Cuentos infantiles, parte V

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CUENTOS INFANTILES PARTE IIIII VARIOS AUTORES

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Quinta y última parte de una recolección de cuentos infantiles que realicé para encargo.

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CUENTOS

INFANTILES

PARTE

IIIII VARIOS AUTORES

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CUENTOS INFANTILES

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IIIII

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LOS VIAJES DE GULLIVER

Erase una vez un hombre que se llamaba Gulliver. Era médico de un barco y a menudo emprendía viajes que le llevaban a tierras muy lejanas. En uno de esos viajes, a bordo del mercante Antílope, no podía ni imaginar cuán lejos le llevaría el barco ni qué asombrosas aventuras le aguardaban. Después de muchos meses navegando, el barco se acercó a las costas de una tierra desconocida. De pronto estalló una terrible tormenta y el viento arrojó al Antílope contra las rocas. Inmediatamente, el barco se partió en dos. Antes de que se hundiera, los tripulantes, aterrados, se tiraron por la borda.

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Sólo Gulliver consiguió nadar a través del furioso oleaje y llegar a tierra sano y salvo. Los otros marineros se ahogaron todos. Una vez fuera del agua, Gulliver se arrastró por la playa. Luego, completamente agotado, quedó sumido en un profundo sueño. Al despertar, sin idea de cuánto tiempo había estado durmiendo, el sol brillaba intensamente en sus ojos. Soltó un gemido e intentó estirarse, pero comprobó horrorizado que no podía moverse. ¡Tenía los brazos, las piernas y la espesa cabellera firmemente sujetos al suelo! Entonces sintió que algo le subía por la pierna. Levantó la cabeza cuanto pudo y vio a un diminuto personaje -no mayor que su dedo meñique-caminando sobre su pecho. Luego vio con asombro que al menos otros cuarenta hombrecillos trepaban por todo el cuerpo ¡armados con pequeños arcos y flechas! Lanzando un enorme grito, Gulliver trató de liberarse. Rugió tan violentamente que muchos de los hombrecillos que se habían encaramado a él cayeron al suelo; los otros salieron huyendo. Pero al ver que Gulliver no podía soltarse, se volvieron y le lanzaron una lluvia de flechas, tan pequeñas y afiladas como agujas. —¡Ay! ¡Ay! -exclamó Gulliver al sentir las flechas que le herían en la cara. Más tarde, otra rociada de flechas le dio en el pecho .y en las manos. Retorciéndose de dolor, Gulliver trató desesperadamente de romper los miles de hilos que le sujetaban al suelo. Pero era inútil luchar: las ligaduras eran demasiado fuertes. Por fin, Gulliver se dio por vencido. Permaneció tendido en silencio y poco a poco le fue venciendo el sueño. Al cabo de un rato le despertó el ruido de martillazos. Volviendo otra vez la cabeza cuanto pudo, vio que junto a él habían construido una pequeña plataforma de madera y un hombrecillo, elegantemente vestido, se encaramaba a ella lentamente.

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-¡Hilo bigismo ad poples Liliput! Ig Golbasto magnifelus Emperoribory... -gritó el hombrecillo al oído de Gulliver. Gulliver le respondió: -No comprendo. ¿Dice usted que su país se llama Liliput? Gulliver trató de hacerle entender al hombrecillo que estaba hambriento y sediento. Pero cuando le trajeron una bebida, ¡resultó estar drogada! Total que quedó dormido. Mientras dormía, quinientos carpinteros e ingenieros construyeron una estrecha carreta de madera para trasladarlo a ver al emperador de Liliput. Fueron necesarios novecientos hombres armados con palos para colocarlo sobre la carreta y más de mil caballos para transportarlo a la ciudad. La procesión se detuvo a las afueras de la población, junto a las ruinas de un viejo templo. Allí fue trasladado Gulliver, donde le colocaron pesadas cadenas en las piernas aseguradas con cientos de candados. Cuando se despertó, Gulliver comprobó que habían cortado todas las ligaduras que le sujetaban. Se levantó despacio y miró a su alrededor. Asombrado, vio a sus pies una ciudad entera en miniatura, con casas, calles y parques. Miles de personajillos le contemplaban con la boca abierta. A cierta distancia de la muchedumbre había un magnífico caballo, sobre el cual iba sentado el emperador, de porte majestuoso. Más alto y bien parecido que el resto de la gente que había visto hasta entonces Gulliver, el emperador de Liliput lucía un casco de oro, incrustado con piedras preciosas y decorado con un airoso penacho. En su diestra sostenía una espada casi tan grande como él, con la empuñadura engarzada con brillantes. El caballo, al ver a Gulliver, se encabritó asustado; entonces el emperador desmontó y caminó majestuosamente en torno a los enormes pies de Gulliver. Cerca del templo había una elevada torre, casi tan alta como el propio Gulliver y, con mucho, el edificio más alto de Liliput.

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El emperador y sus cortesanos subieron las escaleras de la torre para ver mejor a Gulliver. Luego se dirigieron a él a través de bocinas. Pero aunque Gulliver les habló en inglés, alemán, francés, español e italiano, aquéllos parecían no entender una palabra de lo que les decía, y él no lograba entenderles a ellos. El emperador bajó de la torre y dio unas palmadas. De inmediato le fueron llevadas al gigante veinte carretas repletas de carne y pan. Al mirar a la multitud que había congregada a sus pies, Gulliver pudo distinguir a las damas de la corte por sus lujosos ropajes. Cuando se inclinaron ante él con una reverencia, sus mantos de raso y las colas plateadas lanzaban destellos. Eran todas tan bonitas que Gulliver sintió deseos de tomar a una en sus manos para examinar "más de cerca sus diminutos vestidos. Pero era demasiado educado para hacer semejante cosa.

Las elegantes damas de la corte parecían escandalizadas y se taparon los ojos cuando vieron a Gulliver tomar cada carreta una por una y engullir la comida que le habían ofrecido. Al verle tragar barriles enteros de vino algunas hasta se desmayaron. Al fin terminó la visita real y Gulliver se quedó a solas en el templo..., a solas, exceptuando a los cientos de soldaditos que le custodiaban. Pero no todos los habitantes de Liliput se sentían felices de tener a un gigante encadenado tan cerca de la población. Aquella noche, un grupo de hombres se deslizaron furtivamente entre los guardias y atacaron a Gulliver con sus flechas, lanzas y cuchillos. Rápidamente fueron rodeados por la guardia personal del emperador, que les ataron las manos a la espalda. Con el puño de su afilada lanza, el capitán de la guardia fue empujando a los atacantes más y más cerca de las manos extendidas de Gulliver, al tiempo que parecía decir: -Han intentado matarte, gigante. ¡Encárgate tú de ellos!

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Gulliver tomó en sus manos a sus atacantes y se metió a cinco en el bolsillo. Al sexto lo sostuvo frente a su boca abierta como si fuera a tragárselo. ¡Cómo gritaba y chillaba aquel hombrecillo! Pero Gulliver lo depositó suavemente en el suelo y luego colocó a los otros cinco junto a él. Rápidos como el rayo, todos salieron corriendo tan deprisa como se lo permitían sus piernecillas. Toda Liliput estaba asombrada de la benevolencia mostrada por Gulliver hacia los hombres que habían intentado matarlo y corrieron a darle la noticia al emperador. Todos los ministros de Estado se hallaban reunidos en la corte para discutir lo que había de hacerse con el extraño gigante que las olas habían arrojado a la playa de Liliput. -¡Ehg, likibugal bigismo avidaly! -dijo el emperador, lo cual significaba: "está claro que es un gigante amigable, no hay nada que temer". Pero Gulliver se sentía muy solo encadenado en el templo y deseaba poder huir y volver a su casa junto a su esposa y sus hijos. Al descubrir que Gulliver no quería hacerles ningún daño y que era un hombre pacífico y amable, la gente de Liliput lo desató y lo dejó en libertad. —Pero debes dar vuelta a tus bolsillos —dijo el emperador— para asegurarnos de que no llevas armas peligrosas. Gulliver, que ya entendía algunas palabras del idioma liliputiense, se vació los bolsillos y colocó sus pertenencias en el suelo. El emperador se sorprendió tanto de lo que vio que dejó que toda la gente de Liliput se acercase a mirar aquellos objetos maravillosos. —Ahora debes prometerme que vivirás en paz con todos los liliputienses -dijo el emperador Golbasto— y que defenderás a Liliput de sus enemigos. —Me sorprende oír que tenéis enemigos, Majestad —dijo Gulliver, cortés. —¡Oh, sí! Estamos en guerra con la gente de Blefuscu. ¿No lo sabías? Viven en una isla del otro lado del mar.

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Poniéndose de puntillas, Gulliver pudo ver la isla. En realidad, no estaba muy lejos: sólo un estrecho la separaba de Liliput. El puerto de Blefuscu se encontraba al amparo de los acantilados de la isla, y en él había una flota de cincuenta barcos de guerra, que no eran más grandes que los barcos de juguete con los que había jugado Gulliver de pequeño. —Traedme cincuenta barras de hierro —dijo Gulliver. La gente de Liliput se esforzaba y sudaba bajo el peso de las cincuenta vigas. Eran del tamaño de un alfiler. Gulliver las dobló una tras otra, transformándolas en anzuelos. —Ahora traedme la cuerda más fuerte del país. Los liliputienses le llevaron un fino hilo. Gulliver ató el hilo a los anzuelos y entró en el agua caminando. Nadó unos minutos en dirección a Blefuscu. Al llegar a aguas poco profundas, Gulliver se puso en pie y caminó hacia la costa. En la playa se habían reunido treinta mil soldados y marinos de Blefuscu, que iban a invadir Liliput. Pero la aparición de Gulliver, que surgió de las aguas, llenó sus treinta mil corazones de pánico. —¡Giganticus! —gritaron, creyendo que Liliput había contratado a un horrible gigante para luchar contra ellos—. ¡Gentelilli enviagor ferrífero gigantico! ¡Mató ranos! Los marineros de las cincuenta naves de guerra se tiraron por la borda y escaparon nadando para salvarse. Los soldados arrojaron sus arcos y sus flechas, y huyeron a esconderse en las montañas del interior del país. Gulliver se detuvo en la playa, sacó los hilos y los anzuelos que llevaba y los fue enganchando uno tras otro a la proa de todos los barcos del puerto. Cortó las cadenas de las anclas con su cortaplumas y, luego, tirando de los cincuenta hilos, sacó los barcos del puerto y los llevó a Liliput. La gente de Liliput gritó hasta quedar ronca al ver a Gulliver acarreando la flota con las cincuenta cuerdecillas. Cuando llegó a tierra, le aclamaron.

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—¡Tres hurras para el Hombre Montaña! Ha salvado a Liliput. Gulliver llevó los barcos al Puerto Real y luego fue a visitar al emperador. —Ahora explicadme —dijo, agachándose junto a palacio— ¿Por qué estáis en guerra con Blefuscu? —¡Porque son muy malos! —contestó el emperador Golbasto, que aún bailaba de alegría por la noticia de la victoria—. ¡Comen los huevos pasados por agua agujereando la parte redonda! ¿Te lo imaginas? ¡Es una costumbre repugnante! Pero ahora los hemos derrotado y los obligaremos a comerlos por la parte puntiaguda. Gulliver no podía creer lo que oía. —¿Estáis en guerra por eso? De haberlo sabido, nunca os habría ayudado. De repente, se sintió muy solo entre toda aquella gente. Tenía ganas de volver a casa. Le daban mucha pena los blefuscus que había derrotado y decidió visitar la isla para disculparse. Cuando el emperador Golbasto se enteró de lo que había hecho, se puso furioso. —¡Traición! ¡Es un traidor a Liliput! ¡Lo mataré! ¡Envenenad su bebida! ¡Incendiad su casa! ¡Probablemente en este momento esté comiendo un huevo por la parte redonda! El primer ministro señaló que les era muy útil tener un gigante a su servicio. —No creo que tengamos que matar al Hombre Montaña, Majestad. -Bueno -replicó Golbasto—, en vez de eso, le arrancaré los ojos. Enviaron al heraldo de la corte a anunciar el castigo. Gulliver acababa de volver de Blefuscu y se había echado al sol mientras se le secaban las ropas. El heraldo se detuvo junto a su oreja y tocó una rara trompeta.

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-Oh, Hombre Montaña, extranjero y traidor —leyó en un pergamino—, el glorioso emperador Golbasto ha decidido perdonarte la vida. Gulliver se puso de pie y miró al heraldo. —Pero como has traicionado a la nación de Liliput, los arqueros reales te arrancarán los ojos con sus agudas flechas, mañana al mediodía. ¡Dios salve a Golbasto! Gulliver recogió sus escasas pertenencias y atravesó corriendo la ciudad hasta el puerto. Allí se encontraba el galeón real de Golbasto, que era el barco más grande de toda la flota liliputiense. Cargó su chaqueta, su pistola y su sombrero en el galeón, lo sacó del pequeño puerto y salió nadando al mar. No miró atrás ni una sola vez; lo único que oía era el sonido de las olas a su alrededor. Después de un rato, trepó al galeón. Era del tamaño de una cuna y se veía obligado a sacar los brazos y las piernas por el borde. El viento y la corriente del agua lo llevaron a través del océano. Arrullado por el suave movimiento del galeón, Gulliver cayó en un profundo sueño. Entonces, desde lo alto del palo mayor de un barco mercante, un marinero descubrió el galeón con su catalejos. Primero pensó que era un barril que había caído al mar, pero después vio a Gulliver. En seguida despacharon un bote para recogerle. Gulliver dio las gracias al capitán por haberle salvado; con el galeón bajo el brazo, descendió a su camarote. ¡Por primera vez en varios meses, iba a dormir en una cama! Durante el largo viaje a casa, se sentó todas las noches a cenar en la mesa del capitán y le contó sus extraordinarias aventuras en Liliput.

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MI PEQUEÑO CARACOL

Cuando una mañana de domingo Marta se despertó, enseguida pensó en dar de comer a sus peces, la noche anterior estaba muy cansada y se fue a dormir enseguida. Con alegría se acercó a su pecera y con gran asombro descubrió que increíblemente se había metido un caracol en ella. Rápidamente llamó a su madre para que lo viera. "Vaya qué pequeño es", dijo la mamá mientras miraba al pequeño caracol de agua. "Sólo un punto negro." "Seguro que crece y se hace muy grande", dijo Marta y bajo corriendo a desayunar. Por la noche y antes de acostarse encendió la luz de su tanque de peces. Vio los peces de colores naranja que eran grandes y gordos, que estaban dormitando en el interior del arco de piedra. Mandíbulas estaba despierto, y nadaba a lo largo de la parte delantera del depósito moviendo rápidamente la cola

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y haciendo que en el agua se formara espuma y muchas burbujas. Tardó Marta un tiempo en encontrar al pequeño caracol y lo encontró pegado en la parte inferior del acuario, justo al lado de la grava. Cuando llegó al cole al día siguiente contó a todas sus amigas el descubrimiento del caracol y les dijo que era tan pequeño que se le podía confundir con un pedazo de grava. Todas se pusieron a reír y una de las chicas de su clase dijo que parecía una mascota ideal para ella, ya que Marta era un poco bajita. Esa noche Marta encendió la luz para encontrarlo, y estaba aferrado a la punta de una pequeña banderita que salía de la maleza del acuario. Estaba cerca del filtro de agua y se balanceaba con las burbujas de aire que salían de este . "Esto debe ser muy divertido", pensó. Trató de imaginar cómo debe ser el tener que aferrarse a las cosas todo el día y decidió que probablemente era muy agotador. Después de darles de comer, se sentó al lado para observar como los peces nadaban, se perseguían y jugaban entre ellos. Entonces observó como uno de los peces de color naranja estaba absorbiendo grava y volviéndola a lanzar, cuando en una de esas se tragó al pobre caracol que estaba paseando tranquilamente por la grava. Marta saltó de su silla, pero de pronto lo vio salir escupido del pez. Así continuó haciendo el pez de color naranja, varias veces, hasta que el pobre caracol flotó hasta la parte inferior del tanque entre la grava de color. Marta no podía parar de reír. "Creo que ha crecido un poco", le dijo a su mamá en el desayuno al día siguiente. "Menos mal, sino se lo van a tragar todos los días varias veces", dijo su mamá, tratando de ponerse el abrigo y comer tostadas al mismo tiempo.

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"Pero yo no quiero que sea demasiado grande o no será tan bonito. Las cosas pequeñas son más bonitas que las grandes, ¿no es así?". "Sí lo son. Pero las cosas grandes también pueden ser muy bonitas. Ahora date prisa, voy a perder el tren." En la escuela, ese día, Marta dibujó un elefante. Necesitaba dos pedazos de papel para hacer los colmillos pero a su maestra no le importaba porque estaba contenta con el dibujo y quería ponerlo en la pared de la clase. En la esquina del dibujo, Marta escribió su nombre completo, y dibujó pequeños caracoles sobre las ―a‖ de su nombre. La maestra dijo que era muy creativa. Ese fin de semana decidieron que había que limpiar el acuario. "Hay una gran cantidad de algas en los laterales", dijo mamá. Se llevaron los peces con mucho cuidado y los pusieron en un bol muy grande que tenía mamá para cocinar mientras vaciaban un poco de agua. Mamá usaba una aspiradora especial para limpiar la grava, mientras que Marta recortaba la maleza del estanque para dejarla a un tamaño adecuado y frotó el arco y el tubo de filtro. Mamá vertió agua nueva en el acuario. "¿Dónde está el pequeño caracol?" Preguntó Marta. "En el lado", dijo mamá. Estaba ocupada concentrándose en echar el agua."No te preocupes he tenido mucho cuidado con él." Marta miró por todos los lados del acuario. No había ni rastro del caracol de agua. "Probablemente está en la grava", dijo su mamá. "Vamos a acabar el trabajo, que tengo que hacer la comida todavía." Saco todos los peces del bol y los dejó caer en el agua limpia del acuario. Los peces no dejaban de nadar y daban vueltas y vueltas, alegrándose de tener un agua tan limpia. Esa noche, Marta volvió a comprobar el acuario. El agua se había instalado y se veía preciosa y clara, pero no había ni

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rastro del pequeño caracol. Se tumbó en la cama e hizo algunos ejercicios, estirando sus piernas y los pies apuntando al cielo. El estiramiento era bueno para los músculos y cuando Marta terminó, se arrodilló a mirar otra vez el acuario, pero seguía sin haber rastro del caracol. Bajó las escaleras, su madre estaba en el estudio, rodeada de papeles. Tenía sus gafas puestas y el pelo todo revuelto en el lugar donde había estado pasando sus manos, se notaba muy concentrada. Marta le dijo que seguía sin ver al caracolito y que estaba muy preocupada. "Ya aparecerá no te preocupes, es muy pequeño y se puede esconder en cualquier sitio." fue todo lo que dijo. "Ahora a la cama Marta. Tengo montañas de trabajo que hacer para ponerme al día." "Lo has aspirado ¿verdad," dijo ella con un tono de voz y una cara que denotaban su enorme enfado. "No lo he hecho. Tuve mucho cuidado. Pero es muy pequeño." "¿Qué hay de malo en ser pequeño?" "Nada en absoluto. Pero se hace más difícil de encontrar que si fuese grande." Marta salió corriendo de la habitación y se fue a su cuarto con lágrimas en los ojos, tumbándose en la cama. La puerta del dormitorio se abrió y la cara de mamá apareció. Marta trató de ignorarla, pero era difícil cuando se acercó a la cama y se sentó junto a ella. Estaba sosteniendo una enorme lupa en sus manos. "He recordado que papa tiene esta lupa gigante para ver bien su colección de sellos", dijo. "Extra de gran alcance, para la caza del caracol". Marta sonrió a su madre y saltó de la cama rápidamente.. Se sentaron una junto a la otra y empezaron a mirar por todas las partes del acuario, en las esquinas entre las grandes piedras, en la grava y la espiga de agua. "¡Ajá!" Mamá de repente gritó.

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"¿Qué?" Marta cogió la lupa y miro donde su madre estaba señalando. Allí, escondido en la curva del arco, perfectamente oculta en la piedra oscura, estaba sentado el pequeño caracol. Y sorprendentemente junto a él había otro caracol de agua, incluso más pequeño que él. "¿Pero de dónde ha salido?" "Estoy empezando a sospechar que la hierba del acuario es buenísima ¿no crees?" Los dos se rieron y se metieron en la cama de Marta juntas, abrazadas bajo el edredón. Era acogedor, pero un poco apretado. "Muévete un poco," dijo mamá, dándole un empujón a Marta con su trasero. "No puedo, estoy tocando la pared." "¡Por Dios como has crecido entonces. ¿Cuándo ha ocurrido esto? Tenemos que apuntar en la pared tu altura y consultar cada poco tiempo, pues estas creciendo como un gigante." Marta puso su cabeza en el pecho de su madre, sonrió y feliz se dispuso a dormir.

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PALITROQUE

Era una mañana de otoño; en el bosque embrollado amanecía. Los tejones bostezaban y se desperezaban. Las ardillas saltaban de aquí para allá, buscando nueces. La voz aguda de la abuela Sarmiento sacudió las hojas del viejo roble: -¡Palitroque! ¡Palitroque! ¿Estás despierto? Tienes que traerme algunas setas. -¿Ha de ser ahora mismo? -preguntó Palitroque, somnoliento. La abuela Sarmiento irrumpió en su dormitorio. -Sí, ahora mismo, o no tendremos nada que comer.

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-Está bien, está bien, -contesto Palitroque sacudiéndose su manta de hojas secas-. Vamos, Petronila, tenemos que salir. Deja ya de dormir. Palitroque se vistió y recogió su sombrero, en el cual dormía Petronila, la araña mágica. Al ponérselo, tiró a Petronila de la cama y ésta se despertó sobresaltada. -¡Qué pasa! -gritó. -Buenos días, Petronila. -¿Con quién estás hablando? -preguntó la abuela Sarmiento-. ¡Ah!, con esa araña asquerosa ¿verdad? Pues las arañas no son mascotas, son para -hacer pasteles. "No conseguirá hacer un pastel conmigo", penso Petronila que escuchaba, escondida, en el sombrero de Palitroque. "¡Si no me equivocara tanto con mis hechizos, la convertiría en mosca y la atraparía en una de mis telas!" -Date prisa -dijo la abuela -y tráete un montón de setas venenosas. Palitroque anduvo durante muchas horas por el bosque embrollado, pero no pudo encontrar ni una sola seta. -La abuelita se va a enfadar con nosotros. Petronila se posó en el ala de su sombrero. -¡Bueno, no podemos volver con las manos vacías! Así pues, siguieron buscando, riéndose y jugando, mientras se internaban cada vez más en el bosque. De pronto se detuvieron; alguien lloraba a lo lejos. -¡Vaya! -exclamó Petronila- Parece que alguien necesita ayuda. -Sí, viene de allá -dijo Palitroque-. Date prisa. Vamos por este valle, es un atajo. -¡No! -gritó Petronila-. ¡Mira el cartel! Palitroque leyó detenidamente el cartel a la entrada del valle. -Cuidado con los árboles... No puedo entender la última palabra. Cuidado con los árboles... ¿qué? Continúo sin entender. Tendremos que ir por el camino del puente de las campanillas.

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A medida que Palitroque se acercaba al puente, oía que los sollozos se hacían cada vez más fuertes. Pero cuando se detuvo para recuperar el aliento, a mitad del puente, el llanto se interrumpió. -Quizá lo hemos asustado -dijo Petronila. -Ojalá que no -contestó Palitroque-. Probaré a gritos. ¡Hola! ¿Hay alguien? Nadie contestó. -¿No hay nadie? -gritó. -No hay casi nadie -respondió una voz-. Así que dejadme en paz. -Hemos venido corriendo hasta aquí para ayudarte -dijo Palitroque, bajando al barranco para mirar debajo del puente. Al borde del río había una criatura con aire desolado. -Hola. Me llamo Palitroque. -Es un nombre muy bonito -lloriqueó el desconocido-. Yo soy Tomás. -Bueno, ése también es un nombre bonito -respondió Palitroque. -Me llaman el tonto, triste y trasto Tomás. -Lo siento -dijo Palitroque-. ¿Por qué? -No necesito ningún motivo para llorar -sollozó Tomás otra vez-. Estoy triste desde que tengo uso de memoria. No sé lo que es la felicidad. -¡Pero si es muy fácil! -exclamó Palitroque-. Te enseñaremos a ser feliz, ¿verdad, Petronila? -Claro que sí. Voy un momento al sombrero a buscar mi libro de hechizos. -Mientras vuelve Petronila, te contaré un chiste -dijo Palitroque, que se sentó al lado de Tomás. -¿Por qué están tristes los dentistas? -le preguntó. Pero Tomás ya lo sabía. -Porque siempre tienen problemas con las muelas.

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¡Me llamaban Tomás Tiramuelas, precisamente por eso! No podía contener el llanto. Petronila salió por la puertecita que tenía en el sombrero de Palitroque. Llevaba en una mano el libro de hechizos y en la otra su varita mágica. -Petronila es una araña mágica -explicó Palitroque-. Puede conseguir lo que quieras. Piénsalo bien y dinos qué te gustaría tener ahora mismo. Eso te hace feliz ¿no? -Lo intentaré -sollozó Tomás- Quisiera..., quisiera un pastel de manzana. -¡Oh! Lo tendrás -afirmó Petronila, hojeando su libro. -A ver... pasta de serpiente... puré de hormigas... ¡Aquí está! Pastel de manzana. Comenzó a saltar de aquí para allá, agitando su varita mágica. "¡Canela en polvo, patas de rana, dale a mi amigo un pastel de manzana!" Al compás de este estribillo apareció un resplandor azul muy brillante en aquel lugar y miles de motas de polvo dorado cayeron al suelo. -¿Resultó? -tosió Petronila, frotándose los ojos. -¿Qué es esto que tengo en el cuello? -preguntó Tomás-. ¡Oh, no! -Petronila, tonta -se burló Palitroque-¡le has hecho una corbata de manzana! Tomás se puso a llorar otra vez; así que Palitroque dijo: -Vamos, piensa... ¿qué otra cosa quisieras tener? Tomás miró sus ropas, que estaban muy sucias. -Bueno. ¿Qué os parece un traje de oro y una camisa de volantes? Petronila buscó el hechizo adecuado. "¡Sangre de toro y escorpiones gigantes, un traje de oro y camisa de volantes!" Esta vez el resplandor fue aún más brillante. Antes de que se despejara el polvo, Tomás se vio reflejado en el río, lanzó un grito y corrió a esconderse. -¡No! Ha vuelto a salir mal. ¡Jamás seré feliz!

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-Petronila, ¿qué pasa ahora? -preguntó Palitroque al dispersarse el polvo mágico-. ¿No lo habrás hecho desaparecer? Petronila consultó su libro. -Cielo santo, tengo que ir a un oculista. En vez de un traje de oro y una camisa de volantes... -¿Qué? ¿Qué le has dado? -¡Una bota muy vieja y una falda elegante! -No me extraña que se haya escapado -dijo Palitroque- ¡Vamos, hay que encontrarlo! Palitroque y Petronila corrieron por el bosque embrollado, siguiendo las huellas de Tomás. Estas les llevaron directamente al inicio del valle donde habían visto el cartel. Se detuvieron otra vez para tratar de leerlo. De pronto, oyeron un grito horrible procedente del valle: -¡Aaay! ¡No, por favor! ¡Basta! -Es Tomás. Parece encontrarse en un terrible aprieto. ¡De prisa! Mientras corrían, los gritos se hacían cada vez más fuertes. Cuando al fin Palitroque y Petronila lo encontraron, no pudieron creer lo que veían. Tomás rodaba por el suelo, las ramas bajas de los árboles le hacían cosquillas en todo el cuerpo. -¡Ja, ja, ja! ¡Basta! ¡Por favor, ja, ja! -¡Ya sé lo que decía el cartel! -exclamó Palitroque-. Decía: "Cuidado con los árboles cosquilleros." Por fin los árboles dejaron de hacerle cosquillas a Tomás. Recuperó el aliento y se enjugó las lágrimas. -¿Por qué os reís? -preguntó-. ¿También os han hecho cosquillas los árboles? -No, es tu falda. ¡Estás tan gracioso! -dijo Palitroque entre carcajadas. -Soy tan feliz -añadió Tomás-. Por primera vez en mi vida he aprendido a reír. Y todo gracias a vosotros. Pero, Petronila, por favor, quítame estas ropas tan ridiculas. -Claro -dijo Petronila-.

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Esta vez no cometeré ningún error con el hechizo. "¡Zarpas de tigre, fiero animal, haz que Tomás vuelva a ser normal!" Cuando se disipó otra vez el polvo azul, apareció Tomás, exactamente como era antes, pero... ¡con una sonrisa en los labios! En ese instante, Palitroque sintió unos golpes en la espalda. Uno de los árboles mágicos trataba de decirle algo. Con una de sus ramas señaló a los pies de Palitroque. Allí, en un húmedo lecho de musgo, había un montón de setas venenosas. Tomás y Palitroque , cogieron muchas para llevárselas a la abuelita, Sarmiento. Ya en casa, comieron tostadas con mermelada de setas y a todos les encantó. Tomás comentó que era un buen final para un día perfecto. -No sólo encontré la felicidad -dijo, dándole un gran beso a la abuela Sarmiento-. ¡También he descubierto tres buenos amigos!

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PINOCHO

Hace mucho tiempo, un carpintero llamado Gepeto, como se sentía muy solo, cogió de su taller un trozo de madera y construyó un muñeco llamado Pinocho. –¡Qué bien me ha quedado! –exclamó–. Lástima que no tenga vida. Cómo me gustaría que mi Pinocho fuese un niño de verdad. Tanto lo deseaba que un hada fue hasta allí y con su varita dio vida al muñeco. –¡Hola, padre! –saludó Pinocho. –¡Eh! ¿Quién habla? –gritó Gepeto mirando a todas partes. –Soy yo, Pinocho. ¿Es que ya no me conoces? –¡Parece que estoy soñando! ¡Por fin tengo un hijo! Gepeto pensó que aunque su hijo era de madera tenía que ir

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al colegio. Pero no tenía dinero, así que decidió vender su abrigo para comprar los libros. Salía Pinocho con los libros en la mano para ir al colegio y pensaba: –Ya sé, estudiaré mucho para tener un buen trabajo y ganar dinero, y con ese dinero compraré un buen abrigo a Gepeto. De camino, pasó por la plaza del pueblo y oyó: –¡Entren, señores y señoras! ¡Vean nuestro teatro de títeres! Era un teatro de muñecos como él y se puso tan contento que bailó con ellos. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que no tenían vida y bailaban movidos por unos hilos que llevaban atados a las manos y los pies. –¡Bravo, bravo! –gritaba la gente al ver a Pinocho bailar sin hilos. –¿Quieres formar parte de nuestro teatro? –le dijo el dueño del teatro al acabar la función. –No porque tengo que ir al colegio. –Pues entonces, toma estas monedas por lo bien que has bailado –le dijo un señor. Pinocho siguió muy contento hacia el cole, cuando de pronto: –¡Vaya, vaya! ¿Dónde vas tan deprisa, jovencito? –dijo un gato muy mentiroso que se encontró en el camino. –Voy a comprar un abrigo a mi padre con este dinero. –¡Oh, vamos! –exclamó el zorro que iba con el gato–. Eso es poco dinero para un buen abrigo. ¿No te gustaría tener más? –Sí, pero ¿cómo? –contestó Pinocho. –Es fácil –dijo el gato–. Si entierras tus monedas en el Campo de los Milagros crecerá una planta que te dará dinero. –¿Y dónde está ese campo? –Nosotros te llevaremos –dijo el zorro.

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Así, con mentiras, los bandidos llevaron a Pinocho a un lugar lejos de la ciudad, le robaron las monedas y le ataron a un árbol. Gritó y gritó pero nadie le oyó, tan sólo el Hada Azul. –¿Dónde perdiste las monedas? –Al cruzar el río –dijo Pinocho mientras le crecía la nariz. Se dio cuenta de que había mentido y, al ver su nariz, se puso a llorar. –Esta vez tu nariz volverá a ser como antes, pero te crecerá si vuelves a mentir –dijo el Hada Azul. Así, Pinocho se fue a la ciudad y se encontró con unos niños que reían y saltaban muy contentos. –¿Qué es lo que pasa? –preguntó. –Nos vamos de viaje a la Isla de la Diversión, donde todos los días son fiesta y no hay colegios ni profesores. ¿Te quieres venir? –¡Venga, vamos! Entonces, apareció el Hada Azul. –¿No me prometiste ir al colegio? –preguntó. –Sí –mintió Pinocho–, ya he estado allí. Y, de repente, empezaron a crecerle unas orejas de burro. Pinocho se dio cuenta de que le habían crecido por mentir y se arrepintió de verdad. Se fue al colegio y luego a casa, pero

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Gepeto había ido a buscarle a la playa con tan mala suerte que, al meterse en el agua, se lo había tragado una ballena. –¡Iré a salvarle! –exclamó Pinocho. Se fue a la playa y esperó a que se lo tragara la ballena. Dentro vio a Gepeto, que le abrazó muy fuerte. –Tendremos que salir de aquí, así que encenderemos un fuego para que la ballena abra la boca. Así lo hicieron y salieron nadando muy deprisa hacia la orilla. El papá del muñeco no paraba de abrazarle. De repente, apareció el Hada Azul, que convirtió el sueño de Gepeto en realidad, ya que tocó a Pinocho y lo convirtió en un niño de verdad.

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RAPUNZEL

Había una vez una pareja que desde hacía mucho tiempo deseaba tener hijos. Aunque la espera fue larga, por fin, sus sueños se hicieron realidad. La futura madre miraba por la ventana las lechugas del huerto vecino. Se le hacía agua la boca nada más de pensar lo maravilloso que sería poder comerse una de esas lechugas. Sin embargo, el huerto le pertenecía a una bruja y por eso nadie se atrevía a entrar en él. Pronto, la mujer ya no pensaba más que en esas lechugas, y por no querer comer otra cosa empezó a enfermarse. Su esposo, preocupado, resolvió entrar a escondidas en el huerto cuando cayera la noche, para coger algunas lechugas.

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La mujer se las comió todas, pero en vez de calmar su antojo, lo empeoró. Entonces, el esposo regresó a la huerta. Esa noche, la bruja lo descubrió. -¿Cómo te atreves a robar mis lechugas? -chilló. Aterrorizado, el hombre le explicó a la bruja que todo se debía a los antojos de su mujer. -Puedes llevarte las lechugas que quieras -dijo la bruja -, pero a cambio tendrás que darme al bebé cuando nazca. El pobre hombre no tuvo más remedio que aceptar. Tan pronto nació, la bruja se llevó a la hermosa niña. La llamó Rapunzel. La belleza de Rapunzel aumentaba día a día. La bruja resolvió entonces esconderla para que nadie más pudiera admirarla. Cuando Rapunzel llegó a la edad de los doce años, la bruja se la llevó a lo más profundo del bosque y la encerró en una torre sin puertas ni escaleras, para que no se pudiera escapar. Cuando la bruja iba a visitarla, le decía desde abajo: -Rapunzel, tu trenza deja caer. La niña dejaba caer por la ventana su larga trenza rubia y la bruja subía. Al cabo de unos años, el destino quiso que un príncipe pasara por el bosque y escuchara la voz melodiosa de Rapunzel, que cantaba para pasar las horas. El príncipe se sintió atraído por la hermosa voz y quiso saber de dónde provenía. Finalmente halló la torre, pero no logró encontrar ninguna puerta para entrar. El príncipe quedó prendado de aquella voz. Iba al bosque tantas veces como le era posible. Por las noches, regresaba a su castillo con el corazón destrozado, sin haber encontrado la manera de entrar. Un buen día, vio que una bruja se acercaba a la torre y llamaba a la muchacha. -Rapunzel, tu trenza deja caer. El príncipe observó sorprendido. Entonces comprendió que aquella era la manera de llegar hasta la muchacha de la hermosa voz. Tan pronto se fue la bruja, el príncipe se acercó a la torre y repitió las mismas palabras:

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-Rapunzel, tu trenza deja caer. La muchacha dejó caer la trenza y el príncipe subió. Rapunzel tuvo miedo al principio, pues jamás había visto a un hombre. Sin embargo, el príncipe le explicó con toda dulzura cómo se había sentido atraído por su hermosa voz. Luego le pidió que se casara con él. Sin dudarlo un instante, Rapunzel aceptó. En vista de que Rapunzel no tenía forma de salir de la torre, el príncipe le prometió llevarle un ovillo de seda cada vez que fuera a visitarla. Así, podría tejer una escalera y escapar. Para que la bruja no sospechara nada, el príncipe iba a visitar a su amada por las noches. Sin embargo, un día Rapunzel le dijo a la bruja sin pensar: -Tú eres mucho más pesada que el príncipe. -¡Me has estado engañando! -chilló la bruja enfurecida y cortó la trenza de la muchacha. Con un hechizo la bruja envió a Rapunzel a una tierra apartada e inhóspita. Luego, ató la trenza a un garfio junto a la ventana y esperó la llegada del príncipe. Cuando éste llegó, comprendió que había caído en una trampa. -Tu preciosa ave cantora ya no está -dijo la bruja con voz chillona -, ¡y no volverás a verla nunca más! Transido de dolor, el príncipe saltó por la ventana de la torre. Por fortuna, sobrevivió pues cayó en una enredadera de espinas. Por desgracia, las espinas le hirieron los ojos y el desventurado príncipe quedó ciego. ¿Cómo buscaría ahora a Rapunzel? Durante muchos meses, el príncipe vagó por los bosques, sin parar de llorar. A todo aquel que se cruzaba por su camino le preguntaba si había visto a una muchacha muy hermosa llamada Rapunzel. Nadie le daba razón. Cierto día, ya casi a punto de perder las esperanzas, el príncipe escuchó a lo lejos una canción triste pero muy hermosa. Reconoció la voz de inmediato y se dirigió hacia el lugar de donde provenía, llamando a Rapunzel.

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Al verlo, Rapunzel corrió a abrazar a su amado. Lágrimas de felicidad cayeron en los ojos del príncipe. De repente, algo extraordinario sucedió: ¡El príncipe recuperó la vista! El príncipe y Rapunzel lograron encontrar el camino de regreso hacia el reino. Se casaron poco tiempo después y fueron una pareja muy feliz.

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RICITOS DE ORO

Erase una vez una tarde, se fue Ricitos de Oro al bosque y se puso a coger flores. Cerca de allí, había una cabaña muy bonita, y como Ricitos de Oro era una niña muy curiosa , se acercó paso a paso hasta la puerta de la casita. Y empujo. La puerta estaba abierta. Y vio una mesa. Encima de la mesa había tres tazones con leche y miel. Uno, era grande; otro, mediano; y otro, pequeño. Ricitos de Oro tenía hambre, y probó la leche del tazón mayor. ¡Uf! ¡Está muy caliente! Luego, probo del tazón mediano. ¡Uf! ¡Está muy caliente! Después, probo del tazón pequeñito, y le supo tan rica que se la tomo toda, toda. Había también en la casita tres sillas azules: una silla era grande, otra silla era mediana, y otra silla era pequeñita.

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Ricitos de Oro fue a sentarse en la silla grande, pero esta era muy alta. Luego, fue a sentarse en la silla mediana. Pero era muy ancha. Entonces, se sentó en la silla pequeña, pero se dejó caer con tanta fuerza, que la rompió. Entro en un cuarto que tenía tres camas. Una, era grande; otra, era mediana; y otra, pequeña. La niña se acostó en la cama grande, pero la encontró muy dura. Luego, se acostó en la cama mediana, pero también le pareció dura. Después, se acostó, en la cama pequeña. Y esta la encontró tan de su gusto, que Ricitos de Oro se quedó dormida. Estando dormida Ricitos de Oro, llegaron los dueños de la casita, que era una familia de Osos, y venían de dar su diario paseo por el bosque mientras se enfriaba la leche. Uno de los Osos era muy grande, y usaba sombrero, porque era el padre. Otro, era mediano y usaba cofia, porque era la madre. El otro, era un Osito pequeño y usaba gorrito: un gorrito muy pequeño. El Oso grande, grito muy fuerte: -¡Alguien ha probado mi leche! El Oso mediano, gruño un poco menos fuerte: -¡Alguien ha probado mi leche! El Osito pequeño dijo llorando con voz suave: se han tomado toda mi leche! Los tres Osos se miraron unos a otros y no sabían que pensar. Pero el Osito pequeño lloraba tanto, que su papa quiso distraerle. Para conseguirlo, le dijo que no hiciera caso, porque ahora iban a sentarse en las tres sillas de color azul que tenían, una para cada uno. Se levantaron de la mesa, y fueron a la salita donde estaban las sillas. ¿Que ocurrió entonces?. El Oso grande grito muy fuerte: -¡Alguien ha tocado mi silla! El Oso mediano gruño un poco menos fuerte.. -¡Alguien ha tocado mi silla! El Osito pequeño dijo llorando con voz suave: se han sentado en mi silla y la han roto!

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Siguieron buscando por la casa, y entraron en el cuarto de dormir. El Oso grande dijo: -¡Alguien se ha acostado en mi cama! El Oso mediano dijo: -¡Alguien se ha acostado en mi cama! Al mirar la cama pequeñita, vieron en ella a Ricitos de Oro, y el Osito pequeño dijo: -¡Alguien está durmiendo en mi cama! Se despertó entonces la niña, y al ver a los tres Osos tan enfadados, se asustó tanto, que dio un salto y salió de la cama. Como estaba abierta una ventana de la casita, salto ‗por ella Ricitos de Oro, y corrió sin parar por el bosque hasta que encontró el camino de su casa.

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CUENTO DE NAVIDAD

El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después

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del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto llano. Su eminencia el cardenal —que había visitado el convento en un día inolvidable— había bendecido al hermano, primero, abrazádole enseguida, y por último díchole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y por la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus hermanos los pájaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia ellos: "¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen vaso..." Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas. Avino, pues, que un día de navidad, Longinos fuese a la próxima aldea...; pero ¿no os he dicho nada del convento? El cual estaba situado cerca de una aldea de labradores, no muy distante de una vasta floresta, en donde, antes de la fundación del monasterio, había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas, y de silfos, y otras tantas cosas que favorece el poder del Bajísimo, de quien Dios nos guarde.

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Los vientos del cielo llevaban desde el santo edificio monacal, en la quietud de las noches o en los serenos crepúsculos, ecos misteriosos, grandes temblores sonoros..., era el órgano de Longinos que acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos. Fue, pues, en un día de navidad, y en la aldea, cuando el buen hermano se dio una palmada en la frente y exclamó, lleno de susto, impulsando a su caballería paciente y filosófica: —¡Desgraciado de mí! ¡Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la viada a pan y agua! ¡Cómo estarán aguardándome en el monasterio! Era ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse, se encaminó por la vía de su convento. Las sombras invadieron la Tierra. No se veía ya el villorrio; y la montaña, negra en medio de la noche, se veía semejante a una titánica fortaleza en que habitasen gigantes y demonios. Y fue el caso que Longinos, anda que te anda, pater y ave tras pater y ave, advirtió con sorpresa que la senda que seguía la pollina, no era la misma de siempre. Con lágrimas en los ojos alzó éstos al cielo, pidiéndole misericordia al Todopoderoso, cuando percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa estrella de color de oro, que caminaba junto con él, enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco trecho, como en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal: 'Considérate feliz, hermano Longinos, pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso.' No bien había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de exquisitos aromas. Y vio venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera larga

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se esparcía sobre sus hombros, bajo una mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto en donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del zodiaco. Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica diadema, vestía vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él, con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso y opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de rostro negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario. Y sucedió que —tal como en los días del cruel Herodes— los tres coronados magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes... Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía:

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—Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su covento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte. Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre. Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano? ¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista... ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza... De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar... resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas, excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel

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órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia... El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro de la capilla, en una tumba especial, labrada en mármol.

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BAILA, BAILA, MUÑEQUITA

-Sí, es una canción para las niñas muy pequeñas -aseguró tía Malle-. Yo, con la mejor voluntad del mundo, no puedo seguir este «¡Baila, baila, muñequita mía!» -Pero la pequeña Amalia si la seguía; sólo tenía 3 años, jugaba con muñecas y las educaba para que fuesen tan listas como tía Malle. Venía a la casa un estudiante que daba lecciones a los hermanos y hablaba mucho con Amalita y sus muñecas, pero de una manera muy distinta a todos los demás. La pequeña lo encontraba muy divertido, y, sin embargo, tía Malle opinaba que no sabía tratar con niños; sus cabecitas no sacarían nada en limpio de sus discursos. Pero Amalita sí sacaba, tanto, que se aprendió toda la canción de memoria y

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la cantaba a sus tres muñecas, dos de las cuales eran nuevas, una de ellas una señorita, la otra un caballero, mientras la tercera era vieja y se llamaba Lise. También ella oyó la canción y participó en ella. ¡Baila, baila, muñequita, qué fina es la señorita! Y también el caballero con sus guantes y sombrero, calzón blanco y frac planchado y muy brillante calzado. Son bien finos, a fe mía. Baila, muñequita mía. Ahí está Lisa, que es muy vieja, aunque ahora no semeja, con la cera que le han dado, que sea del año pasado. Como nueva está y entera. Baila con tu compañera, serán tres para bailar. ¡Bien nos vamos a alegrar! Baila, baila, muñequita, pie hacia fuera, tan bonita. Da el primer paso, garbosa, siempre esbelta y tan graciosa. Gira y salta sin parar, que muy sano es el saltar. ¡Vaya baile delicioso! ¡Son un grupo primoroso! Y las muñecas comprendían la canción; Amalita también la comprendía, y el estudiante, claro está. Él la había compuesto, y decía que era estupenda. Sólo tía Malle no la entendía; no estaba ya para niñerías. -¡Es una bobada! -decía. Pero Amalita no es boba, y la canta. Por ella es por quien la sabemos.

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BARBA AZUL

Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles tapizados de brocado y carrozas completamente doradas; pero, por desgracia, aquel hombre tenía la barba azul: aquello le hacía tan feo y tan terrible, que no había mujer ni joven que no huyera de él. Una distinguida dama, vecina suya, tenía dos hijas sumamente hermosas. Él le pidió una en matrimonio, y dejó a su elección que le diera la que quisiera. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban la una a la otra, pues no se sentían capaces de tomar por esposo a un hombre que tuviera la barba azul. Lo que tampoco les gustaba era que se había casado ya con varias mujeres y no se sabía qué había sido de ellas. Barba Azul, para irse conociendo, las llevó con su madre, con tres o cuatro de sus mejores amigas y con algunos jóvenes de la localidad a una de sus casas de campo, donde se

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quedaron ocho días enteros. Todo fueron paseos, partidas de caza y de pesca, bailes y festines, meriendas: nadie dormía, y se pasaban toda la noche gastándose bromas unos a otros. En fin, todo resultó tan bien, que a la menor de las hermanas empezó a parecerle que el dueño de la casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy honesto. En cuanto regresaron a la ciudad se consumó el matrimonio. Al cabo de un mes Barba Azul dijo a su mujer que tenía que hacer un viaje a provincias, por lo menos de seis semanas, por un asunto importante; que le rogaba que se divirtiera mucho durante su ausencia, que invitara a sus amigas, que las llevara al campo si quería y que no dejase de comer bien. -Éstas son -le dijo- las llaves de los dos grandes guardamuebles; éstas, las de la vajilla de oro y plata que no se saca a diario; éstas, las de mis cajas fuertes, donde están el oro y la plata; ésta, la de los estuches donde están las pedrerías, y ésta, la llave maestra de todos las habitaciones de la casa. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete del fondo de la gran galería del piso de abajo: abrid todo, andad por donde queráis, pero os prohibo entrar en ese pequeño gabinete, y os lo prohibo de tal suerte que, si llegáis a abrirlo, no habrá nada que no podáis esperar de mi cólera. Ella prometió observar estrictamente cuanto se le acababa de ordenar, y él, después de besarla, sube a su carroza y sale de viaje. Las vecinas y las amigas no esperaron que fuesen a buscarlas para ir a casa de la recién casada, de lo impacientes que estaban por ver todas las riquezas de su casa, pues no se habían atrevido a ir cuando estaba el marido, porque su barba azul les daba miedo. Y ahí las tenemos recorriendo en seguida las habitaciones, los gabinetes, los guardarropas, todos a cual más bellos y ricos. Después subieron a los guardamuebles, donde no dejaban de admirar la cantidad y la belleza de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños, de los

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veladores, de las mesas y de los espejos, donde se veía uno de cuerpo entero, y cuyos marcos, unos de cristal, otros de plata y otros de plata recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que se pudo ver jamás. No paraban de exagerar y envidiar la suerte de su amiga, que sin embargo no se divertía a la vista de todas aquellas riquezas, debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del piso de abajo. Se vio tan dominada por la curiosidad, que, sin considerar que era una descortesía dejarlas solas, bajó por una pequeña escalera secreta, y con tal precipitación, que creyó romperse la cabeza dos o tres veces. Al llegar a la puerta del gabinete, se detuvo un rato, pensando en la prohibición que su marido le había hecho, y considerando que podría sucederle alguna desgracia por ser desobediente; pero la tentación era tan fuerte, que no pudo resistirla: cogió la llavecita y, temblando, abrió la puerta del gabinete. Al principio no vio nada, porque las ventanas estaban cerradas; después de algunos momentos empezó a ver que el suelo estaba completamente cubierto de sangre coagulada, y que en la sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas que estaban atadas a las paredes (eran todas las mujeres con las que Barba Azul se había casado y que había degollado una tras otra). Creyó que se moría de miedo, y la llave del gabinete, que acababa de sacar de la cerradura, se le cayó de las manos. Después de haberse recobrado un poco, recogió la llave, volvió a cerrar la puerta y subió a su habitación para reponerse un poco; pero no lo conseguía, de lo angustiada que estaba. Habiendo notado que la llave estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por más que la lavaba e incluso la frotaba con arena y estropajo, siempre quedaba sangre, pues la llave estaba encantada y

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no había manera de limpiarla del todo: cuando se quitaba la sangre de un sitio, aparecía en otro. Barba Azul volvió aquella misma noche de su viaje y dijo que había recibido cartas en el camino que le anunciaban que el asunto por el cual se había ido acababa de solucíonarse a su favor. Su mujer hizo todo lo que pudo por demostrarle que estaba encantada de su pronto regreso. Al día siguiente, él le pidió las llaves, y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa, que él adivinó sin esfuerzo lo que había pasado. -¿Cómo es que -le dijo- la llave del gabinete no está con las demás? -Se me habrá quedado arriba en la mesa -contestó. -No dejéis de dármela en seguida -dijo Barba Azul. Después de aplazarlo varias veces, no tuvo más remedio que traer la llave. Barba Azul, habiéndola mirado, dijo a su mujer: -¿Por qué tiene sangre esta llave? -No lo sé -respondió la pobre mujer, más pálida que la muerte. -No lo sabéis -prosiguió Barba Azul-; pues yo sí lo sé: habéis querido entrar en el gabinete. Pues bien, señora, entraréis en él e iréis a ocupar vuestro sitio al lado de las damas que habéis visto. Ella se arrojó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón con todas las muestras de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Hermosa y afligida como estaba, hubiera enternecido a una roca; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca. -Señora, debéis de morir -le dijo-, y ahora mismo. -Ya que he de morir -le respondió, mirándole con los ojos bañados en lágrimas-, dadme un poco de tiempo para encomendarme a Dios. -Os doy medio cuarto de hora -prosiguió Barba Azul-, pero ni un momento más.

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Cuando se quedó sola, llamó a su hermana y le dijo: -Ana, hermana mía (pues así se llamaba), por favor, sube a lo más alto de la torre para ver si vienen mis hermanos; me prometieron que vendrían a verme hoy, y, si los ves, hazles señas para que se den prisa. u hermana Ana subió a lo alto de la torre y la pobre aflígida le gritaba de cuando en cuando: -Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie? Y su hermana Ana le respondía: -No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea. Entre tanto Barba Azul, que llevaba un gran cuchillo en la mano, gritaba con todas sus fuerzas a su mujer: -¡Baja en seguida o subiré yo a por ti! -Un momento, por favor -le respondía su mujer; y en seguida gritaba bajito: -Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie? Y su hermana Ana respondía: -No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea. -¡Vamos, baja en seguida -gritaba Barba Azul- o subo yo a por ti! -Ya voy -respondía su mujer, y luego preguntaba a su hermana: -Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie? -Veo -respondió su hermana- una gran polvareda que viene de aquel lado. -¿Son mis hermanos? -¡Ay, no, hermana! Es un rebaño de ovejas. -¿Quieres bajar de una vez? -gritaba Barba Azul. -Un momento -respondía su mujer; y luego volvía a preguntar: -Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie? -Veo -respondió- dos caballeros que se dirigen hacia aquí, pero todavía están muy lejos.

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-¡Alabado sea Dios! -exclamó un momento después-. Son mis hermanos; estoy hacíéndoles todas las señas que puedo para que se den prisa. Barba Azul se puso a gritar tan fuerte, que toda la casa tembló. La pobre mujer bajó y fue a arrojarse a sus pies, toda llorosa y desmelenada. -Es inútil -dijo Barba Azul-, tienes que morir. Luego, cogiéndola con una mano por los cabellos y levantando el gran cuchillo con la otra, se dispuso a cortarle la cabeza. La pobre mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecientes, le rogó que le concediera un minuto para recogerse. - No, no -dijo-, encomiéndate a Dios. Y, levantando el brazo... En aquel momento llamaron tan fuerte a la puerta, que Barba Azul se detuvo bruscamente; tan pronto como la puerta se abrió vieron entrar a dos caballeros que, espada en mano, se lanzaron directos hacia Barba Azul. Él reconoció a los hermanos de su mujer, el uno dragón y el otro mosquetero, así que huyó en seguida para salvarse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes de que pudiera alcanzar la salida. Le atravesaron el cuerpo con su espada y lo dejaron muerto. La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos. Sucedió que Barba Azul no tenía herederos, y así su mujer se convirtió en la dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; empleó la otra parte en comprar cargos de capitán para sus dos hermanos; y el resto en casarse ella también con un hombre muy honesto, que le hizo olvidar los malos ratos que había pasado con Barba Azul.

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EL MAGO DE OZ

Dorita era una niña que vivía en una granja de Kansas con sus tíos y su perro Totó. Un día, mientras la niña jugaba con su perro por los alrededores de la casa, nadie se dio cuenta de que se acercaba un tornado. Cuando Dorita lo vio, intentó correr en dirección a la casa, pero su tentativa de huida fue en vano. La niña tropezó, se cayó, y acabó siendo llevaba, junto con su perro, por el tornado. Los tíos vieron desaparecer en cielo a Dorita y a Totó, sin que pudiesen hacer nada para evitarlo. Dorita y su perro viajaron a través del tornado y aterrizaron en un lugar totalmente desconocido para ellos. Allí, encontraron unos extraños personajes y un hada que, respondiendo al deseo de Dorita de encontrar el camino de vuelta a su casa, les aconsejaron a que fueran visitar al mago de Oz. Les indicaron el camino de baldosas amarillas, y Dorita y Totó lo siguieron.

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En el camino, los dos se cruzaron con un espantapájaros que pedía, incesantemente, un cerebro. Dorita le invitó a que la acompañara para ver lo que el mago de Oz podría hacer por él. Y el espantapájaros aceptó. Más tarde, se encontraron a un hombre de hojalata que, sentado debajo de un árbol, deseaba tener un corazón. Dorita le llamó a que fuera con ellos a consultar al mago de Oz. Y continuaron en el camino. Algún tiempo después, Dorita, el espantapájaros y el hombre de hojalata se encontraron a un león rugiendo débilmente, asustado con los ladridos de Totó. El león lloraba porque quería ser valiente. Así que todos decidieron seguir el camino hacia el mago de Oz, con la esperanza de hacer realidad sus deseos. Cuando llegaron al país de Oz, un guardián les abrió el portón, y finalmente pudieron explicar al mago lo que deseaban. El mago de Oz les puso una condición: primero tendrían que acabar con la bruja más cruel de reino, antes de ver solucionados sus problemas. Ellos los aceptaron. Al salir del castillo de Oz, Dorita y sus amigos pasaron por un campo de amapolas y aquél aroma intenso les hicieron caer en un profundo sueño, siendo capturados por unos monos voladores que venían de parte de la mala bruja. Cuando despertaron y vieron la bruja, lo único que se le ocurrió a Dorita fue arrojar un cubo de agua a la cara de la bruja, sin saber que eso era lo que haría desaparecer a la bruja. El cuerpo de la bruja se convirtió en un charco de agua, en un pis-pas. Rompiendo así el hechizo de la bruja, todos pudieron ver como sus deseos eran convertidos en realidad, excepto Dorita. Totó, como era muy curioso, descubrió que el mago no era sino un anciano que se escondía tras su figura. El hombre llevaba allí muchos años pero ya quería marcharse. Para ello había creado un globo mágico. Dorita decidió irse

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con él. Durante la peligrosa travesía en globo, su perro se cayó y Dorita saltó tras él para salvarle. En su caída la niña soñó con todos sus amigos, y oyó cómo el hada le decía: - Si quieres volver, piensa: ―en ningún sitio se está como en casa‖. Y así lo hizo. Cuando despertó, oyó gritar a sus tíos y salió corriendo. ¡Todo había sido un sueño! Un sueño que ella nunca olvidaría... ni tampoco sus amigos.

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SANTI EL VALIENTE

Santi quería ser diferente. Quería ser más grande, más fuerte, como Roque. Roque era el jefe de la pandilla. El era quien dirigía los partidos de fútbol, sabía qué casas viejas

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estaban vacías y cómo franquear muros para colarse en los jardines abandonados. Sabía también cómo hablarles a los mayores para que se les pasara el enfado y se rieran. Pero Santi sólo tenía seis años. No podía superar los muros de los jardines, se le escapaba el balón y los mayores le aterraban. Santi oyó a Roque reuniendo a la pandilla. —Venid todos. Como no hay coches que nos estorben, jugaremos al fútbol. Venga, Santi. Unete a nosotros. Santi movió la cabeza en sentido negativo, aterrado sólo de pensar en los balonazos y en los otros chicos. Estos, imitando a Roque, le llamaban para que se uniera a ellos, y canturreaban: "Venga, Santi. Tonto, más que tonto." Santi odiaba eso. Un día que Santi estaba sentado cerca de sus compañeros, oyó sus planes inmediatos. Iban a meterse en la casa número 40. Santi no salía de su asombro. En el número 40 trabajaban unos obreros de la construcción, corpulentos, llenos de polvo, que habían prohibido a los chicos acercarse a las hormigoneras, a los montones de arena y a las carretillas. Sin embargo aquel día los obreros estaban ausentes, lo que aprovecharían para jugar entre los escombros, las máquinas y los materiales. Santi se escondió detrás de un coche y estuvo observando a los chicos. Se fueron calle arriba, subieron las escaleras y desaparecieron tras la puerta de la casa número 40. A Santi le parecía increíble que fueran tan atrevidos. Se acercó a la puerta de la casa y oyó a la pandilla riendo y cuchicheando mientras se dedicaban a explorar una sala. Luego se hizo un largo silencio. De pronto, Santi oyó un débil grito. Permaneció inmóvil sobre un montón de arena. Después vio a la pandilla bajar atropelladamente por las escaleras. Continuaron corriendo por la calle. Todos —José, Miguelito, Javier, Pedro, Pablito, Pipo— corrían aterrorizados. ¿Pero dónde estaba

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Roque? ¿Por qué no estaba con ellos? ¿De dónde procedía aquel grito? Santi estaba empeñado en enterarse. Temblando, subió las escaleras sigilosamente. Aquello era un revoltijo de polvo, paredes derribadas y cables colgando del techo. Santi oyó un extraño ruido, como un gemido. —¡Socorro! ¡Mamá, papá, socorro! Era Roque, y estaba en apuros. Santi intentó decirle algo, pero estaba tan asustado que de su garganta sólo salió un débil chillido. El gemido procedía de debajo del suelo. Entonces Santi vio un agujero en el suelo del pasillo. —¿Roque? ¿Te has caído por este agujero? —¡Santi, sácame de aquí! ¿Por qué lloraba Roque, un chico tan grande y tan fuerte? —¿Qué ha pasado, Roque? —¡Oooh! —gimió Roque— Estoy herido. Rápido, Santi, ayúdame. Santi estaba hecho un lío. ¿Qué podía hacer? —¡Ooooh, Santi! Apresúrate. ¿Dónde están Javier y los demás? —Se han ido corriendo -dijo Santi— Pero yo estoy aquí y voy a ayudarte. —Ten cuidado, Santi. El suelo ha cedido y me he caído por este agujero negro. Roque rompió a llorar otra vez. —Me he hecho daño en la pierna, Santi. Santi se deslizó a gatas por el suelo y miró por el agujero. Estaba muy oscuro y apenas distinguía a Roque. —Roque, está demasiado oscuro y no veo nada —dijo Santi— ¿Qué voy a hacer? —No es momento para perder los nervios, Santi. No vayas a caerte tú por el agujero. Ve a buscar a mi padre. ¡Anda, apresúrate! —¿Estás seguro, Roque? Podría saltar dentro del agujero y quedarme haciéndote compañía... —Santi, ve en busca de mi padre.

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—Está bien. No te muevas. Iré a por tu padre. No te preocupes, Roque. Tu padre y yo te rescataremos. Santi corrió a casa de Roque. El camino se le hacía interminable. Al llegar, llamó a la puerta y al timbre. Apareció el padre de Roque. —¡Rápido, señor Quintana, rápido! Roque está en apuros. ¡Se ha caído por un agujero! —¿Qué dices, niño? —¡Rápido, rápido, en el número 40, donde están los obreros de la construcción, tenemos que rescatar a Roque! El señor Quintana, sin perder un momento, cogió una manta y corrió a socorrer a su hijo. Le pidió a Santi que sostuviera la manta sobre los bordes desgarrados del agujero. Luego, se deslizó por ella y a los pocos minutos Roque salía del agujero. Santi echó la manta sobre los hombros de Roque. Pobrecillo Roque, tenía un tobillo roto y su padre lo llevó al hospital. La señora Quintana le dio a Santi un gran pedazo de tarta y alabó su valentía y sensatez. Después de este episodio, Santi fue el mejor amigo de Roque en la pandilla, lo que le parecía tan fantástico como ser el propio Roque. Y Javier, Miguelito y todos los demás se sentían tan avergonzados que no volvieron a cantar aquello de "Santi, tonto, más que tonto" nunca más.

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EL OSO MANSO

El oso blanco que capturó Arturo, el cazador, era tan grande, tan manso y tan hermoso, que decidió regalárselo al Rey de Dinamarca por Navidad. Camino del palacio real se

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encontraban en la ladera de una montaña cuando de pronto se hizo de noche. -Alejémonos del frío -dijo Arturo al oso-. Mira, ahí hay una cabaña. Llamó a la puerta y una voz desde dentro respondió. -¿Por qué llamáis? Nunca os habéis tomado antes esa molestia. Al insistir Arturo, el granjero abrió la puerta. -Oh, lo siento. Pensé que serían esos terribles gnomos. -¿Gnomos? -dijo Arturo-. Mi amigo el oso y yo sólo buscábamos un lugar donde guarecernos esta noche. -Estaríais mejor en las cuevas, amigo -dijo la mujer del granjero-. Allí vamos nosotros ahora. Es la noche de Navidad, ya sabes, y todas las noches de Navidad un grupo de asquerosos gnomos baja de las montañas y hacen lo que quieren en nuestra pequeña cabaña. Comen hasta las migajas de la comida y beben nuestra cerveza. Rompen los muebles y hacen añicos lo platos. Después, se meten en nuestras camas a dormir y ni se quitan las botas. -Hemos llegado en el momento oportuno -dijo Arturo-. Dejadnos pasar esta noche aquí y veréis cómo vosotros y vuestra familia no tendréis que volver a pasar las Navidades en las cuevas. El cazador se acostó frente al fogón de la cocina con su oso hecho un ovillo bajo la mesa, y el granjero y su mujer se fueron a dormir. Al filo de la media noche, se oyeron grandes risotadas y espantosos aullidos en torno a la cabaña. Entonces, los gnomos gritaron: -¡Granjero Palomares! Hemos venido a tu cena de Navidad ¿no oyes? ¿Qué nos has preparado este año? ¡Mejor que sea buena, porque si no...! Forzaron la ventana y saltaron dentro. Eran las criaturas más espantosas que Arturo había visto jamás.

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Abrieron los armarios y los cajones y empezaron a devorar toda la comida que encontraban: huevos con cáscara incluida, carne cruda, tarta con sus bandejas y todos los dulces del árbol de Navidad. Después bebieron cerveza hasta que acabaron rodando por el suelo y cantando con voces agudísimas. -¡Oh, mirad! -dijo un gnomo borracho-. Aquí hay un gatito. El oso abrió un ojo. -¡Toma una salchicha, gatito! -susurró otro gnomo y empujó una salchicha caliente hasta la nariz del oso. ¡RRRAAAAUUUUUUUUGGGÜ! El oso blanco salió furioso de debajo de la mesa, agarró al gnomo y lo lanzó por la puerta abierta a la nieve. No se puede describir la mirada de los gnomos cuando vieron lo grande que era realmente "el gatito". Saltaron por las ventanas, treparon por las paredes y salieron por la chimenea. El oso los persiguió fuera de la cabaña y a través de la nieve hasta las montañas. El silencio se extendió por toda la casa. El granjero Palomares y su mujer corrieron a felicitar a Arturo. -Creo que ya no tendrán más problemas con esos gnomos -se rió Arturo. La señora Palomares, agradecida, le dio la comida que se había salvado del ataque de los gnomos. Al día siguiente, temprano, Arturo se marchó con su regalo para el Rey. La noticia de lo ocurrido se extendió a todos los gnomos del país, que se decían: -No vayan a la granja de Palomares para conseguir la cena de Navidad. ¡Tienen el gato más grande que hayan visto jamás!

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CUENTOS INFANTILES, PARTE IIIII.

SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN LOS TALLERES

DE ISIDORA CARTONERA EN JULIO DE 2014.

www.facebook.com/IsidoraCartonera

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