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De El Llano al Norte, y los trabajos pasados Isaac Gallegos El Llano, Mich. El año de 1922, cuando yo tenía 14 años de edad, por medio del señor don Clemente Ayala, segun- do esposo de mi mamá grande doña Natividad Ceja, conseguí media fanega de terreno en un pe- lillo del hacendado que decidió abrirlo al cultivo. Media fanega era lo que “ahoy” son dos hectá- reas. Don Clemente era criado, o sea mozo, de la hacienda y cuando él se dio cuenta de que iban a abrir el pelillo, que después se llamó Potrero Nue- vo, me dijo a mí: —Hijo, van a abrir un pelillo, si consigo que me den un pedazo, ¿te animas a trabajarlo? —Sí, don Clemente, —contesté— yo trabajo esa fanega o media fanega si se la dan, a ver si de esa manera sí nos queda para comprarme yo unos caquiles. (Caquiles les llamaban a los hua- raches clavados). —Voy a hacerle la lucha. Y como don Clemente era de los mozos de la hacienda, no le pudieron negar y le dieron media fanega en donde está “ahoy” la parcela de Fran- cisco Barrera Zárate. Ya en ese tiempo estaba yo sembrando la parcela que “ahoy” es de Maura González, en ese potrero sí sembraba una fanega, o sea “ahoy” cuatro hectáreas. Nomás sembraba maíz de comer de temporal. En dos años que yo

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De El Llano al Norte, y los trabajos pasados

Isaac Gallegos El Llano, Mich.

El año de 1922, cuando yo tenía 14 años de edad, por medio del señor don Clemente Ayala, segun­do esposo de mi mamá grande doña Natividad Ceja, conseguí media fanega de terreno en un pe­lillo del hacendado que decidió abrirlo al cultivo. Media fanega era lo que “ahoy” son dos hectá­reas. Don Clemente era criado, o sea mozo, de la hacienda y cuando él se dio cuenta de que iban a abrir el pelillo, que después se llamó Potrero Nue­vo, me dijo a mí:

—Hijo, van a abrir un pelillo, si consigo que me den un pedazo, ¿te animas a trabajarlo?

—Sí, don Clemente, —contesté— yo trabajo esa fanega o media fanega si se la dan, a ver si de esa manera sí nos queda para comprarme yo unos caquiles. (Caquiles les llamaban a los hua­raches clavados).

—Voy a hacerle la lucha.Y como don Clemente era de los mozos de la

hacienda, no le pudieron negar y le dieron media fanega en donde está “ahoy” la parcela de Fran­cisco Barrera Zárate. Ya en ese tiempo estaba yo sembrando la parcela que “ahoy” es de Maura González, en ese potrero sí sembraba una fanega, o sea “ahoy” cuatro hectáreas. Nomás sembraba maíz de comer de temporal. En dos años que yo

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ya tenía sembrando allí como mediero no noté ninguna ventaja porque don Clemente sólo me decía:

—No nos quedó nada, hijo, pero no queda­mos debiendo.

En el mes de febrero de 1922 di principio a abrir el pedazo de pelillo con una yunta de bue­yes de los mejores que tenía el hacendado: un buey se llamaba “El Guante” y otro “El Avispón”. No tengo la idea de cómo me consiguió don Cle­mente un arado de fierro de unos que les decían los paisanos; eran unos arados que tenían un ti­món de palo y también la mancera. Buenos ara­dos que apenas se conocieron en aquellos días y no había muchos. Yo con una buena yunta y un buen arado logré pronto convertir aquel pedazo de pelillo en terreno de cultivo. En secarse bien la tierra para ponerse en cultivo se pasó tiempo, o sea que estuvo diez meses sin sembrarle nada hasta que en el mes de noviembre del mismo año se hizo una siembra de garbanza.

Como la siembra se hizo en terreno virgen, se crió la sementera descompasada de buena; creció tanto la mata que para hacerse el corte se tenía que hacer con pala. En el mes de abril de1923 se hizo la cosecha, y tanto de grano como de paja fue mucha la producción. Yo me sentía due­ño de aquel producto, por lo menos de la parte que me correspondía como mediero, porque la hacien­da era dueña de la mitad tanto de grano como de paja, y como la cosecha fue buena y o . . . pues yo esperaba que me hubiera quedado de menos para comprarme los dichos caquiles, pero mi estrella en mi juventud siempre fue opaca. Don Clemente consiguió el terreno y él fue el mediero, la hacien­da nada supo de mí. Sólo supo que yo era un cha- maquito recogido con don Clemente y por eso yo tenía que trabajar en las labores del campo y

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en lo que don Clemente quisiera. Mis amigos ha­cían burla de mí y decían:

—Ora, ái va el rico que cosechó mucha gar­banza. Mira qué faja se requema.

Otros decían:—Así qué gracia, yo también podía traer ca-

quiles y buen sombrero.Todo eso decían porque yo seguía con mi

huaraches de correas, mis calzones rompidos, con mi camisa y mi sombrero de soyate; éstos eran los más corrientes de aquellos tiempos.

Yo en mis meros quince años y ya diciendo que Carmen Rodríguez era mi novia, aunque no- más eramos novios de ojo, porque nos reíamos entre nosotros cuando nos veíamos en la iglesia, en misa, rosarios y los domingos en la doctrina, pero jamás nos hablamos. Comencé yo a sentir­me cada día no sé cómo, pero agüitado, no porque me veía andrajoso, al fin que ya estaba acostum­brado, pero me venía seguido a la mente la ilu­sión que yo tenía cuando se estaba aproximando la cosecha de garbanza, que de no ser que a Car­men Rodríguez la traía siempre en mi mente tal vez hubiera tenido que pensar en hacerle un re­clamo a don Clemente. Pero ni yo ni él dijimos media palabra. Ni él me dijo “toma” ni yo le dije “deme”.

En aquellos años nomás se iban a Estados Unidos los señores Luna, don Donaciano y don Miguel. Entonces se decía: “Se fueron p’al Norte”. Cierto día yo oí decir que se iban p’al Norte los señores J. Jesús Sánchez, Lorenzo Lara y don Vi­cente Alcalá, los primeros de unos 35 años y don Vicente de unos 60 años. Yo sin decirle a nadie fui y le hablé a don Rafael Gutiérrez, el único se­ñor que tenía en ese tiempo algún dinero.

—Don Rafael —le dije— vengo a que me ha­ga un favor, quiero que me preste 35 pesos para

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transporte porque me voy a ir p’al Norte. Este señor que era tan serio se reía cuando le estaba diciendo.

Yo le dije:—Présteme ese dinero, me quiero ir con Lo­

renzo y Jesús Sánchez y don Vicente Alcalá. Yo el pago con el rédito que usted quiera. Dios me ayudó y este señor me dijo:

—Ven por el dinero un día antes de que se vayan. Me vas a pagar setenta pesos, yo así les voy a prestar a ésos que me dices que se van a ir.

No me pidió responsivas ni nada, sólo que el dinero me lo prestaba al doble.

Sin prevenir que iba a dejar de ver a Carmen Rodríguez, me ilusioné de mi ida al Norte y ya se­guro de que tenía conseguido el transporte fui y le avisé a mi grande Nati ve que me iba a ir p’al Norte. No me la “creiba”, pero al fin empezó a llo­rar y siempre pensando que aquello no era cierto. Yo tenía a mi cargo a mis hermanas María, Re­fugio, Eloísa y Susana. Mi papá se había ido al Norte hacía ocho años; nos dejó con mi madre solos y sin escribirnos para nada, menos man­darle a mi madre algún dinero para mantener­nos. Yo tenía que ganarme veinticinco centavos de sembrador y en trabajos que estaban a mi al­cance. Mi papá le escribía a una mujer que tenía como querida o amante y un día mi mamá como pudo se hizo de una carta en la que le ordenaba a dicha persona que se fuera allá con él, que ya le había mandado dinero para que se fuera; pronto se fue, pero yo guardé la carta que mi madre ha­bía recogido y cuando pensé en mi ida al Norte me la llevé en mi maleta.

El día 6 de noviembre de 1923 tomamos el tren dejando yo a mi madre y a mi grande Nati ve llorando en Yurécuaro. Sacamos ios boletos a Monterrey, allí no sé qué andarían arreglando

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Lorenzo y Jesús porque yo y don Vicente nomás los íbamos siguiendo. Ya por la noche sacamos boletos a Matamoros, pasamos por Reynosa y allí les oí decir:

—Si nada podemos hacer en Matamoros nos venimos aquí; dicen que por aquí también nos pueden pasar.

Pero yo no me daba cuenta que ellos busca­ban el modo de pasar de contrabando. Llegamos a Matamoros por la mañana; fuimos por “ahi” a un lugarcito donde vendían de almorzar, cada quien pagó su almuerzo y luego anduvimos algu­nas calles sin darnos cuenta, don Vicente Alcalá y yo, de lo que andaban buscando. En una vez fui­mos hasta la orilla del río y ahí pude ver yo que para pasar de Matamoros a Brosbille hay modo por tren, por barco y por coche o camión. Regre­samos de nuevo al pueblo que entonces quedaba distante del río como a un kilómetro de retirado; en ese tiempo había una carretera así nomás con granzón y una línea de ocales; volvimos a cami­nar en el pueblo por las mismas calles que ya ha­bíamos caminado. Yo llevaba puesto un sombre­ro alemán, que así les decían a los sombreros que algunos traían de Estados Unidos, pero mi som­brero era de esos que ya nadie quería, me queda­ba grande y me caía hasta los hombros; estaba lleno de mugre, pero me decían que sólo con esos sombreros se podía pasar al Norte. Y al ir cami­nando por una calle iban Lorenzo y Jesús y yo y don Vicente detrás de ellos cuando de repente voltean Lorenzo y Jesús y dicen:

—Y éstos, ¿qué jijos de la chingada nos an­dan pues siguiendo?

Yo me paré luego y le dije a don Vicente:—Dicen bien, yo ya no los sigo.Don Vicente quería que los siguiéramos, pe­

ro yo le dije:

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—Sígalos usted si quiere, yo me voy orita p’al río a ver cómo me paso p’al Norte.

Me regresé, salí del pueblo, tomé la carrete­ra engranzonada que ya habíamos andado y lle­gué al puente por donde pasaban las camionetas y coches y me recargué en una de las cortinas del puente devisando desde “ai” el pueblo de Bros- bille que estaba al otro lado del río. Allí era ya el Norte. Estaba yo muy atento mirando la anchura del río cuando de repente se para un coche cer- quitas de mí, “vide” en él una señora de unos cin­cuenta años y dos muchachas. Abrió la puerta del coche y me diio:

—¿Qué estás haciendo aquí, muchacho?Yo le contesté:—Voy p’al Norte.—¿Cómo que vas p’al Norte, pos de dónde

vienes?—Vengo de Zamora, Michoacán —le contesté.— Uuy, pues vienes de muy lejos. ¿Ya sabes

que para pasar necesitas saber leer y escribir y pagar siete dólares?

—Sí, ya lo sé y traigo los siete dólares, mí­relos —y se los enseñé.

—Bueno, mira muchacho, súbete a mi coche, voy a hacer algo por ti.

De inmediato me subí, tomé el asiento de atrás y me acompañé con ella. Las dos mucha­chas adelante, una iba manejando. Me dice la se­ñora:

—Llévate un “nicle” en la mano y cuando yo te diga que se lo des a un policía que nos va a pa­rar a medio puente, tú se lo das.

—Está bien, señora —y así fue; a la media­nía del puente se paró el coche, hablaron algo en inglés con el policía; me ponían cuidado, se reían, yo nada decía. Me dijo la señora:

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—Dale el cinco que traes en la mano al po­licía.

Se lo di, echaron a andar el coche y pronto estuvimos en Brosbille.

En una frutería me compró la señora una fruta y me la dio. Me llevaron en el coche a un “dipo” donde pasaba un tren eléctrico; nos baja­mos todos, la señora entró y me compró un bole­to, me lo dio y me dijo:

—Mira muchacho, no tarda en pasar un tren eléctrico, te subes. El tren va a Corpus, tu boleto es hasta allí, te bajas, nadie te va a preguntar nada de aquí a allí. Hasta allí te regalé yo el bo­leto, allí duermes y a lás cuatro de la mañana allí tienes que abordar un tren que va a San Antonio. En el tren alguien te va a preguntar que a donde vas, tú le contestas voy a San Antonio, a qué vas a San Antonio, voy a ver a mi mamá, quién es tu mamá, cómo se llama, se llama María Málagos. Fíjate bien en esto. A Ver, ahora yo soy el policía, te voy a preguntar. Me hizo que le contestara tres veces la misma pregunta hasta estar segura de que podía yo contestar bien.

—Dios que te acompañe, ya viene el tren.Me dio un abrazo, igual hicieron las mucha­

chas, abordé el tren y llegué a San Benito a las once de la noche. Me encaminé al pueblo que dis­ta unos cuatrocientos metros de la estación, ha­bía llovido y estaba todo encharcado; llegué a una esquina donde había una tienda abierta to­davía. Le pedí hospedaje al tendero diciéndole que a las cuatro de la mañana tenía que tomar el tren a San Antonio.

—Mira, vete aquí por dentro de la “yarda” y te subes a aquel “guayín” que está allí. Toma, llévate esta sábana para que te envuelvas en ella. Me fui, me subí al “guayín” y no me acosté, el “guayín” estaba mojado y además había unas

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gallinas durmiendo allí. La tienda estaba abierta toda la noche y fui varias veces a decirle al ten­dero:

—Señor, ¿ya será hora? —hasta que se en­fadó y me dijo:

—No es hora, pero bien das guerra, mucha­cho, ya vete, allá duermes en la estación.

—¿Cuánto le debo, señor?—Nada, anda, vete.Me fui a la estación que era como la del Lla­

no, sin techo alguno. Allí soporté el frío toda la noche, llegó el tren a las cuatro de la mañana, lo abordé y puse luego en mi mente las palabras que la señora de Brosbille me había dicho que con­testara. Nadie me dijo nada hasta las ocho de la mañana que ya iba el tren llegando a San Anto­nio. Iba yo dormido cuando tres policías me di­jeron:

—Muchacho, si vas a San Antonio ya va­mos a llegar.

—Sí, aquí voy a San Antonio. ¿Ustedes no me podrían decir cómo puedo llegar a donde está mi papá que se llama Ramón Gallegos? Miren, él vive en este domicilio —y les enseñé la carta.

—Nos sigues cuando nos bajemos del tren —me contestaron.

Así lo hice, nos bajamos y los seguí. Me lle­varon a una oficina muy grande; ahí había mu­chos mexicanos y nomás me dijeron: —Aquí te mandan a donde está tu papá —y se fueron.

Era ahí la oficina de un dicho campo que re­enganchaba mexicanos a muchos lugares de dis­tintos estados; allí daban los alimentos sin pagar­los y cuando menos lo pensaban salían los reen­ganches.

Yo ahí le hice una carta a mi papá pidiéndo­le que fuera por mí, pero sucedió que “ahoy” man­dé la carta y al otro día salí reenganchado a Pen-

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silvania y resultó que fue un campo de fierro en lugar del mismo estado de Texas.

—¿Cuántos años tienes? —Me pregunta­ban. Yo contestaba, “tengo veinte”.

Se reían porque yo no era más que un niño, pero así me dieron el trabajo. Yo tenía un catecis­mo que por trasmano le había robado a Carmen en la doctrina; le dije a una muchacha que se lla­maba Margarita Serna:

—Pídele el catecismo a Carmen y me lo prestas.Se lo pidió y yo me hice de él; me lo pidió por

trasmano varias veces y yo me negué a entregár­selo. Y en el campo, a escondidas de los trabaja­dores, leía el catecismo y lo besaba porque era de Carmen Rodríguez.

Andaba yo trabajando agusto pero sucedió que como estaba chavalo no tenía la fuerza sufi­ciente para cuando se tenía que levantar con “troncas” algún riel y un día al mover un “sapo”, que es un riel cuate pegado, me faltó la fuerza y se me cayó en un pie que me lo “voltio” para un lado; de allí me tomaron en brazos y me llevaron a un armón y me dejaron en mi camarote del ca­rro o vagón en donde dormíamos varios trabaja­dores. Allí me dejaron a rebatirme con mis dolen­cias hasta las cuatro de la tarde que ya salieron del trabajo. Luego me llevaron al pueblo más cer­cano, que nunca supe cómo se llamó; allí me aten­dió un médico y de nuevo me llevaron al campo a mi camarote. Los trabajadores salían todos al campo y yo me quedaba solo, aunque algunas ve­ces iba el campero y el cocinero a platicar con­migo. De allí le volví a escribir a mi papá y un día, cuando ya podía yo andar, me bajé por la escalera del carro y ya sin un centavo, porque todos los había ya gastado en golosinas que les encargaba a algunos de los trabajadores, y antes de bajarme del carro había yo leído parte del catecismo y lo

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había besado porque era de Carmen Rodríguez, y sucedió que al ir caminando despacio por el cen­tro de la vía “vide” tirada una portamonedita chica, la levanté y sólo traía diez y seis centavos y nada más.

—Ay, qué bueno —dije— ya tengo con qué encargar mis dulces por la tarde.

Fui y le dije al mayordomo:—Yo ya estoy bien, ya puedo ir a trabajar

mañana.El mayordomo me contestó:—Tienes que estar tres días más sin traba­

jar, al fin que estás ganando, por eso no te apures.Al día siguiente por “ai” entre las dos de la

tarde, estaba yo sentado con la vista hacia fuera del carro cuando se para un señor frente al carro y me saluda.

—Pase, señor, súbase —le dije yo. Luego su­bió y me dijo:

—¿Tú trabajas en este campo?—Sí señor, nomás que me “golpié” un pie y

estoy aquí, pero ya voy a trabajar mañana.—Oye, yo vengo buscando a un muchacho

que trabaja aquí en este campo, él se llama Isaac Gallegos, ¿lo conoces?

Cuando pensé preguntarle quién lo buscaba nos encontramos con la vista y sin más se me abraza llorando y me dice:

—Hijo mío, tú eres, ¿verdad?—No llore —le dije—, le escribí una carta de

San Antonio y no me la contestó.—Ya fui a San Antonio pero nadie me dio ra­

zón de ti hasta ahora que recibí la que me man­daste de aquí y ahora vine por ti. Arréglate para que en cuanto llegue el mayordomo nos “váya- mos”. Llegó el mayordomo, habló con él y nos fuimos.

Mi papá vivía en un pueblecito que se llama

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Milano, Texas; rentaba una casuchita sencillita y trabajaba en una sierra haciendo postes de ma­dera para cercos de alambre y también hacía trin­chas de leña; le pagaban por contrato. Allí me consiguió trabajo también a mí; después de algu­nas semanas de ya estar yo allí con él y ya cono­ciendo yo sus amistades que eran muchas, poco a poco me fui enterando de que mi papá no había vivido solo; sino que había vivido con él una se­ñora que se llamaba Isabel que apenas haría un año que había muerto; un muchacho me llevó al panteón y me enseñó el montón de tierra en don­de estaba sepultada. Yo nunca le hablé a mi papá de nada de esto.

Y cierto día nos ofrecieron trabajo en el “traque*’, allí en la sección del pueblo; lo acepta­mos y en ese trabajo éramos compañeros diarios en el trabajo, y con ese motivo todos los días nos peleábamos porque yo no estaba impuesto a obe­decerle y porque yo siempre decía que sabía hacer mejor el trabajo y él me soportaba sólo porque era su hijo, y yo me la estaba llevando suave porque mi papá hacía el “lonche” y todo lo de cocina, yo dormía tranquilo y sólo me levantaba lavándome las manos para desayunar.

En el trabajo un trabajador americano me estaba enseñando a hablar inglés, era persona muy buena, pero cierto día un mexicano celoso me dijo:

—Orita que llegue el Chale le dices “don chufox mi parna”.

Yo no pensé si aquello fuera bueno o malo y le dije, pero el americano nada me dijo, sólo me vio con malos ojos y le dijo a mi papá:

—Tu hijo no buen muchacho, —y jamás qui­so ni siquiera saludarme.

Yo no había ni un día que no recordara a Carmen Rodríguez y en el mes de diciembre de

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1924 le necié a mi papá para que nos viniéramos al Llano.

—Vete tú, yo nunca iré al Llano.Pero le cargué hasta que logré convencerlo

y a fines del mes de diciembre del 24 salimos de Texas para el Llano, pero como antes les digo, yo nací con mala estrella para mi juventud; cuando llegamos al Llano resultó que mi madre estaba sirviendo de sirvienta en una casa particular, luego me voy a Zamora, hablé con mi mamá, le dio mucho gusto verme pero cuando le dije que me había traído a mi papá, que había ido yo por ella, se negó por completo; hubo que forcejear mucho para convencerla hasta que por fin lo lo­gré. Llegamos al Llano, los junté y tuve que cui­darlos mucho en todo sentido hasta ponerme yo a desempeñar el papel de autoridad con ellos. Así transcurrieron meses, digo meses porque más tarde, o sea a fines de diciembre de 1925 me fui a California, pero mientras tanto logré educarlos un poco en su forma de vivir.

Durante ese año que estuve con ellos y mis hermanas yo hice una bonita vida, tenía muchos amigos y amigas, casi todas las muchachas de ese tiempo conversaban conmigo, aunque no tan abiertos como lo que “ahoy” se acostumbra pero cuando salíamos de las doctrinas, que esto era cada domingo, nos hacíamos cualquier farsa.Y como siempre, diciendo que Carmen Rodríguez era mi novia aunque nunca le había hablado, pe­ro así ya en el rancho se hablaba de que era mi novia. El hacendado hacía algunas fiestas cuan­do era el día del patrón o de la patrona y para eso las maestras de ese tiempo ensayaban comedias y el día del festejo hacían unos tablados y exhi­bían la comedia, y para eso me convidaban a mí para que desempeñara siempre el papel estelar, esto a pesar de que yo no era ni nunca fui alumno

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do la escuela. Carmen era de la Congregación de las hijas de María que entonces había y además era de las cantoras, porque había un grupo de señoritas de ese tiempo destinado a desempeñar algunos papeles en las comedias que se represen­taban; esto era una de mis razones que yo tenía para no negarme, porque yo sólo con verla sen­tía siempre hablarnos; luego teníamos que salir en comedias los dos. Cierto día en una quermés que se hizo en un portalón de la hacienda traté de darle una carta de “achimarre” que entonces se compraban ya hechas, pero Carmen se negó a recibirla y sólo me dijo:

—Anda a mi casa mejor, yo duermo en tal lado de la casa. Yo te espero despierta.

Fue la primera vez que le oí su voz cerca de mí y se me hizo eterno el tiempo que duró para ter­minarse la quermés, y cuando se terminó sólo es­peré a que se durmieran sus papás para hablarle. La saludé y luego me prohibió que le hablara de usted: empezamos a platicar y me dijo:

—Ven las veces que gustes a platicar con­migo pero sólo como amigos, no quiero que sea­mos novios porque te puede gustar a ti otra mu­chacha y por andar conmigo pierdes tu suerte.

—Mi suerte eres tú —le contesté—, pero me conformo con platicar contigo no me importa cómo, así que acepto lo que me propones.

Y me contestó:—Te aviso que aunque no seamos novios

siento muy mal que veas o quieras a otras mu­chachas, no sé por qué.

Después de esa vez ya sucedió que todas las noches iba a platicar no sé qué, pero teníamos plática siempre para irme a mi casa siempre a las dos o tres de la mañana.

Una vez organizaron la patrona de la ha­cienda y una maestra que se llamaba Emilia Cer-

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da, un grupo para ensayar de murmullo una pie­za de música que se llamó “Estrellita” y también en ese grupo cantamos yo y Carmen; yo y un pro­fesor que se llamó Bernardo Villalpando éramos los únicos varones, todas las demás eran señoritas.

Como les he platicado, mi juventud sólo tuvo ese tiempo de gozo, aunque permítanme que les diga que con eso fue tanto mi gozo que ni de Dios me acordaba.

El año de 1925 conviví con mis padres dejan­do de vivir con mi abuela, no por fastidio ni por­que alguna razón me haya obligado, sino porque había acabado de hacer un matrimonio, los espo­sos eran mis padres que vivieron separados por ocho años. En ese año me conseguí muchos ami­gos de mi camada, a mí me gustaba cantar y en todo ese tiempo no había luz eléctrica en El Lla­no, pero todas las gentes estábamos habituados a la oscuridad, y así las camadas de muchachos transitábamos todos los callejoncitos que había en la ranchería y cuando había las noches de lu­na con más razón nos poníamos a cantar, por su­puesto por los lugares donde vivían tales o cuales muchachas; algunas veces en donde ya enfadá­bamos nos “cuchillaban” los perros para retirar­nos; en “algotros” lugares nosotros provocába­mos la ladrería de perros, ya que entonces casino había quien no tuviera perros. Jugábamos al tu­po, a la chusga, al correhuarache, a las escondi­das, nos sentábamos cansados de jugar y nos divertíamos en las adivinanzas, pues en algo teníamos que pasarnos el tiempo para todo mun­do recogerse a las diez de la noche.

Cierta noche del mes de diciembre de 1925, después de haber jugado varios muchachos en las afueras de la finca de la entonces hacienda, en un lugar donde guardaban todas las carretas y había un montón de estiércol, precisamente en

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frente de las casas “ahoy” de J. Jesús Núñez y J. Jesús González, nos sentamos a jugar al corre- huarache y al terminar dijimos:

—Chine a su madre el que no se vaya p’al Norte en este mes.

Nos levantamos y nos recogimos en nues­tras casas y no todos tomamos en firme aquella hablada que habíamos echado al término de un juego, y sucedió que yo y Antonio Padilla fuimos los que tomamos en firme aquello y el día 22 del mismo mes salimos rumbo al Paso, Texas, para pasar por Ciudad Juárez.

Ya en ese tiempo iba yo a platicar con Car­men Rodríguez todas las noches aunque siempre diciendo que sólo éramos amigos; la víspera de irme al dicho Norte dentro de la plática le dije:

—Carmen, me voy a ir p’al Norte mañana, nos vamos a ir yo y Antonio Padilla y te voy a pe­dir un grande favor.

—Yo no soy nadie para detenerte, pero no quiero que te vayas, pero dime qué favor quieres que te haga.

—Mira Carmen —le dije— me voy a ir por­que don Clemente no me dio de mi cosecha de gar­banza nada, siendo que yo trabajé hasta hacer la cosecha, por eso me voy a ir, siento que voy a echarte mucho de menos y que voy a durar mucho sin verte, pero ese señor que te digo ya me hizo pensar en irme y me voy.

—Te vuelvo a decir yo que no quiero que te vayas porque yo también te quiero ver todos los días, pero si ya te decidiste, Dios que te acompa­ñe y a ver si por allá te hallas una novia.

—No voy a buscar lo que ya tengo —le con­testé.

—Ah, ya tienes, no me has dicho quién es, de menos para conocerla —me dijo, y yo sin hallar cómo contestarle le dije:

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—Sólo te voy a decir su nombre; se llama Carmen Rodríguez.

—No es cierto, ¿qué ya se te olvidó que sólo “sernos” amigos? No te vayas a enojar si estan­do tú allá yo tengo novio, te vuelvo a recordar que yo y tú sólo “sernos” amigos. Bueno, vamos de­jando eso y ahora dime del favor que me pediste, ¿qué es?

—Que mañana antes de la salida del sol le pongas a tu mamá por enfrente la necesidad de que vayas a traer un viaje de agua, yo me escondo en la esquina de los corrales y cuando tú vayas por la vereda, salgo. Quiero darte un regalito que te compré el domingo.

—Es trabajoso el favor, nunca hemos habla­do cara a cara y no sé si tenga valor, pero dices que mañana te vas y voy a ir. Te fijas muy bien que nadie nos vaya a ver.

Otro día a las amanezcas me fui, me puse escondido en los corrales, la “vide” ya ir por la ve­reda pero alguien iba también a esa hora a algún trabajo y no salí, pero me esperé y cuando Car­men venía de vuelta ya con su cántaro lleno, salí y caminamos unos pasos cerquita el uno del otro, hablamos algunas palabras y cuando le di mi regalo, que era muy pequeño, ella me dijo:

—Yo también tenía un regalo para ti, lléva­telo, pero te encargo que cuando encuentres una novia los quemes o los pierdas para que no te vuelvas a acordar de tu amiga, porque eso puede hacer que te dejen.

—Te voy a “escrebir” de donde yo esté, Car­men, y dime cómo vamos a hacer para que tus gentes no se den cuenta.

—Yo te iba a pedir eso, yo le digo a don Polo- nio que me guarde mis cartas y que a nadie se las enseñe.

El regalo que ella me dio eran tres pañuelos,

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los mismos que conservé y que siempre me hicie­ron recordarla. Nos despedimos y ese mismo día tomamos el tren yo y Antonio Padilla, que tuvi­mos que pasar la Nochebuena en la ciudad de Chihuahua; la Nochebuena la pasamos en un ho­tel y otro día desayunamos a las diez de la maña­na. Ya estábamos en el Paso, Texas, allí nos di­jeron que en un pueblo que se llama El Chino ha­bía mucha pizca de limón; tomamos un tren a ese pueblo pero sucedió que aún no empezaba la piz­ca, que sería dentro de quince días cuando se em­pezaría. Estuvimos sólo dos días, nos desespera­mos y nos fuimos a un pueblo que se llama Ba- quersfield, o sea Bequesfil, allí estuvimos en un hotel tres días y salimos a trabajar en una fábrica de “trona” que está a la orilla de la sierra de Mo- jave. En esa fábrica trabajaban unos dos mil hombres; atendían muy bien a los trabajadores, daban un “bordee” magnífico, tenían un establo de vacas para que la gente tomara leche natural o embotada, como la quisiera, tenían casa chica para una persona o los que quisieran vivir de a dos, como quisieran; las casuchitas tenían todos los servicios de tal forma que no daba trabajo vi­vir en la limpieza. Yo y Antonio “decedimos” vi­vir juntos los dos en una sola casita: duramos tres días sin trabajar porque la fábrica apenas se iba a abrir, tal vez la dejaron de trabajar algún tiempo. El día que se iniciaron los trabajos empe­zaron los mayordomos a nombrar personas y a darles a cada quien su destino; yo me paraba por enfrente para que me vieran y me dijeran a qué trabajo tenía que ir, pero nadie me dijo nada. Ya Antonio había “recebido” su destino y en fin, ya quedábamos sólo yo y un señor de unos sesenta años, me sentí humillado al ver que a mí nadie me dijo nada. Estaba yo pensando hablarle al ma­yordomo general cuando se me acerca él y me dice:

/

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—Mira tú, chamaco, y usted, tío —le dice al señor de sesenta años—, van a ser los de la “yar­da”, tienen que ver todos los departamentos y re­coger todas las cajetillas de cigarros vacías que estén tiradas así como mechas, papeles y todo lo que sea basura.

Yo de pronto sentí un poco mal la chamba, por el nombre que oí de la “yarda”, porque sabía que en una “yarda” había muerto un hijo de don Ramón Planearte que se llamaba José de Jesús, pero cuando ya me di cuenta y “veí” que el traba­jo que me habían dado era sólo para gozar, llegué a pensar que yo era caro por la comida, y cierto día recordé algo que una vez le oí decir a mi tío Jesús López:

—Agarra fama y acuéstate a dormir. Viendo que nada tenía que hacer me acome­

día a subir costales llenos de lo que allí se traba­jaba en carruchas de dos ruedas de hule, trabajo que bien podía yo hacer sin peligro de torcerme. El mayordomo era mexicano y era muy estimado por todos y se fijaba que yo hacía trabajos que no me correspondían, dio en conversarme y en tra­tarme muy bien y cierto día me dice:

—Muchacho, ¿por qué tienes que hacer tú ese trabajo que andas haciendo?

—No tengo qué hacer —le dije— ya revisé todos los departamentos que a mí me tocan, me da flojera estar sin hacer nada.

Se sonrió sin decirme nada.A Antonio le había tocado alimentar con

una pala un “soterranio” por el que corría una gran cadena hacia adentro llevando al molino que estaba al fondo de la “trona” que Antonio estaba rodando. El trabajo era peligroso para Antonio, porque si se descuidaba y se caía, lo co­gía la cadena y saldría hecho pinole, además le tenían prohibido fumar. Por las noches que te­

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níamos que platicarnos lo veía yo triste; según el estaba muy disgusto y seguido me decía a mí el mayordomo:

—Dile a tu primo que se abstenga de fumar allí en el trabajo, se perjudica él y perjudica a la compañía.

Les decía que los mayordomos eran muy buenos, sí, pero el trabajo era bravo para los za­patos y la ropa, el polvo de la “trona” era braví­simo y con ese motivo las gentes dejaban el tra­bajo y seguido les estaba llegando gente de Ba- quersfil para reponer a los que se iban. Un día me dice el mayordomo:

—Muchacho, te voy a quitar tu trabajo por unos días, te voy a llevar a unas casas que están retiradas un poco de aquí, al cabo los anuncios para las horas de comida y salida del trabajo se oyen perfectamente bien hasta aquí, y vas a estar tú solo allí; cuando oigas el primer silbato sales para que llegues a tiempo a la hora de comer, igual por las tardes. Yo voy a ir a decirte lo que tienes que hacer.

Nos fuimos a pie, llegamos y me dijo:—Mira, esta bodega está llena de costal va­

cío, tu trabajo es de escoger todas las distintas marcas y apartarlos haciendo pacas de cada una. Nadie te va a mandar, tú vas a estar solo en estas bodegas.

Trabajé allí por algunas semanas sin que nadie me visitara y un día antes de salir yo al tra­bajo llegó y me dijo:

—No vayas hoy a las bodegas, te voy a lle­var ahora más retirado. Vas a ir con cinco mu­chachos igual que tú a una galera grande, les voy a llevar provisión, cada quien va a hacer su “lon­che”, allí hay todo lo necesario, estufas, camas, cobijas, todo. Tú vas de mayordomo, ¿sabes?, tú vas a mandar a los cinco muchachos, ya ellos es-

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tán sabidos de que tú vas a ser su mayordomo, son buenos muchachos, yo los tengo conocidos. ¿Estás conforme?

—Sí —le dije—, yo vine a trabajar y tengo que hacer lo que se me ordene.

Nos llevó en una camioneta con todo lo que se necesitaba para comer; la dicha galera estaba a 15 kilómetros de retirado; fue y nos dijo lo que allá teníamos que hacer, les dijo que iban a mi cuida­do y se vino a la fábrica. Nos entendimos muy bien con los muchachos, trabajaban a su paso, ya que se trataba de limpiar de piedra un cami­no para que subieran camiones a traer piedra a la fábrica que también tenía molino de piedra. Les daba yo más tiempo de lo ordenado a las ho­ras de las comidas y les decía que sólo cuidára­mos de ver cuando subiera algún carro o camio­neta hacia donde andábamos, porque era una la­dera y pasaba por la orilla una carretera.

Cierto día después de haber comido, en la conversación de descanso trataron de religiones y resultó que ninguno hicimos par, todos con dis­tinta creencia, a mí ño se animaban a pregun­tarme nada y al fin dijo uno:

—Bueno, ¿y éste de qué religión es?, no le he­mos dicho nada.

—Yo no tengo religión —les dije.—No es cierto, dinos, al fin que ya ves, nadie

nos hemos disgustado, cada quien cree en la suya y se acabó.

Yo me seguí negando hasta que uno se atre­vió y les dijo:

—Este es de los que se rasguñan la frente.—Sí, de ésos soy, pero ya no hay que discu­

tir, vamos trabajando ya para que podamos pre­sentar trabajo —y así dejamos aquella plática.

Allí duramos sólo tres semanas y cuando

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menos lo esperamos llegó el mismo mayordomo que nos había llevado y nos dijo:

—Nos vamos a ir, yo creo que ya estarán aburridos de estar por acá solos.

Nos llevó a la fábrica y a mí me volvió a po­ner en la “yarda” y me volvió a decir de Antonio que daba mucho en jugar en el trabajo con otros trabajadores, que yo le dijera que si no se corre­gía lo iban a desocupar. Platiqué con Antonio y conseguí que me dijera:

—Ya como tú no haces nada, que ten den un trabajo como el mío pa’ que sepas.

—Bueno, pero ahora lo que te reprenden es que juegas y en la jugarrera se pueden ir con la “trona” y se vuelven polvo, tú lo ves, ¿no?, es por tu bien. Corrígete y más adelante a lo mejor yo puedo conseguir que te cambien de trabajo.

Dejamos de platicar y al día siguiente por “ái” entre las tres de la tarde andaba yo “nove- liando” una de las máquinas trabajando cuan­do me llegó Antonio y me dijo:

—Vámonos o te quedas, yo ya me voy.—Bueno, dime qué pasó, no te entiendo.—Mira, ya me pagaron, el mayordomo me

dijo “ven vamos a la tienda”, ordenó que me pa­garan y me dieron este papel y un señor me dijo que ya era mi tiempo, vélo tú.

Lo tomé y “vide” que sí, que era su tiempo. Luego me fui, busqué al mayordomo y le dije:

—Dame también a mí mi tiempo.—¿Por qué? —me preguntó.—Porque me voy con mi primo —le contesté.—No te lo doy, mira, si tu primo se ahoga en

el río, ¿por qué te vas tú a ahogar?Yo insistí y me dijo:—Yo no te puedo dar tu tiempo, busca al ma­

yordomo general.Lo busqué y me dijo:

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—Yo no entiendo, Antonino es el que se en­tiende con los mexicanos, búscalo.

Lo encontré y me dijo:—Chamaco, ¿qué te dijo el mayordomo ge­

neral?—Me dijo que usted era el que podía dármelo.—Bueno, te lo voy a dar porque insistes, pero

cuando halles en todos los Estados Unidos tra­bajo igual vienes y me mocho. . . , lo mismo que si te convences de que no debes seguir con tu pri­mo te vienes, aquí tienes trabajo hasta que te ha­gas viejo, te voy a dar unas horas en tu tiempo pa­ra que te ayudes en algo y no se te olvide que tu primo en ninguna parte va a servir. Allá tú.

Me pagaron mi tiempo y a las ocho de la no­che llegamos a Bequesfil, nos fuimos a un hotel, estuvimos dos días sin hallar quien nos diera tra­bajo. “Decedimos” irnos a Fresno y al tomar el hotel ya Antonio no traía dinero para pagar el hotel, y después de tres días pagando yo el hotel y comidas en restaurant “decedimos” que si salía trabajo para uno, el que fuera, se tenía que ir, por­que ya se me estaba acabando el dinero también a mí. En las oficinas del Suplay del Sur Pacífico ya nos habían dicho que había trabajo para uno pero no para los dos. Al llegar a la oficina sin que nosotros dijéramos nada nos dijo el Suplay:

—Ya les dije que hay trabajo para uno y aho­rita puedo destinarlo. Hay un trabajo en una sec­ción para salir dentro de dos horas, ustedes dicen.

—Convenidos —le contestamos.—Para ti, “chorecillo”, es el trabajo, arré­

glate.Nos fuimos al hotel y le di a Antonio mi do­

micilio de donde iba a trabajar y siete pesos que me quedaban y yo me dejé solamente dos, al fin que yo ya iba al trabajo. Nos despedimos casi llorando y jamás nos volvimos a ver.

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Mi mala estrella siguió conmigo en la sec­ción, me tocó de compañero un señor de nombre Juan Reséndiz, grandote, muy moreno y según él muy valiente porque había sido en México asis­tente de un general González, y muy trabajador, esto sí lo era, lo comprobaba. Yo era un muñeco para él, porque siempre me trataba con majade­rías. A Carmen por tres meses que teníamos de no vernos no le había escrito, “decedí escrebirle” di- ciéndole “mi estimada amiga” y le pedí contesta­ción. La recibí por primera vez y en la segunda carta me decía:

—Ya no te vuelvo a “escrebir”; en tu casa se dieron cuenta de me “escrebías” y sé que se dis­gustaron, que yo no era la novia que te convenía y tienen razón. Con mucha pena, aunque me due­la en el alma, te digo que aquí terminamos, ahora te darás cuenta que sirvió que sólo fuéramos ami­gos, te lo estoy diciendo llorando pero ni modo.

Leí aquella carta varias veces, tenía duda de que Carmen así me hablara si nos queríamos des­de que teníamos ocho años de edad. Debajo de un granado lloré y rompí la carta haciéndola mil pedazos. Pensé “escrebirle” al día siguiente pero sucedió que ese día nos dejó el tren una góndola de grava, el mismo tren con unos durmientes atravesados en los rieles se echó de reversa y los vació; sólo había que sacar a pala el centro de la vía y por mi mala suerte don Juan me ganó el la­do por el que yo trabajaba mejor, pero mi juven­tud me ayudaba y don Juan no me dejaba atrás en ningún trabajo. Pero sucedió que de repente se me va la pala por un granzón grueso que se le atravesó y le pega en la punta del zapato; al mo­mento brincó fuera de la vía y me dijo:

—Ora jijo de l a . . . a los hombres no se les pe­ga a la mala, cartón, si quieres algo conmigo, há- blame.

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Y me siguió diciendo insolencias por monto­nes. Yo con mucho miedo sólo le dije:

—No lo hice adrede.Salimos la tarde y él siguió echándome re­

niegos; yo callé porque le tenía miedo. Amaneció otro día, que era ventinueve de abril de 1926, un sábado por cierto, y cuando un tren que le decía­mos “el Loco” pasaba, nos levantábamos para hacer el “lonche” y salir al trabajo; yo me levan­té y salí a llevarme unos leños para mi estufa, pu­se una cafetera en la estufa y puse mi bandeja con harina en mi mesa, destapé un bote de “espauda” para mi amasijo, el bote de “espauda” era redon­do y alto. Don Juan, que sólo teníamos barda de por medio, se levantó echándome sapos y cule­bras y en todo no llegaba mentarme la madre, y esa mañana sí dijo:

—Perro tacón hijo de su tal madre, pronto le voy a demostrar que yo soy hombre.

Entonces yo con miedo le dije:—La suya.Sin hacer ruido llegó hasta mí y me dio un

golpe en la cabeza, yo caí sobre la mesa quedán­dome la bandeja en medio del estómago, pero no sé cómo pude recoger de revés el bote de la “espau­da” y al enderezarme le pegué con el bote de boca y se le entró en la esquina de la frente toda la me­dia luna del bote, que con la sangre y el polvo se le veía feo. Nada me dijo ni nada me hizo, se sa­lió luego de mi cuarto y yo me arrimé el cuchillo que se usaba para la cebolla por si volvía. En me­nos de cinco minutos se paró un carro negro a las puertas de mi cuarto, el mayordomo me coge y me entrega a los policías que me aventaron al carro, me esposaron y me llevaron a Bayselia. En la cár­cel mi celda tenía de cama una plancha de cemen­to y de colchón hojas de periódicos; como era sá­bado ni ese día ni el siguiente hubo consigna; el

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día lunes a las diez de la mañana me llevaron a corte. Ya don Juan estaba allí, él hablaba per­fectamente el inglés y a mí me pusieron un intér­prete; todas mis aclaraciones fueron falsas y sólo don Juan decía la verdad, el intérprete me dijo:

—Estás perdido, ¿aceptas la protesta?Me negué, pero al fin de tanta insistencia

me dijo el intérprete:—¿Te das por culpable?Le dije que sí.—Levanta pues la mano para que jures.—Vas a pagar cincuenta dólares o cincuen­

ta días de cárcel.—Llévenme a la cárcel —les dije.Con la ropa que había traído una semana

entera con esa dormía, pronto me llené de piojos y cuando ya no los soportaba le mandé decir a la corte que ya me quería salir. Creía yo que me iban a rebajar los dos pesos de los dos días que tenía en la cárcel, pero el juez me dijo:

—Son cincuenta dolares, si te faltara un día siempre serían cincuenta dólares.

Pagué y a las diez y media de la mañana me dejaron libre y sin sombrero, y con el calor me eché a andar por una carretera que llevaba a la tienda de una italiana que me estaba fiando pro­visión; llegué a la tienda y después de contarle lo sucedido me regañó y me ofreció trabajo en su rancho, lo acepté y como llegué a las tres de la tarde allí me senté, cuando quise caminar ya no me cabían los pies en los zapatos. Como pude me hice llegar a la sección, no me animé a entrar a mi cuarto vestido por no entrar también los pio­jos; tomé una caja de cerillos y en la puerta del baño le prendí fuego. Me sobé hasta estar seguro de que no me había quedado ni uno, me bañé y me puse otra mudita que tenía. El mayordomo se enteró de que estaba yo allí y fue a decirme:

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—Ya corrí a Juan, te voy a cambiar de nom­bre y vas a seguir trabajando aquí.

En el pensamiento se la menté y me negué a quedarme.

Me fui al rancho; la italiana me dio el traba­jo de “checador” de frutas y después de que “vide” celo en los demás trabajadores porque ya tenían años en el trabajo, tuve el problema de que no sa­bía casi ni leer, “contimás” hacer cuentas; me despedí de la italiana y me fui a la sección ya sin tener a qué ir. El mayordomo me dijo:

—Aquí tienes trabajo, pero si no lo quieres te llevo a un pueblito que se llama Lemoncob y allí te dan trabajo.

Me llevó y allí luego en lugar de mi nombre me llamaron “mi paisano de Churinzio”, y como por pocas de malas me corrió el mayordomo di- ciéndome:

—Hubo rebaje; mi paisano de Churinzio pa­ra atrás.

Me fui a Fresno y al día siguiente me manda­ron a una sección del Sur Pacífico, allí fui muy bien “recebido”, me hice querer del mayordomo y me dio de compañero en el trabajo a un herma­no de él; “ai” hasta llegué a pensar que aquellas gentes me querían más que mis padres. Luego le volví a escribir a Carmen y le platiqué todas mis aventuras, en su contestación primera me hizo saber lo que ella también había sufrido con mi tardanza en escribirle diciéndome que ella con los alientos quería haber podido alcanzar la carta el mes de abril para que no llegara a mis manos. Nos seguimos escribiendo hasta que en una carta me dijo:

—Isaac, ahora sí ya soy tu novia, soy tuya y puedes contar conmigo, soy tuya hasta la muerte.

Si leen esto se darán cuenta lo que yo sentí al darme cuenta de que la muchacha más bonita

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del Llano me hacía entrega total de su cariño.Vuelvo a decir algo de mi mala estrella. A los

siete meses de sentirme yo el amo del mundo me picó la brisa; me llevaron a Modesto, allí me ope­raron y me mandaron a San Francisco. Me inter­naron. Me sequé después de haberme llamado gordito, me declararon la tisis, me reportaron en toda la compañía del Sur Pacífico para que no me dieran trabajo. Ahora se darán cuenta lo que sen­tía en mi cambio tan brusco de sentirme rey hasta darme contra el suelo. Mi mayordomo era de raza griega y para mí creo que son los griegos los hom­bres más buenos que yo haya conocido. Bien ente­rado de mi situación y sabidos de mi noviazgo con Carmen me dijeron:

—Muchacho, el tiempo que tienes trabajan­do aquí no amerita que se te dé un pase hasta tu casa, pero te vas a estar aquí en tu cuarto, noso­tros te vamos a traer provisión y vamos a conse­guirte un pase hasta Laredo, Texas. Te vas a tu tierra, ves a unos dos o tres médicos a ver qué te dicen, no creemos que estés tísico y no vas a estar, lo vas a ver. A los veinte días me llegó el pase y me dijeron:

—Vete y nos escribes y si nada tienes te vie­nes, aquí tienes tu trabajo. Igual que si te casas con Carmito nos avisas a ver qué te podemos mandar como regalo.

Fui mal agradecido. Ninguna enfermedad tenía. Me vine en noviembre del 26 y me casé el último de diciembre; estrené el año del 27 con el año y con mi Carmen que en Dios creía y en ella adoraba, y ya nunca les “escrebí” a los griegos, por eso dije que soy mal agradecido.

Algo relativo a mi matrimonio

Regresé de California a fines de noviembre de 1926 y mandé pedir a Carmen en diciembre del

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mismo año; en el trascurso de 15 días que puso de plazo para resolverse a casarse o no, surgieron muchas dificultades porque sus padres por nin­guna razón querían que Carmen se casara conmi­go, pero ya nosotros, Carmen y yo, habíamos ha­blado y nos habíamos comprometido a que por encima de todo lo que tuvieran sus papás y los míos, nosotros nos casaríamos, y el día 25 de di­ciembre del mismo año Carmen dio a los porta­dores señores don J. Jesús Gazcón y don J. Jesús Avalos el sí y el día 26 nos presentaron a la igle­sia para que de inmediato se leyeran tres amones­taciones, requisito instituido por la Iglesia. El señor cura de Ario de Santa Mónica en ese tiempo fue el padre Macías, el nombre no lo supe. Los no­vios estábamos ansiosos de que pasaran pronto los días no por la impaciencia de casarnos sino porque terminaran de publicarse por todas las rancherías mis defectos que eran incontables, aunque por el lado de mis gentes sólo insistían en que no me casara con Carmen por la desigualdad, ya que Carmen por el buen costumbre de sus pa­pás y sus hermanas de andar siempre aseadas y limpias, la limpieza les hacía manifestar otra categoría y además Carmen era merecedora de algo mejor porque era muy bonita, en cambio yo vivía andrajoso y manifestaba lo que en verdad era yo, muy pobre, y si mi juventud me daba algu­na gracia se me perdía entre mi ropaje que siem­pre era de lo último. Sólo Carmen que había pues­to su vista en mí desde la edad de ocho años, veía en mí cualidades para que fuera por varios años su novio y más tarde su compañero, su esposo, a quien le juró amor eterno.

Pues bien, sucedió de que en ese tiempo era presidente de la república el general don Plutar­co Elias Calles y éste en su gobierno echó fuera del país a todos los sacerdotes que fueran extran­

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jeros, y como la mayoría lo eran, cerró las igle­sias y los sacerdotes que quedaron en el país se ocultaron porque eran perseguidos por el gobier­no. Con ese motivo el día 31 de diciembre del mis­mo año recibieron mis papás y los de Carmen a un enviado del padre Macías ordenándoles que sin ningún pretexto nos presentaran en el curato de Ario; acatando la orden ambas familias nos hicimos presentes a las dos de la tarde de ese día. Al presentarnos ante el padre Macías, éste nos dijo:

—Los he mandado llamar para casarlos ahorita mismo y ya no va a ser en la iglesia por­que ya las cerraron los enviados del gobierno, nos vamos a ir a un cuartucho que está aquí junto al curato. Los voy a casar, los voy a tomar de manos y ya en cualquier oportunidad que haya los ve­lan, así que si están de acuerdo vamos, porque yo luego me voy.

Yo lo admití y Carmen también, aunque sus papás no muy conformes pero admitieron. El pa­dre nos leyó y nos advirtió el compromiso con­traído y nos dijo que los padrinos que tenían que acompañarnos en matrimonio tenían validez aunque no hayan estado presentes.

Regresamos al Llano como a las cuatro de la tarde y luego mi papá dio trazas de hacer una cenitá y yo de conseguir una grafonola que en­tonces sólo de esas había dándoles cuerda con un maneral. Cenamos acompañados de mis familia­res y demás personas que nos acompañaron, to­camos la grafonola y bailamos, gustando así has­ta las doce de la noche que se comenzaron a oír las descargas de pistolas que disparaban de gusto a la nacida del nuevo año. Yo en cuanto esto suce­dió paré la fiesta y nos fuimos a dormir a una ca- suchita de tejamanil que ya tenía preparada para vivir allí con mi esposa. El día siguiente era de

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fiesta porque era el día primero del año, almor­zamos yo y Carmen con unos frijoles de Tolla por­que nada había quedado de un día antes: en un “nudo” en la esquina de un paño traía yo dieci­séis centavos y le dije a Carmen:

—Vámonos a Ario.Me dice:—Tú sabrás, ya estoy contigo y vamos a

donde tú quieras.Nos fuimos a Ario a pie por el entonces ca­

mino real que era un camino transitable sola­mente para gente de a pie, para burros y caballos, camino lleno de huizaches, mezquites y cazahua- tes; así caminamos dos inocentes jóvenes sin usar ningunas precauciones, sin pensar en el peligro ni en nada, sólo pensábamos en nuestro cariño porque ni de Dios nos acordábamos. Lle­gamos a Ario y éramos la admiración de muchas gentes porque repito, éramos dos chavalos; Car­men llevaba puesto su vestido de donas blanco de un género que le llaman “yerse”, se veía preciosa; yo vestía mi camisa de percal y mis calzones de manta gruesa fajados con una faja roja con sus barbas muy bien torcidas colgándome hasta la rodilla y mi pañuelo con mis dieciséis centavos amarrados en una esquina y mis huaraches, sen­cillos huaraches de correas. No llevaba el panta­lón que tenía para casarme ni los zapatos porque me daba vergüenza ponérmelos, porque nadie usaba más que calzón blanco y huaraches hasta de tres correas. Así llegamos a una tienda pro­piedad de un señor, don Ramón Méndez, gasta­mos allí unos cuantos centavos y nos fuimos a la tienda de un señor don Ramón Cervantes, allí fuimos la admiración de la familia de ese señor porque delante de nosotros le dijo una niña que se llamaba Cecilia a su mamá:

—Oye mamá, ¿por qué yo y mis hermanos

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no nos vemos como esos hermanos? Mira qué bo­nito se1 ven, qué bien se hablan, qué bien se quie­ren y nosotros $omás vivimos “peliándonos”.

—Sí hija, ni tú eres como ella ni tus herma­nos son como él; "ojalá les aprendieran.

Carmen compró un comal y dos piezas de pan que eran unas piezas que valían cuatro cen­tavos cada una y estaban más grandes que las que ahora valen a sesenta o setenta centavos.

Nos regresamos al Llano entre las cuatro o cinco de la tarde y cuando llegamos al lugar lla­mado La Casiana se le cayó a Carmen el comal y se le “quiebro”, luego lloró y yo la hice que de­jara de llorar diciéndole que por qué se apuraba, que ya compraríamos otro.

—Sí, pero nos costó tres centavos.La abracé y le di tres besos diciéndole:—Toma, uno por cada centavo.Seguimos caminando, llegamos a nuestra

casuchita y vivimoá felices hasta que Dios me la quitó dejándome solo con su recuerdo. . . , vivió conmigo 54 años que se me hicieron 54 días.

Algunas veces les he platicado algo de ella pero creo que nunca les he dicho que Carmen pa­ra mí no fue sólo mi esposa, sino también mi madre y mi maestra, mi madre porque me quiso mucho, mi maestra porque me enseñó a vivir. Ya algunas veces les he platicado que yo no tuve juventud, en mi niñez que no tuve mimos ni cariños y ella me dio cariño y con la ayuda de Dios me sacó del an­drajo y me enseñó a vivir como gente y espero que por tanta bondad para conmigo Dios la va a tener en su santo reino.

Hice un viaje de paseo a San Luis Misouri a fines del año del 59 y a mi regreso, desesperado por mi mal negocio con el cine, me salía a plati­car con mis amigos a donde podía, y como ya por dondequiera se sabía de la labor que me estaba

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haciendo el señor cura don Ignacio González Ze- peda, unas personas lo elogiaban y otras conmi­go lo maldecíamos. Platicando con amigos de Ario de Rayón insistieron mucho en que me fue­ra con mi cine a Ario, yo me negaba, pero a insis­tencia de ellos a fines de enero de 1961 conseguí un lugar no acondicionado para el negocio, pero así me puse a trabajar. Me fui yo solo sin mover a Carmen por una semana o dos; yo dormía al pie de los aparatos resistiendo el frío de la noche, casi a la intemperie pero haciendo muy buenas entra­das y cuando inenos lo pensé ya Carmen estaba allá conmigo sin que yo le hubiera dicho nada.

—Ya me voy a quedar aquí contigo, no estoy agusto con que. estés tú acá solo, vamos viendo cómo podemos arreglar un modo de cocinar.

Me dieron ganas de llorar y le dije:—Vieja fea, aquí está bueno para el negocio

pero vas a sufrir mucho, no tenemos amistades y menos tú, y esto te va a hacerte sentir extraña y con esto vamos a sufrir los dos.

Y Carmen me contestó:—Nada de apuraciones, las amistades las

vamos a ir haciendo y vas a ver que vamos a estar agusto y además, ¿por qué te apuras?, si no po­demos vivir aquí nos vamos al Llano, tenemos casa, no vamos a vivir arrimados, tienes tus par­celas, nos dedicamos a ellas y se acabó, al fin que no nacimos con el cine, acuérdate que no tenía­mos nada, ni las parcelas y Dios nunca nos faltó. Ahora, tú has dicho y les dices a los muchachos y a mí que a la mala racha no hay que cruzarle los brazos sino luchar para salir de ella, vamos aho­ra a tratar de luchar y si no lo logramos nos va­mos al Llano. Por lo pronto vamos haciendo lo que te digo.

Nos entramos a un cuartuchito que estaba a la orilla de la calle, estaba más feo que el chiquero

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más desaseado que hayamos conocido y me dijo:—Mira, aquí puedo cocinar y nos queda li­

bre la entrada para las gentes al cine.—Ay, Carmen, si hasta para ver este cuarto

está feo.—Nada de feo, señor, ayúdeme y verá cómo

lo vamos a dejar bien. Andele, tráigase aquello y verá que lo vamos a dejar bonito.

Así empezamos y muy pronto no nos aver­gonzábamos de que alguien nos visitara. Paga­mos renta por varios años y cuando el dueño de la casa nos avisó que iba a necesitar que le deso­cupáramos la casa porque a él ya le habían tam­bién pedido la que él ocupaba, Carmen salía por allí a visitar amistades que para ese tiempo ya eran muchas y cierto día me dijo:

—Ya le compré a Marianita una casa para don Rafael —que así se llamaba el dueño de la casa que nosotros estábamos rentando—, habías de ver a don Rafael y decirle que ya hay casa lista para él, para que cuando quiera se cambie y nos deje en paz a nosotros.

Don Rafael admitió y al transcurso de un año me ofreció en venta la casa que ya estábamos “poseando”. La compré y de inmediato tiré las bardas de adobe, las hice de material; construí a la orilla de la calle dos plantas con cocina y comedor abajo y recámaras arriba con todos los servicios, baños sanitarios, lugar adecuado para la venta de boletos, así como lugar para colocar un puesto de dulces y refrescos; éste, fue Carmen quien lo trabajó para ella hasta el fin. Y todo lo que Car­men pronosticó al principio se cumplió, porque tuvimos incontables amistades, las gentes gran­des y chicas, hombres y mujeres nos respetaron y nos vieron con cariño.

Esta fue mi convivencia en Ario de Rayón durante 20 años que terminaron el 18 de marzo

Page 34: De El Llano al Norte, y los trabajos pasados · dinero me lo prestaba al doble. Sin prevenir que iba a dejar de ver a Carmen Rodríguez, me ilusioné de mi ida al Norte y ya se guro

de 1980, fecha inolvidable porque terminó mi di­cha y mi felicidad que nació el día primero del año de 1927.

Habló un servidor de ustedes, Isaac Gallegos.