Desaparicion

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Gustavo Forero Quintero Desaparición (Fragmento) Ediciones B, Colombia, 2014. I ¿Dónde estás? ¿Te escondes, te esconden? ¿Respiras aún en algún si- tio? ¿Vives o estás ya en la fosa y en lo que queda de esta fotografía del periódico que se deshace entre mis manos? Te busco, pero nadie da noticias tuyas. Ya no me importa enfrentarme ni exponerme a los que tienen que saber cuál es tu paradero: les grito enfrente ¿dónde está?, me les planto en la cara, me cuelgo tu foto al cuello, reclamo en la ca- lle, ante abogados, ante jueces, ante periodistas, a los hampones, a los extranjeros.... A veces, claro, me escondo por miedo, pero veo esta foto tuya que me asegura que no moriste adentro y me sacuden el dolor y la esperanza, y empiezo de nuevo: ¿Dónde estás? ¿Te escondes, te escon- den? ¿Respiras aún en algún sitio? ¿Vives o ya eres sólo mi recuerdo? II Lo que viví contigo fue lucidez y equilibrio, tormento y caos, las alturas del descubrimiento y de la sensación, el dolor de la destrucción y la decepción. Tus dos caras exactamente, o por lo menos las dos perspec- tivas de tu rostro, hermoso y triste...Ese rostro que veo todavía en esta fotografía que revive tu naturaleza de agonía y vida, esa naturaleza que me hizo tan feliz y que me llevó al borde de mí mismo, para hacerme decidir entre vivir o morir. Entonces, para la época de esta fotografía, estábamos juntos. Tú en- carnabas los ideales del Movimiento de Independencia Nacional, MIN (¡vaya pretensión!). De ahí la importancia de esta imagen tuya, tan desconocida para mí y hecha pública —seguro sin que nadie la recono- ciera efectivamente— en el periódico de turno. Aparecías como uno de los protagonistas de un hecho que cambió para siempre la historia del país y que en ese momento sólo constituía un episodio más de este ca- os que es tal historia. Esa breve aparición, sin embargo, no sirvió para que quedara constancia de tu existencia: sirvió para confirmarme que saliste con vida de allí. Era una buena época, pues a pesar del clima político de conflicto y tensión de las distintas fuerzas sociales la ciudad era excitante: sitio de rumba y de encuentros fugaces e intensos, como resultan apenas los

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Gustavo Forero Quintero

Desaparición

(Fragmento) Ediciones B, Colombia, 2014.

I

¿Dónde estás? ¿Te escondes, te esconden? ¿Respiras aún en algún si-tio? ¿Vives o estás ya en la fosa y en lo que queda de esta fotografía del periódico que se deshace entre mis manos? Te busco, pero nadie da noticias tuyas. Ya no me importa enfrentarme ni exponerme a los que tienen que saber cuál es tu paradero: les grito enfrente ¿dónde está?, me les planto en la cara, me cuelgo tu foto al cuello, reclamo en la ca-lle, ante abogados, ante jueces, ante periodistas, a los hampones, a los extranjeros.... A veces, claro, me escondo por miedo, pero veo esta foto tuya que me asegura que no moriste adentro y me sacuden el dolor y la esperanza, y empiezo de nuevo: ¿Dónde estás? ¿Te escondes, te escon-den? ¿Respiras aún en algún sitio? ¿Vives o ya eres sólo mi recuerdo?

II

Lo que viví contigo fue lucidez y equilibrio, tormento y caos, las alturas del descubrimiento y de la sensación, el dolor de la destrucción y la decepción. Tus dos caras exactamente, o por lo menos las dos perspec-tivas de tu rostro, hermoso y triste...Ese rostro que veo todavía en esta fotografía que revive tu naturaleza de agonía y vida, esa naturaleza que me hizo tan feliz y que me llevó al borde de mí mismo, para hacerme decidir entre vivir o morir.

Entonces, para la época de esta fotografía, estábamos juntos. Tú en-carnabas los ideales del Movimiento de Independencia Nacional, MIN (¡vaya pretensión!). De ahí la importancia de esta imagen tuya, tan desconocida para mí y hecha pública —seguro sin que nadie la recono-ciera efectivamente— en el periódico de turno. Aparecías como uno de los protagonistas de un hecho que cambió para siempre la historia del país y que en ese momento sólo constituía un episodio más de este ca-os que es tal historia. Esa breve aparición, sin embargo, no sirvió para que quedara constancia de tu existencia: sirvió para confirmarme que saliste con vida de allí.

Era una buena época, pues a pesar del clima político de conflicto y tensión de las distintas fuerzas sociales la ciudad era excitante: sitio de rumba y de encuentros fugaces e intensos, como resultan apenas los

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propios para sociedades en ebullición o en riesgo de rodar por un abismo. A los ratones les da por acoplarse en medio de un incendio. A unas cuantas cuadras de nuestra Torre, en los prostíbulos —o whis-kerías, como las llaman sus asiduos clientes (que no son más que des-ocupados-borrachos-constantes-y-en-todo-caso-pobres-diablos-sin-muchos-pesos)— se encontraba lo necesario para sobrevivir en ese fue-go cruzado: trago barato, música alegre, alguien con quien bailar y, sobre todo, puticas de dos días, con o sin experiencia, que se vendían por precios variables que oscilaban entre cinco mil y trescientos mil pesos.

Mi antro predilecto era La Luz. Allí las chicas estaban protegidas por la mano dura de El Chulo, un tipo de la peor calaña, a quien sólo le im-portaba ganar dinero y tirarse unas cuantas hembritas por noche. Sus favoritas, decía, eran las más jóvenes, niñas recién llegadas de la nada (a la nada, pero eso no lo sabían casi nunca) que por estar ahí creían mejorar de condición. La Luz las acogía y les daba la instrucción co-rrespondiente al oficio y una que otra bonificación dependiendo de la calaña del postor. A El Chulo también le gustaban las que él llamaba las especiales, que reconocía con facilidad sin haberlas visto antes. Mujeres que pudieran darle información respecto de negocios que de una u otra manera le resultaran rentables: extorsiones, vacunas, asuntos del medio. Con el tiempo supe que el hombre era un expolicía y que era peor que los policías de las películas turcas o brasileras de torturas y desapariciones. Curiosamente entonces, parecía muy ama-ble con la clientela y no escatimaba esfuerzos en portarse como el anfi-trión de la pocilga esa de La Luz, que era el hueco mismo de la oscuri-dad más llana. Al principio, cuando yo llegaba al establecimiento con dinero, lo saludaba de abrazo y hasta con algo de afecto. El, muy solí-cito, se sentaba conmigo unos minutos, aceptaba que lo invitara a una copa y, en medio de simpatías fingidas, me proponía el menú de la no-che, es decir, la putica elegida, la mercancía del día, como la llamaba ante sus mejores clientes. Lo de mejores era, por supuesto, un eufe-mismo, pues al lugar no iban más que pelagatos como yo, empleados públicos solitarios y aburridos de los viernes a las seis de la tarde —o, según la soledad, de la noche.

En una de las habitaciones del reservado de La Luz atendía Emma, una joven de unos dieciocho años que tenía sus ideas. Decía, por ejemplo, que las mujeres hacen el amor con menos frecuencia pero con más fuerza. Y así lo hacía ella: cada vez parecía la primera. Su entrega era pura pasión y desenfreno. Por eso, yo desde hacía rato me había vuelto adicto a ella: no sólo era buena en la cama, tenía una elocuencia que yo encontraba fascinante dada la simpleza del lugar. En la lucha, decía, encontraba el placer, en la violencia. Y palabras como estas me excitaban hasta la locura en el reservado, que a duras penas ocultaba algo, con paredes de cartón que permitían escuchar lo que sucedía en el cuarto vecino.

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Yo vivía estos ratos con Emma como una especie de vacaciones de la vida, un espacio donde podía olvidar el mundo que me rodeaba y que se había vuelto cada vez más ininteligible, un juego de los viernes des-pués del trabajo, sin mayores consecuencias o compromiso, una rela-ción ideal. Había algo en la entrega de esta mujer, pensaba que era pura animalidad, instinto primario, como el que uno siempre sueña en una mujer. Eso, en el mejor de los casos. En los peores, cuando llega-ba a exigir golpes e insultos, literalmente la sodomía, dependiendo de su estado etílico o, acaso, de la alucinación del momento, la cosa se ponía más dura, pero aún excitante para mí. Yo, debo decirlo, estaba en un estado semejante al de ella y palpar su cuerpecito moreno desti-lando sus líquidos, me hacía sentir una especie de camaradería y un ansia genuina de seguirle el ritmo. Su faena me embrutecía tanto como su lenguaje: en medio de hijueputas variables llegaba al climax. Tal vez de ahí surgía su éxito con los clientes del establecimiento. Porque aun-que yo, literalmente, me hacía el de las gafas, El Chulo se había encar-gado de decirme que ella lo hacía así con todos, que al parecer esto de ser puta se le daba, iba en sus venas; que era un lujo en estas épocas contar con una trabajadora de tan altos méritos. Yo simplemente hacía y me dejaba hacer, sin más. Incluso la escuchaba cuando quería hablar:

—El cuerpo se ofrece... al hombre, hijueputa, a un dueño, en medio sólo guarda su secreto.

Emma tenía ese secreto justo allí entre sus piernas abiertas que se ex-tendían esperándome. Entonces lloraba, alcanzaba a llorar con la ter-nura de un bebé recién nacido, con la belleza de un poema o de una canción. Yo recibía su goce y su llanto como parte de mi equilibrio, im-preciso y alternativo. Todo a un tiempo.

III

Tú y yo habíamos vuelto juntos de Medellín. Experimentábamos enton-ces una especie de euforia inestable: la vida tan pronto como tendía a la guerra se acercaba al éxtasis. Y en su ilusión misma, esta tensión guardaba ese extraño equilibrio que yo buscaba. Vivíamos esta expe-riencia alejados del mundo, en todo el sentido de la palabra, pues éste a su vez nos expulsaba. A mí, un simple escribiente de un juzgado pe-nal municipal, sin más atractivo que las historias de los sindicados peligrosos que llegaban a diario a mi oficina, y a ti, un ser apartado del mundo por vocación, realizando estudios de Derecho o yo qué sé, tra-tando de hacer parte del Movimiento de Independencia Nacional en un momento en que ya eso parecía haber perdido vigencia en beneficio de los discursos del éxito económico y el desarrollo capitalista.

Vivíamos en nuestra Torre de Marfil, como le decíamos a nuestra gua-rida, con la ilusión de que, desde una u otra perspectiva, fuera un es-

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pacio al margen de todo, un cuchitril de paz. El sitio estaba ubicado en el décimo piso de un edificio abandonado de la Avenida Caracas con calle veintidós. Desde allí se podía observar La Luz y el movimiento nocturno que, sin quererlo —¡Qué paradoja!—, nos invitaba a la caída.

Tú, para darme gusto, habías abandonado —por lo menos esa sema-na— la idea de acabar con el mundo materialista y, al mismo tiempo, con esa orgía de alcohol, drogas, somníferos y tranquilizantes que hac-ían parte ineludible de tus noches... noches de juerga y locura, de ba-res como Picadilly y Odeón, dos de tus favoritos. Todo eso para dedi-carte a mí, a lo que era tuyo, decías, lo tuyo por encima incluso del Movimiento, en el que, no obstante, cada vez te comprometías más. Yo, solitario por esencia, aprovechando la pausa, escribía apuntes para novelas en que apenas creía, historias de héroes perdidos en medio de la lujuria, diarios de viajes (a las whiskerías, claro), estupideces, cuan-do el horario laboral me lo permitía, o sencillamente si se me daba la regalada gana y no tenía nada mejor que hacer, es decir, si no había nada interesante en la calle o no aparecía ninguna Lolita criolla por ahí, o si tú no estabas de buenas pulgas para ocuparte de mí. Tú, en medio de cierta calma, leías esto con el propósito evidente de descubrir mis propios móviles, mis pensamientos, y después, como un búmeran, devolverme toda esa información en nuestras frecuentes discusiones.

En ese momento -lo que era raro, un buen momento—, vivíamos en efecto una pausa. Hablábamos mucho, de tu pasado o del país, un te-ma que te obsesionaba. ¡Había tantas cosas de qué hablar! Nuestras conversaciones eran, además, juegos de la inteligencia que se esfuma-ban con los cigarrillos y el trago.

—Siempre ha sido lo mismo —decías—. Hace doscientos años nos de-batimos en reformas de mentiras que no cambian nada. Nuestra inde-pendencia no fue más que la sucesión del poder de una minoría privi-legiada a otra que pertenecía a las mismas familias de antes. Desde entonces vivimos un período de simple transición, pues a la masa no le han dejado nunca nada. Es necesaria una verdadera revolución nacio-nal para que el pueblo llegue al poder —decías de nuevo—. Estamos hartos de la explotación, de la pobreza, de la división de clases, de la falta de autonomía del país y por eso debemos cambiarlo todo.

—... las utopías se acabaron, se desvanecieron en la cañería mundana del interés particular y la ambición —te leía yo de uno de mis escritos de entonces.

—Eso es escepticismo. Ya verás que todo puede cambiar, que puede pasar algo que realmente mueva al mundo, que...

—El mundo es muy pequeño para nosotros. Vivimos en un barrio que no va más allá de la calle Trece con Séptima.

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—Tu mundo es pequeño. Así lo quieres ver. Yo creo que hacemos parte de un gran mundo, un mundo que tiene sus olas, sus movimientos armónicos... un día una de esas olas tendrá que llegar aquí.

Decías esto en medio de tus viajes de hierba, y tus ideas revoluciona-rias eran —no sé por qué— nuestro mayor acercamiento. ¡Hablar! ¡Hablar! De la historia de esas revoluciones, de la fe hueca, de esas locuras tuyas en torno a las olas o yo qué sé. Y, una y otra vez, del te-ma de tu infancia. Tu padre, decías, murió de apoplejía, lleno de dro-gas, en una silla de ruedas. Entonces, apenas tenías conciencia de lo que significaba la muerte.

—Murió en mis brazos —decías—. Yo era la única persona que estaba junto a él. Mi madre... ¡esa puta!... jamás estaba en casa. Prefería vivir a su aire, sus aventuras de mierda. Ese día yo estaba ahí, con el muer-to en los brazos, con mi puto padre muerto, y no podía despegarme de él. ¡Él no me soltaba! Pasó mucho tiempo hasta que vino alguien y me lo quitó de encima. Yo no podía llorar. No entendía que había muerto. Pedía a gritos que no lo alejaran de mí. De todas formas era lo único que tenía, y él era bueno conmigo, era mi único amigo...

Acababas la historia de este padre en medio de lágrimas. Meses antes, recordaba yo, el final del relato habría llegado acompañado de una ex-plosión de histeria, destrozos, golpes contra la pared, llantos incontro-lables. ¡Tú también me abandonarás!, gritabas entonces, y yo te abra-zaba y te repetía que no, que estaría contigo, hijueputa, que quería amarte, que debías confiar en mí, que...

Aquellos días, casi para la época de la fotografía del diario nacional, todo eso parecía superado. En este tiempo de rara paz sufrías una es-pecie de melancolía que yo podía poetizar, e incluso amar. Y tu poder de comprensión también se agigantaba, te extrapolaba al fin. Me escu-chabas, te interesabas por mí. Lograbas salir de ese mundo cerrado y hermético en que vivías, el mundo de tus estudios, de El Capital, de la Sociología, e intentabas ver al otro, ese otro cercano que te parecía tan extraño, al que poco a poco lograbas acceder. Escuchabas entonces mis propios recuerdos de niñez. Mi madre viuda caminando por las calles de Cali, pidiendo cualquier moneda para darnos de comer a mis hermanos y a mí. Mi madre conmigo de la mano en medio de la multi-tud indiferente. Mi madre, que había hecho hasta lo imposible para que yo estudiara una carrera profesional y, al final, se había quedado en Cali esperando un apoyo de este hijo que apenas podía consigo mismo. Tampoco yo podía dominar unas cuantas lágrimas, por lo me-nos en ese momento en que me prodigabas tu rara comprensión. Y también pensaba en Emma, en su cuerpo radiante... en Emma es-perándome en La Luz, sola, abandonada por esos amantes de turno que no eran yo. Emma en la cama prodigándome su amor sin reservas. Quiero ser tu esclava. Quiero ser tuya, diría en medio de sus bocana-das de humo y enajenación. Que sepas que siempre estaré para ti. Que

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estaré esperándote. Las declaraciones de amor se me presentaban por uno y otro lado contradictorias pero fascinantes.

Lejos estaba la guerra inicial contigo, esa guerra que en Medellín tuvo su peor expresión, o luego, al final. Entonces, estábamos cerca. Podía-mos incluso vivir una cotidianidad antes imposible. Podía yo hacerte de mañana el jugo de naranja y tú, cariñosamente, la comida de la noche. En ese momento, todo era extraño, inusitado: cotidianidad entre noso-tros, ¡quién lo creería! A pesar de Emma, o tal vez —¡qué raro!— gra-cias a ella, que empezó a pasar por la Torre de Marfil. Es muy cerca, parce, decía con su acento paisa y ese tono juvenil e indiferente que la dotaban de una finitud aterradora que hacía parecer que todo fuera a acabarse ahí, en el último sonido de sus palabras que tanto te conmov-ían y que se fueron repitiendo a menudo. No me gusta llegar temprano porque después creen que una trabaja en otro horario. Prefiero venir aquí y hacerles visita. Y mientras decía esto le echaba un vistazo a la casa e incluso se paseaba por nuestra habitación. Tú la acompañabas con la misma alegría que ella sabía impregnar. Hacías buenas migas con ella pues también era paisa, como tú. Le mostrabas la cama, el baño, mis cuadernos esparcidos, la máquina de escribir... A veces has-ta la invitabas a quedarse, cuando termines el trabajo, decías. Ella ac-cedía a tu invitación y algunas noches hasta dormía con nosotros. Le salía más barato a ella y nos gustaba a nosotros dos. De verdad que todo esto era extraño.

Recuerdo de ese tiempo nuestros días de amor, nuestras noches. Te recuerdo en mi cama. Te amo más que a nadie en mi vida, decías. A pesar de que esto suene a lo de todo el mundo. Te amo más que a na-die. Y después: No me abandonarás, ¿verdad? ¡Dímelo! Yo, mirándote, tocándote, no podía comprender tu obsesión por el abandono. Yo no quería abandonarte, eso ni siquiera se me pasaba por la cabeza, y aunque sentía algo de incomodidad por nuestra situación, por Emma o por la que —como decía El Chulo— estuviera de guardia y me atendie-ra, te amaba. Tal vez el problema era otro, podría ser otro. Quizá yo debía establecer mis condiciones con claridad, quizá no expresaba lo que sentía y tú necesitaras eso. Las palabras no significan nada, no quitan ni agregan mayor cosa, decía yo finalmente. Y era verdad. Eso era justo lo que sentía. Muy simple. Y trataba de que tú sintieras que yo iba a estar a tu lado, así no hablara mucho de los dos. Más allá de las cortas palabras, a pesar de mi condición, a pesar de las circuns-tancias, no te abandonaría. Estaré contigo, decía. Supongo que eso es amor. O por lo menos, esa era la manera en que yo pensaba el senti-miento entonces, sólo entonces. A lo mejor tú podrías comprenderlo en toda su dimensión, en mi dimensión. Entendías algo del equilibrio. Por eso, acaso, te entregabas a mí con devoción; y yo me entregaba de la misma forma. Y de nuevo, era en efecto la fiesta de los cuerpos y del placer... como el primer día, como el último, como siempre. Un juego de piel y líquidos, de calor. Era un hecho que nos amábamos, en el sentido más elemental del término y, aún si se podía, tradicional, común en cualquier relación.

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De este equilibrio inestable quedó constancia en la fotografía: una par-te de tu rostro está iluminado mientras la otra permanece en la oscuri-dad, volteada hacia la pared del edificio. La imagen del periódico mues-tra, de una manera inusitada dada la fatalidad del suceso, ese rostro que yo amaba, el rostro que descubría lo constructivo, lo bueno, lo amable... y, a la vez, el caos, la locura. El primero era el rostro de un estado que, sencillamente, por ese tiempo de nuestro regreso de Me-dellín, no habría de permanecer.

IV

El equilibrio se rompió un día sin que apenas me diera cuenta, del mismo modo que se había roto al principio y se rompió en Medellín. El equilibrio inestable, el equilibrio que en ti tenía tanto que ver con la razón. Esto lo sé ahora, cuando voy de un lado para otro con tu foto-grafía del periódico.

Supongo que me sería difícil precisar el día exacto en que sucedió el hecho, el día en que en su dimensión fugaz se anunció el quiebre, el momento justo de la fractura. No, sin duda no podría. Sólo recuerdo la guerra restablecida entre nosotros, la lucha, como la llamábamos en tiempo de paz. Lo que sé con precisión es que yo no soportaba tus ide-as obsesivas, tu MIN y a la vez tus celos, tu insistencia en el tema del abandono, mucho menos tus reincidencias en lo que, decías, eran los mecanismos para soportar la inquietud que te producía la situación. Reincidencias simplemente, como yo las llamaba por considerarlas fru-to de prejuicios en torno a la revolución o a la maldita normalidad, o, de tu parte, simples vueltas a un pasado de exceso que en su automa-tismo te atraía.

De nuevo: los bares y los narcóticos, el alcohol y los interminables ci-garrillos, la inversión del día en noche... en últimas, el exceso. Emma se quedaba esperándote en la cocina después del trabajo, conmigo. Tú, en los bares, te empeñabas en decirles a todos que las cosas debían cambiar. Te devanabas los sesos con la idea y no dejabas quieta tu lengua explicando cómo debía hacerse. Decías que tú podrías hacer esto y aquello, que era posible hacer una cosa importante que trans-formara la Historia, que la revolución era un hecho, que bla, bla, bla... ¿Podía yo soportarlo? Ahí estaba de nuevo la enajenación, de nuevo esa mala visita, como te llamaba El Chulo, la pesadez tuya que lo llevó un día a expulsarte de La Luz.

Tú no me amas, gritabas a tu regreso en medio de la incoherencia de la ebriedad. Tú no me amas y dudo que ames alguna vez a alguien, que puedas hacerlo. Y luego de una nueva discusión sobre el tema, volvías a la calle.

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Y ahí estaba yo, otra vez, de madrugada en el bar de turno, en el Divas o el Hortensias, en la calle, en cualquier calle, en la noche, buscándote o dándote explicaciones absurdas de mi situación, de mi condición. Tú tienes que entenderme. No puedo ser más claro en mis sentimientos, te decía. Tú callabas en medio de interminables bocanadas de humo. Me mirabas irónicamente con tus bellos ojos ya desviados por el alcohol. ¿Podía ser más claro?, me preguntaba a mí mismo. Emma estaba ahí, esperando, solícita y deseable en la habitación. Emma aparecía en su esplendor, en su voracidad, ansiosa, sin mayores preocupaciones por la revolución o el cambio o yo qué sé. Y de todos modos, me aseguraba a mí mismo, actuara como actuara, fuera diferente a como soy... ¿no recaerías igual? Tú no me amas, decías mil veces. No creo que puedas amar alguna vez en tu vida, insistías volviendo en ti, repitiendo la frase por enésima vez sin escuchar una sola de mis palabras. Y encendías otro cigarrillo y te internabas en uno de los bares de la ciudad. A ras-tras llegabas a la discoteca El Ritmo o adonde fuera, a ese lugar de donde yo ya no podía sacarte por más que pusiera todo mi empeño. Por mi parte, después de andar por ahí de bar en bar, incluido El Es-plendor, siempre llegaba a La Luz a hablar con El Chulo y a hacerme a algo, a unos brazos calientes, por ejemplo, o, si no tenía dinero, a bus-car a Emma...

—La piel encarcela, es un secreto —decía ella— y tentamos cada centímetro suyo con el afán de hallarlo, de dilucidarlo. El secreto de la mujer está encerrado en una pequeña célula, que además no tiene lla-ve, parce.

Yo ya estaba en medio de sus piernas intentando encontrar la cerradu-ra.

—Tampoco existe una llave que los abra todos. Pocos conocen la clave de cada uno de los cofres, y esto exige, por parte del amante, una des-treza infinita. El tiene que intentar muchas veces hasta conseguirlo, aunque sea en un solo caso. Y además debe contar con el hecho de que cada uno de esos intentos hace parte del éxito, como si el ejercicio fue-ra en sí mismo la apertura de minúsculos cofres que parecieran no poseer interés dada su dimensión. Sólo ellas saben cuál es su verdade-ro valor. En la búsqueda los hombres pueden pasar toda la vida, sin éxito.

En la madrugada, cuando por fin lograba conciliar el sueño, gracias a Emma, por ejemplo, volvías y abrías la puerta con una furia desenca-denada por lo que fuera, casi siempre por el alcohol. Y si me encontra-bas en la habitación, entrabas como una fiera y la Torre de Marfil se volvía un campo de batalla. En medio de una ebriedad irracional, em-pezabas a recriminar mi conducta y a llorar y gritar para que los del inmueble contiguo se enteraran de tus males. Y lo lograbas, lanzándo-me lo que tuvieras al alcance. Entonces los más chismosos llegaban a indagar lo que sucedía. Y aunque el edificio donde vivíamos estaba abandonado, y aunque cada uno de los habitantes del vecino ponía su

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cuota constante de escándalo, tus amenazas de poner bombas en to-das partes, de matar a Emma y a todo el mundo, de lanzarte por la terraza tenían eco. Sobre todo considerando que, para entonces, yo era un empleado de la respetable Administración de Justicia del país. El argumento me sirvió para impedir que la policía tomara cartas en el asunto, por lo menos una vez. Yo, imbécil, tratando de consolarte, in-tentaba explicarles la situación: El alcohol, la borrachera... ¿Qué quie-res de mí?, preguntabas en medio de la embriaguez. Te lo he dado to-do. Quiero dártelo. Amo hasta el poro más minúsculo de tu ser, hasta la más ligera brizna de tu aliento. Amo todo en ti. ¿Puedes compren-derlo? Sí, claro que podía comprenderlo. No importaba que tuviera que explicar la situación o en la mañana tuviera que despertarme para ir a trabajar y con la resaca tuviera que pasarme el día amarrado a un es-critorio transcribiendo las historias mentirosas de los hampones de la ciudad. ¡Te amo!, gritabas en medio de tus consabidos llantos, y yo me hacía entonces mi propia idea del amor. El amor, pensaba, era sólo un artificio de la sociedad burguesa en que pocos podían detenerse. Además de él, o, mejor, antes que él estaban la puta renta, el dinero de los servicios públicos, la comida, el transporte, el trabajo, el perro tra-bajo.... Al final, hasta te daba la razón, era necesario un cambio, una revolución, pero eso a mí me importaba un comino, el hecho era que tenía que madrugar y ganarme la vida en el empleo miserable que por mucho me daba para ir a La Luz o al Hortensias a olvidar lo que me estaba pasando y emborracharme en paz. Dividir los gastos contigo, llegaba a pensar, no había sido en principio una buena idea. Y aunque tu familia te ayudaba, la puta madre a la que te referías al principio te daba alguna plata, eso no era gran cosa. Ella misma partía de la base de que yo te ayudaba a sobrevivir y a cuidar, pues como buena madre de clase media, la madre del Norte de la ciudad como yo la llamé desde el principio, creía que sus hijos se merecían todo, incluso el dinero de un desconocido. Al final, eran entonces mi sueldo de escribiente y mi sacrificio los que contaban, y tus ideítas burguesas de cambiar la humanidad, la revolución y el amor parecían justamente cosas de la borrachera que te permitía este bienestar económico que yo te propor-cionaba. Sí, ¡claro que podía comprenderlo! Esa magnífica compañía que habías sido y que eras en tus buenos ratos en este momento se transformaba en un peso del que poco a poco quería prescindir y que ahí mismo, por no sé qué tonta razón, me abstenía de tirar por la ven-tana. Levántate de ahí y vamos a la cama. Tienes que dormir, te decía al fin pacíficamente y te llevaba hasta el cuarto. De nuevo en mi estú-pido papel de tabla de salvación.

Tienes miedo, seguías una vez en la habitación. Te avergüenzas, insist-ías. ¡Tienes miedo de todo! ¡No quieres enfrentarte a nada! ¡Tienes mie-do de mí, de tus sentimientos! ¡Temes incluso hacer algo por tu puto país en guerra! ¡Evades! Esa es tu verdad: Evadir.

Decías esto con una lucidez impensable para alguien en tu estado. Yo sólo lo comprendería luego, muy tarde, cuando ya no había solución para nada, cuando todo había pasado y el fuego ya había consumido el

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Palacio, cuando a mí ya no me quedó nada por qué vivir y el anonimato que tanto temía se apoderó al fin de mi estúpida existencia. Entonces, estabas ahí, otra vez, en tu luciferina condición. Agrediéndome. Humillándome. Como al principio, como en Medellín, como al final, cuando yo, arrobado de pasión y de locura, te decía que te amaba. ¿Cómo olvidarlo? La cosa era muy simple cuando había quién te acos-tara y quién trabajara y se sacrificara al otro día para asegurarte la comida. ¡Gran revolución ibas a hacer al día siguiente!

Al final, te dormías.

Al volver de Medellín, la situación no mejoró, a pesar de que yo busca-ba conservar mi personal serenidad. De la casa al trabajo muy de ma-ñana, transcribiendo las indagatorias eternas de pequeños delincuen-tes, más víctimas de las circunstancias que forajidos sin misericordia: putas que le debían al proxeneta de turno su parte y resultaban corta-das o violadas, sicarios que caían abaleados, drogadictos golpeados por no pagar a sus distribuidores, personajes que robaban a cualquiera para asegurarse un almuerzo, lesionados sin justa causa y sin ninguna idea de su atacante... La vida real. Una o dos copas en la noche en La Luz, una que otra desmañada aparte de Emma y en casa, en la habita-ción sucia de atrás, escribiendo la siempre inacabada novela de mis correrías. Tú, de un lado para el otro, en medio de un ciclo de irracio-nalidad.

Desde la pequeña ventana del cuchitril yo podía percibir los ruidos de la ciudad, los automóviles, los buses, el griterío de cualquier escándalo callejero, la música de las inefables whiskerías del sector. Más allá, una o dos calles abajo, un gran aviso de neón anunciaba, acaso con ironía, El Esplendor, el burdel al que una u otra vez fui sin que lo su-pieras, y Hortensias, otro de poco vuelo que solía frecuentar. En esa habitación de la Torre, yo escribía y esperaba que esta especie de ciclo terrible pasara. Y cuando ya no soportaba más, te iba a buscar en tus bares preferidos, el Danubio Azul o El Laberinto, o aún en los sitios que yo mismo frecuentaba, y siempre, en todo caso, después de no hallarte, me quedaba conversando con El Chulo en La Luz. Este hom-bre sabía hacerme cambiar de tema, o me proponía una chiquita que acababa de llegar y estaba nuevecita.

De ese modo conocí a una Doris. Su nombre de trabajo lo sacó de una película gringa. Se daba maña para advertir el hecho y darse aires de actriz norteamericana. Ya en la humilde habitación del reservado se miró al espejo mientras se desvestía y me hizo guiños cuando ya esta-ba desnuda. Tenía una piedrecita brillante entre el ombligo. Dadas las circunstancias, me pidió que lo hiciéramos de prisa, y mientras lo hicimos, yo percibía sus destellos. Doris tendría unos veinte años y venía de Valledupar. Dijo que quería ahorrar para comprarse una casi-ta allá y que esto era temporal. Al final, no sé si regresó a su tierra. La única vez que estuvimos juntos, después de media hora en el reservado de La Luz, llegó El Chulo, tocó la puerta y me recordó que no había

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pagado la sesión completa y que si permanecía en el sitio la cuenta comenzaría a aumentar. Hicimos entonces lo propio y Doris empezó a vestirse muy de prisa.

Esa noche lamenté no tener más que para media hora. Afuera me es-peraba el frío y, de nuevo, la zozobra de no encontrarte. Y así, más o menos, ocurrió.

V

Una noche, en una calle cualquiera de la Avenida Caracas, a pesar de que sabías que te buscaba, fingiste que no me habías visto, o bien, hiciste lo necesario para hacerme sentir que te resultaba indiferente. Era un día típico de lo que yo llamaba tu ciclo B. Caminabas con el chulo de turno, como yo le decía a cada uno de tus amantes, mientras yo, imbécil, volvía a casa, a nuestra Torre de Marfil, sucia y abandona-da, a escribir mi novela o lo que fuera, con el estrépito de los buses de la Caracas, con las luces de la ciudad a mis pies, en medio de la zozo-bra y el desasosiego frente a lo ocurrido... Decidí esperarte entonces en el cuartucho donde yo escribía en la Torre.

Ese día, para variar, escribí acerca de ti. Eso no lo sabes y con seguri-dad no lo sabrás, pero es cierto: en general, escribía sobre ti pero ese día lo hice con más precisión. Sentí, como una certeza irrevocable, que podía definirte de acuerdo con tus ciclos. Poco a poco te me habías vuelto una musa del subsuelo, un medio para que brotara mi inspira-ción... Escribí que sentía que en últimas tú eras prescindible y lo que amaba de ti era lo que provocabas sobre el papel. Por esto no te echaba fuera. Sin darme cuenta apenas, te habías vuelto una droga para mí de la que no podía prescindir si quería escribir, lo que para el efecto me consumía de veras. Si tenías razón en que yo temía y por lo tanto evad-ía, sólo una cosa no se inscribía en esta lógica fatal: al escribir me en-frentaba a ti o por lo menos a lo que tú provocabas en mí. De esto no tenía duda. El hecho era paradójico: no te enfrentaba en la realidad, lanzándote a la calle, ni me enfrentaba a mí, lanzándome por la terra-za, por ejemplo, pero a través de la escritura lo enfrentaba todo. No sé cómo expresarlo, pero entonces sabía que sin ella, sin la escritura, lo que quedara de mí se difuminaría, se desintegraría en el camino del anonimato y la nada. Sí. Te necesitaba. Necesitaba principalmente tu caos. Gracias a él todo parecía tener sentido. Yo cumplía entonces una función en relación contigo y tú también para mí. Comprendía mi obs-tinación en querer sacarte del hoyo, como te decía a menudo en medio de interminables discusiones; mi obsesiva necesidad de salvarte, como un ángel; mi insistencia en que terminaras tus estudios, en que fueras alguien. Los hombres somos anónimos en tanto nadie nos vea y se in-terese por nosotros; una vez vistos, es decir, una vez elegidos, comen-zamos a existir, y hasta nos damos importancia. Esto ocurre en los dos senados: elegimos y somos elegidos. Sin este proceso no seríamos na-

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die. Por eso yo te necesitaba, porque gracias a ti, a nuestra mutua se-lección y elección, yo existía, y para comprobarlo no podía abstenerme de escribir porque escribir era el único medio para no prescindir de mí mismo, para no ser anónimo. Era necesario escribirte a ti, dirigirme a ti, aunque en realidad no me importara que tú me leyeses. Eso se iba volviendo lo de menos. Por eso, como antes, como al principio, como en Medellín, como al final, muy cerca del Palacio, insistí en devolverte al período de paz, a la creatividad, a la sobriedad... A la existencia. Ese proceso que para mí significaba el orden. Mi orden. El orden que me llevó a creer finalmente que escribo para que tú y sólo tú me leas, en donde quiera que estés...

A la mañana siguiente, te rogué que me amaras y que por la fuerza de ese amor volvieras a mí, que desistieras del MIN v la autodestrucción, que retomaras la paz de hacía unos días, que, en síntesis, volvieras a nuestra cotidianidad, que me perdonaras. Ante esto, tú, con los ojos idos por el alcohol, pareciste feliz. Sonreías descoordinadamente y me besabas. Concluí por lo tanto que desde hacía rato esperabas mis pa-labras. Apenas articulabas una sílaba y me escuchabas atentamente. Al parecer, encontrabas de nuevo un sentido para cambiar, un moti-vo... A eso te agarraste, supongo.

—Me gustaría explicarte lo que pasó —dijiste al fin—. Lo único que me queda de ayer es un resabio, un mal sabor en la boca. El sabor del re-mordimiento, de la exageración. Yo sé que no te vas a sentir bien con-migo durante unos días y sufro por eso. Somos seres muy especiales. Yo y mi neurosis. Tú y la tuya. Puedes ser igual de bueno como de ma-lo. Ayer estuviste todo el día intentando hacerme salir del abismo. Eso fue producto de tu bondad, tu generosidad. No hagas caso a todas mis bobadas. No son sustanciales. Nosotros sí. La realidad se vela, se re-cubre con una tela en cada recaída.

—Lo intentaremos de nuevo —te dije con ilusión.

En pocos días, lo lograste. Con mi fiscalización, como llamabas a mi interés desmedido por ti, retornabas al mundo de los seres vivos, como también yo empecé a definir tus estados de normalidad. Y otra vez, como al comienzo, como en las noches que precedieron nuestro viaje a Medellín, como al final, antes de lo sucedido en el Palacio, nuestra re-lación volvía a esa especie de paz que parecía más bien un ciclo nece-sario, una serie de correspondencias donde todo era lógico e indispen-sable, incluso para mi escritura. Ahí estabas tú para mí y yo para ti, y la belleza ilusoria de nuestra armonía volvía a iluminar la Torre de Marfil. Otra vez el orden se instauraba y otra vez nuestro mundillo per-fecto marchaba a pedir de boca. La Torre brillaba desde lejos. Incluso vinieron a visitarnos —quién lo iba a creer— Emma, El Chulo y tu ma-dre, y esto nos pareció tan normal que hasta hicimos unas lentejas con arroz. ¿Se imaginaría alguien esto? ¿Tu madre, muy distinguida ella, venida del Norte de la ciudad, compartiendo unas lentejas con un proxeneta, una puta y sus amigos? La cosa daba para risas. Y nosotros

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nos reímos también. Mucho más cuando a la celebración acudieron los vecinos con que habíamos disputado días antes y dos colegas de mi trabajo, Gonzalo y Joaquín, que yo atiné a invitar. Todos departíamos ese día y hablábamos de banalidades y de cosas importantes, del café y del fortalecimiento del Movimiento de Independencia Nacional en los últimos años, de fútbol, de Pablo, de los sindicados del Juzgado y de narcotráfico, de vacaciones, del clima, de la corrupción política. Todo iba en el mismo saco y ambos estábamos felices. Hasta tu madre tomó más de la cuenta y quiso irse con El Chulo. La verdad es que eso ape-nas nos importaba.

En este ambiente optimista, los hechos transcurrían como soñábamos.

VI

Un día primaveral, sin embargo, las cosas cambiaron. Y no fue por tu voluntad o la mía. Sentados en la terraza del humilde apartamento, luego del almuerzo, hablamos de modo excepcional de mí, y tú, de ma-nera muy circunspecta, me hablaste del futuro.

—El futuro, dijiste, hace parte del amor. Una relación sin futuro, sin hijos, por ejemplo, no tiene sentido. Es seca, sin vida. Yo... quiero un hijo contigo.

Yo me mostré de acuerdo. Incluso soñé con eso... feliz. Aunque en el mundo sobren los niños, y aunque a mí el tema no se me daba del to-do, ese día pensé que niños nuestros podían ser una esperanza.

Fue ese mismo día, en ese instante feliz, cuando recibiste la extraña llamada. Alguien de quién sabe qué sucia oscuridad te notificaba que te habían aceptado en la plana del Movimiento MIN y que tenías tu primera misión. Al colgar no dijiste nada (de hecho yo me enteré mu-cho tiempo después del propósito exacto de esta llamada), pero, de nuevo, sentí que algo iba a pasar, algo que apuntaría en el sentido con-trario al que tendíamos en ese momento. Hacia B. Estoy seguro de que tanto tú, que habías recibido la información, como yo, que durante la llamada había estado observando cada uno de tus gestos, sentimos entonces que nuestra vida en común no podía proyectarse de ninguna manera, ni siquiera a través de los niños, ese día menos que nunca.

—El compromiso... —dijiste con voz circunspecta, demasiado grave para el hecho— El compromiso me llama.

—El maldito Movimiento —dije yo— el Movimiento de Independencia que exige el sacrificio de nuestra felicidad.

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—Sí, la revolución, mi camarada —confirmaste medio en duda, y luego de un beso te quedaste un largo rato en silencio, ese silencio poético que yo amaba tanto.

—... Aunque no es sólo eso —continuaste, y ahí venía el principio de algo que los dos temíamos—. No sólo se trata de los ideales. Yo no me marcho sólo por ellos. La causa está también en ti, en tu personalidad, en tu ambivalencia. No quieres decidir. Ese es el problema, y por eso yo tomo mis propias decisiones.

Tus ojos demostraban una voluntad que aterraba. Daban la imagen de la guerra que venía y, a la vez, de toda la inteligencia encerrada en ellos. Condensada. A punto de estallar. Como en la imagen de un vi-sionario, vi en tus ojos la revolución.

—Te niegas a decidir —reiteraste—. Prefieres quedarte en la indetermi-nación, en el medio. Ni aquí, ni allá. Y la posición es muy cómoda, tan-to como quedarte escribiendo en tu agujero sucio. No te comprometes con ningún bando. Ni allá ni aquí. Si estuvieras en la lucha, tendrías que tomar partido. Escribir para la revolución, por ejemplo. Lo mismo que si de verdad estuvieras aquí. Ese es el problema: temes decidir.

Dijiste esto con una calma que me asustó. En general, a tus estados de serenidad y lucidez seguían los de exceso y, aún, agresividad. Yo pre-sagiaba siempre lo peor. Lo esperaba. En ese momento parecías dema-siado coherente, muy racional como para creer que pudieras encarnar al minuto siguiente la enajenación y la irracionalidad. Parecía del todo imposible.

Pero yo te conocía. Y como al principio, continuaste la injusta disec-ción, con la peor expectativa de mi parte:

—Creo que lo más grave para ti es tu naturaleza. Eso reafirma tu con-dición de interino. Vives en un mundo de fantasmas, de demonios que tú mismo creas a medida que pasa el tiempo. La imagen que creas de mí en tus escritos no me alcanza. De verdad hubiera sido más fácil para ti si hubieras podido encajarme en tu esquema, clasificarme, co-mo tienes necesidad de hacerlo. Dividirme en negro y blanco en una hoja. En tu mente no aparezco sino como un grito cuajado, horrorizado por la imagen que le devuelve el espejo. Sufro porque no me percibes como soy en realidad. Y tu juicio sólo demuestra tu falta de intuición, tu necesidad demoníaca de explicarlo todo a través de un orden racio-nal. Buscas causas y deduces consecuencias para hacer de tu juicio una verdad incondicional y absoluta. Pero escucha: tu sentencia se desliza sobre mí como la lluvia en un impermeable, porque haces de mí un retrato cojo, un retrato que cae al vacío porque no hay ojos para verlo. En otras palabras: no existe. Yo para ti no existo. Tú sólo te ves a ti mismo. En blanco y negro también. Y frente a los dos extremos, no escoges.

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Yo no supe entonces qué contestar. El día estaba radiante y yo no quería estropearlo. Tampoco quería estropear la belleza que en tu se-renidad imposible habías alcanzado en los pocos días de paz. Hasta este momento, todo parecía perfecto. Esta lectura de mi visión de ti y de mí era sólo un ejercicio intelectual. Demasiado intelectual, excesi-vamente abstracto. Sin embargo, agregaste:

—Eres tú el que va como un péndulo, de un lugar A a otro B. No soy yo, eres tú el péndulo. Y el péndulo no se detiene, no elige... en el osci-lar sólo destruye —y, todavía con el eco de estas palabras, sentí que empezaba un nuevo ciclo.

Supongo que para entonces mi sensibilidad estaba lo suficientemente afinada como para percibir el delicado tono de ruptura del equilibrio. Al margen de la manera en que me afectaban tus palabras, yo presentía lo peor.

—Me puedo quedar aquí cien años, pero tú nunca vas a elegir.

Te levantaste de la silla entonces, entraste en la habitación y cerraste la puerta con un golpe. Al rato, saliste de la Torre con una maleta. En efecto, empezaba un nuevo ciclo. Como antes, como al principio, como en Medellín, como al final, en el Palacio. Acaso la bipolaridad no era real en ti, pero para mí sólo existía entonces esta explicación de tu conducta. Incluso la idea de la revolución se amoldaba a esta lógica: frente a la conformidad, el cambio, frente al statu quo: la crisis. Entonces, como lo había hecho desde el comienzo, sin intentar dete-nerte siquiera, me encerré en la pocilga de la Torre a escribir. Sentía que tenías razón, pero las palabras que me habías dirigido no eran verdad. Yo debía escribir para explicarme esta contradicción. Al escri-bir, yo tomaba posición, y más en nuestro contexto. Escribir era jus-tamente decidir —como habría de verificarlo luego. Al escribir, me dije, decido por la vida, por mi subsistencia, por la libertad y la denuncia. Esto para mí era tan claro entonces como lo fue y lo sería después: había decidido empezar nuestra relación, y sería más claro después tomar la decisión de ir a Medellín o apoyarte en lo del Palacio a pesar de que supiera de antemano que no debía hacerlo, que no llegarías a nada con eso. También en esos casos decidiría. Y en ninguna de esas oportunidades la decisión era fácil. Juzgarme en ese momento como tú lo hacías no era justo. Escribí para comprender esto, para comprender las cosas en general, para que tú, probablemente, algún día también me comprendieras... y, por supuesto, si tú llegaras a faltar, para com-prenderme a mí mismo. Y al final, por qué no, para que en un futuro otros nos comprendieran si era necesario. Total, al principio escribí para ti, pero en general se escribe siempre para todos. Agazapados en un pronombre podemos estar todos. Yo no era diletante, como decías, y de eso tenía conciencia. Además, sentía que esto podría ser leído por el

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público más inesperado, el que uno cree que jamás lo leerá. Ese públi-co, acaso, lo reconocerá a uno, lo sacará del anonimato, lo aparecerá, por decirlo de algún modo. Desde el principio lo sentí así, y dirigirme a ti se hizo un pretexto. Tú encarnabas algo más extenso, tal vez la humanidad a la que a menudo te referías. Ser humano implicaba —e implica aún— ser tú y yo, nosotros, ellos. Por eso, la lectura, la denun-cia, la vida, nos conciernen a todos.