Détour Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

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LITERATURAS es el suplemento dedicado a la literatura de Détour, y se puede encontrar en su blog: diarios.detour.es. Esta es una recopilación de lo publicado en su primer año, 2012.

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LITERATURAS es el suplemento dedicado a la literatura de

Détour, y se puede encontrar en su blog: diarios.detour.

es. Esta es una recopilación de lo publicado en su primer

año, 2012.

Agradecimientos: Cabaret Voltaire, Contra, Errata Naturae,

Fundación Luis Seoane, Librería Leo, Libros del Asteroide,

Pepitas de Calabaza, Librería Railowsky

Collage en portada: Francisca Pageo

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ESPECIES DE ESPACIOS

Sombras | Jordi Revert

París | Laia López Manrique

La isla misteriosa | Óscar Brox

Brian | Rubén León

Escapar al cine | Irene Villarejo

My Winnipeg, My Winnipeg | Paula Pérez

Coule la Seine (canción) | Tera Blanco de Saracho

LITERATURAS

(Libros)

Óscar Brox, Juan Jiménez García, Laia López Manrique

La mujer sentada | Guillaume Apollinaire (El olivo azul)

El salario del miedo | Georges Arnaud (Contraseña)

B-17G | Pierre Bergounioux (Alfabia)

Una habitación en Holanda | Pierre Bergounioux (Minúscula)

El frío | Thomas Bernhard (Anagrama)

El trébol de cuatro hojas | André Breton, Lise Deharme, Julien Gracq, Jean

Tardieu (Demipage)

Si una noche de invierno un viajero | Italo Calvino (Siruela)

El pan a secas | Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire)

Paul Bowles, el recluso de Tánger | Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire)

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El libro blanco | Jean Cocteau (Cabaret Voltaire)

Body Art | Don DeLillo (Seix Barral)

Contrapunto | Don DeLillo (Seix Barral)

Mao II | Don DeLillo (Seix Barral)

Los mendigos | Louis-René des Fôrets (Alfaguara)

Los nuestros | Serguéi Dovlátov (Áltera)

Los espacios de Marguerite Duras | Marguerite Duras, Michelle Porte

(Ediciones del Oriente y del Mediterráneo)

Dos noches | Ennio Flaiano (Errata naturae)

Urbana| Fogwill (Mondadori)

Antón Chéjov, vida a través de las letras | Natalia Ginzburg (Acantilado)

Querido Miguel | Natalia Ginzburg (Acantilado)

Jóvenes talentos | Nikolai Grozni (Libros del Asteroide)

Sombras de un sueño. Diario de rodaje de Las damas del bois de Boulogne

| Paul Guth (Contra)

Amor y basura | Ivan Klíma (Acantilado)

La huida del caballo hacia lo profundo de la ciudad | Bernard-Marie Koltès

(Alfabia)

Un granizado de café con nata | Alessandra Lavagnino (Errata naturae)

El prisionero del Cáucaso| Vladimir Makanin (Acantilado)

Rescate | David Malouf (Libros del Asteroide)

Las encantadas | Herman Melville (Berenice)

Escenes de batalla i paisatges de guerra | Helman Melville (Brosquil)

Mitologías de invierno | Pierre Michon (Alfabia)

Barrio perdido | Patrick Modiano (Cabaret Voltaire)

Hazard y Fissile | Raymond Queneau (Seix Barral)

La infancia de Nivasio Dolcemare | Alberto Savinio (Siruela)

Viva voz de vida | Marina Tsviétáieva (Minúscula)

Los mutilados | Hermann Ungar (Siruela)

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Hace cuarenta años | Maria Van Rysselberghe (Errata naturae)

Manual de Saint-Germain-des-Prés | Boris Vian (Gallo Nero)

La joven | Anne Wiazemsky (El Aleph)

Lecturas interrumpidas. Sobre Alberto Savinio, Zbigniew Herbert y Sándor

Marai | Óscar Brox

(Autores)

Leonardo Sciascia. La verdad y nuestro compromiso | Óscar Brox

Color Sciascia | Juan Jiménez García

(Librerías)

Leo (Valencia) | Óscar Brox

Railowsky (Valencia) | Juan Jiménez García

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ESPECIES DE ESPACIOS

«En resumidas cuentas, los espacios se han

multiplicado, fragmentado y diversificado.

Los hay de todos los tamaños y especies, para

todos los usos y para todas las funciones. Vivir

es pasar de un espacio a otro haciendo lo

posible para no golpearse.»

Especies de espacios, Georges Perec

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Sombras | Jordi Revert

Sombras proyectadas sobre el asfalto.

Tres sombras que se funden, se

deshacen, juegan desordenadas en esa

alameda en la que transcurren paseos,

voces adultas que no hablan de nada

en particular, que no hablan de nada

en absoluto. Es el crepúsculo de un día

de verano, de un verano cualquiera

pero siempre el mismo que da forma a

un diluido recuerdo de aquella infancia

feliz. Es esa escena a la que siempre vuelvo para evocar esos juegos, para

volver a sentir la dulce anarquía que se prolongaba más allá de la puesta

de sol, la libertad de correr de un lado a otro bajo la relajada vigía de mis

padres. Siempre, repito, vuelvo para recordar esas horas del estío en las que

el tiempo simplemente había desaparecido, en las que nunca buscábamos

palabras con las que entender nuestras emociones a flor de piel. Pero cada vez

que vuelvo allí mi memoria me traiciona, me obliga a encuadrar esa imagen, a

racionalizar el recuerdo de esas sombras alargadas y hacerlas prisioneras de una

lógica condescendiente que no deseo. Siempre me veo en el siguiente plano,

como Jessica Chastain, mirando a esas sombras y aferrándome a la nostalgia

para sobrevivir a una tragedia, otra más de la vida adulta. Quisiera soñar ese

momento y no recordarlo, quisiera que me asaltara en toda su pureza original,

poder experimentar aquella excitación indescriptible que intento recuperar

en vano. Pero sólo me queda la nostalgia para hablar con el pasado, siempre

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la nostalgia. Y aún así, algo tiene de hermosa su mediación. Con ella, he

hecho más mío ese momento que es otro distinto para Terrence Malick. Lo he

echado más de menos, pero he comprendido que su belleza también se debe a

su fugacidad, al necesario desvanecimiento de su rastro. Por eso, he aprendido

a reescribir mis sombras en el asfalto,

a no perderlas. Constantemente las

rectifico, las hago más grandes o más

pequeñas, a veces hay más y a veces

menos. Las de amigos que se quedaron

y las de otros que se fueron. La sombra

de mi hermano corre fielmente detrás

de la mía, no me abandona ni cuando

interpongo sombras de otros tiempos

y lugares. Dentro de mí, esas siluetas

se conjuran para jugar cuando escucho

a Eleanor Steber narrar esa tarde

en Knoxville, Summer of 1915, cuando su voz vibra sobre la música de Samuel

Barber y me invaden las melancólicas palabras de James Agee. El ruido del

motor de un coche que atraviesa la calle, los despreocupados gritos que

llegan desde una piscina, el sabor de un helado de vainilla en el atardecer. En

ellas puedo encontrarme de nuevo en ese momento, con todas mis sombras.

Knoxville, 1915. Waco, años 50. Una pequeña playa de Valencia, 1992. Yo

estuve allí, vuelvo allí de cuando en cuando para reunirme con ellas, juego

hasta que se acaba el día. Entonces ellas se van a dormir, y yo aparezco en

el contraplano, pletórico de felicidad tras el recreo fantasmal que he vivido.

Y me hago una vez más la misma promesa: volveré allí, a aquella imagen o a

uno de los muchos trasuntos en los que la recordé. Volveré a aquella tarde de

verano en la que ya apenas distingo mi sombra.

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París | Laia López Manrique

Un minúsculo apartamento en

Le Marais. Un callejón sin salida.

Un hombre que grita en un patio

interior, amenaza a otro con los

ojos torvos. La puerta roja, el

cerrojo doble. Insectos entre las

baldosas.

París. La sombra del París leído,

del París torpemente descifrado

en los libros. Del candor

provinciano a la mezquindad

del Lucien de Rubempré de

Balzac a las voces anónimas de la rue Christine de Apollinaire. De la buena

vida de Ernest Hemingway a los malos sueños de Marguerite Duras. De la

ironía de Djuna Barnes a la orfandad en los diarios de Alejandra Pizarnik.

De los pasajes de Walter Benjamin al espejo desventrado de Antonin Artaud.

Rimbaud insolentemente joven, pobre y maldiciente en París. Jules Vallès

insolentemente joven, pobre y maldiciente en París. Las correspondencias

no establecidas entre ellos. Raymond Radiguet muriéndose en París. Danielle

Collobert suicidándose en París. Sade en la Bastille. Las piedras de la Bastille

en el puente de la Concorde. La guillotina ausente. Ver ahora en el suelo

limpio de la plaza, entre la gente que acude en masa a los bares, los restos

de la sangre derramada.

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París. Juliette Binoche y sus nudillos cortados contra un muro en Bleu, de

Kieslowski. La sensación física del corte en mis nudillos. Anna Galiena en Le

mari de la coiffeuse, lanzándose a un río que siempre creí el Sena. El frío

intestino del agua verde. El París del Hotel du Nord de Marcel Carné. De las

mujeres perdidas de Germaine Dulac. Las galanterías de Le plaisir de Max

Ophüls, estacionadas en la misma orilla que la locura de Maupassant.

París era una palabra hasta que fue una habitación en Le Marais. Hasta que

fue una pequeña mujer rumana en el Quai Voltaire, intentando estafar a los

turistas con un anillo de oro falso. Hasta que fue mi cuerpo medio enfermo de

resaca, tendido en la cama, o un perro negro que se nos acercó dando saltos,

ladrando, mordiendo todo nuestro asombro, las ganas de sumergirnos en la

ciudad inmensa, devuelta por los otros, apenas sospechada.

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La isla misteriosa | Óscar Brox

La imagen podría

pertenecer al género de

aventuras o al de terror,

pues se inscribe en ese

punto intermedio en el

que penetrar en un lugar

ignoto comporta tanto

riesgo como placer. Un

barco, una expedición, unos náufragos o unos colonos, divisa la orilla de una

isla. La promesa de alcanzar tierra firme, tras un viaje lento y penoso, es la

brújula que dirige el colosal esfuerzo -humano, técnico y moral- de la nave.

En ocasiones, el desembarco se produce en mitad de la noche. El cuerpo

del barco atraca en la arena con toda la violencia de una colisión entre dos

mundos. Minutos antes, la torre de vigilancia reconocía un extraño fulgor

en la isla, como si aquella tuviese la capacidad de generar una iluminación

complementaria a la de la luna. La expedición limpia los granos de arena de

sus armas, echadas a perder tras el choque con la playa. Despiertos, con la

mirada perdida entre la oscuridad y la densa vegetación que nace al final del

puerto de entrada, escuchan los sonidos de la isla: animales, la acción y el

efecto del viento, la pulsación interior de un espacio desconocido. Recuerdan

por qué arribaron a este lugar -un tesoro, un naufragio, tal vez el destierro-,

y reconocen ese gesto casi invisible por el cual el placer de la aventura se

transforma en el miedo, cerval y primario, ante lo que no conocemos.

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Aquella isla misteriosa es uno de los espacios de mi educación sentimental.

Punto de partida o conclusión de un relato, la imagen del barco que avista

suelo firme compone un catálogo de referencias que abrazan desde la delicada

literatura de Melville a la deliciosa sencillez de la serie B. A veces, en el

corazón de esa isla misteriosa habita una jungla indómita, edén o purgatorio

para sus exploradores. Para un cineasta como Werner Herzog, la espesura

selvática es aquella segunda piel que la sociedad nos obligó, en nuestro proceso

civilizatorio, a desprender del cuerpo. Sin embargo, la selva también puede

representar la apoteosis de ese mal cuyas raíces permanecen escondidas. El

horror cuyo eco nos remonta a través de la corriente; la fragilidad humana

que hunde nuestros pasos en el barrizal de hojas e insectos; la convicción de

que estamos abandonando todo signo de familiaridad. El terror, sí, encajado

entre nuestras costillas, que obstruye nuestras acciones y decisiones con su

sobreproducción de miedo. Lo indómito desdibuja nuestras creencias, deforma

nuestra idea del buen salvaje, nos pone en contacto con el corazón de esas

tinieblas.

En el corazón de la isla, las categorías morales son relativas. Por eso hay tantas

islas con monstruos como monstruos -saqueadores, bandidos o desheredados-

que recalan en su interior. Lo que hace de ese lugar una imagen imborrable es,

precisamente, el fruto de esa desobediencia moral: allí, en mitad del terror y

la locura, de la violencia y la desesperación, también hay lugar para lo bello.

La muerte, la desaparición o, por qué no, la victoria sobre nuestros demonios,

siempre vendrá arropada por la naturaleza irreductible del escenario. Esa

misma naturaleza que, ante el descenso hacia la locura del héroe o del grupo,

responde con el canto sereno de un ave salvaje. Gesto de indescriptible

belleza, el canto de ese pájaro conjuga la identidad de toda isla misteriosa:

el deseo de aventura y la posibilidad del horror.

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Brian | Rubén León

Llevamos viendo

películas juntos

más de una década.

Nuestra primera cita

fue en un cine en

el que proyectaban

la inefable Pearl

Harbour. Anoche vimos una lynchiana cinta francesa llamada L´autre monde.

El camino entre estas dos películas es una metáfora de la distancia que separa

nuestros gustos, pues, en estos diez años, nunca hemos conseguido ponernos

de acuerdo. Hasta ahora. Una tarde de sábado vimos Vestida para matar.

Siempre pides películas que, por lo menos, sean entretenidas, aunque no sepa

muy bien a qué atenerme contigo: a pesar de que la mitad de los espectadores

huyeron de la sala, El año pasado en Marienbad mantuvo tu interés, pero no

puedes aguantar enteras esas banales comedias románticas hollywodienses y,

a la mitad, les das unos cortes para comprobar que pasa lo mismo de siempre,

ves el final y sanseacabó. El thriller es el género en el que establecemos la

encrucijada en la que se cruzan nuestros caminos cinéfilos. El suspense no

suele ser aburrido. Y en esa confluencia nos encontramos con Vestida para

matar. Ninguno había visto una película de Brian De Palma. Ni El precio del

poder. Ni siquiera Carrie. Y mucho menos uno de sus thrillers, aunque suelan

poblar el late-night televisivo porque se ven muchas tetas y eso atrae a los

insomnes como la miel a las moscas. Ninguno supo describir qué era aquel

artefacto sin pies ni cabeza, que fusilaba descaradamente a Hitchcock, que

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parecía una mera excusa para exhibir a Angie Dickinson en una escena de sexo

(en la que, descaradamente, utilizaba una doble de cuerpo) y para que Michael

Caine hiciese el ridículo de su vida. Nos pareció grotesca. Comprobamos que

se había llevado un montón de Razzies. Normal, dijimos. Pero algún poso dejó,

porque después de un tiempo, como un periodo de incubación, decidimos ver

otra película de De Palma. Fascinación también era un Hitchcock barato, pero

ya no supimos decidir si era ridícula o sublime. Poco después vimos Carrie, una

suerte de giallo que, como afirma el director Edgar Wright, es, en realidad, un

musical. Entonces ocurrió. Decidimos darnos un atracón de De Palma, al que

ya llamábamos cariñosamente Brian. Aprehendimos algo en aquellas películas

que no habíamos descubierto en ninguna otra: una voluntad de llegar a todo el

mundo y, al mismo tiempo, una libertad para rodar lo que a Brian le viniese en

gana, que muchas veces le hacía caer en el ridículo. Pero, una vez que entrabas

en el juego, ya no importaba. Así, devoramos todos sus thrillers, Doble cuerpo,

Hermanas, Blow Out, obras maestras incomprendidas, incluso los últimos,

hasta la maniquea Femme Fatale, hasta la vapuleada Raising Cain (¡ese

finalazo!), que se ha convertido en nuestra película de culto personal porque

el resto del mundo la desconoce o la detesta. Por supuesto, cambiamos de

opinión con respecto a Vestida para matar. También adoramos El fantasma

del paraíso, lo más extraño y fascinante de su filmografía, pero no tanto El

precio del poder, porque, aunque sea buena, no es para nada una película de

Brian, de nuestro Brian. Queremos turbios secretos del pasado, asesinatos,

travestismo, agujeros en el guión, desnudos gratuitos, absurdas escenas

oníricas y todo lo que le convierte en un genio posmoderno, al que no le

avergüenza exhibir sus influencias, un cineasta radicalmente libre que ha

conseguido lo imposible: reconciliar nuestras diferencias cinéfilas y darnos un

espacio de entendimiento mutuo. Por eso, aunque hayamos tardado diez años

en descubrirlo, para nuestros pequeños corazones cinéfilos Brian lo es todo.

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Escapar al cine | Irene Villarejo

“El Chorrito”

6404 North Clark Street

Chicago, Illinois 60626, EE UU

Se dice que Devon Street, en

Chicago, es una de las calles

más fascinantes de EE UU. Allí

se suceden bares universitarios,

supermercados latinos, tiendas

indias (muchas), restaurantes

afganos, una sinagoga, la tienda

de ropa del Ejército de Salvación

para familias sin recursos, un café georgiano, y muchas otras cosas que no

caben en la primera mirada. No es una calle acomodada, pero tampoco se

oyen tiroteos por la noche; está en el cruce exacto entre lo desconocido y lo

convencional que hace que su exotismo reconforte al visitante.

Y no hay queja si es eso lo que una encuentra un jueves cualquiera a las

once de la noche, sin haber cenado a una hora en la que la que la mayoría de

norteamericanos se dedican a actividades más golfas sean éstas beber, dormir

o ver la televisión. En la intersección de Devon con Clark hay un local pequeño,

que gracias a un enorme toldo naranja en el que se lee, con historiadas letras

amarillas, “El Chorrito”, no pasa desapercibido. No se cansa de anunciar sus

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buenos precios, los tacos baratos, los tacos vegetarianos y lengua y burritos y

un montón de cosas cuyo nombre no entendí escritas sobre simples folios y en

rotring azul. Ni una palabra de inglés.

Era típico, claro, pero qué no es típico o tópico en EE UU. Saturados como

estamos de cine estadounidense, y saturados como están ellos también de

esos referentes cinematográficos (la pregunta sobre qué fue primero, si el

estereotipo o la realidad, es más que inquietante en aquel país), es difícil

llegar a un sitio y no recordar el gran cine americano, o, más bien, el telefilm

de sobremesa. Si digo que la pregunta es inquietante es porque el visitante

no tiene claro que esa realidad no haya sido construida a imagen y semejanza

del entretenimiento americano, como una producción más de Hollywood.

Al cruzar la puerta de “El Chorrito” se ven unas pocas mesas pequeñas,

ocupadas por familias hispanas y algunas parejas blancas, mientras la tele

conecta Univisión, que retransmite a un volumen muy audible la detención del

narcotraficante colombiano conocido como “El Fritanga”. Es difícil describir

la sensación de autenticidad, una nada consciente autenticidad.

Y es que la imagen que ofrece “El Chorrito”, a pesar de las guadalupes que

adornan las paredes, a pesar de las truculentas historias de la televisión (“Dos

siameses unidos por la cabeza son separados en una operación”), a pesar de

la joven y despierta camarera con el largo pelo apretado en una coleta, su

imagen, digo, se escapa del cliché. El garito mexicano de Clark Street no

es el lugar donde reeditar los ajustes de cuentas de la Mafia, y tampoco el

lugar donde rodar una comedia costumbrista sobre la integración hispana. En

la mesa de al lado, un hombre y una mujer blancos, vestidos de ese negro

chic que guiña a la Vieja Europa, engullen una sopa y dos burritos. Hablan

en voz baja, en un tono pausado que es tan adecuado para comentar una

obra de teatro como para tratar los problemas del crío en el colegio; por

su edad, podrían ocuparse de cualquiera de las dos cosas. Ese hombre y esa

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mujer pertenecen a otra tradición, étnica, social e incluso cinematográfica.

De repente, vi la imagen arquetípica: la comedia dramática de relaciones

personales, la conversación en el restaurante de barrio, el plano americano

de los dos comiendo, uno a cada lado de la pantalla, el plano-contraplano de

sus rostros. Y eso tenía sentido, porque lo alternativo a la cultura dominante

ya no es lo italiano, sino lo mexicano; la curiosidad ya no se simboliza con un

vino italiano, sino con las especias provenientes del otro lado de la frontera.

La cuestión, y es por esto que “El Chorrito” sonaba, olía y sabía de manera

genuina, como un verdadero mexicano de Devon con Clark, es que los objetos

no simbolizaban nada. Yo no oía la conversación de la pareja, la humildad de

la comida no realzaba la insaciable búsqueda sentimental de los personajes.

Dejé de mirarles. El restaurante, tan pequeño y lleno, de paredes blancas y

carteles coloridos, tan alegre y tan poco bullicioso, tan recogido en sí mismo,

era y es el centro de mi atención, o así lo quiero contar: es el único modo de

respetar la inocencia del lugar.

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My Winnipeg, My Winnipeg | Paula Pérez

Cuando nos dijeron que

teníamos que cambiarnos

de habitación no queríamos

hacerlo. Es cierto que la

anterior tenía una moqueta

verde y vieja llena de

ácaros, dos camas pequeñas

imposibles de juntar dada

la estructura del viejo

castillo reformado en el que pasamos mes y medio. Arañas y, sobre todo,

esa habitación estaba rodeada por las otras camas de los niños, que incluso

en nuestros días libres nos despertaban a las 7 de la mañana. Así que no

entiendo por qué razón no nos entusiasmamos cuando nos informaron de que

nos teníamos que trasladar al primer piso, donde solo estaríamos nosotras y

la sala de enfermería frecuentada de vez en cuando por niños en carne viva,

que arrastraban sus codos o sus rodillas con la piel a jirones mientras dejaban

algún que otro rastro por las paredes, víctimas de un resbalón sobre la gravilla

mientras jugaban un partido.

Intentamos hacer nuestro ese espacio compartido con los niños que sangran,

cuyas visitas eran imprevistas. Intenté hacerlo mi winnipeg, un refugio donde

escapar al calor sofocante y a los gritos ensordecedores, inundado por la nieve

que sería capaz de sellar ese hueco donde debería haber una puerta velando

por nuestra privacidad. Curando las grietas del viejo castillo, que dividían las

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interminables paredes como un relámpago sobre el agua, hogar de telarañas

y grava que cae a cada golpe que sufre. Quise realmente llamar a Guy Maddin

y decirle ven y arregla este espacio, haz que el suelo sea blanco y frío, que

sea un campo de nieve donde crezcan las cabezas de los caballos congelados y

que cuando el hielo de sus ojos se derrita parezca que están llorando, y poder

subirme a la cama como si fuera una balsa o un bote salvavidas que me llevara

a cualquier otra parte salvo esta. Ven y haz que la nieve entre, asesina al calor

a sangre fría. Pero Guy Maddin nunca vino.

Una mañana estaba encargada del desayuno y ella podía quedarse en la

cama durmiendo, así que puse en una bandeja dos trozos de pan untados en

mantequilla y una taza hasta arriba de café negro y sin azúcar y se los subí

a la habitación, esperando encontrármela entredormida en la cama. Cuando

llegué la habitación estaba vacía, las sábanas desordenadas, la camiseta que

usaba para dormir en el suelo y el ordenador abierto en el suelo, sonaba

Mazzy Star con su voz de terciopelo y toda esa dulzura que uno solo es capaz

de soportar por las mañanas o en los días más melancólicos. A lo lejos oí el

ruido del agua de la ducha y supe que había llegado tarde. Dejé la bandeja

con el desayuno sobre la cama y salí de la habitación, dándome cuenta de

que por fin ese espacio era un poco más nuestro, de que nunca había sido

tan ella como en ese preciso instante en el que solo estaba habitado por su

ausencia. Lo estudié una vez en la escuela de cine: la aprehensión espacial.

Primero llega el espacio, con toda su magnitud y su peso, y después llega todo

aquello que habita en él, mimetizándose, robando las características de este

espacio. Después de haber vivido y aprendido ese vacío, fui capaz de sentirlo.

Lo aprehendí tarde, pues aquella era, al fin y al cabo, una habitación que

habitaba en la estación equivocada.

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Coule la Seine (canción) | Tera Blanco de Saracho

Un día hice las maletas

me fui a París

y lo que vi allí

no fue París.

En el Louvre no vi

a la Mona Lisa,

vi el azul

de tu camisa.

En Montmartre no vi

el Sacre Coeur,

ton coeur, ton coeur

lo vi.

En la biblioteca

el Pompidou

les hablé de ti

a Sartre y a Camus.

En Buttes-Chaumont

no vi al aviador

de la peli de Rohmer.

Te vi a ti a ti a ti...

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que leías filosofía

en las lavanderías

y empujabas tu bicicleta

por la periferia de París.

Y la luz de la torre Eiffel

no te alcanzaba.

Decías que las calles

eran nuestra casa.

Y algunas mañanas

en Saint-Lazare

cogimos trenes que acababan en el mar.

Y por el Canal Saint-Martin

corría el agua sin parar…

Y la luz de la torre Eiffel

no te alcanzaba.

Decías que las calles

eran nuestra casa.

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LITERATURAS(Libros)

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La mujer sentada | Guillaume Apollinaire(El olivo azul)

Juan Jiménez García

Guillaume Apollinaire muere en 1918.

Durante su entierro, la gente grita feliz por

las calles porque otro Guillermo, Guillermo

II, acaba de abdicar, y así terminaba la

Primera Guerra Mundial, aquella sobre la

que el poeta escribió desde sus trincheras,

bajo el cielo estrellado por los obuses. Su

cortejo fúnebre, discretamente seguido,

avanzaba entre la alegría general.

La mujer sentada apareció, póstuma,

en 1920. En ella se entrecruzaban (muy

claramente), dos obras, dos historias,

unidas por su protagonista, Elvire (nombre tras el que se escondía a la pintora

Irene Lagut, durante un tiempo amante de Picasso, que también aparece en

el libro como Pablo Canouris). Por un lado, una peculiar historia de y sobre

los mormones, sobre sus costumbres, fundamentos y primeras andanzas, y por

otro, una evocación del Montparnasse a través de los artistas que lo habitaban,

ocultos tras los más diversos nombres (así nos encontraremos desde Blaise

Cendrars a Max Jacob, pasando por el propio Apollinaire).

Page 24: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

El libro, inacabado pero supuestamente muy próximo a las intenciones del

autor, se convierte pues en algo un tanto especial, aún dentro de la obra

de Apollinaire, que no solo fue poeta, sino que frecuentó todos los géneros,

desde la narrativa al teatro, pasando por el ensayo, y si por algo destaca

(además de su reconstrucción del aire de su tiempo), es porque después de

todo, la poesía fluye por sus páginas, se encuentra por cualquier rincón, brota

de los sitios más inesperados…

Puedo afirmar que Apollinaire fue el poeta más grande que dio el Siglo XX.

Para quien esto escribe, el poeta más grande, simplemente. Seguramente

este libro no estará entre lo mejor de su abundante obra, pero en él aún

encontraremos momentos como “la linda pelirroja de ojos color de avellana

cuyo aspecto evocaba tan bien al de una gota de sangre sobre una espada.”

No es poco.

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El salario del miedo | Georges Arnaud(Contraseña)

Óscar Brox

Los escritores franceses criados en

tiempos de guerra parecen estar tocados

por la turbulencia moral y su inclinación

a retratar el mal y el miedo más cerval.

A diferencia de otros coetáneos, Henri

Girard no fue colaboracionista ni criminal,

pero sí bohemio y amante de los pequeños

placeres de la vida. Y, sin embargo, acabó

prisionero en varias cárceles, junto a los

frutos de una sociedad podrida desde su

misma raíz, acusado de unos homicidios

de los que nadie supo aclarar si fue

su autor. El único asesinato en la vida de Henri Girard fue el de su propia

identidad, que rechazó violentamente al salir de la cárcel. Así, parapetado

tras el nombre de Georges Arnaud, inició un viaje hacia el fin del mundo que le

llevó hasta América del Sur, donde se mezclaría con el clima de delincuencia

e inmoralidad de los emigrados, exiliados o rechazados por la sociedad

europea. El salario del miedo es, hasta cierto punto, un relato que disfraza

de ficción el derrumbe moral y la agonía que el propio Arnaud vivió en su

descenso al infierno. El transporte de una carga maldita reúne a cuatro hombres

desesperados, mal nacidos al borde de la histeria, que no saben cómo huir de

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una realidad que les corroe las entrañas. El miedo, en sus diversas vertientes,

deforma cada línea de diálogo, la posee y la desmonta, como si ese convoy

de camiones no tuviese otro destino que la muerte. En un decorado de rocas,

alquitrán, nitroglicerina, putas, desalmados y desgraciados, El salario del

miedo radiografía las pasiones más bajas del ser humano con la precisión de

un bisturí y la falta de piedad de un cáncer en estado de metástasis. Arnaud,

que como sus desdichados antihéroes también fue camionero, muestra esa

lenta travesía como si se tratase de la barca de Caronte que guía a las almas

perdidas hacia su final.

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B-17G | Pierre Bergounioux(Alfabia)

Óscar Brox

“Volar, dominar el mundo lo mismo

que a los dioses, es en 1944 una de las

experiencias cuyo regusto habrá de

quedar para siempre”

B-17G es la historia de un gesto, de una

mirada que abarca el tiempo de calma

entre un rayo y su sonido. A través de la

imagen de una vieja grabación tomada

desde la cubierta de un caza alemán, Pierre

Bergounioux emprende una búsqueda en

dirección al horror más primitivo. Nos

cuenta el relato de esos jóvenes que, en su ignorancia, son alistados en el

ejército para combatir en la guerra contra el enemigo alemán. Nos cuenta

cómo, supongamos Smith, un joven artillero, realiza un viaje hacia las tripas

del mal absoluto; hacia ese horror que vomita fósforo sobre las praderas

francesas y reduce la flota aliada de bombarderos a antorchas humanas que,

segundos antes de su colisión contra el asfalto, se consumen en el recuerdo

de aquello que fueron. Un horror para el que no hay palabras, que alienta

a escritores como Faulkner y Hemingway a inventar fantásticas epopeyas,

pero que empezamos a intuir desde la mirada aterrorizada de un adolescente

Page 28: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

enviado a la muerte. Un horror que parte en dos la condición humana, como

una brecha en la Historia de la que nunca conseguiremos recuperarnos. Un

descenso al mal, a ese último momento antes de que el obús destroce la

carlinga del bombardero, de que los cuerpos jóvenes mueran aplastados entre

metal y fuego, en el que la ambición olímpica de asaltar los cielos revela

la naturaleza del mal: la falta de comprensión de lo que en 1944 era una

novedad y aún hoy nos cuesta encontrar palabras para definir. El horror.

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Una habitación en Holanda | Pierre Bergounioux(Minúscula)

Óscar Brox

Leer a Pierre Bergounioux implica advertir

la naturaleza híbrida de su escritura.

A través de sus relatos breves, tanto

ensayo como ficción y crítica literaria

forman un mismo cuerpo narrativo. Así

en B-57G, donde el repaso histórico del

viaje hacia la muerte de los primeros

pilotos de guerra del ejército americano

deviene una elegía a las formas literarias

de Melville o Faulkner. Una habitación

en Holanda también es, a su manera, una

suerte de elegía: seguimos a René Descartes en su travesía europea en busca

del cogito, una de las larvas que alumbrarán la Modernidad, mientras el

paisaje de la Edad Media entra en su ocaso. Bergounioux pule cada descripción

con la misma delicadeza con que Baruch Spinoza -otra de esas voces de la

Historia de las ideas que el escritor francés convoca en sus páginas- pulía

sus lentes. La Modernidad, aquel paradigma cultural destinado a morir en

sus ideales ilustrados, adquiere en palabras de Bergounioux el carácter de

duda. Viajamos junto a Descartes, atravesamos países, cortes y mecenazgos

culturales, sin introducirnos en ninguno de esos microcosmos. Cada paso de

René es tan profundo y fatigoso como nuestra pisada en una capa de nieve,

Page 30: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

como si fuésemos incapaces de liberar nuestras piernas de una enredadera

que nos impide avanzar. Europa aún conserva su aliento fúnebre -el mismo que

obligará a Galileo a retractarse de sus ideas para evitar seguir el camino de

Giordano Bruno-, gélido y debilitado; un aire que apenas ilumina tenuemente

el camino hacia el asentamiento de la Razón. La frágil salud de Descartes,

que terminará con su vida al poco de instalarse en Suecia, acompaña cada

nuevo hallazgo recordándonos la inestabilidad de un momento histórico

incierto. De esta manera, Bergounioux representa un mundo hipotecado

por sus numerosas necesidades, por su irremisible tendencia al cambio, que

sustituye el hedonismo intelectual de Italia -lugar de paso para el pensamiento

premoderno- por el espartano decorado de una estufa y una habitación. Como

Kant, Descartes hará de su habitación su particular campo de Marte en el

que cultivar las semillas del futuro. Como Descartes, Bergounioux encuentra

en esa búsqueda intelectual el motivo para resucitar los fantasmas de una

búsqueda sin término: los fundamentos que nos llevaron a construir las bases

del hombre moderno. La genealogía de una idea; la fugacidad de un estadio

intermedio entre el pasado y el futuro; la belleza de aquel tiempo en que

todavía había lugar para las pequeñas cosas, aquellas que florecían en el taller

de un pulidor de lentes o junto al fuego de una estufa.

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El frío | Thomas Bernhard(Anagrama)

Óscar Brox

Cuarto peldaño de su relato

autobiográfico, El frío expone con

precisión glacial algunos de los aspectos

que acompañarían a Thomas Bernhard

durante su vida: la enfermedad, la vida

y la naturaleza humana. ¿Cómo describir

el intenso efecto que provoca su personal

escritura para capturar (y retener) nuestra

atención? Cada vez que nos sumergimos

en una de sus narraciones, la organización

de los párrafos -continua y discontinua,

torrencial y minuciosa- nos arrastra hacia

un estado mental que no podremos abandonar. En El frío, ese estado mental

se compone de enfermedad y vida, pues comprende el tiempo que Bernhard

pasó en Grafenhof, un sanatorio para tuberculosos. Allí, Bernhard observa

ininterrumpidamente -otra forma de definir su estilo/pensamiento; sin

interrupción- cada detalle de la vida: el hedor de los cuerpos podridos de los

enfermos en fase terminal; el ruido de los esputos que cada paciente deposita

en sus botellas; el neumo peritoneo que le practican para inyectar y distribuir

aire a través de su cuerpo. Cada descripción afila el sentimiento de esa vida

que escapa, sometida por alguna jerarquía -social, quirúrgica o médica- que

Page 32: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

condiciona nuestra percepción de lo que significa vivir. El adolescente Thomas

evoca la agonía de su madre, cómo cada nueva visita al hogar familiar puede

ser la última, antes de que el vacío materno inflija una herida abierta a lo que

entendemos por soledad. Y, sin embargo, ante la pérdida, Bernhard elige la

vida, la voluntad de vivir y continuar respirando. Cada vez que nos perdemos

entre las páginas de El frío, algo en su discurso se arremolina sobre nuestros

ojos: la tristeza infinita de una época de penurias humanas, que Bernhard

relata con la paciencia de un contable, contrasta con el pálido fuego que

desprenden sus palabras. La vida que tiene lugar sobre la cama del sanatorio, a

través de la enfermedad y sus avatares -las intervenciones y laceraciones, que

desdibujan el sentido de vivir por uno mismo-, deja su lugar al deseo de otra

vida, al que tenemos acceso cada vez que decidimos por nosotros mismos. De

repente, la precisión glacial de su prosa, que no ha dejado de discutir cómo

las condiciones difíciles afectan al campo semántico de la vida, desprende ese

fuego interior que combate el dolor y la soledad, las limitaciones y la miseria

humana. Todos esos conceptos nunca nos abandonan, pero poder enfrentarnos

a ellos es quizá el principal signo de vida; el fuego íntimo que combate la

glaciación emocional.

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El trébol de cuatro hojas | André Breton, Lise Deharme, Julien Gracq, Jean Tardieu (Demipage)

Juan Jiménez García

Bajo el Trébol de cuatro hojas, se

esconden cuatro textos de André

Breton, Lise Deharme, Julien Gracq y

Jean Tardieu. La relación que les une es

simplemente la del surrealismo, aunque

allá por los años cincuenta, cuando los

escribieron, el movimiento ya hubiera

pasado por todo lo que tenía que pasar y

Breton declarado cadáver en más de una

ocasión. Sin embargo, ese puente entre

realidad y sueño que aquel movimiento

había trazado seguía vigente en la medida en que lo sigue hoy en día y lo

seguirá mientras durmamos.

La disparidad de las propuestas, aun con todo, es notable. Breton adopta

un tono instructivo en primera persona (como lo hizo todo), acerca de la

ensoñación y en una forma entre la reflexión y lo teatral, sobre su relación

con Titania y Garo. Lejos queda Nadja, aunque en su rigidez no deje de tener

momentos interesantes. Lisa Deharme, por su parte, coloca a su escritura

a la deriva automática, tan querida por los surrealistas, y escribe un texto

de una abrumadora belleza, alrededor de su cuarto, contenedor de objetos

Page 34: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

maravillosos que acostumbraba a recoger, en un relato lleno de imágenes que

crecen de las palabras y en el que todo está a un mismo nivel, los vivos y los

muertos, el más allá y el acá, lo que fue y lo que es, lo soñado y lo vivido.

Julien Gracq adopta el formato del diálogo, de la entrevista, para en Los

ojos abiertos volver sobre la ensoñación, con una carga poética, pese a todo,

mucho mayor que la de Breton, dotando a sus reflexiones de su habilidad

descriptiva, que es inmensa, inagotable (ver su obra, en especial, su libro

de viajes, A lo largo del camino). Y Jean Tardieu, en el que seguramente es

la hoja más débil (y breve) de este trébol, se entrega, como Deharme, a la

escritura automática, pero con mucha menos fortuna que ella, recorriendo

lugares que habitó alguna vez en sus sueños…

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Si una noche de invierno un viajero | Italo Calvino(Siruela)

Óscar Brox

Entre escritores como Perec, Queneau

e Italo Calvino siempre ha existido un

gusto por el reto literario. Cada texto,

marcado por algún tipo de limitación,

enmascaraba bajo su prosa traviesa

fórmulas matemáticas, estructuras y

ritmos -escribir/expresar cada idea con la

misma fluidez y velocidad que la frecuencia

de cruce de un semáforo-, y un continuo

desafío para la comprensión lectora. Sin

embargo, el resultado conseguía hibridar

lo poético (o lo humano) con lo técnico.

Así, el hiperdetallismo de Perec a la hora de describir a través de sus objetos

las entrañas de un matrimonio pequeñoburgués no eclipsaba su profunda

ternura hacia esos personajes. Con Italo Calvino sucede algo parecido:

mientras el lector observa cómo se despliega su ejercicio de estilo a propósito

de la posmodernidad literaria -donde autor, lector, discurso y desarrollo se

entremezclan y disuelven de tal forma que la novela muta su identidad en

cada nuevo tramo-, se deja llevar por los caminos sinuosos de su escritura.

Un posible relato criminal se interrumpe ante un error de imprenta, su lector

busca otra copia del mismo libro y, en cambio, encuentra que la historia que

Page 36: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

le prometieron -a la que ya había acostumbrado su curiosidad lectora- ha

desaparecido. El crimen, como la letra e de Perec, ha desaparecido y en su

lugar no hay más que otro relato. Cada cuento, en el fondo, es la semilla

de su continuación, la travesía de ese lector ansioso que descubre el amor

efímero, las lenguas muertas de una vieja provincia europea de un viejo país

muerto, o la conspiración que una red de falsificadores ha urdido en torno al

ejercicio mismo de escribir. Cada relato muere antes de culminar su clímax,

mientras advierte la necesidad de todo lector de encontrar, entre las palabras

de un texto, una tabla a la que agarrarse. Tal vez por eso, Calvino debería ser

precursor de aquellos hipertextos juveniles de Elige tu propia aventura, pues

su obra testimonia con que cada palabra que escribimos prende en un nuevo

relato, un nuevo camino, un discurso diferente y nuestro reto, como lectores,

de conseguir penetrar en el núcleo de su narración.

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El pan a secas | Mohamed Chukri(Cabaret Voltaire)

Juan Jiménez García

Contad, hombres, vuestra historia, tituló

a uno de sus libros Alberto Savinio. Sí, pero

¿qué historia? ¿Qué historia entre todas

las historias posibles? Mohamed Chukri

contó en El pan a secas la suya, y fue una

historia del hambre, no porque la pasara

siempre, sino porque ese hambre, como

el frío, se le metió en los huesos desde

pequeño y no le volvió a abandonar.

Su familia deja el Rif para marchar a

Tánger, en una época “de sequía y de

guerra”. Su padre, un tipo alcoholizado y violento que reprocha su suerte a

todo lo que le rodea, su madre, su hermano enfermizo y él mismo, empiezan

(continúan) un viaje a través de la miseria, atravesando lo más bajo de la

existencia. Ya en las primeras páginas asistimos a la muerte del hermano

a manos del padre, estrangulado. La escena no puede ser más prosaica, el

entierro más vacío. La tumba quedará sin nombre y la vida seguirá. Chukri irá

a regarla, robará las flores de los vecinos. Eso será también su primer libro:

escribir para que su historia no quede sepultada por el tiempo, en un rincón

anónimo, entre tantas otras. Escribir para que la vida no sea como esa tumba,

Page 38: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

para que su hermano tenga un lugar donde estar eternamente.

De Tánger marcharán a Tetuán. En realidad, el lugar no importa. El hambre y

la muerte van con ellos. El padre no cambiará: acabará en la cárcel un tiempo

por problemas con los españoles, vendrán otros hermanos, morirá alguno,

quedará algún otro. Chukri busca por las basuras, roba en los huertos de los

demás, trabaja de criado, de camarero, de cualquier cosa. Poco a poco, el

mundo se va construyendo alrededor de él. La vida siempre estará en otra

parte, como las mujeres, a las que empieza a observar y desear. En su escritura,

las cosas no tienen el mismo peso: la muerte del hermano, en su importancia,

ocupará mucho menos que su deseo, sin que esto responda a un verdadero

orden. Él cuenta. Al leerle, nos sentimos más cerca del instante en que la

oralidad dejó paso a la escritura, se convirtió en ella. Chukri era analfabeto

(cuando se tiene hambre, solo se puede ser eso: alguien con hambre). La

novela terminará precisamente con su decisión de marcharse a estudiar, a

aprender a escribir. Tenía veintiún años. Chukri cuenta en español El pan a

secas a Paul Bowles, que lo transcribirá pasándolo al inglés. El libro no se

editará en árabe hasta mucho después, revisado por el escritor (y esa es la

edición que nos trae, maravillosamente, Cabaret Voltaire). Así, la escritura se

despoja de lo superfluo, de los adornos. Como el pan, se queda desnuda, sin

más, abandonada a su suerte.

La familia va dejando lugar a los encuentros fortuitos. Convertido en un

crío de la calle, uno más de esos vagabundos hambrientos dedicados a

cualquier cosa que les permita llevarse algo a la boca, el callejeo, el sexo

(fundamentalmente las putas), irá ocupando un lugar en su historia. Incluso

la Historia, esa que se escribe con hache mayúscula, encontrará sitio, con

una matanza organizada por los españoles para minar el poder francés en la

región. Todo se va confundiendo. Todo, en realidad, está al mismo nivel: ganar

dinero prostituyéndose, comer pescado cogido del suelo o comida de la basura,

Page 39: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

trabajar para contrabandistas (a eso dedica buena parte del libro, su segunda

mitad), las calidades de los distintos burdeles y prostitutas, el padre (al que

odia más que ninguna otra cosa en el mundo), la madre (como refugio), la

ciudad (Tánger, fundamentalmente), el miedo, trabajar de sirviente para una

familia francesa, fumar kif… La vida es eso. Vivir es eso. Tánger, para él, no

puede ser la ciudad cosmopolita y abierta al mundo, aquel lugar de encuentro

para escapados de todos los rincones de la tierra. El hambre, de nuevo, no

produce imágenes idílicas y rara vez convive en armonía con aquellas cosas.

La ciudad que muestra el escritor marroquí es un lugar amenazador en el

que atravesar una calle de noche puede ser mortal, como los encuentros

fortuitos.

Chukri nunca pudo liberarse de su libro (¿cómo liberarse de aquellos años

de su vida?, por otra parte). La vida seguiría y también sus memorias.

Llegó Tiempo de errores y Rostros. Persistencia de los malos tiempos, de

los peores recuerdos. Cuando yo era solo un crío, un pajarillo entró por la

ventana. Mi abuelo lo cogió y lo mató golpeándolo contra le mesa. Con la cara

desencajada, le pregunté por qué lo había hecho. Dijo que aquellos pajarillos

se comían las cosechas. Mi abuelo hacía muchos años que ya no tenía ninguna

cosecha que cuidar, ninguna huerta que vigilar. Con aquel gesto, solo mataba

su pasado, y en aquel triste animal, a todos aquellos otros que se habían

escapado y aquello que él había pasado, que era mucho. Leyendo El pan a

secas, lo he recordado. Contad, hombres, vuestra hambre.

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Paul Bowles, el recluso de Tánger | Mohamed Chukri(Cabaret Voltaire)

Juan Jiménez García

Hace unas semanas, entre mis

deseos estaba Paul Bowles, el recluso de

Tánger. Como a veces nuestros deseos

se hacen realidad, ya he podido leerlo.

Entonces: entonces, volvamos sobre él.

Decía, en su momento, que el libro

trataba la conflictiva relación de Chukri

con Bowles. Bien, más que la conflictiva

relación, los conflictivos pensamientos que

el escritor marroquí se había formado con

respecto al americano. O los americanos,

porque realmente a través de Bowles y los que le rodearon, no deja de ser un

viaje al Tánger soñado (que no real), por el que pasaron tantos, y en el que

cada uno tenía algo que decir (y Chukri que escuchar). Especial es el espacio

que le dedica a Jane Bowles, a la que no llegó a conocer, y que se convierte

en una reconstrucción de su vida y obra, para ofrecernos el retrato de un ser

único, fracasado pero feliz (a ratos), una persona superada por su incapacidad

para escribir como quería escribir, y que mantuvo con su marido una relación

que solo podía ser muy especial desde el momento que ella era lesbiana y él

no tuvo nunca demasiado interés por el sexo (realmente, ninguno), lo cual no

Page 41: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

evito que se necesitaran de algún modo y que Bowles dejara de escribir tras

su muerte. Con todo, a Chukri lo que le molesta realmente es ese Tánger

sin marroquís o como actores secundarios de otra historia, que discurría de

espaldas a ellos. Eso y que el escritor americano se quedará con la mitad de

sus derechos de autor, en contratos no muy claros con editores menos claros

aún.

A falta de acercarme a otros libros del escritor, hay algo que realmente asombra

al leerle: su escritura. Quizás debido a la influencia de las narraciones orales

(fuente que pareció sustentar buena parte de la literatura marroquí), Chukri

cuenta con un orden interno propio, cercano a la deriva, en el que ni tan

siquiera importa pasar varias veces por un mismo sitio, volver a contar lo

mismo, con las mismas palabras unas hojas más allá, así como su pensamiento,

sus reflexiones, a las que vuelve una y otra vez, al hilo de fragmentos de la obra

y las palabras de otros, o de sus propias experiencias. Esa oralidad aplicada

a una (después de todo) biografía, le confiere una textura excepcional, de

cuento oriental (es fácil de decirlo) o de un encuentro con su autor en los

cafés de Tánger. Testimonio corregido de una época que duró lo que duró (y

que posiblemente ni existió), entre el desencanto y el recuerdo amable, Paul

Bowles, el recluso de Tánger, no deja de ser un libro necesario para quienes

quieran conocer algo más de aquellos escritores y aquellos tiempos o,

simplemente, para los que aún queremos creer que en algún lugar existió un

paraíso perdido.

Page 42: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

El libro blanco | Jean Cocteau(Cabaret Voltaire)

Juan Jiménez García

Publicado en un precioso volumen por

Cabaret Voltaire (editorial a reivindicar

por sus ediciones que son un puro lujo

como objeto material, táctil), El libro

blanco de Jean Cocteau siempre vivió

rodeado de la polémica, ampliamente

investigada (y de la que da cuenta en

un preciso ensayo que cierra el libro, su

traductora, Montserrat Morales), de si

era o no un texto autobiográfico sobre los

amores del escritor francés. Aparecido sin

nombre (al parecer para no ofender a la

madre), la breve novelita es un intenso recorrido por las relaciones sexuales

y de amistad (que venían a ser lo mismo) que atravesaron sus primeros años

y sus primeras estancias, desde la visión gloriosa de un mozo de cuadra o un

gitano, a su relación con chulos, putas (todos a la vez), marineros tatuados

muy fassbinderianos (era fácil decirlo, luego lo digo), compañeros del instituto

idealizados, en fin, la vida, la vida según Cocteau, rica en sexo, excesos y

muerte, también muerte, la muerte, una presencia tan poderosa como las

otras dos, tal vez más.

Page 43: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

Cocteau siempre escribió como pareció vivir: rápido (el libro se escribió en

un mes), en una urgencia en la que los acontecimientos fluyen, se detienen

ligeramente, siguen fluyendo, se nos escapan para encontrarlos de nuevo o

nunca más. Su prosa es tan libre (y a la vez tan esclava de sí misma) como

parecía serlo él. Escribir como vivir. Vivir como escribir.

La edición se acompaña con las ilustraciones, bellísimas, brillantes, que realizó

para este libro anónimo, si es que alguna vez hubo un libro menos anónimo

que este. Si alguien no entiende la diferencia entre un libro electrónico y un

libro que no lo es, por favor, que coja este en sus manos.

Page 44: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

Body Art | Don DeLillo(Seix Barral)

Óscar Brox

En comparación a algunas de sus obras

fundamentales -Submundo o Mao II,

por ejemplo-, Body Art es un pequeño

aguafuerte que gira sobre los temas

recurrentes de la obra de Don DeLillo:

la convivencia entre el arte y el sujeto,

el sentimiento cada vez más efímero de

pertenencia a un lugar y a un tiempo, o

la inscripción (la memoria) que depositan

ese lugar y tiempo en nuestro interior. En

su relato, DeLillo pone a prueba los límites

de un cuerpo: el de una performer, cuyo

marido se ha quitado la vida, que inicia

un proceso de auto-extrañamiento. Como un fantasma, Lauren empieza a

distanciarse de un cuerpo, de una memoria con los que no sabe cómo negociar

porque no dejan de recordarle la muerte de Rey, su marido. En uno de sus

mejores relatos, Ingeborg Bachmann narraba la tranquila extinción de un

romance a partir de la alienación que la combinación de idiomas -italiano,

alemán, inglés- producía sobre la pareja, sobre su mundo, un caos de lenguas

en el que se perdía la comunicación. En Body Art, DeLillo nos recuerda de

qué manera el lenguaje, las palabras, imbrican una serie de relaciones cuyo

Page 45: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

vector acaba siendo nuestro propio cuerpo. Así, la aparente incomunicación

que empieza a palpar su protagonista se despliega como un virus que devora

su identidad, sus rasgos más reconocibles -esa piel exfoliada que cambia hacia

un color neutro; la voz que deja de sonar familiar para dispersarse en otras

voces-, aquellas palabras que pronunció cuyo eco devuelve un amasijo de

expresiones inconsistentes. Body Art podría haberse titulado ¿hasta dónde

puede un cuerpo?, ya que la performance final de su protagonista, un desafío

físico en el que transforma sus rasgos en los de una anciana o un hombre

afásico, muestran ese límite quebrado en el que una identidad se descompone

hasta borrar aquellos signos de lo que una vez fue. El lenguaje, inarticulado

y traumatizado, revela la huella del terror inherente a la condición humana:

cuando no somos capaces de aceptar la herida del trauma, nos abandonamos

a un descenso en el que no podemos continuar siendo nosotros mismos. El

cuerpo, las palabras y el mundo alrededor dejan de existir. La vida, exhausta,

también. El arte permanece como ese poso misterioso, secreto y casi

indescifrable, que dejamos tras desaparecer; un punto de encuentro para

rastrear nuestras huellas.

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Contrapunto | Don DeLillo(Seix Barral)

Óscar Brox

En su presentación a esta obra breve,

Ramón Buenaventura señala una de las

virtudes cardinales de la prosa de DeLillo:

la sensación de movimiento, de espacio

y recorrido, que imprime en sus palabras

y descripciones. En Contrapunto, el

autor ensaya una concordancia entre

varias voces contrapuestas: el hombre y

la creación, la distancia y la pregnancia

de lo creado, el yo y los otros. Cada par

de conceptos se solapa en una narración

que es, ante todo, precisa. La primera

imagen que dejan caer las palabras nos sitúa en un lejano paisaje glacial -el

de la leyenda de Atanarjuat- en el que una figura solitaria comparte ese lugar

aislado junto a una jauría de perros que aúllan. Más adelante, serán Glenn

Gould, Thomas Bernhard o Thelonius Monk quienes, desde sus respectivos

paisajes glaciales (un pequeño estudio, la vieja máquina de escribir o una

sala de conciertos mal iluminada), aúllen sus propias soledades. Enfermos,

psicológicamente frágiles, erráticos y, sin embargo, genios. DeLillo se esmera

en describir delicadamente el fulgor -único y excluyente- que emana de cada

uno de sus personajes. Desea hallar ese punto de encuentro, en el arte o en el

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proceso de una ficción literaria sobre unos hechos reales, que nos comunique

con el interior, el mundo, la profunda raíz que descansa en Gould, Bernhard

o Monk. Desea, en fin, desencriptar ese monólogo de Gould mientras toca Las

variaciones Goldberg, el rayo intenso que atraviesa la prosa extenuante de

Bernhard, o el ritmo secreto que marcan los dedos de Monk sobre un piano

que no emite sonido. Contrapunto no es, ni mucho menos, una obra menor;

al contrario, la brevedad de su narración supone el prefacio de una de las

búsquedas más nobles del oficio de escritor: el medio que une, como si se

tratase de un vaso comunicante, el arte y lo humano. El final, como en su

inicio, tiene lugar en otra clase de paisaje glacial: el espacio. Allí, dos naves,

las Voyager I y II, se adentran en el espacio profundo. Uno de los contenidos

que acompaña al viaje es una grabación de las variaciones. Quizá ese lugar

ignoto, cuyos límites seguimos explorando, denota esa búsqueda elemental

que todos, en algún momento de nuestras vidas, emprendemos cuando nos

preguntamos por la belleza de las cosas.

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Mao II | Don DeLillo(Seix Barral)

Óscar Brox

Entre los diferentes rostros de sus

serigrafías, Andy Warhol dedicó una de las

piezas de su colección al líder chino Mao

Tse-Tung. Sin embargo, la superficialidad

del arte pop, tan predispuesto a

explotar la fascinación por los iconos

contemporáneos, tiene una lectura

diferente en la novela de Don DeLillo.

Aquí es el rostro de Bill Gray, novelista

perdido, el que aparece retratado por una

fotógrafa sueca. Los surcos, hendiduras y

señales de su cara adquieren, foto a foto,

una profundidad cada vez mayor, como si

la precisión de cada retrato nos sumergiese un poco más en el microcosmos

de Bill. A veces pienso que la virtud de DeLillo consiste en la precisión, en

su manera de profundizar una y otra vez en ese punto intermedio que une

al creador y lo creado, al lector y a la obra de arte. En este caso, Mao II es

una inmensa reflexión sobre el poder: de una imagen, de un texto o de un

rostro. La obra de Bill Gray, obsesiva e inacabada, gravita sobre las vidas de

sus protagonistas, individuos extraviados de su entorno. Tan intensa como

la extenuante prosa de un Bernhard, la existencia hermética de Bill y sus

Page 49: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

impresiones sobre la escritura revelan un terror latente en las raíces de la

sociedad que, paulatinamente, encontrará su lugar y su cuerpo. La narrativa,

nos dice DeLillo, interpreta/comprende ese terror casi invisible que acabará

con las estructuras sociales, económicas y morales apenas una década más

tarde, nada más nacer el Siglo XXI. Hay una extraña intimidad entre el terror y

el escritor, su perfecto oráculo. Y Mao II, como si se tratase de una pintura pop,

profundiza en el poder de ese icono retratado, en su agotada existencia y las

visiones de horror que, desde los márgenes, parece advertir. El de DeLillo es,

así, un informe desde el ojo del huracán del malestar contemporáneo que a

principios de los ’90 era una larva en medio del éxito efímero. Un prólogo para

entender el horror.

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Los mendigos | Louis-René des Fôrets(Alfaguara)

Óscar Brox

Uno de los puntos de encuentro entre

los más destacados representantes de

la literatura francesa contemporánea

radica en la obsesiva precisión a la hora

de relatar el atasco que precipita la

desaparición de una comunidad y sus

costumbres. Con un ojo puesto en la obra

poética de François Villon, Pascal Quignard

hacía de Las nieves de antaño el canto

fúnebre de esas pequeñas sociedades

rurales de entreguerras atrapadas entre

una tradición moribunda y un presente

marcado por la ocupación extranjera;

sociedades carentes de herramientas para definir una identidad cultural

propia, ahogadas en el éxtasis de sus recuerdos. Louis-René des Fôrets,

escritor secreto, concluye Los mendigos, su primera y última novela, en 1943,

a caballo entre la guerra y la resistencia. En ella, des Fôrets describe con una

intensidad abrasiva, como si se tratase de un ensayo sobre las bajas pasiones,

el relato de dos grupos de contrabandistas: el de los adultos y el de los niños.

En apenas dos movimientos, que comprenden un accidente en el grupo de

los niños y una delación entre el grupo de los adultos, des Fôrets despliega

Page 51: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

un mosaico de personajes, miradas, reflexiones y deseos que, uno tras otro,

elaboran pacientemente el clima de brutalidad que define a la condición

humana de ese determinado momento de la Historia. Por momentos, la prosa

exigente de su autor parece arremolinarse en torno al carácter indómito de

Sani, el líder de la banda infantil, de la violencia con que rechaza subordinarse

a quien no es más fuerte que él; en otros, perseguimos la sombra del amor

de Fred, que lucha por evitar que acabe contaminado por la sordidez moral

que corroe todo a su alrededor. Ambas son luchas de poderes, que pelean por

huir de un presente monstruoso condenado a acabar con ellos; que buscan

naufragar en mitad de esa gloria eterna que concede la conquista (del amor,

del liderazgo de la banda criminal, de la ley del más fuerte). Y des Fôrets se

aplica de tal manera en su relato que, antes de sucumbir a la dominación,

prefiere la muerte en pleno éxtasis. O el olvido de la Historia.

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Los nuestros | Serguéi Dovlátov(Áltera)

Juan Jiménez García

Serguéi Dovlátov había nacido en el lugar

equivocado. Demasiado irónico para ser

soviético, demasiado corpulento para

pasar desapercibido, demasiado amante

de la bebida para estar callado, demasiado

buen escritor para no poder escribir. Con

todo, las autoridades no se ensañaron

especialmente con él, por lo que cuenta.

Simplemente hicieron lo justo y necesario

para destruirle: no dejarle publicar.

Escritor de relatos a la manera de Chéjov

(dicen, yo no estoy tan seguro, a falta de leerle más y más), Dovlátov acabó

en Estados Unidos contra su voluntad (¿qué se le había perdido a él allí, fuera

de su tierra?, pregunta tan frecuente y honesta en muchos exiliados, quizás

la única posible). Entonces sus libros empezaron a aparecer e igual se le

confundió con alguien más de los tiempos del deshielo, aunque él hacía ya sus

años que se había derretido. Cuando algo cae, pasan estas cosas: hay tantos

cajones…

En Los nuestros, Dovlátov habla de los suyos. De su familia. Empieza por su

Page 53: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

abuelo, que le legó su corpulencia, y acaba, mínimamente, por su hijo recién

nacido. A través de sus páginas, pasan padres, mujer, hija, abuelos, primos,

tíos,… Cada uno tiene su propio capítulo, que no es otra cosa que el relato de su

vida, y en todos hay algo de fantástico (porque lo fantástico, en esos tiempos,

en esas condiciones, era vivir). La historia, cuando se escribe con hache

minúscula, es un poco siempre así. Lo que le aporta Dovlátov es la amargura,

una cierta tristeza (la de no comprender… o comprender demasiado), y el

contarse él mismo a través de todos los demás, como infinitos espejos que le

devuelven su imagen, en una nitidez cristalina.

Libro maravilloso, comprado por un par de euros en la edición antigua de Áltera

(hay que echarle mucho valor para hacer portadas como la de la reedición),

devorado en unas horas, lo pongo entre mis lecturas más interesantes del

año…

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Los espacios de Marguerite Duras | Marguerite Duras, Michelle Porte (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo)

Juan Jiménez García

Hasta qué punto los lugares lo son todo…

El lugar donde habitamos, aquel en el

que estamos, aquel del que surge todo

(o se desvanece), también la creación,

los personajes, las palabras. Marguerite

Duras habla de sus espacios, transcripción

de unas conversaciones para un programa de televisión, con Michelle Porte.

De la lavanda puesta cada año sobre la puerta de entrada, de las telarañas

imposibles de alcanzar, en fin, de esas cosas que son la vida. Las imágenes se

suceden, las fotografías. Las mesas donde escribir, un poco por todos lados.

La luz, tanta. El bosque, más allá. Lamentamos no poder escuchar su voz,

perdernos en sus pausas, sus silencios, conocidos (es otra cosa). Habla de la

salida de los niños del colegio, de sus voces, de sus juegos, y solo quienes

hemos vivido junto a una escuela (quizás) podamos entenderlo. Hay espacios

en los que uno está, muchos, pero solo habitamos en unos pocos, apenas.

De aquella casa surgieron aquellas otras mujeres. De allí, aunque sus destinos,

sus propios lugares, sus paisajes, fueran otros: Lol V. Stein, Nathalie Granger,

Anne-Marie Stretter,… Marguerite Duras habla también sobre ellas. Sus

imágenes se suceden a las de la casa, su cine a su vida allí. Todo se confunde,

porque es una única cosa. También los recuerdos de su vida en Indochina,

Page 55: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

su madre, el dique (siempre el dique), el hermano. El cine. La imagen, ese

espacio en el que todo está escrito, frente a la escritura, donde no es posible

“dar cuenta de todo”.

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Dos noches | Ennio Flaiano(Errata naturae)

Juan Jiménez García

La historia del cine italiano, para ser

comprensible, debería ser escrita desde

sus guionistas. En un país con directores

tan personales (capaces de convertirse

en adjetivos), demasiado a menudo nos

olvidamos que tuvo unos guionistas tanto

o más personales que ellos, que cruzaban

de un director a otro con una facilidad

extraordinaria, pero lograban dejar en

cada uno un rastro perceptible. Tras los

años del neorrealismo (que fueron breves

pero establecieron las bases del cine

por venir), el cine italiano se diversifica

tomando a este como referente: surge la comedia alla italiana (su continuadora

lógica) y un fuerte cine de autor. Sin embargo, los guionistas permanecen.

La impronta dejada por la fuerte personalidad de un Zavattini o un Amidei

no se desvanece, al contrario. Surgidos muchos de ellos de las redacciones

de revistas, semanarios y periódicos o directamente de la literatura, no es

extraño el caso de alguien como Ennio Flaiano, escritor y cronista (como a él le

gustaba definirse), intelectual (cuando la palabra no estaba tan manoseada),

que ya con su primera novela, Tempo di uccidere, había ganado el premio

Page 57: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

Strega (suerte de Goncourt italiano).

Escritor, pues, antes que nada, escribe en infinidad de revistas, para entrar

en el mundo del cine a mediados de los cuarenta, actividades de que siempre

combinará en mayor o menor medida y cuyo trazo se puede encontrar a ambos

lados. Tras aquel Tempo di uccidere, novela que recoge su experiencia en la

guerra de Etiopía, llegará Diario nocturno, reuniendo textos escritos para el

semanario Il mondo. En él ya se percibe aquello que le caracterizará como

guionista y también como escritor: un fina ironía (o un dulce sarcasmo),

despiadada con los vicios de su tiempo, una mirada aguda sobre sus

coetáneos, una facilidad para, en apenas nada, dibujar verdaderos tratados

de costumbres. Mientras, empieza a colaborar con Fellini ya desde su primera

película, Luci del varietà, hasta que tras Otto e mezzo y por razones más bien

triviales (tuvimos una relación frívola y es justo acabar por una frivolidad, le

escribe), se separan.

Dos noches, libro que nos llega ahora de la mano de Errata naturae, viene a

hacer justicia a un escritor sistemáticamente olvidado en nuestro país (solo

Seix Barral publicó Diario nocturno hace casi sesenta años). Situado en un

momento muy especial, es decir, poco antes de empezar con el guion de La

dolce vita, reúne dos largos relatos o dos novelas breves, como se quiera, muy

significativas de su propia personalidad (a decir de quienes le conocieron) y de

su obra (que siempre tuvo un fuerte componente autobiográfico o, al menos,

autorreferencial). Si en Tempo di uccidere trazaba el retrato de un oficial que

mata por error a una etíope y su viaje a través de la sospecha y la locura,

en un relato pormenorizado entre el cinismo y la derrota, Diario nocturno,

conforma un hilarante dibujo de los italianos. Así, en Dos noches, el primer

relato, La mujer de Fiumicino, recoge el testigo de este último, mientras que

el segundo, Adriano, lo hará de su primera novela.

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La mujer de Fiumicino cuenta la historia de Graziano, al que su padre ha

colocado en un periódico y al que le pierde su tendencia a hacer literatura

de todo. En el rotativo solo piensan en tirarlo y él en las mujeres. Un

acontecimiento extraordinario cruzará esas dos voluntades: una nave espacial

aterriza en el mar, a orillas de la playa, y allá se va a cubrir la noticia,

encontrándose con una mujer, una bella y misteriosa danesa, que acabará por

ser una extraterrestre y se lo llevará a su planeta, tras una noche de amor y

palabras de las que arrepentirse, perdidamente enamorada. El tema no deja

de ser una variación de Un marciano en Roma (incluido en el Diario), en el que,

eso, un marciano con aspecto de sueco (definitivamente los países nórdicos

no son de este mundo), llega a Roma entre la perplejidad y la admiración

general, para acabar a los pocos meses siendo objeto de burlas por la calle, en

un retrato despiadado de los vicios romanos. En La mujer de Fiumicino, que

podría haber protagonizado perfectamente en el cine Alberto Sordi, Flaiano

no es muy generoso con sus compatriotas (nunca lo fue) y Graziano aparece

como el paradigma del hombre cuyo única ambición es tomarse una cerveza

con los amigos y tener alguna aventura que no deje demasiada huella (mejor

ninguna), ambiciones que no cambiarán ni ante la promesa de un futuro

mejor. Algunos apuntes, algunos trazos, aparecerán luego en La dolce vita: la

descripción de la llegada de la aeronave y el trasiego de gente en la playa, o el

encuentro de Graziano con la mujer venida del espacio exterior, son evocados

en la llegada de Anita Ekberg al aeropuerto (Anita, esa otra extraterrestre…

como sueca que es) o el milagro.

Pero sin duda, el más interesante es el segundo relato, Adriano, suerte de

reunión de textos alrededor de un mismo personaje (de nuevo, el propio

Flaiano, esta vez en su lado más oscuro), que nos cuenta una historia de hastío

y huida (una huida que el escritor italiano practicó más de una vez, siendo

frecuentes sus “desapariciones”). Adriano es un escritor al que seguimos

Page 59: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

vagabundeando por la noche romana, luego visitando un rodaje (Fellini y Las

noches de Cabiria), más tarde instalado junto al mar con su mujer, en una

casa que poseen, y contemplando la vida, ahora de los domingueros, ahora

de los míseros pescadores, únicos habitantes del lugar en el otoño (un otoño

y un invierno en el que se obstina en permanecer allí). Además de contener

momentos que más tarde se retomarán, de nuevo, en La dolce vita (como

la aparición de un delfín, quizás una sirena, en la playa, que luego será ese

monstruo final en la película), su afinidad va más allá: Adriano no deja de ser

Marcello (y también, de algún modo, el Giovanni de La notte, ya desprovisto

de la tendencia al espectáculo y lo espectacular de Fellini y su otro guionista,

Tullio Pinelli). La misma melancolía, el mismo cansancio de vivir, la misma

imposibilidad de abandonarlo todo (empezando por la sociedad que le rodea),

las mismas derivas nocturnas (a pie o en coche). Los dos comparten, más

allá de una historia, un mismo estado de ánimo. Flaiano tenía un sentido

chejoviano de la escritura: sus personajes se construyen a través de sus actos,

y son ellos los que componen el retrato de una sociedad, la italiana, que le

agota y provoca ese necesidad de huida, que en Marcello atraviesa unos días y

en Adriano unos meses, unos meses en los que el tiempo empeora y el viento

lo barre todo (todo excepto la pobreza). Ambos acabarán igual, frente a esa

aparición marina, frente a una muchacha a la que no logran entender.

Adriano (y Dos noches por extensión) es una obra mayor de la literatura

italiana de su tiempo (un tiempo que no deja de ser el nuestro). En ella

cristaliza toda la narrativa de Flaiano (como escritor y como guionista), tantos

sus irónicos apuntes como la amargura de su primera novela, para convertirse,

desde su testimonio (tan personal), en la crónica de unos últimos días, no de

la humanidad, sino de las personas, en un mundo “del que ya no apreciaba los

placeres, ni compartía los dolores”.

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Urbana| Fogwill(Mondadori)

Juan Jiménez García

Fogwill quería escribir una novela sin

historia, en la que no sucede nada. En

realidad, quería escribir una obra en la

que no sucedería nada. Es complicado. La

nada, después de todo, ya es algo. Pensaba

que cuando uno cree que en el texto debe

suceder algo es porque no tiene mucha

confianza en que algo vaya a ocurrir entre

el texto y su lector. Seguramente es cierto.

Fogwill, después de todo, siempre fue un

tipo listo, un escritor brillante, también

cuando no escribía, cuando simplemente

conversaba, por ejemplo.

Urbana es un intento de no contar nada, es verdad, una historia de personajes

sin nombres que se resisten a ser personajes. Están siempre como a un lado,

viendo la vida que les pasa cerca, hasta cuando está encima, hasta en el

sexo. Miran sin ver, piensan un poco por azar, los momentos se suceden y algo

que parece ocurrir sin especial sentido, lo encuentra en otro lugar, en otra

situación. Una historia de la banalidad (la Historia). Al final, Fogwill parece

compadecerse (de su editor) y le arregla un bonito final para que todo tenga un

Page 61: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

argumento, en el último instante. No importaba demasiado. Quizás Urbana no

sea Los pichiciegos, esa demoledora visión subterránea de la guerra de las

Malvinas, ni tampoco Help a él, que tampoco contaba nada especialmente,

pero era un brillante juego de identidades. Urbana, no apostando por nada,

acaba siendo un lugar plácido en el que dejarse llevar por la prosa del

argentino, al que hemos aprendido a querer, como un encuentro inesperado,

como aquello que está en el fondo de un baúl, esperándonos, después de

todo. Quizás necesitó morirse para que todo fuera así. Es un precio. Triste,

pero habitual.

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Antón Chéjov, vida a través de las letras | Natalia Ginzburg (Acantilado)

Juan Jiménez García

Un libro que se lee en un par de horas y

se recuerda toda una vida… Ahora que se

nos imponen las frases cortas, aquellas en

las que nada puede sobrar, Antón Chéjov,

vida a través de las letras, de Natalia

Ginzburg, podría ser simplemente eso.

Hablar de alguien, contar su vida, escribir

sobre él puede ser algo extremadamente

complejo, con miles de páginas y visitas

exhaustivas a archivos de medio mundo,

además de entrevistas con cientos de

personas o simplemente un pequeño

librito. Para los que no creemos demasiado en biografías, la ligereza, la

belleza de las cosas pequeñas, se impone. Ginzburg busca en las palabras

al escritor ruso. Su vida desfila a la par que su escritura, sus interminables

desplazamientos, los personajes que cruzaron por su vida, que la atravesaron,

son parte de sus relatos, sus obras de teatro son parte de su vida, todo es parte

de algo más complejo, vivir, escribir es parte de esa complejidad de cada día.

Chéjov no pensaba escribir toda la vida. Las líneas de sus relatos tenían un

precio en rublos y el tiempo era espeso, entre verano y verano, más espeso

conforme su enfermedad, la tuberculosis, avanzaba, hasta poderse cortar,

Page 63: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

hacer pedazos hasta el infinito, en una sucesión de estancias, de viajes, de

casas, de personas, de encuentros y desencuentros.

Chéjov vivió rápido y todo en él fue breve, como sus relatos. Y trágico o

triste, como sus obras de teatro. La escritora italiana, como dice de Chéjov,

no juzga a su personaje, sino que deja que sus acciones, su vida, hablen por

él, o mejor, que sus palabras nos vayan dejando algo, un poso apenas, pero

que llegados al final entendemos que no podía haber más, que hemos asistido

a todo, que nada quedó fuera de esas ochenta y pocas páginas.

Durante años amé a Chéjov sobre todas las cosas. Sus libros en infinitas

ediciones ocupan una estantería. Grandes, pequeños, mal o lujosamente

editados, forman un rincón de mi memoria, un rincón al que volver, una y otra

vez, cuando creo que ya toda la literatura se ha agotado y ninguna palabra

podrá decirme nada nuevo. Ni tan siquiera son libros de cabecera… Es algo más

profundo, mucho más íntimo. Si existiera el alma (eso tan ruso), si existiera

ese espacio en algún lugar de nosotros mismos, formarían parte de ella, como

algo inseparable. Pensaría que sin Chéjov hubiera sido otro y que no hubiera

podido vivir sin él, y la maravillosa belleza del libro de Natalia Ginzburg solo

hace que acercarnos a ese misterio compartido…

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Querido Miguel | Natalia Ginzburg(Acantilado)

Óscar Brox

Hay cartas que nunca alcanzan su destino,

correspondencia sin abrir acumulada en

la mesa del despacho y mensajes que no

llegan a tiempo. A veces, esos pequeños

olvidos nos enseñan lo mucho que hemos

cambiado, todas las emociones familiares

que hemos perdido en el fuego de la

madurez. La italiana Natalia Ginzburg hizo

del microcosmos familiar uno de los ejes

de su obra escrita. Ante un título como

Querido Miguel, uno podría imaginar

-desear, incluso- la evocación maternal de

ese hijo perdido cuya voz se escampa en diferentes recuerdos: ropa gastada,

cuadros pintados al calor de la pasión juvenil, libros con manchas de óxido en la

sobrecubierta… Sin embargo, bajo el encabezado que abre la mayoría de cartas

que se enviarán durante la narración late otra clase de fulgor familiar: la pérdida,

la división, las esquirlas que se esparcen por todos lados tras una separación.

En Querido Miguel, Ginzburg cuenta la historia de una familia como si se tratase

de un permanente fuera de campo. Cada cambio, cada transición, acontece con

Page 65: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

silencioso dolor, eco sordo de una tristeza que carece de palabras a su altura.

Adriana, la madre, se encierra en su casa de campo romana mientras, en vano,

intenta retomar el contacto con unos hijos separados (perdidos) tras su pronta

ruptura matrimonial. Contra esa soledad, se apoya en las visitas de Osvaldo -el

único amigo fiel de su hijo Miguel- y el trato, entre cercano y distante, con sus

hijas Angélica y Viola. Enrarecido, el paisaje familiar de los personajes gira, una

y otra vez, en torno al destino de Miguel, huido a Londres por motivos políticos

-estamos en la Italia de los años de plomo. Casi una presencia fantasmal, Miguel

alimenta el recuerdo familiar de todo ese pasado que ya no es posible volver

a vivir, la fantasía que tenemos miedo de confrontar con nuestra realidad.

A través de una familia de la burguesía romana, Ginzburg narra unos años

repletos de idas y venidas, de vidas encajonadas en pequeñas buhardillas,

domicilios desconocidos y amantes de quita y pon. Como la Annie Girardot

de Rocco y sus hermanos, hay algo trágico en el personaje de Mara, esa

figura, una amante pasajera de Miguel, que nunca termina de formar parte

de la familia. En cada una de sus cartas a Miguel y Angélica, Mara dibuja

la realidad tras la fantasía embalsamada; la mujer sin marido, la hija sin

padre, la madre sin casa, que a medida que pasan los meses tiene que

manejarse -entre la picaresca y el amargo realismo- para proporcionarle

un techo a su bebé recién nacido, que tal vez nunca conocerá a su padre.

Quizá por eso, Querido Miguel narra la paulatina desconexión con nuestro

pasado, como si colocase el foco sobre la onda expansiva tras el estallido.

Mientras los personajes alimentan su aburrimiento pensando en lo que

fueron, la vida se acomoda en esa nueva realidad enseñándoles sus efectos

devastadores. A veces tasamos el olvido de una persona querida cuando no

recordamos el sonido de su voz, cuando automatizamos una serie de gestos

que han perdido su sentido o nos empeñamos en creer, una y otra vez, que

Page 66: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

en algún momento se producirá ese regreso que nadie más que nosotros

espera. Se podría decir que pocas novelas han tasado el olvido de la manera

en que Ginzburg refleja esa soledad compartida en su obra. La ausencia de

Miguel, ese personaje al que apenas reconocemos como una mancha borrosa

en la memoria familiar, alienta el recuerdo de una familia fragmentada y

herida tras la pérdida. Y, mientras Osvaldo ameniza las tardes de espera

en la casa materna y Angélica y Viola capean sus propias preocupaciones

familiares, la vida continúa. Ese, tal vez, es el sentido último del olvido.

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Jóvenes talentos | Nikolai Grozni(Libros del Asteroide)

Óscar Brox

En los años previos al apogeo de

la perestroika, la política reformista

impulsada en el seno de la Unión Soviética

por Mijail Gorbachov, los países satélites

del bloque del Este agonizaban presas

de diversas enfermedades sociales.

Tras su capitulación durante la Segunda

Guerra Mundial, Bulgaria se adhirió a

un socialismo que echaría raíces en las

siguientes cuatro décadas. Fruto del

desgaste de sus políticas económicas, la

recesión golpeó duramente los primeros

años 80 y obligó a reconducir una situación cada vez menos sostenible. La

educación, uno de los bastiones del comunismo -entre sus proyectos figuraba

la erradicación del analfabetismo-, empezó a generar un caldo de cultivo,

un rechazo radical entre los jóvenes, que contribuiría a derribar los muros,

materiales o ideológicos, que separaban al pueblo de su autonomía social. Uno

de esos jóvenes, un muchacho airado en perpetuo combate contra el régimen,

fue Nikolai Grozni, pianista precoz y escritor. Su novela Jóvenes talentos es el

testimonio de una caída inevitable.

Page 68: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

Antes de morir prematuramente a causa de un infarto cerebral en 1982, Glenn

Gould grabó por segunda vez su interpretación de Las variaciones Goldberg,

de J.S. Bach -que, según el novelista Don DeLillo, sería más sombría y fúnebre

que su primera versión de 1955. En aquel momento, Nikolai Grozni apenas

contaba con nueve años y ya estaba preparándose para un concurso de piano

en Salerno, Italia. Parapetado tras su piano, las minúsculas manos de Nikolai,

entrenadas desde la infancia para alcanzar el olimpo artístico, casi podían

palpar tímidamente una realidad diferente a la de la gélida Sofía. Sin embargo,

toda la ternura que ese primer instante de libertad puede condensar se diluye

tras el arranque de Jóvenes talentos. A partir de un salto en el tiempo, que

se centrará en la cruda adolescencia de su protagonista, caemos de bruces

contra el suelo de la Bulgaria más ahogada, la que comprende los últimos

estertores del comunismo.

Konstantin, el nombre elegido por Grozni para narrar su educación sentimental,

ensaya día y noche en la Escuela para jóvenes talentos de Sofía. En aquel

lugar, la mano de la educación socialista se hace notar en las prácticas de

tiro y en el (des)montaje de armas de fuego, en los docentes con nombres

de animales -la lechuza, el cisne, la mariquita, entre otros miembros del

ecosistema comunista- y en la desobediencia civil que riega los cuartos de

calderas de condones usados, cigarrillos aplastados y botellas de vino barato

vacías. El pequeño microcosmos de Konstantin se compone de prácticas

extenuantes, donde sus dedos han de domar el ímpetu de las notas de Chopin,

sabotajes escolares planeados junto a su cómplice Alexander y la delicada

pasión que siente, por diferentes razones, ante Irina y Vadim.

La crónica de aquellos meses de incertidumbre se transforma, a través de

la escritura de Grozni, en la búsqueda de esas almas gemelas que, en mitad

de nuestra caída al foso, nos ayudan a encontrar un lugar donde quedarnos.

Así, la narración de los meses de aprendizaje y desobediencia de Konstantin

Page 69: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

siempre parece marcada por el estatismo del paisaje gris búlgaro, en el que la

acción se desarrolla en apenas dos escenarios -alguna de las salas de ensayo

y el Jardín de los médicos- que nunca conseguimos olvidar. Mes a mes, la

amargura de Grozni se filtra en diminutos detalles que dan cuenta de su

irritante soledad: el verano en Europa del Este abarca apenas unas hojas

donde nuestro héroe disfruta de la tranquilidad de poder tocar el piano sin

sufrir las aglomeraciones de estudiantes en el centro.

A través de la intensidad de las partituras y ritmos, que aumentan

exponencialmente su dificultad a medida que el relato avanza, la búsqueda

de Konstantin encuentra su drama. Ante la monotonía y el automatismo de

la educación comunista, cada pedacito de subversión termina en el arrollo.

Sin embargo, la verdadera angustia de Grozni no se muestra tras ese fracaso.

Al contrario. El dolor de Konstantin se halla al saberse del lado de los que

contemplan cada episodio fallido de rebelión sin saber qué hacer. Mientras

sus amigos se inmolan, Konstantin observa que la madurez prematura solo

le conduce a sentir una irreprimible melancolía por todo aquello que ha

dejado escapar entre sus dedos. Irina, Vadim, la mariquita… Cada uno de los

personajes de su adolescencia va desapareciendo mientras el bloque soviético

arrecia. Pero Konstantin, a pesar de todo, siente en su pecho la opresión de

aquellas palabras que le dijera otro de los personajes clave de la novela, su

tío Ilya: «La justicia solo existe en la mente de los que nunca han sufrido de

verdad. Lo que he intentado hacer toda mi vida es comprender».

En diferentes etapas, la literatura europea ha tenido que convivir con el exilio

y sus cicatrices. Agota Kristof hizo del francés su nueva lengua de expresión en

el momento en el que decidió salir de Hungría campo a través para recalar en

Suiza; Sergei Dovlatov, en cambio, eligió una metafórica maleta para recabar

todas las anécdotas de su peregrinar soviético. La historia de Nikolai Grozni,

sin embargo, refleja un exilio interior, esa clase de sorda desesperación que

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aplaca el ánimo de los corazones más fuertes. Como aquella lejanía emocional

que atormentara a un exiliado Andrei Tarkovski, el Konstantin de Jóvenes

talentos deja atrás su actitud punk para abandonarse a una realidad para la

que no conoce asideros. Producto de ello, Grozni dibuja un descenso progresivo

hacia las catacumbas de la ciudad que convierte el último tramo de la novela

en una suerte de alegoría de la travesía por la laguna Estigia. Mientras el

joven Nikolai, exiliado de la escuela de música, pierde los días malviviendo

en los túneles de la ciudad, el milagro de la perestroika obliga a capitular

al comunismo decadente. De repente, la nostalgia de esa cercanía perdida

interrumpe el relato. La escritura firme, rebelde y contestataria de Grozni se

topa con la página en blanco, el reinicio soñado que le permita olvidar cómo

se desmonta una Tokarev o el color de las corbatas de los alumnos afiliados al

Partido.

Con la edición de Jóvenes talentos, Libros del Asteroide descubre a uno de

esos narradores cuyo brillo hay que buscarlo en el hondo sentimiento de lucha

continua que transmiten hasta las acciones más banales en el entorno de

la Bulgaria pre-democrática. Grozni, que consiguió emigrar a Estados Unidos

para estudiar en la Academia Berklee y posteriormente se trasladó a la India

para convertirse en monje budista, explora con tanta tristeza como ternura

el último aliento de la adolescencia. Y Libros del Asteroide, como ya hiciera

con escritores como Rafael Yglesias, Kevin Canty o Peter Cameron, pule para

los lectores en castellano una de esas gemas literarias que conviene tener

cerca.

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Sombras de un sueño. Diario de rodaje de Las damas del bois de Boulogne | Paul Guth (Contra)

Óscar Brox

Francia, 1944. Faltan unos meses para

que en agosto de ese mismo año los

Aliados desfilen por los Campos Elíseos y

borren así el sombrío periodo de gobierno

comprendido bajo el Régimen de Vichy,

cuatro turbulentos años dirigidos por

el Mariscal Petain. El clima de terror y

bombas, sin embargo, no impide al cine

radiografiar la tortuosa situación política.

Así, en 1943, Henri-Georges Clouzot filma

la obtusa y torturada El cuervo, auténtico

golpe a traición contra la conciencia moral del momento -que le valdría la

acusación de colaboracionista. Solo un año antes, Albert Camus coloca dos

hitos del pensamiento como El extranjero y El mito de Sísifo, novela y ensayo.

En aquella época, Paul Guth, periodista y escritor, publica el primero de una

larga lista de libros orientados al público joven. Pero esa obra inicial, que

acabará editando Gallimard, no eclipsa la que será su mayor ambición: (per)

seguir el rastro del rodaje de la segunda película de Robert Bresson, Las damas

del Bois de Boulogne, una adaptación de un fragmento de Jacques el fatalista,

de Denis Diderot, escrita por Jean Cocteau y el propio Bresson.

Page 72: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

Aún faltan varias décadas para que Bresson sintetice su idea del cinematógrafo

en unas notas-aforismos escritas con la precisión de un relámpago. La

presencia de Guth —observador, casi un etnógrafo que describe las costumbres

y tradiciones de la comunidad del cine— bien puede considerarse un primer

contacto con tan singular visión. En Sombras de un sueño, la voz de Bresson se

escinde, a través de la escritura atenta de Guth, en cada uno de los detalles

que animan esta revisión de la cruel historia entre el Marqués des Arcis y

Madame de La Pommeraye, Jean y Hélène, Paul Bernard y Maria Casares, la

virtud y la galantería. En ocasiones, se trata de una voz —esa voz que sería

luego determinante para elegir a los actores de sus películas— que corrige y

rectifica el tono de los diálogos; subrayado, énfasis, desdén, pausa. La escena

se detiene y la actriz, Casares tal vez, repite sus líneas hasta que Bresson

ordena positivar una de las tomas. En otras, lo bressoniano, cuando permanecía

en estado larvario, se encuentra en la lectura del guion que explica Guth: dos

columnas separadas entre diálogo y aspectos técnicos, donde son los segundos

los que generalmente tienen mayor presencia.

Cada jornada, Guth instala su mirada en el rodaje. Sus pequeñas charlas

junto a Bernard, oriundo de la misma zona donde nació Guth, despiertan un

espíritu rural que se pega a su narración —donde los kilómetros de celuloide

que acumula el filme miden la distancia, en el recuerdo de su autor, entre su

pueblo y la colina que cada día veía desde su ventana—; su retrato de Elina

Labourdette invoca una ternura en consonancia con las duras condiciones de

producción; su imagen de Maria Casares, emigrada y pluriempleada en dos

papeles (rodaje de día y función de noche) que la sumen en el cansancio. Cada

átomo de la filmación se convierte, en manos de Guth, en un paso más hacia

el desvelamiento de la tensión interior que, mediante la alquimia particular

de Bresson, acaba plasmándose en la película final.

Mientras la guerra permanece en un incómodo punto intermedio, con esas

Page 73: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

anotaciones a pie de página que señalan los cortes en el suministro eléctrico

o la necesaria interrupción del rodaje —para la desesperación del Jefe de

producción y de las facturas acumuladas en el presupuesto—, la puesta en

escena de Bresson sigue su curso. Si el perrito Katsou no quiere moverse en

la dirección, se le intenta persuadir sin trucos para que se dirija a su lugar

(finalmente tendrán que hacerlo). En lugar de mentol, las lágrimas deben fluir

naturalmente. Los técnicos iluminan, manipulan y buscan incansablemente

el efecto adecuado, casi único, que materialice la férrea lista de detalles

que figura a un lado del guion. Fruto de ello, instantes como el paseo en

coche inicial de Hélène: la luz que entra por la ventana no es suficiente para

que la oscuridad arrope su paseo nocturno. Sin embargo, en mitad de esa

oscuridad, una perla brilla, a punto de caer en forma de lágrima, en su ojo.

La hybris que desencadenará su venganza contra Jean tiene en ese minúsculo

gesto su perfecta expresión.

En Sombras de un sueño, Paul Guth consigue reflejar la transformación de cada

orden en un pequeño milagro filmado. Como si se tratase del intermediario

ideal, su prosa nos transporta (o nos invita) a imaginar ese preciso momento

en todo rodaje donde cada aspecto técnico se metamorfosea en un plano final

definido. A veces, su cuaderno de rodaje no evita un extraño cariño al observar

cómo una serie de profesionales y técnicos son sustituidos cuando la película

retoma su filmación, como si una parte de aquel proceso inicial se hubiese

diluido en el camino; en otras, su diario se convierte en bosquejo psicológico

de un sueño en mitad de una pesadilla que se hace sentir al otro lado de

la calle o por las carreteras por donde circula el convoy de la productora.

Hasta la observación mordaz (la gente corriente contratada para hacer la

figuración de las fiestas de la alta sociedad) enmascara un certero análisis de

la situación.

Francia, 2007. Anne Wiazemsky publica La joven, una combinación entre

Page 74: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

novela de juventud y retrato de otro rodaje bressoniano. En ella, Wiazemsky

elabora una descripción minuciosa del método de trabajo en Au Hasard

Balthazar, del carácter privado del cineasta y su manera de moldear a una

joven Anne hasta conseguir extraer de ella todo lo necesario para construir a

la ficticia Marie. Paul Guth murió diez años antes, en 1997, cuando la antigua

heroína de Bresson o Godard no había pasado a limpio sus memorias de aquel

episodio. Contra ediciones ha publicado recientemente, en una cuidada y

modélica traducción, los diarios de rodaje de Las damas del Bois de Boulogne.

Estas Sombras de un sueño no son solo la primera etapa de un recorrido por

el camino de Robert Bresson, también el análisis de una época y la disección

pormenorizada de un arte, el cine, cuya presencia no era tan cercana como en

la actualidad; un arte que aún creía en el encantamiento. La lectura atenta

de esta imprescindible obra escrita por Paul Guth es al cine y a Bresson lo

mismo que un tratado sobre la alquimia: ayuda a desencriptar el misterio de

toda esa vida interior que habita en cada plano, en cada metro de celuloide.

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Amor y basura | Ivan Klíma(Acantilado)

Juan Jiménez García

“Soy checoslovaco. Este es mi país. Puedo

tirarme años “escribiendo para el cajón

del escritorio” y por eso me gano la vida

barriendo las calles, pero hago lo que

debo”.

Escribir para el cajón. Durante años, la

literatura checa que tenía algo que decir

acabó sistemáticamente en el fondo

de alguno de ellos. Aquel fue el destino

de las obras de Hrabal y también de las

de Klíma, escritores atravesados por

una misma corriente que viene a decir, sí, la vida es triste, pero es bella.

Mientras era imposible publicar algo, trabajaban en los oficios más diversos,

más insospechados, rodeados de palabristas, de hombres que, como diría

Alberto Savinio, contaban “su” historia, en los márgenes de aquella otra, que

pasaba sobre ellos. Amor y basura juega a confundirse con su propio autor. Un

escritor que vuelve del exilio aun sabiendo que será perseguido, porque es allí

donde está su vida y donde quiere estar, pese a todo. Trabajará de barrendero

aunque no lo necesite, solo para liberarse de sus fantasmas, para ser uno más,

y entre tanto nos contará su historia de amor, que fueron dos o quizá una sola,

Page 76: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

entre algo parecido a la compasión y la cobardía. Basura, amor y escritura

se confundirán una y otra vez, cruzarán sus caminos y sus palabras. Con este

libro, Klíma alcanza las cumbres de la literatura checa y centroeuropea por

extensión, desde la amargura y la ironía praguense. Un clásico de aquellos

años, un clásico de nuestro tiempo.

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La huida del caballo hacia lo profundo de la ciudad | Bernard-Marie Koltès (Alfabia)

Óscar Brox

En 1976, Bernard-Marie Koltès, dramaturgo

y voz sin igual de las letras francesas,

se instala en su residencia familiar en

Saboya para intentar desengancharse de

las drogas. Mientras lo intenta -morirá,

a causa del SIDA, en 1989-, escribe una

novela de una intensidad febril como La

huida a caballo hacia lo profundo de la

ciudad. Alucinada y excesiva, por sus

páginas desfilan -y se arrastran, desean,

apuñalan u odian- cuatro personajes que,

según la intensidad del pasaje, adquieren

los rasgos de auténticos estados de ánimo de una desesperación terrible. Dos

hermanas y sus dos amantes pasean por el, probablemente, escenario más

sórdido que Koltès es capaz imaginar -aprovechando su talento para extraer

las últimas gotas de lirismo de la fealdad y lo grotesco-, haciendo de su amor

extremo la metáfora perfecta de su más exagerada dependencia. Hostil como él

solo, Koltès se esfuerza en describir, después de agotar todas las palabras, esa

especie de sentimiento de plenitud del vacío que produce la dependencia o la

subordinación hacia algo. Esa sensación que podríamos concretar como el otro

lugar, entre el todo y la nada, al que va a parar nuestra cabeza definitivamente

Page 78: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

perdida; el deseo sin deseo; las ideas sin acción; el amor que todavía cree

tener un objeto. Los personajes de Koltès se encuentran en ese momento

en el que todavía creen; en ese último instante de parálisis que convierte

sus vidas en un laberinto de bajas pasiones. Desde el más profundo de los

desgarros, Koltès retrata la crónica de una abstinencia: la de ese cuerpo vacío

que ha conseguido olvidar de qué estuvo lleno. La crónica, en fin, de necesitar

algo que hemos olvidado, pero cuyo fulgor sigue encendiendo nuestro deseo.

Una contradicción desesperada que Koltès narra con una increíble fuerza a

la que a veces es difícil acceder (o eso dijo una vez Patrice Chèreau para

descifrar su talento).

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Un granizado de café con nata | Alessandra Lavagnino (Errata naturae)

Óscar Brox

“Cuántas veces yo me había sentido

paralizada ante su mirada, ante su sola

presencia; cuántas veces me había puesto

a hacer movimientos insensatos, ya no

guiados por el pensamiento, vamos, una

acción comenzada en soledad.”

En su epílogo a Un granizado de café con

nata, Leonardo Sciascia señala que la obra

de Alessandra Lavagnino debería leerse

como un tratado sobre el cultivo de la

verdad en el seno de un espacio, Sicilia,

construido a partir de la legitimación de

la mentira. Cada embuste solidifica las costumbres del lugar, fermentando así

una moral obtusa que solo contribuye a oscurecer la intensa belleza y las raíces

del paisaje siciliano. Agatina, su protagonista, se debate entre el delirio de

una realidad que obstruye su manera de ser y la realidad de una situación que

desenmascara la actitud de una galería de personajes, la mayoría familiares,

que pululan a su alrededor. Cultivar la verdad conduce a la tácita aceptación

de la muerte: la desaparición de los lazos familiares, la destrucción material

-ejemplificada en la tala brutal del campo de limoneros- de unas raíces, el

Page 80: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

dolor sordo que provoca la incomprensión, que afecta incluso a la forma de

organizar nuestros pensamientos. En lugar de optar por un retrato cálido,

acorde a la importancia que la patria chica despierta en su interior, Lavagnino

convierte el incesante e inestable goteo de testimonios de Agata en un relato

pseudo-policial que pone en cuestión la formación y el relieve de la verdad en

las prácticas sociales. Una investigación que, página a página, devora cualquier

asidero moral cercano para dejar al descubierto la terrible relatividad que,

ayer como hoy, tiene el valor de verdad.

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El prisionero del Cáucaso | Vladimir Makanin(Acantilado)

Juan Jiménez García

A estas alturas me resulta algo difícil

sorprenderme con una escritura, que no ya

con un libro o una historia. No es que haya

leído tanto como para creer conocerlo

todo y de lo más que puedo presumir es

de mi ignorancia (que es inmensa). Sin

embargo, al tener entres mis manos este

libro, El prisionero del Cáucaso, del ruso

Vladimir Makanin, al leer sus primeras

líneas y luego aún más, las siguientes, los

primeros párrafos, había algo que atraía

poderosamente: sus paréntesis (y hay que

leerlo para entenderlo). Si Céline se presumía inventor de una sola cosa en

este mundo (¡pero qué cosa!), Makanin puede presumir de haberle dado al

paréntesis una entidad propia, un cuerpo, un peso. ¿Y luego?

Luego están los perdedores. El prisionero del Cáucaso reúne a un puñado

de ellos. Quizás no todos son conscientes de serlo. Como señala Panov en

un momento de su relato, pensamos en lo hermosos que son los dramas en

el cine y lo feos que son en la vida. Y sí, es así. A través de cuatro relatos,

nos movemos entre la guerra de Chechenia y las pulsiones (homo)sexuales

Page 82: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

de dos seres enfrentados pero turbadoramente atraídos, tratado todo de la

manera más sutil, entre la ironía de los días en aquellas montañas (¿se puede

hablar de ironía en este tipo de tragedias?). Del absurdo de la existencia (una

existencia a la búsqueda de un sentido) da razón el segundo de los relatos,

en el que en un gulag los presos se dedican a tallar una letra A en una roca

próxima, mientras van muriendo lentamente de cualquier cosa: perros,

locura, muertes innaturales. Entretanto, la Unión Soviética se descompone,

las palabras se olvidan, los días pasan, los años, y al final, todo, absolutamente

todo, se derrumba, y solo queda certificar ese hundimiento de la manera más

natural. Frente a aquellos líderes (oficiales o consentidos), El antilíder, otro

de los relatos, nos cuenta la historia de un hombre incapaz de sobrevivir a

los instintos que le llevan a acabar a puñetazos, ante la desesperación de su

mujer, con todo aquellos nuevos y viejos líderes que la nueva sociedad rusa va

creando a su paso, personajes ostentosos, vacíos unas veces, peligrosos otras,

manía que le llevará, en su coherencia, al peor de los mundos posibles.

Finalmente, Makanin se reserva su prosa y sus paréntesis para hablar de un

escritor al que siempre censuró sus obras la mujer que le amaba (él no tanto)

y apreciaba su obra, una mujer que aún le sigue queriendo, cuando ella no

es apenas nadie ya (una madame en una casa de jóvenes putas exigentes) y

el escritor es aún menos, presentador de un programa gracias a motivos nada

gloriosos (que él desconoce), y cuya única obsesión es acostarse gratis con

alguna de aquellas jóvenes putas exigentes, al final da igual cual, aunque

solo sea porque sale en televisión. Historia de desamor (de la gente entre sí,

de Rusia por todos), “Un cuento logrado de amor” se convierte en el cierre

perfecto de un libro necesario, hermoso y, tenemos la amarga sensación,

justo.

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Rescate | David Malouf(Libros del Asteroide)

Óscar Brox

“Janto, el más nervioso, el más impulsivo

de los dos, es el preferido de Aquiles.

Posa su mano con suavidad sobre el

pelaje satinado: siente el palpitar

relampagueante de los músculos bajo la

piel, casi transparente.”

Atrapar la belleza del poema homérico

fue uno de los objetivos de David Malouf

desde su primera incursión, siendo apenas

un niño, en los versos de La Ilíada. La

belleza microscópica de personajes y

reflexiones cuyo peso era anecdótico le animó a escribir Rescate como si se

tratase de una línea de fuga de la épica de Homero. La fuga de una cultura y

una moral germinada entre la vergüenza y el valor, el respeto a la dirección de

las cosas impuesta por los dioses y la extraña melancolía (cuando tal término

no tenía lugar ni sentido) que irradia la mirada de Aquiles ante ese mundo que

inevitablemente morirá en el interior de unos versos, mientras la realidad se

abre hacia otras costumbres. El factor humano es una obsesión para Malouf,

como si la grandeza de Homero hubiese que localizarla en todo lo que calla:

en el llanto inconsolable de un padre que quiere honrar el cadáver de su hijo;

Page 84: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

en la pena infinita de un héroe abatido por el peso de su leyenda; en la vida

frugal y sencilla. Por eso, Malouf lleva a cabo su relectura homérica a partir

del relato de un anciano carretero, alguien lo suficientemente alejado de la

épica como para que en su narración desvele que, tras el ímpetu de Grecia y

Troya, se presentan en estado puro los temas universales de la literatura. Con

la delicadeza y la finura de quien pretende resucitar el espíritu de un tiempo

pasado, David Malouf hace de Rescate el más hermoso testamento escrito a

propósito de Homero. El último hilo de vida de una tradición que se eclipsa

tan lentamente como la mirada de Aquiles sobre todas las cosas.

Page 85: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

Las encantadas | Herman Melville(Berenice)

Óscar Brox

En una extraordinaria entrevista a

propósito de su filiación tintinesca, el

escritor francés Pierre Michon cita entre

sus recuerdos de la obra de Hergé la

viñeta de la momia de Rascar Capac

-en Las siete bolas de cristal- observando

a Tintin a través de la ventana de su

habitación. Esa viñeta aglutina, a ojos de

un niño, el shock primario de reconocer

de qué manera lo fantástico se derrama

en los contornos de lo real, cómo toda

una mitología arcana infecta aquellos

lugares más reconocibles. Más adelante, Michon afirma su especial querencia

por la prosa de William Faulkner y Herman Melville. Este último, bardo de

las narraciones marítimas, desata la pasión literaria de Michon por captar

el brillo particular de cada momento fugaz que le pertenece al mundo. Si el

francés efectúa una imaginaria arqueología de la moral y la justicia en plena

decadencia del Imperio; el americano devuelve el encantamiento premoderno

a un conjunto de islas hoy conocidas como Galápagos. Tal es la pasión

descriptiva de Melville que nuestro paseo por las islas encantadas se convierte

en un recurrente eco de otro tiempo, galvanizado bajo la superficie rocosa

Page 86: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

del archipiélago, que despliega su embrujo ante la mirada del narrador. Así,

la fuerza magnética de las encantadas nos sumerge en un paisaje en el que

los rasgos modernos aún no se han desarrollado: el hombre no es la medida

de todas las cosas, el horizonte no conoce un sentimiento de territorialidad

y la moral y, por tanto, la vida, no han cuajado en un modelo de Razón que

ordene el caos entre creencias, supersticiones, dogmas y costumbres. En otras

palabras, leer a Melville significa contemplar de qué manera los mitos, y su

ambición por pervivir en el fuero interno del hombre, se despliegan ante la

mirada inocente del lector creando ese shock primario que, como la momia

de Rascar Capac, nos devuelve a un tiempo en el que lo fantástico fluía en los

contornos de lo real.

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Escenes de batalla i paisatges de guerra | Helman Melville (Brosquil)

Óscar Brox

Entrar en la obra poética de Herman Melville recogida en Escenes de batalla

i paisatges de guerra implica sumergirse en el corazón de la Guerra Civil

estadounidense, desde sus primeros latidos, con los primeros conatos de

rebeliones esclavistas y de discrepancias entre las economías de Norte y Sur,

hasta su elegíaca conclusión. Entre 1860 y 1865, Melville canta las dificultades

que atraviesan al país, los héroes efímeros cuyos nombres se inscriben en

las tumbas, la delicada estabilidad que conduce al pueblo entre la apatía y

el entusiasmo, o cómo las convicciones morales y religiosas, ante el primer

estallido de la contienda, descubren su fragilidad. Así, Melville hace de la

poesía otra forma de retratar la crónica de aquel período convulso, dibujando

pequeños cuadros familiares (the appealings of the mother/ To brother and to

brother / Not in hatred so to part— / And the fissure of the heart / Growing

momently wide) donde los rostros invocan el dolor de una nación ante sus

continuas heridas difíciles de restañar. Así, también, de la transitoriedad de

los sentimientos, que abaten cualquier arrebato de gloria, éxtasis o triunfo,

presentando a los protagonistas como víctimas de la soberbia de una guerra

fraticida que deja tras de sí un reguero de muertos o el amargo sabor de su

recuerdo. Porque estas escenas y paisajes están inscritas en el vientre de

América con la misma ternura descarnada con que Melville pintaba aquellos

pasajes de la vida en los mares. Y América es esa gran madre, en cuyo seno

hollar nuestros sueños, a la que Melville dedica una de las más hermosas

Page 88: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

elegías, la de la pérdida de una inocencia que, tras la batalla, endurece

nuestro corazón revelando, como afirma el propio Melville, ese dolor que

purifica desde la mácula.

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Mitologías de invierno | Pierre Michon(Alfabia)

Óscar Brox

En uno de sus mejores opúsculos -escrito,

tal vez, con la intensidad del rayo-,

Michel Foucault prescribía el trabajo

de genealogista como un “insistir en las

meticulosidades y azares de los comienzos;

prestar una atención meticulosa a su

irrisoria mezquindad; darles tiempo

para ascender del laberinto en el que

jamás verdad alguna los ha tenido bajo

custodia”. Aquellas palabras retumban

con un fulgor singular en la obra de Pierre

Michon, una suerte de gestor de la belleza,

como lo define Ricardo Menéndez Salmón, que dibuja en sus breves Mitologías

de invierno la genealogía de esa propiedad que nos hace amar a las cosas.

Partida entre dos escenarios separados como Irlanda y el Macizo Central

francés, la narración arranca con un primer gesto: la pequeña corte de un

rey pagano recibe la visita de un viejo religioso, y su séquito, empecinado en

su conversión cristiana. El paisaje glauco, preñado de un hilo de plata que

se desliza por un riachuelo, conserva el primitivo sentido de belleza que el

lenguaje -la palabra de Dios, la norma y la moral que emanan de su palabra-

no ha conseguido adulterar. Sin embargo, la presencia invasora desviste esa

Page 90: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

belleza asentada con la promesa de otra belleza mayor, la que provee el

mismo Dios. Con toda la delicadeza contenida en su prosa, Michon construye

su miniatura en torno al salto que en un momento de la Historia reacomoda

-asimila, reinventa, reconstruye- lo bello y, por ende, el paisaje humana al

que abriga.

A través de sus mitologías, Michon encuentra esos minúsculos detalles que

testimonian un vuelco irreversible que afectó a nuestra cosmovisión. En

ocasiones, ese vuelco traslada su efecto a la imposibilidad de contemplar el

azul del cielo con la vieja intensidad que la moral medieval ha hurtado; en

otras, “la soberanía feudal de un pequeño trozo de lenguaje”, como escribe

Michon, señala ese punto de no retorno donde una idea (de belleza, hombre,

mundo o moral) absorbe a sus predecesoras y las oculta en su proceso. El mérito

de esta colección de vidas efímeras consiste, precisamente, en la capacidad

de su autor para conjugar al pedazo de Historia con su vocación de relectura,

como si en esas huellas borrosas que encontramos en las zonas más recónditas

del Causse se hallasen las raíces remotas de un gesto que hoy asumimos sin

pensar en su evolución. Fruto de ello, Mitologías de invierno insiste con una

energía insólita en ese terrible momento-bisagra en el que una naturaleza en

extinción muestra por última vez el brillo familiar que la Historia enterrará.

Y Michon, no sé si como genealogista o como gestor de belleza, consigue un

milagro de su narración: que esas viejas formas que antaño vivieron su eclipse

gocen de tiempo (de vida, de hermosísima vida) para volver a explicarse. Esa,

tal vez, es la definición de una mitología.

Page 91: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

Barrio perdido | Patrick Modiano(Cabaret Voltaire)

Juan Jiménez García

Cuando terminé de leer Barrio perdido me

pregunté si eso era todo… Luego fueron

pasando las horas y también los días, y

empezaron a llegar las dudas, y también

las preguntas… No. Quizás eso no era todo…

Ambrose Guise regresa un caluroso verano

a París, ciudad que abandonó dos décadas

atrás. Ahora escribe novelas policiacas,

novelas policiacas que se venden muy

bien, tiene una hermosa mujer, unos

hermosos hijos. Todo va bien, todo está

bien. Antes se llamaba Jean Dekker y en realidad no era un escritor ni era

nada (exactamente eso: nada). Sabemos que se marchó apresuradamente,

quizás que huyó. También que hay algo oscuro en su pasado, algo que Guise

teme reencontrar. Podría coger un avión y volver. Tras firmar un contrato con

un editor japonés, nada le retiene allí. Bien, no es así. No volverá. Poco a

poco, Guise se dejará vencer por la ciudad, por el barrio, por el entramado

de aquellas calles que conoció (y que Modiano recorre exhaustivamente, sin

olvidar ningún nombre) y los encuentros fortuitos, que le devuelven aquellos

Page 92: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

años imprecisos. La memoria se transforma en recuerdos, los recuerdos

vuelven a su presente. Quizás sería demasiado fácil decir que Patrick Modiano

escribe una novela sobre la identidad o sobre esa memoria (porque realmente

su obra está construida alrededor de estos dos temas, condicionado quizás

por sus orígenes judíos). Fácil, pero cierto. Primero, impregnarse del presente

(volver a la ciudad dejada, a su geografía, al barrio perdido), después,

volverse permeable al pasado (volver a la memoria, a su vida, al barrio triste).

Decía Bohumil Hrabal que hasta nuestros errores son perfectos, y yo me

había empeñado en llamar a este libro Barrio triste, cuando en realidad, el

barrio solo estaba perdido. Triste, triste,… triste como los recuerdos. Dekker,

cuando ya no tiene nada que esperar (apenas un muchacho sin demasiadas

pretensiones más que conseguir el dinero para viajar), se encuentra con una

rica y joven viuda: Carmen Blin. Todo en Carmen evoca las cosas viejas o, al

menos, aquellas que se repiten sin mucha convicción, por rutina, porque sí. Él

mismo le trae a la memoria un amigo, un amor ocasional de su juventud, uno de

tantos. El polvo que se acumula sobre la vida de ella y aquellos que le rodean

empieza a acumularse sobre él. Una vida banal, sin sustancia, sustentada por

la esperanza de una relación improbable. Como todo aquello que se construye

firmemente sobre la monotonía, es necesario un acto brutal, ineludible, que

venga a acabar con esa circularidad, con aquella desidia. Necesitaremos llegar

hasta el final para darnos cuenta de que, en la vida de nuestro protagonista,

ese acto no debería haber tenido ninguna consecuencia especial, nada de

terrible, nada capaz de cambiarle la vida más que indirectamente, como sin

querer, y que si es así, si se marcha a Londres, si lo abandona todo para

encontrar algo (otra cosa), no puede ser por este, y que a veces, cuando uno

huye, no huye de lo evidente, de lo visible, sino de lo otro, de todo lo demás, de

todas esas cosas intangibles. Y eso, después de todo, es Barrio triste perdido.

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Hazard y Fissile | Raymond Queneau(Seix Barral)

Juan Jiménez García

Escrito cuando Raymond Queneau era

aún un surrealista homologado por

André Breton (es decir, antes de que el

primero huyera, junto con otros tantos,

lanzando un texto incendiario a la cabeza

del segundo), escrito tras haber leído

en repetidas ocasiones los treinta y dos

volúmenes de la serie Fantomas, Hazard

y Fissile, libro olvidado y rescatado de

algún cajón tras su muerte, tiene como

mayor valor contener en buena medida

lo que será su narrativa posterior, pero

sin sus conocimientos matemáticos. Poco después escribirá Le chiendent, y

algo de aquellas hojas olvidadas resuena en esta, y con ello, surge algo, una

manera de escribir, que irá destilando y destilando hasta llegar a sus clásicos,

y entre todos, Un duro invierno.

Libro, pues, para los amantes apasionados de Queneau, que somos unos

cuantos, un tanto completista, pero significativo después de todo.

Page 94: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

La infancia de Nivasio Dolcemare | Alberto Savinio(Siruela)

Juan Jiménez García

Nivasio Dolcemare, como Alberto Savinio,

nace un día de esos en Grecia, lo cual le

hace más italiano que los propios italianos,

puesto que es él quien elige serlo. Allí

pasa su infancia, momento de la vida del

hombre (como indica la cita inicial) en la

que nos encontramos bajo el cuidado de

Antia, la ninfa de las primicias.

Así, esta es la historia de todo lo nuevo que

nuestro hombrecito encuentra alrededor

de él, en sus días griegos, con una familia

Dolcemare centro de una sociedad alta y cosmopolita, llena de bichos raros

con devenires inciertos, emblemáticos a su modo. “Desde el fondo oscuro de

la infancia, los «problemas» de las personas serias le han inspirado siempre

la mayor desconfianza. Falto aún de discernimiento, el instinto le sugería que

esas opiniones en apariencia contrarias eran en realidad dos aspectos distintos

de la misma forma de estupidez”.

Alberto Savinio, digámoslo, era el seudónimo de Andrea de Chirico, es decir,

hermano de Giorgio de Chirico. Dedicarse se dedicó a todo, desde músico a

Page 95: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

pintor, pasando, claro, por escritor, y atravesó su tiempo de la forma más

inteligente que podía hacerlo. Y su tiempo no fue el más sencillo. Conoció a

Apollinaire y los surrealistas, cierto, pero también a Mussolini y el fascismo.

Considerado por Leonardo Sciascia como el más grande escritor italiano

del siglo pasado (un elogio importante de alguien a quien considero el más

grande escritor italiano del siglo pasado), su obra en España ha corrido una

suerte incierta: ha sido profusamente (y deliciosamente editado), por Siruela

principalmente, pero sigue siendo después de todo demasiado desconocido.

Con una escritura absolutamente deslumbrante (de la que La infancia de

Nivasio Dolcemare es un brillante ejemplo, quizás su libro más emblemático),

Savinio conjuga una cultura abrumadora con la más fina ironía, en un estilo

nada sencillo pero profundamente adictivo.

Hay una anécdota que quizás resume al hombre, quizás al libro. Savinio, en

sus últimos años, dormía en una habitación separada de su mujer. Dejaban

siempre la puerta abierta, hasta que un día ella, al levantarse, encontró la

puerta cerrada. Él había muerto.

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Viva voz de vida | Marina Tsviétáieva(Minúscula)

Juan Jiménez García

Marina Tsvietáieva conoce a Maximilián

Voloshín a los diecisiete años. Un día, este

llama a su puerta. Ha escrito un artículo

sobre ella y quiere saber si lo ha leído.

Hablan en el umbral, él quiere conocer su

habitación, hacerse una idea de aquella

muchacha que todavía va al colegio, lleva

el pelo rapado y se cubre con bonete…

“¿Y qué hace en la escuela?”. “Poesía”.

Conversan durante cinco horas que

parecen apenas unos minutos y comienza así una larga amistad que acabará

con la muerte de él, a la hora mágica de las doce del mediodía, enterrado en

alguna montaña (Marina no sabe muy bien cuál) de las que rodean Koktebel,

Crimea, el lugar donde habitó. Viva voz de vida es pues esa historia de la

relación de aquel gigante mitológico con cabeza de Zeus y su amistad con

la poetisa. Con la poetisa y tantos que le rodeaban, porque Max fue siempre

eso, amigo de sus amigos, que eran innumerables, y que le entregaron un

lugar importante en la escena literaria de aquellos años, entre blancos y

rojos, entre los tiempos que se marchaban irremediablemente y aquellos que

llegaban con el mismo aire inevitable.

Page 97: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

Tsvietáieva no sabe escribir biografías. A través de ella no conoceremos la

vida de Voloshín, sus grandes hazañas, sus grandes obras, nada. Conoceremos

a la persona. Y también a ella misma. Y a aquellos que les rodearon. Sus

sentimientos, sus miedos, sus anhelos. Como poeta, saltará aquí y allá, donde

su pensamiento, su instinto le lleve y sus razones serán ningunas. Escribirá de

una manera única (que Selma Ancira cuida maravillosamente en su traducción)

y entre todo asistiremos a la construcción de un mito personal, verdadera razón

y preocupación de una muchacha que admiraba desde bien joven a Napoleón.

Así pues, más autobiográfica que biográfica, Viva voz de vida se convierte en

un fragmento de historia personal, para dar cuenta de que después de todo,

como dice, y para un poeta, siempre es pronto para morir, pero también es

siempre la hora.

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Los mutilados | Hermann Ungar(Siruela)

Laia López Manrique

1. He terminado de leer una novela

que lleva por título Los mutilados. La

compré hace unas semanas, pese a

que su autor era para mí un perfecto

desconocido. ¿Cuál fue, entonces, el

motivo? Probablemente el título fuera

lo primero que me llamó la atención.

La escogí de entre un montón de libros

anodinos. Refulgió como una aguja. Los

mutilados, los arrancados. Siempre me

fascinaron esta clase de títulos. Los libros

que incorporan a personajes oscuros,

zafios, desde la infancia.

2. Franz Polzer, el protagonista de la novela, lleva lo que podríamos llamar

una existencia miserable. Una vida exenta de riesgo es su ideal. Aferrado a

sus miedos, al temor de la alteración del orden, a la contabilidad mezquina

con que atesora sus objetos y escasas pertenencias personales. Franz Polzer

se avergüenza de sus orígenes humildes, vive mediado por la mirada ajena.

Su vida se basa en la repetición de una serie de actos a los que se somete

con imperturbable y minuciosa exactitud (su trabajo en el banco, sus paseos

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dominicales, la contemplación del retrato de su santo patrono en la cabecera

de su cama antes de irse a dormir) sumados a una visión atormentada y

reticente del sexo.

3. Franz Polzer odia el sexo. En el personaje de Polzer cristalizan algunos de

los mitos ancestrales acerca del sexo y de las mujeres. El horror al cuerpo

femenino de Polzer (depredador, inmenso, turgente) cobra una temible

realidad en la figura de Klara Porges, su casera. Klara aparece representada

como una suerte de mujer salvaje, que convierte en víctima a Polzer. Polzer

es el hombre que no quiere ser amo de ninguna mujer, que no quiere dominar

a las mujeres. En él la relación de poder entre los sexos queda suspendida.

Sin embargo, acaba siendo esclavo de Klara Porges, de su amigo Karl Fanta e

incluso del terrible enfermero Sonntag.

4. No puedo dejar de imaginar a Franz Polzer ruborizado. Polzer vive pendiente

de los demás, de su mirada. Los demás que le miran son también los propios

objetos, las imágenes. En este sentido es paradigmática la relación que el

personaje de Polzer mantiene con el retrato de San Francisco: el narador

resalta que en realidad la dependencia de Polzer lo es respecto del cuadro y

no del santo. Vive con él (con el icono) un idilio de estrecha vigilancia.

5. En cierto modo, Los mutilados es una novela religiosa. Trata acerca de los

vínculos de unión de una comunidad de seres imperfectos. El principal vínculo

entre ellos es la carencia y la debilidad encarnadas en el personaje de Polzer.

La novela retrata la comunidad que se ha formado alrededor del personaje de

Polzer y a la que él se somete.

6. Es una novela religiosa porque es también una novela de ritos. La ruptura

del rito (del orden obsesivo al cual Polzer somete su vida) significa en el libro,

propiamente, la irrupción del relato.

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7. Pero hablamos en todo momento de un relato infeccioso, crudo, de hombres

marrones y mujeres carnales y burlonas. Un relato expresionista, objetivo

hasta la mueca que lo pliega y lo retuerce. Un relato seco y abigarrado de

indicios de peligro.

8. Los mutilados es una novela que hace pensar, en todo momento, en la

acción, cinematográficamente imposible (y por ello soñada y reiterativa)

de salir del plano (ser relieve). Muestra a una serie de personajes que son

salientes, filosos, mientras que Polzer es el cuerpo o superficie sobre la cual

estos personajes se erigen, del cual los personajes emergen.

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Hace cuarenta años | Maria Van Rysselberghe(Errata naturae)

Óscar Brox

La constante labor editorial de Errata

Naturae, en cuyo catálogo caben tanto

la recuperación de un texto de Thoreau

como la voluntad de dar a conocer a un

pensador como Alain Badiou, tiene en la

colección El pasaje de los panoramas uno

de sus más bellos ejemplos. Dedicada

en exclusiva a la narrativa, nace de dos

líneas que marcan el surgimiento del

hombre moderno y de sus nuevas formas

de vida, deseos y conflictos. Tras editar a

autores como Lafcadio Hearn o Alessandra

Lavagnino -esta, por cierto, noble exploradora de aquellas formas de la verdad

que tanto apasionaran a Leonardo Sciascia en sus relatos-, Errata suma una

nueva adición con Maria Van Rysselberghe. Escritora secreta, apenas editada

en nuestro país, Rysselberghe compone con Hace cuarenta años su perfecta

carta de presentación. De formato breve, esta obra nos sumerge en uno de los

terrenos más evocadores de la literatura: la memoria. A través de la propia

narradora, una pequeña porción de tiempo, perdida cuarenta años atrás,

cobra vida bajo la forma de un intenso retrato del amor fugaz. Podríamos

pensar en aquellos amantes de Hiroshima, reflejados con abrasiva intensidad

Page 102: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

por las palabras de Marguerite Duras; en la delicada fragilidad con la que las

emociones más sensibles ocupan el epicentro de un relato. Y, sin embargo, no

alcanzaríamos a divisar la insólita belleza agazapada en el corazón de esta

novela.

Una casita junto a las dunas de la playa del Mar del Norte. Dos personajes

-a los que tarde o temprano se les sumarán sus respectivas parejas- y un

ambiente de íntima complicidad que se va gestando a partir de las lecturas

compartidas, de las conversaciones interminables (esas que parecen persuadir

al tiempo para que se olvide de su existencia) que desvelan el nacimiento del

amor. Ella, Maria, extrae de su memoria el recuerdo de cada diminuto gesto

que la llevó hasta él, Hubert. Gestos, palabras que nos conducen hasta un

amor que nunca será materializado, que impregnará las paredes, los libros

de esa casita junto a las dunas, pero que nunca traspasará la frontera de

sus cuerpos. Ese es el mérito de la sensible prosa de Rysselberghe y donde

reside el secreto de Hace cuarenta años: en su capacidad casi alquímica de

trocar unos sentimientos cuya realización tienen prohibida en uno de los más

profundos discursos sobre la pasión amorosa; en conseguir que esa historia

que nunca podrá suceder exprese tanto amor como si hubiese sucedido. Con

sus palabras, Rysselberghe exalta otro amor posible, que escapa -por bello,

discreto y delicado- a las categorías ya existentes, como si estuviese contado

a partir de las puras emociones de sus protagonistas. Así, en la intensidad

emocional que embarga cada lectura, donde sus protagonistas reconocen unos

estados sentimentales propios, Hace cuarenta años disecciona el espíritu y

la condición de una sociedad que comenzaba a intuir los destellos del nuevo

siglo.

Maria Van Rysselberghe no publicó este relato hasta cumplir los setenta años

(moriría a los noventa y tres), mientras inventariaba cada gesto, cada pedazo

de la vida de André Gide hasta su muerte. Fruto de esa agilidad para encontrar

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el concepto exacto que reanime aquella vida en sombra, Hace cuarenta

años se erige, tal vez, en la mejor representación de aquello que Pierre

Bergounioux reivindicaba para entender el camino de Marcel Proust hasta

culminar el tiempo perdido: escribir desde el coraje, no desde la inteligencia;

desde los años que tardamos en fermentar una imagen propia del mundo.

Cuarenta años después, Maria desnudó a esa sombra para descubrir la vida que

todavía habitaba en su interior, cuya existencia no abandonó durante aquel

paréntesis. El amor, fugaz y no consumado, nos dice Hace cuarenta años, no

es nada comparado con la impresionante sensación de vida que nos deja. Su

mérito consiste en poner a nuestro alcance los efectos, las impresiones de ese

pequeño gesto perdido en el paso del tiempo. Volver a vivir.

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Manual de Saint-Germain-des-Prés | Boris Vian(Gallo Nero)

Juan Jiménez García

Este ha sido un verano de libros inacabados

o libros no publicados. Hay momentos

así. Nos da por las cosas extrañas, los

fenómenos sobrenaturales. Inacabados

porque vas y te mueres (La mujer sentada,

de Guillaume Apollinaire), inacabados

porque su tiempo pasó (Hazard y Fissile,

de Raymond Queneau), no publicados,

porque la cosa no parece tener solución

y acaba perdida en algún rincón, hasta

que tu mujer lo encuentra, llega tu estudioso de cabecera (en este caso

Noël Arnaud) y ahí está, otro inédito. El Manual de Saint-Germain-des-Prés lo

escribió Boris Vian allá por 1950. Era un encargo de un editor ingenuo, que

no llegó a ver el libro. Saint-Germain-des-Prés era el centro de París, Vian el

centro del Saint-Germain-des-Prés, ¿qué mejor idea? Ahora bien, imaginemos

un libro sobre la historia personal del surrealismo escrito por André Breton

pero sin que aparezca Bretón por ningún lado (¡imposible!, Breton no sería

capaz… en todo caso, una historia personal en la que solo aparezca él…). Bien,

nuestro hombre lo hizo. Fue capaz de hablar a lo largo y a lo ancho de todo el

libro desapareciendo, desvaneciéndose, en fin, borrándose.

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Pero, ¿puede ser eso? Podemos asistir a tal efecto paranormal. No, claro.

Boris Vian puede no aparecer “físicamente”, pero está en cada pliegue de

este libro, a la vuelta de cada palabra, escondido en cada párrafo. Tal como

animaba las noches y los días del barrio, anima su historia. Cuando habla

de los personajes que lo habitan, es él, cuando habla de su geografía, de

sus calles, de su historia, es él, cuando arremete contra esos cerdos de la

prensa y sus periódicos-porquería, que nunca entendieron nada (o peor, lo

desentendieron para los demás), es él. El Manual de Saint-Germain-des-Pres,

que tan oportunamente edita Gallo Nero, para nosotros, es un libro suyo a

tiempo completo, no una guía despersonalizada para estudiantes de sociología

noctámbula.

En el mundo hay pocos placeres como leer a Boris Vian. Encima, es legal

(por el momento… y no siempre lo fue, hay que decirlo). Como para dejarlo

pasar.

Page 106: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

La joven | Anne Wiazemsky(El Aleph)

Óscar Brox

“Su mirada ardiente y tierna a la vez me

envolvía por entero, pero yo sabía ahora

que esa mirada no reclamaba de mí nada

más que estar allí. Cerca de él.”

Con prosa clara y precisa, Anne Wiazemsky

evoca en La joven un relato en el que se

conjuga el fin de la inocencia con el primer

contacto con el mundo del cine. A partir

de su encuentro con Robert Bresson para

interpretar el papel protagonista de Au

hazard Baltazhar, Wiazemsky elabora una

descripción minuciosa del método de trabajo bressoniano, del carácter privado

del cineasta y su manera de moldear a una joven Anne hasta conseguir extraer

de ella todo lo necesario para construir a la ficticia Marie. Una construcción

que, a medida que pasen las jornadas, la autora acabará percibiendo dentro

de ella, descubriendo a la Anne dispuesta a abandonar una imagen familiar e

infantil para penetrar en ese otro mundo. Si Bresson elegía a los actores por

su voz, Wiazemsky se esmera desarrollando una voz literaria que capte con

todos sus matices la convivencia vital y emocional entre actriz y cineasta; el

extraordinario vínculo establecido entre los dos en un ejercicio de simbiosis

Page 107: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

creativa cuyo fruto sería, precisamente, el misterio que envuelve a cada

película de Bresson. Así, en su combinación entre diario de rodaje y novela de

formación, La joven revela con su delicada prosa el crepúsculo de una forma

de entender la vida, tan única, especial y secreta como la convicción que late

en cada plano de un filme dirigido por Robert Bresson.

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Lecturas interrumpidas. Sobre Alberto Savinio, Zbigniew Herbert y Sándor Marai | Óscar Brox

Cuando los libros se amontonan en la

estantería, la tentación de picotear entre

sus hojas se torna más intensa que de

costumbre. Unas hojas o varios capítulos,

un clásico y un contemporáneo, se

amontonan hasta componer una narración

alternativa construida a partir de los

libros cuya lectura hemos interrumpido.

Con Alberto Savinio y Zbigniew Herbert

sucede algo parecido a lo que implica

leer a Robert Walser. Ante el detalle y la

finura de sus explicaciones, no tenemos

más remedio que reducir la velocidad y

atender a cada página como si en ella se encapsulase todo un relato. Mientras

Walser crea miniaturas de una belleza sobrenatural -pocas veces la escritura

puede expresar con tal precisión el placer de lo bello-, Savinio recurre a su

inteligencia privilegiada para montar una Nueva enciclopedia que responda a

cada uno de los movimientos que describen la vida y sus alrededores. A Savinio

lo describe un concepto tan poco común como la gracia, cuyo filo utiliza para

sacudir las telarañas del humanismo y sus más groseras convenciones. Basta

abrir una de sus hojas para comprobar cómo la agilidad mental se entremezcla

con una prosa delicada. Así, Savinio escribe en su singular versión de la

Page 109: Détour  Literaturas (2012), precedido de Especies de espacios

amistad un minúsculo tratado moral en

el que pone en liza el interés, la

igualdad, la dominación, la felicidad, los

sentimientos naturales y todo un arco de

emociones morales que aúnan filosofía,

literatura y análisis de la sociedad. En

otras palabras, Savinio es de la estirpe de

aquellos pensadores capaces de atrapar

un rayo en una botella.

A Zbigniew Herbert lo recordamos, entre

otras cosas, porque Don DeLillo utilizó

un pasaje de su obra como apertura

para Cosmópolis. Sin embargo, más allá

de su obra poética, Herbert mantiene

también una afición por el ensayo.

Su Naturaleza muerta con brida es

uno de los recorridos más apasionantes

a propósito de la cultura -el arte, la

Historia- de Holanda. Un recorrido que

reúne desde la descripción minuciosa

de la geografía de los países bajos hasta

un detallado análisis socio-cultural de

la pregnancia del tulipán como imagen

de Holanda. En su viaje, la prosa severa

de Herbert describe cada rincón de un

universo vivo en el que cabe el relato de

los falsificadores de cuadros y la cuestión

del precio del Arte, preguntas que asoman

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mientras el autor polaco construye con palabras el fresco de una tradición

cultural cuya herencia comprende parte de nuestra Historia más reciente.

Además, a través de una serie de pequeños apócrifos, Herbert retrata con

tanta sutileza como sensibilidad algunos de los rasgos que formaban parte

del paisaje de sus ensayos. Con Spinoza como protagonista de una de las

narraciones, recupera una pequeña anécdota aparentemente impropia del

carácter del filósofo y pulidor de lentes -una disputa familiar en la un joven

Spinoza litigaba contra los familiares que pretendían desheredarle- para,

en apenas un gesto, anotar el alcance y las dimensiones de su tremenda

contribución al desarrollo de la ética.

Savinio, Herbert o Walser podrían ser tres ejemplos de lecturas interrumpidas,

de obras exigentes que reclaman al lector una pausa y una moderación en cada

nueva página. Sin embargo, también hay otros autores, como Sándor Márai,

donde es la magnitud de su reflexión la que pide un poco más de tiempo

para elaborar las primeras impresiones. Por eso, esta breve recomendación

de libros cuya lectura inicial nos ha dejado petrificados, volviendo una y otra

vez sobre las páginas leídas, no debe acabar sin destacar la humanidad -la

piedad, el dolor, la conmiseración- que desprende una novela como El último

encuentro. Tras un monólogo brutal en el que se desnudan todas las verdades

fundamentales -y en el que el valor y el sentido de la amistad o del amor tienen

un brillo especial-, queda el silencio más largo y abrumador al que un lector

tenga que enfrentarse. Ese silencio en el que la duda de sus protagonistas se

ha inmiscuido en nuestro interior.

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LITERATURAS(Autores)

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Leonardo Sciascia. La verdad y nuestro compromiso | Óscar Brox

La mayoría de personajes

del universo literario

de Leonardo Sciascia

comparten el mismo

rasgo de carácter: su

compromiso con la verdad.

Esa verdad que, corrompida

e instrumentalizada, es desvirtuada repetidamente por los poderes fácticos

que la administran, tales como la Iglesia, el Estado y la Mafia. Leer a Sciascia

supone aprender un par de lecciones básicas: cuán vulnerable es la verdad

y cuántas veces acabamos vulnerándola enmascarados bajo cualquier tipo

de pragmatismo. Y es que en la Italia pintada con obsesiva recurrencia por

el autor siciliano, la razón nunca se da la mano con la lógica, y viceversa;

siempre hay una falacia que nos permite salirnos con la nuestra, justificar la

impunidad de una acción y castigar a todo aquel que cultiva la verdad, ese

personaje arquetípico que, sea policía o maestro, cae inevitablemente en

una tela de araña de la que nunca puede escapar. Ante la resistencia juvenil

a aceptar la realidad, Sciascia enfrenta un maduro silencio de aquel que

sabe que nada va a cambiar. Mientras la izquierda italiana se convulsiona

y autodestruye, evidenciando que el problema de las revoluciones es que

no saben prolongar su entusiasmo, las microscópicas comunidades sicilianas

permanecen aisladas en el tiempo: introducen una ligera variación en la

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organización territorial, pero laminan cualquier intento por acceder a una

verdad y una forma de vida cuyo campo de visión es limitado. El contexto,

como un remolino que absorbe a ingenuos y extraños, que vampiriza cualquier

opinión y elimina del paisaje a quien discrepa, hace patente la derrota del

lenguaje como aparato de denuncia; de la razón como motor para hallar una

respuesta que impida caer en el discurso de poder. Por eso, ante la pérdida

de los valores fundamentales, nos queda mantener nuestro compromiso con la

verdad, impedir que su monopolio la transforme en vulgar metafísica.

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Color Sciascia | Juan Jiménez García

En algún lugar del libro del mismo nombre, que recopilaba un puñado de cosas

suyas, Leonardo Sciascia respondía a alguna pregunta que “sin esperanza no

pueden plantarse olivos”. Me he repetido tantas veces esa frase… No se puede

olvidar a Sciascia. Su escritura, entre el testimonio directo de su tiempo y el

de un tiempo pasado que interroga al presente, es la escritura de la esperanza

que, como no podía ser de otro modo, discurría paralela al desencanto, a

la amargura. Quizás no creía demasiado en su presente, en su presente

siciliano (¿cómo hacerlo en aquellos años, en aquel lugar?), en una tierra

que le fascinaba aun corrupta hasta lo más íntimo de su ser, por la mafia, por

la política, por el hombre, como una sola cosa, pero con todo, pensaba que

escribir sobre ello haría crecer esos olivos. Tal vez solo fuera el pensamiento

de aquello que fue, un maestro de escuela. Tal vez.

En una obra a menudo y pese a todo desesperanzada, en la que el sentimiento

de derrota frente a todos los poderes (que son tantos) permanece, ¿cómo

no acordarse en estos tiempos de Sciascia? Cómo no echar de menos el

compromiso con su tiempo… Hay algo triste en pensar que sus obras hoy como

ayer siguen vigentes, que los temas son los mismos, que todo parece cambiar,

pero algo permanece. Todo permanece. En sus últimas obras, cuando ya sabía

que la muerte estaba demasiado próxima a él, hay una cierta felicidad, una

alegre despedida. Una historia sencilla, fue un bonito título para acabar,

porque además resumía su obra. Después de todo, la vida empieza siendo

algo sencillo que acaba convertido en algo tremendamente complicado, igual

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inexplicable. “Resumamos”, decía el comisario en ella. Y eso hizo Sciascia, en

aquel final como cualquier otro. Y se murió.

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LITERATURAS(Librerías)

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Leo (Valencia) | Óscar Brox

De un tiempo a esta

parte, el ámbito cultural

valenciano ha forjado,

con paciencia y trabajo,

una suerte de resistencia

frente a la imagen de

turismo y espectáculos

deportivos que definen la

política cultural local. En

ese ámbito se dan cita centros de actividades y espacios culturales, lugares

tan emblemáticos como la Filmoteca, la estupenda red de bibliotecas y uno

de los puntos de encuentro con más historia: las librerías. Más allá de las

grandes superficies, en Valencia continúan existiendo una serie de librerías

para las que el trato con el lector y el gusto por la lectura son los principios

fundamentales del oficio de librero. Uno de esos pequeños grandes lugares

es Leo, librería ubicada en la Rinconada de Federico García Sanchiz, que el

pasado mes de septiembre cumplió su primer año de vida.

Regentada por los socios Maite, Julia y Leopoldo, Leo es una librería con

encanto, cuya preciosa decoración interior se complementa con la excelente

selección de libros. Como ellos mismos señalan, una de las claves de su negocio

es que, antes que libreros, se reconocen lectores ávidos. Fruto de ello, Leo

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se compone de un catálogo de libros cuyo origen, en bastantes ocasiones, ha

sido el boca-oreja y la recomendación entre lectores. No en vano, mantener

una conversación con ellos implica que en algún momento acaben cruzándose

las ediciones cuidadas de Nórdica Libros, la apuesta de calidad de Periférica,

la prosa excelente de Robertson Davies o su debilidad por John Williams, el

autor de Stoner; recomendaciones que se encargan de plasmar en un tríptico

al alcance de todo el que se acerque a su librería.

En un momento de hibridación en el que cada vez más las librerías apuestan

por la polivalencia y la integración de elementos en su negocio, Leo basa

su identidad en mantener con vida y estimular las raíces del librero: el

contacto cercano, el intercambio y la conversación. Una vocación que tiene

su expresión en las presentaciones de libros, mesas redondas, talleres, clubes

de lectura y exposiciones fotográficas que organizan. Todo ello con la voluntad

de dinamizar la actividad y la oferta cultural de la ciudad.

Así, Leo es el espacio idóneo para lectores con gusto e inquietudes que

quieren compartir sus últimas lecturas, bibliófilos que adoran clasificar sus

libros según las editoriales, personas que disfrutan de la lectura y, en fin,

que desean aportar su granito de arena al enriquecimiento cultural local.

Pasear la vista por su gran escaparate, repleto de novedades comerciales y

también singulares, es uno de esos placeres para el aficionado que a buen

seguro aumentará nada más pisar su interior. Por eso, en Détour os invitamos

a que os acerquéis a esta librería y descubráis el amplio y variado catálogo

de propuestas de que disponen. En definitiva, un espacio que demuestra, con

cariño y dedicación, que todavía hay lugar para la cultura y los libros.

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Railowsky (Valencia) | Juan Jiménez García

Quizás lo primero sería

preguntarme qué espero de

una librería. Sí, eso es. De

una librería, espero que no

tenga todos los libros del

mundo (ni tan siquiera casi

todos), que nadie me persiga (que me deje mi tiempo y también mi espacio),

que sea un lugar en el que habitar (aunque sea por una hora… o media),

que no tenga letreros luminosos (o muy luminosos), que su escaparate me

haga detenerme (y no por los adornos navideños o la decoración de dudoso

gusto, sino porque sea la promesa de algo que contiene su interior). Quiero

encontrarme con un librero que no lo sepa todo (como yo), y también que

dude (igual que yo), y que ni tan siquiera pueda aconsejarme (no siempre),

sino que quizás solo hablemos de nuestras cosas. Quiero que no sea inmensa

y que los libros no estén ordenados alfabéticamente (no tengo prisa, puedo

mirarlos uno a uno… y encontrar), ni que unos autores tengan rótulos más

grandes que otros (que igual ni tan siquiera están). Sí, eso es. Algo así.

Pienso en todo ello, y entonces entiendo porque Railowsky es la librería de

mi vida, porque llevamos juntos alguna década y porque espero que sigamos

juntos mucho más tiempo. Quiero ir a su búsqueda (que no encontrarme con

ella), subir los escalones, mirar sus escaparates que ni tan siquiera dan a la

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calle (púdicamente), recorrer con la mirada libro a libro lo que muestran

(y lo que intuyo). Atravesar su puerta (porque Railowsky tiene puerta… y

hasta hay que empujarla), y entrar en la librería más pequeña (quizás) que

conozco, y que es pequeña porque es generosa (y comparte su espacio con

una sala de exposiciones). Entonces, miro al fondo y Juan Pedro sigue tras su

mesa (luego todo está bien). Durante años, los libros han compartido su sitio

armónicamente. Los de fotografía nunca pretendieron ocupar el lugar de los

de cine, ni la literatura el de los libros de arte, ni tan siquiera intercambiaron

nunca su lugar. En el centro, nada más entrar, está mi mesa preferida de todas

las mesas que he conocido. En Railowsky siempre encontré aquello que no

buscaba pero que quería tener. ¿No debería ser siempre así? Lentamente, voy

dando vueltas alrededor de ella, acariciando a veces los libros. No es ni tan

siquiera necesario abrirlos (no siempre). Algunos nos esperan. Vuelvo sobre los

estantes, una y otra vez. Uno se lleva unos cuantos libros y se deja algunos

otros, muchos, demasiados. Es siempre así. Sin embargo, aquí, nos queda la

sensación de que volveremos a verlos, que nos esperarán (y quién espera hoy

en día).

Nos dicen que es el fin de las librerías. Comparan los libros con los papiros,

nos hablan de lugares inmateriales con millones de libros, en los que con

apenas unos toques todo estará a nuestro alcance en unos días, ni tan siquiera

muchos. Miles de libros caben en un pequeño cacharro, y no será necesario

tener habitaciones enteras de ellos. ¿Y para qué todo esto? ¿A qué huele una

página web? ¿A qué huele un libro electrónico? (a caucho, podríamos decir,

como aquella loca en Mon oncle, de Tati, sobre las flores de plástico). Dicen

que eso es pura mitomanía, y bueno, sí, los sentidos están en horas bajas.

Hemos descubierto que podemos hacer tantas cosas solos, sin la ayuda ni la

necesidad de nadie, que acabaremos solos.

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No, por favor, quedaos con vuestros lugares inmateriales, pero dejadnos

las librerías y los libros. Dejadnos sentir humanos, creer en el azar de los

encuentros, creer en los descubrimientos, en las cosas que no siguen un orden,

en lo que no es fácil, en lo que se puede caer al suelo y volverlo a coger. En lo

que pasa (el tiempo, las hojas, las personas) y en lo que permanece. Dejadnos

Railoswky y todas las librerías que en algún momento soñaron ser libres.

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