cuentos de san ignacio2
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Cuentos
de San Ignacio.
Armando Trasviña Taylor
LOS OJOS
Uno de los tantos turistas que llegan al pueblo de San
Ignacio al norte de Baja California Sur, va a la plaza del
centro a contemplar y admirar la iglesia católica jesuita de
Kadakaamán, voz cochimí, que en el siglo XVIII fue fundada
por el misionero... ¿español?... Juan Bautista Luyando.
Ve, entonces, a un lugareño, muy poco activo, tumbado,
repantingo, en una banca ubicada en la plaza del centro y
tiene necesidad de indagar por lugares precisos a donde ir y
comprar de inmediato algo, necesitaba pan, medicinas,
gasolina para el auto, y va hacia el ignaciano y se atraca
junto a él y en su medio español champurrado, epelmazado de
erres, le dice:
-Perrrdon, señor, donde quedarrr farrrmacia del town.
El pueblerino, levanta las cejas, sin pronunciar palabra
y señala con los ojos el sitio que se halla hacia al frente,
allá al fondo, a la izquierda.
¡Oh, señorrrr, mochos tenquius, ¿y la panaderrría?
Ahora mueve las cejas señalando discreto, al lado
derecho, el lugar mencionado.
Grrrracias, señorrrr… ¿y la gasolinerrría?
Otra vez mueve las cejas, enfocando ahora los ojos,
hacia el lado izquierdo, indicando.
¡Oh, mucho amable -y le extiende un billete,
agradeciendo la ayuda.
El parroquiano baja la vista, a la izquierda,
parpadeando seguido, encañonado a la bolsa pequeña de la
camisa sin cincho.
OFRECIMIENTOS
Un candidato a diputado federal de algún partido
político que recorre el poblado buscando el sufragio de la
masa votante, llegó a San Ignacio y convocó a los aldeanos a
la plaza central para un mitin ruidoso, sin corral el sonido.
Después de invitar a las gentes con el altoparlante
empotrado a la paleta del auto compacto, citaba a los
miembros del pueblo, votantes en agobio, al sitio, a partir
de las ocho de la noche, ese jueves.
Ya en el acto, con la presencia de 30 ó 40 asistentes,
entre hombres, mujeres y niños, empezó a sonar su discurso,
ofreciendo, con letra de cambio democrático, entre otras
perlas, las siguientes:
La instalación de un puente elevado en la carretera
aledaña, que en el tiempo de lluvias se inunda e impide el
paso de autos, de gente y ganado.
La mudez se cubrió como tápalo negro entre el pueblo
reunido que no gritó ni aplaudió, ni hizo nada, inmovilizó
las dos manos, calló la boca y quedóse quieto, inmutable.
El candidato, extrañado, insistió renovado, y añadió
contundente: gestionaremos en forma insistente la
pavimentación de las calles.
Otra vez se mostró como sobre lacrado el silencio en el
pueblo sin que nadie asintiera, palmeara o voceara.
Volvió el candidato, perplejo, con más brío que nunca,
redundante, obstinado, señalando: industrializaremos el dátil
para convertirlo en fuente inextinguible de trabajo y de
vida.
Afasia absoluta, total, nadie hablaba ni muecas hacía,
todo el grupo calló, era un auténtica misa o velorio de
pobres.
El candidato, ya irritado, ante la tibieza observada por
el grupo asistente, repuntó molesto y porfiado, recurrente y
total, reafirmó: nadie, escúchenlo bien, nadie de ustedes,
permanecerá en el lugar sin trabajo seguro, será firme e
incesante, es un formal compromiso.
Uno o dos compañeros del político en gira, se barajeó
entre el gentío y preguntó a los silentes vecinos, a uno de
tantos, la impasibilidad existente, la frialdad, la apatía,
la barra de hielo que caía en el discurso, su imperturbable
presencia:
-¿Y por qué no aplauden, amigo?
-¿Cómo?... pues... mira… nomás de trabajo habla –le
dijo.
EL DATILAR
Cuando el Presidente triunfante de Mulegé, el
municipio más grande de todos, a donde corresponde San
Ignacio, al recorrer el poblado, observó que en la zona de
palmares de dátil cuya siembra empezaron las sotanas jesuitas
en el siglo XVII, se encontraba llena de basura y podía
originar, con peligro, un incendio ruinoso que hasta el
pueblo estropearía, sin duda. Convocó a los hombres a junta
de urgencia, de pronto, e invitó a los aldeanos a colaborar
para evitar el siniestro catastrófico, por su propio bien y
provecho, ¡a recoger basura, vamos, todos, vamos!, en cierto
horario asequible y cómodo para ellos, citó a los ignacianos
y entregó las escobas y bolsas gigantes, carretillas y
arañas, ¡a trabajar, todo mundo!
El Presidente municipal precisó día y hora en que debían
congregarse y empezar la colecta advertida del basural
enmontado.
Llegado el momento y hasta media hora después, nadie
llegaba, los habitantes del pueblo se esfumaron, huyeron, no
se presentaron ninguno.
Preguntados al cabo, ante la pasividad general de los
lacios pardales, conoció la razón el funcionario:
¡No!, ¡qué vamos a ir!, ¿a limpiar?, ¡no!, ¡que venga
el ejército! –señalaron.
EL ALACRÁN
El ignaciano estaba, todo ahíto de hacer lo que
mejor le salía, nada de nada, ni poco ni mucho, absolutamente
nada, nada de chamba o tarea que significara martirio. Estaba
bien derretido bajo la sombra fugaz de una palma datilera que
se empeñaba en lanzar de sobra el follaje y del estípite
esbelto: vainas con hojas, flores marchitas, dátiles verdes,
brotes desechos, peciolos, además de frutos pasados,
enmielados, comestibles. En toda esta zona de ramas, de
vainas y de hojas, se encontraba un señor, bien “echado”,
como todos solían decir: bien tendido.
En ese lecho ramoso, ante el riesgo inminente de
dormirse sin ganas, o echarse una siesta con ella, vio venir
un alacrán, de esos chonchos, por entre ramas y piedras,
maderas y escombro, y con el riesgo latente del aguijón del
arácnido y su cola en bandera, le dice luego a la esposa que
a su lado se hallaba viendo aquella emergencia:
¡Vieja, tráerme el antídoto de alacranes, porque ahí
viene ese cabrón y me va a picar!
CONTROVERSIA
Entre los moradores del pueblo de Santa Rosalía, la
cabecera municipal del Ayuntamiento de Mulegé, y los
afincados en el pueblo de San Ignacio, más al norte, a una
hora de asfalto, a paso estable, existía, en algún momento,
cierta rivalidad entre ellos que reunió anécdotas varias y
frases plebeyas, como esta que pinta, que decora y refleja de
cuerpo entero a los contendientes rivales:
Si en San Ignacio se tiene la fama de ser indolentes y
laxos, bolsones, de pereza y galbana en extremo, con
desorbitada soltura, Santa Rosalía tiene lo suyo, aunque en
ambas orillas sólo es mera falacia de corte folklórico,
exageración y comedia que se ha subrayado hace años y perdura
hasta hoy con sello vernáculo.
Un día de Dios, mineros cachanienses, por Cachanía
llamados, homónimo adjunto de Santa Rosalía, la brava,
dijeron a uno de tantos de San Ignacio del dátil:
¡No te pena, huevón, de ser del pueblo más lento y
perezoso de todos, el bolsón del estado, el haragán, el
zángano, so gandul?
-¡No, no me da pena, cabrón, seré flojo y huevón,
indolente y dejado, como todos, pero no puto!
BURROS
Hace tiempo, cuando los burros o asnos abarrotaban las
calles de la aldea vituperada de San Ignacio de Loyola como
animales de carga para acarreo de leña, de agua, de sacos, de
pasaje o de víveres, la comunidad resentía el tránsito diario
de esos rucios pazguatos de ayuda incanjeable y de paso,
estridente y por mucho.
Las calles dejaban ver y escuchar la presencia continua
de los férreos equinos domésticos, empleados como cabalgadura
de muchos que, algunas veces, cruzados con yegua, generan la
mula, y el caballo macho cuando es cruzado con burra, el
llamado burdégano.
Los burros son équidos por lo común más pequeños y con
las orejas más largas que el caballo, enormes las astas.
Eran tantos los burros que en San Ignacio se empleaban
en el tránsito diario que originaban molestias al trotar con
los cascos, harto estruendosos, en un ambiente donde todos
vivían de lado de la soledad indigesta y el silencio de musa,
su distintivo de vida y, sobre todo, por esas rúas
pedregosas.
Hubo un día que, la mayoría de los habitantes que
formaba el pueblo, propuso a la autoridad municipal que para
disminuir el trac trac de los asnos sonoros por las calles de
piedra bola, usaran, por obligación ciudadana, y cotidiana,
para reducir el escándalo:
¡Alpargatas!
Unas sordas y cómodas alpargatas gachupinas.
LA COBIJA
No llegaron, al fin, a ningún acuerdo entre los grupos
compactos sobre la bandera que habían de emplear y de izar
como símbolo, como signo de vida, de su actuar y pensar, de
su ser y de su hacer, de su forma distinta y distintiva poco
creativa. No estuvieron de acuerdo en que el verde iniciara
la bandera emblemática como verde esperanza o de chile
bravío; ni el blanco tampoco como pureza o cebolla picada y
llorosa; mucho menos el rojo, el tercero en discordia, que es
de sangre o tomate o jitomate de katsup. No, nada de eso
integraba lo suyo, ni su imagen y rostro, su sigla o divisa.
Después de arduos análisis, comparaciones y exámenes,
discusiones y acuerdos, quedaron en que, por fin, gracias al
cielo, por bando solemne de la grey ignaciana, de toda la
villa, decidieron adoptar, acoger y amparar, como gráfico
emblema, como propio, característica de ellos, lo que todos
amaban, veneraban y honraban con pasión y locura y querencia
absoluta. ¿Cuál fue el símbolo?
¡La cobija!
LA GIRA
Oyes, vas a tener que efectuar una gira inmediata
por los pueblos del norte para coordinar el proyecto que es
de suma emergencia, está entre tus manos, oye, debes salir
con apremio para Mulegé y los pueblos siguientes: Santa
Rosalía, San Ignacio, Díaz Ordaz y Guerrero Negro. Me
interesa, en especial, San Ignacio, y que veas a José, el
Delegado, para que trates aquello del la situación del
empleo, no deben pasar más semanas y debes dar seguimiento,
sal mañana, temprano, urge.
Y así fue. El primer día fue de juntas y juntas y juntas
en Mulegé y Santa Rosalía hasta agotar el programa que
llevaba previsto.
Al siguiente día, a las nueve, y después del almuerzo,
tomó camino hacia el norte para ver, en principio, San
Ignacio, de paso. Después de ese sitio, los dos poblados
siguientes, en un sólo día.
Al regresar de la gira, cansado, con casi todo cumplido,
al pie de la letra, las preguntas abortaron por ser
importantes, al arribar, empezaron:
-¿Qué te dijo José?, ¿cómo te fue en San Ignacio?
-No lo vi.
-¿Cómo?, ¿por qué?, ¿por qué no lo viste?
No pude verlo. Cuando pasé, de mañana, a las once, no
despertaba, y en la tarde, de regreso, como a las cinco de la
tarde, se había dormido.
¡Órale!
EL BILLETE
El hombre penaba, como siempre, acostado, respiraba
apenas, echado a lo largo cual era, cuan largo estaba entre
hojas y ramas, troncos y varas, con un viento suave, meneado,
arrullante que, a veces, se volvía ráfaga, acariciante,
sedosa, bajo el toldo del árbol que meneaba el follaje.
En eso, una rápida racha trajo, de pronto, por entre las
hojas, papeles y piedras, un billete cuantioso, precioso, que
no vio color ni doblez, pero sí su valor, sí, dos veces, era
algo para él impactante, enseñaba el valor de la efigie hacia
el centro del mismo: era del indio-poeta Netzahualcóyotl, de
Texcoco. Se quedó atónito, inmóvil, de piedra, asombrado: 100
pesos, ¡órale!, ¡cien pesotes!, ¡no quería ni creerlo!
¡Con suerte, -se dijo- si sopla el viento de nuevo hacia
acá, me rayo.
Y esperó.
EL COCOTERO
Estaba otro de esos que a la siesta venera, atontado,
dormitando en la esbelta y cimbreante palmera de cocos
robustos, cargada, con poca sombra y riesgo inminente porque
estaba su carga intimidando su físico de dos metros de alto,
echados al suelo, acolchonando sus gramos. Bajo el racimo de
cocos, maduros y gordos, su sueño inquietaba, y ante el aérea
disparo que estaba a punto de tiro, hacia abajo, desgranaba
también sus temores.
Ante la amenaza de ello y observando que estaba bajo el
alto y aliado conjunto de cocos como centro de diana, ante un
grave cocazo, de pronósticos reservados, se dijo:
¡Pa´su mecha, si se suelta uno de esos cocazos enormes,
¡qué madrazo me espera!
EL GENIO
Va un aldeano de San Ignacio, la célebre por sus míticos
cuentos, por la senda, pausado, calmoso, patea una piedra y
debajo de ella se encuentra una lámpara vieja y canosa como
la de Aladino, que frota y asoma un genio quimérico, moreno,
robusto, que le dice: Gracias, patrón, por rescatarme y
salvarme, soy tuyo, tienes derecho a pedirme tres deseos.
¿Sí?, ok, quiero un caballo -le dice- grande, coloso,
percherón, de concurso. Serás obedecido, amo –responde. Y
aparece un caballo gigante, enorme, jamás visto, mitológico
él. ¿El segundo deseo, señor? Quiero, ahora, -contesta-
un atlético negro, fenómeno, a la medida del otro, que le
haga pareja. Y lo muestra. ¿Y el último deseo, jefe? Ahora
tráeme –expresa- una ardilla pequeña, liliputense, como de
jaula, casi un hámster. Tus deseos son órdenes, amo. Y la
presenta. ¿Así? Así mero. ¿Y para qué quieres los tres? –se
atreve el genio. Pues, mira, -dice el ignaciano- el caballo
para que me lleve y me traiga por todo el poblado; el negrazo
para que me suba y me baje de la silla elevada; y la ardilla
para que vaya en la grupa, azuzando, excitando, chasqueando,
como si lanzara besos:
-¡Tsh, Tsh, Tsh!
EN EL CINE
Dos ínclitos tipos de San Ignacio, la de los cuentos
cargantes, van al cinema en La Paz acompañado por otro que
los invita y apechuga con los boletos de ingreso y ven, al
llegar a la taquilla atestada, una espléndida hilada de 30
metros o más, de una fila tediosa, marsupial, laaaarga, como
déficit de pobre.
-No, manito, yo no hago esa cola, está re-larga la
fila, me voy a agotar –dice el norteño- y el paceño se forma,
se resigna y se alinea, entre muchos más, y después de estar
un buen rato de pie como fiel ordenanza, se encuentra con
ellos que están derramados en el sofá del vestíbulo, como
bolsas. Van enseguida a la puerta de la sala del cine y al
llegar a ese punto, ven un letrero que dice, en la hoja de
vidrio, sobre la agarradera: Jale.
-No, ni madres, está trabada la puerta y quieren que la
jale, con fuerza, que tire de ella, ¡no, mejor, vámonos,
están locos estos!, ¡y gratis!, ¡meee!
DESPATARRADO
Estaba, en la capital del país, México City, un ignaceño
postrado en el césped que orlaba el monumento del Ángel de la
Independencia en el Paseo de la Reforma que construyó el
emperador Maximiliano, cuando, de pronto, que empieza a
temblar, trepida mucho, se mueve todo, traquetea, como si el
pasto de cama se enojara y trinara, fuera a sumirse.
Abre tamaños ojotes, mirando hacia arriba, cuando, de
pronto, advierte que el ángel de la tiesa columna, se
precipita hacia él, se viene abajo con objetivo indudable,
sin previo aviso.
Al ver el ignaceño, el ángel que cae, como el joven
Cuauhtémoc, le pega un grito estentóreo que hasta la base
retumba, sacude al pilar inanimado que se cimbra y menea
cuando la voz lo previene:
-¡Aleteya, pendejo, aleteya!
EL TREPADO
Un viejecito cascado por los años de sobra, en fila
india, como en vitrina, estaba –y no de chamba- en lo alto
del meollo de la palmera de cocos, ajustado, lleno de hojas y
frutos en el mástil erecto que se mecía como fémina,
balanceado su cuerpo.
En eso, llega un turista, curioso, metiche como todo
paseante, impertinente y locuaz, y se queda perplejo,
meditando, ante aquella visión extraordinaria, desusada, que
desdice la imagen e iba en contra de todo lo supuesto e
hipotético.
-Oye -dice al joven que pasa observando y atento- ¿no
que no trabajan aquí?, ¿y ese hombre de arriba?
No -responde el mozuelo- es que se encaramó desde niño
y le dio hueva bajarse.
EL VISITANTE
Un agente viajero en zapatos y tenis, botines y botas y
otros calzados, se arruinó en San Ignacio por no vender ni de
fiado –ni ofertando- ni medio par de escarpines, y estaba a
punto de estar en la ruina completa, desesperado, se sentía
inútil, fracasado, había perdido la práctica y su vocación de
fenicio, de mercante avezado, ante esa gran apatía que veía y
comprobaba en esos lacios vecinos, ociosos, sin interés
alguno. Se sentía abollado en su oficio de ventas, era un
reto, y estaba a punto de darse un disparo de salva en la
boca o la nuca.
-¿Por qué no compran zapatos, amigo? –le preguntó a al
ambulante que pasaba, indolente, a paso tibio.
-¿Cómo? -dijo- ¿cómo van a comprar?, tienen cordones,
¡qué flojera amarrarlos!
ROBO
Dos ignacianos sin san y sin S de santos, confabulaban
el hurto debajo de una larga y cimbreante palmera en su natal
pueblecillo porque eso de trabajar ocho horas al día y de
lunes a viernes, no estaba en su Biblia y no pensaban
cambiarla, no, ¡qué va!, dejarían de ser de ese pueblo, es
herejía.
Pero había que comer, vestir, pagar la renta y echarse
las chelas los sábados para aguantar la semana porque el
reposo, como quiera que sea, extenúa y enferma y, aunque el
cáncer evita, un desarreglo lo vale.
Había que buscar efectivo, pero ya, ya era hora, sin
exponerse a fatigas que acaban matando a cristianos meneados
y no estaban dispuestos a correr tales riesgos casi siempre
mortales que desfiguran y gastan.
-Oye –le dijo uno al otro- ¿y qué tal si vamos a La Paz
y asaltamos un Banco?, ahí hay mucho dinero.
-Órale, es buena idea –le dijo el otro al uno- y nos
atiborramos de feria. ¿Cuándo nos vamos?
-¿Qué te parece en el autobús de las 7 mañana?
-No, repuso, es muy temprano, mejor el de las diez.
-Sale, pues, así quedamos. Nos vemos en la terminal.
Al día siguiente los dos ya con la piel de saqueadores,
salieron a conseguir el dinero sin correr para nada
sacrificio ni martirio que desbarrancaran sus vidas.
Ya en La Paz, eligieron el Banco, hicieron sus planes y
navajearon pistolas que parecieran de bulto para usar tras
pañuelos o paliacates moqueados.
Entraron al Banco y al llegar a la ventanilla embozaron
sus armas e intimidaron a la joven que les soltó la pachocha
con miedo, sin chistar, toda aquella fortuna que hasta
entonces tenía en la caja de caudales.
Cuando los dos regresaron al hotel que alquilaban con
las talegas enormes de billetes de todos colores, morados,
verdes y azules, de 200, 500 y 1000, le dijo uno al otro:
-¿Lo contamos ahora?
-No, ¡qué flojera!, respondió, mejor esperamos mañana y
compramos el periódico que, de seguro, dirá lo afanado. ¡No
te apures, hombre, descansa!