Diagonizado

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La Plata, octubre-noviembre 2010 Portada Soledad Destierro Escritores 1 2 Contratapa

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Trabajo Final para Textos I Facultad de Periodismo UNLP

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DIAGONIZADOLa Plata, octubre-noviembre 2010

Indispensable, silencio tranquilizador; una gotera fría y eterna en el verano más ardiente; una puerta cerrada a propósito; una cama destendida por varias semanas; un celular sin batería, sin cargador, ni enchufes, ni ganas de revivirlo; un mapa desgarrado varias veces; el movimiento de los transeúntes histéricos, y los autos que se manejan solos; un cementerio de asfalto y adoquines, marketing y bicicletas; idiomas extraños que no se quieren entender; domingos, sí, muchos domingos. Es la ausencia de caracteres deseados en la pantalla, y la desesperación consecuente a la que le llaman extrañamiento. Es llegar a la frígida conclusión de que al mundo asquerosamente

barroco que uno construye le faltará algo –alguien- que rompa la monotonía del futuro. En ese orden, desde lo primero a lo último.

O completamente al revés.

Compañera perpetua

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Aguda o crónica, muchos concuerdan en que el trata-miento puede resumirse en dosis recurrentes de abrazos, chistes, cariños físicos o mentales, aunque claro, en casos ur-gentes, deben ser pequeñas y progresivas para no terminar cayendo en otra dolencia, en banca rota o en la cárcel. Es verdad que existen otras alternativas más fáciles: yoga, relajamiento new age, comer y dormir. A estas últimas, para que el resultado sea aún más satisfactorio, puede su-mársele la invitación a terceros y hasta así se logre remediar el mal para siempre, o por lo menos calmarlo un rato. Tam-bién existen esos anticuerpos potentes y valiosos: amigos. No son de aparecer bajo las piedras así que mejor encon-trarlos buenos, y rápido para cuidarlos. Uno puede hacerse a la idea de vivir solo, pero cuando uno de esos “linfocitos” se queda por mucho tiempo, al perderlo se van varios y el cuerpo queda más maltrecho. Utópico es ese antídoto que dan los sentimentalistas de las revistas como Verde Corazón y Cuadernitoteens, o los best sellers de autoayuda: un amor correspondido. Soñar no cuesta nada, eso es lo bueno, ya que en el vademécum de la obra social no figura Ilusiones. Sin embargo, no se puede negar que cada tanto se la necesita. Cada tanto. Y quién dice, quizás hasta uno se acostumbre. Coléricamente, muchas veces termina siendo la única y fiel compañía, nuestra mejor amiga, Soledad.

Se traduce, por las mañanas, en la sombra inservi-ble que nos sigue, o que insurrecta se nos adelanta; aquella que no responde cuando un murmullo men-tal huye de nuestro silencio. Es, también, la proyec-ción en sepia de la mirada desde la ventana del micro. Son todas esas gentes sin rostro, esas cabezas que vaci-lan sobre las realidades inertes de las baldosas sueltas. De noche, bajo la mayor oscuridad de una ciudad que se dice moderna, se percibe en el paso decido a no-se-sa-be-dónde; no hay sombras; no hay miedo a ser el titular en la página de policiales, o por lo menos un aviso fúne-bre en el diario local; no hay más que autos estaciona-dos, qué importa si con alguien adentro. No están ni los que aturden al hablar, ni los que se quejan por teléfono. Si fuera una enfermedad catalogada, las recetas serían miles, distintas, personalizadas. Quinientas noches en un boliche, o alguna tarde en algún parque. O algún chat público, donde cientos de “pacientes” juegan a ser populares y desfachatados escondidos tras una pantalla y varios paquetes de galletas. A veces, su remedio es fácil de conseguir cuando no se hace crónica, y depende mucho del sufriente cuánto dra-ma le carga a las circunstancias. En algunos es frecuente-mente pasajera (léase de una cama a la otra), y son éstos los que la pasan mejor, sin culpas ni arrepentimientos, “es que, aunque esté casado, me siento solo” suelen confesar.

egoísmo flexible que se endurece con los años

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Los que se fueron, los expulsados, los que se quedaronIncomprendidos

Abandonados. Unos, puertas adentro; los otros, por su libertad. Desterrados por subversivos, todos. Incomprendidos y odiados por los poderosos. Expulsados a la soledad, con impotencia algunos; con resignación, el otro. Tolstoi pe-leó contra sí mismo, contra el amor eterno y el egoísmo de su esposa Sofía, contra las contradicciones de su realidad y de sus sueños. Los periodistas escritores, cien años después, en un continente mu-cho más cálido, enfrentaron re-gímenes autoritarios y ante la amenaza punzante de torturas y muerte, varios se despren-dieron de su tierra, otros la re-garon desde sus talleres literarios. Cuando Latinoamérica apenas co-menzaba a escribir su historia demo-crática, los gobiernos se veían en poco tiempo encadenados por dictaduras. Las hojas podrían haber desaparecido, como tan-tos otros, o quedar en blanco, o ser el recuerdo de las ceni-zas de una quema. El periodismo podría haberse dedicado a los clasificados del capitalismo, o a repetir automatiza-dos los discursos, promesas y fantasías del tirano de turno. Quizás fueron los Benedetti, los Roa Bastos, los Gar-cía Márquez, los que se fueron expulsados por sus ideas de igualdad social y recuperación de identidad de sus

pueblos, y los Arteche que se quedaron, fueron los que, des-de otros mundos, los de la poesía, ayudaron a la superviven-cia de las letras empapadas de reclamos, luchas y esperanza. Augusto Roa Bastos vivió la mayor parte de su vida lejos de su Paraguay natal, escapando de los regímenes autoritarios, como el de Alfredo Stroessner, que gobernó entre 1954 y 1989. Cuando decidió exiliarse en Buenos Aires escribió gran parte de su obra, hasta que la última dictadura argentina lo obligó a marchar a Toulouse, Francia. Transitó los caminos baldíos tristes y sucios, más reales que la verdad, para refugiarse en los exi-lios, la incomprensión y la docencia. En una entrevista, el escritor sostuvo: “Todo tiene su precio y creo que (...) el exilio fue una universidad para mí, muy extraña, muy atípica, que me per-mitió conocer otras cosas que no hubiera conocido en mi propio país”. Tanto fue así, que después de pasar cincuenta años sin verlo, el reencuentro con su Paraguay fue un shock emocio-nal entre dos extraños y tardaron un tiempo en reconocerse. Aquel shock, consecuencia del tiempo pasado lejos, fue des-exilio. Mario Benedetti inventó la palabra para nombrar su regreso a Uruguay, después de haber sido perseguido en Ar-gentina, Perú y Cuba y haberse refugiado en Mallorca y Ma-drid. Es el encontronazo luego de haber tropezado. Fue, para él, reconocer que Montevideo había cambiado, que los fan-tasmas de los espías que dejó la Dictadura no habían desapa-recido con la democracia, que la gente había perdido varios gramos de solidaridad y que él mismo era ya, otra perso-na. Esa persona, dice el poeta en una entrevista gráfica, era una “más alerta, más enterada del mundo; antes estaba muy metido en la cosa uruguaya, y en el fútbol uruguayo, y seguí ocupado en todo eso en el exilio, pero ya no era lo exclusivo”.

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Un siglo antes, de la Rusia zarista, aristócrata y noble buscaba separarse un reconocido novelista y conde. En el cristianismo antiguo primero encontró los valores de amor por el prójimo; luego desa-

rrolló el Tolstoísmo en el que invitaba a sus fieles al trabajo colectivo, comunitario, autosustenta-ble, al voto de pobreza, a la fraternidad con los

desheredados, a la no violencia y a la castidad. Las contradicciones marcaron su vida. En 1881 decide

abandonar por la tarde su mansión, donde vivían algunos de sus quince hijos, su mu-jer y varios criados, para trabajar como leñador y zapatero junto a los “oscuros”:

pobres y gente de clase media reconvertida. Las peleas más grandes que tuvo Tolstoi no fueron con la Iglesia Ortodoxa, ni con el mis-mísimo Zar Nicolás II, sino con su esposa Sofía y sus hijos. Ellos no podían entender los compor-

tamientos de León, quien quería donar sus dere-chos de autor a los pobres. Terribles discusiones, con

intentos de suicidio por parte de la mujer y huídas en medio de las heladas noches por parte de él, no

pudieron desgastar del todo el amor que se tuvieron. La soledad de su yo verdadero se re-fugiaba puertas adentro, en ese mun-do que fue su gran familia. En los bos-ques, con su bicicleta, escapaban los dos. Sentados en los vagones de un tren ima-

ginario, que ignore tiempos y espacios, estos cinco hombres hubieran dis-cutido sobre comunismo, un rato, y como cualquier poeta, sobre amo-

res y melancolías. La soledad los acompañó a todos durante sus longevas vidas, y los que quedan en esta reali-dad tan acelerada todavía buscan la tranquilidad de sus sombras.

Las persecuciones sufridas por estos escritores derivaron en las más ingeniosas muestras de amistad extranjera, que ayudaba bastante a dejar la soledad de lado. El uruguayo cuenta que su esposa Luz lo esperaba siempre con un llavero de llaves de la solidaridad que podían abrir cinco o seis casas de amigos en las que podía refugiarse. García Márquez tuvo una fascinación especial con la soledad. Supo hacer de ella, uno de los ejes centrales de su novela más famosa, y noveló con excelencia el relato de un náufrago que acompa-ñado la sombra de la muerte navegó las aguas del desamparo. Con el trazo conocedor de los mares que le dieron sus viajes y sus experiencias familiares pudo describir mágicamente al amor en tiempos de cólera. Sin embargo, detrás de sus relatos, no pudo sino aflorar la desolación de sus exilios voluntarios. Fueron sus ideas iz-quierdistas las que lo enfrentaron con el dictador Laureano Gó-mez y con su sucesor, el general Gustavo Rojas Pinilla, y lo llevaron a vivir las décadas de 1960 y 1970 en México y España. Recién en los ochenta, luego de ganar el Premio Nobel de Literatura en 1982, el gobierno colombiano le ofreció regresar al país, y allí ejerció como mediador entre éste y las guerrillas. El poeta Miguel Arteche, fue de los pocos que eligió y pudo, com-batir el autoritarismo dictatorial desde su propio lugar. Durante el extenso gobierno de Pinochet en Chile, desde donde pudo, criticó a la dictadura, y desde sus talleres continuó encontrando las nuevas letras que hoy se escriben en su país. Así, tuvo que soportar que sus libros dejaran de editarse, tampoco fueron reconocidos ni men-cionados oficialmente. Integrará, entonces, proyectos y grupos que buscarán la libertad para el intercambio y difusión de obras litera-rias y de ideas (Taller “Altazor” de la Biblioteca Nacional y “Taller Nueve de Poesía”) y posibilitarán el regreso de la democracia, con la que logró que sus obras agotadas volvieran a imprimirse.

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La brisa que entraba por el vidrio roto empezó a enfriarse en octubre y ni siquiera te diste cuenta. No lo señalaste en el calendario porque pen-sás que jamás te olvidarás de este día. Hoy no pude oler el café quemado que infecta el día entero al pequeño nuevo ho-gar que nos consiguieron. Ni te vi sentado sobre una de las dos sillas que se enfrentan, mesa, platos sucios, cartas y poemas sin es-cribir de por medio. Esta tarde no repetiste sobre la agenda sus nombres, ni los dibujaste al carbón en el cuaderno Estrada que trajiste, ni releíste una y otra vez el rótulo apenas escrito en letra mayúscula con trazo aprendiz. Hoy no me dejaste acompañarte por la noche para contar las estrellas y escuchar las si-renas. No caminamos entre las tumbas de Montmartre, ni tu memoria vagó entre tus amigos muertos, asesinados por la desapa-rición, aniquiladas sus letras, sus verdades. Hoy, un reservado empleado trajo un so-bre dirigido a quien nunca fuiste, a quien con vergüenza llevás en la billetera, al que responde cuando los vecinos te saludan. Lo leyeron ambos, Jean Maustreau y vos, juntos dentro del mismo cuerpo, con los mismos ojos, con la misma garganta sin voz.

Estamos todos. Bien. Y bastó por un momento, para que los sientas con vos; para que me dejes abandonada, conmigo.

Hoy te vi diferente. Sentí por un instante que nos perdíamos. Desde un amanecer transatlántico me despediste como sonriendo. Cuando gritaron el nombre del pasaporte al que tus dedos se aferraban bajaste corriendo. Era tem-prano y el sol no iluminaba todavía París. Pero él, mensajero de la Embajada, te entregó el telegrama. No se miraron a los ojos. Él no ocultó su sorpresa al comprobar que las identidades no se correspondían, y supuso entonces que sería otra salvación escrita en nombre falso. Merci respondiste con la timidez apa-rente del que esconde el nudo de la esperanza. Cuando las leíste, las palabras sobre el papel te obligaron a dejarme. Esperé que lo hagas de a poco. Tampoco a mí me miraste a la cara. Hoy, no como ayer ni antes de ayer, no vi cómo dejás caer tus pár-pados pesados al mirarte en el espejo. Respiraste como para hacerlo, como siempre, pero no. No puteaste a la mano derecha, a esa trá-gica mano que empuñó la pala para cavar el pozo, ni a la carretilla que desplomó tu biblioteca en las llamas. Tampoco te oí murmurar sus nombres, no necesi-taron firmar para que los escuchases. No imaginas-te las pesquisas, ni las voces temerosas de tus niños. Tampoco saboreaste las amargas lágrimas de ella, que juraba que no estabas. No miraste el lápiz ni las hojas que decís pro-hibidas, que siguen esperando sobre la mesa. Hasta creo que no extrañaste a la Olivetti que dejaste guardada en el armario, tan lejos, so-bre las cenizas de los manuscritos peligrosos.

Compañera de destierro

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Zona de entendimiento

A veces pensamos que la soledades una cosa que podemos manejarcomo si fuera una materia inerte.

Vemos la claridad desde la ventanamientras la brisa mueve las cortinas.

El perro duerme debajo de la sillay las horas pasancomo un ciego tanteando las baldosas.

En la mesa se amontonan libros y papeles.Entonces nos acomodamos en un rincóny buscamos imágenes de un paisaje ingnorado.Todo el silencio regresa de la calley se sitúa en la casaNada se mueve, nadie habla.La tarde es un atajo,una zona de entendmientoque nos mira desde la eternidad.

Horacio Preler