuando sus pensamientos de ser doctora bailoteaban en su mente por los cañaverales de su padre; y sus labios pronunciaban: Yo quiero ser doctora.

MI TRIUNFO Siempre me creí muy poca cosa debido a mi origen. Mi madre lavaba las ropas sucias de los vecinos para poder alimentarnos. Mi hermana vendía frutas de temporadas para ayudar con los gastos de la casa. Mi padre no podía aportar absolutamente nada porque la vejez ya no le permitía. Yo nací cuando él cumplió los sesenta y mi madre cuarenta y cinco. Desde el punto de vista médico era imposible que mi madre me concibiera porque al cumplir los cuarenta la menopausia ya la había dejado seca.

Crecí en medio de necesidades en una casa que estaba a punto de caerse. No teníamos luz eléctrica ni baño moderno. Mis tareas de la escuela las realizaba sobre una mesa vieja e inquieta porque la pobre no tenía un acomodo fijo. Tenía las patas chuecas y unas cuantas ranuras encima.

Sobre esa mesa, muchas veces el hambre hizo su festín y nosotros nos limitamos a contemplarlo. Sobre ella, también, vi a mi madre llorar de impotencia ante la enfermedad de mi padre y la carencia de medicamentos para tratarlo. Todo esto me llevó a pensar que los pobres vinimos a este mundo sólo para sufrir, sufrir y sufrir.

No sé qué hizo mi madre para conseguirme una beca en el mejor colegio del barrio. Allí conocí a un profesor loco que me enseñó Literatura y Teatro. Este hombre entraba siempre a la clase con una amplia sonrisa y nos desafiaba diariamente si queríamos ser empleados con sueldo mínimo o jefes de nuestras propias empresas. Yo no sólo le consideré un loco escapado del manicomio sino también un drogadicto que alucinaba ilusiones.

Lo cierto es que un día me desafió para hacer el papel de Hamlet en las olimpiadas culturales. Yo ni siquiera podía modular la voz, me ruborizaba al menor contacto con un grupo de personas, me temblaban las piernas, los labios y hasta la respiración se me quebraba por completo. Yo le dije que no iba a poder hacer ese papel, que lo hiciera Darío porque era el más capaz de la clase. Y él me interrogó:

- ¿Y vos no sos capaz?- Bueno, profesor, usted verá que yo…- ¡Que vos qué!- Que yo no sé hacer esas cosas y que me da mucho miedo fallarle.- Para eso estoy yo para enseñarte. Yo no te pedí algo imposible. Creo que sos un chico

muy capaz, inteligentísimo y talentoso.- Profesor, usted no me conoce.- Claro que te conozco. Detrás de ese silencio yo veo un potencial tremendo en vos.- Profesor, por favor, no voy a poder.- Pero prometeme que vas a pensarlo, por lo menos.- Sí, voy a pensarlo.

Pero, ¿qué es esto? ¿Yo capaz, inteligente y lleno de talentos? Pensé que el profesor era ciego. ¿Quién era yo para interpretar a Hamlet? Si el profesor supiera de donde vengo y lo pobre

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que es mi familia no me pediría jamás una locura semejante. Los pobres no somos dignos para hacer cosas grandes. Pensé toda la noche en mi condición de pelagatos como también en lo que dijo ese loco. Capaz, inteligentísimo, talentoso. Esa madrugada en medio del insomnio, me decidí a contarle al tarado de mi profesor lo de mi pobreza. De esa manera, el tipo dejaría de insistir con eso de Hamlet y demás yerbas.

- Profesor, ¿me permite un momento?- Claro. ¿Qué puedo hacer por vos?- Resulta que…- ¿Vas a aceptar el papel de Hamlet?- No, profesor. Yo no soy digno de hacerlo.- Pero, ¿por qué? ¿Qué es eso de no ser digno?- Profesor, yo vengo de una familia muy pobre y no voy a poder hacerlo.- Pero, ¿qué tiene que ver una cosa con la otra?- Que los pobres no somos dignos de hacer cosas grandes.- ¿Qué?- Eso, profesor.- No, no y no.- ¿Cómo dice, profesor?- Que lo que acabas de decir es la cosa más estúpida que he escuchado en toda mi vida.- Pero, profesor…- Escuchame bien, muchacho…

Y me relató una historia similar a la mía. Él también venía de un trasfondo muy pobre y su maestra le había mostrado que hay un gran mundo por descubrir dentro de uno mismo, primeramente, y luego en el mundo que nos rodea. Me contó entre lágrimas que él también pasó las mismas necesidades que yo estaba pasando y que las superó cuando se superó a sí mismo; me dijo también que con la fe en Jesucristo y el estudio se puede ganar grandes batallas.

Yo no pude creer su historia, la cual hizo que en mi interior surgieran tantas ganas de salir adelante, de superar mi complejo, mi pobreza y de llegar a ser alguien útil a mi familia, al prójimo y a mí mismo. Ese profesor empezó a generar en mí una tremenda autoconfianza.

Una semana después de esta charla, me acerqué a él y acepté hacer el papel de Hamlet. Él me sonrió y me dio un fuerte apretón de mano y unas palmadas en el hombro.

Los ensayos comenzaron y el entusiasmo iba apoderándose de mí más y más. Mis compañeros me alentaban en cada escena. Cuando me desanimaba, el loco me sonreía y con su mirada me decía: vos podés, seguí, adelante, no desmayes. Y volvía a tragarme parlamentos kilométricos que para mí eran pan comido. Me encantaba estar en el escenario, desplazarme de un lado a otro y hacer resonar mi voz en el auditorio del colegio. Llegó un momento en que me olvidé de todos y me convertí en el joven príncipe de Dinamarca.

Me sentí conmovido filosóficamente cuando repetí la famosa sentencia: Ser o no ser. He aquí la cuestión. Me di cuenta de que lo que importaba era ser, no tener o aparentar, sino SER. Ser alguien que lucha por salir adelante y no aparentar que no necesita a nadie. Ser alguien consciente de su estado presente y no rendirse para perseguir el futuro. Ser capaz de luchar y enfrentarse a las adversidades y no declararse perdedor sin haber librado las batallas de la vida. Sentí que Hamlet era yo mismo.

Llegó el día del estreno. El auditorio estaba lleno. Todo el colegio se vistió de gala. Las chicas usaban vestidos y los muchachos corbatas, cosa rara para todos. Los profesores, directores y padres ocuparon con curiosidad sus asientos. Todos estaban ansiosos de ver la célebre obra de Shakespeare. Era una cálida noche de setiembre pero yo sentí que estaba a mediados de enero por el sudor que me corría por todo el cuerpo. Respiré hondo una y otra vez y me dispuse a salir a escena. Esa noche era mi noche, la noche de mi triunfo.

La audiencia quedó boquiabierta ante mi interpretación. Una mosca no volaba en el teatro. El silencio y el suspiro del público se robaban cada parlamento de Ofelia, de Laertes, de Gertrudis, de Claudio, y muy especialmente de Hamlet.

Al terminar la función, el público se puso de pie y nos ovacionó. Yo estaba feliz, había vencido mi complejo, había triunfado sobre mí mismo, y todo gracias a mi loco profesor que en un rincón de la sala aplaudía a rabiar gritando: ¡Bravo!, y unas gruesas lágrimas bañaban su mejilla. Después de todo, yo era su obra. Tardé un tiempo para entender sus lágrimas.

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Terminé la secundaria con galardones. En el acto de graduación fui ovacionado por el discurso que pronuncié. Mis padres lloraban de alegría. Era el primero, en la historia de toda mi familia que terminaba el colegio y que tendría la oportunidad de pisar una universidad para llegar a ser un profesional. Yo quería ser analista de sistemas.

Terminé la carrera sin problemas. Me casé y ahora tengo tres hijos. Soy un profesional de la informática. Trabajo no me falta. No soy rico ni pobre. Hasta pude comprar otra casa para mis padres y tengo el mayor tesoro que todo ser humano pueda desear: la fe en Jesucristo.

Algunas veces, cuando voy conduciendo mi camioneta por el centro y veo en la parada del ómnibus a un hombre canoso y siempre sonriente, me detengo y le digo:

Profesor, me da el privilegio de llevarlo a su casa. Él gustoso accede a mi pedido. En el camino me mira y me dice: Estoy orgulloso de vos. Verdaderamente, ¡sos un triunfador!

EXTASISEstaba cansado de escuchar a mi vieja plaguearse que no hay plata en la casa, que papá gasta todo su sueldo en cerveza, cigarrillos y alguna que otra banda de la calle Colón. Salí desesperado de casa. Yo no podía seguir soportando esa horrible situación. Ya mil veces mi madre me dijo que buscara trabajo, que a mis veinte años ya debiera estar pagando por lo menos la luz y el teléfono, que soy un haragán, un pashá, un fracasado.

¿Y qué podía hacer? En todas partes donde llevé mi currículum me preguntaron si ya tenía experiencia en tal o cual trabajo. ¡Cómo voy a tener experiencia si estoy buscando mi primer empleo! Pero, esta gente que tiene empresas está totalmente loca. ¿Por qué lo que no dan una oportunidad a los jóvenes?

Cuando terminé el colegio pensé que todas las puertas se me abrirían para trabajar, pero me equivoqué. En el colegio no aprendí mucho que digamos. Con esta cuestión de la Reforma siempre pasé todas las materias sin problemas. Los profesores se quejaban de que el sistema de evaluación era absurdo, era ridículo y bla-bla-bla. Pero quien quiera que haya sido el burro o la mula que lo inventó, a mí me ayudó a tener mi título de bachiller que ahora no me sirve para nada.

Así, con mis turbados pensamientos y la desesperación en el pecho salí a caminar por el barrio. Encontré a Walter fumándose un porro en la plaza. Me invitó, lo rechacé. Si hay algo que no me atrae es la droga. Pienso que cualquiera que lo consume es un verdadero estúpido. Yo no creo que la droga pueda solucionarme el problema. Walter insistió una y otra vez y le dije que esa no era mi onda. Me preguntó qué me pasaba y le dije que las cosas no estaban bien en casa y que quería ganarme algún dinerito para ayudar o para independizarme, tener mi propio departamento, mi coche y dejar atrás la pobreza. Walter se sonrió y me dijo:

- Mirá, tengo un amigo en Ciudad del Este que está necesitando un vendedor de productos masivos. Se gana bien. Sólo que la persona tendrá que viajar de cuando en cuando a Sao Paulo para entrenarse.

- Ah, sí. ¿Y qué producto es?- Parece que son esos productos para adelgazar, ¿qué sé yo? Si querés le doy tu celu y él

se contacta contigo.- Dálena, che ra’a. Me vas ayudar un montón.

Sin darme cuenta ya estaba en Ciudad del Este en una gran empresa, donde me entrevisté con el dueño: un brasilero alto, blanco, cejas anchas y negras. Moacir vestía siempre de traje. Me indicó en un portuñol comprensible que deberíamos ir de inmediato a Foz de Yguazú para tomar el avión rumbo a Sao Paulo. Yo estaba súper entusiasmado. Era mi primer trabajo y era internacional. ¡Ja! De aquí en adelante no iba a escuchar más los reproches de mi madre.

Al ir llegando a Sao Paulo me quedé boquiabierto. Nunca había visto una ciudad tan linda y tan alta. Era la primera vez en mi vida que estaba en una gran ciudad. Asunción era un verdadero poroto comparándose con ella. Brasil o maior do mundo, pensé mientras aterrizábamos.

Me instalaron en el barrio Aclimaçao y mi trabajo comenzó rápidamente. No paraba ni un segundo de pasar cajas de pastillas a cuantos vendedores venían. Entre ellos había adolescentes, mujeres jóvenes y viejas, hombres trajeados, mendigos, negros, blancos, indios. Venían a pie, en metro, en ómnibus, en cochazos, en motos o bicicletas. Realmente el producto era de venta masiva. Mi trabajo consistía en darles el paquete requerido y registrar la cantidad en una computadora. El pago lo realizaban en la oficina de al lado.

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Al tercer día de haber comenzado mi honorable trabajo, me di cuenta de que un policía entró a la oficina de al lado y salió contando un montón de plata. ¿Será que él también es nuestro vendedor? Mi pensamiento fue interrumpido por Joâo quien me dijo que jamás haga pasar a un agente hacia el depósito, que si llegan a venir siempre hay que hacerlos pasar junto al jefe. Acepté la orden, pero la duda comenzó a apoderarse de mí.

Ese día, antes de cerrar el negocio me detuve a leer detenidamente las cajas y las tabletas. Luego pensé en los vendedores, y caí en la cuenta de que yo estaba siendo empleado por una de las empresas narcotraficantes que vendía la pastilla Éxtasis a menudeo en las ciudades brasileñas.

¿Yo, vendedor de drogas? ¿Yo, ayudando a destruir a jóvenes? ¿Yo, queriendo hacer plata a costa de la adicción de mucha gente a esta maldita píldora? ¿Yo? En ese momento me desprecié a mí mismo, y con la rabia e ingenuidad fui a entrar a la oficina de Moacir. Le dije que renunciaba al trabajo y que quería volver al día siguiente al Paraguay. Que yo no iba a ser cómplice en esa labor infernal.

Moacir me miró fijamente, lanzó una carcajada y llamó por el intercomunicador a Vanderlei y Sequeira. Les dijo algo en portugués que no logré comprender enteramente. Lo único que me sonó conocido fue la palabra jaguara porque se parecía a jaguarete.

Después me forzaron entre los dos a entrar en un coche negro bien lustrado y me percaté de que estábamos yendo hacia las afueras de la ciudad. Pensé que me llevaban a la estación de ómnibus. La noche comenzaba a caer. El coche seguía desplazándose por la negra carretera hasta que en un lugar despoblado pararon, me pusieron cabeza abajo, y me vendaron los ojos. Luego, ya nada ví, sólo sentí que habíamos salido de la carretera por los saltos que dábamos en el auto. Pasó más de una hora, o quizás dos, cuando abrieron la portezuela y me echaron del auto en un pastizal y se marcharon apresuradamente.

Me saqué la venda de los ojos, miré un poco confundido el lugar donde me tiraron. Estaba todo oscuro, sólo picadas tupidas a ambos lados del terraplén. Comencé a caminar desandando la ruta por la que vino el auto. Tenía sed, sudaba como un condenado. Caminé y caminé como dos horas en medio de bosques espesos. Ya la noche avanzaba y a lo lejos escuché un leve gemido, luego un quejido hasta convertirse en un gran rugido que se iba acercando más y más hacia donde yo estaba. Me desesperé, busqué un lugar alto donde trepar y hallé una casita derruida que en otro tiempo fuera un surtidor de combustibles. El rugido se aproximaba cada vez más. El viento traía un olor fuerte y bestial. Yo me trepé las desvencijadas paredes y me tendí sobre el techo en ruinas del abandonado edificio. Temblaba como una hoja, el sudor me mojaba la remera y el ajustado jean que llevaba puesto, el corazón estaba por estallar. Recordé a mi madre con sus gritos y a mi padre con sus borracheras nocturnas. No quise morir. Mi vida era desgraciada pero no quería terminar en las fauces de un jaguarete. Pedí ayuda divina:

- Señor, perdóname todos mis pecados. Reconozco que no siempre fui obediente a mis padres y que me dejé estar en los brazos de la pereza. También soy ambicioso y me gusta tener dinero rápido y fácil, pero no quiero perjudicar a nadie. Yo, Señor, no quiero ser traficante de drogas ni tampoco ser devorado por un jaguarete. No quedaría ni resto de mí y moriría en medio de esta desconocida selva. Señor, ayúdame, por favor.

Y lloré quedamente para no hacer ruido alguno. El rugido sonaba cerca de mis orejas. No me atreví a levantar el rostro por el miedo de encontrarme frente a frente a semejante felino. Seguía con la cara pegada al techo. Pero de repente, ya no era sólo un rugido sino dos, tres y no tuve otro remedio que atreverme a proyectar la mirada hacia unos veinte metros. La luz de la luna reflejaba el espectáculo: Tres jaguaretes se disputaban las partes de lo que fue el cuerpo de un gran venado. Cada uno llevó su parte y se alejaron. El pobre venado era la respuesta a mi oración. Él murió en mi lugar.

Pasé la noche sobre el techo. Creo que dormí una hora, el resto del tiempo me pasé contemplando la inmensidad del cielo y analizando mi existencia. Algo debía hacer con mi vida. No podía seguir dependiendo de mis padres. Pobre, papá, esclavo del alcohol. Pobre, mamá, sufrida y maltratada por mi padre. Ellos me necesitan. Lucharé, Dios mío. Dame fuerzas.

A la mañana siguiente, descendí de mi lecho agradeciendo al Cielo por su protección y continué mi viaje en pos de una nueva vida. A los diez kilómetros más o menos me encontré

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con un arriero a quien pregunté en un portuñol resquebrajado el camino para llegar a la carretera principal. Él se compadeció de mí al verme sucio, los pantalones a jirones y con una sed que me secaba hasta el alma. Me dio su cantimplora y me ofreció un pan con queso. Se lo agradecí tanto. Para mí ese hombre era un ángel enviado por Dios.

Llegué a la carretera, hice dedo para llegar a cualquier lado. Un grupo de drogadictos paró y me fui con ellos hasta la playa de Santos. ¡Qué inmenso es el mar! La belleza del océano sí que produjo en mí un gran éxtasis. Era la primera vez que veía semejante belleza. Lo había visto en películas y nunca me había imaginado lo grande y hermoso que es. En la playa busqué un albergue donde pasar la noche, y encontré uno denominado El Buen Pastor. Un sacerdote católico me recibió sonriente, me ofreció un baño, cama y comida. Luego me ayudó a tomar un ómnibus que me trajera hasta Ciudad del Este, y de allí me arreglé para llegar a Asunción.

A partir de esta experiencia mi vida cambió. Hoy estudio, trabajo y ayudo a mis padres. Mi madre está cambiando su carácter. Me trata mejor y llora al pensar que pude ser la cena de esos enormes gatos salvajes. Mi padre se volvió más creyente. El pobre oró tanto para que su hijo volviera y Dios le contestó sus oraciones. Ahora entiendo que el verdadero éxtasis de mi vida está en mi familia y no en los hombres mal intencionados como Walter. El sinvergüenza está como huésped en la cárcel de Ciudad del Este. ¡Qué vida la suya! ¿No?

A ELLA, NO La policía irrumpió con arrogancia dentro del salón de ventas. El jefe fue bajando las blancas escaleras y ordenó que todos los empleados fuesen llevados al departamento de Contabilidad. La presencia policial se debía a la desaparición de cinco millones de guaraníes de la caja y todos los empleados eran sospechosos.

La policía comenzó el interrogatorio a cada uno de los veinte empleados. Alguien tuvo que haberse llevado ese dinero. No pudo haber desaparecido por arte de magia. Mario fue el primero en ser interrogado. Repitió una y mil veces la misma cantinela: Yo no fui, yo no fui, yo no fui. Le siguió Irma que a moco tendido se lamentaba diciendo: yo no soy capaz de tocar algo que no sea mío. Además, yo tengo hijos que alimentar y no me atrevería a perder mi trabajo para hacerles pasar hambre a mis bebés. Santiago, por su parte, se paró frente a todos y enfatizó: no tengo nada que confesar, ya que no puedo confesar algo que no he hecho.

El oficial de policía Perinciolo caminó elegantemente entre los acusados, arregló sus bigotes, clavó su mirada de rayo fulminante en el rostro de cada uno. Era un rubio alto, prepotente, de esos que se creen los dueños del mundo por vestir el uniforme caqui y por llevar un revólver 44 en su cintura. Eligió al azar a uno de los empleados. El afortunado resultó ser el ordenanza Oscar, de diecisiete años. Lo estiró del cabello, le dio una patada en el trasero y un fuerte empellón en el pecho, que lo arrojó al suelo trastabillándose entre los escritorios. El rostro del gran jefe blanco se tornó más pálido aún. No esperó en ningún momento que la policía procediera con violencia. Perinciolo se dirigió con su voz áspera y autoritaria a Oscar:

- Usted, ¡confiese ahora mismo sino quiere terminar en el Panchito López, chiquilín de porquería!

- Yo no fui, señor. - ¿Dónde estaba usted en el momento del robo?- Fui a llevar los depósitos al banco.- ¡Y no vio nada!- No, señor. Yo no vi nada.- ¡Mentira! Usted sabe todo, porque de seguro que es el cómplice del ladrón.- No, señor, yo no sé nada. Yo soy pobre pero no ladrón. Mi madre me enseñó a no

tocar nunca todo aquello que no sea mío.- ¡Cállese! ¡Quién se ha creído usted, chiquilín malnacido, para hablarme a mí de esa

manera!

La inspección, la tortura psicológica y los empellones continuaron hasta llegar a la empleada número veinte: Estela, la cajera. Ella era una chica gordita, sencilla, amable y gozaba de una reputación impecable en todo sentido. Sus diecinueve años reflejaban honestidad, ética y pureza. El oficial Perinciolo la miró casi deseándola.

- Usted, mosquita muerta, venga aquí.

En eso, el jefe blanco interrumpió al soberbio representante de las fuerzas del orden.- A ella, no.- ¡Cómo que no! Todos deben ser inspeccionados e interrogados como la ley manda.- No, a ella, no.

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- Pero, ¿por qué esta diferencia?- Porque esta chica es el símbolo de la ética y de la honestidad. Sus palabras y sus actos

son muy coherentes. Jamás ha tocado un centavo de la caja, y cuando tuvo necesidad se me acercó humildemente a pedirme un adelanto. Es puntual, responsable y muy sincera. ¡Jamás desconfiaría de ella! Ojalá yo tuviera más empleados como ella. Estoy segurísimo de que ella no ha tocado el dinero. Pongo las manos al fuego por ella.

- Pero, señor Lehmann, desde el momento en que usted llamó a la policía todos sus empleados son sospechosos y todos deben ser interrogados.

- No, a ella no. Y aquí terminó el interrogatorio. Le agradezco su trabajo y su deferencia. Le haremos llegar nuestro agradecimiento en su comisaría. Muchas gracias y que tenga un buen día.

Perinciolo se sintió desautorizado, pero no tuvo más remedio que retirarse del lugar con su pelotón de cinco hombres fuertemente armados, su gorra en la mano y su humillación dándole latigazos en el rostro. Ante la intervención del gran jefe blanco no pudo descubrir al autor del robo.

El señor Lehmann pidió disculpas a sus empleados y ordenó que todos volvieran a sus respectivos puestos. Al mirar pasar a cada uno de ellos frente a él sonó su celular, era su mujer:

- Mi amor, acabo de encontrar cinco millones de guaraníes en la pieza de Jonathan- ¿Cómo? Entonces…- Me dijo que los necesitaba desesperadamente, y que fue él quien los sacó de tu caja

fuerte.- ¡Me va a conocer ese chiquilín! ¡Qué se quede en su cuarto encerrado! Ya voy para

casa.

El silencio, el desasosiego y alguna que otra lágrima rodaron por las oficinas de Electronics. Nadie quería hablar del asunto aunque algunos escucharon la breve conversación que el señor Lehmann mantuvo con su esposa, por teléfono. Lo bueno era que el momento amargo ya había pasado. Pero todos miraban a Estela con celos, resquemor y respeto. Ella era una luz en medio de todos ellos, y el patrón lo sabía.

El Sr. Lehmann y su señora no pudieron dar crédito a lo que escucharon de la boca de su hijo de diecisiete años:

- Robé esa plata porque mi compañera, Paola, está embarazada de mí de cuatro meses y quiero que aborte la criatura.

PEPE, EL LADRÓNPepe era el tercer hijo de Agripina. Sus dos hijos mayores estaban en Tacumbú por haber intentado robar un auto. Su benjamín fue el producto de una aventura con su patrón, quien después de abusar de ella por un buen tiempo la echó de la empresa donde trabajaba como limpiadora. Claro, Agripina no se quedó con los brazos cruzados sino que se hizo asesorar por una abogada defensora de reos pobres y le sacó una cuota mensual supuestamente destinada para mantener a su hijo. Al padre de los dos mayores no pudo sacarle ni un centavo porque se mandó a mudar para España, donde dice que el muy sinvergüenza trabaja como albañil y que se había juntado con una mulata colombiana. Agripina se culpaba de día y de noche por haberse embarazado dos veces de ese miserable. ¡Jui una verdadera tovatavy!, se decía a sí misma.

Pero esta culpa era menor comparándose con la de haber sacado a sus hijos de la escuela para hacerlos trabajar en la calle limpiando parabrisas. En esa esquina de Eusebio Ayala y San Martín los chicos aprendieron lo bueno y lo malo de la vida, más lo malo que lo bueno. Ahí comenzaron a fumar, a tomar y a consumir éxtasis. Ahí conocieron prostitutas, travestís y gente de toda calaña. Pero, ¿qué pico iba a hacer si yo necesitaba la plata para vivir?, se repetía a sí misma tratando de dar razones valederas a su mortificada conciencia. Aunque la verdadera razón de su necesidad radicaba en que su joven y pituco amante de veintidós años le exigía ropa nueva cada fin de semana y no había bolsillo que aguantara el precio de los placeres que le prodigaba el jovenzuelo.

En su casita de Capiata faltaba todo: leche, azúcar, carne, carbón, pan y hasta un jabón para bañarse, pero eso sí, se aspiraba el rico aroma de un perfume Paco Rabane que Lorenzo, su amante, se encargaba de salpicarse no solo por el cuello sino por todo el cuerpo. ¿Qué hora pa vas a volver, Lorenzo? Muy pronto Agripina. Voy a ir a verle a mamá en Ypacarai y ya vuelvo. Ese pronto significaba dos días después en total estado de ebriedad y violencia.

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Agripina no podía abrir la boca para reprocharle porque era víctima de sus trompadas y vociferaciones. Sus tres hijos varones, que no llegaban aún a la adolescencia, ni pensaban pasar la noche en casa ante tal situación, y se quedaban a dormir debajo del viaducto de la calle Última donde aplacaban el hambre aspirando cola de zapateros, cobrando peaje a algún desatinado o corriendo con la cartera de alguna señora desprevenida. Su hogar era la calle. Ella los crió mientras Agripina usaba el sueldo de Pepe y la explotación de sus hijos para satisfacer los caprichos de su querido amante juvenil.

El tiempo pasó y los niños se volvieron adolescentes y luego jóvenes. Lorenzo a más de explotar a sus hijastros les enseñó el arte de robar, y un día cuando Roberto y Ramón, los hijos mayores de Agripina, intentaban robarse un auto con el amante de su madre en Fernando de la Mora, los policías les cayeron encima y los encerraron en la cárcel de Tacumbú. Agripina lloró como una Magdalena por los tres, pero más lo hizo por Lorenzo. A partir de este incidente, Pepe tuvo que tomar el papel de proveedor principal de su familia.

Sus veinte años parecían treinta por los surcos que el sol, el alcohol, el hambre y el tabaco dejaron en su rostro juvenil. Sus oscuros ojos marrones eran inquietos, siempre alertas, llenos de azogue. Las peleas con su madre eran cada vez más intensas porque ella le exigía dinero y más dinero para seguir manteniendo a sus presos en Tacumbú. Pepe estaba desesperado, quería dejar todo y olvidar que esa mujer llamada madre le había explotado hasta el cansancio y le seguía fastidiando con sus amenazantes pedidos.

Un día, se pasó ofreciendo baratijas, como pretexto, frente a una mansión en Villa Morra a fin de estudiar detenidamente cada movimiento de sus habitantes. Observó que el señor salía a las siete de la mañana, la señora a las doce de la tarde, que los niños volvían a las quince del colegio en un transporte escolar y que la empleada, una joven de más o menos dieciocho años, quedaba totalmente sola por unas tres horas. Tiempo suficiente para realizar su golpe, el cual fue fijado para el día siguiente.

Llegó el momento planeado, Pepe consiguió una escalera para llegar a la cima de la muralla cubierta de hiedras. El silencio reinaba en el vecindario, el frío retozaba en las señoriales calles asuncenas, ni un alma se veía en las cuadras. El cielo estaba ceniciento y una tenue garúa fue empapando aquella tarde invernal. Pepe saltó al patio de la hermosa casa y se encontró en un jardín, con el pasto recién cortado y húmedo, ni una flor a la vista, una piscina vacía a cierta distancia y un enorme ventanal que miraba hacia la muralla trasera. En un salón vio a dos niños mirando televisión, un negro gato haciendo la siesta en la alfombra y la chimenea encendida. ¿Qué pasó? ¿Por qué los niños no estaban en el colegio? Vio que la empleada bien uniformada les traía tazas de chocolate caliente. Los miró como envidiando la suerte de esos pequeños. Quedó como ensimismado por unos segundos ante semejante escena. A él nunca le sirvieron ni siquiera un cocido caliente. Él debía procurarse como un mastín callejero su comida en los basureros. Debía soportar las bofetadas de su padrastro y los insultos de su madre cuando no llevaba suficiente dinero a la casa. Vio también que la doméstica les pasaba las manos a los niños por la cabeza y les sonreía. ¡Como me hubiera gustado que mamá me acariciara aunque sea una sola vez en mi vida!, pensó para sí profundamente y no se dio cuenta que dos perros feroces le mostraban sus colmillos y le aturdían con sus ladridos llenando el patio de ecos que fueron escuchados por los niños y la sirvienta.

Pepe corrió de un lado a otro y los perros detrás de él. Quiso trepar la muralla mas los dientes de los canes lo volvieron a traer al húmedo césped. Una mordida en el brazo, Pepe quiso patearlos, otra mordida en la pierna, Pepe quiso agacharse para tomar alguna piedra, y otra mordida y otra y otra. Rosita, la empleada, llamó al 911 que no tardó en llegar y llevar a Pepe rumbo a Tacumbú. Mientras, los niños seguían viendo su película titulada “Pepe, el ladrón”.

La oración de mi abuelaSeñor, te ruego por mi nieto Ricardo para que le libres de todo mal, de toda mala junta y de perderse en la oscuridad de este mundo. Por favor, Señor, tenele compasión y que se acerque más a vos. Yo no voy a descansar hasta ver que mi nieto caiga de rodillas delante de vos y te reconozca como Dios y Salvador. Y Señor, aunque yo esté sepultada tres metros debajo de la tierra yo voy a seguir creyendo que vos le vas a rescatar de las garras del maligno. Creo en vos, Señor, y de que vas a hacer tu obra en Ricardo. Te pido todas estas cosas en el nombre de tu hijo Jesucristo. Amén.

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Ricardo quedó anonadado al escuchar a su abuela orar de esta manera aquel sábado de noche. La vio bajo el resplandor de la luna de diciembre. Ella estaba arrodillada sobre un almohadón, sus manos entrelazadas, su canosa cabellera le caía a ambos lados de los hombros. Su frente, unas veces se hundía y otras veces se erguía en el borde de la cama. No paraba de balbucir el nombre de su querido nieto, quien retornaba de un golpe mortal que él y su compinche asestaron al dueño del surtidor.

Fue un golpe certero, pues su revólver calibre 44 dio justo en la sien al pobre hombre cuando quiso desenfundar su pistola para disparar a Chacho, su amigo y cómplice en los últimos tres años. Le arrebataron el maletín con los diez millones de guaraníes y un reloj suizo, dorado. Lo dejaron solo y ensangrentado, tendido en la parte trasera de su camioneta Montero, en el cruce de Santaní e Itacurubí del Rosario. Luego, Ricardo y Chacho regresaron a Arroyos y Esteros.

La Policía hizo lo suyo, pero no se encontró rastro alguno de los asesinos. Todo el departamento de San Pedro hablaba de que fue un ajuste de cuentas entre el dueño del surtidor y los traficantes de drogas. Otros contradecían esta versión aseverando que fue una venganza de los campesinos sin tierra. Los más sentimentales encontraron una explicación pasional a tan horrendo crimen. Lo cierto es que nadie pensó que fuera solamente un asalto a mano armada y un asesinato accidental por defender al amigo.

Ricardo quiso reírse de la tenacidad con que su abuela suplicaba al Altísimo por su vida. Él se creía un caso perdido. Lo único que deseaba es realizar un gran golpe a un banco capitalino y rajarse para el extranjero, donde viviría como un rey con el dinero conseguido, hasta su vejez. Tal vez llegue a formar una familia, pero eso no estaba en sus planes. Lo que él realmente deseaba desde el fondo de su corazón era llegar a ser muy rico y muy poderoso.

Pero sus sueños se esfumaron al caer Chacho preso en Emboscada, por una mala jugada al asaltar a un señor alto y canoso, quien montado en su camioneta Nissan Terrano resultó ser la carnada para los maleantes. Este hombre de luengas piernas y porte adinerado era nada más y nada menos que el temible comisario Roldán, cuyo entretenimiento era analizar las estrategias de los asaltantes, seguirlos hasta atraparlos y arrancar de sus labios los nombres de otros criminales, gracias a ciertas técnicas resucitadas de la época estronista.

Roldán era un sádico que se divertía con cada pedazo de piel tajada brutalmente con un puñal o con cada muela extraída con tenazas en un tirón. Chacho no tuvo otra alternativa que cantar el nombre y las fechorías de Ricardo. Y juntos terminaron en una celda de mala muerte, en Tacumbú.

Señor, te ruego por mi nieto Ricardo para que le libres de todo mal, de toda mala junta y de perderse en la oscuridad de este mundo. Por favor, Señor, tenele compasión y que se acerque más a vos. Yo no voy a descansar hasta ver que mi nieto caiga de rodillas delante de vos y te reconozca como Dios y Salvador. Y Señor, aunque yo esté sepultada tres metros debajo de la tierra yo voy a seguir creyendo que vos le vas a rescatar de las garras del maligno. Creo en vos, Señor, y de que vas a hacer tu obra en Ricardo. Te pido todas estas cosas en el nombre de tu hijo Jesucristo. Amén.

Ya en la soledad de la noche, mientras aspiraba profundamente el humo de uno, y otro, y otros tantos cigarrillos en su estrecha celda de 2 x 2; la oración de su abuela resonaba en su mente. Pobre, abuela. Ella sí que tenía fe de que yo cambiaría y ahora estoy metido aquí en este gran infierno donde la vida no vale nada. Ay, abuela, tus oraciones no funcionaron y tu Dios no te escuchó. Aquí me queda morder más o menos quince años por todos los crímenes cometidos y a vos, ya muy pronto, los gusanos te comerán.

Una mañana fría de agosto, Ricardo quiso despertar a Chacho y lo encontró con un puñal fino y puntiagudo metido hasta el fondo de su corazón. Lo mataron mientras estaba dormido porque no había pagado su cuenta por la cocaína consumida, y un mentiroso más que no cumple sus responsabilidades no hacía falta en Tacumbú.

El temor se apoderó de Ricardo. Comprendió de inmediato que estaba cercado de enemigos que ante la menor falta eran capaces de expedirle al otro mundo, sin rodeos. Entendió que su vida no valía nada, como tampoco la vida de los demás. La fuerza, el dinero mal habido y las coimas a los guardias eran la única manera de sobrevivir en esa jungla de maldades. Y él no contaba con ninguno de los requisitos exigidos. Otra vez la oración de su abuela resonó en su mente.

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Señor, te ruego por mi nieto Ricardo para que le libres de todo mal, de toda mala junta y de perderse en la oscuridad de este mundo. Por favor, Señor, tenele compasión y que se acerque más a vos. Yo no voy a descansar hasta ver que mi nieto caiga de rodillas delante de vos y te reconozca como Dios y Salvador. Y Señor, aunque yo esté sepultada tres metros debajo de la tierra yo voy a seguir creyendo que vos le vas a rescatar de las garras del maligno. Creo en vos, Señor, y de que vas a hacer tu obra en Ricardo. Te pido todas estas cosas en el nombre de tu hijo Jesucristo. Amén.

Esta plegaria que tanto desechaba era también su asidero espiritual, y aunque él nunca balbució siquiera el nombre de Cristo, estas sentencias repicaban como campanas en su mente. Eran como si en ellas encontrara paz y la esperanza de huir de las lóbregas marañas de la oscuridad.

Fue así que una brillante mañana de abril vio que unos cuantos reclusos se dirigían hacia el templo, con Biblia debajo de sus brazos. Detuvo a uno de ellos y le espetó:

- Moô pehohina?- A la iglesia. Hoy es domingo de Pascuas, ¡veni pue con nosotros!- ¿Yo? - Sí.- Pero, ¿allí pio aceptan a criminales?- ¿Y nosotros pio qué somos?- Entonces…- La iglesia está abierta para todos. Jahákatuna!

Y los acompañó temeroso. Se volvía a sentir como aquel niño que iba tomado de la mano de su abuela cada domingo a la iglesia, hasta que llegó a la adolescencia y realizó su primer hurto y paró en la comisaría de Arroyos y Esteros. Se fregó la frente como queriendo deshacerse de aquel recuerdo, pero ni él se explicaba por qué de súbito era asaltado por un montón de escenas que se sucedían en su mente una tras otra.

Vio a su padre borracho, herido con arma blanca revolcarse en el patio de la casa hasta morir; el rostro de su madre al despedirse de él para ir a Buenos Aires en busca de mejoras laborales y nunca más regresó. Y vio también las arrugadas manos y la boca desdentada de su querida abuela que no cesó de lavar ropas ajenas para mantenerlo y de secar sus lágrimas implorando al Cielo por su salvación.

Llegó al templo. Estaba repleto de criminales redimidos, aprovechados y curiosos que en algún rincón del alma siguen teniendo un pozo sediento de aguas espirituales. Se sentó casi con vergüenza de estar allí, pero había una fuerza poderosa contra la cual él no podía luchar y lo iba llevando, empujando hacia su destino final.

Las palabras del himno arrancaron unas lágrimas de sus ojos: Maravilloso es, maravilloso es cuando pienso que Dios me ama a mí. Se secó las mejillas con el dorso de la mano. Miró alrededor y vio que no era el único que tenía el rostro mojado. Jóvenes como él, hombres maduros y ancianos compartían el mismo dolor de ser amado y encarcelado por los crímenes cometidos. ¿Quién era más o quién era menos en ese lugar de redención? Nadie.

El sermón comenzó con la anécdota de Santa Mónica que oró treinta años por su hijo Agustín, y que no descansó hasta ver a su querido hijo postrado ante Cristo entregándole su vida. Así también, refirió el predicador, hay años de oración, lágrimas y de sufrimiento alrededor de cada uno de ustedes. En algún rincón de este país, de este mundo hay alguien que está elevando una plegaria por tu vida, por tu salvación. Dios no quiere que te pierdas. Él te ama, vuelve a Él. Si te perdiste por los caminos del pecado, vuelve a Él. Dios es tu creador y te entiende, te ama y te perdona. Ven a tu Dios, a tu Padre, a tu Salvador.

Ricardo sintió como los puñales de la oración iban rasgando la oscuridad de su alma, el pecho le apretaba y un quejido profundo irrumpió en su garganta; cayó de rodillas y gritó en medio de la congregación: Perdóname, Dios mío y Salvador mío. Hoy me entrego a vos. Y el llanto resonó con ímpetu en el salón. No tardaron en acercársele algunos hombres que también pasaron por esa experiencia, lo levantaron y lo abrazaron hasta que el último quebranto abandonara su acongojado espíritu.

Pasaron algunos años, Ricardo ya no es el mismo que entró en las mazmorras de Tacumbú. Ahora es un líder que enseña la Biblia a los nuevos convertidos y a quienes un día confesó: Siempre quise tener mucho dinero, no quise estudiar ni trabajar. A los quince años formé mi pandilla, éramos catorce jóvenes llenos de vida y con la misma ilusión: la de ser ricos sin

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esfuerzos. Hoy todos ellos están muertos. Ninguno se enriqueció con la delincuencia. Sólo yo quedé de ese grupo y tampoco me volví rico. Ahora debo pagar mi culpa porque robé, violé y maté; pero estoy vivo para contar del amor y de la grandeza de Dios; gracias a la oración de mi abuela, que en paz descanse.