Discurso de graduación 2010

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REGULARIDADES Lo fácil sería admitir que tenemos tantos años como Telecinco, pero, en ocasiones, la comparación es puerta de injusta atribución; así que igual no procede caer en la tentación de igualar aquel centro de enseñanza pobremente ubicado en un piso, eso sí, casi con vistas al mar, con la deslumbrantes entradas en el plató de aquellas acompasadas mamachicho. Nada que ver. Más oportuno y con más trama, sería reclamar palabras de tango, ese exitoso protocolo de arrabal, y la voz profunda de aquel porteño de adopción cuando afirmaba lo de “veinte años no es nada”, o lo de que “las nieves del tiempo platearon mi sien”, lo que nos muestra cómo, de alguna manera, puede haber cierta correlación entre el incremento del número de alumnos graduados y el índice de pigmentación de esa boina natural que los enseñantes traemos de fábrica. Pero allí donde podría pensarse en un centro donde las canas vienen acompañadas de maderas crujientes y muros solemnes, propios de un edificio de esos de toda la vida, nos encontramos con un ambicioso establecimiento, al que un pisito junto al mar no vale, prefiriendo en su lugar un adosadito en terreno que, hace siglos, fue un bosque, luego arrasado (rozáu, decimos aquí; de ahí Les Rozes) por aquellos que colonizaban nuevos territorios, y que aún dio suelo para alimentar algo tan meridional como las palmeras. Y gustó, gustó aquello de las palmeras, porque, pasado el tiempo, aquella mareona, bien provista de pancartas, osaba bajar de la atalaya a ocupar otro edificio con una bonita palmera, nada más y nada menos que junto a su entrada principal. Esta vez la palmera era tangible y la puerta principal miraba al Este, que parece indicar más nacimiento u origen que todo aquello que mira al Sur.

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Discurso de Nacho Noriega con motivo de la graduación de los alumnos y alumnas de Segundo de Bachillerato del IES Rosario de Acuña

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REGULARIDADES

Lo fácil sería admitir que tenemos tantos años como Telecinco, pero, en ocasiones, la comparación es puerta de injusta atribución; así que igual no procede caer en la tentación de igualar aquel centro de enseñanza pobremente ubicado en un piso, eso sí, casi con vistas al mar, con la deslumbrantes entradas en el plató de aquellas acompasadas mamachicho. Nada que ver.

Más oportuno y con más trama, sería reclamar palabras de tango, ese exitoso protocolo de arrabal, y la voz profunda de aquel porteño de adopción cuando afirmaba lo de “veinte años no es nada”, o lo de que “las nieves del tiempo platearon mi sien”, lo que nos muestra cómo, de alguna manera, puede haber cierta correlación entre el incremento del número de alumnos graduados y el índice de pigmentación de esa boina natural que los enseñantes traemos de fábrica.

Pero allí donde podría pensarse en un centro donde las canas vienen acompañadas de maderas crujientes y muros solemnes, propios de un edificio de esos de toda la

vida, nos encontramos con un ambicioso establecimiento, al que un pisito junto al mar no vale, prefiriendo en su lugar un adosadito en terreno que, hace siglos, fue un bosque, luego arrasado (rozáu, decimos aquí; de ahí Les Rozes) por aquellos que colonizaban nuevos territorios, y que aún dio suelo para alimentar algo tan meridional como las palmeras. Y gustó, gustó aquello de las palmeras, porque, pasado el tiempo, aquella mareona, bien provista de pancartas, osaba bajar de la atalaya a ocupar otro edificio con

una bonita palmera, nada más y nada menos que junto a su entrada principal. Esta vez la palmera era tangible y la puerta principal miraba al Este, que parece indicar más nacimiento u origen que todo aquello que mira al Sur.

Aquella alóctona población de Homo sapiens desplazó a una precedente de la misma especie y ocupó todos los huecos disponibles con una eficiencia digna de una biocenosis en su plenitud evolutiva. Los armarios, las estanterías, las mesas…, todo cobró vida, subiendo y bajando escaleras al ritmo de las instrucciones de principio de curso. Los seminarios se volvieron departamentos y un racheado viento del suroeste sugería que dejásemos de ser profesores y fuéramos sólo educadores.

De las cajas que portaba la caravana de los colonizadores fueron saliendo libros, matraces, programaciones e ilusiones. Aquella era una tierra fértil a la que llamaban campus, así que, como los emboscados a los que canta Amancio Prada, aquellas mujeres y aquellos hombres se quedaron allí. Como también canta el porteño, “el viajero que huye, tarde o temprano detiene su andar”.

Y como en cualquier ecosistema que se precie, los individuos de aquella biocenosis comprobaron lo que era la lucha intraespecífica por los recursos, es decir, por el espacio y los artefactos con botones. Asumieron la estrechez como consustancial y se

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pusieron a alimentar cerebros lo mejor que pudieron, añadiendo en cada plato un poco de guarnición de entusiasmo por lo mostrado. “Si nos ven emocionados cuando

narramos”, se decían, “entonces percibirán la parte de la felicidad que reside en el conocimiento”. Y así, rodeados de ese común parecer, depuraban errores, puntualizaban ideas, forzaban la abstracción y abordaban temas como el origen de la vida, relatando que hace mucho, mucho tiempo, mucho antes incluso de que ellos hubieran nacido, dos moléculas complejas habían encontrado en la cooperación, tan predicada por Radhey Gupta y Lynn Margulis, la solución de todas las cosas.

Y curiosamente, aquellas dos moléculas que, en un definitivo abrazo bioquímico, establecieron hace más de 3000 millones de años firmes puentes de hidrógeno entre ellas, giraron y giraron sin dejar de mirarse y mostraron al mundo por venir la rotación que todos los días nos enseña esa palmera de la entrada, la firmeza de la estructura alfa de las proteínas contenidas en los ojos con que vemos su tronco o la tenacidad requerida en la lucha por la luz. Lo llamamos estructura helicoidal o hélice.

Tal parece que a la vida, cuando se organiza, cuando le da por ir en contra de la comodona tendencia entrópica, resuelve en retorcerse; como si vivir doliera, como si la inestabilidad generada por la ubicación de iguales puntos en diferentes posiciones produjera, al final, estabilidad. La estabilidad justa y necesaria para, por lo menos, llegar al momento de la reproducción, es decir, al momento en que la materia orgánica organizada envía un paquete básico de instrucciones para la formación de

nueva materia orgánica organizada, nuevas unidades funcionales de carbono. Los dos vehículos en los que se desplazan las instrucciones tienen formas diferentes: uno de ellos se ve forzado a un dificultoso desplazamiento por un medio muy viscoso, lo que obliga a un alto consumo de ATP y a imaginarnos la situación como si nos estuviéramos dando un baño en una piscina de aceite. Algo nos diría el número de Reynolds sobre esto.

Es curioso cómo 700 millones de años no han dado en un espermatozoide ciliado en lugar de flagelado, teniendo en cuenta que el movimiento mediante cilios resulta más efectivo, aunque también es posible que no nos demos cuenta de que lo que estamos presenciando es una calculada relación entre la capacidad de movimiento y la distancia efectiva que hay que recorrer, además de que este desplazamiento requiera una sola dirección y un solo sentido.

Pues, entonces, la propulsión en la parte posterior y punto.

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El otro vehículo que contiene el complementario libro de instrucciones nos desvela una forma de excelente resultado en la naturaleza: la esfera. Tiene sus limitaciones, lo sabemos, porque, cuando incrementa su tamaño, la superficie crece al cuadrado del radio, mientras que el volumen lo hace al cubo del radio. Por eso sabemos ahora que entre una musaraña y un elefante no solo hay dificultades de comunicación, sino que, situados ambos en el mismo entorno térmico, la primera pierde, es decir,

la disipación de calor en ella es mucho mayor que la que sufre Dumbo. Y ya sabemos que si difundes calor por tu piel y eres esclavo de una temperatura interna fija, lo tienes que compensar ingiriendo alimento susceptible de combustión. Un cotidiano estrés, el de la minúscula musaraña, que no se aprecia en la tierna mirada de Dumbo.

El encanto de la esfera nos retrotrae al pasado, cuando la vida ensayaba eso de “mejor más que menos” referido al número de células, referido a la posibilidad de que cierto número de unidades básicas

estructurales se agruparan y volvieran a poner en práctica aquello que dos moléculas de ARN hicieron en su día, cuando, dentro de una micela esférica, se juntaron: la cooperación. Aquello de la esfera gustó mucho (como la palmera de antes), porque funcionaba. Y hoy día, en esta inacabada película de la evolución, presenciamos escenas en la que la esfera es forma socorrida cuando algo que está contenido ha de proyectarse en el espacio para repartir paquetes de información. La radiación, esto es, el recorrido centrífugo, es patente en un montón de fructificaciones que dibujan una forma esférica o pseudoesférica, respuesta eficaz a una estructura floral mucho más plana. Si hay que dispersar, es mejor exponer los productos a dispersar en todas las direcciones del espacio, es decir, explotar cualquier dirección por donde los impredecibles viento o animal puedan llegar.

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Y en el caso del diente de león las pseudoesferas se ubican en el extremo de un

pedúnculo. El viejo truco de separarse lo más posible de la superficie de referencia para conseguir mayor área de dispersión. Fácil, realmente fácil cuando lo vemos y caemos en la cuenta de ello. Tirar octavillas sentado en el suelo no tiene mucho sentido. Iluminar la calle desde el suelo tampoco parece muy útil. Pero, de nuevo, las limitaciones. El pedúnculo que antes contuvo la inflorescencia decide crecer un poco más. Total, si los insectos ya fueron atraídos anteriormente con colores y olores seductores, no hacía falta crecer mucho más. Cumplido el contrato por obra y servicio entre planta e insecto, la dispersión ya es otro problema, así que hay que elevarse un

poquito más…¡hasta un límite! El impuesto por la masa del pedúnculo. Aunque, en este caso, el de un estrecho cilindro, el volumen no aumenta con el crecimiento a igual ritmo que lo hace en una esfera, sí se pueden presentar incrementos de masa que lleven al traste con el intento reproductivo: el pedúnculo, sencillamente, se puede doblar. Para evitarlo, una genial solución: ahuecar el cilindro. No hay problema. Las aves, nada sospechosas de ser autótrofas o de producir frutos con semillas, se apuntaron un día a lo de los huesos largos huecos.

Hay otras soluciones para el alargamiento de las estructuras óseas cuando éstas han de soportar cargas críticas mientras se alargan, es decir, huesos de aquellos vertebrados terrestres que crecen y crecen desde su nacimiento. Si optas por ahuecar la estructura, eso significa adelgazamiento de las paredes del, por ejemplo, fémur. Riesgo de fractura. Si optas por no ahuecar la estructura y la mantienes rellena de lípidos, vas a tener una limitación en la longitud del hueso. No en vano se sabe que los clavos de

diferentes tamaños tienen una relación alométrica entre su longitud y su diámetro para que mantengan su dignidad ante la violencia del martillo. La solución de compromiso:

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algo parecido a lo que se hace con un folio o la chapa de un coche para que no alabee: crear pliegues en la estructura. De paso solucionas otro problema: dónde insertar los tendones y aponeurosis de los paquetes musculares. Algunas plantas, como las mentas, también lograron su porción de éxito cuando adoptaron tallos de sección cuadrada, es decir, con aristas y, por el mismo precio, incluyeron en su interior, en las esquinas, un varillaje especial que llamamos colénquima. Como esto funcionaba, la pragmática naturaleza lo implantó en unas delgadas láminas llenas de clorofila, algo así como los planos chicles del quiosco, pero con la salvedad de que, mientras los segundos acaban humillados bajo el sol, las primeras mantienen su forma y su buena cara ante la fuerte radiación de esa explosiva estrella. Ahora las llamamos hojas, pero antes fueron frondes. De ahí lo frondoso.

La alternativa a la esférica radiación isotrópica es otra forma de gran éxito en este planeta. Se presenta en aquellas especies que optan por desarrollar individuos o

estructuras en una sola dirección y el intento de mantener unos y otras en un plano. Estamos hablando de la espiral en alguna de sus variaciones (de Arquímedes, logarítmica, etc.), una forma que crece sobre sí misma rigurosamente sujeta a un patrón matemático y que, tarde o temprano, nos recuerda a los atávicos trisqueles, es decir, al Sol. Aunque siempre recurrimos a las conocidas imágenes de la espiritrompa de los lepidópteros, las piñas o algunos moluscos gasterópodos o cefalópodos, no caemos en la cuenta de que, con suerte,

llevamos una espiral en la coronilla o de que en ese óleo, a un lado, percibimos la esencia de lo armónico: la proporción aurea relacionada con aquel Fibonacci de la Italia del siglo XIII.

Y en cuanto a lo de separarse de la superficie que sustenta para poder dispersar los bloques de información, algunas especies logran hacerlo con gallardía, con arrojo, pero otras no. Efímeras y humildes setas, encargos aéreos de una maraña

subterránea que no vemos, adoptan formas convexas que son resultado útil de previas pseudoesferas. Y, en cualquier caso, manteniendo cierta aprensión a las gotas de agua que puedan romper sus delicada trama

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filamentosa, permanecen con sus laminillas mirando al suelo, es decir el destino final de cientos de esféricas esporas. ¡La esfera otra vez!

Muchos helechos hacen lo mismo; sus esporangios no aceptan vivir de cara a la lluvia torrencial o al granizo, así que, por si acaso, también miran al suelo. Los musgos no perecen tener tanto interés en mirar al suelo, aunque no se atreven mucho a

separarse de él y mantienen sus productos informativos en resistentes cápsulas. Sin embargo, cuando llega el momento de la liberación, las cápsulas se inclinan. Un tributo más a la eficacia.

Y esa convexidad presente en el sombrerillo de las setas o en la forma de agruparse los gametofitos de los musgos, esa convexidad que nos parece natural de tanto verla, está en los cigotos que, en fases avanzadas del desarrollo, comienzan a formar elipsoides de revolución

con un exagerado alargamiento de uno de sus ejes. Es como si la esfera ya no gustara

tanto. Así que el destino, prefijado en la doble hélice tanguera, consistirá ahora en rodear de servidumbre a un tubo esencial, cuyas paredes serán la frontera entre lo digerido y lo asimilado. Lo llamaremos tubo digestivo y tendrá que ser suficientemente largo como para contener zonas especializadas en funciones diferentes. A mayor gloria de la nutrición y a mayor gloria de la estabilidad dinámica para poder llegar al momento de la reproducción.

Así que la vida, anteriormente esférica por necesidades de programación en un medio acuático de uniforme presión hidrostática, decide alargarse por dentro y por fuera antes del siguiente triple salto mortal: el movimiento direccional.

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Y el movimiento condiciona aspectos. Si en agua, forma de huso y numerosas piezas imbricadas para que resbale bien el fluido. Hay que variar todo lo que se pueda el

número de Reynolds. Así que se logra con las escamas. Si en tierra, mientras se inventa el vuelo, el uniforme cilindro con perfilado convexo en la parte superior y dos opciones para el movimiento: una musculosa lámina plana, que evita al alto índice de rozamiento con el suelo mediante una lubricación continua, o la proyección de estructuras articuladas, que reducen considerablemente el rozamiento. Si el tubo digestivo ha de ser largo, entonces hay que alargar el continente, es decir, el cilindro. ¿Cómo? Pues fácil. Cualquier fabricante de cadenas o estanterías lo sabe: repitiendo

módulos. A esto lo llamamos metamería.

Al fin y al cabo, si queremos alargar el horru para mejorar la zonificación interna, hemos de pasar de los 4 a los 6 pies o más. Lo peliagudo es conseguir que tanto uno como otro tipo de horru puedan moverse, así se conseguiría acercarlos a la cosecha y no al revés. Indudablemente esto exigiría un nuevo diseño en los pegoyos, en les mueles y en les trabes, pues una estructura así ganaría estabilidad durante el movimiento si cada pegoyu tuviera, al menos, tres piezas articuladas con flejes elásticos y una proyección no vertical, sino hacia afuera. Claro que, entonces, lo ganado en estabilidad, proporcional al incremento en anchura, impediría el paso de toda la estructura por la caleya de turno. Un problemón que, seguro, llevaría a más de una discusión. Así que ahora ya sabemos por qué los horros de 6 pies no se mueven: por no discutir.

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Pero la vida, como las personas, cansa de las cosas. Así que más que nada, por salir de la rutina, entiende que tanto bicho alargado con tantas patas refalfia. Es hora de contener el gasto. De 100 pies pasamos a 6 u 8 pies, pero con cuidado, que el conjunto se puede volver torpón. Se busca un buen centro de gravedad para concentrar los apéndices y, puestos a tirar la casa por la ventana, puesto que parece que, a todos los que se mueven, les da por moverse hacia delante, ponemos ahí, en la parte de adelante, lo más esencial para un eficiente intercambio de información con el ambiente: se inventa la cabeza. Los biólogos llamamos a este proceso evolutivo, cefalización. Esto es algo fantástico, porque lo tenemos nosotros.

Sin extralimitación presupuestaria, con una generosidad sin límites y procurando evitar cualquier chapuza que pueda ser criticada posteriormente, la vida prueba a ubicar en la parte más anterior mecanorreceptores, quimiorreceptores y fotorreceptores. ¡Hala!, todo el mundo con algo para oír, algo para oler y degustar, y algo para ver, aunque, de momento, el enfoque requiera algún ajuste.

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Y a la par que mejora la percepción, esta creativa doble cadena inventa otro procedimiento para mejorar el intercambio de información por unidad de tiempo en estructuras que soportan importantes funciones. Es muy sencillo. Consiste en incrementar la superficie de intercambio sin un sustancial incremento de volumen, y eso se logra en dos pasos: el primero, el básico, aumentando la superficie; el segundo, algo más sofisticado, plegando la superficie para evitar el incremento de volumen. Lo encontramos en aquellas eficientes bacterias que un día se volvieron mitocondrias, en la sinapsis neuronal, en mamíferos placentarios como nosotros y en el telencéfalo de los primates, es decir, en nuestro encéfalo.

Con el paso de tiempo hemos descubierto que la vida tiene autoridad. No es de extrañar. Dispone de un tiempo que ella misma va creando conforme es. Por delante no hay tiempo, pero éste aparece en cuanto la vida llega a él. El invento es genial y, además, impresiona. Y encima, en el colmo del lujo, el tiempo usado no se desperdicia. Va quedando registrado en forma de historia, fósiles o estratos, que todo es lo mismo, y aunque este registro parece algo escaso, seguramente por falta de anaqueles para guardar tanta carpeta, resulta suficiente para reconstruir más de una

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serie filogenética . Además, tranquiliza saber que, conforme el tiempo transcurre, la vida es capaz de nuevas ocurrencias, como, por ejemplo, la creación de barreras para filtrar lo interesante de lo aburrido, lo útil de lo inútil, de modo que en un sistema heterogéneo crea bordes selectivos que crean ventajas adaptativas a quien los posee. También se dedica a dar instrucciones precisas a aquellas especies que adoptan

formas cerradas en sus flores: “inclinen sus flores, por favor, el agua puede inundar el compartimento, forzar la estructura del pedúnculo sustentador y, por una u otra causa, arruinar la polinización”. Como ya se dijo, el envío de información es sagrado.

Y frente a la abundancia en el cuidado de estas especies con flores, la vida parece tratar con cierta cicatería a aquellas especies que no optaron por contratar su propagación con mano de obra voladora, castigándolas a vivir apiñadas o colgadas a la espera del aire que peor las trate.

Bien, hasta aquí el divertimento elaborado con las ocurrencias de la vida. Empezamos con un tango, terminamos con la danza de las formas. Las formas del tiempo. Hasta aquí un forzado resumen de infinidad de

variables concurrentes en cada especie. Hasta aquí una mínima muestra de lo que es la evolución: lo que está ante nuestros ojos y, normalmente, no vemos. A no ser que, como tantas cosas en la vida, alguien nos enseñe a observarlo. A eso lo llamamos enseñanza y, a pesar de todo, seguimos poniendo entusiasmo en ello. Detrás de todo

lo que sabemos están matemáticos, físicos, químicos, artistas e, incluso, biólogos, es decir, individuos de nuestra propia especie, también emparentados con Homo neanderthalensis, que disfrutaron y disfrutan con el conocimiento.

Tal vez hayamos logrado que algunos alumnos se paren delante de cualquier aparente nimiedad, como una simple rama de figar, y se pregunten por qué esa rama, hasta ahora creciendo hacia abajo,

se curva en el momento y punto precisos. Tal vez sólo se pregunten con impaciencia si los figos ya están maduros o, tal vez no se pregunten nada. En cualquier caso son

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tres variaciones fenotípicas, y la evolución, en lo que ven y, sin notarlo, en ellos mismos, seguirá ganando por goleada: ¡Viva la variabilidad poblacional!

Gracias, Darwin. Gracias, Mayr. Gracias, Wagensberg...

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