Cumbre del barro

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1 Cumbre del Barro Cumbre del Barro Andrea Morales Vidal

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Relato de Andrea Morales Vidal, escritora, activista y traductora.

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Cumbre del Barro

Cumbre del Barro

Andrea Morales Vidal

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Tu partida frente de puma, fósforo y calcio.

Vacíos ojos que enseñaron a mirar árboles, nombrar insectos.

Vacíos y olvidados, padre,

en tu sellada caja.

En cambio todavía el nombre de las hojas, el calor de

tus manos ¿cómo eran?, tu ancho pecho apacible

guardián de un corazón deshecho.

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Esa mañana mi madre me dejó donde las tías. Me había vesti-do de blanco con ese lazo que me hacía parecer más flaca y me había peinado lo mejor que pudo. Frente a la casa altísima en la calle sombría, me estremeció el frío y el ruido. Luego, la casa me tragó en su silencio. Se cerró el ir y venir de la calle.

Las tías me besaron y me envolvió su olor a polvos. Vi al canario en el fondo del patio donde el rey era un loro verde y ruidoso. El pequeño surtidor en forma de ganso goteaba un hilo de agua.

De la mano me llevaron al comedor, a la enorme mesa con tapete de felpa roja y mantel bordado con trenzas e iniciales que me intrigaron.

Todo se desenvolvía en orden y silencio, murmurando pregun-tas y explicaciones. Unicamente del helecho cuidadosamente puesto en la esquina que filtraba la luz emanaba algo de frescor. “Aquí no entró nunca el sol. Por eso las tías están tan blancas y reducidas. Si las flores de papel de la pared fueran carnívoras podrían tragárselas”, pensé.

Pero eran algo de mi padre. Indicios en esas manos páli-das, en ese asado con papitas diminutas, en el cuello alto, en esa dignidad tan de provincia, tan antigua, tan nunca más.

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¿Eran así los ritos en la hacienda de La Frontera, los ritos interiores, mientras afuera se degollaban corderos y alguna vez un hombre oscuro sorprendió a la mujer blanca en un trigal? me preguntaría años después. Respuestas tragadas para siem-pre en las cocinas, en las cajuelas de alcanfor, en los pañitos bordados, en la sombra de una virgen entre helechos.

- La hija de Manolito, la hija de Manolito... ...con miedo, de nueve años…

Con su desaparición mi padre había sellado la historia, dejando hacia atrás retazos, paisajes poblados de pájaros y animales de agua, olores. Su voz repitiendo: “Este largo cansancio se hará mayor un día y el alma dirá al cuerpo que no quiere seguir”...

Este largo cansancio, este largo cansancio adherido a mis huesos porque el aire de las mañanas, la leche, el humo y ese frío, anuncio de horas buenas de armonía, se rompió para siempre, papá. Inútil tu sueño. Inútil recrear tu feudo, la luz de Chillán, el recato de tu madre. Llegó el día en que no te queda-ron batallas por perder.

El patio de ladrillos, donde se deslizaba la humedad, con-centraba el silencio.

-Ahí está la tía Sabina, pero la pobrecita ya no oye. Levanté el visillo con un dedo. El rayo de sol, hizo brillar

el polvo movedizo de la habitación y se detuvo al fin sobre una anciana frágil y blanca, perfectamente erguida y distante. En su propio tiempo.

Los ojos todavía verdes, de leona, se fijaron en mí y me invitaron:

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-La hija de Manolito... -Tu padre fue el más fuerte y el más buenmozo -fue su

saludo-. Otros se murieron, pero tu padre se salvó del tifus y todavía con fiebre comía uvas y sandías. Tu padre, el más fuer-te. Después podía voltear carneros y sabía cómo hablar a los caballos, que lo seguían como perros. Atravesaba nadando los ríos más caudalosos. Y conquistó muchas mujeres. Pero tú eres flaca y pálida. Se conoce que te engendró de viejo. Y se enamo-ró. También fue su perdición. Mira, niña: pásame ese frasco y los platitos. Las cucharas.

La anciana ordenó todo sobre una mesilla de mimbre. Cuando abrió el frasco el olor vagamente herrumbroso de la pieza desapareció devorado por otro aroma, casi palpable como la vibración de un color.

-Prueba. Esto no es sabor. Es perfume. ¿Ves? Es dulce de peumo. Repite esa palabra. ¿Sientes como la u se queda en la boca y es exactamente su sabor y su fragancia? El peumo se cuece en la boca, con el calor de la boca. Sólo entonces puedes morderlo, después de haberlo guardado en la lengua. De los habladores se dice que no cuecen peumo -y se rió.

Esas cosas conocía tu padre y cada hoja y cada insecto. Era un hombre de la naturaleza. Yo lo crié. Fui la única que consoló su frente de puma ... y tal vez tú. Pero los volcanes no tienen consuelo. Por eso descargaba su escopeta en piedras y terrones, nunca sobre algo vivo ... hasta el final, cuando eligió su muerte. Pero come, niña:

es dulce de p e u m o.

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Yo no había conocido, ni intuido, tanta ira. Ese corazón ira-cundo había sido para mí un cobijo cálido. Mi madriguera de las tardes, las historias y a veces un perfume que impregnaba la casa.

-Me han mandado dulce de rosas... O palabras: digüeñe, murta, Maullín, Dichato. O un loro que

se llamó Arturo y sabía hablar por teléfono. O las canciones Para Salir a Pasear con los Perros, los cuentos de la Lagartija Sabia. O la escopeta con que despanzurraba terrones.

La tía Sabina seguía hablando: -Yo le decía: “Manolito, ven, ya es hora de retirarse.” “No

tía Sabina, es la hora en que salen los conejos y las lechu-zas. Quiero dormir en la ramada de las sandías.” “Estás loco. Vamos.”

Así era tu padre. Entonces nos vestíamos muy cubiertas. Sólo en verano y cuando hacíamos trabajos pesados, traer agua, por ejemplo, mostrábamos los brazos. Le teníamos miedo a la araña del trigal y a los murciélagos que se enredan en el pelo. Los peones indios tenían sus historias, sus “pillanes”. Unos traían mal, otros bien. A veces, sin darnos cuenta, empezába-mos rezando el rosario y terminábamos contando historias de aparecidos. Manolito aprendió la lengua de los indios y de ma-yor pasaba muchas semanas en sus caseríos.

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Yrecordé que: los árboles, de tan frondosos, formaban un techo sobre el río. Que no era verde, sino negro, y los coipos chapoteaban mostrando sus dientes rojos. Ambrosio y yo remábamos en silencio. Queríamos llegar a la boca exten-dida y gris del Maullín. Era tan raro ver cómo el río se convertía en mar y que ese mar estuviera tan al sur. Nos habían dicho que en las arenas de Carelmapu se encontraba oro. Ambrosio quería juntar oro, comprar una yunta de bueyes y raptar una mujer. Yo quería ver cómo el mar iba tragándose al río. Era peli-groso navegar la barra. Sólo los pescadores, por necesidad, se atrevían. Mi padre quería abrir caminos, construir ferrocarriles, pero allí la tierra se anegaba, se derrumbaba. Barro era lo que más se veía. Yo pensaba en el fundo y las cosechas en Chillán, donde el sol es generoso. Pero estábamos en Maullín, arropados de nubes, y mi padre quería abrir caminos, ver un tren.»

Desde ese primer día del miedo y los rincones silenciosos, la tía Sabina sería el hilo que me ligara al gran desconocido. Su regalo fueron aquellas horas en que volvía a La Frontera con el cora-zón palpitante de una mujer joven e indómita. Pero la vi poco. Pertenecía al mundo de mi padre, de ciertos sueños recurren-tes, de lo ignorado. Sólo después de su muerte recibí las notas que mi padre le confiara cuando yo era muy pequeña y él ya pensaba en el fin. No era un diario, ni un escrito que intentara explicar los porqués de su vida y su poderoso deseo de desapa-recer. Nada de eso. Eran retazos del mundo que nunca podría mostrarme: el mundo del agua, de los pájaros que se pierden en la inmensidad gris, de los olores del bosque, su savia, la sangre de sus venas. Un día dejó de oler la murta, el pequeño fruto rojo que para él fuese fragancia arrebatada, «canastos y canastos de

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perfume. Ya no huelo el humo de los leños que tenían nombres de árboles, atrapado en las mantas y la piel. Apenas brilla aún un trozo de horizonte, y tanto viento».

Y acaso pensaba en ese trozo de horizonte cuando comen-zó a escribirme con su hermosa caligrafía y tinta verde.

«Querida hija: Eres todavía muy pequeña y te tuve viejo. No

alcanzaré a darte mucho, y sé que no hago feliz a tu madre.

Es posible que algún día mi ahogo te alcance y te oprima.

Quiero, por tanto, que tú y tu madre tengan libertad, aunque

el único camino sea mi desaparición. Estoy cansado, gastado,

y algo loco. Ni siquiera sé si llegarás a leer estas páginas, ni si

serás entonces capaz de entenderme, ni si me habrás perdona-

do.

Me has oído recorrer la casa diciendo que “el alma dirá

al cuerpo que no quiere seguir”, pero como eres tan pequeña

no te habrás dado cuenta de que es cierto. Que ni siquiera el

amor, ni siquiera el enorme amor que siento por ti, consiguen

arrebatarme la larga muerte que se ha instalado en mi alma,

la larga muerte que arrastro desde hace años. Pero soy fuerte

como un puma y el cuerpo resistirá. Será el alma la que dicte

la última palabra y tendré que abandonarte.

Por eso quiero dejarte esto: algo de mí como fui antes,

mucho antes de tu nacimiento, mucho antes de siquiera so-

ñarte. Te he contado cuentos y te contaré más cuentos todavía;

te he acunado y estuve feliz de haberte concebido cuando un

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cometa alumbraba el cielo. Te he llevado de la mano buscan-

do un zorro que un día fue doméstico y he creído comprender

tus primeros miedos como el que me contaste, cuando ape-

nas sabías hablar. La huerta. Arrancábamos zanahorias de

la tierra arenosa. La zarzamora, al fondo, te pareció una

muralla demasiado alta. Te sentiste empequeñecida junto

al cerco de hojas casi negro, oyendo el mugido lejano de las

vacas y el silbido del pidén. Creo que ese día supiste que el

mundo está lleno de soledad y misterio.

Y aunque mi mayor deseo hubiese sido protegerte siem-

pre, sé que un día te dejaré en este mundo lleno de soledad y

misterio, y que, además del calor de mis manos, te faltarán

mis cuentos y mis historias. Éstas, además de las que te he

contado teniéndote en mis brazos, que intentaré escribirte.

No me pidas mucha coherencia. Sólo quiero hablarte de cier-

ta gente, de cierto modo de vida. Es posible que un día sientes

la inquietud de visitar esos lugares y con ayuda de estas pá-

ginas puedas imaginarme en el caballo Bayo, con Ambrosio;

puedas entender por qué me fascinaba la Rosa Barría y por

qué respeté a Tránsito Cárdenas, mi hermano.

Todo comenzó cuando el tifus se llevó a mi madre y

según dicen yo me curé metiendo la cabeza en una sandía.

Fue así: tenía el cuello encendido de sanguijuelas. La lengua

como una manzana roja, una guinda, una pelota de goma.

Sudaba. La sangre, mi sangre, crecía dentro de las sangui-

juelas. La cornucopia de la pared derramaba sus frutos sobre

mí. Sandías. Me pusieron sanguijuelas en los tobillos. A me-

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chones el pelo se me iba cayendo, pegándose a la almohada.

Decían que los pelos en el agua cobran vida. Que se mueven.

Veía mechones de pelo moviéndose en los esteros. Pensaba

en las rosadas raíces de los sauces, mientras la cornucopia

infinita me aprisionaba, cubriéndome de monedas de oro

y duraznos. Me sentía caer. Iba cayendo: agua tibia, mar.

Caminaba debajo del agua como pez con forma humana y

un tridente, aunque estaba en una cama mojada, con un

cangrejo arañándome la garganta. El dolor insoportable me

abría una flor roja al fondo de la lengua. Todavía con fiebre

escapé al huerto y metí la cabeza en una sandía abierta. Fue

como nacer de nuevo.»

Durante los cortos años que me acompañó, pocas veces íba-mos a la ciudad, pero cuando lo hacíamos siempre llegaba el momento en que al volver una esquina comenzaba a oír el tam tam monótono de un tambor.

-Mari mari peñi. -Mari mari Mañuel. El indio ciego no dejaba de golpear su viejo cultrún, repi-

tiendo el ritmo único que se mezclaba con todos los ruidos de la calle: buses, pasos, chirridos. Sentado sobre un trapo en la sucia vereda urbana, tan polvoriento como la calle, esperaba que cayera alguna moneda en su sombrero. Días, horas, año tras año de respirar gases, sentado entre escupos, golpeando y golpeando. Su viejo sombrero de paño había resistido tanto aguacero que tenía el color de la lluvia. Pero en Santiago no llueve.

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-Vamos a tomar una cerveza, Domingo. Mi padre ayudaba al indio a levantarse y lo guiaba a la

fuente de soda. El indio no podía ver el disgusto de los parroquianos. Y

sabía que nadie le diría nada al caballero. -Es mi hija -me había presentado-. Cuando te lleguen cho-

royes quiero uno para ella. Algún día la llevaré al sur. Los coipos y los choroyes sólo los ve en el zoológico. -Más bonito es ver al león- nos contó una vez. -Yo vi uno que tenía los ojos rojos de rabia, grandes como huevos de gan-sa. Nosotros le tirábamos piedras y él, con su mano, las tiraba de vuelta. Al final saltó por encima de los perros. Diez metros saltó... o más, y se perdió. Pero antes nos miró con sus ojos rojos. Muchos días después faltó una mujer. La encontramos muerta sobre un árbol caído. El león le había comido los pe-chos. Entonces Pancho Blanco, que era muchacho, pasaba los días cuidando cabras en la loma. Las miraba y pensaba, pensa-ba y afilaba una vara de luma. Pancho Blanco era más alto que cualquiera porque era hijo de india y de pirata. El pirata rubio, de nombre Martín, que un día llegó desnudo y medio muerto a Toltén y tuvo siete mujeres. Pancho Blanco pensaba en el león y el león seguro que pensaba en Pancho Blanco, solo en el monte con sus animali-tos. Cuando dormía, el león lo miraba. El león sabía que ése iba a matarlo.

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Antes de cumplir los treinta años Pancho Blanco peleó siete veces con el león, y cubrió el piso de su ruca con siete pieles. Me gustaba el rito de visitar a Domingo, las pocas pala-bras susurradas en una lengua incomprensible. Después volvía la rutina, la espera de cada tarde al oscurecer, el sonido de las pisadas en el sendero que anunciaban el regreso de mi padre. Esa tarde abrí la puerta antes de que usara la llave. Me pasó un envoltorio desaliñado. Contenía un animal de madera gris verde y ojos amarillos. Tenía movimiento porque cada una de sus piezas estaba unida a la otra por un trozo de cuero. -¡Un cocodrilo!- exclamé. -No- dijo papá. -Es un cucurilo. -Cocodrilo- le corregí. -Ay, niñita, usted no sabe. Esto es un cucurilo. Asombrada traté de captar la diferencia entre cocodrilos y cucurilos. Él mantuvo la incógnita y finalmente me dijo: -Hoy visité a Domingo. Estaba con un familiar que tenía cosas para vender. Ya sabes: canastitos, trarihues, cucharones. Entre los trarihues reposaba un cucurilo. Yo también me equi-voqué en ese momento. -¿Qué es esto?- pregunté. -Esto- dijo el indio -es un cucurilo. Y me miró con cara de “¿Y usted no lo sabe, señor?”. -Cucurilo- dije, sintiéndome ignorante. -¿Qué es? -Un animal, señor. Un animal de agua. -Nunca los vi- insití. -Creía que en tu tierra no existían.

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-Ahora no, señor, pero antes, en tiempos de los antiguos había muchos en los esteros. Este es un cucurilo del tiempo de los antiguos. -Lléveselo a su niña- terció Domingo. -Y aquí está. Ahora vamos a ver qué te pasa en la pier-na. Me dolía mucho. Días atrás me había rasguñado la zarza. Mi padre me quitó los pantalones. -Guatita de culebra- dije mirando la blancura de mis pier-nas. Mi padre me observó la herida y con cuidado desprendió la costra. Para mi asombro se abrieron dos labios de los que brotó un líquido blanco. Apretando delicadamente hizo fluir el líquido que por fin fue transparente y viscoso: “Linfa”, me dijo. Entonces abrió el frasco de brillante agua roja y enrolló algo-dón en una pinza. Me ardió tanto que fue como si me clavaran miles de agujas, como si cada uno de mis pelos fuese una aguja irritada. Me ardió tanto que el asombro no me dejó llorar. En la pierna tenía una boca roja que mi padre cubría con gasa. Las primeras noches metí al cucurilo en mi cama, pero era duro y me pinchaba. Entonces lo puse en el velador, para que me protegiera. Era el tiempo en que dormía completamente cubierta por la sábana, por temor a la mosca azul. También era el tiempo en que mi padre vigilaba la cons-trucción de la casa colgante. Para viajar al mar, habíamos de cruzar la ciudad muy de mañana. A esas horas ni la promesa del tren y el mar suavizaban la atmósfera desangelada, los vahos

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malolientes y el frío mezquino. Pero una mañana mi padre me detuvo de pronto y empujó una puerta mientras con la otra mano en mi espalda me hacía entrar al centro del calor húmedo que opacaba la luz. Frente a mí había un mesón de cobre pulidí-simo, con altas banquetas. Entonces vi el prodigio. Humeante, cálida, lustrosa: una vaca, una vaca perfecta con sus ubres y su cola y sus cuernos y sus manchas negras y sus ojos líquidos, sólo que en el vientre y las ubres tenía grifos bruñidos de los que brotaba leche de aromas y colores diversos. -¿Qué quieres?- me preguntó mi padre. -Leche con vainilla. Y el grifo llenó un vaso alto con el que me calenté las manos largamente, con los ojos prendidos en el animal porten-toso.

La primera vez que vi el mar me había sentido arrebatada hasta el desmayo. El viento traía olor a inmensidad y yo era tan pe-queña. Después miré el puerto donde los pelícanos flotaban in-dolentemente, como boyas, indiferentes al esporádico zumbido vertical de los piqueros que volvían a remontar el vuelo con su presa, desapareciendo antes de que se borraran los anillos en el agua. En la bruma blanquizca se mecían unas embarcaciones. Más allá, mi padre me enseñó la línea del horizonte, la línea del cielo, la libertad. Sobre un acantilado, lejos de la playa, se había ido levan-tando nuestra casa. En las noches de verano las luces de los ho-teles cruzaban la bahía y llegaba música de baile. Pero nuestra

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casa colgaba sobre el precipicio, lejos de todo. Alguien la llamó la casa del suicida. Un atardecer, recién oscurecido, el cielo se cubrió de pun-tos de luz y un aura lechosa. El núcleo del cometa brillaba más que la luna. Me dijeron: -Guárdalo bien, porque tal vez nunca vuelvas a ver otro. Y me quedé acurrucada en el monte hasta que me venció el frío. Antes de que me fuera a la cama mi padre me invitó a volver a mirar y, sosteniéndome en sus brazos, me asomó por la ventana que daba al precipicio. Suspendida sobre el vacío vi una vez más el cielo titilante mientras bajo mi espalda se cerra-ba la oscuridad y el ruido de las olas. Mi hermano nació unos meses después. Poco antes había nacido otro niño, el hijo de la empleada. Era muy blanco y tenía los ojos verdosos. Aunque mi nacimiento también había sido anunciado por un cometa, algo extraordinario, yo fui una niña pálida, delga-ducha como un alga, blanca, de pelo descolorido. Para sentirse indispensable, mi padre quería hacerme delicada y enfermiza. Yo era sana, pero no quería comer. No conocía el hambre. En tiempo de manzanas cogía alguna y la mordisqueaba. Recuerdo el día en que me comí una manzana entera. Fue por el mismo tiempo en que me caí del castaño sobre la alfombra de púas que se formaba bajo el árbol y no dije nada; en que bebía direc-tamente de la acequia, mientras en mi casa hervían el agua y la verdura por miedo al tifus.

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Vivíamos lejos de la ciudad en nuestra casa de adobes, esa casa sólida y cerrada que sería mi hogar y el feudo de mi padre. Al principio había sido una enorme sucesión de adobes secán-dose al sol. Yo corría sobre ellos y disfrutaba dejando mi huella. Pienso que los gruesos muros esconden aún las huellas de una niña de tres años que corría. Alguna vez, de pie sobre los adobes, mientras veía a mis padres pasearse seguidos de los perros, recordaba mi pesadi-lla. El sueño había comenzado por entonces y duró meses o años. En la única calle del pueblo había una carnicería atendida por perros; vestían delantales blancos y a veces holgazaneaban de pie en la puerta de su carnicería, mirando pasar a la gente. Vendían carne de perro. Mi miedo, mi miedo sordo, era que ro-baran mis perros, que los atrajeran con engaños y los abrieran en canal para colgarlos, sanguinolentos, de los ganchos. La pesadilla tuvo un nombre: “la carnicería de los perros” y desapareció por un acto de voluntad. Todas las noches, antes de dormirme, me repetía: “esta noche no soñaré, no soñaré, no soñaré”. En cambio, escondido entre los adobes del rancho que demolieron, en el que dormimos algunas noches mientras la casa grande se terminaba, encontramos el esqueleto de la la-gartija y después, cerca de palto, aparecieron algunas monedas del tiempo de la Independencia que despertaron otros sueños. ¿Cuántos años tendría ese rancho que no dejó huella, tragado por el pasto? Aquellos eran los días de los largos paseos a caballo. De cuando en cuando encontrábamos una casita con maíz secán-

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dose en el techo. En cada recodo de una muerte inesperada había una “animita”. Las acompañaban con tantas velas que chorreaban de esperma. Mi preferida estaba en el tronco que-mado de un álamo, allí donde el valle se cerraba y se intuían presencias antiguas y un orden secreto. Por la noche me gus-taba oír relatos de entierros y aparecidos, de sombras fugaces y quimeras como aquél de la infancia de mi padre: «Mientras se hacían las tortillas al rescoldo en las chozas de quincha y barro de los inquilinos y pasaba el mate de mano en mano, una señora con el vientre siempre hinchado de uno u otro embarazo contaba: -Veníamos con mi familia de cortar pasto y teníamos que vigilar que no se cayeran los fardos. De una casa salieron a ladrarnos unos perros ne-gros, grandes como pumas. Nos quedamos quietos para que se calmaran. Entonces vimos una lucecita debajo de un espino. -Aquí hay un tesoro- dijo mi tío, acercándose. -Pero la lucecita, como un niño que juega a las cachañas, le hizo el quite y se metió debajo de un terrón, después se subió a un álamo y bajó, arrastrándose por la tierra. Nosotros nos quedamos paralizados, pero mi tío no dejaba de seguir-la. Entonces mi finada mamá le gritó: -¡No la sigas! ¡Es el demonio! ¡Te va a perder! Pero mi tío contestó, ya bien lejos: -¡Cállese señora! ¡Yo voy a ser rico! Y se lo tragó la noche. Nunca volvió. Muchos meses después un arriero nos contó que se había encontrado un loco que vivía en la cordillera, siempre corriendo de un lado para otro, como un perro con la rabia. Podía ser él. Después no supimos más.

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Yo volvía a nuestra casa buscando la manera de llevar mi sombra por delante y no asustarme aunque me cosquilleara la espalda.» Y así fue conformándose mi infancia, entre terrones y lagartijas y huertas de tomates. En ese valle todavía queda el recuerdo de un hombre viejo con una niña flaca. Pero ¿qué se hizo mi cama blanca, la alfombra inconclusa a cuadros verdes y la pesada es-trella de cristal de mil aristas? ¿Y dónde terminó el vago dolor en las rodillas, el vago frío, vago temor, atardeciendo?

La tía Sabina insistía: -Eres una niña muy flaca. ¿Y quién iba a decir que Dios me daría tantos años, que alcanzaría a verte y que tal vez, cuando llegue la hora, pueda darte algo que tengo para ti? Y ¿quién iba a decir, también, que acabaría en esta casa polvorienta de la capi-tal donde se me reseca la nariz? Si no fuera por los chillidos del choroy, y porque a veces lo veo, brillando encima de la pila, tal vez ya no tendría nada para reavivar la memoria. Estoy casi cie-ga y los oídos me retumban como cataratas. De noche duermo como los perros, a ratitos, y peso tan poco que hasta una niña tan delgaducha como tú podría llevarme en brazos. A veces los veo. A todos, como eran entonces: a tu padre, hablándole a los caballos. A Corina, repasando sus escalas, con la luz de la muerte posada sobre el pelo. Era un insecto extraño. De forma parecía una gran mosca, pero su vuelo era silencioso y recto. Refulgía como una pren-da de oro que de pronto se hubiese echado a volar, y cuando

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alcanzaba los rincones más oscuros, quedaba su destello. No se golpeaba, como los moscardones comunes, ni se posaba, ni buscaba una salida. Simplemente volaba en amplias cur-vas mientras todos lo contemplábamos, inmovilizados por el asombro. Corina, de doce años entonces, estaba sentada frente al piano, pero también sus ejercicios habían enmudecido. Por ser de mañana iba vestida con un amplio delantal claro y llevaba el pelo recogido en un moño alborotado. El insecto, que se había detenido un instante sobre una lámpara, lentamente comenzó a envolverla en sus círculos silenciosos. Corina se quedó quieta, sonriendo, mientras el insecto cerraba el círculo hasta posarse en su cabeza. La niña no se movió y lo dejó recorrer su pelo como si lo reconociera. Después levantó un vuelo recto y pre-ciso y se perdió para siempre. Desde entonces llevó Corina su señal de la muerte.

-De una mujer se esperaba que fuera temerosa de Dios, res-petuosa de su marido y madre abnegada- me dijo otro día. -En familias como la nuestra, hechas a la vida dura y a ciertos ries-gos, una mujer debía ser capaz de tomar el lugar del hombre cuando fuese necesario. Si había que cosechar, o cortar leña, o sacar agua del pozo, incluso empuñar la carabina, no teníamos remilgos, pero con cuidado de no mostrar el tobillo desnudo o estallar en una risa indecorosa. Mis días eran una sucesión de tareas, el cuidado de mis sobrinos y la discreta atención de mi cuñado viudo. Para mí no fue fácil quedarme en esa casa

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después de la muerte de mi hermana y al lado de su viudo. Supongo que hubo habladurías y también supongo que por eso y por su propia comodidad un día cualquiera Ismael me pro-puso matrimonio. Yo me negué y preferí dar la cara a lo que se dijera, viviendo honradamente. Ismael y mi hermana se habían amado. No fue un ma-trimonio de acomodo. Yo los veía conversar con las cabezas juntas y los ojos brillantes. Los veía tocarse, sonreírse. Pensé que era mejor vivir con ese recuerdo como una lumbre, que comprometerse a la servidumbre de un cuerpo indiferente. A mi modo amaba a Ismael desde siempre, pero no con esa clase de amor, la que pone calor en las manos y promesa en la son-risa. Quería vivir bajo su techo, ocuparme de él y de los niños, sintiendo mi vida cumplida en mi amor recatado y solitario. Ismael comprendió y se quedó solo, y yo se lo agradecí para siempre. Vivir era una ininterrumpida sucesión de días y noches de tareas, de darse, desde el pan del amanecer hasta la última oración nocturna. Sin casi notarlo me fui entristeciendo y de pronto me di cuenta de que había perdido algo y que ese algo me faltaba y me inquietaba. Entonces comprendí que necesi-taba tiempo para mi propia reflexión y mi conciencia. En esos años no hubiera sabido cómo expresarlo. El lugar del alma es-taba unido a la religión y yo era demasiado apegada a esta tierra -y mira cuántos años he resistido en ella- como para ser muy religiosa. No me atrevía a decirlo, pero una flor recién abierta, o un escarabajo que brilla en verano, o un ternerito que aprende a

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vivir, me acercaban más a Dios que unos ritos que me parecían dolorosos y oscuros. Pero como mi espíritu necesitaba espacio, lo busqué en la oración. Todas las tardes rezaba dos rosarios y ese tiempo ¿quién se hubiera atrevido a interrumpirlo? Pero mientras iba de cuenta en cuenta moviendo apenas los labios, mi vista y mi corazón vagaban por los cerros, bajaban a la pla-ya, remontaban vuelo con las gaviotas, se metían en una choza, cubrían las piernecitas ateridas de un niño, diciendo palabras y conjuros contra la tristeza y la pesadumbre. Nunca le conté a mi confesor el verdadero sentido de mis rosarios, segura de que el Dios que yo amaba hubiese com-prendido el pequeño truco en el que encontraba la fuerza para seguir prodigándome. Con el último diente de leche de cada uno, me hice hacer una sortija. Engastados en oro, parecían perlas los dientes de mis cinco niños. Me lo reprocharon, porque era un anillo ex-traordinario y yo era sólo una tía soberbia y solterona, y no la madre verdadera. Pero había pasado todas sus fiebres, alivián-dolos con infusiones de natre. Tantos delirios fui escuchando a lo largo de los años y también las cosas buenas, los tazones de leche hirviente en la cocina, las meriendas a la orilla del estero, en Chillán. Los cinco niños corriendo, cada uno definido, con sus preguntones ojos verdes. Fueron mi vida. Nunca quise se-pararme de ellos. Mi hermana se agotaba con la maternidad y amaba a su marido. Aún antes de que muriera arrebatada por el tifus, el mando doméstico se me había dado en detalles, como cosa natural y al fin fui yo el centro de las tareas cotidianas, de

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las decisiones y querellas. La hacienda de Chillán era nuestro reino. Había espacio para todos: la familia y la familia de la fa-milia. Las huertas daban más de lo que necesitábamos y desde la primavera la casa se impregnaba de olor a frutas tempraneras y zumbaban las abejas perdidas por los pasillos. Pero un buen día y tal vez para olvidar su viudez, Ismael comenzó con lo de los ferrocarriles y los aserraderos y las vías fluviales: “Que en este país tan largo lo más urgente es abrir vías, que hay que desarrollar las comunicaciones, que lo necesita el comercio, los madereros del sur, los agricultores; que cuántas veces perdimos una cosecha porque no pudimos venderla a tiempo, que hay que pensar en el interés del país.” Y así fue como llegamos a Maullín, que igual podía haber sido el fin del mundo, donde el viento no paraba de soplar y el agua de caer. Nos instalamos en un caserón como los que hacían los alemanes. Temblaba y crujía con cada golpe de viento y parecía poblado de almas en pena, tan dolorosos eran los gemidos de la madera. Para alegrar la vida quise hacer una huerta en la tierra encharcada, pero sólo saqué unas cuantas habas y unas zanahorias que daban lásti-ma. La fruta fresca se redujo a las manzanas ácidas y acabamos por acostumbrarnos al eterno caldo de cordero y papas. Pero fuimos echando raíces y relacionándonos con esas gentes silen-ciosas y empapadas. Manuel fue el primero en conocerlo todo, porque era un muchacho solitario y libre y en esa confluencia de río y mar hasta yo sentía una inquietud, la necesidad de tras-poner el gris y respirar el ancho océano. El gris nos envolvía como una telaraña.

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Había hablado ardorosamente y la violencia del recuerdo la había agotado. Se quedó en silencio, casi adormecida. Cuando volvió a hablar era una ancianita frágil, sólo piel sobre un mon-toncito de huesos: -Creo que te lo he contado casi todo. Es decir los sen-timientos de una vida pequeña y gigantesca, como todas las vidas. A veces lo más importante era tener en qué aventar el trigo, que nos trajeran leña, dar un paseo y respirar el olor de las embarcaciones. O tratar de sacarle palabras a la locera, que casi no hablaba y se llamaba Rosa Barría; seguro que tu padre te contó de ella. Y las niñas conocieron a unas niñas del otro lado del río y se hicieron amigas. Pocas cosas, niña, que si puedo te iré contando, aunque lo esencial ya está dicho. Pero en cada visita surgían otros recuerdos: -En Maullín había un astillero donde se construían o repa-raban las embarcaciones. El pino de las Huaitecas goteaba su resina perfumada. Me gustaba mirar las embarcaciones abiertas en canal, como reses. Les quitaban la pintura para limpiar la carcoma. Tenían el fondo cubierto de moluscos y algas y por trechos la madera aparecía abierta en surcos sinuosos, donde se cobijaban larvas más grandes que un dedo. Yo llegaba hasta allí sólo para disfrutar de los olores. Los trabajadores, chilotes la mayoría, bajaban la vista, vergonzosos. Es que no era lugar para una señora. Otras veces, siempre por mi gusto al olor de la madera, esperaba la carreta que arrastrando un pesado tronco se detenía frente a nuestra casa.

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Yo indicaba un trozo de tronco y el hombre se ponía a cortarlo con sierra y hacha. Cuando terminaba le ofrecía un mate que sorbía rápidamente, medio quemándose, decidido a acabar su tarea antes de la noche. Así, de tronco en tronco, fui enterándome de que su patrón era don Filidor Olavarría, de Cumbre del Barro, y que tenía dos hijas, más o menos de la edad de mis sobrinas que se sentían solas, arrancadas de su mundo. Pensé que con un poco de buena voluntad, las niñas podrían ser amigas. Y amigas fueron, y seguro que todavía vi-ven la Ursula y la Olinda. Tal vez nos recuerden. Y me pre-gunto qué habrá sido de la Rosa Barría que un día acudió a mí para contarme cómo tuvo que defender su tierra aferrándose a la tranca y hundiendo sus pies desnudos y los de su chiquilla en el barro. Fue cuando llegaron a anunciarle que la tierra no le pertenecía, que había que cercar. >-Nada de nada- les había dicho. -Esto es mío. Yo más no sé. Soy sola con la niña y aquí vivimos. Aquí vivió mi familia desde ya no me acuerdo. Después me contó: >-Señora Sabina, me quieren quitar la casa. Dicen que compraron las tierras y van a cercar. Que me vaya por las bue-nas. Yo tengo estos papeles. Me vine con la niña y tengo miedo de que me quemen la casa. Ya tengo todos sus cántaros coci-dos. También los quebrarán. >-Esa tierra es tuya, Rosa. Le diré al señor Ismael que te ayude. Claro que igual te pueden echar. Eres mujer sola. Te po-drías venir conmigo. Podrías traer tu greda y trabajar aquí. La niña tendrá una casa. Mira cómo está de flaca.

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>-No señora. A mí se me apareció una mina y no puedo abandonarla. Sólo en la tierra de mis mayores dejaré los huesos. Porque soy mujer no me van a engañar con embelecos. A mí no, porque no necesito nada. Y esa mujer sola consiguió imponerse, por pura porfía. Pero de ese tiempo guardo una pena. Hilda quedó viuda no más desembarcar. El marido, un alemán pálido y relojero, cayó fulminado por una congestión pulmonar sin siquiera haber visto la tierra que le estaba desti-nada. Humberto, el hermano de Ismael, la conoció cuando tra-bajaba en una pastelería de Puerto Montt. Era huesuda y algo caballuna, pero se veía que tenía temple. Humberto me dijo: >-Estoy aburrido de remilgos. Estoy aburrido de las mu-jeres de leche con canela. Estoy aburrido de los secretillos con los choroyes y de las risitas en la cocina. Esta mujer conoce la vida. Poco después se casaron. Hilda y su baúl llegaron a vivir a Maullín. El baúl y su contenido quedaron en una habitación de la cual sólo ella tenía la llave. Por lo demás, la familia la aceptó con curiosidad y sin cariño. No era joven y su aspecto algo hombruno desentonaba con el de las mujeres de la fami-lia, formadas en el trabajo duro, pero también en el recato y el melindre. Cuando pasados los años no daba señales de quedar embarazada, mi hermana Brígida dictaminó: “Es machorra.” Hilda encargó un piano. Yo creo que tocaba mal, pero la salvaba la desenvoltura. Pasaba por encima de las notas falsas como si no las oyera. A veces cantaba. A veces bordaba. A veces hacía mermeladas. A veces daba largas caminatas. Todo

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por ciclos y en exceso. Las mermeladas alcanzarían para varios años. Los bordados enormes e inconclusos se amontonaban en los roperos. Entonces comenzamos a pensar que era chiflada a causa de su manía, entre otras, de doblar papeles. Mientras conversaba solía coger cualquier papel que tuviera a mano y comenzaba a doblarlo en todas direcciones, sin orden ni sime-tría, hasta reducirlo a lo minúsculo. Sin embargo se le respetaba que fuera capaz de hablar en varias lenguas y que estuviera más informada que la mayoría de los hombres. Ahora pienso en la soledad de esa mujer, casada por ne-cesidad y rodeada de sospechas. Pero entonces nos bastó con pensar que estaba algo tocada. El propio Humberto la trataba con bondad, pero sin afecto. Su casa brillaba de limpia, aunque a veces él llegaba en busca de nuestra comida casera y un vaso de vino. Cierta vez le dije con malicia: >-Los botones de tu camisa están cosidos al revés. Y Humberto se encogió de hombros: >-Hilda piensa que así se sujetan mejor. Un día nos enteramos de que el diario alemán de Valdivia le había publicado unos poemas, pero como los escribió en alemán, nunca los leímos, aunque seguramente tampoco nos interesó saber qué decían. Poco a poco fui notando que Hilda envejecía más rápido que los demás. Tenía el pelo ralo y, por alguna razón, siempre llevaba guantes y sombrilla, absurdo en esa zona, donde hasta los pesados paraguas resultaban un estorbo. Humberto seguía siendo un hombre jocundo y amigable, pero algo inquieto le preguntó a Manolo, que había vuelto de vacaciones:

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>-Manolito ¿ya sabes algo de medicina? >-No mucho- confesó. >-Es que tu tía me preocupa. Obsérvala un poco, sin que se dé cuenta. En mi opinión su comportamiento no era ni más ni menos peculiar que el habitual. Se lo dije: >-Ella tiene sus cosas. >-Ya no toca el piano. Ahora pasea por la orilla del mar con esa estúpida sombrilla. Efectivamente uno de esos días la vi luchando contra el viento, enredada en faldas y sombrilla, caminando por la arena mojada. La playa estaba encharcada y fría y daba pena mirar su figura angulosa, de movimientos tenaces. Unos niños que reco-gían tacas cerca del rompeolas le preguntaron riendo: >-¿Para qué anda con paragua si no está lloviendo? Y ella había respondido seriamente. >-Esto no es un paraguas. Es una sombrilla. Pocos días después entré en su casa sin que me oyeran. No era mi intención ser indiscreta. Simplemente nuestras puertas siempre estaban abiertas. Hilda estaba inmóvil, sentada frente al piano cerrado, con los codos apoyados en la tapa y las manos abiertas frente a su cara. Con un movimiento rápido y repeti-do entrechocaba las puntas de los dedos. Noté que tenía las mejillas y los ojos enrojecidos. En efecto lloraba, pero no un verdadero llanto, sino un lento emanar de lágrimas, nacidas de un profundo estupor. No me oyó ni me vio. >-Una menopausia difícil- me comentó Manolito con la petulancia del médico joven.

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Y comencé a observarla más atentamente. Sus ausencias eran muy frecuentes, pero nadie las notaba, tan acostumbrados estábamos a no prestarle atención. Una mañana con algo de sol la encontré sentada en su sillón, con la mano apoyada en la pared. Entonces se llevó un dedo a la boca y lo chupó. La pared tenía un rasguño en el em-papelado. Ella buscaba algo en ese hueco y lo chupaba. Poco a poco su estado de estupor se fue haciendo más permanente. Al comienzo del otoño tuvo fiebres muy altas. Me llamaron para que la atendiera. Con un gesto de dolor y lleván-dose la mano a la cabeza me pidió: >-Manolito, mi cabeza, mi padre... Desde entonces sólo habló en alemán. Humberto, que te-nía ideas liberales, llamó a su lado al pastor luterano. >-Es una niña de diez años- nos dijo. -Habla de su pa-dre, de sus clases de piano, del viaje a los Alpes que hará en Navidad. Murió antes del invierno. Humberto, tal vez por pudor, hizo quemar su baúl -cuyo contenido nunca conoció- el mis-mo día que la enterramos. Desapareció como si nunca hubiera existido. Con los años he reflexionado muchas veces sobre la soledad de esa mujer no querida. Y así fue acabándose la vida en esa parte del mundo. Tu padre se quedó en Santiago a ser médico. Muerto Ismael, ya no quedó hombre para cuidar de la tierra ni seguir sus empresas. Ni siquiera sé cómo acabamos todas acá. Tus tías se quedaron solteronas, por remilgadas, y Corina, la única que floreció, tuvo una vida corta. En cuanto a Manuel, algo lo tocó en el ala. Algo

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que nunca supe. Llevaba mucha pena a cuestas. El terremoto que destruyó nuestra casa de Chillán, mató a Ambrosio. Tal vez fuese esa casa caída, de la cual sólo se salvó una maceta con una flor roja. Quizás entonces comenzó a estar triste. Pero yo quisiera que lo imagines antes de todo eso, cuando aquello que lo hirió aún no lo había alcanzado y con Ambrosio y el caballo Bayo dormía bajo las estrellas.

Murió la tía Sabina y durante años, muchos años, respeté la ley del silencio, hasta el día en que me miré las manos y vi que estaban hechas para hundirse en la tierra y vigilar el crecimiento de las hojas. Entonces resurgió el imperativo de reconstruir, como el paleontólogo que se abisma ante el desafío de un me-tatarso, de una rótula, un hombre entero, algo de aquí y de allá; sus cuentos, su diario, recibido hacía tiempo y siempre algo relegado aunque lo supiese casi de memoria, trozos de conver-saciones, mis miedos: la fiebre parda, como esponja de mar que a veces me ahogaba. En medio de la noche su presencia me había arrancado del sueño. Tanto había esperado ese dedo en mi espalda. No alcancé a abrir los ojos. -Aquí estás otra vez. Tú no hablas. Yo no respondo. Es como si no nos hubiéramos querido, pero ya sé lo que te enoja: quieres que vaya al territorio silencioso y que tal vez vuelva a encontrar «la sirena plateada reposando sobre la playa de piedrecillas, que no era un mascarón de proa como habíamos creído, sino el trabajo del propio mar en la madera dura, lamida, azotada, abrazada, arrastrada a

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lo largo de las edades hasta encontrar descanso en la playa del nacimiento del mundo. Para alcanzarla hubimos de abrir un túnel entre las lianas y pedir a los del barco que nos recogieran. Apenas teníamos valor para tocarla y sólo envuelta en lonas y redes nos atrevimos a trasladarla a la playa donde ahora reposa, si no se la ha llevado un maremoto».

Cincuenta años más tarde, encuentro casi los mismos caminos pedregosos y encharcados, los quilales, las mantas chorreantes y los caballitos peludos y ariscos. -Hoy no se puede cruzar a Maullín. Está anegado y no hay balseo. Los pueblos costeros sólo conservan vestigios de sus fun-daciones. El mar y los terremotos han ido dejando árboles trun-cos, lagos grises y troncos ennegrecidos, señales de los cambios en el curso del río. La sirena se ha marchado. Pero el sol en el oscurecer de la barra relumbra como un pez. El viento va barriendo el rastro de agua sobre la playa. Tres niñas juegan y gritan, corren contra el viento, veloces como las garumas. Las llamo: -¿Quieren fruta? Estiran sus manitos duras y agarran las manzanas. Con mucha risa se alejan corriendo. Una vuelve, me mira fijo y me dice: -Nos ponemos piedras en los bolsillos para que no nos lleve el viento. Usted no es de aquí ¿verdad? Una vez vino un hombre de los confines del mundo. Era entero negro.

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A pesar de las piedras, el viento pareció llevársela. -Si quiere encontrar aloje vaya donde las Olavarrías- me dijo el balsero. Casi al final de la única calle encontré el caserón de madera. Ursula y Olinda vivían aún, pero no supieron quién era yo. Los años las habían blanqueado y reducido, pero no habían minado en ellas la diligencia de los primeros colonos. Atravesamos un largo corredor abierto, flanqueado por una sucesión de puertas cerradas. Por el olor se sabe que esos cuartos guardan papas, cueros, pescado ahumado. Me mostraron el salón siempre ce-rrado y con los muebles tapados con sábanas, los retratos “ilu-minados” con acuarela y una gran fotografía con muchachas rubias y jóvenes elegantes. -Ya no habrá más fiestas- dijo la mayor siguiendo mi mi-rada. -Lo más seguro es que el salón sólo se abra para mi ve-lorio. Ese día pondrán flores y se desempolvarán los retratos. Y cuando la Olinda también se vaya, me gustaría que hicieran algo bueno con la casa. Un dispensario o un albergue. Porque somos solas. Nos fuimos quedando solas porque éramos un poco más que la gente de por aquí y queríamos mejor marido. Ya ve. Pero es mejor así que haber tenido uno dando patadas a las puertas cuando está borracho. Y esta casa sin hombre resis-tió los terremotos. El mate pasa de mano en mano: se limpia la bombilla con el pañito de encaje, se vierte el agua cogiendo la tetera como se debe, torciendo la muñeca y poniendo el pulgar por encima del mango. Llueve, sale el sol, llueve. Las sopaipillas están friéndo-

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se. Guardan los caballos. Hay cuelgas de mariscos secos y pilas de lana. Todo se junta en el abrigo de la cocina. -¿No las asusta vivir tan solas? -Para robar una gallina no hace falta llevarse a la dueña -ríe Ursula-. Somos más viejas que nadie y nuestra única riqueza son estos ovillos que usted ve. Y Olinda continúa: -En estas partes no se ven extraños. Menos todavía gen-te del norte. Sólo aparecen para los terremotos. Sin ofender- ríe. -Yo no sabría vivir en otra parte, con más gente y bulli-cio. Hasta la luz eléctrica me parece rara. Aquí nos levantamos cuando aclara, que es un decir, porque el sol no se merece. Y cuando oscurece hilamos: eso va en los dedos y no hace falta ver. Si quiere saber más de este pueblo, pregúntele al profe-sor. Él es de aquí y es más letrado. Pero está borracho. Así es siempre en Cumbre del Barro; cuando alguien va a la escuela y vuelve, encuentra que los días son largos y tristes. Entonces se emborracha. Por la mañana, como por milagro, apareció una mujer con un canasto de huevos y otro de habas. El corazón me dijo que era la hija de la Rosa Barría, también blanca y hosca, de pelo hirsuto, descolorido y desgreñado, como el de algunos perros. Tan acostumbrada al silencio que las palabras le salían duras y secas como el rastrojo. Esa voz sólo sabía los sonidos para llamar a los animales. Le pregunté si era locera y casi a regaña-dientes dijo que sí: -Antes hacía cántaros. De todas partes me encargaban, cuando mi marido vivía. Pero el terremoto tapó la greda y des-

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pués se murió mi marido. Entonces no quise. Ya no me acuer-do dónde está la greda. Habrá quedado debajo de los murrales y no quiero volver a encontrarla. Era la mina de mi finada mamá. Había fiestas y hacíamos grandes vasijas para la chicha. Ibamos en carreta y el día que recogía la greda, llevábamos chicha y era fiesta. Cuando estaba mi marido. Después creció la murra y no me acuerdo. Con sus manos artríticas se tironea el chal. Está violenta y se calla. Apoya el mentón en la mano, que le cierra firmemente la boca. Dice Olinda: -Si la Rosa Barría quisiera diría el lugar bajo la murra don-de se esconde la greda, pero no quiere. Tanto cántaro dejado y no quiere. La enoja recordar el tiempo en que la chicha se refrescaba en sus cántaros y había fiestas con borracheras y canciones. Cuando su marido vivía.

En el patio de mi casa había una gran vasija negruzca. Cuando era muy pequeña podía esconderme adentro, transpirar y es-cuchar el latido de mis sienes. Después mi madre plantó un geranio trepador. Mi padre me había contado que la vasija era vieja, de los abuelos y que la había hecho una mujer: -La Rosa Barría nunca quiso decirme de dónde sacaba la greda. La greda es caprichosa. Se revela o se esconde. A veces se muestra con la luna. Todavía estará viva, la Rosa Barría, y seguro que su hija aprendió los secretos. De tan sola esa mujer casi no sabía hablar.

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El personaje de los cuentos: «Queremos cántaros para la manteca, para el trigo, para el agua. Mi tía dice que usted hace cántaros, que sabe donde está la greda. Dice que cuánto le cobra. -Yo soy mujer sola, señor. Esto es muy trabajoso sin hombre. Los chanchos se meten al sembrado de papas y volver a sembrar. Que se cae la tranca, que la gallina escondió los huevos. Y la niña que hay que ver por dónde anda. Señor, no sé si podré hacer cántaros ahora. La mina está lejos. -Podría venir con carreta. -Gracias, pero no me gusta mostrar la mina. La greda se esconde, entonces. Si quiere me puede acompañar un poco. Yo apilaré la tierra al borde del camino. Y usted me trae una carretada de leña. Así quedamos pagos. En medio de las gigantescas brasas de las ramas que crepitaban y humeaban y a que veces, antes de partirse, se retorcían como culebras, estaban cociéndose los cántaros. La Rosa Barría, colorada y con los pelos cenicientos erizados, vigilaba con una vara en la mano. También su hija vigilaba. Y los perros se acercaban al calor y se sacudían antes de volver a alejarse. -No se partirá ninguno- me dijo. -Lo único, que no cambie el viento. Llenamos la carreta de cántaros, el trabajo de muchos meses. Bajamos al pueblo. El día era brillante, salobre, cargado de agua. Algún niño huyó al vernos pasar. Porque iba conmigo nadie se atrevía a cantu-rrear “la Rosa Barría el barro cocía, el barro comía, de barro vivía, bruja, bruja, bruja”. -Me molestan porque soy mujer sola- me había dicho -y porque co-

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nozco la ciencia de los antiguos. Tienen envidia y les gustaría ver cómo me quitan la tierra. Pero los quilales han estado siempre allí y mis mayores también. Y a mí no me vienen con engaños. Como no soy hombre, no me emborracho ni pierdo la cabeza. Y se calló, porque había hablado mucho. -Mi marido se fue a la mar y se ahogó- dijo otra vez. -En mi casa no se conoce hombre. Por eso me molestan. Y también porque se me apareció la mina.»

Y ese día la casualidad me había puesto ante su hija, aquella chiquilla mocosa y flaca de los relatos. Inesperadamente, como si me hubiese reconocido, la mujer siguió hablando: -Muchas horas trabajábamos en el arroyo mi mamá y yo. Los pies y las manos se nos ponían morados y se nos mojaban las faldas. Nos enredábamos en la murra. Yo tosía y me rascaba los brazos sarnosos, llenos de puntos rojos. Ibamos en días de viento sur, que aleja la lluvia y trae frío. Llenábamos canastos de barro verdoso. Yo los ponía al sol y al viento para que la greda se secara. Mi mamá separaba las piedras y las raíces con su pala. Nunca hablábamos. Yo a veces me distraía buscando algo de comer. Mi mamá siempre me apuraba: >-Que se nos va el sol. Al caer la tarde ya habíamos apilado todos los canastos junto al camino. Antes de irnos mi mamá volvía atrás para borrar las hue-llas y cerrar el quilal.

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>-Así nunca sabrán por dónde vinimos. Esa mina la en-contré una vez que buscaba el nido de una gansa. Tanto me demoré que salió la luna. Fue entonces cuando brilló el agua, como si un pez verde se moviera en el fondo. Me dio miedo, pero supe que era un aviso. Volví en la mañana y lo único que encontré fue un barro verde y suave como la grasa. Lo apreté en la mano. Primero pareció un huevo. Lo volví a apretar aquí y allá y fue saliendo una vaquita. Dejé la vaquita al sol y tomé otro puñado, lo fui estirando y estirando y salió una olla. El aviso era que tomara el oficio de locera. Entonces me puse a preguntar hasta que una señora de las islas me habló de la piedra inga y del fogón. Así aprendí y tú irás aprendiendo. Pero nadie más debe ver la mina. Teníamos la casa en una vuelta del camino. Yo corría y los dos perros salían a lamerme. Con unos rastrojos encendíamos el fogón. El humo me hacía toser. Después comíamos sopa de mariscos ahumados y nos acostábamos vestidas, con los perros a los pies. Un día mi mamá no quiso levantarse. Me dijo: >-Rosa, hija, ahora me voy a morir. Es mejor así, las dos solas. Ya podrás ir a buscar marido. Mañana estaré muerta y tendrás que conseguir quién me entierre. Arrímame más al fue-go. Tengo frío. No sé si soy tan vieja. Vieja soy y me llegó la hora. Lo supe cuando ya no quise comer y me empezó el frío. Ya sabes todo lo que tenía que decirte. Cuida la mina, que nadie la vea y cuando ya no la quieras, no la des. Que vuelva a la tierra para que alguien que la merezca vuelva a encontrarla.

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Entonces los perros agacharon la cabeza y comenzaron a aullar por lo bajo. >-Ya viene, hija. Los perros se echaron con la cabeza hacia el mar y el pelo de punta. Mi mamá se puso a canturrear: “Ya viene, ya viene, desde la isla donde blanquea el esqueleto de la ballena, ya cruza los quilales, ya me carga el cuerpo.” Le acomodé las mantas. Ella hablaba en sueños y movía las manos, como si hilara. Los perros se callaron y metieron la cabeza entre las patas. Dejó de mover las manos y casi no podía oírla. Le levanté la cabeza y se la sostuve hasta que se le acabó el aliento. Entonces le cerré los ojos y la boca, le junté las manos y le enderecé las piernas. Después me puse a dormir al lado del fogón. Así se fue mi difunta mamá. Yo tomé el oficio, encontré hombre y después me quedé sola, también con una hija. De esos días metidas en el barro no quiero ni acordarme y no sé por qué se lo estoy contando a usted- dijo de pronto malhumo-rada.

-Y nosotras nos quedamos solas por orgullosas- insistió Olinda. -Una vez, al levantar las sábanas encontré la muñequita de lana- continuó Ursula como para sí. -Tenía la cabeza grande y las piernas flacas, como los recién nacidos. Me dio miedo y supe que había sido la Olinda. La Olinda sabía lo que yo no quería saber. Que esa noche había estado esperando. Todo

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fue así. Traíamos manzanas de la huerta cuando aparecieron a caballo. El joven y el indio. Nos saludaron con todo respeto y el joven, muy serio, me pidió una manzana. Yo se la pasé y entonces noté una risa en sus ojos verdes. Cuando mordió fue como si yo misma mordiera y la boca se me hubiera llenado de jugo ácido. Dio las gracias y se alejó, con el indio a la siga. Esa noche hubo mucho que hacer porque era sábado y el domingo vendrían visitas. Mientras desplumábamos un ganso, vi que los dedos de la Olinda se iban deteniendo de a poco, hasta quedar agarrados a una plumita. >-¿Qué te pasa? -le dije. >-Estoy pensando. >-¿En qué? >-En el joven elegante. Y seguimos tironeando las plumas. Yo sabía que éramos sólo dos mujeres -dos niñas, entonces- y que algún día nos haría falta un hombre. Muchas veces se quejó mi padre y mi mamá suspiraba a veces: “Dios sólo nos dio estas niñas”. Pero enton-ces todavía no era tiempo de que nadie pensara en casarnos. Durante varias semanas no volví a toparme con el foras-tero, pero un día lo vi junto al portón, siempre con su indio, hablándole a mi padre. Mi padre le vendió leña y escuché que le decía a mi mamá que era para una familia de Maullín, que uno de los hijos había venido, que era el que siempre se veía con un indio o en tratos con la Rosa Barría, pero que era muy educado y que ese otoño se iría a la capital porque estudiaba para médi-co.

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Pasaron más semanas y comenzó el otoño. Era el tiempo de la chicha nueva y las casas se llenaban de preparativos. Los Villarroel darían una fiesta y nos juntaríamos todas las familias vecinas. Mi mamá se afanaba con los panes y los quesos y no-sotras pelábamos y pelábamos fruta para las compotas. El día de la fiesta había sol y salimos en carreta cubierta, mis padres, la Olinda y yo. Nos sentíamos un poco raras con los zapa-tos cerrados, pero ya éramos señoritas y había que presentarse. Apenas llegamos las mujeres se fueron a la cocina donde tra-jinaban y hablaban y, probando la cazuela, se reían. Los hom-bres vigilaban el asado, tomaban chicha y jugaban con los tejos. Todos parecían contentos. El comedor de visitas se olía recién limpio y la mesa no tardó en quedar cubierta de panes, embutidos, ensaladas. Después aparecieron fuentes con papas humeantes, otras fuen-tes con caldo, pebre, jarras de chicha. Sólo las mujeres mayores se sentaban a la mesa. Las demás servíamos y las más jóvenes, como la Olinda, miraban, un poco escondidas, desde la puerta de la cocina. En el patio los chiquillos correteaban mordiendo pedazos de carne, persiguiendo a las gallinas. Los perros nos miraban con hambre, atentos a cualquier descuido, pero toda-vía no llegaba su turno. Durante tres horas todos comieron y se fueron poniendo colorados. Las mujeres volvieron a la cocina a limpiar, y a preparar el mate mientras los hombres echaban una siestecita al sol o presumían mostrándose caballos y arreos. Yo me había sentado cerca de la puerta de la cocina. Como no tenía nada que hacer miraba el cielo pensando si llovería, si

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el peuco se comería a la golondrina, si ese invierno algún pes-cador se ahogaría en la barra. En todo eso pensaba, un poco adormecida, con la cara al sol. De repente sentí que tenía que avergonzarme. Primero escondí los pies y después me junté la falda. Entonces miré. El joven estaba sentado en una piedra, algo retirado. Yo supe que me había mirado.

«La muchachita rubia escondió los pies bajo la falda. Yo me había apar-tado un poco del grupo, de los hombres que reían y ya comenzaban a em-borracharse. Habían mandado matar otro cordero y seguramente la fiesta no terminaría ni ese día ni el siguiente. Vendría la borrachera, el despertar con sed, los ojos rojos y la boca espesa hasta la despedida polvorienta con los cinturones caídos y el pelo revuelto. En la cocina, las mujeres seguían en sus cosas y sus historias. A veces salía un niño con una palangana y llamaba a los perros. Pelos erizados y gruñidos, mientras los hombres no paraban de hablar de animales, de embarcaciones, de viajes hasta la Argentina. Y la muchachita rubia se había quedado embelesada al sol, con su vestido claro y sus zapatos brillantes. Recordé que en días pasados me había dado una manzana y que entonces llevaba un basto delantal azul e iba descalza. La manzana era verde y, cuando la mordí, ella bajó los ojos. Y mirando los zapatitos brillantes me fui quedando traspuesto y me pareció navegar nuevamente el contorno sombrío de la isla, el agua quieta y clara que dejaba ver cada detalle del tejido de raíces sumergidas en el mar. La sombra era tan profunda que el mismo verde rutilante de la copa de los árboles, el mismo verde del choroy que llamó en el cielo, se iba convirtiendo en negro y el verde-negro en esa brisa fría, en el chasquido de los remos y en quietud perfecta antes del tiempo. Entonces la niña escondió los pies y me apené de haberla avergonzado.

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Ambrosio me había dicho que más valía llegar a la isla y pedir que nos dejaran pasar la noche. Que no podíamos volver porque se levantaba viento. La casa aparecía detrás de unos árboles, no muy lejos de la playa de piedrecillas. Era una casa alta de madera, como las de los alemanes. Con la última claridad sentimos que el bote descansaba sobre las piedras y que la marea lo arrastraba. Una perra blanca, con las tetas hinchadas, se acercó ladrando y moviendo la cola, salpicándose en la rom-piente. -Parece que nos conoce -dijo Ambrosio. A poco vino un hombre con un chonchón. Yo le expliqué y le pedí un lugar para pasar la noche. Nos dijo que amarráramos bien el bote para cuando el mar estuviera de ser y que lo siguiéramos a la casa. De vez en cuando nos miraba hacia atrás, ladeando la cabeza. -Se lo diré a la señora. Volvió y nos hizo pasar a un corredor cerrado. Luego vino una india y le dijo a Ambrosio que la siguiera a la cocina. Yo me quedé solo en la oscuridad más completa. La casa de madera crujía y comenzaba a soplar un fuerte viento. Del interior se aproximaba una claridad, apenas el peso de unos pasos y el murmullo de una falda. La mujer me saludó y se disculpó por haberme tenido esperando en la oscuridad. Dijo que era tan raro que alguien llegara a la isla que ya no sabía comportarse. Tenía una voz grave y educada y en la penumbra pude advertir que aún era joven y vestía de oscuro. Me condujo a una habitación con chimenea. Me invitó a sentarme cerca del fuego.

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-Aquí tampoco hay ocasión para formalidades -dijo, sentándose fren-te a mí-. Pronto cenaremos. Puedo ofrecerle algo de beber. Hasta ese momento casi no me había atrevido a mirarla, pero sos-pechaba que era una mujer bella. Como convenía a su voz, su gesto y su postura eran controlados y elegantes. Vestía sobriamente y la luz parpa-deante de la chimenea no me dejaba saber el color de su piel, de su pelo. -Usted tal vez no sepa dónde está. Esta isla tiene un nombre abo-rigen, pero mis padres la llamaron Helvetia. Eran suizos. Yo me llamo Helena. Mi marido tiene una goleta pesquera. Está ausente durante lar-gas temporadas. Ahora hace dos meses que no sé de él. Yo le hablé de mí y de mis vagabundeos y le agradecí su hospitalidad. Después no supe qué más decir. Me inhibía estar a solas con esa mujer desconocida que, sin embargo, no parecía en absoluto turbada. Pensé en el comportamiento de mis hermanas en una situación parecida y casi sonreí, imaginando sonrojos y titubeos. Helena, en cambio, parecía totalmente dueña de sí, cordial, pero medida. Mientras me servía un murtado, conti-nuó. -Vivo sola, se podría decir. Muy pocas veces salgo de aquí. Este es un mundo pequeño y solitario, pero muy rico. Mañana le mostraré la bi-blioteca de mi padre y su cello. Era médico, pero también un buen músico. Mi madre tocaba el piano. La humedad lo desafina ¿sabe?, pero hacían hermosos dúos. Yo también toco el piano. Pero mi ocupación es hacer que este pequeño país funcione. Y es tan lindo. Hacia el norte, donde acaba el bosque, hay una playa blanca. Tengo establo y una huerta. Sólo lo necesa-rio. Nadie más se sentó con nosotros durante la cena. Ella hablaba, yo le contaba algunas cosas. Ya no había viento y el silencio era total. Sólo oía

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algún crujido de la madera, o el estallar de una chispa, o el acompasado reventar de tres olas pequeñas. En un momento pensé: Circe, y me reí de mí mismo. Terminada la cena llamó a la india, indicándole que me llevara a mi habitación. Me dio las buenas noches y me vi sumergido en otro pasadizo oscuro, oloroso a resina. Antes de dormirme me dolió el corazón. Me había enamorado. Con el amanecer me despertó una campana. Entonces vi que mi habitación daba directamente al límite de la playa; por la ventana se veía el mar, todavía neblinoso de frío. Cruzó la perra blanca. Rehaciendo el camino de la noche me encontré en el comedor. La criada india me ofreció desayuno. Yo quería preguntar por ella, pero no me atrevía. Pregunté por Ambrosio. -Está en la cocina -respondió saliendo. Hacía frío. Tenía el estómago apretado y trataba inútilmente de reírme de mí mismo, pero mi única idea era verla a la luz del día, ver sus colores. La noche la había mostrado en sombras, con su compostura. La luz diurna disipó los contrastes y su pelo me pareció más claro y alborotado que de noche. Además tenía una pequeña cicatriz pálida justo al medio de la frente. -Venga -invitó-. Le mostraré la isla. A paso lento recorrimos los sembrados de papas y habas. Después, el bosquecillo de manzanos, los establos y, al fondo, el bosque de árboles gigantes, rojizos y retorcidos. Pensé que no entraría en el bosque con un desconocido, pero Helena parecía ignorar esas reglas. Cruzamos el bosque y llegamos a la pradera abierta sobre una playa blanquísima. Tranquilos pastaban dos caballos.

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-Bonito ¿verdad?. Todas las mañanas hago este mismo recorrido. Conozco cada color del mar, cada silbido del viento. No echo de menos Suiza, donde me eduqué, porque ese fue el deseo de mis padres. Pero yo me crié con la savia de esta tierra y pienso que es algo que queda adentro. El barco en que veníamos mis padres y yo, que era niña de pecho, se perdió y encalló cerca de la cordillera. Todos se salvaron, pero quedamos completa-mente aislados y muy pronto el único alimento fue pescado. Agua había en abundancia y, en verdad, la situación no parecía desesperada, pero mi madre tuvo unas fiebres y se le secó la leche. Entonces yo también comí pescado y cuando escaseaba, mi padre descubrió darme a chupar el tallo de las nalcas. Así pasaron dos meses, hasta que nos rescataron. A los ocho meses desayunaba ostras crudas. Por eso digo que esta tierra me alimentó y es aquí donde pertenezco. Quedó en silencio y emprendió el camino de regreso.Ambrosio me esperaba, listo para partir. Helena, sin prestar atención a mis palabras de agradecimiento, me tendió la mano. -Tal vez algún día vuelva por aquí- dijo a modo de despedida. Un mar pesado como petróleo borró lentamente la isla de Circe.»

«La memoria, hija, es más benévola que la realidad -había escrito mi padre: «No mires nunca a un muerto. Si lo amaste, recuérdalo vivo, sin la superposición de esa máscara que lo alejará para siempre. Yo no debí haber regresado a la isla de Circe, esa pequeña mano verde tendida sobre el agua que me acompañó muchos años. Ninguna perra blanca vino a recibirme cuando toqué la playa donde se abrían unas embarcaciones carcomidas. Rítmicamente el viento hacía entrechocarse algún madero. Después descubrí que era una ventana des-gajada. Ya nadie habitaba la casa. Busqué en las habitaciones vacías.

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La humedad había podrido las telas y manchado los muros. Y no se me ocurrió pensar que habían pasado tantos años que Circe, aún sin ese marco de devastación, sería una mujer gastada. Crucé el bosque y vi un bote en el mar, cerca de la playa. Hice señas y el pescador se acercó. Era indio y no me quería mirar. -¿Sabes que ha pasado aquí?- pregunté-. Yo conocía a los dueños de esta isla. -Aquí ya no vive nadie -dijo el hombre-. Primero el patrón se fue. No es que se muriera, sino que no volvió más y a veces algunos que nave-gan dicen que todavía anda en su barco. Pero por aquí no ha venido. La señora hizo más corrales para criar vacas, gansos, ovejas. Y un día vendió todo y con su baúl se fue al puerto. Dicen que embarcó para Uropa, pero eso no lo sé. Ahora nosotros mariscamos aquí, pero no sabemos. Tal vez vuelvan.»

Y yo había encontrado a esas ancianas que no eran mi memo-ria, sino la de mi padre y la tía Sabina. Ursula seguía su relato, acaso sin comprender muy bien quién era yo, una mujer de ciu-dad que preguntaba y se interesaba en cosas tan poco valiosas como un cacharro cualquiera. -Cuando había una salida importante la Olinda y yo debía-mos vestirnos de señoritas y calzarnos botines, que eran un su-plicio. Eso nos hacía andar a tropezones y ponernos coloradas del miedo de caernos al barro. >-Hijas, caminen derechas- decía mi madre, que tampoco era muy aficionada a salir de sus delantales y sus chanclos. Pero por una vez que el Orfeón daría un concierto en

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Maullín, valía la pena ponerse presentables y era una aventura el viaje por el río y la idea de ver otra gente. Desde el principio me llamó la atención una señora muy blanca y severa, pero que sabía sonreír, y tres niñas más o menos de nuestra edad. Las tres llevaban vestidos casi azules y el pelo recogido en moños. No eran bonitas, pero nos parecieron muy elegantes. Se veía que en esa familia siempre se tomaba té, como si fueran alema-nes. Mirándolas me sentí torpe y rústica, con los dedos amora-tados por los sabañones y las uñas romas. La Olinda, más niña, disfrutaba con una manzana en caramelo, sin preocuparse por los chorreos. Entonces la señora miró a mi mamá y se acercó, sonriendo y disculpándose por el atrevimiento. >-Señora- dijo. -Hace muy poco hemos llegado del nor-te a vivir aquí. Yo soy tía de las niñas y me hago cargo de su educación. Ellas se sienten solas y veo que sus niñas son más o menos de la misma edad. Tal vez podrían ser amigas... si a usted no le importa. Las niñas nos miraban sonriendo. No se cohibían porque tenían modales, pero la Olinda y yo estábamos coloradas hasta las orejas. Ellas empezaron a hablarnos. Lo primero que nos dijeron fue que Maullín era muy triste, que echaban de menos su cole-gio y el fundo en Chillán. >-Acá estamos solas, solas, y el piano se me desafina- dijo la más rubia. >-Y no sabemos muy bien por qué estamos aquí. Nuestra mamá se murió hace un tiempo y desde entonces nuestro padre

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habla de aserraderos, de vías fluviales, de ferrocarriles. Es por el progreso del país. Pero él no está nunca, siempre viajando de un lado para otro. Mi tía no está contenta con la humedad. Este invierno volveremos a Chillán y mis hermanos a Santiago, a la Universidad, pero mi tío y mi padre se quedarán aquí y mis hermanos dicen que volverán siempre que puedan. Mi herma-no Manolo está lleno de palabras. Habla del fin del mundo, de que estamos en el fin del mundo. Anda siempre con un indio (y el corazón me dio un vuelco porque comprendí que era el joven de los ojos verdes) y ya ha recorrido toda la costa y todas las islas. Sabe más que los nacidos aquí. Va a ser médico, para ayudar. ¿Conocen a la Rosa Barría? Es una bruja que hace cán-taros y mi hermano siempre la visita porque dice que no está acostumbrada a hablar y un día le pueden quitar la tierra y ella tiene mucha ciencia y hay que respetarla. Mi hermano mayor no está tan loco. Será político, dice. Ustedes ¿no se aburren? Les contamos que ayudábamos a nuestra madre en la casa y en el campo y que casi no teníamos educación. Leer y hacer cuentas, nada más. Y coser e hilar lana. >-Yo sé tocar el piano, pero no sé hilar. Y si eso es lo que te gusta, está bien, pero yo quisiera ser pianista. Nadie me toma muy en serio ni cree que podría estudiar como mis hermanos. Casi ni yo misma. Preferiría que me hubiera gustado bordar. Mis hermanas se entretienen con un mantel de seis esquinas. Y entre las flores disimulan iniciales- dijo con una risita. Ya en la calle, como viejas amigas, cuchicheábamos y mi-rábamos por el rabillo del ojo. Pero no había jóvenes de nuestra condición. Sólo algún alemán, demasiado orgulloso.

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Al día siguiente recibimos un paquete con revistas y no-velas y una respetuosa invitación. Llegamos a conocer su casa como la nuestra, nos susurramos secretos y conseguí esconder flores entre las páginas de los libros de su hermano, pero él nunca me vio ni preguntó por mí. Después las muchachas se marcharon definitivamente y la casa se despobló y se convirtió en extraña. >-Si alguna vez me enamoré fue de ese joven que ni supo que existíamos, aunque fuésemos amigas de sus hermanas. Todo era mirarlo detrás de los visillos y esperar y atravesar el campo, siempre esperando. Más ansiedades como esa, no volví a tener. También la Olinda lo miraba, pero ella era niña y era mi reflejo. Mi pobre papá no me pudo casar. A todos los desairé porque simplemente no quise hombre.

Ursula no quiso hombre porque tal vez nunca olvidó unos ojos verdes. Sin embargo mi padre sólo una vez notó su rubor. Su mundo estaba hecho de otras cosas: «Los cuatro galgos salieron al galope y se perdieron en el bosquecillo cercano. -¿Por qué los soltaste? -le pregunté a Ambrosio. -Porque en este bosque anda el león y si huele a perro se esconderá.

Ambrosio era indio sin tierras. Muy niño se había ido de la reducción para vagar, de hacienda en hacienda, trabajando como pastor o recadero.

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Cuando se hizo más fuerte y mayor robó un caballo y se alejó hacia el sur donde se hizo amigo de los indios de la Costa, con los que pescaba. Lo respetaban porque era un buen amansador. Allí los indios vivían tan aislados que no sabían de límites ni cercos. Nunca iban al pueblo y casi ninguno sabía castellano. Ambrosio, a quien llamaban Gallito por su destreza, era el más viajado, el que conocía a los chilenos y sus trucos. Por eso se alarmó cuando llegaron los señores bien vestidos con un grupo de uniformados con escopetas. Sus caballos eran grandes y fuertes y relucían de sudor y nerviosismo. No eran como los sal-tarines caballitos de la Costa, esos animalitos color barro. También tenían perros cabezones, grandes como terneros, que se mantenían apartados pero recelosos. Uno de los señores explicó que lo mandaba el Gobierno de Chile a medir esas tierras y fijar los límites de la reducción. Que en la reducción podrían quedarse todas las familias y sus hijos y sus parientes “por ma-trimonio”. Que nadie más tenía derecho a tierras allí, que por el sur la franja que llegaba al mar pertenecía desde ahora a don Otto Lund y que por ningún motivo podían ocupar esas tierras. Que el Gobierno de Chile se haría respetar. Los indios que en esa zona no habían sabido de la guerra más que de oídas, quedaron asombrados por el tono imperativo y amenazante de la medida, pero pensaron que, siendo tan pobres como eran, los dejarían en paz. Cuando los caballeros se retiraron, al cabo de unos días de medicio-nes, les dejaron un título lleno de sellos y firmas. Gallito, que no tenía derecho a tierras, les dijo que lo guardaran muy bien y que no se fiaran.

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Pasó el invierno y esa primavera llegó don Otto con sus perros. No se acercó a las rucas, pero se hizo ver. Era grande y gordo, tenía un caballo alazán y llevaba escopeta. Con él iban dos jóvenes rubios, también altos y fuertes. Hablaban a gritos y reían, dando manotadas. Por divertirse disparaban a las gaviotas, que no es pájaro comestible. La mañana estaba fría y el mar hacía ruido. Chillaban las gaviotas espantadas, ladraban excitados los perros, y los jóvenes se reían y disparaban, haciendo galopar a sus caballos al borde de las olas. Don Otto miraba el mar. Después se alejaron hacia el sur y ya no se volvieron a ver. Pero la vida cambió. Comenzaron a aparecer ovejas destrozadas por los grandes perros. Los indios se asustaron al principio y luego se fueron poniendo rabiosos. Un día el estero apareció casi seco y se siguió secando. Era lo habitual en pleno verano, pero todavía era tiempo de lluvias. Los indios siguieron el cauce húmedo hasta el límite de la reducción. Vacilaron antes de entrar en la propiedad del hacendado, pero querían ver qué pa-saba. A la vuelta de una loma descubrieron que los alemanes habían cambiado el curso de un estero. Entonces discutieron. El estero pertenecía a la reducción y su cauce estaba seco, y ¿el agua? ¿Les pertenecía también? Acordaron que sí, que eran dueños del estero con su agua. Rompieron la presa. Nada pasó durante muchos días, pero del este comenzó a llegar olor a humo de leña verde y por la noche se veían llamaradas. Estaba lluvioso y casi sin viento. El humo bajó y bajó y se quedó flotando sobre el mar. El estero trajo tizones y animalitos muertos. A veces un zorro despavo-rido cruzaba entre los matorrales. Las ovejas que pastaban en esa zona bajaron, empujándose, hacia el mar. El incendio tragaba por igual mato-rrales y grandes árboles. Los indios se acordaron de los alerces y tuvieron

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pena. Un fuego así no se había visto nunca. Algunos pensaron que debían ayudar a detenerlo, pero cuando se acercaron descubrieron que el alemán y sus hombres controlaban el fuego y lo dirigían hacia el norte, justo por encima de la reducción. Dicen que vieron caer un alerce y que su tronco no lo rodeaban tres hombres. El bosque se convirtió en una pampa ennegrecida. Los animalitos so-brevivientes saltaban entre las cenizas y los carbones y los pájaros dejaron de cantar. La pena de Ambrosio fue mayor que la de los demás indios porque venía del norte y conocía el significado de esos sucesos. Ya había visto cómo las haciendas del blanco se iban tragando las mejores tierras, empujando a los indios a las “reducciones”. Y si no se conseguía por las buenas, era por las malas, incluyendo el engaño y la degradación. Vendrían los vendedores de alcohol que los emborracharían primero y luego los endeudarían y enga-ñarían. Se firmarían papeles cuyo significado ignoraban. Los papeles del despojo. También les enseñarían a traicionar a sus hermanos. Apesadumbrado, Ambrosio se alejó hacia el sur. Sabía que estaba en tierras de la hacienda, pero no le importó. En una caleta con buen ma-risco levantó una choza y se puso a secar cholgas para el invierno. Quería estar solo. Ya había hablado todas sus palabras. Ahora quería soledad. Durante varias semanas nadie lo molestó ni vio a nadie. Dormía sobre la arena, bajo las estrellas. Comía mariscos y tallos de nalca. En la noche hacía un fuego. Cuando se convertía en rescoldo, se envolvía en su manta y se quedaba dormido. Todavía no amanecía cuando oyó chillar las gaviotas sobre su cabe-za. No se movió ni quiso abrir los ojos. Estaba de espaldas con los brazos abiertos. Sintió que algo duro y pesado le pisaba la mano derecha. Todavía

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no se movió, pero supo lo que iba a hacer. En un instante se volvió y, con la mano izquierda, clavó el cuchillo de mariscar en el muslo del alemán.

Muchos días de neblina junto a los rompeolas, muchos días de morder algas, pesado de sal y reseco de sal. Cuando lo encontraron no se defendió. Sabía que era inútil luchar contra cuatro hombres armados de carabinas. Tuvo suerte porque sólo lo patearon un poco y se lo llevaron amarrado al caballo, a tiro, como un animal. Y lo metieron en una celda. -Nunca faltaba agua- se reía-. Por las paredes goteaba la lluvia y crecía el musgo. Juicio no tuve y no sé contar el tiempo que me tuvieron encerrado. Algunas veces me pusieron en el cepo. Yo creo que era cuando el alemán, que se curó de lo más bien, se acordaba de mí. Eran cosas de esos tiempos. Un buen día se encontró caminando hacia el norte, buscando las tierras rojas y las siembras. Una mañana abrí la puerta de la cocina y encontré un hombre dormido, envuelto en su manta. Cuando lo desperté, me miró sin miedo. -¿Tiene pan? -preguntó. Le dí pan y mate, antes de que la casa despertara. Yo era muy joven, casi niño, y tenía muy poca autoridad. Cuando terminó de comer buscó algo debajo de la manta y sacó un caballito de madera, con todos sus arreos. -Yo lo hice -dijo-. Lo aprendí en la cárcel. Ahora se lo doy. Esa mañana convencí a mi padre. Conseguí que Ambrosio se que-dara. Fue mi amigo.

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Años más tarde, con mi título de médico, tuve la suerte de que me man-daran a hacer las prácticas en esos lugares. La vitrina guardaba abanicos y pequeñas figuras de porcelana de Baviera. También guardaba una piedra. Una piedra común, sin nada notable, que parecía haber sido abrasada. Llevaba una fecha. Don Otto, hijo, sonrió satisfecho, acariciando su pipa: -Ese día la línea del incendio alcanzó hasta esta piedra -explicó-. La guardo porque marca el límite de mi propiedad. Hasta donde llegó el incendio, tierra mía, tierra buena. Los indios a las lomas y los roqueríos. No necesitan más. La piedra al lado de la porcelana es un símbolo para mí: la cultura de Europa y el mundo primitivo que vamos a hacer desapa-recer.

Yo me reí para mis adentros recordando lo que me acababa de pasar. Ya hacía muchos meses que el dispensario de la misión en nada podía mitigar el lento apagarse de don Honorio. Por fin, sus familiares se dirigieron a las monjas para hacerles ver, cortésmente, que su ciencia ya no tenía recursos ante un mal que era, simplemente, irse muriendo, y que había llegado la hora de llamar a la machi. -Tal vez le devuelva la fuerza- dijeron -pues todavía no está en edad de morirse. Y esa misma semana enviaron cuatro corderos gordos a Pucatrihue, como pago por hacerla venir. Ella a su vez envió palabra, indicando el momento de su llegada que, como convenía, sería por mar y al atardecer, delineada por la puesta de sol. En la desembocadura comenzó a hacerse visible un punto negro que salía lentamente del mar y enfilaba río adentro. La vi pasar junto al mue-

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lle, la pequeña embarcación engalanada, con seis remeros. La machi, con todas sus joyas y los atributos de su rango iba hierática, sentada a popa. Los remeros, su escolta, eran seis mocetones robustos con camisas blancas y el pelo largo. Encerrada con don Honorio la machi le cantó las letanías rituales, sopló humo en todas las esquinas de la habitación y lo frotó con ceniza, tirándole con fuerza la piel del espinazo. Finalmente don Honorio aspiró mucho aire, hipando, y luego vomitó bilis y unos filamentos negruzcos, como pelos, la causa del mal. Quedó exangüe sobre el camastro durante muchas horas, sumido en un sueño que el tam tam despoblaba lentamente de fantasmas. Después la machi se afanó en torno a la ruca, buscando el origen del mal al que había que oponer las necesarias contras. Los familiares dijeron que mucho antes de que don Honorio enfermara habían visto una lechuza dejando caer una lagartija con piel humana y grandes ojos, y que había corrido, encerrando la ruca en un anillo. -El mal vino por el aire -dictaminó la machi, sin precisar quién había sido el malhechor. Al día siguiente, con la seguridad del buen resultado de su interven-ción, volvió a embarcarse. La monja enfermera se presentó a saludarla. La machi la observó con condescendencia y se despidió con un “adiós colega”. A mí me ignoró. Y así como un día me encontré con Ambrosio, mi otro amigo tam-bién llegaría a mí por el azar. Era el tiempo de las murtas. Por todas partes relucían los mato-rrales, rojos de fruta. Ambrosio había llenado un canasto para que mis hermanas hicieran aguardiente. Después se durmió, medio apoyado en

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un tronco. Todos los olores de la tierra y todos sus fluidos se juntaban en esa hora. Yo me sentía arrebatado por un exceso de vida. Estaba vivo y palpitante. Cada hoja que destilaba humedades y perfume estaba viva, y latía cada crisálida oculta bajo la corteza de los grandes árboles. A lo lejos el mar se arrastraba sobre la playa pedregosa, perezosamente seguro de su potencia. Me acosté sobre los helechos y me quedé dormido, oyéndome el corazón. Cuando desperté era casi de noche y Ambrosio, recién desperezándo-se, saltaba sobre una y otra pierna. Entonces oímos los pasos de un animal que se abría camino entre los matorrales. Con un relincho, el caballo se plantó ante nosotros y nos quedó mirando, con la mirada loca y soberbia de los potros. Era un hermoso animal de crines largas que nos enfrentaba, hierático. -So, so- dijo Ambrosio- levantando una mano con cuidado. -So- dije yo haciendo un movimiento muy lento, para no espantarlo. Pero el potro se acercó a mí, relinchando bajito como si hubiese reco-nocido a su dueño. Se dejó tocar y, para nuestro asombro, nos siguió como un perro. Por más que hice por averiguar de quién era, nadie reconoció la marca. Pude considerarlo mío y me gané más de una burla porque lo consentía con azúcar y zanahorias. Y conquisté una lealtad poco común. Juntos recorrimos los senderos más escarpados y aprendió a tumbarse a mi lado, por la noche, y darme calor. El caballo Bayo está enterrado en Chillán, bajo un manzano. Mucho me acompañó. Sabía orientarse, buscar mi olor. Sabía llevar-me como si yo no fuese una carga sino un amigo. Una vez que volvía con mucha noche de los cerros, Bayo tanteaba el camino, tranquilo en la oscuridad. Debíamos bajar hasta un arroyo muy

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profundo y volver a remontar. Desde la altura vi que más o menos al nivel del arroyo había una lucecita redonda y quieta. “Alguien que fuma”, pensé. Pero al acercarme la luz seguía inmóvil y no se divisaba a nadie. Era una pequeña esfera luminosa suspendida más o menos a la altura del vientre de mi animal. La dejamos atrás, pero de pronto nos adelantó, rápida como una exhalación y se quedó esperándonos en lo alto de la que-brada. Antes de que le diéramos alcance, volvió a escapar, perdiéndose en la noche. Y si bien ese prodigio me hizo correr miedo por el espinazo, el viento en los árboles me dijo que no había nada que temer. Es que en ese mundo ocurren cosas difíciles de explicar y a veces, al abrigo de los cerros, sobre una loma cualquiera, uno puede comprender el orden del Universo. Son los lugares de reflexión donde meditan los indios y se ponen en paz con la vida. Sólo una vez conocí esa paz, que interrumpió una bandada de loros. Pero la experiencia quedó para siempre. Hay una historia de choroyes que parece cómica y rara, pero que podría ser cierta, porque esos loros hablan muy bien. Un viajero oyó recitar “Padre nuestro que estás en los cielos” de rama en rama y cuando, asombrado, comentó el prodigio, le contaron que el choroy del sacristán, enamorado de una hembra, se había volado a la selva con ella, pero que en sus tiempos de catequesis había aprendido el Rosario. Y desde entonces las bandadas empezaron a rezar Ave Marías y Padre Nuestros mientras caían sobre los trigales y otras chillaban “¡Arrepentíos!” desde la copa de un roble. El pobre sacristán explicaba:

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-No es cosa del demonio. Es que el Ramoncito se sabía el Rosario. -Eso te pasa por ponerle nombre de cristiano- le decían los más seve-ros. -Es una burla a la Iglesia. Y un celaje verde cruzaba el cielo gritando “¡Aleluya”! No te puedo jurar que esta historia sea cierta, pero ésta sí lo es: Un día encontré a Hilda preparando una cesta con alimentos. Era una cesta grande, mucho más grande que las que se usaban para ir de merienda. Con ella bajo el brazo se alejó a grandes zancadas en dirección al bosque. No me hizo ningún comentario. Extrañado se lo mencioné a mis tías, teniendo en cuenta que una mujer sola no se arriesgaba por esos parajes. Las tías se rieron. -Es más fuerte que una mula. Qué le va a pasar. Pero no sabían en qué andaba. Me lo contó Ambrosio. -Hay un claro en el alto de la loma y ahí vive una familia. El único hijo hombre es el Juanito, que es tullido. De niño le hicieron un mal y desde entonces está en su camastro, amarillo como vela. Nada más puede mover las manos, y también las tiene retorcidas. Habla, pero poco se le entiende. Pero así como es, tiene la inteligencia de hacer violines. De espaldas en la cama y con sus dedos tullidos. Doña Hilda conoció a las hermanas chicas. Esas que siempre corretean en la playa como pajaritos. Ella a veces les da de comer y les hace remedios para los piojos. Y desde hace un tiempo visita al Juanito que le está fabricando un violín. Quise saber más y le pregunté a Hilda. No fue locuaz. -Es un joven paralítico. Los violines tienen cuatro cuerdas. No sir-ven para tocar música. Pensé: No sirven en la Opera de Viena. Aquí sonarán como las

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piedras del rompeolas, como los quejidos de la borrachera. Pero también comprendí que el cáustico comentario de Hilda quería ocultar su verdadero interés. Tal vez un afecto. Sin embargo, días después ella misma me invitó a acompañarla. La casa se levantaba en medio de un claro y a cierta altura del suelo, dejando espacio para que los cerdos se refocilaran en el lodo negro y los desperdicios. Nos llevaron donde el enfermo. Junto a su camastro había una ventana que dejaba ver el mar. La habitación olía a rancio, a orín, al barro pesti-lente. El tullido tenía la cara consumida y crispada y sus ojos fijos parecían no querer obedecerle. Las manos, amarillas y retorcidas, reposaban sobre las sábanas y el cuerpo casi no se adivinaba bajo las mantas. Sólo podía estar de espaldas, girar un poco la cabeza, y hacer algún movimiento con los brazos. -Todos los años lo llevamos a Carelmapu a pagar una manda a la Virgen- dijo la madre -y ahora ya puede hablar. Se veía que la visita lo alegraba. Pidió el violín que tenía terminado. Con los dedos hizo sonar las cuatro cuerdas y después las tocó con el arco; un chirrido infinito, una nota, otra, una especie de ritmo, y su voz: Por mi ventana pasó una gaviota muy perdida de su hogar. Me puso el corazón triste porque infinito es el mar. En el canal los marinos ven llegar la tempestad y en la playa las mujeres saben que no volverán. Ay mi corazón partido

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qué gaviota llevará por encima de las nubes donde pueda descansar. -Se embelesa cantando- dijo la madre cuando se apagó el chirrido del instrumento y la voz. En Carelmapu le canta a la Candelaria. Todos lo respetan por las cosas bonitas que dice. Y el pobrecito pasa todo el tiempo tiradito, pensando. El enfermo quiso decir algo, pero sólo se le entendía cuando cantaba: Cuando las murras maduran se alegran los pajaritos saltando por las espinas con el buche bien llenito. Ay si yo fuera jilguero cantaría sin parar. Por la noche las estrellas no me podrían callar.

Nos despedimos con respeto. Por primera vez había visto un brillo de trenura en los ojos de Hilda. -Vale más que cualquiera- me dijo. -No dejo de preguntarme quién le puso en la cabeza la idea de hacer violines.

Todavía vivíamos en Maullín y uno de mis lugares favoritos era el astille-ro. Hasta la tía Sabina se acercaba a veces, sólo para deleitarse con el olor a resina y mar. Allí conocí a Tránsito Cárdenas que de cuando en cuando

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bajaba de sus tierras a vigilar las obras de su embarcación. Tránsito era un gigante pelirrojo a quien el comienzo de la vejez no menguaba el espíritu de empresa. Un día lo encontré de charla con el joven constructor llegado de Valparaíso y de apellido inglés. Al verme me dio una feroz palmada en la espalda y nos presentó. -Tú eres de por aquí, Manolo- me dijo y sabrás de lo que hablo. Le decía a este joven que si se va a quedar en este pudridero y se siente solo ni sueñe con traerse una mujer del norte, ni mucho menos una de ciudad, de esas que van a la ópera y encargan pilules orientales. Esta no es tierra para ellas y al fin o te las llevas a otra parte o te condenas a oír suspiros por el resto de tu vida. Yo dije que suponía que estaba en lo cierto. El joven inglés se rubo-rizó, tocado. Las apariciones de Tránsito eran escasas y ahora sólo el interés en su barco lo hacía salir de sus tierras, situadas en territorio indígena y aisladas por los quilales empecinados en devorar el camino que Tránsito construía, con igual tozudez, para dar salida a su aserradero. Las malas lenguas decían que sin familia conocida, se hacía servir por cinco indias y que en el valle florecían los niños pelirrojos como los dedales de oro en primavera. Pero era un hombre especial, descendiente de criollo y de una madre O’Donovan, que a su vez descendía de un carpintero irlandés en-viado desde Lima por el virrey O’Higgins como refuerzo a la repoblación de Osorno. De él heredó las hechuras y el carácter indómito de los inmi-grantes. En cuanto tuvo edad se adentró en la selva, hacia el sur y sólo reapareció en Osorno para inscribir sus tierras. Cuando hubo construido un caserón “digno de un rey”, con habitaciones alfombradas con pieles de

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puma, y pesados muebles de madera cubiertos con vellones y mantas in-dígenas, y un sistema de depósitos que permitía tener agua corriente en la propia casa, pensó que ya era tiempo de tener mujer. -Primero me dirigí al cura, que no me quería porque yo vivía como un salvaje. No quiso aconsejarme. Y los alemanes reservaban sus mujeres para ellos. Yo sabía lo que buscaba, pero no imaginé lo que me iba a pasar. Rápida como una lagartijita cruzaba la plaza de Osorno. Era del-gaducha y blanca y no se parecía en nada a la mujer que me convenía, pero -¡vaya a saber por qué!- me enamoré. No me había pasado nunca y al ser ya mayor, mayor fue mi arrebato. Era la hija del maestro de escuela quien, por su situación, no pondría objeciones para dármela. Ofrecí en exceso. Mis bosques, mi ganado. En brazos llevé un corderito recién destetado y lo puse en su jardín. Le llevé matas de copihues de todos colores, frascos con arena aurífera de Carelmapu, una alfombra hecha con cincuenta coi-pos. Me recorté el pelo y la barba, me compré ropa decente. Y finalmente la subí en mi caballo y con ella me adentré en la selva. Nunca había cabalgado llevando una mujer entre mis brazos. Ella iba silenciosa y me parecía normal, porque también yo estaba cortado. Los indios se habían adelantado con sus bártulos y llegaríamos antes de anochecer. A caballo se acortaba camino, pero era una senda escarpada y sólo para baqueanos. En las bajadas y subidas que el caballito hacía a saltos, como un conejo, los labios de Elvira se ponían pálidos, pero no decía nada. Finalmente llegamos. Elvira, que parecía una aparición, buscó apresurada su cuarto, casi sin ver la casa. Me explicó que estaba extenuada, se echó vestida sobre la cama y se durmió. La cubrí con una manta y me recosté a su lado, para mirarla. En todo la respeté, pero ella nunca apreció nada de lo que yo intentaba darle. Extrañaba la vida del pueblo y la compañía de iguales.

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Despreciaba a los indios, mis amigos, y ni al cacique quería en nuestra mesa. No sabía qué hacer con la cocina. Ni siquiera sabía mantenerla encendida. El amor me dio mucha paciencia. Comprendí hasta que me recha-zara. Uno de sus baúles contenía libros. Pasaba las horas leyendo y yo me entorpecía, sin atreverme a dejarla sola, y cuando iba al aserradero lo hacía con el apremio de regresar. Al final del primer año todavía no estaba embarazada, y yo volvía a mirar a las indias, robustas y diligentes en sus tareas, mujeres de su hombre y madres, y también me acordaba de algunas alemanas capaces de abrir la selva a hachazos, de hacer jardines, cultivar una huerta y tener una casa olorosa a mermeladas. Esa mujer mía miraba la tierra con desprecio y no fue capaz de hacer nada con las semillas de flores, otro de mis regalos. Comenzaba a ver lo desacertado de mi elección, pero seguía aturdido por el amor y la culpa. Raro es que un hombre rudo y sin educación, como yo, haya estado a merced de una mujer. Un buen día desapareció, llevándose mi caballo. Salí a buscarla y comprendí que se dirigía al pueblo. Yo estaba consternado y me preguntaba de dónde sacaba el valor para seguir adelante. Pensaba en los peligros y se me hacía un vacío en el estómago. Pensaba que había sido un animal, que no la había ayudado, pero también comprendía que su eterno disgusto era producto de un carácter egoísta y pusilánime, y que sólo la impulsaba la desesperación y el odio. No había sido feliz conmigo, ni un solo día, en mi casa levantada con mis manos; no me había querido, aunque tal vez me hubiese querido un poco si yo hubiese bailado su baile. Antes de llegar al pueblo supe que no intentaría llevármela de vuelta: prefiero dormir debajo de los helechos, prefiero voltear árboles, prefiero comprar una mujer india, pero ser señor en lo mío, me dije.

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Por el alboroto me di cuenta de que había llegado a casa de sus padres y que era esperado con temor. Ni siquiera desmonté. Le dije a su padre que estaba bien, que la olvidaba. Se veía que el pobre diablo hubiera preferido devolvérmela y me adelanté a ofrecerle una suma de dinero anual. Así quedó conforme. A los pocos meses me hicieron llegar la noticia de que había muerto al dar a luz. Tampoco vivió nuestro hijo, y yo ni siquiera había sabido que lo esperaba. Con el tiempo dejé esa casa para una misión y me vine al aserradero. Soy rico y estoy solo. Así que, amigo, no traiga señoritas por estos lados. Y ahora, jóvenes, si me lo permiten, me voy a emborrachar.

Tránsito Cárdenas murió antes de ser del todo viejo. Fue la decisión de un hombre que no quiere quedar a merced de otros. Se amarró a la rama más alta del árbol más alto de su monte. Desde allí contempló el mar y los encuentros de las lomas donde reflexionan los indios. Contempló su tierra y sus labores. Los quilales que crecían una vez más. Vio su casa vacía, sin el hijo que mereciera. Él mismo aserró la rama y cayó. Allí lo enterraron. Los indios le hicieron la sepultura, una réplica pequeña de su casa. Los primeros de noviembre lo visitan con panes, chicha y carne. Lo acompañan hasta que los duerme la borrachera.»

Así, con la muerte de un hombre que jamás desfalleció, termi-naba el relato de mi padre. Una última mirada desde lo más alto del árbol más alto, que pudo haber sido la suya.

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Y cuando ya se apagaba irremisiblemente, con el último deste-llo que vi en sus ojos, la tía Sabina volvió a hablarme: -La Rosa Barría me dijo: “Viviré cien años”. Y me dijo: “Yo no tengo muchos pensamientos. No sé cuándo nací; mi hija todavía es niña. Todo eso se puede contar en las veces que florece el ulmo y eso son los años, creo. Me haré vieja y la niña se hará mujer. Pero yo estaré más allá de mis años porque en todo este pueblo avientan el trigo en mis lupes y guardan la manteca en mis jarros. Esos quedarán, señora. Lo sé porque al sacarlos del fogón los pongo al viento y algunos se rajan, pero los que quedan aguantan y durarán cien años. Y yo viviré con ellos, porque en cada uno dejé mis manos. Por eso no tengo miedo cuando usted me dice que me venga. Porque en lo que hago, voy quedando.” La tía Sabina se plegó como una lechucita. Me impacienté esperando que volviera a hablar: -Lo bueno de la distancia- continuó por fin -es que uno es dueño de la vida. Cuando repaso esa vida, esas gentes, de nuevo se mueven, hablan, tienen hijos. Algunos se conservan eternamente jóvenes. Y a veces me sorprendo pensando qué será de tal o cual hasta que me doy cuenta de que ya habrán muerto hace muchos años. Las cosas del presente se me olvi-dan. A veces me olvido de ver, porque en el fondo de mis ojos alguien tuesta trigo en el fogón del patio, porque llega la leña encargada a don Filidor Olavarría, porque ladran los perros y le digo a la Milla que ponga la mesa en el repostero, que las niñitas ya tendrán hambre. Entonces el ojo empieza a ver las cortinas de esta pieza y me llegan los chirridos de la calle -me han dicho

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que son los autos- que agitan los visillos. Pero los objetos están aquí. Mi tocador. La foto de Ismael. Los niños. En cada gene-ración alguno tiene que ser la memoria de la familia. Eso ayuda. Te puede ayudar a ti, que te quedaste despojada. Y a pesar de tus bracitos flacuchentos veo que serás la que recoja los hilos. No tienes la luz de Corina, ni el vigor de tu padre, pero tienes algo que reconozco: la capacidad de seguir viva, de llevar con-tigo el último trocito del último cántaro de la Rosa Barría para hacerlo durar cien años. Porque las familias son las cadenas que nos enlazan con la tierra, con lo que hubo antes, los misterios que no se aclaran, porque por algo son misterios. Una cadena de huesos insignificantes, yo, por ejemplo. He leído libros y te puedo decir que la historia no está hecha de esos héroes con es-tatua. Ser héroe es a veces cuestión de un instante y no depende de uno. Tu abuelo no fue un héroe. Fue un hombre que creía que un país debía cruzarse de caminos y dedicó toda su vida a abrir huellas, proveer durmientes, construir balseos. La Rosa Barría no saldrá en ningún libro, pero no entregó un palmo de su tierra y estaba tan segura, era tan fuerte, que la respetaron. Y en esta casa todavía guardan la manteca en su jarro. Tu padre comprendió la injusticia. Ambrosio fue un hombre libre, igual que Tránsito Cárdenas. Ninguno quiso ser rico ni mandar so-bre otros. Querían construir. Tenían un sueño. Corina alcanzó a ser madre y fundó un conservatorio que llamó Santa Cecilia. Corina, mi niña destinada a morir con los pulmones rotos, vi-vió lo suficiente. Por ley natural, hija, me moriré mucho antes de que seas mujer. Pasarán muchos años y muchas cosas antes de que retomes los hilos. Algún día lo harás, porque has venido

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a escucharme. Te pareceré- dijo cerrando los ojos -una muñeca rara. A los viejos tan viejos ya no se les quiere. Yo estoy tan le-jos que el amor es un recuerdo. Podría no volver a hablar, pero tú vienes y me escuchas, y yo también me escucho. Lo de los viejos no es locura, hija, ni incapacidad. Es que ya pueden vivir donde quieren, pero nadie lo sabe. Entonces llegan con el caldo con gotas de aceite y hojitas de óregano flotando: “Coma tía”, y trago unas cucharadas que me calientan el estómago y me digo que aún estoy aquí.

La muerte, que parecía haber olvidado a la tía Sabina, se la llevó en el sueño. Una mañana la encontraron inmóvil entre sus sábanas de encaje, bajo las que apenas abultaba su cuerpo de pajarito. Lloré por los secretos de su corazón valiente y severo que se me escapaban para siempre. Su rostro había recuperado la al-tivez de los pómulos y la grave redondez de la frente. ¡Cuántas muertes se iban con ella, con el ligero olor a sándalo de sus vestidos, con su dulce de peumo irrepetibe! De muy niña pensaba que si uno acompañaba a un mo-ribundo haciéndole preguntas, la cortesía que exige responder detendría la muerte. Tal vez mis preguntas detuvieron la muerte que ya la arrebataba del presente y, arrancándola del tiempo cotidiano, hizo fluir el arroyito de su voz. En esa habitación silenciosa, cerrados los oídos en los que sólo repiqueteaba la lluvia incesante y cerrada la vista, sonaron

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voces, rodaron carretas por huellas que se hundían en el barro, se dispusieron grandes cenas, se tejieron calcetas, infinidad de calcetas. Allí terminó de desvencijarse el piano de Corina, ago-tado de Solfeo de los Solfeos, y Manuel pidió que le calmaran la fiebre con uvas y sandías, porque la cornucopia del empapelado se desbordaba sobre su boca. -Aquí estoy todavía, olvidada por la muerte- me dijo con una risita la última vez que la vi. -Y olvidada por la vida. ¿Hace cuánto que no venías? Me han dicho que estás buenamoza. Yo ya no puedo verte, pero me doy cuenta- dijo tocando mi brazo -de que ya no eres flacuchenta y has crecido mucho. ¿Qué ha-ces, hija? -Estudio, tía. -Eso está bien, pero será más duro. ¿Me puedes mover el almohadón? La ayudé a recostarse y le di un beso en la frente. Parecía dormir y sonreía.

Mi herencia fueron los cántaros de la Rosa Barría y la cajuela de alcanfor con los pañitos bordados. También las páginas que mi padre escribiese para mí pensando en la continuación de sus cuentos al anochecer. -Hace mucho que nos pidió que te diéramos estas cosas- dijo una de mis tías, casi disculpándose. -Quería dejarme la memoria- respondí. -Es mi legado. Lo que ella quería que guardara.

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Andrea Morales Vidal

Ediciones MardelsurBarcelona abril 2011Diseño

e ilustraciones: Diego Castillo Morales

© Sucesión Morales Vidal