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DE ZARA A CONSTANTINOPLA Y CUANTO OCURRIÓ EN 1203 FRANCISCO SUÁREZ SALGUERO

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DE ZARA A CONSTANTINOPLA Y CUANTO OCURRIÓ EN 1203

FRANCISCO SUÁREZ SALGUERO

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Francisco Suárez Salguero ha compuesto estos escritos esmerándose en ofrecer

la crónica cronológica que el lector podrá aprovechar y disfrutar. Lo ha hecho

valiéndose de cuantas fuentes que ha tenido a mano o por medio de la red in-

formática. Agradece las aportaciones a cuantas personas le documentaron a tra-

vés de cualquier medio, teniendo en cuenta que actúa como editor en el caso de

algún texto conseguido por las vías mencionadas. Y para no causar ningún per-

juicio, ni propio ni ajeno, queda prohibida la reproducción total o parcial de este

libro, así como su tratamiento o transmisión informática, no debiendo utilizarse

ni manipularse su contenido por ningún registro o medio que no sea legal, ni se

reproduzcan indebidamente dichos contenidos, ni por fotografía ni por fotocopia,

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Detalle del cuadro de E. Delacroix: Entrada de los cruzados en Constantinopla

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A MODO DE PRÓLOGO

PEDRO DE BLOIS

Pedro de Blois (Francia), clérigo o autor eclesiástico de cierto relieve, fue un desta-

cado diplomático y poeta latino que murió probablemente en este año 1203, habiendo

nacido tal vez en 1135. Tuvo un doble, Pedro de Blois, que fue canciller en Chartres.

Estudió Derecho, Medicina y Teología en Bolonia (Italia), y se formó también en la

escuela catedralicia parisina. Puede que durante sus años de estudiante fuera cuando

compuso una serie de textos en latín, algunos de los cuales se han conservado en la

colección de Carmina Burana, la famosa colección de cantos goliardos o de la picaresca

estudiantil proveniente de los siglos XII y XIII.

En estos poemas se hace gala del gozo por vivir y se cantan los placeres terrenales,

ensalzando el amor carnal y el disfrute de la naturaleza, haciendo crítica satírica a los

estamentos sociales y eclesiásticos. Son poemas que nos dan una visión contrapuesta a

la que se desarrolló en los siglos XVIII y segunda parte del XIX acerca de la Edad Me-

dia como una “época oscura”.

En los Carmina Burana se satirizan y critican todas las clases sociales en general, es-

pecialmente a las personas que ostentaban el poder en la corona y sobre todo en la cle-

recía. Las composiciones más características son las Kontrafakturen que imitan con su

ritmo las antiguas letanías satirizando la decadencia de la curia romana o para construir

elogios al amor, al juego o, sobre todo, al vino, en la tradición de los carmina potoria.

Por otra parte, narran hechos de las cruzadas, así como el rapto de doncellas por caba-

lleros.

Se concentran los cantos también en exaltar el destino y la suerte, junto con elementos

naturales y cotidianos, incluyendo un poema largo con la descripción de varios anima-

les. La importancia de esta serie de textos medievales es que sencillamente es la más

grande y antigua colección de versos de carácter laico del largo período medieval (pues-

to que lo acostumbrado o habitual era realizar únicamente obras literarias de índole reli-

giosa).

Pedro de Blois viajó a Sicilia en 1166, siendo allí tutor del rey Guillermo II de Sicilia

en 1167. Con el arzobispo Esteban de Palermo fue guardián del sello del rey Guillermo

II durante su minoría de edad. Pero el desagrado de los sicilianos hacia Esteban obligó a

Pedro a salir de allí, en 1169. Más tarde, alrededor de 1173, se estableció en Inglaterra,

donde estuvo al servicio del rey Enrique II y de los obispos de Canterbury. También

sirvió a Leonor de Aquitania, que muere en 1204.

Consecuentemente, aunque no fue del todo prominente, Pedro de Blois estuvo en po-

siciones que hicieron de sus trabajos dignas fuentes o aportes para la Historia. Pero la

personalidad de Pedro nunca causó demasiada buena impresión a nadie, no obstante

haberse relacionado con lo más destacado de su tiempo. Por ejemplo, Umberto Crivelli,

que fue luego el Papa Urbano III (1185-1187), fue profesor y amigo de Pedro en Bo-

lonia. Parece que tuvo que soportar el descontento, al no encontrar el reconocimiento a

sus capacidades. No le faltaba habilidad práctica o talento filosófico, pero no era crea-

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tivo ni aprovechó las ocasiones para situarse en una posición de influencia o verdadero

mando. Fue de buena moral, sincero y ético, partidario del Papa Alejandro III (1159-

1181) y enemigo de herejes y cismáticos, respaldando a sus superiores obispos contra

los díscolos, desvergonzados o desobedientes. Sus cartas destacan en interés sobre sus

poemas en lo que a historia se refiere, conteniendo mucho material político, eclesiástico

y social de su tiempo, aunque podemos tener dudas acerca de si son completamente el

resultado de su observación personal, como parecen pretender.

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Año 1203

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REINO DE CASTILLA

Se recuerda en Madrid, y hasta se evoca en documentos, que hubo allí un animado

zoco (azoche o az-zuq) musulmán en los recientes siglos pasados.1 En efecto, la villa de

Madrid, crecida en población de raíces mozárabes, evidentemente fortificada y con cier-

ta prosperidad, con medina y arrabales, conserva mucho gusto por la actividad agrícola,

hortelana, alfarera y comercial.2 El año pasado tratábamos urbanísticamente del Mayrit

andalusí y del Madrid reconquistado y cristiano, que cuenta con su rico pasado y previ-

siblemente de buen futuro.

1 Estuvo situado en la plaza de la Paja, en la zona céntrica del Madrid de los Austrias, en el castizo barrio

de La Latina. La plaza fue gran mercado de Madrid durante los siglos XIII y XIV. Entró en decadencia a

partir del siglo XV, cuando el rey Juan II de Castilla (1406-1454) ordenó construir la plaza del Arrabal

(precedente de la posterior y actual plaza Mayor), desplazándose allí la actividad comercial de la villa ma-

drileña. Pese a ello, la plaza mantuvo su importancia como lugar de residencia de las principales familias

nobiliarias de Madrid. En su entorno estaban situados diferentes palacios, como las casas palaciegas de

los Lasso de Castilla y de los marqueses de la Romana, entre otras, de los que sólo se conserva el palacio

de los Vargas, apellido vinculado al patriciado urbano desde la conquista cristiana de la ciudad, siendo los

Vargas muy valiosos y valientes participantes en la reconquista cristiana, como veremos también, al lado

del rey Alfonso VIII de Castilla en la batalla de las Navas de Tolosa (1212). Ya tratábamos también de

los Vargas cuando nos ocupábamos de San Isidro Labrador (año 1172).

La plaza de la Paja se llama así por la obligación que tuvo su vecindario de entregar paja a los cape-

llanes y al cabildo de la conocida como capilla del Obispo (siglo XVI).

La Capilla del Obispo se erige sobre el solar de una primitiva capilla, probablemente mandada construir

por el rey Alfonso VIII. Fue levantada entre 1520 y 1535, para albergar los restos mortales de San Isidro

Labrador. Responde a una iniciativa de Francisco de Vargas, para cuya familia, una de las más poderosas

del Madrid medieval, trabajó el santo labrador en el siglo XII.

Sin embargo, el impulso definitivo se lo dio su hijo, Gutierre de Vargas Carvajal, obispo de Plasencia

(Cáceres) entre los años 1524-1559, a quien se debe la fundación de la capilla y su suntuosa decoración

interior. En su honor, la construcción empezó a ser conocida popularmente como Capilla del Obispo,

abandonándose el nombre oficial y anterior de Capilla de Santa María y San Juan de Letrán.

El cuerpo de San Isidro permaneció en el recinto hasta 1544, año en el que el párroco de la vecina igle-

sia de San Andrés consiguió, después de numerosos pleitos, trasladarlo a su parroquia, donde estuvo de-

positado hasta el siglo XIX.

Los Vargas decidieron entonces convertir la capilla en su panteón familiar. En 1547, Gutierre de Vargas

Carvajal encargó al escultor Francisco Giralte (1510-1576) la realización del retablo que preside el ábside

y de los dos sepulcros a ambos lados del presbiterio, donde reposan sus restos y los de sus padres, Fran-

cisco de Vargas e Inés de Carvajal. Los trabajos de decoración concluyeron hacia 1550.

2 Ciertamente, Madrid se originó de un modo típicamente musulmán, erigiéndose primero una fortaleza,

agrandándose luego un recinto amurallado como medina o medinilla, teniendo la residencia desde la que

gobernar, la mezquita desde la que rezar y el zoco desde el que comerciar, además de algunas tiendecitas

diseminadas en diversos puntos. Se cuidó el extraer agua del subsuelo de la zona y aprovecharla tanto en

lo urbano como en lo rural o agrícola, algo en lo que los árabes o musulmanes andalusíes fueron real-

mente maestros o expertos. Sin duda tuvieron también los musulmanes sus imprescindibles y caracterís-

ticos baños.

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Este año 1203 fue sobradamente lluvioso, torrencial a veces. En Toledo, una riada hi-

zo que el Tajo se desbordara dejando destruido el puente de barcas.3

El rey Alfonso VIII recompensó con una heredad al maestro Ricardo, autor del Claus-

tro románico del monasterio burgalés y cisterciense de Santa María la Real de Las Huel-

gas.4 Dicho claustro presenta doce arcos que se apoyan sobre columnas pareadas con

capiteles alargados, entre románicos y góticos, con ornamentación vegetal muy estili-

zada. En las esquinas y centro de cada lado se interrumpe la arquería con machones (o

pilar), cuyos capiteles están ricamente labrados con temas de castilletes.

También fue noticia que el rey castellano, el 18 de abril, otorgó a Fuenterrabía u

Hondarribia5 la carta puebla de Donostia o San Sebastián, por lo cual dicha localidad se

3 Un puente de barcas cuyo estribo, de origen musulmán, es el actual Baño de la Cava, histórico y legen-

dario junto al puente de San Martín. Ir a Epílogo I.

4 Magnífico monasterio que se construye entre los años 1181-1222, año este último al que (previsible-

mente) nos emplazamos, si Dios quiere, para extendernos sobre el monumento y la vida que en él se

desenvuelve.

5 Provincia de Guipúzcoa.

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convierte en villa, desgajada de San Sebastián, reforzándose así la frontera castellana

con el reino de Navarra.6

6 En dicha carta puebla se menciona Irún por primera vez en la historia, como aldea bajo la jurisdicción

de Hondarribia. El hecho de ser fundada como villa esta población se produjo a poco más de tres años

después de que el reino de Navarra cediera Guipúzcoa y el norte de Álava al reino de Castilla. También

podemos aclarar que anteriormente ya existía un núcleo poblacional seguramente desarrollado, como

acredita el fuero concedido a San Sebastián en el año 1180 por el rey Sancho VI el Sabio de Navarra

(1150-1194), siendo entonces conocido el lugar como Undarribia. Anteriormente, se tiene constancia de

que los reyes de Navarra realizaban excursiones para cazar en la zona, siendo muy probable que existiera

una pequeña residencia para la caza rodeada de algunas otras edificaciones.

De otra parte, Bibiano (o Vivien), señor de Agramont, se declara vasallo de Sancho VII de Navarra,

poniendo su persona y su castillo (en Viellenave-sur-Bidouze, Bidache, cerca de Bayona) a su servicio y

en él pone la bandera de Sancho. Con él prestan vasallaje 27 señores de la Gascuña pirenaica.

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REINO DE LEÓN

El monasterio de Santa María de Carracedo7 adopta la reforma cisterciense, pero su

poderosa filial de San Martín de Castañeda,8 que controla más de 120 localidades en

varias comarcas de los reinos de León y Portugal, se niega y se resiste a ello.9

7 Situado en el Bierzo (León), los orígenes de este interesante monasterio se remontan al año 990, cuando

el rey Bermudo II el Gotoso (985-999) dio una finca de acogida a los monjes que huían de las incursiones

de Almanzor. Se levantó aquel primitivo monasterio con la advocación de San Salvador, siendo un re-

cinto del que no se conserva resto alguno. Fue restaurado en el año 1138 por la infanta doña Sancha, her-

mana del rey Alfonso VII el Emperador (1126-1157), cediéndolo al abad Florencio y a los monjes del

cercano cenobio de Santa Marina de Valverde, en Corullón. De este modo renace Carracedo convirtién-

dose en cabeza de una congregación de numerosas filiales en León, Galicia, Asturias y Zamora. Hacia

1203, esta congregación ingresará en la orden francesa del Císter, cambiando sus antiguos hábitos bene-

dictinos por los blancos cistercienses, y trocando su anterior nombre de San Salvador por el de Santa

María de Carracedo.

Era a comienzos del siglo XIII un monasterio rico e influyente, pero con su observancia cisterciense in-

crementará su poder, como consecuencia del apoyo regio y de las donaciones que su nueva espiritualidad

suscita en nobles y campesinos, así como por la racionalidad económica, explotando directamente sus

tierras por medio de más de 30 granjas y con monjes conversos o que fueron llamándose legos. A lo largo

del siglo XIII, se concluyen las obras de la iglesia y del claustro anejo. A partir del siglo XIV, el Cister

entrará en una profunda crisis espiritual y económica, como consecuencia de la relajación monacal. En-

tonces, la encomienda o cesión de bienes a un señor a cambio de protección, por ejemplo en Carracedo la

familia García Rodríguez de Valcárcel, que se apodera de algunas heredades y construye en el mo-

nasterio su propio panteón, y la nefasta gestión de los abades comendatarios, que ni son monjes ni residen

en el monasterio pero se aprovechan de sus rentas, causarán declive espiritual y en muchos aspectos,

hasta que viene después la reforma hispana del Císter y el nacimiento de la Congregación de Castilla, a la

que Carracedo se adhiere en 1505. Se inaugura así una nueva etapa de esplendor monacal, caracterizada

por una profunda renovación de la vida monástica, la recuperación económica y la influencia social y

cultural de los monjes. Carracedo reorganizará entonces su dominio en siete prioratos, fuente de abun-

dantes recursos destinados en gran parte a la reconstrucción y ampliación del edificio y dependencias:

nuevo claustro, sacristía, cubierta del refectorio y cerca monástica en el siglo XVI; claustro de la hos-

pedería, torre campanario y el llamado Tercer Patio en los siglos XVII y XVIII; y por último, la edifi-

cación de una iglesia sobre la anterior, que se inicia el año 1796.

Con la exclaustración y desamortización española en 1835, con la venta que supuso de propiedades, el

monasterio fue objeto de saqueo y destrucción, salvándose únicamente al iglesia neoclásica, las alas del

Capítulo (vivienda del párroco) y del refectorio (de propiedad privada). Fue muy rápido y lamentable el

proceso de destrucción de aquella vasta edificación.

A partir de 1928, declarado Monumento Nacional, bajo propiedad de la Diputación Provincial de León

y del Obispado de Astorga, fue procesualmente restaurado, siendo de consideración su más reciente

arreglo, proyectado por los arquitectos Salvador Pérez Arroyo y Susana Mora Muñoyerro, en la que se

integraron un estudio histórico de José A. Balboa de Paz y una excavación arqueológica dirigida por

Fernando Miguel Hernández.

8 En la provincia de Zamora. El de San Martín de Castañeda, reconocido su valor monumental y artístico

es el único de los monasterios cistercienses zamoranos fundado en una montaña, con su época de esplen-

dor durante los siglos XII y XIII que le llevó a dominar todo el Valle de Sanabria. Su iglesia románica es

la única de los monasterios cistercienses de la provincia que nos llegó íntegra, aunque los monjes no per-

manecen allí. Junto a la iglesia se conserva parte de la crujía oriental del claustro y la parte septentrional

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REINO DE ARAGÓN

El rey Pedro II de Aragón recuperó como cristiano algún territorio del poder almohade

en sus fronteras por el sur.10

del claustro de la hospedería. Es iglesia con planta de cruz latina, de tres naves con cuatro tramos, crucero

cúbico y cabecera formada por tres ábsides semicirculares escalonados. Todo ello realizado con excelente

y austera sillería granítica y pizarra.

Hay tres accesos de la época románica: uno en la zona occidental (con mucha reforma renacentista) y

dos en la nave de la epístola, estando formada la más oriental por arco de medio punto y cuatro arqui-

voltas lisas. La otra portada presenta arco doblado de medio punto sobre impostas de filete y nacelas. La

decoración escultórica, ceñida a capiteles, ménsulas, canecillos y basas, responde al gusto benedictino. La

nave central está cubierta por una bóveda de cañón levemente apuntada, reforzada por fajones doblados y

peraltados. Los ventanales de los ábsides están decorados con arquerías abocinadas a base de columnas.

La fachada meridional comunicaba, en origen, con las dependencias monacales, incluido el desaparecido

claustro. La fachada occidental se enmarca en dos contrafuertes y se corona con una espadaña moderna.

De la fachada norte es destacable el extremo del crucero, cubierto con tejado a dos aguas y cuyo muro se

organiza mediante molduras horizontales formando cuatro cuerpos. Destaca el segundo de ellos, con una

arquería ciega de arcos lanceados sobre columnillas con capiteles vegetales.

9 Hasta 1245.

10

Hay que decir, en líneas generales, que el reinado de Pedro II fue más bien de una política desplegada

en territorios transpirenaicos y catalanes, sin que por ello obtuviera grandes resultados sino más bien

fracasos, lo cual le hizo mermar en sus recursos financieros y aumentar en sus deudas, no pudiendo

atender mucho a la frontera hispana o con los almohades. No obstante, tuvo algunos logros en los

fronterizos dominios andalusíes, reconquistando (en la provincia de Teruel) Mora de Rubielos (año 1198),

Manzanera (año 1202), Rubielos de Mora (en este año 1203), Camarena de la Sierra (año 1205), El

Cuervo (año 1210), con Castielfabib y Ademuz (dos localidades de la provincia de Valencia pero in-

crustadas en el sur de la provincia de Teruel y en el límite de Castilla-La Mancha, en la comarca conocida

como Rincón de Ademuz, reconquistadas también por Pedro II en 1210). Así hay que decir que el rey

Pedro II de Aragón tuvo también su importancia en la reconquista española. Como veremos, con Sancho

VII de Navarra, mostrará su apoyo al rey Alfonso VIII de Castilla contra los almohades en la campaña

que culminará en la batalla de las Navas de Tolosa (año 1212), con rotunda victoria cristiana, decisiva y

de gran resonancia en la época. Realmente empezó ahí el final de la reconquista, aunque todavía pro-

longada, como iremos viendo.

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AL-ÁNDALUS

El califa almohade, Muhammad an-Nasir (Miramamolín), fuerte en Al-Ándalus, se

propuso finalmente en este año 1203 (599 de la Hégira) acabar con los baluartes aún

almorávides de Mallorca y Túnez, muy relacionados entre sí. Organizó para ello una

armada de guerra en Argel (Ifriqiya) dirigiéndose en primer lugar a Denia, en la costa

levantina andalusí,11

zarpando en definitiva una flota de 300 naves mandadas por el

almirante Abu al-Ula, con 1.200 soldados a caballo, 700 arqueros y 15.000 peones, que

al mando de Abd Allah ibn Ta’Allah al-Kumi, nombrado gobernador almohade de Ba-

leares, hace escala en Ibiza (almohade desde 1187) y desembarca en Mallorca.12

Pu-

dieron conquistar los almohades, durante el otoño y el comienzo del invierno, a los al-

morávides de los Banu Ganiya, la ciudad de Palma, regresando luego victoriosos al

norte de África. Hay que destacar que durante esta campaña fue ejecutado el rey de la

taifa almorávide mallorquina, Abd Allah, siendo paseada su cabeza por toda Palma cla-

vada en una pica. El hermano de Abd Allah, Yahya ibn Ganiya, consiguió la sumisión

del valí almohade de Túnez, Sidi Abu Zayd, a mediados de diciembre, pero se dio a la

fuga al enterarse de que venía en su busca el mismo califa, no contando ya el Ganiya

con apoyos tribales ni locales.13

11

Provincia de Alicante.

12

Desembarco que tuvo lugar el 23 de septiembre.

13

Y así acabaron los Banu Ganiya y este fue el final del reino de taifa balear o de Mallorca. Yahya ibn

Ganiya acabó siendo un vulgar bandolero por el Magreb, parece ser que hasta su muerte en 1237.

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DUCADO DE BRETAÑA

Parece ser que en Ruan (Rouen) ocurrió el 3 de abril de este año 120314

el asesinato

del duque Arturo I de Bretaña, teniendo 16 años de edad, a quien podemos recordar co-

mo hijo póstumo de Godofredo II de Bretaña15

y de Constanza de Bretaña o de Penthiè-

vre.16

Le causó la muerte su tío el rey Juan I de Inglaterra,17

hermano de Godofredo.

Arturo fue proclamado duque de Bretaña en 1196, estando el ducado asociado a su

madre como duquesa heredera.

Como podemos recordar, fue educado en la corte francesa del rey Felipe II Augusto,

protegiéndole en su momento de Ricardo I de Inglaterra (Corazón de León), a quien el

rey francés consideró lleno de ambición y codicia. No obstante, en 1194, Ricardo desig-

nó a Arturo su heredero y sucesor al trono inglés, cuando ocurriera su muerte, relegando

a su hermano menor, el conocido Juan Sin Tierra, que es quien reina. Porque Felipe Au-

gusto de Francia tuvo la gran habilidad de convencer a los nobles bretones, en 1198, un

año antes de la muerte de Ricardo, para que Arturo fuese enviado a la corte francesa,

donde siendo su vasallo sería educado como tal, lo cual representó una seria amenaza

para Ricardo, pues siendo Arturo su heredero, éste, educado por el rey francés, acabaría

por volverse en contra suya (evidentemente el rey inglés recordaba los amargos momen-

tos que le hizo pasar a su padre Enrique II cuando era el heredero, y no quería que esto

se repitiera en su persona). Ricardo decidió entonces desheredar a Arturo y nombró co-

mo nuevo heredero a su hermano Juan. Sin embargo, el heredero legítimo de Ricardo

era Arturo, por evidente línea sucesoria (al ser el hijo del hermano inmediatamente me-

nor del rey). Esto ocasionó una grave confusión y mucho lío en Inglaterra.

Al morir Ricardo Corazón de León en 1199, Arturo debía ser el sucesor del difunto

rey, pero estando ausente del país, Juan Sin Tierra aprovechó la ocasión para procla-

marse rey, apoyado por su madre Leonor de Aquitania, que le cedió la regencia del du-

cado de Aquitania. Los nobles del condado de Anjou, proclamaron como conde a Ar-

turo, con el apoyo del rey de Francia, mientras que los nobles de Normandía y los pro-

pios ingleses reconocieron a Juan como su soberano. Sin embargo, al ser derrotado el

nuevo rey inglés, decidió pactar con el monarca francés, cediéndole algunos territorios y

una cuantiosa compensación económica. A cambio, el rey de Francia retiró su apoyo a

14

Parece ser que era Jueves Santo. Y al amanecer del domingo de Pascua, 6 de abril, moría en París el

canónigo San Guillermo, que se conmemora en el santoral el 6 de abril. Fue canonizado en 1224 por el

Papa Honorio III (1216-1227).

15

Hijo del rey Enrique II de Inglaterra y de Leonor de Aquitania, muerto el 19 de agosto de 1186 con 27

años de edad.

16

Muerta el 5 de septiembre de 1201.

17

Conocido como Juan Sin Tierra.

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Arturo dejándole únicamente el ducado de Bretaña como feudo vasallo de Juan Sin Tie-

rra. En 1201, al morir Constanza, su madre, Arturo asumió el gobierno del ducado de

Bretaña.

En el marco de la guerra, el duque Arturo intentó secuestrar a su abuela, Leonor de

Aquitania, en el castillo de Mirebeau, próximo a Poitou. Pero Leonor pidió ayuda a su

hijo Juan, que derrotó al ejército francés del duque en la batalla de Mirebeau, siendo Ar-

turo apresado por el caballero Guillermo des Roches. Le encarcelaron primero en Falai-

se y luego en Rouen o Ruan, donde Juan Sin Tierra trató de obligarle a renunciar a sus

pretensiones al trono inglés, primero con amenazas, y luego, según se cuenta, mediante

la tortura. Nadie sabe a ciencia cierta lo que se supone qué ocurrió con Arturo después

de todo eso.18

Castillo de Falaise

18

Según los anales de la abadía de Margam, en Gales, ocurrió esto el 3 de abril de 1203: “Luego de que

el rey Juan capturara a Arturo y lo mantuviera vivo en prisión algún tiempo en el Castillo de Ruan...

cuando Juan estaba borracho y poseído por el demonio, mató a Arturo con sus propias manos y, atando

el cuerpo a una piedra pesada, lo arrojó al Sena”. Sin embargo, el oficial que comandaba la fortaleza de

Ruan, el muy poderoso e influyente Hubert de Burgh, declaró haber entregado a Arturo cerca de la Pascua

de 1203 a los agentes del rey para ser castrado y que Arturo murió de una conmoción. Más tarde, Huberto

se retractó y declaró que Arturo aún estaba vivo, pero nadie volvió a ver a este último con vida, y la

suposición de su asesinato causó una rebelión contra el rey Juan en Bretaña y después en Normandía.

Además de Arturo, Juan también capturó a su sobrina, Eleanor, Primera Doncella de Bretaña, que per-

maneció prisionera el resto de su vida (que llegó a término en 1241).

La muerte de Arturo es un elemento central en el drama de Shakespeare El rey Juan, donde Arturo es

presentado como un niño cuya inocencia hace que Hubert de Burgh incumpla el mandato del rey Juan de

matarlo. Arturo muere poco después durante la fuga.

Otras obras referenciales de la literatura son: La chasse du Prince Arthur (de Auguste Brizeux, siglo

XIX) y Hubert‟s Arthur, de Frederick Rolfe (“Baron Corvo”), publicada en 1935 por A. J. A. Symons.

Joseph-Guy Ropartz compuso La Chasse du Prince Arthur, poema sinfónico (1912) basado en la obra

de Brizeux.

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El príncipe Arturo y Hubert de Burgh

Galería de Arte de Manchester

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Muerte de Arturo (por Thomas Welly, 1754)

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DE ZARA A CONSTANTINOPLA

Desde Zara,19

la expedición de la cuarta cruzada puso rumbo a Constantinopla, divi-

dida y tensa por las luchas entre los hermanos Alejo III e Isaac II.20

Sabemos que Alejo III Ángelo fue el hijo segundo de Andrónico Ángelo, nieto de

Alejo I Comneno. En 1195, mientras su hermano Isaac II Ángelo estaba de cacería en

Tracia, Alejo fue proclamado emperador por las tropas. Capturó a Isaac en Stagira (Ma-

cedonia) y desde entonces le mantuvo preso, a pesar de que su hermano le había libe-

rado de su cautividad en Antioquía y le había otorgado muchos honores.

En compensación por este delito, y para asegurarse en su puesto como emperador,

Alejo tuvo que repartir dinero con tanta liberalidad que llegó a vaciar el tesoro imperial,

y concedió tantos permisos a los oficiales del ejército que casi dejó indefenso el Im-

perio. Así consumó la ruina financiera estatal.

La capaz y activa emperatriz Eufrosine Ducas, esposa de Alejo III, intentó en vano

mantener su crédito y su corte; Vatatzes, el instrumento favorito de sus intentos de re-

forma, fue asesinado por orden del propio emperador.

19

Como vimos el pasado año.

20

Isaac II Ángelo fue emperador bizantino entre los años 1185-1195 y luego nuevamente entre los años

1203-1204. Se había proclamado emperador después de derrocar a Andrónico I Comneno (cuyos sucesos

trágicos podemos recordar). Enseguida fortaleció su posición, como sabemos, organizando matrimonios

dinásticos en 1185 y 1186. Empezó su reinado con una victoria militar sobre el rey Guillermo II de Sicilia

el 7 de septiembre de 1185, cuando Guillermo había invadido los Balcanes con 80.000 hombres y 200

barcos. Su atención se dirigió luego al este, donde varios usurpadores pretendían reclamar el trono. En

1189, el emperador Federico I Barbarroja del Sacro Imperio Romano Germánico solicitó y obtuvo per-

miso para llevar a sus tropas de la tercera cruzada a través del Imperio Bizantino, pero tan pronto como

cruzó la frontera, Isaac estableció una alianza con Saladino. En venganza, Barbarroja ocupó Filipópolis y

derrotó a un ejército bizantino de 3.000 hombres.

Los siguientes cinco años estuvieron ocupados por Isaac II en continuas guerras con Bulgaria. A pesar

de un prometedor comienzo, tuvieron poco efecto, y en la batalla de Tryavna (año 1190), Isaac apenas si

pudo escapar con vida. Otra derrota aún mayor sufrieron los bizantinos en la batalla de Arcadiópolis (año

1194). Mientras se preparaba para una nueva ofensiva en 1195, recordamos cómo su hermano Alejo III se

proclamó emperador y fue reconocido por los soldados. Isaac fue cegado y apresado en Constantinopla.

Isaac II fue restablecido en 1203 por la intervención de la cuarta cruzada y gobernó con su hijo Alejo IV

Ángelo, hasta que Alejo Ducas Marzuflos los metió en la cárcel y los asesinó, proclamándose él empe-

rador como Alejo V.

El emperador Isaac II tiene la reputación de ser uno de los más fracasados de Bizancio. Rodeado por

una multitud de esclavos, amantes y aduladores, permitió que su Imperio fuera administrado por sus favo-

ritos indignos, mientras que despilfarró el dinero destinado a sus provincias, en edificios costosos y re-

galos caros a las iglesias de su ciudad. Durante su reinado, el Imperio perdió muchos territorios y del todo

su prestigio histórico.

Es confusa también su vida matrimonial y familiar, en cuyos pormenores no entramos o no nos inte-

resamos al respecto.

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Por el este, el Imperio estaba siendo invadido por los turcos selyúcidas; por el norte,

los búlgaros y los valacos bajaban sin oposición a saquear los llanos de Macedonia y

Tracia; mientras tanto, Alejo derrochaba el tesoro público en sus palacios y jardines.

Pronto vería llegar la amenazante y más que peligrosa cuarta cruzada.

Alejo, hijo del depuesto Isaac II, había escapado de Constantinopla y pidió ayuda a los

cruzados, prometiéndoles, a cambio de su apoyo para destronar a su tío, el fin del cisma

entre el Oriente griego y el Occidente latino.

Los cruzados, que hasta entonces habían tenido Egipto como objetivo, decidieron mo-

dificar su ruta y, cambiando de rumbo, dirigirse a Constantinopla, ante la cual apare-

cieron en junio de este 1203. Enseguida proclamaron emperador a Alejo como Alejo IV,

tras convocar a los ciudadanos para que depusiesen a su tío. Alejo III, abrumado, no to-

mó ninguna medida para resistir. Su yerno, Teodoro Láscaris, que fue el único que in-

tentó resistir, fue derrotado en Scutari, y así dio comienzo el sitio de Constantinopla.

El 17 de julio, los cruzados, con el anciano dux veneciano Enrico Dandolo al mando,

escalaron las murallas y tomaron la ciudad, saqueándola luego. Durante la lucha y car-

nicería que siguió, Alejo III se escondió en el palacio, para, finalmente, con una de sus

hijas, Irene, y todos los tesoros que pudo reunir, huir en un bote y escapar a Devel-

ton, en Tracia, dejando a su mujer, sus demás hijas y su Imperio a los invasores.21

Isaac

21

Noble bizantino y yerno de Alejo III Ángelo fue Alejo Paleólogo, aparentemente su heredero desde

1199, pero muerto por causas naturales en este año 1203, a una edad relativamente temprana (aunque no

la sabemos). Destacó como miembro muy activo de la familia imperial sofocando revueltas y aplacando

disturbios contra el emperador. A través de su hija, se convirtió en uno de los progenitores o genearcas de

la dinastía de los Paleólogos, la reinante en el Imperio Bizantino a partir de la cuarta cruzada, como

Imperio en el exilio desde Nicea, pues el Imperio Bizantino se convirtió con los cruzados en Imperio

Latino de Constantinopla.

Los orígenes de Alejo Paleólogo son oscuros. Se sabe que su familia era rica y mayormente conocida

como funcionarios civiles y militares bajo los emperadores Comneno. El padre de Alejo fue probable-

mente el sebastos y gran hetairiarca (señor y jefe de mercenarios) Jorge Paleólogo, el hijo o nieto del

partidario más incondicional de Alejo I Comneno llamado también Jorge Paleólogo. A través de su abue-

la, Alejo compartía sangre con la casa Comneno. Alrededor de 1198, Alejo fue elegido por el emperador

Alejo III, que carecía de descendencia masculina, para desposar a Irene, su hija mayor. Irene era la viuda

de Andrónico Contostéfano, y Alejo Paleólogo se vio obligado a divorciarse de su primera esposa (cuyo

nombre se desconoce) para casarse con esta princesa. La boda tuvo lugar en la primavera de 1199 y fue

acompañada por celebraciones fastuosas. De este modo Alejo se convirtió en el aparente heredero impe-

rial, y fue ascendido al rango de déspota (participante muy directo del emperador en uno de sus domi-

nios). Irene murió algo después de su esposo Alejo. Al mismo tiempo, la segunda hija del emperador,

Ana, también viuda, se casó con Teodoro Láscaris, el futuro fundador del Imperio de Nicea, siendo 1222

el año de su muerte.

Poco después, ambos yernos imperiales fueron enviados juntos con el general Manuel Camitzes, empa-

rentado con la familia imperial, contra el rebelde Ivanko en Tracia. Durante esta campaña, en el asedio

de Kritzimos (en la actual Bulgaria), el padre de Alejo fue asesinado. La campaña fracasó cuando la

fuerza bizantina quedó atrapada en una emboscada y Camitzes fue capturado. Este éxito animó a Ivanko,

que reclamaba el título imperial. En la primavera de 1200, Alejo III fingió estar dispuesto a iniciar ne-

gociaciones, y envió a Alejo Paleólogo para reunirse con el rebelde. Alejo le dio promesas solemnes de

seguridad, pero cuando Ivanko apareció en el campamento imperial, fue arrestado y ejecutado. En febrero

de ese mismo año, Alejo había sido llamado para ayudar con los disturbios que estallaron en Constanti-

nopla en protesta contra la malversación de las donaciones de caridad por el funcionario de las prisiones

Juan Lagos. Una gran multitud había tomado el control de las cárceles de la capital y las abrieron y se

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II, sacado de su prisión e investido de nuevo con la púrpura imperial, recibió a su hijo

Alejo IV.

Poco después, Alejo III, con la ayuda de Alejo Murzuflo,22

intentó recuperar el trono.

Pero el intento no tuvo éxito y, tras recorrerse toda Grecia, se rindió, junto con Eufro-

sina (que mientras tanto se había reunido con él), a Bonifacio de Montferrato, que en-

tonces dominaba gran parte de la Península Balcánica.23

Los cruzados, pues, tomaron la ciudad de Constantinopla y repusieron en el trono a

Isaac II (ciego), al que quedó asociado su hijo Alejo IV; éstos, según lo acordado pre-

viamente, concedieron a los venecianos extraordinarios privilegios comerciales y decre-

taron la unión de las Iglesias bajo la autoridad del Papa de Roma. Tales medidas pro-

vocaron un levantamiento popular que depuso a Isaac II y a Alejo IV, elevándose al

poder imperial Alejo V Ducas,24

el cual anuló enseguida todas las disposiciones dadas

enfrentaron contra los guardias del emperador, que estaba ausente en Crisópolis. Alejo Paleólogo dirigió

las tropas en la ciudad y reprimió la revuelta después de infligir fuertes bajas en la población.

En julio de 1201, Alejo fue fundamental en la represión del intento de golpe de Estado por Juan

Comneno el Gordo. Después de que los rebeldes habían tomado el control de la mayor parte del Gran

Palacio, Alejo fue enviado por el emperador con tropas y barcos de Blanquerna (suburbio palaciego en el

noroeste de Constantinopla) a la costa oriental de la ciudad. Allí se encontraron con la guardia del Gran

Palacio, y despejaron el palacio y el Hipódromo de los partidarios del usurpador, quien fue capturado y

decapitado. Probablemente en 1202, Alejo fue herido cuando la tienda imperial colapsó durante un terre-

moto, pero en el mismo verano dirigió la campaña que sometió la rebelión del gobernador Juan Spiri-

donaces en Macedonia oriental, obligando a este último a huir a Bulgaria.

Sí sabemos que la muerte de Alejo Paleólogo ocurrió antes de la deposición y huida de Alejo III ante el

sitio de Constantinopla por la cuarta cruzada.

Además de su padre Jorge, Alejo tuvo una tía de nombre desconocido, quien se casó con Juan Brienio,

y un tío, el sebastos Constantino. El nombre de su madre no es conocido, tampoco parece que tuvo her-

manos. Por su matrimonio con Irene Angelina, tuvo una hija, Teodora, quien se casó con el gran do-

méstico Andrónico Paleólogo, el hijo del megaduque Alejo Paleólogo (de una rama diferente de la familia

de los Paleólogo) y de Irene Comnena. Tuvieron muchos hijos, el más prominente de los cuales fue

Miguel VIII Paleólogo, quien se convirtió en emperador de Nicea en 1259 y restauró el Imperio Bizantino

en 1261, fundando real y estable la dinastía Paleólogo.

22

El futuro Alejo V Ducas (emperador en 1204). Marzuflo hace referencia a sus pobladas y cejijuntas ce-

jas.

23

Las tierras que formaron en efímero reino de Tesalónica a partir de esta cuarta cruzada, en 1204 (y has-

ta 1224).

Tras dejar su protección, buscó ayuda en Miguel I Ducas, déspota de Epiro (un despotado era un terri-

torio imperial cedido a príncipes familiares), y después viajó a Asia Menor, donde su yerno Láscaris se

acababa de establecer para resistir a los latinos.

Alejo III, aliado con Kaikosru I, el sultán de Rüm (también conocido como sultán de Iconio o Konya),

exigió la corona de Láscaris, y ante el rechazo de éste, marchó contra él. Pero Láscaris lo derrotó y lo hizo

prisionero. Alejo fue enviado a un monasterio en Nicea, donde murió en fecha indeterminada, que pudo

ser 1203.

24 Realmente a partir del 5 de febrero de 1204.

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por sus antecesores, a lo que replicaron los cruzados sitiando nuevamente Constantino-

pla.25

Una multitud de bizantinos destruyó en Constantinopla la estatua de Atenea Proma-

cos,26

que estuvo antiguamente en la Acrópolis27

de Atenas. Parece ser que la derribaron

para que no se utilizara favoreciendo a los cruzados con señales.28

La estatua fue obra del célebre Fidias29

realizada en bronce.30

Se hizo para conme-

morar la victoria de los atenienses sobre el ejército aqueménida de los persas, pues Pau-

sanias, el geógrafo griego del siglo II, dice que fue realizada con el diezmo del botín de

los medos de Maratón (año 490 a. de C.), y en su escudo labró Fidias, entre otras cosas,

la mítica lucha de centauros y lápitas que diseñara el pintor griego Parrasio (siglo V a.

de C.). Pausanias señalaba que la estatua de Atenea Promacos (la punta dorada de su

lanza y la cresta de su yelmo) era lo primero que divisaban los marineros y navegantes

según se acercaban desde Sunión.31

25

Dueños de la ciudad, los cruzados resolvieron que ya no la abandonarían. El que sí tuvo que abando-

narla fue Alejo V, en 1204.

Será elegido emperador latino Balduino de Flandes como Balduino I de Constantinopla, repartiéndose

las provincias del Imperio Bizantino los caballeros expedicionarios y los mercaderes venecianos. Y en es-

to se resumirá la cuarta cruzada.

26

La denominación Promacos era la utilizada para designar a los que combaten en primera línea de ba-

talla.

27

El término griego acrópolis hace referencia a la parte más elevada sobre la que se sustenta una ciudad,

siendo un término actualmente más restringido a las partes más altas de las polis griegas, aunque se utilice

también en relación a las ciudades del Imperio Romano o de otras civilizaciones.

Con la intención de disponer de una mejor defensa, los primitivos pobladores emplazaban sus asenta-

mientos en elevaciones naturales del terreno, preferiblemente con bordes escarpados. Con el tiempo, esta

zona elevada se convertía en el núcleo a partir del cual iba desarrollándose el crecimiento urbano expan-

diéndose. Así ocurrió en ciudades como Atenas o Roma, siendo ésta el resultado de la unificación de siete

poblados ubicados en sus respectivas colinas. Debido a la situación privilegiada, las acrópolis solían al-

bergar los edificios más emblemáticos, como templos o plazas de reunión (ágora), lugares donde se reunía

la gente destacada y libre de la ciudad, siendo donde se celebraban los actos importantes.

28

Actualmente no hay certeza de poseer en algún sitio una copia de la famosa estatua, pero sí hay algu-

nas representaciones en vasos o monedas, de donde se deduce que con una mano sostenía el escudo y pro-

bablemente con la otra sujetaba la lanza como para proteger la ciudad de un ataque o quizá sostenía un

búho. A veces se relaciona con la Atenea Promacos la conocida como Atenea Medici, que se muestra ac-

tualmente en el museo parisino del Louvre.

29

Fidias (siglo V a. de C.) la realizó probablemente después de la Atenea Lemnia y con anterioridad a

la Atenea Partenos (de marfil y oro). Contaremos enseguida la muy probable traslación de la estatua a

Constantinopla, siendo ubicada en el foro de Constantino o destacando en el hipódromo. 30

Se calcula que medía unos 15 metros de altura, tomando como referencia su pedestal, que aún se con-

serva entre el Erecteión y el Partenón de Atenas. Otros autores le atribuyen sólo 7 metros de altura. Se

calcula que se necesitaron aproximadamente 3 toneladas de bronce para su realización y unos 180 traba-

jadores.

31

El cabo localizado a 65 kilómetros al sureste de Atenas, en el Ática.

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El cronista bizantino Nicetas Coniates32

la describe así: “El ropaje le caía hasta los

pies. Llevaba un cinturón que le ceñía el talle. Cubría sus pechos una coraza con la ca-

beza de la Gorgona [la mitológica Medusa]. Su cuello, descubierto y largo, causaba

placer sin límite al contemplarlo. Tenía marcadas sus venas y sus formas eran ágiles y

bien articuladas. Sobre la cabeza llevaba una cimera de pelo de caballo que infundía

pavor. Su cabello estaba atado por detrás en una mata, mientras que los bucles que se

escurrían por debajo del casco eran fiesta para los ojos, porque el cabello no estaba

enteramente metido dentro del yelmo, sino que éste permitía ver un poco de sus tren-

zas”.

Plano de la Acrópolis de Atenas

En el conjunto monumental de la Acrópolis de Atenas destacó la bien dispuesta situa-

ción de la estatua de Atenea Promacos.33

32

Que muere probablemente entre los años 1215-1216.

33

He aquí la correspondencia con la numeración (sin que entremos en pormenores): 1) Partenón, 2) an-

tiguo templo de Atenea, 3) Erecteión, 4) estatua de Atenea Promacos, 5) Propileos, 6) templo de Atenea

Niké, 7) Eleusinión, 8) santuario de Artemisa Brauronia, 9) Calcoteca, 10) Pandroseión, 11) Arreforión,

12) altar de Atenea, 13) santuario de Zeus Polieo, 14) santuario de Pandión, 15) Odeón de Herodes Ático,

16) Stoa de Eumenes, 17) santuario de Asclepio o Asclepeion, 18) teatro de Dionisio Eléuteros, 19)

Odeón de Pericles, 20) Témenos de Dionisio, 21) Aglaureión.

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La Atenea Promacos se hallaba en el centro de la Acrópolis de Atenas, cuya planifi-

cación urbanística correspondió a Fidias aunque colaboraron en ello otros arquitectos y

artistas destacados, como Ictino y Calícrates, ambos en el Partenón y el segundo en el

Erecteión y en el templo de Atenea Niké.

La Atenea Promacos era considerada la protectora de Atenas, pues se urdió la creencia

que donde se alza el Partenón había nacido del todo fuerte o adulta Atenas, completa-

mente armada y de la cabeza de Zeus. Esta estatua era visible desde toda Atenas y lla-

maba la atención el efecto del sol iluminando sus pertrechos: casco, lanza y armadura.

Incluso los paganos atenienses atribuyeron a su intervención milagrosa que a fines del

siglo IV (después de Cristo) no se atreviera a atacar la ciudad el godo Alarico. Tal vez

ello explique que en el año 429 destruyeran mucho por allí los cristianos, erradicando el

paganismo y arrasando, por ejemplo el templo de Zeus de Olimpia.

En fin, a finales del siglo IV, el emperador Teodosio I (379-395) dispuso también el

traslado a Constantinopla de la Atenea Partenos, que se pierde también en el saqueo y

destrucción obrada ahora a causa de los cruzados.

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KIEV

Se dice que la vieja ciudad de Kiev se llama así por derivación de Kiy, uno de sus cua-

tro fundadores legendarios. Parece ser que en el siglo V era un centro de cierta rele-

vancia comercial entre Escandinavia y Constantinopla. Como asentamiento eslavo caía

en esa ruta y era ciudad tributaria de los imperiales jázaros (de amplios territorios por el

Cáucaso y a orillas del mar Caspio).34

Fue así hasta que se apoderaron de Kiev los va-

regos (vikingos) en la segunda mitad del siglo IX, cuando los jázaros desaparecen de la

historia misteriosamente, suplantados por la denominada Rus de Kiev.35

Desde mediados del siglo XI presionan e invaden en Kiev los llamados cumanos. En

1055 fueron contenidos por un acuerdo con el príncipe Vsevolod I de Kiev, pero más

tarde, en 1061, ya no se contuvieron a pesar del tratado: invadieron y devastaron Pere-

yaslav, comenzando así una guerra muy duradera y prolongada.36

En 1068 hubo victoria

de los cumanos, sucediéndose las invasiones y haciendo cautivos que vendían como es-

clavos en los mercados por doquier.

Vladimir de Kiev fue derrotado en 1093 por un ejército cumano numeroso y diestro

como jinetes y arqueros. Hubo muchas victorias de los cumanos hasta el presente, aun-

que también fueron derrotados algunas veces. Pero en este año 1203 los cumanos se

apoderaron de Kiev con rotunda victoria. Ya veremos cuanto ocurra en adelante.

34

Hay quienes sostienen que los jázaros eran provenientes de dispersas tribus bíblicas o hebreas.

35

La Rus de Kiev fue el antiguo estado eslavo o importante principado (dinastía Rúrika) al que en tantos

momentos nos referimos en nuestro Cronicón. Fue una federación de tribus eslavas orientales en la

Europa del siglo IX y hasta mediados del siglo XIII. Los pueblos modernos de Bielorrusia, Ucrania y

Rusia reivindicaron a la Rus de Kiev como el origen de su legado cultural. Alcanzó su mayor extensión a

mediados del siglo XI, abarcando desde el mar Báltico en el norte y el mar Negro en el sur, y desde las

cabeceras del Vístula en el oeste hasta la península de Tamán en el este.

36

De 175 años.

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CONDADO DE HOLANDA

Sabemos que el condado de Holanda es una entidad estatal feudataria del Sacro Im-

perio Romano Germánico, en un complejo conjunto de territorios y poderes.37

Se creó

este condado, el de Holanda, por la dinastía conocida como de los Teodoricos, miem-

bros de una poderosa familia de tradicional y rancio abolengo que se remonta al conde

Gerolfo II, subordinado del duque Godofredo de Frisia.38

Por el siglo X, los condes de Frisia occidental, defensores de la costa frente a las inva-

siones de normandos o vikingos, habían gozado enteramente del favor carolingio y de

los reyes sajones. Pero reinando el emperador Enrique II (1014-1024),39

como podemos

recordar, la situación política cambió, porque la política real, apoyada cada vez más en

la influencia episcopal, provocó un conflicto de intereses entre Utrecht y el conde fri-

són. Y hubo sus luchas.

Entre 1157 y 1168, se desató un conflicto sobre Zelanda entre los condados de Flan-

des y de Holanda, pero el status isleño no cambió: continuaron siendo un feudo que los

condes de Zelanda tenían del condado de Flandes.

Ahora, en 1203,40

murió el conde Teodorico VII de Holanda,41

sin hijos varones.42

Pasa pues que su hermano Guillermo reivindica el condado para sí a costa de que lo

pierda su sobrina Ada.43

37

En 1433 será adquirido por Felipe el Bueno, conocido también como Gran Duque de Occidente, por la

amplitud de sus territorios bajo la influencia del ducado de Borgoña, incluyendo los Países Bajos, primero

borgoñones y posteriormente españoles.

38

A Gerolfo II se le conoce también como Gerolfo el Joven, conde del Kennemerland (un territorio de

Frisia Occidental). Probablemente fue el padre de dos hijos: Teodorico I de Holanda (muerto tal vez en el

año 959) y Waldger (conde del pagus Lake et Isla, territorio entre los ríos Lek e IJessel, que transmitió a

su hijo Radbod, según un diploma del emperador Otón I del año 944). Radbod gobernó también (año 975)

el territorio de Instarlaka en el cual se ubicaba Utrecht. Gerolfo II pudo ser hijo o nieto de Gerolfo I o

Gerolfo el Viejo, conde de Frisia allá por el año 833, durante el reinado del emperador carolingio Lu-

dovico Pío (814-840).

Gerolfo II estuvo subordinado al duque normando (vikingo) Godofredo de Frisia (asesinado en junio del

año 885), quien a su vez fue vasallo del emperador carolingio Carlos el Calvo (muerto en 877), del que

había recibido tierras en feudo. Hubo sus relaciones e historias al respecto, sin que entremos ahora en

aquellos pasados pormenores e incidencias.

39

San Enrique (cuya fiesta es el 13 de julio).

40

A finales de noviembre.

41

Hijo de Florencio III de Holanda y de Ada de Huntingdon.

42

En 1186, se casó Teodorico con Adela de Clèves, hija del conde Arnoldo I de Clèves y de Ida de Lo-

vaina. Tuvieron dos hijas: Adela (muerta en este año 1203, prometida a Enrique de Güeldres, primogénito

de Otón I de Güeldres) y Ada (nacida en 1188 y muerta en 1223), condesa de Holanda (casada en 1203

con el conde Louis II de Looz, muerto en 1218).

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Hay que decir que en estos tiempos del conde Teodorico VII de Holanda, dominando

desde 1190, el Sacro Imperio Romano Germánico se desgarra entre los contendientes

cuyas relaciones conflictivas fuimos contando.44

El emperador necesitaba su apoyo y

concedió a Teodorico el derecho a percibir impuestos de los comerciantes flamencos

que acudían a Geervliet. Enrique le donó la Grote Waard (Dordrecht y sus alrededores)

a expensas del obispado o diócesis de Utrecht. También decidió que el condado de Ho-

landa se pudiera transmitir por línea femenina.

Supuesto todo lo dicho es fácil entender la sublevación reivindicativa de Guillermo, el

cual había seguido a su padre, Florencio III, en la desafortunada tercera cruzada.45

Gui-

llermo había permanecido bastante tiempo en las tierras palestinas, habiendo asistido al

sitio (durante dos años) y conquista de Acre con los cruzados.

En 1192, Guillermo regresó de Tierra Santa y se enfrentó a su hermano Teodorico.

Hizo sublevarse a los frisones occidentales y atacó con ellos el Kennemerland. Teodori-

co se preparaba para combatirle cuando Flandes invadió Zelanda, lo que le obligó a diri-

girse contra los flamencos, dejando a su esposa, Adelaida de Clèves, la tarea de opo-

nerse al progreso de Guillermo. Esta valerosa mujer se puso a la cabeza de las tropas

que le había dejado su marido y, mientras que éste arrojaba de Zelanda a los flamencos,

ella atacó a su cuñado y a los frisones cerca de Alkmaar, logrando una completa victo-

ria.

Aquella victoria obligó a Guillermo a reconciliarse con su hermano por medio de un

tratado que acordaron en Haarlem. Pero pasó que Teodorico violó enseguida las condi-

ciones del tratado, pues dio órdenes secretas a Enrique de Kraan, conde de Kuider, para

que arrestara a Guillermo y le encerrara en un castillo de Utrecht. Enrique de Kraan

obedeció, pero algún tiempo después, Guillermo, habiendo obtenido el favor de Enri-

que, se retiró a Güeldres, donde se casó con Adelaida, hija del conde Otón de Güeldres.

Esta alianza puso a Guillermo en condiciones de plantar cara a su hermano.

Teodorico creyó que le interesaba ponerse de acuerdo con su hermano, pues sus asun-

tos le obligaban a ello. Con la mediación del conde de Güeldres se produjo la reconci-

liación de los hermanos y las condiciones del acuerdo fueron, en adelante, respetadas

por ambos.

En 1196, Teodorico obtuvo temporalmente la autoridad sobre el obispado de Utrecht,

lo que le llevó a una guerra contra Otón de Güeldres, al que derrotó en la batalla de

43

Ada, como queda dicho o anotado, se casó en 1203 con el conde Louis II de Looz (que muere en 1218),

el cual buscó el apoyo de Flandes en su lucha por hacer valer los derechos de su esposa. En 1206, el

marqués Felipe I de Namur, arbitrará entre los pretendientes al poder holandés, siéndole asignado a Louis

de Looz Hollanda y cuatro islas, y a Guillermo el resto del territorio situado en la ribera izquierda del

Mosa, así como las islas meridionales de Zelanda.

44

Entre el emperador Enrique VI (muerto en 1197) y Enrique el León (poderoso duque de Sajonia y

Baviera, muerto en 1195).

45

Florencio III acompañó muy de cerca en todo al emperador Federico I Barbarroja, muriendo de enfer-

medad no mucho después de su benefactor y amigo, compartiendo muy cercana sepultura.

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~ 27 ~

Grebbeberg, un lugar muy estratégico. En 1197 fue elegido un nuevo obispo, Arnoldo,

que pudo retomar la soberanía del principado.46

Guillermo no tardó en poner a prueba la eficacia de la reconciliación con su hermano.

En 1202 acababa de entrar en guerra con el obispo de Utrecht, al que apoyaba en sus

pretensiones el duque Enrique de Lorena (Enrique I de Brabante). Teodorico acudió en-

seguida en ayuda de su hermano. El conde de Holanda y su ahora aliado Otón de Güel-

dres atacaron el ducado de Lorena o Brabante, asediando y tomando Bois-le-Duc (Bol-

duque), donde hace prisionero al hermano del duque Enrique. Asimismo, saquea la ciu-

dad de Geertruidenberg, pero no pudo gozar mucho de esta victoria, pues de regreso a

Holanda (cerca de Heusden) fue sorprendido por el duque de Lorena que le derrota y le

hace prisionero.

Para ser liberado tuvo que pagar por su rescate dos mil marcos de plata, además de

concluir con el duque de Lorena un tratado tan vergonzoso como el que, años antes, en

1168, se había visto obligado a subscribir su padre con el conde de Flandes.

Por este acuerdo, Teodorico otorgaba Dordrecht y toda la región, que había formado

parte de su patrimonio, como feudo del duque de Brabante.47

46

El obispado o diócesis de Utrecht, fundado en el año 696 por el Papa San Sergio I (687-701, cuya con-

memoración en el santoral es el 8 de septiembre), constituía con los obispados de Lieja (Bélgica) y de

Cambrai (Francia) el grupo de las tres diócesis de la Baja Lorena, teniendo como metropolitano al arzo-

bispo de Colonia para Lieja y Utrecht y al de Reims para Cambrai, dependiendo todo del Sacro Imperio

Romano Germánico. La sede de los obispos de Utrecht era la de la catedral de San Martin de Utrecht.

A partir del siglo X, el obispo de Utrecht era también señor temporal de un principado, el principado de

Utrecht.

El último obispo soberano de Utrecht fue Enrique de Baviera quien, cansado de las revueltas de sus

súbditos, vendió a Carlos V, en 1528, la jurisdicción temporal del principado. No obstante, el obispado

subsistió siempre como jurisdicción eclesiástica. En 1559 fue convertido en arzobispado.

Entre 1592 y 1853 el arzobispado de Utrecht cesó debido a la Reforma, pasando su territorio a depender

de la jurisdicción católica del vicario apostólico de la Misión de Holanda. Como archidiócesis, la de

Utrecht fue restaurada por el Papa Pío IX (1846-1878) en 1853.

47

Estas tierras dependieron de este ducado durante más de ochenta años. Se sostiene como probable que

por tanta pena como sintió Teodorico enfermara, al verse forzado a lo condicionado tan oneroso del

acuerdo.

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~ 28 ~

Teodorico VII de Holanda en un grabado del siglo XVI

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~ 29 ~

EPÍLOGO I

LA LEYENDA DE LA CAVA

Y DE CÓMO SE NOS VINIERON ENCIMA LOS MOROS

Un relato de origen incierto culpa a la obsesión del rey Don Rodrigo por una mujer de

la derrota frente a los musulmanes venidos de África en el río Guadalete y el final del

reino visigodo (año 711).

En un torreón junto al río Tajo, Toledo recuerda una de las más famosas leyendas de

la historia de España, la de Florinda La Cava. Cuentan de allí que Don Rodrigo, efímero

y último de nuestros reyes godos o visigodos, vio bañarse a la bella hija del conde Don

Julián y se dice que en lo alto de esta puerta de un antiguo puente de barcas se veía en

noches de luna llena el espectro de la desdichada joven.

La Cava, llamada así por los árabes y cuyo nombre significa “mala mujer” o “prosti-

tuta”, había salido con sus doncellas por los jardines de su residencia y decidió darse un

baño sin percatarse de que Don Rodrigo la contemplaba. La visión de la bella joven

“abrasóle” al monarca que, obsesionado con la muchacha, acabaría por forzarla. “Flo-

rinda perdió su flor, el rey padeció castigo”, señala el Romancero Español, que achaca

a este ultraje el posterior desastre en la batalla de Guadalete y el fin del reino visigodo:

“De la pérdida de España / fue aquí funesto principio”.

Grabado de la batalla del Guadalete

“Ya desde el siglo X circula entre los escritores cristianos asentados en zona mozá-

rabe un relato de origen incierto que recoge como desencadenante de la invasión mu-

sulmana la violación de la hija del Conde Olián, gobernador de Tánger y Ceuta”. Así,

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~ 30 ~

documentándose, lo señala Helena Establier Pérez48

en un estudio sobre La Leyenda de

La Cava, recogido por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.49

Aquel conde, al que la leyenda llamó Don Julián, envió a su hija a la corte toledana

para que allí recibiera su esmerada educación, pero otras versiones señalan que fue Don

Rodrigo quien alejó al padre a territorio fronterizo para consumar con más libertad sus

deseos sobre la joven. Cuentan las historias que el rey godo padecía de sarna y que era

la bella Florinda la encargada de limpiarle la piel con un alfiler de oro. El caso es que la

joven se convirtió en una obsesión para el monarca. En vano trató que Florinda le co-

rrespondiera, de modo que, como siempre se negaba a sus deseos, el rey acabó violán-

dola.

“Ella dice que hubo fuerza; él, que gusto compartido”, señala el Romancero sin acla-

rar si hubo o no violación, algo que sí se señala en otras crónicas, como en La verdade-

ra historia del rey Don Rodrigo, de Miguel de Luna (1589).50

Otras versiones señalan,

en cambio, que fue la joven quien sedujo a Don Rodrigo y que éste logró “yacer con

ella” bajo promesa de matrimonio, pero no cumplió lo prometido.

“La Cava”, como la llama por primera vez Pedro del Corral en la Crónica Sarracina

(1430), acabó contándole a su padre por carta su agravio o éste se enteró por boca de

otros, según quién lo cuente.51

Furioso y en toda su cólera, Don Julián reaccionó facili-

48

Profesora Titular de Literatura Española en el Departamento de Filología Española, Lingüística Gene-

ral y Teoría de la Literatura de la Universidad de Alicante, Coordinadora del área de Literatura Española

y Secretaria del Instituto Universitario de Investigación de Estudios de Género. Su línea principal de

investigación aborda las relaciones entre la literatura española y los estudios de género.

49

Establier Pérez, H. (2009): “Florinda perdió su flor”. La leyenda de La Cava, el teatro neoclásico

español y la tragedia de María Rosa Gálvez de Cabrera, en Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo,

LXXXV, 195-219. Verlo en Epílogo II.

La Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes es una biblioteca digital española que reúne obras hispánicas

en internet y tiene como objetivo principal la difusión de la cultura hispánica. Fue creada en 1999 por ini-

ciativa de la Universidad de Alicante contando con distinguidos patrocinadores y gestionada por una fun-

dación. Su catálogo lo compone un amplio registro bibliográfico, con estudios críticos, de investigación,

etc. Esta Biblioteca constituye una buena herramienta para el aprendizaje de las humanidades, ofreciendo

una gran variedad de contenidos y recursos educativos dirigidos a la comunidad universitaria y escolar.

50

Escritor granadino que vivió allá por los años 1545-1615. Fue médico morisco y traductor de árabe. Su

visión de la conquista musulmana se aparta de la que era oficial en su época, expresándose en positivo

sobre los conquistadores y pintando a los visigodos con los tonos más oscuros. Según él, España se be-

nefició de una pronta mezcla de razas y de un período de paz y prosperidad propiciado por unos gober-

nantes árabes ejemplares, de los que nos da el ejemplo supremo, en un verdadero espejo de príncipes, en

la figura de Iacob Almançor. El evidente carácter enaltecedor de los árabes existente en la obra, hizo le-

vantar la voz de alerta al jesuita morisco Ignacio de las Casas. La historia de la conquista de España es

una historia política, militar y social en la que la religión de unos y de otros apenas tiene papel deter-

minante ante los designios que los intereses van marcando. Echando mano de los recursos literarios en

boga en la España de la segunda mitad del siglo XVI (descubrimiento y traducción de manuscritos, pseu-

dohistoria modelada, etc.), Miguel de Luna puede plantear una rectificación de las coordenadas históricas

y sociales de toda la sociedad española, cristiana y morisca.

51

La Cronica sarracina o Crónica del rey don Rodrigo con la destruyción de España (escrita en 1443 y

probablemente publicada en Sevilla en 1499), está considerada por algunos críticos como la prime-

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~ 31 ~

tando que entraran en la Península las tropas de Táriq o Tarik ibn Ziyad,52

general mu-

sulmán de Muza, y pasó lo que pasó: la batalla del Guadalete en el año 711, sin que se-

pamos qué fue de Don Rodrigo desde ese momento.

Unos dicen que Rodrigo murió a manos de Táriq, otros que se ahogó en el río Gua-

dalete, pero nunca se encontró su cuerpo, lo que dio pie a más leyendas. Hay quien ase-

gura que huyó a las actuales tierras portuguesas, donde se convirtió en ermitaño, siendo

ra novela caballeresca de la literatura española. Fue muy famosa e influyente para la posteridad la edición

de 1587. Se la atribuye a Pedro del Corral su contemporáneo Fernán Pérez de Guzmán, quien lo ataca co-

mo un charlatán en una exposición sobre la metodología adecuada para la escritura de la historia que hace

en el Prólogo a su obra Generaciones y semblanzas, llamándolo “liviano e presuntuoso hombre”, y di-

ciendo que su obra más apropiadamente podría llamarse “trufa o mentira paladina”, y así declara otras

críticas al respecto.

52

Muerto en 722. Miembro y militar destacado de los bereberes Nafza, tribu perteneciente a los Butr nor-

teafricanos o grupos Nafzís, que habitaron la zona comprendida entre Fez y Túnez, en el Magreb central y

el Rif. Uno de estos grupos se asentó en el valle del Guadiana, algo al norte de Mérida, y otros se dis-

tribuyeron por otras partes de la Península. Los Nafzís fueron luego partidarios de los Omeyas de Ab-

derramán I (muerto en 788), cuya madre era una prisionera de la tribu; antes de llegar el Omeya a Al-

Ándalus permaneció en Nakur o Nekor, en el Rif, donde había un grupo Nafzí.

Táriq o Tarik ibn Ziyad fue general subalterno de Musa o Muza ibn Nusair, que le nombró gobernador

de Tánger. El conde visigodo de Septa (Ceuta), el fronterizo Don Julián, que gobernaba sobre los bere-

beres, vasallos de los visigodos pero sometidos a los árabes, hizo de intermediario para conseguir la cola-

boración de Musa ibn Nusair a favor de un bando en las luchas civiles entre los dos partidos que se dis-

putaban la corona visigoda en Hispania.

En el año 710, se produjo la elección del rey Rodrigo o Roderico por una parte de la nobleza visigoda,

mientras llegaba a su fin el reinado de Witiza.

Ya en aquel año 710 hizo Táriq una expedición de tanteo por las costas andaluzas con unos 400 mu-

sulmanes que no tuvieron problemas al respecto. Parece ser que Musa pidió la opinión del califa Omeya

Al-Walid de Damasco, el cual le ordenó que no cruzara el Estrecho de Gibraltar. Pero en el año 711, Al-

Walid ordenó a Táriq que se adentrara en Hispania. El 27 de abril del año 711 las fuerzas de Táriq desem-

barcaron en Tarifa, tras lo que ordenó quemar las naves y realizó una proclama a la tropa.

Gibraltar, una de las dos míticas columnas de Hércules, fue renombrada como derivación del árabe

Yabal Táriq (Montaña de Táriq) en recuerdo del general Táriq ibn Ziyad, por su desembarco en este lugar

de las fuerzas de Al-Walid I en el año 711.

El rey Don Rodrigo se desplazó entonces hacia el sur. Parece ser que nobles de la Bética favorables

a Agila II recibieron a Táriq y a sus soldados. Pasaba que las normas de los Concilios de Toledo prohi-

bían solicitar ayuda al extranjero para ocupar el poder en caso de conflicto al respecto. Rodrigo y Agila II

acordaron una tregua para combatir juntos a los recién llegados. La situación de Táriq pasó a ser com-

prometida. Ninguno de los dos partidos le reconocía como aliado, sino que por el contrario unían sus

fuerzas dejando al bereber con el mar a la espalda y con un ejército reducido de tan solo 7.000 hombres.

La base militar de Rodrigo estaba situada en Córdoba. El ejército de Agila se encontraba en las proxi-

midades de Cartago Nova (Cartagena, Murcia). Táriq envió un mensajero a Musa, el cual le mandó 5.000

hombres más. Entre el 19 y el 26 de julio del año 711, en la Laguna de la Janda, tuvo lugar la conocida

batalla del Guadalete, de victoria musulmana. Pasó que los seguidores de Agila, en un momento deter-

minado, abandonaron la batalla y provocaron, directa o indirectamente, la derrota de Rodrigo. Murieron

muchos nobles, incluso el propio Rodrigo, aunque este dato no es completamente seguro sino del todo

incierto. Táriq completó esta victoria con una segunda en Écija, rematando a la nobleza goda. Y en julio

llegó Táriq a Toledo, pensando encontrar allí lo más valioso o el tesoro de los visigodos. Lo demás ya lo

fuimos contando en sus respectivos momentos.

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~ 32 ~

enterrado al morir en Viseo. Una lápida supuestamente hallada en el lugar nombra a

“Rudericus ultimus rex gothorum”, según se recogió en la Primera Crónica de Alfonso

X. El final más legendario lo recoge el romancero que cuenta que acabó sus días se-

pultado vivo con una culebra que le torturaba y le devoró el corazón: “Ya me come, ya

me come, por do más pecado había, en derecho al corazón, fuente de mi gran desde-

cha”.

A Don Julián la mayoría de los relatos lo citan muerto a manos de los musulmanes,

que desconfiaban de un traidor; pero ¿qué fue de Florinda? Una leyenda dice que murió

“loca de dolor y de vergüenza” en el torreón de Toledo, o ahogada junto al mismo en el

Tajo, en el mismo paraje donde Don Rodrigo la viera desnuda sintiéndose seducido.

Y hubo un hijo del ultraje. Se cuenta en Pedroche (Córdoba) que tras la derrota en el

río Guadalete, la hermosa Cava se refugió en un castillo de este pueblo cordobés, cas-

tillo actualmente inexistente. Allí lloró junto a un pozo la pérdida del hijo que concibió

de Rodrigo y que murió degollado por los invasores. Se cuenta que se arrojó a un pozo

del lugar y así se mató, deambulando luego por Pedroche su fantasma.

A casi 300 kilómetros de Pedroche, en Torrejón el Rubio (Cáceres), hay una calle con

el nombre de La Cava, existiendo también un paraje conocido como Huerto de la Cava,

donde cuentan que se levantaba un torreón que fue propiedad del conde Don Julián y

que allí se habría refugiado Florinda tras haber sido deshonrada. Allí dicen que su hijo

permanece encantado y produciendo por encantamiento que los muchachos que atra-

viesan por allí de noche desaparezcan para reunirse en un ejército con el que recon-

quistar el reino de los mayores o antepasados.

La leyenda de Don Rodrigo y La Cava y sus múltiples versiones tiene, ciertamente,

como base histórica la situación política del reino visigodo en los inicios del siglo VIII.

A la muerte del rey Witiza en el año 710, se designó como nuevo monarca a Don Ro-

drigo, lo que abrió una brecha entre los partidarios de los sucesores de Witiza y los

adeptos al nuevo rey. Los primeros, entre los que se encontraban el gobernador de Tán-

ger y de Ceuta y el arzobispo Oppas de Sevilla, vieron en la derrota de Rodrigo la opor-

tunidad de recuperar el reino, de ahí la traición que permitió el desembarco árabe en

Gibraltar.

Así pues, uno de los lugares de Toledo más cargado de leyenda y más fotografiado es

el conocido como Baño de La Cava. Así es llamado el torreón existente aguas abajo del

toledano puente de San Martín, y que en realidad parece corresponderse con el que fue

puente de barcas, con varios accesos a diferentes alturas que servirían para acceder al

río en las diferentes épocas del año independientemente del nivel que alcanzara el agua.

El torreón, con su construcción actual, es resultado de intervenciones cristianas sobre

una antigua estructura árabe. Es testimonio de la leyenda aquí situada y que estamos

contando, la famosa leyenda de Florinda La Cava.

Cuenta la tradición que el conde Don Julián, noble visigodo que gobernaba en el norte

de África, había enviado a su hija Florinda a la corte de Toledo para que se labrase un

buen futuro.

Florinda era muy bella y despertó el deseo del rey Don Rodrigo. Sin embargo, ella no

le correspondía. Y pasó en una ocasión, siendo caluroso anochecer de verano, que Flo-

rinda se estaba bañando en esta zona del río, cuando el rey la forzó a yacer con él.

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~ 33 ~

El suceso se lo contó luego Florinda en secreto y de manera enigmática a su padre, el

cual se sintió muy ofendido y agraviado, jurando venganza contra el rey en cuanto se le

presentara una ocasión propicia.

Táriq entrando en España

Narra la leyenda que poco después el rey Rodrigo pidió a Don Julián le enviase unos

halcones y gavilanes para usarlos en cetrería. Don Julián dijo al rey que le enviaría unos

ejemplares que jamás antes habían sido vistos. El conde había pactado con los hijos del

anterior rey Witiza y con su tío el arzobispo Oppas ayudarles a recuperar el trono con

ayuda de tropas musulmanas del norte de África. De este modo los árabes invadieron la

Península y se fueron adueñando de ella tras la batalla del Guadalete, cuando los musul-

manes traicionaron a los hijos de Witiza, a Don Julián y a Don Oppas, produciéndose

así la caída del reino hispano visigodo con su último rey, Don Rodrigo, a la cabeza.53

53

El conde Don Julián pasa por ser uno de los personajes más míticos y malditos de la historia de

España, por su pecado de permitir y favorecer la entrada de las tropas musulmanas contra el último rey

visigodo, Don Rodrigo, y favorecer la invasión que traería consigo setecientos años de presencia árabe en

la Península Ibérica. Fue el precio del honor mancillado del conde a causa de la humillación que el rey

visigodo hizo a su hija Florinda, conocida en adelante como La Cava.

La leyenda en sí misma comienza en el año 710, cuando a sus 30 años de edad murió el rey visigodo

Witiza y nombró como sucesor a su hijo Agila, de 10 años de edad, rompiendo así la regla de nombrar al

sucesor de forma electiva, pero los nobles visigodos decidieron entonces aplicar la tradición heredada de

los pueblos germánicos de nombrar por votación al sucesor del rey, rechazando el modelo hereditario pro-

puesto por el difunto rey. El hecho fue que los nobles eligieron en Toledo a Rodrigo, por aquel entonces

duque de la Bética, como nuevo rey. Esta situación provocó el enfrentamiento entre los partidarios de uno

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~ 34 ~

He aquí fotografías del Baño de la Cava, comenzando por ésta de Louis Léon Masson

de hacia 1857.54

Y las siguientes, que son del siglo XIX y principios del XX.

y otro, con la correspondiente guerra de clanes. Enfrentamientos que no eran novedad entre los visigodos

cuando el trono quedaba vacante, con el choque entre los partidarios de lo plebiscitario y lo hereditario.

Además, el enfrentamiento entre Rodrigo y Witiza venía ya de antiguo, pues Witiza había encarcelado y

cegado al padre de Rodrigo. El resto de incentivos en la contienda provenía de otras adversidades (sequía,

hambruna, peste…).

54

Esto está sacado, a 15 de febrero de 2016, de http://toledoolvidado.blogspot.com.es/2009/07/el-bano-

de-la-cava.html

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~ 35 ~

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~ 36 ~

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~ 37 ~

Vista más reciente

Haciendo de soporte a la entrada principal del torreón hay un cipo funerario con ins-

cripción en árabe (Epitafio de Hisam ibn Abd…, fechado en el año 458 de la Hégira, co-

rrespondiendo a finales de 1065-1066), que dice así:55

En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso. ¡Hombres!: La prome-

sa de Dios es verídica. Que no os extravíe La vida mundanal ni respecto de Dios

os extravíe el seductor. Este es el sepulcro de [Hišām ¿?] b. „Abd... año ocho [y

cincuenta y cuatrocientos](458/1065-1066). ¡Hombres!: Yo tenía una esperanza

que la muerte me impidió alcanzar. Tema a Dios, su Señor, el hombre que fue

capacitado en vida para una labor. No soy yo el único que yace donde (me) ves,

pues al mismo (lugar) todas las criaturas de Dios irán a parar.

En éste, como en otros monumentos, viene siempre bien recordar lo necesario de

nuestro esmero y cuidado en mantenerlo bien. Puede resultar a veces habitual que no

cuidemos bien nuestro patrimonio común e histórico, encontrando en lugares impor-

tantes inmundicias, deyecciones, restos de litronas, preservativos, pintadas y demás

lindezas vandálicas. Al igual que Don Julián traicionó a los visigodos, nosotros traicio-

namos a nuestra Historia si no cuidamos nuestros mejores monumentos como merecen.

55

Traducido por Encarnación Gómez Ayllón (en su tesis sobre Inscripciones árabes de Toledo en época

islámica).

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~ 38 ~

EPÍLOGO II

“Florinda perdió su flor”. La leyenda de La Cava, el teatro neoclásico español y la

tragedia de María Rosa Gálvez de Cabrera

(Helena Establier Pérez)56

56

Proponiendo la siguiente bibliografía: Aguilar Piñal, F. (1968): Cartelera prerromántica sevillana:

años 1800-1836, Madrid, CSIC; (1982): “Introducción” a José Cadalso, Solaya o los circasianos, Madrid,

Castalia; Andioc, R. (1976): Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII, Madrid, Castalia; (1996):

Cartelera teatral madrileña del siglo XVIII (1708-1808), 2 vols., Toulouse, Presses Universitaires du

Mirail; (2001): “Introducción” a María Rosa Gálvez, La familia a la moda, Ed. R. Andioc, Salamanca-

Cádiz, Universidad de Salamanca-Universidad de Cádiz; Araluce Cuenca, R. (1981): «Lope de Vega y la

pérdida de España: El último godo». Actas del I Congreso Internacional sobre Lope de Vega, Ed. M.

Criado del Val. Madrid. Edi-6, 473-478; Bahamonde y Sesé, F. (1817): Florinda: escena trágica uni-

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L. F. (2007): «Miguel de Luna, pasado de Granada, presente morisco», Studi Ispanici, 32, 57-71; Bordiga

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conquista en tres obras dramáticas». I Simposio sobre el Padre Feijoo y su siglo. Oviedo. Universi-

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España, Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (Sobre la edición de Salamanca, Tóxar [s.a.]);

Crónica General de España de 1344 (1971), 2 vols., Madrid, Gredos; Del Corral, P. (2001): Crónica del

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~ 39 ~

[…]

Florinda perdió su flor,

el rey quedó arrepentido

y obligada toda España

por el gusto de Rodrigo.

Si dicen quién de los dos

la mayor culpa ha tenido

digan los hombres: la Cava,

y las mujeres: Rodrigo.

(Romancero General)

Si atendemos a los versos finales de este romance nuevo, hemos de convenir en que

no podía haber intuido más acertadamente su anónimo compositor las discrepancias que

la literatura posterior mostraría sobre la materia legendaria que en el poema se articula,

y muy especialmente sobre la función desempeñada por los dos personajes principales,

Rodrigo, Rey de los Godos, y Florinda, La Cava, hija del Conde Don Julián, en los su-

cesos que, según nuestra más remota tradición historiográfica y literaria, condujeron al

desastre de Guadalete.

Lo cierto es que ya desde la Alta Edad Media, y bastante antes de que la Reconquista

enfilase su última recta, la construcción legendaria de los hechos y motivos que rodea-

ron la pérdida de España ante las tropas musulmanas se había convertido en materia cro-

nística e historiográfica a lo largo y ancho de toda la Península. Desde entonces, y hasta

bien entrado el siglo XIX, los desmanes pasionales de Rodrigo y la vinculación de los

mismos con el largo período de hegemonía árabe en suelo godo, han ido emergiendo

aisladamente en diferentes momentos de la historia literaria española para ofrecer ver-

siones dispares del estupro de Florinda, de la calidad político-moral del reino godo y de

las razones e intereses que propiciaron la cruenta venganza del Conde Don Julián. Es

bien sabido que la maleabilidad del contenido legendario, su inmejorable disposición

para ser reinventado o reconducido sin merma de su interés o perjuicio de su credibi-

lidad, lo convierten en valioso instrumento ideológico, susceptible de adoptar presenta-

ciones distintas –y hasta opuestas– en función de los intereses, fundamentalmente socio-

políticos y religiosos, que propician su actualización en cada momento histórico. Tal ha

sido el caso, en la tradición literaria española, del legendario desencuentro entre Florin-

da y Rodrigo, cuyas implicaciones para la valoración del pasado español y sus repercu-

siones futuras, así como para la configuración del proyecto nacional propio de cada épo-

ca, lo convirtieron en materia predilecta en ocasiones y proscrita en otras, trocando el

papel y las características de sus protagonistas según convenía al mensaje de la obra, si

es que lo había, o simplemente al modelo de España vigente en el momento histórico en

Madrid, CSIC; Whitaker, D. S. (1992): «Clarissas’s sisters: The Consequences of Rape in Three Neo-

classic Tragedies of María Rosa Gálvez». Letras Peninsulares. Fall. 239-251.

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~ 40 ~

que la leyenda se hacía literatura. Así, desde la Edad Media hasta la Ilustración, la su-

gerente rebelión de Florinda La Cava tras los abusos del último rey godo había sido

reinterpretada por nuestra literatura –por la materia folklórica y por la tradición culta–

con enfoques e intereses diversos, y también, como veremos, con cierta –y lógica– pre-

vención, dadas la delicada naturaleza de las consecuencias históricas atribuidas al asun-

to y la implicación en él de la figura real; hasta principios del XIX, sin embargo, nin-

guna escritora se había atrevido a llevar a la escena española esta leyenda, en la que la

materia histórica se explica a partir de las relaciones de poder entre los sexos y de la

conflictiva intrusión de lo femenino en el ámbito de lo público. En 1805, María Rosa

Gálvez de Cabrera, dramaturga y poeta, la convierte en tragedia, y al hacerlo, desde su

condición de mujer y desde el contexto histórico de la España prerromántica y preli-

beral, le proporciona una dimensión ideológica absolutamente novedosa en la construc-

ción de su vida literaria en la tradición nacional.

Origen y desarrollo de la leyenda

El sustrato histórico que sirvió de base a la leyenda posterior se enmarca en los inicios

del siglo VIII, tras la muerte del rey toledano Witiza. La situación social, económica y

política del reino visigodo en el año 710 distaba bastante de reunir las condiciones nece-

sarias para una sucesión pacífica, y la monarquía se hallaba ya desde el siglo anterior en

un estado de debilidad ante la nobleza que se hizo aún más evidente a la muerte de Wi-

tiza. Aprovechando esta situación, la aristocracia goda, reunida en una asamblea electo-

ral perfectamente legítima pero poco habitual en el sistema sucesorio godo, designó un

nuevo monarca –Rodrigo, Duque de la Bética– desvinculado de la estirpe real anterior.

Un año más tarde, mientras las tropas visigóticas combatían un levantamiento vascón en

el norte de la Península, el ejército musulmán, que ya había dominado el litoral africano,

desembarcó en Gibraltar. El regreso precipitado de Rodrigo no pudo contener la inva-

sión árabe, que se hizo efectiva tras el enfrentamiento de los dos ejércitos cerca de Je-

rez, y gracias en parte a la traición del sector witiziano de las tropas godas, que, insatis-

fecho desde la coronación de Rodrigo, veía en la derrota del rey cristiano la posibilidad

de recuperar el trono visigótico.

Con la población mozárabe dividida entre los sucesores de los witizianos, que pacta-

ron con los musulmanes, y los godos adeptos a Rodrigo, cristianos fervientes hostiles al

invasor, no es de extrañar que la construcción legendaria del asunto histórico origen del

conflicto comenzara bien pronto, respondiendo al interés de las dos facciones por di-

fundir versiones distintas de la decadencia del poder visigodo. Ya desde el siglo X cir-

cula entre los escritores cristianos asentados en zona mozárabe un relato de origen in-

cierto que recoge como desencadenante de la invasión musulmana la violación de la hija

del Conde Olián, gobernador de Tánger y de Ceuta. Al parecer, este misterioso perso-

naje, al que posteriormente la leyenda bautizó como “Don Julián”, habría estado estre-

chamente unido a Witiza por lazos de fidelidad personal y habría defendido la plaza de

Ceuta contra los islamitas. La leyenda hace referencia al pacto realizado entre Don Ju-

lián y los musulmanes tras el estupro de la hija de aquél, con el objetivo de derrotar al

rey godo y vengar así la ofensa recibida.

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Esta versión es la que manejan también desde bien temprano los historiadores árabes

como Al-Razi (siglos IX-X), la que a partir de ellos se difunde en los siglos XII y XIII a

través de las crónicas cristianas del norte de la Península (Chronicón Silense, Crónica

Najerense, Crónica Tudense, Crónica del Toledano) y, posiblemente, aunque no hayan

quedado vestigios, también a través de otras versiones populares, más literarias.

El relato árabe de Al-Razi (o Rasís), que incluye ya la estrategia adoptada por Ro-

drigo, enviando a Don Julián a territorio fronterizo para consumar con mayor libertad el

estupro de su hija, es, precisamente, el armazón sobre el que se construye una gran parte

de las versiones cristianas de la leyenda a partir del siglo XIII. De hecho, la historia de

Don Rodrigo incluida en la Crónica de 1344 no es sino una ampliación de Al-Razi –a

partir de la traducción portuguesa de Gil Pérez, Cronica do mouro Rasis– enriquecida

con otras tradiciones árabes y cristianas, aunque aporta ciertas novedades referentes a la

cuestión que aquí nos ocupa, que tendrán repercusión en las narraciones posteriores con

este mismo tema: por un lado, la hija de Julián recibe el nombre de Alataba (en oca-

siones Alacaba o simplemente La Taba), y, por otro, la joven interviene ya –aunque mí-

nimamente– en la narración para constatar, con una resignación exenta de cualquier

afán reivindicativo, la debilidad de su posición, como mujer, frente a un sistema de va-

lores eminentemente masculino, con una visión estereotípica de la feminidad. Así le

explica Alataba a su amiga Alquifa, en el texto de la Crónica, las razones que la han im-

pulsado a silenciar el atropello de Rodrigo:

Si aquellos que este fecho supiesen lo judgasen asi commo paso, yo non auria que

temer de los mandar decir a mi padre; mas yo se bien que mi padre es omne de buen

seso; e yo veo bien que todos los sesudos judgan las mas de las mujeres por malas; e

por esta rrazon no los oso mandar decir a mi padre, ca he miedo de me lo non creer,

e que tenga que yo por mi grado lo fiz e que me desanpare.

También sobre el relato de Al-Razi (o Rasís) se construye la Crónica Sarracina

(1430) de Pedro del Corral, texto que establecerá la línea preferente de desarrollo de la

leyenda en la literatura española posterior, así como el tratamiento que en ella recibirán

el rey Rodrigo y Florinda. En este sentido, señala acertadamente Marjorie Ratcliffe que

el texto de Pedro del Corral, redactado en vísperas de la unificación de la Península,

tiene entre sus objetivos principales los de “blanquear la fama del pueblo disoluto, per-

donar al rey abusador de sus poderes, y echar la culpa a la víctima, Florinda la Ca-

va”. Aunque el tratamiento de la figura de Rodrigo sea, como ha demostrado Fogelquist

en su edición de la obra, menos complaciente de lo que a simple vista parece, no deja de

ser cierto que “La Caba”, que así es como la denominó Del Corral cuando aún no había

sido bautizada con el literario nombre de Florinda, resulta a ojos del narrador de la Sa-

rracina la máxima responsable de la pérdida de España: por incitar, aunque inadvertida-

mente, los deseos pecaminosos del rey con sus inocentes juegos en paños menores, por

no haber advertido a su padre de la situación en que se hallaba antes del atropello, por

haberse quedado sola con el rey, por haber cedido en silencio a su presión sexual, y por

ser, en fin, mujer, y como tal, cuerpo provocador cuya forma no duda en adoptar ni el

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mismo diablo para tentar al arrepentido Rodrigo durante la penitencia final que precede

a su muerte.

Sólo el dolor que muestra “La Caba” ante la destrucción provocada por la confesión

de su violación, y las cartas que dirige a su padre vengador para pedirle piedad por el

destino de España, logran redimirla parcialmente, y desplazar la responsabilidad de la

hecatombe goda hacia la traición de Don Julián, convertido por la femenil indiscreción

de Florinda en el auténtico forjador de la catástrofe. Muy al contrario, los desmanes de

Rodrigo resultan en la Crónica Sarracina justificados por el descuido de Florinda y por

la intromisión del diablo tentador, causante del ardor que incita al monarca a cometer su

fechoría. Aún más, al final de los dos volúmenes que Del Corral dedica a la pérdida de

España, asistimos a la rehabilitación moral del rey, quien, arrepentido de su debilidad,

se encierra en una tinaja junto a una culebra de dos cabezas que le devora el corazón y

los genitales como penitencia.

Como veremos más adelante, el planteamiento de la Crónica Sarracina, a partir de la

versión árabe de Al-Razi, inaugura una línea muy perseverante en el tratamiento de la

materia de la pérdida de España que encontramos a partir del siglo XVI, la cual, intro-

duciendo dudas sobre la pretendida virtud de La Cava, demonizando a Don Julián e in-

sistiendo en la redención de Rodrigo, persigue una interpretación de la leyenda más

acorde con las expectativas de la “España imperial y tan recientemente unificada” por

los Reyes Católicos, que requería unas raíces sólidas en el pasado godo y una justifica-

ción razonable de los siete siglos de dominio musulmán sobre la Península.

Y sin embargo, no es éste el único enfoque de la historia de Rodrigo y Florinda que

nos han legado nuestros Siglos de Oro. En 1589, Miguel de Luna, conocido médico mo-

risco y traductor real, escribe La verdadera historia del rey Don Rodrigo, en la qual se

trata la causa principal de la perdida de España y la conquista que della hizo Mira-

mamolin Almançor Rey que fue del Africa, y de las Arabias, donde ofrece, bajo una pre-

tendida fidelidad histórica, una versión de la conquista árabe alternativa a la que, desde

los falsos cronicones y la historiografía oficial, había pergeñado y difundido el llamado

“mito godo”, destinado a establecer la continuidad de una identidad española esencial e

histórica, sólo interrumpida transitoriamente por un molesto interludio musulmán de se-

tecientos años de duración. En su intento de revalorizar el pasado árabe de España –ex-

plicable atendiendo a su origen y a su posible condición de “criptomusulmán”–, Luna

aporta en su enfoque de la materia contenidos diferentes a los habituales en la histo-

riografía de la época, presentando a Rodrigo como un monarca cobarde, representante

de un reino caótico y cruel, frente a las fuerzas árabes, que encarnan la paz, la prospe-

ridad y la libertad espiritual a través de su rey ejemplar, Miramamolín Jacob Almançor,

diseñado por el autor a partir del modelo de los “Espejos de Príncipes” tan florecientes

en el XVI. Y sin embargo, por mucho que Luna innove, aporte y modifique para ofrecer

una visión pro-morisca de la historia de España, Florinda –que toma aquí este nombre

por vez primera– se perpetúa en la obra con su apelativo árabe “Caba”, el cual, según

explica su autor, significa “mala mujer”. Lo cierto es que la versión de Miguel de Luna,

menos respetuosa con la figura real que la de Pedro del Corral, no cuestiona la violación

de Florinda, “forçada contra su voluntad”, ni insinúa tampoco, como en la Sarracina,

el menor consentimiento por su parte. Ello no impide, sin embargo, que habiendo per-

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dido ya con el estupro la garantía de su valor social, y sintiéndose culpable de los exce-

sos cometidos durante la conquista árabe en nombre de su honra, a Florinda no le quede

más opción en la obra de Luna que saltar desde lo alto de una torre, reconociéndose al

tiempo como “la más mala mujer que hubo en el mundo”. Más víctima que otra cosa, el

pecado que expía Florinda es el de ser mujer y, como tal, causa –aun involuntaria– de

conflicto y perdición: la de Rodrigo, al transformarla contra su voluntad en objeto de su

deseo, la de Julián, convertido en traidor a la patria por el honor de su hija, y la de una

nación entera, que se entrega a hegemonía extraña. Aunque no se muestre especialmente

complaciente con la monarquía goda, Luna castiga la felonía, y Florinda, origen de la

misma, debe pues morir convertida en Caba, llevándose en su expiación a Don Julián,

que se suicida también, e incluso a su propia madre, que sufre los ejemplares padeci-

mientos de un cáncer devastador.

La obra de Luna, cuya valoración moderna parte de los excelentes trabajos de Már-

quez Villanueva y de la cuidada labor editorial de Bernabé Pons, constituyó un gran éxi-

to editorial en su tiempo, y fue una fuente tan indispensable para la literatura posterior

interesada en el tema de Rodrigo como la Crónica Sarracina de Pedro del Corral. Es

obvio que las versiones de estos dos autores son discordantes, y obedecen a intereses

ideológicos dispares en una España aún multicultural, recelosa de su pasado e inquieta

por su cohesión futura; y sin embargo, independientemente de la dimensión que se otor-

gue a la actuación del poder godo en cada una de ellas, según se pretenda fomentar la

integración respetuosa de dos comunidades religioso-culturales –como en Luna, al con-

trastar las virtudes del pueblo árabe con los defectos de Rodrigo– o revalorizar las bases

hispano-cristianas de la unidad nacional –como hace Del Corral, minimizando la culpa

del monarca y rehabilitándolo al final–, lo cierto es que ambas muestran una asombrosa

unanimidad en su condena a la mala Cava y a sus femeninas liviandades, causa, con

mala fe o sin ella, de la desdicha de España.

A lo largo de los siglos XVI y XVII, las recreaciones literarias de la leyenda de Ro-

drigo y Florinda beben de ambas fuentes, tomando gran parte de sus detalles más nove-

lescos de Luna, pero acusando en el enfoque ideológico subyacente la influencia de

la Crónica Sarracina. Los poemas del Romancero, por ejemplo, que tratan la materia de

Rodrigo, reprueban por lo general la traición de Don Julián, exculpan a Rodrigo (transi-

toriamente obcecado por la singular belleza de la dama y los insoslayables envites del

amor) y cargan contra las razones y actitudes de la víctima del agravio, “la malvada de

la Cava”, quien, “sin honra y sin seso” osó convertir la ofensa privada en asunto de es-

tado, y se transformó en las cartas a su padre en un monstruo hipócrita y vengador para

disimular su imperdonable desliz.

Es interesante notar cómo, por obra y gracia de las obras de Pedro del Corral y de Mi-

guel de Luna, y con el espaldarazo de nuestra lírica popular, La Cava llega a la escena

barroca cuestionada en su honor, convertida en culpable, y escindida también en dos

modelos, ambos de grandes posibilidades dramáticas, que serán gustosamente acogidos

por el teatro posterior: por un lado, el de la María Magdalena arrepentida y llorosa, ab-

solutamente convencida de su falta y acongojada por el eterno oprobio que ha de ir uni-

do a su nombre en la futura historia de España; por otro, el de una Lucrecia despreciada

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por el amante ahíto y, como tal, monstruosa, enloquecida y desbordante de rabia, dis-

puesta a consumar su venganza aun a costa de su patria.

Los dos confluyen, sin ir más lejos, en El último godo (1559-1603) de Lope de Vega,

una de las escasísimas recreaciones dramáticas de la leyenda de Rodrigo en el siglo

XVII, si exceptuamos las referencias superficiales que a ella se hacen en La joya de las

montañas de Tirso o en La Virgen del Sagrario de Calderón, y si dejamos a un lado

también, por tratarse de una comedia de escasa relevancia, La más ingrata venganza de

Juan Velasco de Guzmán.

El armazón argumental de la obra de Lope, casi idéntico por otra parte al que desa-

rrolla el autor en el libro VI de la epopeya trágica Jerusalén conquistada (1609), se apo-

ya sobre la pasión a primera vista de Rodrigo (recién casado con la mora Zara, hija del

rey de Argel) por Florinda. Aunque presenciamos cómo ella trata a toda costa de disua-

dirlo de sus intenciones al final de la primera jornada (360-361), el desarrollo de la ac-

ción posterior se articula sobre la ambigüedad de lo sucedido entre ambos, que no se

verbaliza en ningún momento y que da lugar a dos versiones diferentes de la violación.

De hecho, es Don Julián quien interpreta, al recibir una carta de Florinda con alusiones

veladas a lo ocurrido (364) –el símbolo de la esmeralda quebrada por el estoque real,

episodio, por cierto, tomado de Luna–, que el honor de la joven ha sido arrebatado a la

fuerza por el rey, y sobre este convencimiento articula su venganza. Por su parte, el rey,

que niega el estupro, interpreta los reproches de Florinda como muestras inequívocas de

los celos de la joven (367), incapaz de aceptar el final de una pasión fugaz, que ha ter-

minado para el voluble Rodrigo tan intempestivamente como comenzó. No muestra la

obra especial simpatía hacia la figura del monarca, tirano, codicioso, tornadizo, hipó-

crita e inferiorizado por los lazos de una pasión indigna de los códigos patriarcales,

pero, por encima de todo ello, la villanía de Florinda, cuya verdad queda en entredicho,

evita que los obvios defectos de Rodrigo justifiquen o disculpen la fatal venganza de la

joven. Así, la brutal traición de Don Julián y el desastre nacional de Guadalete quedan

ante el auditorio fundamentados en el berrinche de una mujer repudiada y en la desme-

dida represalia de un padre que, por lavar el dudoso honor de su hija, traiciona a su pa-

tria y a su rey. El destino trágico de Florinda (“Nací para mal de España”), quien se va

envileciendo a medida que la obra avanza, se confirma en su suicidio desde lo alto de la

torre de Malaca; su maldad queda revalidada en el terrible epitafio que su propio padre,

ya convencido de la iniquidad de su traición, le reserva (“Cava la llama el moro por ser

mala, tan mala que ninguna hasta hoy la iguala”), y en el desprecio de Don Pelayo,

quien, nacido de las cenizas de Rodrigo, encarna la esperanza de la restauración de esa

España, “tronco de los godos”, casi perdida por causa de la “vil Florinda”.

Lo cierto es que, pese a los esfuerzos de la tradición literaria por redimir a Rodrigo y

demonizar a La Cava y a Don Julián, los desmanes y traiciones de la monarquía goda y

su repercusión en el desastre nacional del 711 no constituían materia heroica que contri-

buyese a la causa nacional y que atrajese por tanto especialmente la atención de los au-

tores barrocos. De hecho, si Lope se decide a convertir el asunto en tragicomedia es

porque, por encima de las tropelías de Florinda y Don Julián, y de la molesta inconti-

nencia pasional de Rodrigo, se anuncia ya en su obra la figura flamante y ejemplar de

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Don Pelayo, nueva esperanza goda para la Restauración de España, que tan atractiva

resultará también para los dramaturgos dieciochescos.

La Cava en la Ilustración y la “Florinda” de María Rosa Gálvez de Cabrera

Aunque sucinta por razones obvias, la revisión realizada más arriba al tratamiento de

la leyenda de Florinda en la tradición literaria española anterior al siglo XVIII, muestra

una clara persistencia en el gusto por una versión de los antecedentes de Guadalete cen-

trada en la culpabilidad de La Cava, y particularmente insistente en la ligereza de su vir-

tud y en la ruindad de su injusta venganza. Este pertinaz juicio literario contra Florinda

responde, como ya hemos señalado, a razones de ideología política, encaminadas a difu-

minar la responsabilidad de la oligarquía goda –monarquía y nobleza– en el desmantela-

miento del reino, y a colaborar así en la difusión de una imagen literaria “depurada” de

los fundamentos de la nación española; pero en la configuración diacrónica de la leyen-

da, estas razones de índole política se fundamentan también en una determinada ideolo-

gía sexual, que, a partir de la asociación simbólica “nación-feminidad” legitima la vin-

culación metafórica de la catástrofe de Guadalete con la virginidad truncada de Flo-

rinda. En este sentido, la España invadida y atropellada actúa como correlato de la

“flor” perdida de Florinda, y la implicación de La Cava en los dos daños, la rendición

de la honra y la entrega de la nación, resulta imprescindible para el funcionamiento sim-

bólico del mito y para la lectura política consiguiente. Las dos caras de la feminidad de

Florinda/La Cava, bella y orgullosa pero al tiempo débil y vengativa, encarnan también

las contradicciones de la España goda, y conducen –como ella– al desorden y a la pér-

dida; sólo la irrupción del principio masculino, representado por Pelayo, logrará resta-

blecer el equilibrio, y se convertirá en puntal de la restauración del honor nacional.

No es casual, por tanto, que, como bien percibió Pidal ya hace años, sea precisamente

Pelayo –y no Rodrigo, ni mucho menos Florinda–, con toda su carga ideológica, el cen-

tro de atención preferente para los dramaturgos neoclásicos interesados en llevar a esce-

na los motivos de la tradición hispánica. De hecho, la figura de Pelayo atrae, y no poco,

al teatro del último tercio del siglo XVIII y también al de los primeros años del XIX,

aunque su peso simbólico se aproveche en direcciones divergentes, dependiendo de las

circunstancias políticas en las que el personaje histórico se convierte en motivo dramá-

tico.

Es de sobra conocido el acendrado patriotismo pedagógico de las tragedias de la gene-

ración arandina, sustentado en la preferencia por temas relevantes de la tradición his-

pana, relativamente familiares y cercanos para el espectador, y por tanto de mayor ejem-

plaridad, como la guerra de las Comunidades, la conquista de América, el mito de Nu-

mancia o la misma Reconquista. En esta línea, la España floreciente y restaurada por

Pelayo responde ejemplarmente a las “necesidades didácticas de una sociedad paternal

e ilustrada”, que desea llevar a escena “todas las figuras ilustres que simbolizan a la

España tal y como debería ser” con la pretensión de “orientar la opinión pública, cor-

tesana en primer lugar, a la aceptación tanto del absolutismo monárquico como del pa-

pel de la nobleza en relación con él y con el resto de la sociedad”.

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Con esa voluntad de convertirse en “lecciones de patriotismo regalista y filoaristo-

crático” se escriben la Homersinda (1770) de Moratín padre y el Pelayo (1769) de Jo-

vellanos. Aunque ideológicamente la primera se muestra bastante más anclada en los

principios del teatro barroco que la segunda, ambas aspiran a ratificar el “mito godo”

cuestionado por el episodio de Rodrigo y la invasión árabe, mediante la apología de esa

nueva España esplendorosa fundada por Don Pelayo, fácilmente asimilable al régimen

borbónico, y de su héroe unificador, correlato del déspota ilustrado Carlos III. También

José Quintana, en su Pelayo de 1805, vuelve a poner en escena al artífice de la Recon-

quista, aunque en esta ocasión, en los albores de la guerra de la Independencia, las vir-

tudes unificadoras de Pelayo –que ya no parecen remitir al monarca reinante, ahora un

Carlos IV cada vez más impopular– quedan sobrepasadas por su nueva condición de

adalid de la libertad y adversario de la tiranía, encarnando el ideario de ese nuevo libe-

ralismo emergente que se haría efectivo años después.

No sorprende, si consideramos la voluntad de alcance político-moral de la tragedia

neoclásica, esta inclinación hacia Pelayo, cuyo perfil histórico le confería un valor sim-

bólico innegablemente positivo, fueran cuales fuesen las pretensiones ideológicas que

justificaran su puesta en escena. ¿Pero qué lugar reservaba el teatro dieciochesco, entre

tanto, a las circunstancias que rodearon la pérdida de España, al último rey de los godos,

y muy en especial, a Florinda, culpable legendaria de la catástrofe? Evidentemente, las

debilidades de Rodrigo y de la hija de Julián, más pendientes ambos de la satisfacción

de sus anhelos individuales que del bien común, debían de brindar interesantes posibili-

dades catárticas y purgativas a ojos de los dramaturgos neoclásicos del último tercio de

siglo, que verían también la puesta en escena de la división interna de la nobleza goda

en tiempos de la invasión árabe como un ejemplar aviso de navegantes para los nobles

dieciochescos ante cualquier atisbo de disidencia con la monarquía borbónica. Pero al

mismo tiempo, la dramatización del asunto de Rodrigo y Florinda implicaba también el

ofrecer una imagen real, al arbitrio de sus apetitos pasionales, poco o nada ejemplar, lo

cual lo convertía en materia espinosa y susceptible de desaprobación censoria. De he-

cho, si algún escritor de la etapa arandina consideró el convertirlo asunto trágico, posi-

blemente la prohibición de la comedia La pérdida de España de Eusebio Vela acabaría

de disuadirlo.

En 1770, el Vicario Eclesiástico de Madrid se opone a la representación de esta co-

media nueva en tres jornadas con el tema de Rodrigo por “indecorosa al rey”, y señala

además su inoportunidad dramática, indicando que “aunque se hallan en algunos libros

y en la Historia noticias de esta pérdida, no es justo renovarlas en el teatro, en el que

no debe representarse obra que manifieste machinaciones, conspiraciones ni traición

alguna a los soberanos”. No es de extrañar, por otro lado, este gesto de desagrado de la

censura ante el contenido de la obra de Vela, que deja en pésimo lugar a la monarquía

goda, a Witiza en primer lugar, y también a su sucesor en el trono, Rodrigo, que no que-

da mejor parado. De ánimo voluble, enamoradizo y mentiroso, el monarca es también,

por faltar a la dignidad de su cargo y ofender a Dios con sus vicios, culpable del atroz

castigo que soportará sobre sus hombros España entera. Aun asumida la falta de escrú-

pulos de la monarquía goda y su directa implicación en el desastre de Guadalete, Flo-

rinda es sin duda el personaje más mezquino y reprobable de la comedia de Vela, bien

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alejado de la ingenuidad que se le supone en otras lecturas de la leyenda. Frívola, torna-

diza y caprichosa, despide injustamente a su prometido Sancho tras quedar deslumbrada

por las atenciones del monarca (I, vv. 600-750); inteligente y manipuladora, no se deja

ofuscar por la ceguera de la pasión –que en cambio justifica una vez más las acciones de

Rodrigo– sino que trata a toda costa de canjear su honor por la conveniente alianza ma-

trimonial (I, vv. 917-970). Frustrados sus propósitos por la violación de Rodrigo, que se

retracta a continuación de su oferta matrimonial, la acusa de mentirosa (II, vv. 65-101) y

se casa con otra, Florinda se convierte a ojos del lector menos complaciente en una suer-

te de “virago” vengador y sanguinario, armada como un hombre y dispuesta a ir a la

batalla en compañía de su padre, el ejército árabe y los traidores herederos de Witiza (II,

vv. 540-544).

Es lógico que tal sarta de “impropiedades” desagradara en grado sumo al Vicario de

Madrid, que no se dejó persuadir ni por el intento de rehabilitación final de Rodrigo ni

por el mensaje altamente didáctico de los últimos versos de la comedia, censurando las

acciones “que se dirigen / contra el cielo, ley y patria” (III, vv. 752-757). Por su parte,

Florinda colabora en este proceso de regeneración final de la figura real autoproclamán-

dose perversa, traidora a su rey, mala cristiana y culpable por venganza de la perdición

de España (“ábrase la tierra y trague / a una mujer tan perversa”, III, vv. 372-373; “Y,

en fin, por decirlo todo, / soy a quien llaman la Cava”, III, vv. 700-701), y escogiendo

retirarse a la vida contemplativa para purgar sus yerros.

Es más que probable que la prohibición de esta obra de Vela convenciera a los dra-

maturgos españoles de la inoportunidad del tema de Rodrigo, arduo de tratar sin menos-

cabo de la corona, y que, por tanto, éste quedara reservado para representaciones pri-

vadas de escasa repercusión, o convertido en mero marco decorativo en obras de poco

fuste ideológico.

Es el primer caso el de Perder el reino y poder por querer a una mujer. La pérdida de

España (1770), del prolífico y versátil José Concha. Esta obrita, escrita en un solo acto

para ser representada en casas particulares, es decir, para el mero entretenimiento de

quienes la interpretaban y de quienes asistían a su rudimentaria puesta en escena, está

exenta de cualquier pretensión ideológica –como era habitual en este tipo de teatro– y se

muestra bastante indulgente con la figura de Rodrigo. Esta razón, unida a la propia bre-

vedad de la obra, que impide cualquier análisis del comportamiento de los personajes, y

a la escasa repercusión que tales representaciones privadas tendrían, contribuye a expli-

car la inusual presencia del tema de la pérdida de España en una época reacia a recordar

la desunión de los godos y sus funestas consecuencias. Florinda, por otro lado, está au-

sente de toda la obra –como correspondía, además, a este tipo de teatro, en cuya repre-

sentación no participaban las mujeres–, y apenas encontramos en aquélla un par de re-

ferencias a lo ocurrido entre la joven y Rodrigo, hecho al que no se le otorga impor-

tancia alguna. Así, cuando el rey inquiere acerca de las razones que han conducido a

Don Julián a llevarse a su hija de la corte, un incómodo Pelayo apunta a la falta de la

joven, aludiendo a “los ardores impíos / con que Florinda, o la Cava, / su noble honor

ha perdido” (vv. 127-129), para hacerse eco a continuación, y con suma delicadeza, de

los rumores que implican a Rodrigo en la afrenta. La obra no otorga relevancia alguna al

asunto de la legitimidad de la revancha de la joven o a la falta de ella, y el monarca, que

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ni afirma ni desmiente, ni hace referencia ninguna a Florinda, condena, eso sí, el atrevi-

miento de Don Julián al urdir un plan contra su real persona. Al final del único acto de

esta comedia de Concha, el moro Monuza resume espléndidamente su planteamiento

respecto al asunto que nos ocupa: “Y pues perdida la España / por una mujer, se ha

hecho / patente tanta desdicha, / hasta que llegue el remedio” (vv. 649-652). Así, la au-

téntica culpable, Florinda, invisibilizada a lo largo de toda la obra por las exigencias del

“género”, queda ahora, además, esencializada en su femineidad –“una mujer” en repre-

sentación de todas– y despojada de su identidad.

También de escasa repercusión es la escena trágica unipersonal de Francisco de Ba-

hamonde y Sesé titulada Florinda, que sí se representó de forma pública y que introduce

un planteamiento del asunto absolutamente distinto al de la obra de Concha. Según

anuncia la Gaceta de Madrid en su número de 10 de abril de 1792, la obra se escenificó

en Valencia y también se imprimió, y es más que probable que, pese a su brevedad (ape-

nas una decena de páginas) y a ser obra de un autor valenciano, María Rosa Gálvez la

conociera y se inspirara en ella para su versión de la leyenda. De hecho, Bahamonde y

Sesé, como después hará Gálvez, le da por primera vez el protagonismo a Florinda,

quien ofrece una nueva perspectiva del tema, encaminada a denunciar los efectos de la

opresión y la tiranía (de Rodrigo, de los hombres injustos y, en general, de la huma-

nidad entera), a defender los impulsos naturales, a reclamar la “luz de la razón” e in-

cluso a esbozar una tímida reivindicación “feminista”:

[…]

¿Cerrar queréis los labios

de las que oprimen vuestras manos fieras?

[…]

Pues no, no lograréis que esta infelice

de haber clamado al padre se arrepienta:

de haber seguido los impulsos blandos

con que habla al corazón naturaleza:

y de haber conservado los derechos

que a un honor ultrajado se reservan.

Aunque esta escena trágica pasa prácticamente desapercibida en el conjunto del teatro

de su tiempo, debemos resaltar que su enfoque, rehabilitando a Florinda en lugar de a

Rodrigo, quien se presenta como cúmulo de vicios y causante de la desgracia de todos,

es absolutamente novedoso en la formulación literaria de la leyenda. Si María Rosa

Gálvez leyó, como todo parece indicar, la obrita de Bahamonde, fue posiblemente esa

variación en la presentación de la heroína la que la empujó a tomar aquélla como re-

ferencia y a dedicar toda una tragedia a desarrollar desde nuevas perspectivas un ar-

gumento clásico que ofrecía enormes posibilidades en este género.

A diferencia de la poesía o la novela, donde sí encontramos ejemplos de la presencia

de Rodrigo y Florinda, cualquier otra referencia en el teatro de la época a un tema cla-

ramente enojoso para la monarquía como el de los desafueros del último rey godo, ha-

bría de venir tangencialmente, a través de personajes que, aun siendo cercanos al asunto,

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evitaban la puesta en escena de la figura del soberano. Ésta es la causa del repentino

interés que Egilona, la viuda de Rodrigo, despierta en los dramaturgos de la época, quie-

nes nos ofrecen diferentes versiones de los amores entre aquélla y Abd-al-Aziz Ibn

Muza –hijo de Muza y primer wali de la Península tras la derrota de Guadalete–, y de la

conversión de éste al cristianismo, siendo las más relevantes la comedia La Egilona,

viuda del rey don Rodrigo, de Valladares de Sotomayor (1785), y las tragedias Egilona

de Trigueros (1768) y Abdelacis y Egilona (1804) de Vargas Ponce.

Como es evidente, el destierro de Rodrigo del panorama teatral español del último

tercio del XVIII supone, aún con más razón, la desaparición de Florinda, que sólo había

interesado a nuestra tradición legendaria y literaria como chivo expiatorio del desastre

de Guadalete. Lo más sorprendente es que, después de actuar durante ocho siglos como

comparsa de Rodrigo, y tras casi dos centurias de ausencia casi total de la escena espa-

ñola –exceptuando la obrita de Bahamonde y Sesé–, la hija insumisa del Conde Don

Julián haga su reaparición en 1804 como personaje central de una tragedia que lleva su

nombre, Florinda, y que va a convertirse en el punto de partida de una nueva trayectoria

para la leyenda en el drama romántico.

En esa fecha publica María Rosa Gálvez de Cabrera los tres volúmenes de sus Obras

Poéticas, que ya habían sido autorizados para su impresión en noviembre de 1803, y

que contienen su teatro trágico: Saúl (escena trágica unipersonal), los dramas Safo y

Zinda, y las tragedias Florinda, Blanca de Rossi, Amnón y La delirante.

Los personajes trágicos diseñados por Gálvez, mayoritariamente femeninos (Safo,

Zinda, Blanca de Rossi, Thamar, la hija secreta de María Estuardo), no son los habi-

tuales en la escena española dieciochesca, pero lo cierto es que todos ellos comparten un

mismo destino trágico, que alcanzan como resultado de las presiones masculinas y de

las imposiciones de la sociedad patriarcal. En su estudio sobre la autora malagueña,

Bordiga señala precisamente el tema del estupro, real o figurado, como elemento unifi-

cador de un nutrido grupo de tragedias de aquélla (Ali-Bek, La delirante, Florinda,

Blanca de Rossi y Amnón), y apunta la posibilidad de que hubiera preconcebido para su

teatro trágico una determinada estrategia temática, en aras de la cual habría seleccio-

nado personajes e historias acordes con sus fines didácticos: instruir al público feme-

nino acerca de los peligros y desventajas de las mujeres en la sociedad patriarcal.

Abundando en la misma idea, Whitaker sitúa las obras de Gálvez que tratan el tema de

la violación en un marco europeo global, atraído por la representación literaria de la

violencia contra las mujeres, cuya manifestación más palmaria sería la Clarissa de Ri-

chardson, traducida a nuestro idioma en 1794-1795 y trasladada a la escena por Mar-

qués y Espejo en 1804.

Partiendo de las afirmaciones de Bordiga y Whitaker sobre la existencia de una cons-

tante temática para las tragedias de Gálvez centrada en la violencia contra las mujeres,

creo que esta insistencia de la autora en el asunto de las constricciones sociales y de la

opresión de lo masculino sobre lo femenino, debe ser leída también como una mani-

festación más de la reflexión sobre la libertad individual que impregna la literatura es-

pañola de los inicios del XIX, síntoma de una nueva sensibilidad incipiente, la román-

tica, y de un contexto histórico-político (los últimos años de Carlos IV y Godoy) idóneo

para la recepción de sus consignas ideológicas. De hecho, las tragedias del cambio de

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siglo y de los primeros lustros del ochocientos, las de Cienfuegos, Quintana, González

del Castillo o la propia Gálvez, y algo más tarde –y con más virulencia– las primeras de

Rivas, Martínez de la Rosa o Gil y Zárate, coinciden, pese a sus diferencias, en destacar

al individuo (con sus deseos y sentimientos) frente a cualquier forma de opresión polí-

tica, social o familiar, y en poner de manifiesto que el sacrificio personal y la felicidad

social no guardan una relación de continuidad tan evidente como pretendía el teatro

ilustrado.

Las tragedias de Gálvez se insertan perfectamente en este núcleo de obras de entre-

siglos, fieles a los modelos neoclásicos e impregnadas de ideas liberales e ilustradas, co-

mo la tolerancia, el humanitarismo, el pacifismo, la virtud y la libertad. En ellas, la

garantía del bienestar colectivo ya no reside sólo en el estricto cumplimiento de la razón

de Estado y de sus códigos sociomorales, ni tampoco en la aplicación de un concepto

rígido de honor o virtud, sino fundamentalmente en el respeto a los deseos de sus indi-

viduos, a su libertad y a sus honestas inclinaciones naturales. La aportación de Gálvez a

esta nueva concepción de felicidad socio-personal que irradia del teatro trágico de su

tiempo reside en la inclusión de la dialéctica entre los principios masculino y femenino

como elemento central de la reflexión ideológica de sus obras, presentando a las mu-

jeres como paradigma de la opresión social y familiar, y a los hombres como grupo

dominante que, al coartar la libertad del otro o atropellarlo con sus pasiones desorde-

nadas, genera el caos y la infelicidad de todos.

Es este principio estructurador, presente en casi todas las tragedias de Gálvez, el que

la lleva, en Florinda, a reinterpretar libremente una leyenda de sobra conocida en la

historia de la literatura española para transformar a su heroína en víctima de las impo-

siciones patriarcales, y de este modo, subrayar las nefastas consecuencias generales y

políticas que produce el menosprecio de los deseos individuales por parte del poder.

Respetuosa con la verosimilitud neoclásica, que la obliga a la unidad de tiempo y de

lugar, la obra se abre en el campamento godo a orillas del Guadalete, obviando los pro-

legómenos de la contienda: el “delito de Rodrigo”, es decir, la violación de Florinda, ya

ha tenido lugar, y ella se encuentra en el mismo campamento como prisionera secreta de

Pelayo, quien trata de protegerla de la hostilidad de su tío Tulga, deseoso de lavar con

su muerte el mancillado honor familiar, y de la obsesiva pasión amorosa del rey Ro-

drigo. No deja de ser significativo que sea el nombre de Florinda el que ocupe el título

de la obra, y es que es la primera vez que la hija del Conde Don Julián se convierte en

verdadera protagonista de su propia tragedia, símbolo de los estragos de la obcecación y

la intolerancia, destino trágico de las pasiones desenfrenadas de cuantos la rodean: la in-

continencia sexual de Rodrigo, el implacable concepto del honor de su tío Tulga, el pru-

rito vengador del conde Don Julián y de Opas, la pérfida felonía de Egerico y hasta la

incomprensión final de Pelayo, que preferiría verla muerta que amparada por invasores

y traidores.

La victimización de Florinda, tras varios siglos de ensañamiento contra su figura, y la

voluntad de censurar determinadas actitudes del poder, sus vicios y corruptelas, distan-

cian la obra de Gálvez de la tradición literaria inmediatamente anterior. En Florinda,

Rodrigo es un “tirano”, que abusa de su poder, del “despotismo”, “estrago y violen-

cias” para obtener placer y someter la voluntad de sus súbditos; es un monarca débil,

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dominado por los malos consejeros, como el traidor Egerico, y por sus impulsos amo-

rosos, que lo inducen a descuidar sus obligaciones y a dejarse dominar por los celos y

por la lujuria. Falso e hipócrita, niega en público su ofensa a Florinda, pero reconoce en

privado que la indisolubilidad de su matrimonio con Egilona le impidió convertir a la

hija de Julián en reina, y lo empujó a usar la fuerza para conseguir sus deseos. Soberbio

y cegado por la adulación, aleja de su lado a quienes, como Pelayo y Tulga, les hablan

con franqueza y persiguen el bien del pueblo godo. Con tal ejemplo, en la corte de

Rodrigo, de tan relajada moral como su rey, imperan la envidia, el disimulo y los vicios,

y la traición acecha disfrazada de amable solicitud.

No es Rodrigo, sin embargo, el único en la obra que se deja arrastrar por sus vicios y

pasiones. Lo hace también Egerico, quien, siendo servidor del obispo Opas –por tanto,

del clan witiziano– y a la vez confidente de Rodrigo, se aprovecha de la confianza del

rey para perjudicarlo y consumar su traición; lo hace el propio Julián, encendido de un

ánimo vengador que le nubla el entendimiento y obsesionado por reparar los agravios

personales sin parar mientes en el daño general; e incluso Tulga y Pelayo, diseñados

ambos con una ambivalencia moral que certifica la gran intuición dramática de Gálvez.

Tulga, tío de Florinda y consejero leal del rey, encarna en la obra la defensa a capa y

espada de los conceptos tradicionales de monarquía y honor, en los que pretende hacer

encajar al negligente Rodrigo a toda costa, aunque con escaso éxito. Tulga antepone la

verdad a la complacencia del monarca, y por eso le recuerda su responsabilidad en la

penosa situación del reino godo, incitándolo a domeñar sus pasiones para luchar por el

honor de la patria (95-96). Y, sin embargo, su férrea lealtad a la corona lo lleva también

a justificar el proceder de Rodrigo con su sobrina y, en la más genuina tradición ro-

manceril, a culparla a ella de su deshonra, cruel e injustamente:

Tus brillantes adornos deslumbraron

Los ojos de Rodrigo, y tu hermosura;

Ese don que á la España cuesta tanto;

Encendió su pasión; era Monarca.

Tú joven y orgullosa; desairarlo

Fue irritar su poder; tu resistencia,

Oponer á sus gustos era en vano

Si humilló tu altivez, obró, Florinda,

Como Rey, como amante, despreciado.

El desmedido concepto del honor familiar de Tulga y su particular idea del bien co-

lectivo pasan por encima de la razón y del sentido común, y, esclavo de los prejuicios

sociales, culpabiliza ciegamente a la mujer, la auténtica víctima del ultraje. Al mismo

tiempo, su ofuscada defensa de la monarquía le hace dar sustento hasta el extremo de lo

irremediable a un poder déspota, licencioso y sordo a las penurias de su pueblo. De he-

cho, cuando Rodrigo, exhortado por Tulga, recupera repentinamente su virtud en el ter-

cer y último acto de la obra, ya es tarde para frenar la rebelión entre sus tropas. Ha-

ciendo gala de una volubilidad que parece no tener remedio, el rey se muestra dispuesto

a dejarse manipular por Egerico, que, culpando injustamente a Tulga de traición, consi-

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gue que Rodrigo lo destierre con sus soldados y quede así aún más vulnerable a la

amenaza árabe.

Tampoco Pelayo, que mantiene un comportamiento ejemplar desde el principio de la

obra, queda libre de sus debilidades al final de la misma. El héroe astur, que Gálvez

imagina prometido a Florinda, se mantiene fiel al rey aun después de haber visto trun-

cada su relación amorosa por la lujuria de Rodrigo, pero su lealtad no le impide actuar

razonablemente, con fidelidad a sus principios y a su palabra. Así, aun a riesgo de con-

citar las iras del monarca, defiende a su amigo Tulga ante Rodrigo, y también protege a

Florinda de la lascivia de éste, aunando ejemplarmente nobleza de ánimo y razón sen-

sible. Sin embargo, al final de la obra, también el héroe de la Reconquista se deja con-

fundir por los prejuicios patriarcales, al volverse injustamente contra Florinda, creyendo

que ésta se ha servido del engañoso “velo / De la santa virtud” para embaucarlo e in-

troducir en el campamento godo a los traidores a Rodrigo.

Podemos afirmar, pues, que el drama de Florinda en la obra de Gálvez es precisa-

mente su profunda soledad e incomprensión en un mundo patriarcal y, por tanto, ad-

verso a lo femenino. Única mujer en toda la tragedia, Florinda encarna en ésta el ámbito

de lo íntimo, de lo personal, de la sensibilidad, el círculo de los afectos familiares y de

los sencillos anhelos naturales. A su alrededor, el mundo público y masculino, el del

poder y la política, va tejiendo una compleja red de ambiciones bastardas e intrigas

cortesanas, de prejuicios y códigos inflexibles, que la asfixian progresivamente hasta el

drama final. Florinda reconoce haber sido víctima de sus circunstancias, de su juventud

e inexperiencia, en un círculo social –la corte de Rodrigo– hostil y repleto de escollos.

A lo largo de los dos primeros actos, la joven se defiende, le planta cara al monarca

violador y embustero, reivindica su inocencia, acusa a todos los responsables de los ma-

les de España (Rodrigo, Opas, incluso su propio padre), denuncia la hipocresía de los

que pretenden vengarla para hacerse con el poder y aconseja a Pelayo con inteligencia y

mesura. No obstante, conforme avanzamos hacia el tercer y último acto, asistimos al

progresivo deterioro mental de Florinda, quien, humillada por el desprecio del rey y por

la crueldad de su tío Tulga, se debate interiormente hasta la locura entre el afán de ven-

ganza y el deseo de evitar la aniquilación del inocente pueblo godo. En las últimas es-

cenas, el abandono y la maldición de Pelayo, la soledad ante un padre consumido por la

sed de venganza y los horrores de la conquista árabe, conducen a Florinda a un estado

de total desvarío. Perseguida por los espectros de los muertos en la batalla, asume el

discurso de los otros acerca de su culpabilidad en la catástrofe y se suicida, como buena

heroína trágica de su tiempo, con el mismo puñal con el que pretendió lavar su honor su

tío Tulga.

No es casual que el desgaste de Florinda coincida con el desmoronamiento del reino

godo, a quien ésta representa simbólicamente durante toda la obra. Ya se ha señalado

más arriba que la asociación entre la “flor perdida” de la hija de Julián y la España caí-

da en manos infieles, funciona a modo de referente simbólico en la configuración lite-

raria de la leyenda desde sus inicios hasta el siglo XVIII; la Florinda de Gálvez también

se inserta en esta tradición, aunque su lectura, que obedece a una ideología sexual bien

distinta, prescinde de cualquier referencia a la legendaria maldad de “la Cava” para

hacer de ella una víctima inocente de las ambiciones ajenas y de la carencia generali-

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zada de sensibilidad y sentido de estado. En la obra de la dramaturga malagueña, Flo-

rinda y el pueblo godo han estado igualmente sometidos a la ceguera y a las ilícitas

pasiones de unos y otros (lujuria, ambición, venganza, traición, afán de poder...), que

han prevalecido sobre los sentimientos personales y sobre el bien común. No en vano

son las faltas cometidas por el rey y el fanatismo vengador de Opas y Julián los verda-

deros responsables del drama, y no la confesión de Florinda a su padre, que, como ella

misma explica a su tío Tulga, no tenía más objeto que su natural deseo de abandonar

cuanto antes el escenario de su ultraje.

A la vista de las fatales consecuencias del libertinaje general de apetitos y sentimien-

tos, la obra hace evidente que sólo una política del poder que contemplara la contención

de las pasiones desordenadas y el respeto a la felicidad individual –garantía, a la postre,

de la colectiva– podría haber evitado la hecatombe de la patria/Florinda. En líneas ge-

nerales, el conflicto entre lo colectivo y lo individual, lo público y lo íntimo, gober-

nantes y pueblo, que emana de esta obra de Gálvez, encaja bien en el conjunto de las

tragedias de su tiempo, que anuncian ya nuevas consignas ideológicas; por un lado, y

aunque lejos de las soflamas liberales y antiborbónicas del Pelayo de Quintana, Florin-

da deja entrever el espíritu crítico de la autora respecto a la situación política de la Es-

paña prenapoléonica; por otro lado, pese a que en ella el papel de lo personal –estamos

aún en 1804– queda por lo general subordinado al interés general –y de ahí la invectiva

contra la venganza y la traición que actúa de cierre de la obra–, su final, ese suicidio de

Florinda anulada, enloquecida y desesperada, es ya claro indicio de las salidas románti-

cas al peso de las convenciones, a la presión social, a la fatídica imposibilidad de vivir.

La Florinda de Gálvez, incomprendida, inocente, sensible, violentada y conducida

hasta el paroxismo por su destino trágico, era un personaje de extraordinario potencial

para la dramaturgia romántica; no es de extrañar que unos lustros más tarde, Antonio

Gil y Zárate partiera de la versión de Gálvez para su tragedia Rodrigo (1825), apenas un

año después de que el propio Duque de Rivas se inspirara –entre otras fuentes– en ella

para su poema Florinda, o que encontremos numerosos ecos de la heroína de la mala-

gueña en la hija de El Conde Don Julián (1838), drama de Miguel Agustín Príncipe. De

hecho, la herencia de Gálvez se extiende aún más allá de la frontera del medio siglo, y

sobrepasa también el ámbito teatral; así, y salvando las distancias, la encontramos to-

davía –a través de Miguel Agustín Príncipe– en un novelón de aventuras de Juan de

Dios Mora, Florinda o la Cava (1853), que presenta a la joven, al igual que las anterio-

res, como víctima inocente de ultrajes y confabulaciones. En todas ellas, Florinda apa-

rece dignificada, en algunas –como la de Rivas– incluso enamorada de Rodrigo, y en

varias –siguiendo a Gálvez, pionera en relacionarla con el héroe astur– prometida a

Pelayo. No parece haber, en este sentido, mayor rehabilitación para la figura de Florinda

que una promesa de matrimonio con el artífice de la Reconquista, incluso si ésta es con-

travenida, como ocurre en tales obras, por los deseos lascivos de Rodrigo.

Después de diez siglos de reformulación literaria de la leyenda, el punto de inflexión

en el tratamiento de Florinda en la escena española es sin duda la tragedia de María Ro-

sa Gálvez de Cabrera, quien consigue desplazar su tradicional contenido simbólico –en-

carnación de la concupiscencia femenina para justificar el pasado nacional o contras-

tarlo con un nuevo proyecto político–, y convertirla en preludio de la tensión romántica

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entre el yo y sus circunstancias. Este desencuentro entre lo individual y lo colectivo

(Florinda/códigos socio-morales) se dramatiza en la tragedia de Gálvez a través del en-

frentamiento entre lo femenino y lo masculino (Florinda/Rodrigo), y también mediante

la articulación del correlato simbólico nación-virginidad, que permite simultáneamente

una lectura “política” de la violación de la hija de Julián como alegoría de la desunión

entre el pueblo español y sus gobernantes. La presión sexual sobre aquélla, que escena-

fica la opresión y la anulación de lo femenino en el patriarcado, alcanza en la obra de la

autora malagueña una dimensión ideológica más amplia, al convertirse en representa-

ción metonímica de la práctica social y política de la autoridad, el absolutismo y la ar-

bitrariedad. Así, desde la pluma de mujer de Mª Rosa Gálvez, la legendaria flor perdida

de Florinda alcanza en los albores del siglo XIX una nueva carga simbólica, impregnada

ya de espíritu romántico y comprometida con la defensa de su propio género de la sen-

sibilidad y de la libertad.

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