Del Enigma De La Metamorfosis

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presentación del Maestro Arturo Aguirre en el coloquio hijole rumbo a la titulación

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El enigma de la metamorfosis*

Arturo Aguirre

A Mercedes, metamorfosis de los días.

Nosotros, siempre tan expuestos. Rainer María Rilke

Vivir es trans-formarse. Venidos al mundo, nuestra existencia es una constante actividad que

no puede detenerse ni tampoco delegarse a alguien más, porque, en sentido estricto, este

existir mío es el de un ser en movimiento, el de un ser en acción, que se apropia, que se hace

* Este trabajo recopila algunas ideas expuestas en diferentes foros entre la primavera y el verano de 2008; en última instancia, estas líneas pueden verse como una continuidad del escrito “La piedra, el árbol y el hombre. Homenaje a Eduardo Nicol” (en prensa, en la compilación de Ricardo Horneffer, UNAM-FFL/FCE), de manera más lejana de “Sentido, expresión y cultura” (OEI, disponible en soporte electrónico http://www.oei.es/memoriasctsi/mesa9/m09p01.pdf) y en “De la encarnación de la cultura” (en, Filosofía de la cultura, México Afínita, 2007). Lo que se ha buscado en estos ensayos, y particularmente en el que aquí se presenta, son formas de expresión cercanas a ideas generales —que conservan su carácter de comunicación oral—, y que abrevan del escrito más amplio y metódico “Paideia y expresión” (ahora en preparación) y encuentran su fundamentación más radical en el inédito El acontecer ontológico del ser de la expresión, Memoria de Tesis de Maestría, FFL-UNAM, 2003 (particularmente el último capítulo “Hermenéutica de la expresión”). El autor cree estar muy lejos de los empeños primeros de la idea, que ha volcado de una antropología cultural —más cercana a la sociología y antropología filosófica— hacia una “antropología de la barbarie” que requiere elementos de estudio más propios de la ontología fundamental del hombre y una filosofía de la expresión (vid. “Meditaciones sobre la Barbarie”, en revista Relaciones, COLMICH No. 2 y “La barbarie o las grietas de lo porvenir” en revista Bajo palabra, UAM, Madrid, en prensa). Para dar razón de los rasgos de nuestros días, de esta dispersión y atonía de la vitalidad, hace falta más que una descripción de los acontecimientos que nos ha brindado la sociología en las últimas dos décadas; hace falta, antes que todo, retrotraerse al acontecer mismo del hombre en su existencia, atender, pues, al fenómeno de la transformación cualitativa del ser humano y si esto ha sido posible, lo controvertido es que toda posibilidad implica la posibilidad de no haber sido y, ya siendo, dejar de ser. La probable pérdida de la capacidad humana de transformación cultural en el tiempo que vivimos, en el destiempo en que sobrevivimos, es un fenómeno sui generis en la historia de Occidente que reclama otras manera de expresar, otras categorías y la entereza de la razón para afrontar la posible última revolución del pensamiento ante el fin de la cultura y la consolidación de barbarie total.

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más apropiado a sí mismo en su forma de hacer las cosas. En verdad, hay actos que nos forman

y otros que nos de-forman; pero, hablando formalmente desde la filosofía, lo que da lugar

primario a nuestro asombro, es que el ser humano sea tan infinitamente susceptible a la

transformación.

Se comprende que la evidencia de esta actividad —de la vida humana en constante

cambio de sí—, es, antes que una afirmación teorética, un irrefutable dato de la experiencia.

Nuestra forma de ser en la vida y nuestra forma vital de hacer las cosas, ambas en

correspondencia, atestiguan que en nuestra constitución radica esa extraordinaria posibilidad

de mutación de la forma, de esta plasticidad que se moldea y adquiere relieves de autenticidad

con las ideas, las creencias, las esperanzas y los conocimientos.

Este fenómeno de la transformación, que en la vida cotidiana puede pasar

desapercibido, es más, que puede exiliarse a la tierra de lo consabido y lo insignificante; para

la filosofía es el suelo firme en donde arraiga el punto de despliegue de uno de los horizontes

de reflexión más fascinantes y significativos que, desde que la filosofía vio la luz en Occidente,

no se ha interrumpido. Así, la filosofía, entiéndase, esta filosofía como ciencia del hombre, se

ha afanado por comprender a lo largo de toda su historia, cómo es un ser que existe, que vive

en la permanente formación de sí; cómo es que la vida humana es tan maleable, tan dada al

cambio deliberado de esta materia extrañamente sutil que es la existencia del ser humano.

Con la filosofía, la vida como acción y transformación se convierte en un problema. En

realidad, no hay mayor problema para el hombre que vivir, el problema de tener que actuar al

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convertirse en protagonista de su vida. Porque no se trata sólo de hacer, sino de hacer de

nosotros mismos lo mejor posible, del bien vivir. Entre lo que somos y lo que podemos ser está

el problema de la transformación y el problema fundamental de toda reflexión educativa. Y es

que posiblemente seamos mejores o peores, pero cómo se entienda y cómo se ejerza en la vida

de cada quien, esto nos instala ya en el orden de la libertad.

No hay manera de evitarlo, porque somos actuamos, y porque actuamos tenemos que

vivir eligiendo, no entre cosas, sino entre las mejores opciones que se nos presentan y aquellas

que generamos para ser lo que esperamos, para concretar este constante anhelo de ser más

nosotros mismos. En verdad, nos elegimos y nos desdeñamos cada vez que ejercemos nuestra

libertad, cada vez que una valoración nos transforma, cada vez que abrigamos en la vida a un

pensamiento; porque en última instancia somos este sistema vital de elecciones y desdenes.

No podemos vivir sin elegir y sin ese desdén por lo que elegimos como lo no-querido. Esto es

una sobreabundancia vital que no tiene ningún otro ser en la realidad; y es el problema de

saber qué elegir, de comprender lo que se es y de añorar quien se quiere ser.

La vida, como problema, no es un asunto menor, pues requiere de los mayores esfuerzos que

día a día se nos presentan para darle forma. Esta consciencia problemática de la existencia,

esta conversión vital que llevó al hombre a reflexionar y darse cuenta de su condición

antropoplástica, tuvo su origen histórico entre los helenos, por allá del siglo V antes de nuestra

era. Ese giro contemplativo del hombre sobre sí mismo fue un fenómeno extraño en la

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historia de Occidente, porque nos percatamos que el hombre cambia desde ya, que el hombre

se altera con esa consciencia de sí, con ese saber filosófico de sí, que le desmiente de sus

ambiciones y sus soberbias; y le instala en el orden de lo que con certeza puede saber: y si algo

se sabe es que no se puede todo, que si la vida bien es la totalidad de nuestras acciones, ella no

se completa ni se aquieta a cabalidad.

Vivir la actualidad de una insuficiencia que nada colma, pero que pocas cosas pueden

ordenar. Lo que ordena con autenticidad la insuficiencia del hombre son las razones que se

otorga a sí mismo, como individuo y en comunidad, para existir en el centro de gravedad de

las excelencias de la vida; es decir, de la verdad, la bondad y la belleza. Esta gravedad de la

excelencia humana no se aprende solo y no se ejerce en soledad; es un asunto grave y serio

que requiere compromiso, responsabilidad y el pleno deseo vital del bien vivir que prodigan

esas excelsitudes compartidas.

Si bien es cierto que cada cual puede buscar y creer que ha encontrado en el rincón de

su vida la mejor manera de estar en el mundo, lo cierto es que las más de las veces esto puede

ser una liviandad, una in-gravidez de las certezas con las cuales nos movemos por el mundo.

La filosofía se empeñó en cuestionar esto y el filósofo tuvo, desde sus orígenes, la obligación

de interrogar racionalmente el sistema cotidiano de valoraciones, de creencias, de ideas y de

normas que en la vida nos invitan o impelen, a todos y cada uno, a la acción para ser más con

nosotros mismos y con los otros.

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Como se ve, la naturaleza humana comenzó a despertar para la filosofía una inquietud

de alcances insospechados: a diferencia de todos los demás seres, en el ser humano radica,

como constituyente de su forma de ser, de su naturaleza, la posibilidad de incremento, de

ensanchamiento de la existencia, es decir, de generar y regenerar la vida a cada momento. El

filósofo atinó con el enigma de la metamorfosis humana, que convirtió en el problema

fundamental de una radical responsabilidad sobre la vida. La universalidad de la filosofía fue y

sigue siendo, en este sentido, la posibilidad que se abre a todos para responder a la pregunta de

cómo se ha de vivir.

Así, hemos llegado a percatarnos que nosotros, tan ampliamente expuestos a la

influencias de la vida, del mundo, de la cultura, somos una materia sutil, pero, también,

somos, por consecuencia, esta fragilidad. La exposición de los otros nos afecta, y esa

exposición, cuando adquiere las formas de vida tan reguladas por la comunidad en sus

instituciones sociales y culturales puede ser un problema cuando se escapa, como en nuestros

días, a la indagación y ordenación racional de cada quien en aquel asunto del bien vivir. La

filosofía, este afán de saber, llegó a la plena consciencia de la maleabilidad y al problema de la

transformación humana cuando éstas entraron por primera vez en crisis con la sofística y con

una polis en decadencia, sometidas en sus educativas direcciones racionales y vitales por la

amenidad del teatro y la deslumbrante parafernalia del afán de poder de la retórica.

Lo que manifestó la naturaleza humana y lo que entendió la filosofía fue que la

formación del hombre puede ser, asimismo, una deformación sistemática por parte del aparato

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educativo que se desarrolla en el ambiente comunitario y en la enseñanza formal. En otras

palabras: la acción de la existencia puede ser también la dispersión de los afanes por ser mejor,

la falta de asideros vitales firmes, la ausencia de finalidades y de expectativas por las

excelencias de la vida.

Yo no sé qué opinen ustedes, pero cada vez que detenemos nuestra atención, que nos

atenemos con objetividad, o con la sabiduría vital que se sazona con los días, hay algo que no

deja de causar un asombro que parece nuevo, pero que es tan antiguo y presente como la

filosofía misma: somos la libertad que se manifiesta con sus actos en la capacidad de

transformarnos. Esto, que a veces puede uno olvidar cuando abre los ojos por la mañana y

piensa en el trabajo, en el escondite de los zapatos que no se dejan encontrar, en la cita de la

tarde; en fin, esto que casi todos olvidamos, a no ser porque lo tienen bien presente el

demagogo, el publicista y charlatán educativo, esto, digo, no lo puede olvidar la filosofía

cuando se aboca a la reflexión educativa en el orden fundamental del saber pedagógico.

Quizá esta vocación filosófica, que interpela nuestra habitual manera de ser y hacer,

sea lo que desde sus inicios pareció y sigue pareciendo molesto, hostigoso y dado al fastidio.

Habrá que tener cuidado, aunque nunca temer, de aquellos que nos advierten de las trampas

de la filosofía, de su carácter inservible, de sus perversiones de la razón y de sus pocos efectos

en la existencia. Muchos de ellos, anónimos, muchos otros con nombre y apellido, han

existido desde que se constituyó este oficio por buscar ser mejor humano con la razón y con el

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deseo desinteresado por la verdad para la vida. Piénsese que estas degradaciones de la

transformación, es decir, la demagogia, la publicidad y la pedantería (ésta como degradación

radical del magisterio) no piden razones, sólo piden asentimientos; persiguen facilitarnos esa

ardua tarea de vivir, porque nos desviven, nos piden la ex-propiación, la renuncia deliberada

de nuestro deseo y de nuestro desdén, por darnos y erigirnos una existencia apropiada. Ellas,

degradaciones todas, crean militantes, consumidores y admiradores; en cambio, la filosofía

pide interlocutores y crea amores, philías, en donde cada uno es más sí mismo mientras más se

sabe dar con palabras de razón.

Pero lo que nos interesa ahora es el enigma de la metamorfosis del hombre. Y es que

acontecemos en la maravilla de la transformación; esta forma en movimiento, en acción, esta

maravillosa aventura de vivir en el cambio, en la que somos los gestores y pro-motores; pero

que es una obra, una opera, que se da con la co-operación de los otros en el mundo que nos ha

recibido: este mundo de los otros pasados, de los otros, maestros del vivir que son nuestros

padres, nuestros conciudadanos, nuestros amigos y nuestros amores; este mundo del

irremediable suceder del tiempo futuro de los otros. Somos, cada uno, hombres nuevos y

viejos, aquí y ahora, en y con cada acto de nuestra vida, pero en ésta lo pasado se integra al

presente y todo se extiende al porvenir. Nuevos y viejos; regenerados: en fin, que somos

tiempo en la renovación de nuestros sueños y de nuestros anhelos sostenidos con libertad en

la memoria de lo hecho y lo deshecho.

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Este enigma de la metamorfosis humana, devenido problema de transformación

cultural educativa, es la tarea primera de la filosofía; quiere ello decir, es la tarea primera de

todo saber humano, pues la filosofía es ciencia primera (con el permiso de los timoratos que

confían más en los datos, las estadísticas y los rendimientos “proactivos” de la formación

tecnológica; esos que han perdido o renunciado a la sutileza humana de percibir las ideas y de

entender y extender su vida en el afán por la claridad del “bien vivir”).

La vida humana es un problema, es un problema porque es la fuente de todos nuestros

problemas, porque vivir es problema cuando se quiere ser distinto y más sí mismo, porque

nuestra acción no está prescrita de antemano, porque nuestra vida no está hecha ni trazada

por algún otro mientras se mantiene en forma.

Así, ahora que la angustia de vivir se ha colado hasta las aulas de los críos, en el terror

apocalíptico de nuestros días; ahora que los programas educativos, con todas las vertientes e

“ismos” pedagógicos y científico-educativos se derrumban ante el examen más radical de todo

proceso educativo, es decir, ahora que ni libertarios, ni constructivistas, ni progresistas, ni

tradicionalistas, ni nadie puede sostener y orientar socialmente la vida hacia el bien y en ella

hacia la felicidad de los días —finalidad de siempre en la educación—; ahora, también, que los

a-sistemas filosóficos son más dados al quebranto y a la representación triste, absurda e

irracional de nuestra existencia y tan dada al drama de la muerte; ahora, que el fracaso vital y

el éxito profesional conviven en el rostro de los transeúntes; ahora, que perdemos la añoranza

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diaria por re-formarnos; ahora, también ahora, que alumnos y maestros han extraviado entre

angustias de evaluaciones y calificaciones esta sensación de travesía conjunta, de navegación

por los caudales de la philía en el saber, entre las mareas de la vida —viaje siempre con el

peligro del naufragio y con la templanza de la continuidad de quien sí quiere—; ahora que

titulamos a nuestros alumnos en la ingravidez vocacional del espanto y la cobardía de la

intemperie para confrontar esta dispersión, esta barbarie de nuestro destiempo; ahora que son

pocos los llamados y muchos los elegidos por la degradación de los emplazamientos del

mercado y la productividad... Quizá, ahora, sea tiempo de reafirmar que este cercano enigma

de la metamorfosis de lo que somos, fue uno de los descubrimientos más asombrosos y

profundos, más claros, más hermosos y más alegres que ha podido generar el pensamiento

filosófico de Occidente, en torno al ser humano y a su ser posible.

Si esto le ha costado la cicuta a más de un filósofo —si nuestras liviandades nos

permiten recordar que filosofar ha sido y es cosa de vida o muerte—, ello sería bueno

recordarlo, ahora, e insisto, también ahora, que con el tiempo hemos comenzado a olvidar que

vivir es transformarse, que es ya una forma distinta de ser afanarse en ser más, elegir ser

mejor, ser forma en acción, y actuar con ideas. En fin, mantenerse en forma para la vida

requiere saber mínimamente que la vida se forma, y esto sí es cosa de teoría y de philía,

quiero decir, de filosofía.

No sé si este saber se ajuste a los radicales cambios que ha tenido la pedagogía desde el siglo

XVIII hasta esta primera decena del siglo XXI —en donde el filósofo resulta cada vez más

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incómodo para el desarrollo de otras disciplinas, asignaturas, técnicas y tecnologías de

aprendizaje—; no sé, en verdad, si esta fascinación y entusiasmo por el cambio logra la

filosofía transmitirlos con las palabras adecuadas y las ejemplaridades escasas a la comunidad

humana en que se desarrolla. No se sabe con certeza, pues, como decía, nuestra cultura

siempre ha sido escéptica y ha buscado ser aséptica también de un saber que siempre mueve a

la sospecha —a las fisuras interrogativas que fracturan el monolito de lo consabido—, la

sospecha de un saber que constata que no hay mayor trabajo para el hombre que ser mejor

hombre. La filosofía ha sido replegada, antes más por ignorancia, ahora más por

animadversión, en la ciencias educativas emergentes desde hace un siglo a la fecha, como una

asignatura extravagante, pero de cierta jerarquía (maltrecha) que debe mantenerse ahí por

prosapia; además de que el mundo, ahora tan estrecho él y prosaico, deja pocos rincones para

hablar de cosas tan peculiares y “poéticas” como amor por el saber, como ideas e ideales, como

hombres íntegros que han forjado y enseñado formas de ser eminentes, héroes de la razón,

ejemplos de las transformaciones hacia el bien vivir, poetas vitales, creadores y reformadores

de la existencia.

Pocas cosas sabe uno ahora con certeza; de esa certeza en que se juega la propia vida o

la enajenación y deprivación, ahora que las incertidumbres se transmutan y ciñen los mantos

del dobles, de la mediocridad y las degradaciones. Pero si algo cabe esperar de la filosofía y de

aquel que se acerca y se ve transformado por ella, es que no se ha de dar tregua ni concesiones

ante un mundo que reniega, pero aún acepta con recelos una que otra excelencia en acción; y

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esto, tengo por cierto, que es algo asombroso: el hecho de que la existencia se transforme por

algo tan ligero, tan vulnerable y tan frágil, como las ideas; asombroso, por ser éstas —las

ideas— como la existencia, siempre tan expuestas, tan dadas a la intemperie, en permanente

acción y actualidad que se encarna en nuestros días, en la diáfana mirada del otro, en el deseo

de ampliar la estrechez de este mundo de una vida en transformación y expansión; porque las

ideas y el amor tienen la virtud de ser expansivos. ¿De qué otra cosa podría venir a hablar la

filosofía?

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