De hombres y viajes.
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De hombres y viajes, Alejandro Albaladejo y Cristina Ramírez.
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De hombres y viajes, Alejandro Albaladejo y Cristina Ramírez.
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VIAJE DRAMÁTICO - VIAJE TRÁGICO
El miedo es el asesino de los
funambulistas.
PRIMER ACTO
Max Estrella, el personaje de Luces de Bohemia, muriendo
de frío en un Madrid de principios de siglo, donde la grandeza ha sido sustituida
definitivamente por los espejos de la calle del gato; o Antonin Artaud explicando,
al director del psiquiátrico, la importancia metafísica de lo obsceno en un teatro
ajeno a la palabra. Cada época tiene sus héroes y éstos pueden servirnos de
ejemplo como sublimes representantes de la nuestra. Son los signos de nuestro
tiempo.
Lo que acabo de afirmar es, evidentemente, una petición de principio, a la
que he de añadir aún otro elemento; el tiempo en el que tiene lugar la ascensión,
la pasión y el descenso a los infiernos de estos anti-héroes, nuestro tiempo, es
una época trágica. Todo lo que digamos a partir de ahora tiene como finalidad
delimitar el concepto de lo trágico frente a la noción de drama, siguiendo los
análisis de Eugenio Trías1. En este proceso quedarán al descubierto los rasgos
diferenciales del habitante de este territorio, los relieves y contornos de nuestro
modo de estar en el mundo.
1 E. Trías: Drama e Identidad. Ariel, Barcelona, 1984.
De hombres y viajes, Alejandro Albaladejo y Cristina Ramírez.
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El deseo es una pregunta cuya
respuesta nadie sabe.
Cernuda.
El concepto de viaje, en cualquier sentido que queramos
entenderlo, implica siempre la idea de "salir de". Para viajar es necesario salir del
lugar en el que nos hallamos, dejar el centro. Pero no todo desplazamiento tiene
el mismo valor. Se puede viajar con el expreso deseo de regresar, abandonando
nuestra residencia de modo temporal. En este caso podemos decir que todo
territorio explorable se convierte en periferia, por referencia al lugar de partida,
que es a la vez el término del viaje. A esto llama Trías "viaje dramático". Consiste
en el fondo en un movimiento centrífugo e instrumentalizador. El territorio ignoto,
sus costumbres y los individuos que lo habitan, constituyen desde el principio lo
otro a lo que nos acercamos con la secreta intención de que nos confirmen en
nuestra verdad. Son medios y nunca fines en sí mismos. La belleza de sus
monumentos sirve para alabar o criticar los de nuestra ciudad, el exotismo de su
folklore para afirmarnos en nuestras tradiciones. El mismo viaje es sólo un medio
para probarnos nuestra necesidad de no alejarnos de nuestro marco de
referencia. Este desplazamiento no implica un concepto fuerte de "salir de", un
alejamiento real. Lo que caracteriza el viaje dramático es su voluntad de regreso,
su limitación esencial si no a un espacio si a un tiempo. Antes o después llega el
regreso. En otras palabras, está preñado de teleología, de intencionalidad,
atravesado por una invisible red que lo encauza en una confortante perspectiva
cónica.
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Otra característica del viaje dramático, consecuencia de lo anterior, es su
incapacidad para el asombro real. Para el viajero dramático aquello que escapa
absolutamente de su marco de referencia no tiene sentido descubrirlo, situarse
frente a ello. Sus preguntas llevan implícitas las respuestas; la pregunta que
pueda colocarnos al borde del abismo queda excluida.
Llegados aquí no podemos evitar pensar en el correlato filosófico de lo que
acabamos de ejemplificar con la metáfora del viaje dramático: Hegel, la dialéctica
de la superación. La clave de esta Aufhebung reside en la falta de entidad de
aquello que se supera. Los obstáculos no son entendidos como tales sino como
pasos intermedios, como peldaños necesarios precisamente por la posibilidad de
trascenderlos, de convertirlos en pasado, para llegar ahí donde estaba marcado
en los inicios. En la dialéctica hegeliana el sufrimiento es sublimado, como en el
arte, para poder mirarlo cara a cara. Es un viaje a planetas lejanos sin salir de
casa.
Frente a este modo de viajar y a este tipo de turista, existe lo que Trías
llama el viaje trágico donde el concepto de "salir de" adquiere pleno significado.
El viaje trágico implica un romper con las raíces, la ausencia de regreso, la
negación del principio, de la vuelta atrás. Si el viajero dramático busca siempre,
allá donde va, el hogar que temporalmente ha dejado, el reposo que representa,
el viajero trágico es ajeno a esta inquietud. No ha sido expulsado del paraíso,
simplemente no lo ha conocido. Pese a todo, este viaje trágico tiene todas las
características de un exilio, un destierro en cuyo origen siempre hay un elemento
detonador, que fuerza la voluntad de aventura. La figura del refugiado, por
desgracia famosa en nuestros días, es el mejor espejo donde contemplar lo que
estamos denominando como viajero trágico. El mundo para él no tiene un centro
y unos arrabales; el centro está o puede estar en cualquier parte, allá donde él
esté. Ese será su hogar.
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Hay, además, una diferencia más fundamental respecto al viajero
dramático. Este último, se sabe uno con las cosas, con el mundo. Lo entiende
como un entramado de relaciones en el que él tiene un lugar. Es este espacio que
ocupa, así como las interconexiones con los demás pobladores del mundo, lo
que lo define y lo ubica. Por ello el regreso supone un integrarse en el orden de lo
cotidiano. El viajero dramático se reconoce al recuperar su sitio en el mundo
referencial al que regresa. No se descubre a sí mismo sino que se reencuentra al
situarse en su topos originario. De alguna manera se diluye en él.
El viajero trágico, por el contrario, está permanentemente en estado de
expectación, de ansiedad. Se halla frente al mundo, entre los entes, de un modo
originario cada vez. Cada hecho, cada situación, y cada objeto, se presentan
ante él en
su absoluta independencia del resto de acontecimientos, imbuido de
individualidad. La ausencia de hogar, en términos de Trías, de enraizamiento, es
la condición de posibilidad de este modo de ser y estar. Sin ese punto de partida,
que es a la vez patrón de medida, el viajero trágico no puede construir una
historia, ni menos un relato lineal, cerrado en sí mismo y dividido temporalmente
en pasado, presente y futuro. Su esfuerzo consiste en mantenerse en un
perpetuo presente, en una actitud que, abusando del término, podríamos calificar
de fenomenológica. Ir a las cosas mismas, pero de un modo más radical aún, en
su estar ahí concreto, liberados por fin de la historia. Es por ello que cada camino
que se le presenta es siempre terra incognita, y cada hombre con el que tropieza
un nuevo hombre.
No queremos decir con esto que el viajero trágico sea una creación "ex
nihilo". De hecho su actitud ante el mundo, su voluntad de salida, son fruto de su
historia, consecuencia más o menos directa de su pasado. Pero su afán es evitar
el lastre que supone la conciencia de lo que fue para descubrir lo que de nuevo
pueda ofrecernos el mundo. Si para el viajero dramático el mundo es un
entramado de relaciones, para el viajero trágico esta intercomunicación es lo que
debe romperse. En todo ello está de modo larvado la pasión, como invisible hilo
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conductor de esta actitud, absolutizando su objeto que en este caso es cada
objeto en el momento de su aparecer.
Ahora es más fácil comprender la ansiedad que va unida al viaje trágico. En
su transcurso el viajero se va descubriendo a sí mismo al enfrentarse a
situaciones siempre nuevas, ante las que se define en cada elección, en un
proceso que sólo finaliza con la desaparición del viajero. Aquí el asombro sí es
fundamental, una cualidad sin la que todo viaje es, finalmente, dramático, y su
campo de aplicación más fructífero es, precisamente, el asombro ante lo que
somos, ante nuestras acciones o los gestos de nuestra mano. No es una actitud
poética sino radical, de una valentía ajena al heroísmo, que consiste en no temer
llevar la búsqueda hasta la fuente, la pregunta, como dijimos al hablar de Hegel,
hasta el abismo.
Para Trías estos miedos adquieren su verdadera dimensión durante el
viaje. Al viajar
"Todas las angustias, todos los miedos, todas las perplejidades
adquieren un valor diferente...y parecen surgir de las cosas mismas.
Todos esos sentimientos parecen, pues, trascender".
Nosotros pensamos que aquí hay que establecer una distinción: en el viaje
dramático todos los elementos, incluyendo el asombro y el miedo, son relativos,
están mediatizados por el regreso, por la misma tensión y teleología del viaje.
Para el viajero trágico el miedo forma parte de su sombra; ya dijimos que su
valentía es ajena a la heroicidad. Su viaje es siempre descubrimiento de la "terra
incognita" incluyendo la suya propia, y ya los maestros de la sospecha nos han
mostrado que este camino en modo alguno es un sendero bucólico, sino más bien
terreno de matorral y monte bajo. En este sentido, los miedos no surgen de las
cosas mismas, sino del corazón del hombre. Son nuestros fantasmas los que se
esconden tras los árboles para saludarnos al pasar.
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Profundizando en lo mismo, Trías señala la vinculación del viajero
dramático a su hogar, a su ciudad, a su patria, como condición de posibilidad de
su propia identidad.
"El hombre medieval poseía un nombre propio, pero ese nombre
cobraba relieve y atribución en virtud de los apóstrofes:
perteneciente a tal estirpe, a tal ciudad. Se era ante todo y sobre
todo florentino y veneciano. Además se podía ser Dante o
Petrarca".
El mundo que recorre el viajero trágico ya no es hogar. No puede
identificarse con un hogar que se ha convertido en un territorio de choque de
partículas, con un suelo que ha perdido el "aura" (manifestación irrepetible de una
lejanía por cercana que pueda estar). En palabras de Baudrillard:
"un mundo devuelto a la pura relación de fuerzas, un mundo en el
que las cosas, los cuerpos, los individuos, los acontecimientos
pueden tocarse, toparse, chocar, porque han perdido el aura que
normalmente les rodea y prohíbe cualquier promiscuidad".
La tierra ha dejado, en un sentido, de ser un entorno significativo, se ha
producido el extrañamiento del logos, su desarraigo del ser del cual había
surgido. La palabra es hoy día valor de cambio en el que es imposible el
acontecer de la aletheia, el des-velamiento heideggeriano. Ya no conviven con
nosotros el azar y la necesidad. Ésta última ha desaparecido dejando la paradoja
de un azar sin contrapunto, un azar que por lo mismo no puede serlo. Esta es la
razón de que hoy día tendamos a sentir la ley, física o cívica, como "una losa que
nos aplasta". La ley viene a prestar el contrapunto legal y necesario al azar, pero
ya no surge de las estaciones o del tiempo medido por las circunvoluciones
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solares, sino como prótesis y profilaxis sobre impuesta, "que no se ordena
armónicamente a nuestras exigencias y deseos". Esta carencia es una de las
motivaciones del viaje. En su transcurso, en el contacto con lo que nos sale al
encuentro, la historia o la sorpresa, volvemos de algún modo a nosotros mismos,
a aquello que desaparece en el activismo al que nos entregamos cotidianamente.
La necesidad se nos muestra en la permanencia de las cosas, o en el fluir de los
ríos - para no enfadar a nuestro amigo Heráclito - dando de nuevo carta de
ciudadanía al azar. El extravío en los entes nos devuelve, paradógicamente al
hogar.
Ha llegado el momento de recapitular. Este recorrido a través de dos
conceptos de viaje y de viajero es, finalmente, un modo de delimitar un territorio,
aquel en el que nos hallamos, un territorio trágico. Citemos, una vez más a Trías:
"La conciencia trágica tiene algo que ver con el presentimiento,
ratificado por los hechos, de que ese mundo de armonía está
llamado a perecer".
Esa armonía, como afirmaría el psicoanálisis, sólo ha existido en el deseo de los
hombres, el territorio menos armónico de los que nos habitan. En estas
circunstancias sólo podemos conocer el instante luminoso al que llegamos por
caminos que no controlamos, que somos incapaces de anticipar. Acontece tal
vez en el centro del caos.
El drama, tal como lo entiende E. Trías, está marcado por la finalidad, por
el desenlace, por su necesidad de reposo. La tragedia carece de esa conclusión,
porque tampoco hay un principio. Nos hallamos arrojados en sentido
heideggeriano, y no cabe la pregunta por la génesis, sino el ejercicio de la praxis,
la verdad del naufrago de Ortega, nadar para no hundirnos. Aquí "no hay tierra
prometida, porque tampoco hay paraíso perdido. Ni hay Mesías pues no hay
tampoco exilio ni caída". El encuentro con Dios, el encuentro con el otro - que es
siempre más difícil - hay que colocarlo en la escisión. El abismo señala la
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imposibilidad de reconciliación, pero apunta al único lugar donde es posible este
encuentro. Pero el viajero trágico deberá hallar el abismo a ras de los entes, hallar
el ser y la nada en los entes mismos para cumplir toda su virtualidad trágica. Es el
compromiso con las apariencias del Don Juan mozartiano.
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Apostillas al primer acto
En el fondo el viajero trágico es un sentimental, un aprendiz
de brujo metido a visionario, el último de los idealistas. Avanzar por los meandros
de la existencia, dejarse arrastrar por los rápidos o vararse indefinidamente entre
los juncos, siempre al desgaire de la corriente, no es más que otra forma de leer
la vida. Leer entre líneas aunque lo que encontremos sea nuestro propio lodazal.
Partir, partirse, parirse de nuevo, explorar qué somos, qué queremos ser, sólo
puede hacerse en ese viaje inacabado que nos lleva - con nuestro consentimiento
- al centro de nosotros mismos. La sorpresa, el perpetuo asombro, son una
excusa para descubrir, agazapados como malos detectives, quién somos a través
de nuestras respuestas, de nuestros miedos. El viajero dramático tiene un tesoro,
tiene todas las respuestas. El viajero trágico sólo tiene preguntas, pero anhela una
redención, la presupone pese a la evidencia, la inventa, esa es su sinceridad.
Podría parecer al fin que son gemelos, diferentes pero iguales. No es
cierto. Hay una verdad en la pregunta que nunca está en la respuesta. Ese
convencimiento es el que marca la tragedia y a sus venturosos viajeros. Buscar
las grietas por donde asoma, sabiendo que nunca la luz será total, que nunca los
gritos partirán las piedras. Hundirse en la miseria o el placer, perderse buscando
las miguitas de pan que señalan el camino, no repetir nunca los mismos
recorridos. Tal vez sea la única manera de no perder la ingenuidad, la capacidad
de sorpresa.
Alejandro Albaladejo del Castillo
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SEGUNDO ACTO
Para el talante trágico no hay hogar, se cumple en el extravío,
en el exilio, carece de cadencia. Según E. Trías, el viaje trágico no tiene punto de
partida ni lugar donde regresar. Aún así puede existir la añoranza del hogar, "...la
propensión a fabular lugares artificiales, paraísos artificiales". Pero Trías los
considera de pasada y además les confiere un carácter grave y desesperado.
Desde los mismos presupuestos de los que parte Trías se pueden realizar
evaluaciones distintas.
En el puro estar errante y perdido, el vértigo puede ser reconfortante, a
modo de cadencia sin cadencia, significativa y satisfactoria. En este viajar trágico,
por el que como en el dramático "...puede discurrir la sensibilidad, el erotismo. Y
también el pensamiento y la lógica", se puede hallar en lugar gratificante, en la
misma cuerda floja, que opere de paraíso. Un lugar que fascine precisamente por
carecer de raigambre o de fundamentos. Esta fascinación, por otro lado, no tiene
nada que ver con la placidez de la seguridad del hogar, es otro tipo de sensación.
Sería un placer obtenido de la misma obscenidad del desarraigo, obscenidad en
el sentido que señala Baudrillard - aquello que es más transparente que lo
transparente, más visible que lo visible -. El desarraigo se muestra sin pudor,
como señal de entereza y cordura, de un saberse parciales en un trayecto sin
sentido y sin significado. No hay intención de hacer significar al mundo, de forzar
un sentido o un encadenamiento, se parte de la certeza de que tal pretensión es
inútil. Es la renuncia a la búsqueda de sentido, de coherencia, de hilazón. Es la
conciencia del sinsentido, la serenidad del desencanto, el compromiso con las
apariencias.
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La falta de referencia a ningún centro, a ningún lugar, que señala Trías
como la característica que puede expresar este modo trágico de viaje, está teñida
de pesimismo. La ausencia de ilusiones sólo crea cobijos provisionales e
inestables. Pero casi como un contrapunto ese paraíso artificial fascina justo en
su precariedad, sabiendo que no se puede poseer. Aparece como pura
improvisación.
"Ya no es la famosa catarsis aristotélica de las pasiones, es una
cura de desintoxicación y de reanimación. La ilusión ya no tiene
valor: estalla la verdad en la expresión libre. Todos nosotros somos
unos actores, todos unos espectadores, ya no hay escena, la
escena está en todas partes, ya no hay regla, cada cual interpreta
su propio drama: improvisa a partir de sus propias fantasías".2
O en palabras de Trías:
"Sólo una sabiduría trágica acerca del ocaso de todas las cosas
comparece entonces como único y precario asidero".3
Esta es la cadencia (cadencia en el sentido de período musical conclusivo)
que se detiene antes de finalizar, una contradicción en los términos porque deja
de ser cadencia: la parada la realiza en el acorde disonante y éste carece de
resolución. Es Hegel antes de la superación, detenido en la escisión, detenido en
Nietzsche.
Eugenio Trías considera que la historia, en estas condiciones, no puede
2 Baudrillard: Las Estrategias Fatales. Barcelona, Editorial Anagrama, 1985 (2ªed.), 65.
3 E. Trías, o. c., 89.
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sino diluirse en lo que llama una sucesión de flashes, que serían los que
provocaran los cambios de posición: "La historia deja paso a la simple
combinatoria", a "la sucesión aleatoria de instantáneas".4 La postura opuesta se
puede ejemplificar con el análisis que hace Baudrillard sobre el azar; vendría a ser
la otra cara de lo que Trías concluye, nos vemos a nosotros mismos como:
"...hijos del azar y huérfanos de la necesidad.".
Partamos de la premisa "no existe azar" de Baudrillard. Para que exista
azar es preciso el vacío, un espacio sin contenido. Este es un concepto abstracto,
que sólo tiene razón de ser en el mundo de los objetos que maneja la física. Lo
que solemos entender como azar se reduce, en realidad, a mera ley
probabilística, a una simple estadística sobre lo fortuito. Desde este punto de vista
el azar es un concepto neutro: nos es absolutamente indiferente porque no nos
afecta; correspondería a la sinrazón, al sinsentido, a una línea de ocurrencias
casuales en la que nada tendríamos que decir, porque estarían "privadas de sus
determinaciones y sus causas", abandonadas y libres en un "hiperespacio
aleatorio" en el que tendrían "vagas probabilidades de encuentros de tercer
grado"5. De este modo o desde esta perspectiva el azar se encontraría del lado
de la necesidad, en tanto obedece a cierto orden combinatorio casual, estaría
regido, en última instancia, por una red de causalidad. En este sentido las únicas
alternativas ante las que optar serían o el determinismo o la causalidad.
Baudrillard está empleando dos sentidos de la noción de azar: uno estrecho, que
es el que acabamos de ver y es al que niega su existencia, y otro amplio. Por
ejemplo, cuando un jugador echa los dados está negando el azar (en sentido
estrecho), el azar no existe, el jugador no quiere formar parte del entramado
probabilístico, busca la suerte, y ésta no está referida a una probabilidad
contingente, que terminará estando del lado de los encadenamientos racionales.
Buscar la suerte es una especie de llamada a lo mágico, a lo que se escapa
4 E. Trías, o.c., 70.
5 Baudrillard, o. c., 69.
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cualquier categoría racionalizable, suerte como invocación de lo imprevisible,
aquello que se escapa al cálculo de lo probable. Lo casual está en el orden de lo
determinable probabilísticamente.
El espacio que marcan el determinismo y la casualidad (azar en sentido
estrecho), haría del hombre un ser inocente, libre de toda culpabilidad, ajeno al
desarrollo determinado o ajeno al accidente probabilístico, apartado - en definitiva
-, del timón y obligado, entonces, a mirar impasible al mundo desde un camarote
de segunda clase.
El sentido amplio del azar que Baudrillard utiliza tiene que ver con aquella
llamada a la suerte del jugador de dados. No es ya pura objetividad probabilística,
ni mero accidente flotando en un espacio aleatorio, en último término
estadísticamente posible. Tiene que ver con lo imprevisible, es decir, con lo que
escapa al orden de lo probable, con la sorpresa total. En este contexto cuando
habla de accidente está refiriéndose a algo no determinable en ningún grado.
"Nos hallamos, pues, en un mundo paradójico en el que la cosa
accidental adquiere más sentido, más encanto que los
encadenamientos inteligibles".6
Así, lo que sucede por accidente o sorpresa tiene más intensidad, más
fuerza de atracción que los acontecimientos de los que podemos dar razón de
ser. No hay azar (en sentido estrecho) ni necesidad, no hay casualidad ni
determinismo, los dejamos atrás y nos sumergimos en el ámbito de los
encadenamientos vertiginosos. Abandonamos los cauces del sentido para pactar
con las apariencias. Preferimos la serenidad ante el sinsentido que la búsqueda o
la fabricación insensatas de ilusiones, no tienen valor. A la obligación le hemos
dado estatuto de alternativa - por la que optamos, o la necesidad reconvertida en
6 Baudrillard, o. c., 161.
De hombres y viajes, Alejandro Albaladejo y Cristina Ramírez.
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virtud-, con la simple pretensión de ser honestos. En este sentido Trías pone el
ejemplo del Don Juan mozartiano. Este Don Juan se compromete con las
apariencias, "...con la vida, las mujeres, el vino, la fiesta, la música, las
canciones". Se compromete enteramente, a sabiendas, como dice Trías, de que
detrás de todo eso, sólo está la Nada. Es un compromiso honesto, que lo conduce
a la fatalidad, a la radicalidad, en un arrojo apasionado. Ha desnudado la verdad
y está dispuesto a llevar el juego hasta el final.
CODA
El derrumbamiento de la era dramática está marcado en música por
Mahler. Para E. Trías se inicia con él la andadura trágica. La opinión de los
músicos e intelectuales de su tiempo le atribuían a sus sinfonías adjetivos o
categorías de simpleza y vulgaridad, e incluso hoy, se le tacha a veces de tintes
chabacanos o irracionales. Sin embargo la música mahleriana es fruto de una
postura consecuente con su época y honesta con sus presupuestos vitales.
¿Qué hace Mahler? Mahler apuesta por lo único que tiene: los materiales
que restan del último romanticismo, categorías sonoras gastadas y en desuso. Y
es franco porque se remite a jugar con lo que encuentra al paso y con la promesa
de atenerse a la verdad; y esto lo conduce a zonas deshabitadas e ignotas dentro
del sinfonismo. De los topos de Beethoven y Wagner a músicas populares, bailes,
cortejos grotescos o melodías tirolesas. En medio de un motivo musical sinfónico
fuertemente arrogante o extremadamente delicado, Mahler, como dice Trías,
coloca la banda de la feria del Prater. Mahler se mueve entre el material con el
material con el que cuenta e intenciones extramusicales y
"Las intenciones trascendentes de un músico que pretendía
expresar con ellas las más singulares ideas metafísicas, el combate
De hombres y viajes, Alejandro Albaladejo y Cristina Ramírez.
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del hombre con su destino, su apetencia de eternidad y del cielo, el
satanismo, el amor a los hombres y a la divinidad, etcétera...".7
Es el derrumbamiento de la época romántica porque cuando cierra sus
frases y motivos musicales, esa vuelta al hogar, esa cadencia, provoca un
desalentador sentimiento de decepción, sus resoluciones de acordes no acaban
de propiciar el confort de la chimenea. Regresa a un hogar que ya no cobija. Las
leves tentativas que hace de cambiar el trayecto se quedan en meras
insinuaciones.
7 E. Trías, o. c., 60.
Mahler representa la decadencia de los modos de estar románticos y
traspasa los paseos dramáticos, y a la vez, es también el germen de aquello que
más tarde desarrollará su discípulo Schöenberg: la atonalidad o una nueva
tonalidad, la dodecafonía, la emancipación total de la disonancia.
Mahler, dice Trías, "vivió y se consumió entre la encrucijada de dos
voluptuosidades", que nosotros podríamos denominar como aquella que resuelve
en consonancia y aquella que desarrolla el ámbito de la disonancia, del abismo;
una nueva armonía.
Mª Cristina Ramírez Ros
De hombres y viajes, Alejandro Albaladejo y Cristina Ramírez.
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___________________________Granada, 1991