Desconocimiento Del Inconciente I

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Desconocimiento del Inconciente André Green (ciencia y psicoanálisis) «Todo conocimiento proviene de la percepción externa», S. Freud, El yo y el ello, 1923, cap. II. Palabras preliminares Después de la realización de los debates sobre « El inconciente y la ciencia», se ha confirmado ampliamente la oportunidad de discutir este tema. Numerosas han sido las publicaciones que trataron también sobre él, sea de autores individuales, sea en obras colectivas. l Esta acumulación de indicios probatorios del interés que despierta este problema no es fruto del azar ni de una moda repentina. ¿Cómo explicarla? Entre las dos guerras mundiales, en pos de los progresos de la física moderna, se asistió a un florecimiento epistemológico en el que participaron los nombres más grandes de la ciencia. Los científicos se hicieron, para el caso, filósofos, pero la naturaleza de la discusión, que recayó sobre el conocimiento que la física podía alcanzar acerca del mundo, y sobre la influencia del observador no incluyó todavía ninguna interrogación sobre la naturaleza específica del papel de este en función de la constitución del observador mismo. En cambio, después de la última guerra mundial, a partir de la década de 1950, el descubrimiento del código genético, el desarrollo de la biología molecular y los progresos obtenidos en el conocimiento del cerebro imprimieron en la epistemología de la época un tono enteramente nuevo. En efecto, por fin se podría aplicar la teoría del conocimiento a lo que permitía conocer, o sea, para los científicos, el cerebro. Y era gracias al conocimiento del cerebro como al fin se iría a comprender lo

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Desconocimiento del Inconciente André Green

(ciencia y psicoanálisis)

«Todo conocimiento proviene de la percepción externa»,S. Freud, El yo y el ello, 1923, cap. II.

Palabras preliminares

Después de la realización de los debates sobre « El inconciente y la ciencia», se ha confirmado ampliamente la oportunidad de discutir este tema. Numerosas han sido las publicaciones que trataron también sobre él, sea de autores individuales, sea en obras colectivas.l Esta acumulación de indicios probatorios del interés que despierta este problema no es fruto del azar ni de una moda repentina. ¿Cómo explicarla? Entre las dos guerras mundiales, en pos de los progresos de la física moderna, se asistió a un florecimiento epistemológico en el que participaron los nombres más grandes de la ciencia. Los científicos se hicieron, para el caso, filósofos, pero la naturaleza de la discusión, que recayó sobre el conocimiento que la física podía alcanzar acerca del mundo, y sobre la influencia del observador no incluyó todavía ninguna interrogación sobre la naturaleza específica del papel de este en función de la constitución del observador mismo. En cambio, después de la última guerra mundial, a partir de la década de 1950, el descubrimiento del código genético, el desarrollo de la biología molecular y los progresos obtenidos en el conocimiento del cerebro imprimieron en la epistemología de la época un tono enteramente nuevo. En efecto, por fin se podría aplicar la teoría del conocimiento a lo que permitía conocer, o sea, para los científicos, el cerebro. Y era gracias al conocimiento del cerebro como al fin se iría a comprender lo que significaba conocer, lo cual hasta entonces, por falta de conocimientos, había resultado imposible. Más que nunca, la ciencia dejó ver, tras una humildad y una modestia superficiales, Un espíritu de conquista que pretendía manifestarse mucho más allá de las conclusiones autorizadas por aquellos logros nuevos. Reinvindicaba para sí, en definitiva, por el rigor de su procedimiento, ser el único

1 Cito, en particular: de Joël Dor, los dos volúmenes sobre La scientificité de la psychanalyse, 1988, el de La psychanalyse et la science (1988), donde aparecen las firmas de Claude Le Guen, Olivier Flournoy,, Jean Guillaumin, y la de la invitada de honor I. Stengers. Además de estos escritos disponibles, otras manifestaciones cuyas huellas escritas no existen todavía tuvieron el mismo objeto: una conferencia de Gilbert Diatkine en la Sociedad Psicoanalítica de París y un grupo de discusión en el Congreso de Roma de la Asociación Psicoanalítica Internacional (julio de 1989) sobre la epistemología del psicoanálisis, cuyos participantes fueron Gregorio Klimovsky, Helmut Junker, Eduardo Issaharoff y Lise Monette. No he modificado de manera sustancial mi contribución al coloquio sobre «El inconciente y la ciencia» a pesar de estos agregadas enriquecedores. No obstante, como tuve el honor de presidir el grupo de discusión del

Congreso de Roma, algunas observaciones agregadas a mi presentación inicial llevan quizá la marca de la discusión recentísima.acceso a lo que pudiera considerarse -provisionalmente, sin duda- como verdadero.2 A pesar de que se reconocía el carácter a la vez parcial y temporario del conocimiento adquirido, llegaba de hecho a su término la coexistencia más o menos pacífica que la ciencia había mantenido hasta entonces con las otras formas de saber, se tratara del saber no científico en general, o del más especializado que se puede extraer del arte, de la filosofía y de la religión. Todas las demás ramas en las que se ejercita el espíritu humano fueron objeto de una mirada nueva por parte de los científicos. En lo sucesivo ya no se les pudo conceder, justamente a causa de su carácter no científico, título alguno en apoyo de su pretensión de ser un saber, a tal punto este término se había vuelto sinónimo de científico. ¿Qué quedaba, entonces, de ese inmenso continente de obras, de reflexión, de pensamiento, producido por la civilización? Es cierto que no se disipaba en la nada, es cierto que todavía era posible reconocerle toda clase de cualidades, es cierto que de buen grado se admitía que las producciones culturales podían ser útiles a los hombres. No obstante en cuanto al saber propiamente dicho que estas producciones pretendían constituir, nada se podía afirmar. En realidad, los científicos ya no estaban dispuestos a atribuir a esas formas de pensamiento, el estatuto de un saber diferente, porque, a sus ojos, en esos monumentos de la cultura faltaban todos los criterios que permitieran distinguir el saber del no-saber. Pasado en limpio, esto significaba que no existía ninguna demarcación entre los dominios de la cultura que los hombres tenían en tan alta estima y, por otro lado, la magia, la astrología, la quiromancia o la necromancia. No se trataba de que la soberbia científica afirmara que el arte, la filosofía o la religión fuesen del Mismo orden que esas prácticas (tenidas ellas también en alta estima por personas a menudo menos cultivadas), sino que, para la mirada de la ciencia, no se disponía de pruebas que permitieran aplicarles la discriminación entre verdadero y falso, y que todo lo que se situaba fuera de la ciencia, si bien no era falso con certeza, en ningún caso podía acceder al orden de la verdad, que únicamente la ciencia tenía el poder de conferir. No algo falso, sin duda, pero tampoco verdadero. Incierto, pues, en el límite, no existente en verdad.

De esta posición intransigente, pero neutra, se pasó al poco tiempo a una actitud más ofensiva. Se cuestionó al dominio todavía joven de las disciplinas recientes que se habían instituido como «ciencias» humanas para desprenderse del nombre ahora menos prestigioso de «humanidades» su pretensión de invocar la ciencia. Como es sabido, rechazando de manera más o menos explícita esta tentativa de exclusión, y animadas además por un movimiento de identificación que las atraía hacia las ciencias exactas, muchas de estas ciencias humanas -al menos las que creían disponer de los medios para ello- intentaron operar una conversión en sus métodos de trabajo. Ello a fin de superar su desventaja -casi siempre se trataba de la subjetividad del investigador- y acercarse al modelo constituido por las ciencias exactas. ¿Y el psicoanálisis? Si los científicos que se decidieron a exponer las reflexiones a que podían dar lugar los progresos de la ciencia reciente habían emitido dudas sobre la cientificidad de las ciencias humanas, pronto ese escepticismo elegante y un poco condescendiente no pudo refrenar, hacia el psicoanálisis, un humor acerbo, una ironía rechinante y hasta una agresividad que no condecía con la prudencia de unos juicios emitidos por los científicos fuera del campo de su competencia. Era que el psicoanálisis no

2 Cf. en Libération del 2-2-1988: «El pensamiento científico reina hoy sin competidor: según su modelo se regla hoy toda idea de lo verdadero y del bien», D. Sallenave, La littérature et I'exigence éthique.

admitía siquiera situarse en la órbita de las ciencias humanas, en el afán de preservar su originalidad. Por esto mismo, no se podía, en su caso, esperar de él uno de esos arrepentimientos teñidos de humildad que se avenían a reconducir esos saberes aberrantes al regazo de las ciencias. Tanto más cuanto que los psicoanalistas presumían situarse por encima del saber científico con empleo de su herramienta, la interpretación, y daban la impresión de querer apropiarse de un dominio en extremo extenso. En realidad, el psicoanálisis ocupaba ahora, al menos en la opinión pública, el lugar que había correspondido, según las épocas, a la filosofía o a la teología. ¿En nombre de qué? La ciencia debía llamar al orden a ese «saber» que pretendía esclarecer los pensamientos y los actos de los seres humanos con una hipótesis que destronaba a la razón de su señorío en beneficio de un inconciente indemostrable.

Esta animosidad renovada se debe, me parece, al hecho de que las conquistas recientes de la ciencia han alcanzado rápidamente el dominio de la actividad del cerebro. El viejo -quizá nunca extinguido- body-mind problem recuperaba bríos, como un germen dormido que de repente despertara. Extrañamente, en esto se veía la ocasión de aplastar definitivamente la hidra del espiritualismo, de la que el psicoanálisis era el cuello sostén de una multiplicidad de cabezas. Acaso ello obedeció no sólo a la expansión del psicoanálisis en esta segunda mitad del siglo XX, sino al hecho de que el pensamiento psicoanalítico se extendía por un campo muy extenso en virtud de la interpretación que ofrecía para el psiquismo del hombre. No limitaba su actividad al conocimiento de la patología o de todas las desviaciones posibles de la organización psíquica, sino que pasaba a la comprensión de los fenómenos culturales en su espectro más amplio. Nada más a propósito, en consecuencia, para servir de blanco, porque los científicos sólo podían comprenderlo como una versión espiritualista -en tanto invocaba lo psíquico- de fenómenos humanos cuyo determinismo material no es inmediatamente visible. Así, tal «proyección espiritualizante» hacía que se viera en el psicoanálisis un antagonista del procedimiento científico.

He dicho «extrañamente» porque se ha hecho al psicoanálisis el reproche inverso -por parte de los filósofos, sobre todo- de ofrecer una visión reductora, materialista del espíritu humano. En verdad, nunca se insistirá demasiado en que es preciso establecer la diferencia entre lo psíquico (o lo anímico, como proponen algunos traductores) y lo espiritual. El primer término, cuyas afinidades con el alma de los filósofos ya no comparten hoy ningún terreno común, se debe distinguir del espíritu por cuanto no supone separación alguna esencial respecto del cuerpo, ninguna independencia que se atribuyera a una categoría originada en un orden suprahumano. Aunque, en el plano semántico, ciertas distinciones cualitativas resulten fenomenológicamente necesarias para admitir la existencia de clases como el pensamiento o el intelecto, ellas no pueden, en mi opinión, adquirir otro sentido que el de retoños del único término genérico que cabe considerar: el psiquismo. En cuanto a definir este último, no es el momento de hacerlo, porque esto que apunto es un simple recordatorio de la justificación del nombre psic(o)análisis.

Los psicoanalistas han reaccionado de dos maneras ante el ascendiente de la ciencia. Para algunos -no podría afirmar con certidumbre que sean la minoría, pero así lo creo-, no se trata de reivindicar la pertenencia del psicoanálisis a ella. Pero no es a nombre de la preservación de «misterios» del psicoanálisis como desean mantenerse apartados de la ciencia. Lo que he podido comprender sobre las razones de fondo de su actitud es que se empeñan en la defensa cerril del psicoanálisis como forma de comprensión de lo singular,

de lo individual, de lo particular, que, como tal, es incompatible con la ciencia, que no lo es sino de lo general, aun si resulta difícil desprender esto general de las constricciones de lo local. Pero, entonces, ¿debemos concluir que el cuerpo de conocimientos que, según el anhelo de Freud, tiende a constituirse como teoría, no existe en psicoanálisis? En verdad, esta amenaza que la ciencia dirige sobre los fundamentos de lo «personal», y todavía más cuando se trata de la fórmula sutil que anuda, en esto personal, lo que viene del inconciente con aquello a lo cual reconocemos un origen conciente, convierte al psicoanálisis en el último refugio de un abordaje irreductiblemente opuesto al proceder anonimizante de la ciencia. Aquella amenaza no alcanza sólo al estatuto de la disciplina llamada psicoanálisis, sino que afecta también a la identidad del psicoanalista. No obstante, mis observaciones que aguardan ser verificadas- me han mostrado que, en general, los psicoanalistas querrían considerar al psicoanálisis como parte integrante de la ciencia. Afianzados en el apoyo que encuentran en el propio Freud, y a pesar de las contradicciones flagrantes entre su profesión de fe y su actitud en muchas circunstancias (muy poco conforme a la que se esperaría de un científico), son muy numerosos los psicoanalistas que en modo alguno se sienten disuadidos por la vivacidad de las críticas que les dirigen los científicos.

No insistiré en las tendencias recientes que se esfuerzan por dar una base más concreta a esta pretensión de considerarse miembros de pleno derecho de la comunidad científica. Sin entrar en los detalles, y expresando una opinión enteramente personal, temo que debo decir que esos procederes aplicados al psicoanálisis de manera directa o indirecta no tienen nada de psicoanalítico y más bien son testimonio de una desnaturalización de las hipótesis psicoanalíticas sobre el funcionamiento psíquico. Pero aun si dejamos de lado esos intentos, tan pronto abordamos lo que a veces se nombra pomposamente research, nos sorprende que psicoanalistas que dedican su actividad a la práctica exclusiva del psicoanálisis consideren que la práctica psicoanalista es por entero conforme al procedimiento científico (H. Etchegoyen). En efecto, esos argumentos satisfacen sólo de manera muy aproximada las exigencias del método científico. No sé si es el paso de conquistadora de la ciencia el que obliga a los psicoanalistas a querer sumarse a toda costa a sus filas, acaso por miedo de verse despreciados por sus críticas, o de ver desvalorizado el trabajo al que se dedican. Por mi parte, creo que se trata de una convicción íntima que, en sí misma, merece ser examinada con más atención. Cuando defienden el estatuto científico del psicoanálisis -con argumentos que, a mi parecer, serían rechazados sin discusión por los científicos-, estos psicoanalistas quieren argüir en favor de la validez del saber psicoanalítico. Como sufren la influencia de la ideología de la ciencia, que pretende convencer de que ella sola posee el acceso al conocimiento verdadero, no ven otro medio de comunicar su confianza de poder alcanzar con el psicoanálisis un saber acerca del hombre que merezca el nombre de verdadero, que declarar a su procedimiento y a sus descubrimientos conformes a los criterios de la ciencia.

Se entiende que en realidad el problema es menos epistemológico que político, puesto que el premio de ser reconocidos por la ciencia es compartir el poder que en general le es reconocido. También, la reconfortación narcisista que trae el ser admitido en el seno de disciplinas reconocidas verídicas. Existen, sin duda, posiciones intermedias entre estos dos extremos. En cuanto a la concepción que defenderé, desearía que apareciera menos como un compromiso entre las que acabo de exponer que como la apertura de una tercera vía que rehúsa los constreñimientos de una problemática que plantea el acceso al saber en los términos del dilema excluyente ciencia /no-ciencia.

I. Sujeto de la ciencia y sujeto de la psique

Dentro de las relaciones difíciles que el psicoanálisis mantiene con la ciencia, desde hace tiempo intenta, no sin dificultad, hacer comprender la justificación de su proceder, el interés de sus descubrimientos, la novedad que introdujo con su manera de considerar el psiquismo humano, en el entendimiento de que su participación en la comunidad científica no es discutible. La época en que Einstein se inclinaba ante el interés del psicoanálisis, reconocía la verdad de los descubrimientos de Freud en la averiguación de lo humano y solicitaba su consejo para hallar remedio al estallido destructor e irracional de las guerras: esa época hace mucho tiempo que pertenece al pasado.

Quiero ahorrarles en esta ocasión la mención de ciertos hechos conocidos: la formación científica de Freud, atestiguada por trabajos que por derecho propio han ocupado un lugar en la ciencia de la época, antes de su descubrimiento del psicoanálisis; su adhesión sin reservas a la comunidad científica cuarenta años después que había abandonado el reino de los laboratorios, y el puesto que, sin duda alguna, reivindicaba para el psicoanálisis en la ciencia. Pero este sentimiento de plena y entera pertenencia no iba sin algún rechinar de dientes cuando las opiniones que él profesaba entraban en completo desacuerdo con los resultados científicos. Como de ningún modo pensaba renunciar a ellas, afirmaba su certeza en la seguridad que le daba su experiencia de psicoanalista, y esperaba que el futuro le diera la razón, actitud poco conforme a la idea que tenemos del científico.

Semejante situación no es sólo lamentable. Los hechos demuestran que ya no se puede hacer creer por más tiempo que se trata sólo de un debate académico. En efecto, la evolución acelerada del progreso científico obliga, en virtud de los desarrollos a que ella da origen, a tomar en consideración los desaguisados de desconocimiento en materia de psiquismo de aquellos cuya función consiste en adoptar decisiones que amenazan tener repercusiones sobre la vida cotidiana del gran número. Hoy la evitación recíproca de la ciencia y del sujeto ya no puede continuar en vista de los problemas éticos planteados por las aplicaciones técnicas de los descubrimientos científicos.3 Por desdicha, este acercamiento forzado no hace sino volver más insondable el abismo que separa la ciencia y lo humano. Los científicos, las más de las veces, se lavan las manos y se desolidarizan de quienes decidieron hacer pasar a lo real el fragmento de saber arrancado a la ignorancia sin haber apreciado plenamente las consecuencias que de ello derivan.

En realidad, no vemos cómo podríamos reprochar a los científicos el uso que se hace de su descubrimiento que, por suerte, no les compete a ellos controlar. Llegados a este punto, el debate vira. Es que omite reconocer que, en buena lógica, lo que debería ser objeto de la investigación más atenta sería sin duda el psiquismo humano, porque, en fin de cuentas, a él es preciso dirigirse para comprender las razones profundas que mueven a ciertos hombres a producir aplicaciones irracionales y peligrosas, mientras los aprueban de manera implícita otros que se muestran incapaces de yugular sus efectos o, incluso, se muestran muy inclinados a dejar hacer en nombre de razones por lo general poco convincentes o que dejan suponer una ocultación sobre lo que es el psiquismo humano hasta el punto de dejarnos perplejos sobre lo que pueda haber en el trasfondo de opiniones expresadas abiertamente (J. J. Salomon, 1989).

3 Véase el coloquio sobre el patrimonio genético de la humanidad, realizado en Paris en 1989.

Porque ahí está el problema. La “purificación” del psiquismo de los sabios tropezará siempre, si sus descubrimientos son susceptibles de efectos prácticos, con el psiquismo no purificado de quienes, por cualquier motivo, hayan de ser los que utilicen las aplicaciones. Por lo tanto, el formidable poder que la ciencia permite poner en practica en diversos dominios deberá tener en cuenta el efecto psíquico que es susceptible de ejercer sobre los hombres. En este nivel es donde las consecuencias pueden ser incalculables en un tiempo en que los frenos tradicionales de la ética o de la religión han perdido buena parte de su eficacia. Por consiguiente, es de la mayor urgencia favorecer, el conocimiento de lo humano para tener al menos una representación lo más exacta posible de lo que se desenvuelve en el nivel psíquico y, si cabe, también en este caso, encontrar las aplicaciones prácticas del conocimiento del psiquismo para evitar el encadenamiento incontrolado de los efectos de los cuales es la sede y que corren el riesgo de pronunciarse hacia la sinrazón, el caos y la destrucción. Ahora bien, de todas las disciplinas que se interesan por el conocimiento de lo humano, el psicoanálisis es la que sitúa en el corazón de la actividad psíquica del sujeto el potente motor que anima a las pasiones. Y acaso esta es la razón -el discurso psicoanalítico sobre el papel basal de las pasiones no podía sino despertar estas para oponérsele y hacerlo callar- por la que el psicoanálisis es tan mal entendido por aquellos cuyo orgullo se precia de haberlas, con sus realizaciones, superado. Este conjunto de observaciones es lo que nos determinó a escoger, para esta ocasión, una estrategia diferente, a saber: hacer que se reconozcan las impasses de la ciencia actual con respecto a la cuestión del sujeto. La ciencia se encuentra cautiva entre la desmentida de su existencia o su idealización desaforada -lo que a menudo equivale a lo mismo- y da la espalda al único problema que merezca ser abordado: situar el puesto del sujeto de la ciencia en una concepción del sujeto dentro de la psique. Quienquiera que se interese en la psique está obligado a admitir, por la pluralidad de sus campos de ejercicio, la necesidad de una articulación. Pero desde el momento en que el sujeto de la ciencia es considerado el único depositario de un saber verídico, el proyecto se vuelve por definición absurdo o imposible, puesto que se trataría de aceptar articular lo verdadero con aquello respecto de lo cual no se puede formular ningún juicio digno de una reflexión seria. Cuando nos situamos en la perspectiva verdadero/ falso, no hay nada que articular, porque lo verdadero, así concebido, reduce, a la nada todo lo que se separe de él, a menos que se invoque una forma diferente de verdad trascendental que, como lo señala Freud, «llene los agujeros del edificio universal», y no vemos qué auxilio podríamos esperar de ella.

Haré aquí dos observaciones: la primera es que sería preciso haber demostrado que los resultados de argumentación científica se revelan mejores en todos los dominios que los de la argumentación no científica. Me doy cuenta de que este término «mejores» se presta a discusión. Cuando digo «mejores», no me pronuncio sobre las cualidades morales atribuibles a ese saber, sino que me atengo a su «valor de esclarecimiento». Reconozco que este término resulta de definición más difícil que el de saber científico. No le atribuyo otro sentido que el de un conocimiento provisional que es preciso someter a la crítica, pero que se revela indispensable en vista del campo que la ciencia deja sin cultivar, o también en aquellos casos en que ese campo por ella ocupado no resulta esclarecido sino de una manera muy parcial. Esto último, en el dominio del conocimiento de lo real, acaso sólo sea una fuente de inconvenientes menores, pero es más lamentable cuando se trata del conocimiento del psiquismo.

La segunda observación es más radical. Consiste en preguntarse si el saber científico puede adquirir una verdadera validez como saber sobre el hombre, considerado aisladamente y con independencia del estudio del psiquismo humano. Si no es capaz de ello, la aplicación de las reglas del saber científico, que no podrían imponer sus criterios al conjunto del estudio del psiquismo humano (por la razón de que estos se revelaran inadecuados o poseedores de un interés muy limitado), debería admitir su posible contaminación por otras formas de saber no científicas. La paradoja consistiría, en tal caso, en que el saber científico derivaría su validez de su inserción en un conjunto no regido por la argumentación que le es propia. En suma, se trata de elegir entre el gueto y el silencio sobre lo que se sale de sus límites, por una parte, o la inclusión en un conjunto diversificado, no exclusivamente «científico», por la otra, a fin de mantener la comunicación. El examen de la realidad muestra que la opción no existe realmente:Los científicos no pueden dejar de elegir la comunicación. Lo advertimos con claridad por los escritos cada vez mas numerosos que destinan a un público al que procuran tanto persuadir corno informar, en cuya ocasión recurren a modos de pensar no científicos.

Esto prueba que la razón científica, a la que debemos tantas conquistas prestigiosas, no sabe decir nada de ella misma. Porque si, llevada a un rigor extremo, es capaz de enunciar las modalidades según las cuales funcionaría, fracasa en establecer la relación que mantiene con los modos de funcionamiento psíquico que le son ajenos y de los cuales es el producto. Más aún: es totalmente incapaz de dar razón de los modos de pensamiento no científicos con arreglo a los criterios de la ciencia. Dicho de otro modo, la ciencia se detiene en el umbral del funcionamiento psíquico. Tenemos derecho a esperar de ella una interpretación científica del modo de pensar científico. Ahora bien, la ciencia que más falta nos hace es la ciencia de lo humano productor de ciencia, es decir, la ciencia de las relaciones entre los funcionamientos psíquicos científicos y no científicos en el sujeto.

II. Conocimiento objetivo y conocimiento subjetivoCuando visité por primera vez el museo de la ciencia, en Florencia, me impresionó

haber tenido que atravesar numerosas décadas, que terminaron por contarse en siglos, para pasar de los magníficos instrumentos de astronomía, que permiten hacer toda suerte de cálculos en extremo complicados y precisos, que dieron nacimiento a las teorías de Galileo, y llegar por fin, hacia el siglo XVIII. a modelados que representaban el desarrollo del feto en las diversas fases de la gestación. Hasta ese momento yo no había relacionado los dos órdenes de datos, por más que los hubiese conocido separadamente. En efecto, impresiona comprobar que el objeto mas inmediato que se ofrece al conocimiento del hombre -su cuerpo- haya sido prácticamente el último al que le fue deparado dedicarse. No ignoro los tabúes religiosos que se opusieron a ello, pero hay que precisar, sin embargo, que la Antigüedad, que al parecer no había prohibido su exploración profunda, manifestó por lo menos un interés muy limitado hacia el cuerpo humano. Porque, apuntémoslo, el Antiguo Egipto, donde las prácticas de embalsamamiento eran una de las actividades más difundidas, no produjo ningún registro de conocimientos sobre la anatomía humana. Y los griegos, para quienes el hombre era un objeto de estudio inagotable, no pensaron que el culto que rendían a Asclepios pudiera ganar algo si se dispusiera de una observación precisa de la anatomía, no obstante los conocimientos que nos han legado en este campo, mientras que la geometría ya hacía grandes conquistas gracias a ellos. Si las primeras disecciones parecen haberse hecho en la clandestinidad durante el Renacimiento, como lo atestigua el hermoso anfiteatro de la Universidad de Padua -allí enseñó, justamente,

Galileo-, esta prolongada latencia que retrasó la exploración de lo invisible corporal se extendió todavía por más tiempo en cuanto al estudio sistemático del psiquismo. La psicología ha sido prácticamente la última en nacer entre las disciplinas que se dedican al estudio del hombre, ellas mismas muy tardías con relación a las que se dan por objeto el estudio del mundo físico. Pero hoy, cuando se desarrolla la teoría del conocimiento -o, para hablar de manera más florida, el conocimiento del conocimiento-, no puede dejar de sorprendernos un hecho. Sin desconocer las contribuciones de la psicología a la epistemología, la física sigue siendo el campo de exploración donde el debate es más nutrido, donde las contribuciones son más ricas, las tomas de posición, más variadas, y las conclusiones, más abiertas.

El mundo físico, que fue el primero en solicitar la curiosidad humana, sigue siendo aquel en que los progresos de la ciencia son los más impresionantes, y no ha dejado de ser el terreno predilecto para las controversias que aspiran a determinar la estructura del saber científico, los procederes que lo definen y el análisis de los procesos que relacionan el sujeto cognoscente, el objeto conocido y el resultado del conocimiento. Por lo tanto, existe una convergencia de los campos reflexivos, el primero de los cuales atañe al objeto del saber, y el segundo, al proceder del sujeto cognoscente; la realidad física y el físico encuentran ahí un medio propicio para su confrontación. Parece que esta convergencia disminuye cuando nos dirigimos hacia dominios cada vez más alejados del mundo físico y más cercanos al mundo vivo. La posición mas paradójica se alcanza cuando el objeto del conocimiento y el sujeto cognoscente son uno y el mismo, o sea, cuando se trata del conocimiento de sí. En esto, la originalidad del psicoanálisis consiste en haber permitido sacar al proceso de conocimiento de la situación donde corría el riesgo de hundirse, con su hipótesis de que el conocimiento de sí sólo se podía cumplir en presencia de otro sí-mismo, a quien cabría la función de reflejar, en el sentido estricto del término, la imagen que se forma «a su respecto», mientras él mismo se sitúa en una posición de neutralidad. Bien sé que la enumeración de las verdades que hoy forman parte de un saber común integrado al conocimiento ingenuo requiere muchas rectificaciones a partir de la descripción sumaria que hago de ellas. No las menciono sino para mostrar cómo la concepción psicoanalítica del sujeto dividido (sujeto de la conciencia y sujeto del inconciente) convocaba, aun sin que su creador tuviera una clara conciencia de esa elección ni llegara hasta el cabo de sus consecuencias, el artificio técnico que permitía la emergencia de un sujeto en dos lugares. Uno de esos dos lugares se confería a ese otro sí-mismo cuya existencia, previa a cualquier operación, da empero lugar a su creación progresiva por la otra polaridad subjetiva, que sólo puede aprehenderse a sí misma por las operaciones reflexivas que constituyen a la precedente, y a la que designaré como repetitiva-creativa. Este dispositivo es lo que justifica el descubrimiento, a partir de allí inevitable, de la trasferencia como fundamento de toda operación de la psique: trasferencia como desplazamiento, como proyección, como introyección, como creación, en fin, como modo de conocimiento.

En la discusión entre científicos y psicoanalistas subsiste un malentendido fundamental. Unos y otros están separados por puntos de vista e ideologías -habría que decir incluso: ideales- diferentes. Los científicos, en un mismo movimiento, invisten el mundo como objeto por conocer y desinvisten, en el sujeto, lo que no se refiere al conocimiento de este mundo, esperándolo todo del resultado de tal procedimiento, llamado objetivación, cuyo sinónimo podría ser la desubjetivación. Muy por el contrario, los psicoanalistas, en un movimiento homólogo, invisten a la psique como objeto por conocer, y desinvisten, en la psique, todo lo que no es conocimiento de la realidad psíquica. También ellos depositan su

esperanza en la fecundidad del procedimiento que renuncia a toda objetivación –se trata de una desobjetivación , en suma- y que concentra todo su interés, sino en el sujeto, término cargado por la tradición filosófica, al menos en la actividad psíquica.

Objetivación y subjetividad se han opuesto siempre en el debate sobre el conocimiento. ¿Dónde está entonces la novedad? El punto de vista nuevo inaugurado por el psicoanálisis es que contrariamente a la tradición, no se ha limitado a la defensa de lo subjetivo en el sentido en que esa defensa se encuentra todavía en vigor entre los filósofos o los artistas –o incluso en las religiones, en la medida en que la defensa del sujeto es defensa de la creación de Dios y, por lo tanto, de la cognoscibilidad de Dios-. La novedad reside, a mi parecer, en el hecho de que el psicoanálisis pretende, por el análisis de la extrema subjetividad, justamente aquella que escapa a la intuición de la conciencia y, por lo tanto, al conocimiento conciente, alcanzar un saber objetivo sobre la subjetividad y, a través de ella, sobre la realidad psíquica. Lo que es más, el psicoanálisis pretende que el conocimiento conciente está bajo la dominación –nunca conjurada del todo- de lo que estima haber descubierto: el inconciente. El conocimiento que de esto tiene demuestra la necesidad de un modo de ejercicio de la conciencia que va a contracorriente de los procederes que le han valido sus logros mas notables. En consecuencia, ya no se trata de oponer, al procedimiento objetivante, objeciones en defensa de lo que se le escapa, y que sería del orden de la subjetividad incognoscible o cognoscible según procedimientos que no guardan relación con la ciencia. Se trata, más bien, aunque el proceder del psicoanálisis no obedezca a los criterios ordinarios de la ciencia, de su pretensión de alcanzar una objetivación suficiente de lo que determina la subjetividad, a saber, la realidad psíquica. De este modo, el psicoanálisis pretende un nivel de vericidad que no es inferior al de la ciencia, por más que uno de sus resultados consistiría en afirmar la imposibilidad de sostener aquí, de la misma manera que ella, el concepto de verdad en cuanto a su objeto. El alcanza así, y esta es la paradoja, más verdad, y se guarda de concluir la inexistencia de esa verdad respecto del mundo de la realidad psíquica. Retendremos por ahora esta orientación divergente hacia el mundo exterior o hacia el mundo interior de la ciencia y del psicoanálisis, y dejaremos para después la teorización de una realidad interior que se construiría a partir de la relación del aparato psíquico con la realidad exterior.

Limitémonos, simplemente, a hacer notar que el conocimiento de la realidad exterior por el científico pasa por el rodeo de la realidad interior de este último. La realidad interior es, por lo tanto, necesariamente, el objeto en común compartido por científicos y psicoanalistas, aunque, con toda evidencia, son aspectos diferentes de él los que interesan a unos y otros. En cambio, no se puede decir que el conocimiento de la realidad exterior forme parte de las preocupaciones del psicoanalista. Todo lo que se puede afirmar es que el mundo interior tal como es –y, mas aun, tal como es construido- se ha edificado también gracias al conocimiento de la realidad exterior, que por lo tanto es parte integrante de él-mismo. Pero a diferencia de lo que sostenía el conocimiento tradicional, el psicoanálisis ha concedido una parte más importante en la edificación del psiquismo a la elaboración de las excitaciones internas (en su relación con la realidad) que a la de las excitaciones exteriores, o sea, las que vienen del mundo exterior. Así las cosas, el problema de la adecuación del sujeto al mundo no dependía de los intercambios entre el organismo, el individuo, el yo, el sujeto, con la realidad exterior, sino que exigía el acuerdo previo de lo que se denominaba yo o sujeto con las excitaciones internas (las pulsiones).

En cierto modo, esa etapa importante que significó la invención del psicoanálisis no modificó en nada las relaciones de ignorancia mutua entre el conocimiento objetivo por la

ciencia y el conocimiento de la subjetividad que reinaba antes de la aparición del psicoanálisis. La ciencia no había alcanzado ese grado de respetabilidad que hoy la convierte en el criterio del conocimiento de lo verdadero, y no había sido advertido el cambio que representaba el psicoanálisis en el conocimiento de la subjetividad. Es cierto que el descubrimiento del inconciente no había pasado inadvertido. Sin embargo, no se había discernido algo, a saber, la posibilidad de un conocimiento «objetivable» de la subjetividad. Este resultado se alcanzaba por medio de dos determinaciones nuevas. La primera consistía en que el conocimiento subjetivo dejaba de ser el resultado de la sola introspección. Por una parte, porque el método no era verdaderamente introspectivo, puesto que agregaba a la auto-observación la necesidad de remover las censuras y de funcionar en vía libre. Por otra parte, porque la apreciación de esta nueva manera de explorar el mundo dejaría de ser confiada a otro -el analista-, quien pronto debería abandonar la ilusión de ser exterior a lo que se desenvuelve en su presencia, para verse incluido; se trata de la trasferencia, a la que pronto se agrega el análisis de los procesos que se desenvuelven en el analista, por el analista: la contra-trasferencia.

Esta estructura original del conocimiento subjetivo, que permitía una objetivación específica de este, fue objeto de un desconocimiento. Así, se creyó que el psicoanálisis era una variedad nueva de conocimiento de lo humano, el ya conocido por la pluma de los filósofos y los escritores, para referirnos sólo a los más respetables representantes de esos conocedores del alma cuyo saber no siempre inspiraba confianza.

Hubo entonces deslizamiento de la ciencia sobre el psicoanálisis, y a la inversa, sin encuentro. Las cosas cambiaron con el desarrollo de las neurociencias. Por primera vez el cerebro, o sea, el órgano que permitía conocer, pasaba a ser él mismo objeto de un conocimiento más preciso. Lo que entonces despertó fue el antiguo deseo, más dormido que superado, de acabar con la subjetividad y de integrar por fin la totalidad de lo cognoscible, mundo exterior así como mundo interior, al conocimiento objetivo. A partir de allí, el ataque al psicoanálisis se hizo inevitable.

Ahora bien, ni hace falta decir que, a pesar del saber adquirido por las neurociencias, la subjetividad, como manifestación de la realidad psíquica, permanece intacta y sigue sin ser explicada con arreglo a los procedimientos de la ciencia, mientras que es su exploración o, al menos, la de algunas de sus partes, la que resulta apta para dar razón, al menos en la teoría, y es cierto que muy parcialmente, del funcionamiento científico que permite el descubrimiento. En verdad, cabe preguntarse si la realidad psíquica puede ser conocida por el estudio de funciones aisladas, como es el procedimiento habitual de la ciencia, y por otro medio que no sea el juicio y el análisis dirigidos a otro funcionamiento de esta misma realidad psíquica cuyo ejercicio requiere igual necesidad de funcionamiento integrador.

Tal es aún la situación, a pesar del progreso de las neurociencias, sobre las que volveremos. El problema que se plantea es el de averiguar por qué la argumentación objetivante de la ciencia encuentra tantos obstáculos en admitir ese otro tipo de argumentación que es subjetivante, cuando lo que esta última se propone no es sino otra forma de objetivación. Sin que seamos capaces de dar por ahora respuesta a este interrogante, detengámonos en los obstáculos con los que se tropieza en la progresión del conocimiento. Entre los obstáculos que se elevan contra el conocimiento, podemos establecer una oposición de dos tipos de resistencia. Las resistencias pasivas, que obedecen a la ignorancia del lado del objeto de conocimiento solamente, y las resistencias activas, que se manifiestan del lado del sujeto del conocimiento. Con el corolario de que, mientras

más alejado esté el objeto del sujeto del conocimiento, más posibilidades habrá de encontrar sólo resistencias pasivas.

La resistencia únicamente pasiva de lo real al conocimiento debería permitir esperar un acuerdo de maneras de ver, ya que no una claridad de hecho. Nada de eso ocurre. Al contrario de lo que se pudiera creer, la discusión actual no llega a ningún acuerdo general, y sigue enfrentando a los sostenedores de maneras de ver opuestas, sin que ninguno de ellos consiga obtener para él un estatuto equivalente, en el orden de la interpretación de los hechos, al de un descubrimiento científico cuyo contenido fuera aceptado por todos durante cierto período, tras las verificaciones necesarias. No obstante el rigor de las exploraciones científicas, los hechos dejan bastante margen interpretativo para que continúen enfrentándose los partidarios de ideologías opuestas, ideologías que no operan a cara descubierta, sino tras la protección de hipótesis. O sea que, en definitiva, la estructura del mundo físico no se encuentra tan alejada del sujeto del conocimiento, hasta el punto de que algunos no resisten el deseo de reencontrarlo en ella más presente que nunca, es decir, más presente en las formas que adopta cuando se designa como tal. Y ello sobre todo cuando ese sujeto lleva el nombre de Dios.

No deseo dar la impresión de que me solazo en esta ausencia de acuerdo entre epistemólogos y físicos. Al contrario, veo que este campo, donde los parámetros por dominar son mucho menos complejos que en el estudio del psiquismo, da lugar a discusiones muy ricas. Y si de ellas no se desprende una conclusión unánime, me inclinaría a considerar esta situación como el preludio de un ahondamiento y una extensión del debate. Este impone que se introduzcan en él otros factores, que sin ninguna duda habrán de acrecentar la complejidad del objeto de estudio, pero que por lo mismo lo volverán más apto para la exploración porque -al menos es mi hipótesis- su aspecto tras las modificaciones será más fiel a su verdadero modo de funcionamiento y, por lo tanto, más próximo a su realidad. Cabe esperar, evidentemente, que el campo de investigación que se propone examinar las ideas que conciernen a la argumentación de la ciencia sea objeto a su vez de un examen crítico, que no debería limitarse a unas contribuciones inspiradas por la reflexión sobre los procesos concientes, respecto de los cuales la epistemología de estos años recientes nos ha proporcionado elaboraciones variadas, con Popper, Lakathos, Kuhn y Feyerabend, entre otros.4 Nos sentimos divididos entre el extremo logicismo del primero y la anarquía declarada del último. Si bien reconocemos la importancia del influjo del medio social en el que se practica el pensamiento científico, nos gustaría empero profundizar, como también respecto del psiquismo, las características internas de ese funcionamiento, situándolas en perspectiva con otros fundamentos de la progresión del conocimiento. Queda por averiguar por qué los criterios de la lógica científica parecen poco propicios para responder los interrogantes de los psicoanalistas.

III. Un lógico perdido en el psicoanálisis

Hace algunos años, un filósofo norteamericano, Adolf Grünbaum, publicó una obra sobre los fundamentos de la teoría psicoanalítica examinados a la luz de la lógica científica. Al contrario de Popper, quien pensaba que el psicoanálisis era del orden de lo no falsable (dicho de otro modo: que desde el punto de vista de la ciencia nada se podía decir sobre él), Adolf Grünbaum, probablemente molesto por el hecho de que esa denegación de existencia dejaba todavía demasiada existencia posible al psicoanálisis, adoptó la posición inversa. Se esforzó entonces por demostrar que el psicoanálisis en efecto era falsable, lo cual como

4 A. F. Chalmers, Qu'est-ce que la science?, La Découverte, 1987.

cabía esperar, equivalía a demostrar que en muchos puntos era muy sospechoso de ser falso.

Para no tomar sino un ejemplo, el de la alegación por Freud de la homosexualidad inconciente en la paranoia, Grünbaum puso en duda este aserto, refutando la opinión de Freud. No se trata de que el punto no sea controvertible, puesto que desde hace tiempo ya ha sido objeto de debates internos en el psicoanálisis. Se trata, sobre todo, de que la homosexualidad inconciente de que hablan los psicoanalistas guarda poca relación con lo que A. Grünbaum cree que significa. Sin duda, pocos psicoanalistas son susceptibles de imaginar una situación en que la decisión pudiera provenir de una batería de test o de un jurado imparcial. Grünbaum quiere juzgar el psicoanálisis con instrumentos que se caracterizan no sólo por desconocer el psicoanálisis o por deformar sus alcances, sino que, por la manera misma en que abordan el problema, lo niegan de hecho. Como vemos, pasamos al diálogo de sordos.

En efecto, en lo fundamental, no se establece la existencia de una homosexualidad inconciente buscándola como se buscaría al planeta descrito por Leverrier antes que nadie lo hubiera observado, sino por un método exactamente contrario. Por ejemplo, investigando las defensas inconcientes establecidas por el sujeto contra la posibilidad que enfrentaría de tener que conocer la existencia de esa homosexualidad, que, por otra parte, presenta nexos que están lejos de ser simples, ni unívocos, con lo que corrientemente se llama homosexualidad, es decir, la práctica de comportamientos sexuales con compañeros escogidos entre los miembros del mismo sexo al que pertenece el sujeto. Para los psicoanalistas, la homosexualidad en la paranoia no designa de manera unívoca las prácticas eróticas que definen el comportamiento homosexual, sino un conjunto de acontecimientos psíquicos situados en el camino regrediente que va de la homosexualidad sublimada al narcisismo, según lo precisa Freud, lo que evidentemente no remite a ningún comportamiento erótico asignable como tal. Designar esta posición psíquica inconciente no quiere decir sólo que, sin saberlo, el sujeto trate de actuar comportamientos eróticos susceptibles de brindarle un goce de otro modo imposible, sino que significa que el paso al estado inconciente modifica lo que se suele designar, en el vocabulario sexual, «homosexualidad». El delirio de Schreber dice desear la emasculación y afirma que sería hermoso ser una mujer que padeciera el coito. Pero se puede apostar a que Schreber está muy lejos de representarse el anhelo de ser penetrado analmente, en acto, por otro hombre. De hecho, lo que Grünbaum no puede tolerar es la existencia de una homosexualidad psíquica, porque este es el dominio que escapa de su entendimiento y se propone a toda costa suprimirlo o reducirlo a algún otro dato más dócil a sus maniobras intelectuales. Ello se debe a que rechaza la hipótesis del examen de esos acontecimientos mentales no por referencia a la evaluación de un comportamiento o de un conocimiento conciente, sino a la luz de un psiquismo del que no serían más que un sub-conjunto, dependiente de un conjunto mayor, respecto del cual el argumento lógico, el único que él conoce, no demuestra ser el más fecundo, en vista del dominio que se extiende mucho más allá del territorio limitado donde la lógica mecánica del filósofo se aplica de ordinario. Grünbaum acusa al psicoanálisis de obligar a los hechos a conformarse a los preconceptos, es decir, a los prejuicios de la teoría, pero no puede enunciar esta crítica como no sea rehusándose a entrar en la inteligencia de lo que el psicoanálisis investiga. En realidad, él supone, sin otra forma de proceso, que todo conocimiento, cualquiera que sea su objeto, debe ser conforme

a la única metodología que la ciencia le permite concebir, con exclusión de la idea de que la estructura del objeto pueda imponer un cuestionamiento de esa metodología.

Tomemos la prueba de la falsabilidad. Parece inobjetable. No obstante, en lo que concierne al psicoanálisis, lo que la vuelve inaplicable es que supone que en el momento de la verificación de la falsabilidad, el descubridor y el verificador se encuentran en el mismo plano de racionalidad. Ahora bien, esto es imposible en lo que toca al psicoanálisis, porque el orden dentro del cual se despliega su invención, y los descubrimientos a los que da lugar, se sitúan diferentemente respecto al orden del consenso intelectual de la secundariedad. En efecto, si los procesos de pensamiento se prestan a las reglas de la lógica, la primera de las cuales es la distinción verdadero/ falso, los procesos inconcientes, en su mayor parte, se caracterizan por una lógica diferente, en cuyo detalle no hace falta entrar por el momento, pero respecto de los cuales basta decir que la distinción verdadero/ falso no tiene curso. Desde luego, esos procesos sólo tienen sentido si se los acopla con los procesos secundarios; sin estos últimos no querrían decir nada. Por lo tanto, sería más exacto precisar que la originalidad del psicoanálisis se encuentra en el descubrimiento de la organización de los procesos primarios, a saber: el descubrimiento de que no se trata en ellos de una acumulación de suposiciones, de presagios o de creencias mágicas, sino de una funcionalidad sistematizada y aun plurisistematizada. Además -lo que es más fecundo desde el punto de vista heurístico-, resulta posible poner en evidencia acoplamientos entre los procesos primarios y los procesos de la lógica secundaria, por ejemplo, a través de la racionalización. Vemos entonces que el verdadero alcance del descubrimiento psicoanalítico consiste en haber removido la escisión propia de la lógica del descubrimiento científico, y que así resulta suprimida la exclusión de los modos de pensamiento no científicos, respecto de los cuales, por lo demás, todo el mundo está de acuerdo en admitir su intervención en los estadios primerísimos del descubrimiento, es decir, precisamente, en aquellos que nunca serán explicados por los procesos propios del argumento verificador.

Demos un paso más: acaso sea posible suponer que los procesos llamados primarios estarían en el origen -¿se podrá decir que son su causa?- del descubrimiento científico. La historia de las ciencias abunda en ejemplos anecdóticos de intuiciones previas a grandes descubrimientos que acuden al espíritu del investigador bajo formas figuradas ingenuas o pintorescas. Pero, justamente, sólo se trata de anécdotas, y nadie intenta extraer de ellas un saber que a su vez se debería articular con el saber que como tal se ha de integrar al cuerpo de la ciencia. ¿Qué justificación ofreceremos para este audaz postulado que reinvindica no sólo la coexistencia de los dos tipos de proceso, sino la anterioridad de uno sobre otro y, en fin de cuentas, la pretensión de la causalidad del uno respecto del otro? Todos los observadores de la ciencia reconocen que la progresión científica nace en un funcionamiento psíquico oscuro, que sólo el trabajo secundario del pensamiento adapta a la exposición científica, sin que las modalidades propias de esta última estén en ningún caso presentes en el tiempo inicial de la emergencia innovadora. Llegamos sin duda aquí hasta la raíz común del arte y de la ciencia.

El problema que no se plantea es el de la identidad o la no identidad de los procesos inconcientes en el momento del descubrimiento, con los procesos concientes de exposición del descubrimiento. Y, en este último caso, es preciso interrogarse: ¿qué relaciones existen entre los dos funcionamientos no idénticos? Porque describir ese funcionamiento oscuro no equivale a justificar el oscurantismo, sino que invita a analizarlo según los criterios que permitan esclarecerlo.

Se ha vuelto cosa corriente impugnar el concepto mismo de verdad. Por ahora me limitaré a señalar que la verdad, o lo verdadero, podrían limitar su campo a lo que es objeto de una intervención del sujeto humano que tropieza con la dificultad de alcanzar lo verdadero porque «algo» en él se opone a su manifestación. En esta hipótesis, me veo entonces obligado a distinguir entre lo erróneo, que se aplica a las explicaciones inadecuadas portadoras de errores, y lo falso, que, sin excluir la categoría precedente y a veces incluyéndola, disimula y disfraza consiente o inconcientemente lo verdadero.

Dicho de otro modo, lo verdadero remitiría en efecto a lo falso, no porque la interpretación corresponda al error, sino por deseo de que lo verdadero no aparezca: permanezca oculto. Porque si de ordinario la verdad se dice oculta, no se debe sólo a que se oculta, sino también, incluso, a que «alguien» tiene interés en que no sea conocida. Y ese «alguien» no es necesariamente otro que el investigador mismo, sino alguien otro en el investigador que, por razones variadas -desde la culpa inconciente hasta la herida narcisista que el descubrimiento trae consigo, cuando no supone una traición hacia valores establecidos o padres reconocidos-, se opone a la revelación de la verdad. Aun la verdad revelada, la verdad religiosa, no aparece en su fulguración enceguecedora sino para enmascarar lo que no debe ser revelado, de donde el credo quia absurdum. En consecuencia, la verdad científica tendría una doble tarea que no podríamos reducir a una intención única: en primer lugar, descubrir lo que se ignora y que permanece oculto sin intención de que así sea, y, en segundo lugar, descubrir lo que se ignora que se oculta, y, a cuyo descubrimiento se opone una intención que ofrece resistencia a la remoción del estado oculto, por razones diversas pero que se resumen todas en causar displacer. Está claro que lo que diferencia a los dos aspectos es la intervención, en el segundo caso, de una intencionalidad específicamente humana, a condición de precisar, no obstante, que lo que debe permanecer oculto concierne a la estructura del sujeto, que puede encontrarse, según los momentos, en posición de buscador o de ocultador. En efecto, la distinción no se sitúa en la diferencia de objetivos entre el animal que oculta reservas de alimento y el hombre que disimula su dinero para que no se lo roben, sino en que la disimulación humana puede ejercerse en dominios que no tienen equivalencia alguna en el animal, por medios de los que sólo el hombre dispone y que sólo para él tienen valor. Ahora bien, lo que el hombre acaso trate de disimular puede también escapar a la conciencia que él tiene de ello. Se produce duplicidad, es decir, disimulación, hasta hacer desaparecer toda huella del deseo de disimular.

En cambio, es manifiesto que las adquisiciones de la verdad científica tropiezan también con efectos de resistencia activa que recaen sobre los dominios rebeldes a la aplicación de los métodos que llevaron a obtener esas adquisiciones. En este caso, la resistencia activa que consiste en negarse a cuestionar esos métodos, o en adoptar métodos diferentes, amenazaría la confianza depositada en los mismos métodos cuya aplicación se ha visto coronada por el éxito en otras partes. En relación con esto se plantea una pregunta pertinente. ¿Por qué esas resistencias activas? Porque la ciencia ha logrado promover un sujeto ideal cuyo tipo de funcionamiento obedece a una codificación que lo aísla del resto de la psique. Todo cuestionamiento de esta concepción del sujeto debe ser combatido porque opaca la imagen del hombre que la ciencia ha logrado hacer convalidar con el éxito de sus empresas, y que ella querría ver como modelo de todo psiquismo. El cuestionamiento de esta imagen obligaría a modificarla allí donde se revelara desbordada por aspectos que le son antagónicos. Esta mezcla impura formaría una representación de la

psique humana que resultaría desconcertante y generadora de perplejidad, de incertidumbre y, en fin, de angustia.

Pero no se trata tanto de que el hombre pudiera revelarse, en esa representación, menesteroso de una protección de esencia suprahumana. He ahí algo de todo punto aceptable si la divinidad recibe la perfección de la que el hombre demostró encontrarse desprovisto. Es posible conformarse con recibir el beneficio por instancia, sí no por persona, interpósita. En cambio, la herida sería insoportable si forzara a admitir una imagen del hombre condenado al error no por el engaño del testimonio de sus sentidos, o la debilidad de sus recursos intelectuales, sino por el enceguecimiento pasional que hace pender sobre el proceso de investigación la amenaza del señuelo creado por aquella parte de él mismo que hace prevalecer la satisfacción de sus deseos sobre el conocimiento desinteresado. Se dirá que el conocimiento científico consiste en tomar precauciones frente a esa eventualidad. Sin embargo, es esta una posición paradójica. El ideal científico, frente a este peligro, nunca adoptó como estrategia la lucha para combatir a un enemigo. En el momento de elegir armas, la ciencia no prefiere las que dominan al adversario por la fuerza, sino las que dan ventaja por la superioridad del conocer, al que se atribuye más eficacia que a la suerte aleatoria de los debates. Ahora bien, conocer significa aceptar aproximarse a lo incógnito del objeto, y aun entreverarse con esto. Con impedir que intervengan los factores que combaten en favor de nosotros, no logramos preservarnos de aquel peligro. Es más lógico precavernos de este empeñándonos, fieles a la ética de la lucidez, en obtener de él un conocimiento lo más completo posible. Pero nada de esto ocurrirá porque la ciencia prefiere evitar la frecuentación sospechosa de quienes la interpelan en nombre de su desconocimiento del psiquismo. En psicoanálisis, lo que interesa no es la referencia a la realidad última, «el inconciente», sino la remisión deductiva a la hipótesis de lo que él acaso sea, a partir de un examen exhaustivo de las mediaciones que establecen sus relaciones con el pensamiento conciente, lo que desemboca en el par realidad psíquica/ realidad material.

IV. Sobre la lógica del descubrimiento científico: idealidad del sujeto

Puesto que el pensamiento que opera en la demostración científica -la defensa de su validez con posterioridad- parece muy diferente del pensamiento que se encuentra en el origen presunto del descubrimiento, el asunto implícito en la discusión es doble. Por una parte, concierne sin duda a las relaciones que la demostración científica mantiene con la verdad; este es el objeto de la mayoría de las discusiones epistemológicas. Pero, por otra parte, este problema, en realidad, oculta otro: el de las relaciones entre el pensamiento del descubrimiento y el de la verificación. Todo el mundo está de acuerdo en reconocer la oscuridad del pensamiento del descubrimiento, pero ¿qué hay detrás de esa oscuridad? ¿Cómo no asombrarse de un hecho: la falta de información, ya provenga de los científicos mismos o de quienes se ocupan de la actividad psíquica de los tiempos iniciales del descubrimiento, si es que existen? Es cierto que no facilita la tarea la dificultad con que se tropieza para apresar esos procesos, describirlos, retenerlos en su evanescencia. Pero más bien se tiene la impresión de que no se desea atribuirles importancia para no poner demasiado de relieve la extrema disparidad entre esos momentos fecundos e inasibles y el rigor impecable del razonamiento demostrativo. Y cuando se condesciende a mencionarlos, es como si se abordara un fenómeno sagrado o impuro, y repugnara disipar su misterio. Sin embargo, ¿cómo hablar del pensamiento científico amputándolo de ese modo de sus raíces,

si se pretende comprender lo original y específico de este tipo de actividad intelectual en su factualidad? ¿O, si no en su factualidad, en las informaciones que de él se puedan recoger, y en lo que se consiga agrupándolas y situándolas en perspectiva? Porque, para terminar, ¿qué relación mantiene con la verdad esta forma incoativa de pensamiento en el alba del descubrimiento?

Los procesos de conocimiento serían portadores de racionalidades cuya organización diferiría de las racionalidades del pensamiento demostrativo, pero que entrarían en relaciones de compatibilidad -es decir, de traductibilidad- en las zonas de intersección que rigen las relaciones de los dos tipos de funcionamiento.

La lógica del descubrimiento científico permitiría, según Popper, establecer criterios precisos y seguros a partir de la falsabilidad. Si, de derecho, hay poco para objetar a sus conclusiones, eruditos epistemólogos no necesitaron mucho tiempo para responder a Popper que el examen de la historia de las ciencias o de las condiciones presentes de estas no ofrecía argumentos en favor de esta concepción, puesto que los caminos que llevaban al descubrimiento no parecían obedecer a las exigencias planteadas por él. En mi opinión, el error de Popper consistió en postular una homogeneidad de los procesos de pensamiento en todos los tiempos del descubrimiento, desde el momento en que se inaugura una idea creadora nueva hasta aquel en que la comunidad de los sabios la admite, cuando sería mucho más atinado poner de relieve las diferencias que signan a estos diferentes tiempos. En resumen, estaríamos frente a tres tipos de pensar, portadores de procederes que difieren más o menos entre ellos:

1. el pensar del descubrimiento;2. el pensar de la demostración;3. el pensar de la verificación.

No importa lo que se piense del psicoanálisis: es obligatorio reconocer que su fecundidad le viene precisamente de haber acordado todo su interés a las formas de actividad psíquica descuidadas antes de él, porque se las consideraba modos de pensamiento de naturaleza inferior, o degradada, o como simples fallas de funcionamiento, o también como efectos de relajación en el cumplimiento de tareas adaptativas. Todas estas apreciaciones peyorativas o esquematizantes desconocen, en cualquiera de esos casos, la naturaleza, la economía o la función de esos procesos psíquicos, con descuido de las modalidades de su producción estructural. Reconocerlo no se limita a agregar un capítulo faltante al tratado del psiquismo, porque lo que en aquel momento se reveló a la investigación psicoanalítica fue la necesidad de una axiomática nueva de los principios del funcionamiento psíquico y de las relaciones que se podían establecer entre la organización de la conciencia y la del inconciente, al que daban acceso esas formaciones desvalorizadas y que resultaron portadoras de una riqueza inesperada.

La cuestión que a consecuencia de esto se plantea es la de la unidad del método científico cualesquiera que sean los campos a los que se aplique. Empero sorprende un hecho, grávido de significación: aplicar el método científico produce resultados impresionantes en la medida en que su objeto sea la materia inerte, mientras que son más parciales y decepcionantes cuando su objeto es no sólo el hombre, sino, más en particular aún, el psiquismo humano. En cierto modo se podría comparar el método científico con la argumentación cartesiana. Esta, para afirmar la irreductibilidad del cogito, procede por despojamientos sucesivos: la duda conduce al abandono progresivo de todas las

modalidades de la actividad de pensar en las formas humildes que acaso adopte en el querer, el sentir, etc. Y así como el cogito subsiste a la empresa de des-corporación a la que debe proceder el pensamiento para encontrarse en lo sucesivo sólo a sí mismo, del mismo modo el método científico debe olvidarlo todo de sus orígenes, de su enraizamiento en el sujeto, del trabajo de dilucidación del que emerge, al fin, purificado. Y podemos también meditar sobre la altura soberana a la que se eleva retroactivamente el cogito no como sobreviviente de aquel despojamiento radical sino, por una mutación retroactiva, como el principio que da razón de la existencia de esas partes que sucumbieron al despojamiento, y que impone, con la misma certidumbre de sí que resultó de la depuración de la actividad psíquica, la obligación del sujeto a reconocerlo, no como su flor más delicada, sino como la esencia misma de todo conocimiento, aquel del que todos los demás dependen por un título u otro. Y si esto no ocurre ya hoy, sucederá sin duda mañana.

Lacan hizo notar con acierto que el cogito cartesiano descansaba en un clivaje inadvertido. En efecto, en el «Yo pienso, luego Yo soy», el «Yo» [Je] del «Yo pienso» no es el mismo que el «Yo» del «Yo soy». Por eso el psicoanálisis, cuando acepta otorgar su puesto al «Yo» del «Yo pienso», sólo consiente en hacerlo, a partir de ese enunciado, para tratar de adivinar aquello que, en ese «Yo» (que piensa), difiere del otro «Yo» con quien postula una relación de identidad, o sea, el «Yo» que él dice que es. Y en efecto, difiere de él doblemente: por un lado, en que no es el todo del «Yo soy» el que es declarado del orden del «Yo pienso» -y no es seguro que lo que de él subsista extienda su jurisdicción sobre la parte que se perdió en el camino-, y por otro lado, porque el «Yo» del «Yo pienso», gracias a la relación de consecuencia causal que anhela establecer, trasmuda el «Yo» del «Yo soy» en tanto lo identifica con las características del «Yo pienso».5 La operación consiste en lograr que se avale una totalidad amputada haciéndola pasar por la esencia unificadora de una totalidad plena, entera y autosuficiente: para el caso, la que concibe el pensamiento exclusivamente como una suerte de poda cada vez más extendida de sus relaciones con el cuerpo, lo que conduce a defender la idea de un dualismo que permitiría sacrificar sin daño el cuerpo extenso. Como la operación deja intacto el pensamiento, no sólo le confiere el alcance de un término irreductible, sino que además lo considera el principio de una situación deseable. Esto que vengo apuntando no es superfluo, en vista del papel que el cartesianismo ha desempeñado en la génesis del pensamiento científico y de la critica que de él se ha hecho en los abordajes «humanistas» de la psique. Es notable que sea a este mismo sujeto a quien encontremos en el principio de las postulaciones de las neurociencias, que supuestamente reintroducirían el cuerpo por la consideración del cerebro.6

En este punto se plantea una interrogación: ¿es lícito considerar la investigación del objeto psíquico con métodos que a su vez son psíquicos, o bien es preciso considerar que aquel es un simple dominio de aplicación de la ciencia de lo vivo, la biología? Cuanto podemos decir es que, por ahora, las adquisiciones de la biología dejan sin explicación satisfactoria lo que tradicionalmente se adjudica al orden de lo psíquico. Lo que sobre este punto constituye el objeto del debate tradicional cuerpo/ espíritu aparece levemente sesgado. Porque, en efecto, no se trata tanto de oponer espiritualismo y materialismo, cuanto de comprender que el verdadero asunto en debate es la concepción de una indisociabilidad cuerpo «espíritu» que en modo alguno excluye los aspectos específicos del segundo, pero que obliga a inclinarse ante la evidencia de que el «espíritu» depende del primero, como tampoco nadie negará la dependencia del cuerpo respecto del objeto.

5 Dejo de lado aquí los argumentos que recurren al papel que Descartes hace desempeñar al Genio Maligno y al Dios que preserva a este «Yo» de los señuelos del engaño.

6 Con la extraña consecuencia de que los neurobiólogos más intransigentes en su oposición al psicoanálisis reciben una certificación de ciertos representantes patentados del lacanismo, de los cuales los más autorizados no han visto a qué

se parecería un cerebro.Recordemos además que la operación que permite decir «Yo pienso» obliga, al menos para Descartes, a que quien lo enuncie se despoje de todo lo que se interponga entre su experiencia de existente y su condición de pensante, lo cual, en un segundo tiempo, vuelve idénticas su condición de pensante y su esencia de existente. Me parece que la verdad popperiana se sitúa en filiación directa con la experiencia del cogito. Salvo que, desde luego, no es su propósito definir la condición del sujeto. Haré a esta concepción el reproche de no ir hasta el final de las consecuencias que ella implica, a saber, la urgencia en que estaríamos de conocer mejor ese objeto de conocimiento que sería el sujeto como necesariamente falsador y, en segundo lugar, el de no ser capaz de pensar lo que yo llamaría la objetividad de la subjetividad, es decir, la no reducción de la subjetividad a la singularidad. Lo que me asombra es que el científico que sustenta ese discurso de la subjetividad como singularidad falsadora en nombre de la defensa de lo que cree verdadero, y piensa tener mejores razones para defenderlo que quienes adoptan posiciones contrarias, no hace sino refirmar su posición de científico para desmentirla, porque, en el momento en que se deslinda de los no científicos a quienes de hecho reprocha no conocer o no saber verdaderamente, él mismo designa la debilidad de su propia condición y la agrava en tanto no aporta elemento alguno que permitiera conocer por qué ello es así. Equivale a preguntar también: ¿por qué no todos los hombres son científicos, y por qué los científicos mismos no viven de manera científica? Y, en fin, a reconocer implícitamente que los criterios del descubrimiento científico no pueden arrojar ninguna luz sobre la aplastante proporción de la actividad del pensamiento humano en su funcionamiento espontáneo u ordinario, en relación con su fracción mínima, en extensión y en el tiempo, que se dedica a la actividad científica; ni, por vía de consecuencia, sobre la evaluación de los poderes respectivos de la primera y de la segunda fracción para el conjunto de la actividad psíquica y el comportamiento efectivo de los seres humanos.

Curiosamente, nos parece que este problema no está alejado del que opone a quienes piensan que la verdad sólo se podría alcanzar por la vía de una experiencia, cualquiera que fuese, y a los que están convencidos de que la mejor garantía que se pueda encontrar en la aproximación a la verdad descansa en el libre ejercicio del intelecto sin referirse a una experiencia, de cualquier tipo que esta sea. La paradoja, en tal caso, está en que nos vemos aquí reducidos a un puro ejercicio subjetivo, en el sentido de que prescinde por completo de todo objeto y sólo conoce, como objetos potenciales, a los otros en tanto sujetos aprobadores, modificadores o empeñados en la refutación de sus creaciones subjetivas. Semejante posición tendría en su favor la coherencia y el rigor si no resultara que eso que puede ser un puro ejercicio finamente filtrado del espíritu, aporía de una subjetividad que rebasa toda singularidad para alcanzar la situación de un «sujeto» mínimo o máximo, pero en todo caso puro de cualquier significación «personal», desasido de toda contingencia, en ningún caso podría ser identificado con el ser de un cuerpo temporalmente finito, espacialmente limitado, movido por tensiones contradictorias. Y no es eso todo: en la perspectiva de la lógica científica, es preciso también depurar a ese «sujeto» de lo que lo relaciona con otros existentes que ponen a prueba, en la aprehensión que él tiene de si mismo, su visión como uno pero diverso en la multiplicidad de sus expresiones, que pasan del sentimiento de la inteligibilidad luminosa del mundo y de sí mismo a la total opacidad

de lo uno y lo otro, en apariencia libre en el ejercicio de sus facultades mentales, pero constreñido, si quiere sobrevivir, a aceptar las renuncias y los compromisos que le imponen la realidad del mundo físico y la del mundo social, preexistentes a su llegada a esta tierra. Ese puro ejercicio del espíritu que encuentra su coronación en las matemáticas constituiría un bastión inexpugnable en la pura idealidad de la que nos da ejemplo, si cortara todos los lazos que lo atan a la realidad. Pero, y ahí está el problema, al menos una parte del pensamiento matemático no sólo se aplica al mundo físico, sino que permite comprenderlo y, aun, trasformarlo. Nace entonces la pregunta: ¿existe un límite, y cuál sería este, para la aplicabilidad de las matemáticas a la realidad? ¿Existe, en esta realidad que engloba al hombre, un límite en el interior del campo por ella constituido, en virtud del conjunto mundo exterior/ mundo interior? ¿Existe un relevo por el que otro paradigma pasara a sustituir al de las matemáticas, a abrir una variedad nueva de conocimiento, hasta que se debiera tomar nota de que ese otro tipo de paradigma viene a contrarrestar los efectos del precedente? En este último caso, ¿cuáles son las relaciones entre los dos paradigmas: ignorancia mutua, coexistencia o lucha por la supremacía, y con prevalencia de cuál de los dos? Como vemos, la pregunta interesa porque cuestiona la unidad de nuestra experiencia y quizá, también, la unicidad del sujeto, por más que la unidad del mundo resultara preservada.

Siempre que queramos seguir prescindiendo de la hipótesis de Dios -que, es verdad, simplificaría mucho las cosas-, podremos responder a aquellas interrogaciones a la manera de Henri Atlan,7 haciendo notar que no hay que confundir las descripciones de la realidad con la realidad misma, y afirmando que la defensa de la unidad de la realidad se debe distinguir de la unidad de los discursos sobre la realidad. En tal caso no podríamos dejar de sobrepasar la comprobación de la multiplicidad de los discursos para esforzarnos en aprehender la coherencia que permita hacer existir esas discursividades diferentes sin que una logre hacer desaparecer a la otra.

Estos debates epistemológicos, cuando agitan el campo de la física, pasan sin transición, en ciertas ocasiones, de la física a la metafísica en virtud de lo que podríamos denominar, siguiendo la descripción de Henri Atlan, «fenómeno de Josephson». Ello para aludir a la demostración, por este físico premio Nobel , de la aplicación del Bhagavad Gita a la supraconductividad, pasando por una hipótesis acerca de los fenómenos físicos que tienen por sede el cerebro a fin de «explicar» esta convergencia. El caso de Josephson choca, sin duda, porque buscó un soporte físico, material, para sus ideas. Después de todo, ¿quién, entre los matemáticos, se ha inmutado por los pasos que dio Cantor ante el Vaticano para conferir a sus descubrimientos matemáticos la certificación de una autoridad indiscutible?8.

7 Henri Atlan, A tort et à raison, Seuil, 1986.8 Véase, tras algunas tomas de posición de ciertos científicos de renombre (S. Hawking, Trinh Xuanh Thuan, D.

Bohin, B. Nicolescu, etc.), la encuesta del Nouvel Observateur del 21 al 27 de diciembre de 1989, donde se afirma que casi la mitad de los investigadores del C. N. R. S. declaran profesar la fe «o algo semejante a ella».