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DISCURSO SOBRE EL ORIGEN DE LA DESIGUALDAD ENTRE LOS HOMBRES Jean-Jacques Rousseau Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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DISCURSO SOBRE ELORIGEN DE LA

DESIGUALDAD ENTRELOS HOMBRES

Jean-Jacques Rousseau

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ADVERTENCIA DEL AUTOR SOBRELAS NOTAS

Siguiendo mi perezosa costumbre de trabajara ratos perdidos, he añadido algunas notas aesta obra. Estas notas se apartan bastante delasunto algunas veces, por lo cual no son apropósito para ser leídas al mismo tiempo queel texto. Por esta razón las he relegado al finaldel Discurso, en el cual he procurado seguir delmejor modo posible el camino más recto. Quie-nes tengan el valor de empezar por segundavez la lectura pueden entretenerse en distraersu atención hacia las notas, intentando unaojeada sobre ellas. En cuanto a los demás pocose perdería si no las leyesen.

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Dedicatoria

A la República de Ginebra Magníficos, muy honorables y soberanos

señores: Convencido de que sólo al ciudadano vir-

tuoso le es dado ofrecer a su patria aquelloshonores que ésta pueda aceptar, trabajo hacetreinta años para ser digno de ofreceros unhomenaje público; y supliendo en parte estafeliz ocasión lo que mis esfuerzos no han podi-do hacer, he creído que me sería permitidoatender aquí más al celo que me anima que alderecho que debiera autorizarme.

Habiendo tenido la dicha de nacer entrevosotros, ¿cómo podría meditar acerca de laigualdad que la naturaleza ha establecido entrelos hombres y sobre la desigualdad creada porellos, sin pensar al mismo tiempo en la profun-da sabiduría con que una y otra, felizmentecombinadas en ese Estado, concurren, del mo-do más aproximado a la ley natural y más favo-

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rable para la sociedad, al mantenimiento delorden público y a la felicidad de los particula-res? Buscando las mejores máximas que puedadictar el buen sentido sobre la constitución deun gobierno, he quedado tan asombrado alverlas todas puestas en ejecución en el vuestro,que, aun cuando no hubiera nacido dentro devuestros muros, hubiese creído no poder dis-pensarme de ofrecer este cuadro de la sociedadhumana a aquel de entre todos los pueblos queparéceme poseer las mayores ventajas y haberprevenido mejor los abusos.

Si hubiera tenido que escoger el lugar demi nacimiento, habría elegido una sociedad deuna grandeza limitada por la extensión de lasfacultades humanas, es decir, por la posibilidadde ser bien gobernada, y en la cual, bastándosecada cual a sí mismo, nadie hubiera sido obli-gado a confiar a los demás las funciones de quehubiese sido encargado; un Estado en que, co-nociéndose entre sí todos los particulares, ni lasobscuras maniobras del vicio ni la modestia de

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la virtud hubieran podido escapar a las miradasy al juicio del público, y donde el dulce hábitode verse y de tratarse hiciera del amor a la pa-tria, más bien que el amor a la tierra, el amor alos ciudadanos.

Hubiera querido nacer en un país en elcual el soberano y el pueblo no tuviesen másque un solo y único interés, a fin de que losmovimientos de la máquina se encaminaransiempre al bien común, y como esto no podríasuceder sino en el caso de que el pueblo y elsoberano fuesen una misma persona, dedúceseque yo habría querido nacer bajo un gobiernodemocrático sabiamente moderado.

Hubiera querido vivir y morir libre, es de-cir, de tal manera sometido a las leyes, que niyo ni nadie hubiese podido sacudir el honrosoyugo, ese yugo suave y benéfico que las másaltivas cabezas llevan tanto más dócilmentecuanto que están hechas para no soportar otroalguno.

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Hubiera, pues, querido que nadie en el Es-tado pudiese pretender hallarse por encima dela ley, y que nadie desde fuera pudiera impo-ner al Estado su reconocimiento; porque, cual-quiera que sea la constitución de un gobierno,si se encuentra un solo hombre que no esté so-metido a la ley, todos los demás hállanse nece-sariamente a su merced (1); y si hay un jefe na-cional y otro extranjero, cualquiera que sea ladivisión que hagan de su autoridad, es imposi-ble que uno y otro sean obedecidos y que elEstado esté bien gobernado.

Yo no hubiera querido vivir en una re-pública de reciente institución, por buenas quefuesen sus leyes, temiendo que, no conviniendoa los ciudadanos el gobierno, tal vez constitui-do de modo distinto al necesario por el momen-to, o no conviniendo los ciudadanos al nuevogobierno, el Estado quedase sujeto a quebrantoy destrucción casi desde su nacimiento; puessucede con la libertad como con los alimentossólidos y suculentos o los vinos generosos, que

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son propios para nutrir y fortificar los tempe-ramentos robustos a ellos habituados, pero queabruman, dañan y embriagan a los débiles ydelicados que no están acostumbrados a ellos.Los pueblos, una vez habituados a los amos, nopueden ya pasarse sin ellos. Si intentan sacudirel yugo, se alejan tanto más de la libertad cuan-to que, confundiendo con ella una licenciacompletamente opuesta, sus revoluciones losentregan casi siempre a seductores que nohacen sino recargar sus cadenas. El mismopueblo romano, modelo de todos los puebloslibres, no se halló en situación de gobernarse así mismo al sacudir la opresión de los Tarqui-nos (2). Envilecido por la esclavitud y los igno-miniosos trabajos que éstos le habían impuesto,el pueblo romano no fue al principio sino unpopulacho estúpido, que fue necesario condu-cir y gobernar con muchísima prudencia a finde que, acostumbrándose poco a poco a respi-rar el aire saludable de la libertad, aquellas al-mas enervadas, o mejor dicho embrutecidas

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bajo la tiranía, fuesen adquiriendo gradualmen-te aquella severidad de costumbres y aquellafirmeza de carácter que hicieron del romano elmás respetable de todos los pueblos.

Hubiera, pues, buscado para patria míauna feliz y tranquila república cuya antigüedadse perdiera, en cierto modo, en la noche de lostiempos; que no hubiese sufrido otras altera-ciones que aquellas a propósito para revelar yarraigar en sus habitantes el valor y el amor a lapatria, y donde los ciudadanos, desde largotiempo acostumbrados a una sabia indepen-dencia, no solamente fuesen libres, mas tam-bién dignos de serlo.

Hubiera querido una patria disuadida, poruna feliz impotencia, del feroz espíritu de con-quista, y a cubierto, por una posición todavíamás afortunada, del temor de poder ser ellamisma la conquista de otro Estado; una ciudadlibre colocada entre varios pueblos que no tu-vieran interés en invadirla, sino, al contrario,que cada uno lo tuviese en impedir a los demás

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que la invadieran; una república, en fin, que nodespertara la ambición de sus vecinos y quepudiese fundadamente contar con su ayuda encaso necesario. Síguese de esto que, en tan felizsituación, nada habría de temer sino de sí mis-ma, y que si sus ciudadanos se hubieran ejerci-tado en el uso de las armas, hubiese sido másbien para mantener en ellos ese ardor guerreroy ese firme valor que tan bien sientan a la liber-tad y que alimentan su gusto, que por la nece-sidad de proveer a su propia defensa.

Hubiera buscado un país donde el derechode legislar fuese común a todos los ciudadanos,porque ¿quién puede saber mejor que ellosmismos en qué condiciones les conviene vivirjuntos en una misma sociedad? Pero no hubieraaprobado plebiscitos semejantes a los usadospor el pueblo romano, en el cual los jefes delEstado y los más interesados en su conserva-ción estaban excluidos de las deliberaciones, delas que frecuentemente dependía la saludpública, y donde, por una absurda inconse-

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cuencia, los magistrados hallábanse privadosde los derechos de que disfrutaban los simplesciudadanos.

Hubiera deseado, al contrario, que, paraimpedir los proyectos interesados y mal conce-bidos y las innovaciones peligrosas que perdie-ron por fin a los atenienses, no tuviera cual-quiera el derecho de preponer caprichosamentenuevas leyes; que este derecho pertenecierasolamente a los magistrados; que éstos usasende él con tanta circunspección, que el pueblo,por su parte, no fuera menos reservado paraotorgar su consentimiento; y que la promulga-ción se hiciera con tanta solemnidad, que antesde que la constitución fuese alterada hubieratiempo para convencerse de que es sobre todola gran antigüedad de las leyes lo que las hacesantas y venerables; que el pueblo menospreciarápidamente las leyes que ve cambiar a diario,y que, acostumbrándose a descuidar las anti-guas costumbres so pretexto de mejores usos,

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se introducen frecuentemente grandes malesqueriendo corregir otros menores.

Hubiera huido, sobre todo, por estar nece-sariamente mal gobernada, de una repúblicadonde el pueblo, creyendo poder prescindir desus magistrados, o concediéndoles sólo unaautoridad precaria, hubiese guardado para sí,con notoria imprudencia, la administración desus asuntos civiles y la ejecución de sus propiasleyes. Tal debió de ser la grosera constituciónde los primeros gobiernos al salir inmediata-mente del estado de naturaleza; y ése fue unode los vicios que perdieron a la república deAtenas.

Pero hubiera elegido la república en dondelos particulares, contentándose con otorgar lasanción de las leyes y con decidir, constituidosen cuerpo y previo informe de los jefes, losasuntos públicos más importantes, establecie-sen Tribunales respetados, distinguiesen concuidado las diferentes jurisdicciones y eligiesenanualmente para administrar la justicia y go-

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bernar el Estado a los más capaces y a los másíntegros de sus conciudadanos; aquella donde,sirviendo de testimonio de la sabiduría delpueblo la virtud de los magistrados, unos yotros se honrasen mutuamente, de suerte que síalguna vez viniesen a turbar la concordiapública funestas desavenencias, aun esos tiem-pos de ceguedad y de error quedasen señaladoscon testimonios de moderación, de estima recí-proca, de un común respeto hacia las leyes,presagios y garantías de una reconciliación sin-cera y perpetua.

Tales son, magníficos, muy honorables ysoberanos señores, las ventajas que hubieradeseado en la patria de mi elección. Y si la Pro-videncia hubiese añadido además una posiciónencantadora, un clima moderado, una tierrafértil y el paisaje más delicioso que existierabajo el cielo, sólo habría deseado ya, para col-mar mi ventura, poder gozar de todos estosbienes en el seno de esa patria afortunada, vi-viendo apaciblemente en dulce sociedad con

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mis conciudadanos y ejerciendo con ellos, a suejemplo, la humanidad, la amistad y todas lasdemás virtudes, para dejar tras mí el honrosorecuerdo de un hombre de bien y de un hones-to y virtuoso patriota.

Si, menos afortunado o tardíamente discre-to, me hubiera visto reducido a terminar enotros climas una carrera lánguida y enfermiza,lamentando vanamente el reposo y la paz deque me había privado una imprudente juven-tud, hubiese al menos alimentado en mi almaesos mismos sentimientos de los cuales nohubiera podido hacer uso en mi país, y, poseídode un afecto tierno y desinteresado hacia mislejanos conciudadanos, les habría dirigido des-de el fondo de mi corazón, poco más o menos,el siguiente discurso:

«Queridos conciudadanos, o mejor, her-manos míos, puesto que así los lazos de la san-gre como las leyes nos unen a casi todos: Dulcees para mí no poder pensar en vosotros sinpensar al mismo tiempo en todos los bienes de

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que disfrutáis, y cuyo valor acaso ninguno devosotros estima tanto como yo que los he per-dido. Cuanto más reflexiono sobre vuestro es-tado político y civil, más difícil me parece quela naturaleza de las cosas humanas pueda per-mitir la existencia de otro mejor. En todos losdemás gobiernos, cuando se trata de asegurarel mayor bien del Estado, todo se limita siem-pre a proyectos abstractos o, cuando más, ameras posibilidades; para vosotros, en cambio,vuestra felicidad ya está hecha: no tenéis masque disfrutarla, y para ser perfectamente felicesno necesitáis sino conformaros con serlo. Vues-tra soberanía, conquistada o recobrada con lapunta de la espada y conservada durante dossiglos a fuerza de valor y de prudencia, es porfin plena y universalmente reconocida. Honro-sos tratados fijan vuestros límites, aseguranvuestros derechos y fortalecen vuestra tranqui-lidad. Vuestra Constitución es excelente, dicta-da por la razón más sublime y garantida porpotencias amigas y respetables; vuestro Estado

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es tranquilo; no tenéis guerras ni conquistado-res que temer; no tenéis otros amos que las sa-bias leyes que vosotros mismos habéis hecho,administradas por íntegros magistrados porvosotros elegidos; no sois ni demasiado ricospara enervaros en la molicie y perder en vanosdeleites el gusto de la verdadera felicidad y delas sólidas virtudes, ni demasiado pobres paraque tengáis necesidad de más socorros extrañosde los que os procura vuestra industria; y esapreciosa libertad, que no se mantiene en lasgrandes naciones sino a costa de exorbitantesimpuestos, casi nada os cuesta conservarla.

«¡Que pueda durar siempre, para dicha desus conciudadanos y ejemplo de los pueblos,una república tan sabia y afortunadamenteconstituida! He aquí el único voto que tenéisque hacer, el único cuidado que os queda. Enadelante, a vosotros incumbe, no el hacer vues-tra felicidad -vuestros antepasados os han evi-tado ese trabajo-, sino el conservarla durade-ramente mediante un sabio uso. De vuestra

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unión perpetua, de vuestra obediencia a lasleyes y de vuestro respeto a sus ministros de-pende vuestra conservación. Si queda entrevosotros el menor germen de acritud o descon-fianza, apresuraos a destruirlo como levadurafunesta de donde resultarían tarde o tempranovuestras desgracias y la ruina del Estado. Osconjuro a todos vosotros a replegaros en el fon-do de vuestro corazón y a consultar la voz se-creta de vuestra conciencia. ¿Conoce alguno devosotros en el mundo un cuerpo más íntegro,más esclarecido, más respetable que vuestramagistratura? ¿No os dan todos sus miembrosejemplo de moderación, de sencillez de cos-tumbres, de respeto a las leyes y de la más sin-cera armonía? Otorgad, pues, sin reservas a tandiscretos jefes esa saludable confianza que larazón debe a la virtud; pensad que vosotros loshabéis elegido, que justifican vuestra elección yque los honores debidos a aquellos que habéisinvestido de dignidad recaen necesariamentesobre vosotros mismos. Ninguno de vosotros es

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tan poco ilustrado que pueda ignorar que don-de se extingue el vigor de las leyes y la autori-dad de sus defensores no puede haber ni segu-ridad ni libertad para nadie.

¿De qué se trata, pues, entre vosotros sinode hacer de buen grado y con justa confianza loque estaríais siempre obligados a hacer porverdadera conveniencia, por deber y porrazón? Que una culpable y funesta indiferenciapor el mantenimiento de la Constitución no oshaga descuidar nunca en caso necesario lassabias advertencias de los más esclarecidos y delos más discretos, sino que la equidad, la mode-ración, la firmeza más respetuosa sigan regu-lando vuestros pasos y muestren en vosotros almundo entero el ejemplo de un pueblo altivo ymodesto, tan celoso de su gloria como de sulibertad. Guardaos sobre todo, y éste será miúltimo consejo, de escuchar perniciosas inter-pretaciones y discursos envenenados, cuyosmóviles secretos son frecuentemente más peli-grosos que las acciones mismas. Una casa ente-

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ra despiértase y se sobresalta a los primerosladridos de un buen y fiel guardián que sóloladra cuando se aproximan los ladrones; perotodos odian la impertinencia de esos ruidososanimales que turban sin cesar el reposo públicoy cuyas advertencias continuas y fuera de lugarno se dejan oír precisamente cuando son nece-sarias.»

Y vosotros, magníficos y honorabilísimosseñores; vosotros, dignos y respetables magis-trados de un pueblo libre, permitidme que osofrezca en particular mis respetos y atenciones.Si existe en el mundo un rango que pueda enal-tecer a quienes lo ocupen, es, sin duda, el quedan el talento y la virtud, aquel de que os hab-éis hecho dignos y al cual os han elevado vues-tros conciudadanos. Su propio mérito añade alvuestro un nuevo brillo, y, elegidos por hom-bres capaces de gobernar a otros para que losgobernéis a ellos mismos, os considero tan porencima de los demás magistrados, como unpueblo libre, y sobre todo el que vosotros tenéis

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el honor de dirigir, se halla, por sus luces y surazón, por encima del populacho de los otrosEstados.

Séame permitido citar un ejemplo del quedebieran quedar más firmes huellas y quesiempre vivirá en mi corazón. No recuerdonunca sin sentir la más dulce emoción al vir-tuoso ciudadano que me dio el ser y que alec-cionó a menudo mi infancia con el respeto queos era debido. Aun le veo, viviendo del trabajode sus manos y alimentando su alma con lasverdades más sublimes. Delante de él, mezcla-dos con las herramientas de su oficio, veo aTácito, a Plutarco y a Grocio. Veo a su lado a unhijo amado recibiendo con poco fruto las tier-nas enseñanzas del mejor de los padres. Pero silos extravíos de una loca juventud me hicieronolvidar un tiempo sus sabias lecciones, al fintengo la dicha de experimentar que, por grandeque sea la inclinación hacía el vicio, es difícilque una educación en la cual interviene el co-razón se pierda para siempre.

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Tales son, magníficos y honorabilísimosseñores, los ciudadanos y aun los simples habi-tantes nacidos en el Estado que gobernáis; tales,son esos hombres instruidos y sensatos sobrelos cuales, bajo el nombre de obreros y de pue-blo, se tienen en las otras naciones ideas tanbajas y tan falsas. Mi padre, lo confieso conalegría, no ocupaba entre sus conciudadanosun lugar distinguido; era lo que todos son, y talcomo era, no hay país en que no hubiese sidosolicitado y cultivado su trato, y aun con fruto,por las personas más honorables. No me in-cumbe, y gracias al cielo no es necesario, habla-ros de las atenciones que de vosotros puedenesperar hombres de semejante excelencia, vues-tros iguales así por la educación como por losderechos de su nacimiento y de la naturaleza;vuestros inferiores por su voluntad, por la pre-ferencia que deben a vuestros merecimientos, yque ellos han reconocido, por la cual, a vuestravez, les debéis una especie de reconocimiento.Veo con viva satisfacción con cuánta modera-

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ción y condescendencia usáis con ellos de lagravedad propia de los ministros de las leyes,cómo les devolvéis en estima y consideración laobediencia y el respeto que ellos os deben; con-ducta llena de justicia y sabiduría, a propósitopara alejar cada vez más el recuerdo de doloro-sos acontecimientos que es preciso olvidar parano volverlos a ver nunca; conducta tanto másdiscreta cuanto que ese pueblo justo y generosose complace en su deber y ama naturalmentehonraros, y que los más fogosos en sostener susderechos son los más inclinados a respetar losvuestros.

No debe sorprender que los jefes de unasociedad civil amen la gloria y la felicidad; masya es bastante para la tranquilidad de los hom-bres que aquellos que se consideran como ma-gistrados o, más bien, como señores de unapatria más santa y sublime, den pruebas dealgún amor a la patria terrenal que los alimen-ta. ¡Qué dulce es para mí señalar en nuestrofavor una excepción tan rara y colocar en el

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rango de nuestros ciudadanos más excelentes aesos celosos depositarios de los dogmas sagra-dos autorizados por las leyes, a esos venerablespastores de almas, cuya viva y suave elocuen-cia hace penetrar tanto mejor en los corazoneslas máximas del Evangelio, cuanto que ellosmismos empiezan por ponerlas en práctica.Todo el mundo sabe con cuánto éxito se cultivaen Ginebra el gran arte de la elocuencia sagra-da. Pero harto habituados a oír predicar de unmodo y ver practicar de otro, pocas gentes sa-ben hasta qué punto reinan en nuestro cuerposacerdotal el espíritu del cristianismo, la santi-dad de las costumbres, la severidad consigomismo y la dulzura con los demás. Tal vez leesté reservado a la ciudad de Ginebra presentarel ejemplo edificante de una unión tan perfectaen una sociedad de teólogos y de gentes deletras. Sobre su sabiduría y su moderación, so-bre su celoso cuidado por la prosperidad delEstado fundamento en gran parte la esperanzade su eterna tranquilidad, y, sintiendo un pla-

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cer mezclado de asombro y de respeto, observocuánto horror manifiestan ante las máximasespantosas de esos hombres sagrados y bárba-ros -de los cuales la Historia ofrece más de unejemplo- que, para sostener los pretendidosderechos de Dios, es decir, sus propios inter-eses, eran tanto menos avaros de sangre huma-na cuanto más se envanecían de que la suyasería siempre respetada.

¿Podía olvidarme de esa encantadora mi-tad de la República que hace la felicidad de laotra y cuya dulzura y prudencia mantienen lapaz y las buenas costumbres? Amables y vir-tuosas ciudadanas: el sino de vuestro sexo serásiempre gobernar el nuestro. ¡Felices cuandovuestro casto poder, ejercido solamente en launión conyugal, no se hace sentir más que paragloria del Estado y a favor del bienestar públi-co! Así es como gobernaban las mujeres de Es-parta, y así merecéis vosotras gobernar en Gi-nebra. ¿Qué hombre bárbaro podría resistir a lavoz del honor y de la razón en boca de una

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tierna esposa? ¿Y quién no despreciaría un va-no lujo viendo la sencillez y modestia de vues-tra compostura, que parece ser, por el brillo querecibe de vosotras, la más favorable a la hermo-sura? A vosotras corresponde mantener vivosiempre, por vuestro amable o inocente imperioy vuestro espíritu insinuante, el amor de lasleyes en el Estado y la concordia entre los ciu-dadanos; unir por medio de afortunados ma-trimonios las familias divididas, y, sobre todo,corregir con la persuasiva dulzura de vuestraslecciones y la gracia sencilla de vuestro trato lasextravagancias que nuestros jóvenes aprendenen el extranjero, de donde, en lugar de tantascosas que podrían aprovecharles, sólo traenconsigo, con un tono pueril y ridículos airesaprendidos entre mujeres perdidas, la admira-ción de no sé qué grandezas, frívolo desquitode la servidumbre que no valdrá nunca tantocomo la augusta libertad. Permaneced, pues,siempre las mismas: castas guardadoras de lascostumbres y de los dulces vínculos de la paz, y

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continuad haciendo valer en toda ocasión losderechos del corazón y de la naturaleza en be-neficio del deber y de la virtud.

Me envanezco de no ser desmentido porlos resultados fundando en tales garantías laesperanza de la felicidad común de los ciuda-danos y la gloria de la república. Confieso que,con todas esas ventajas, no brillará con ese res-plandor con que se alucinan la mayor parte delos ojos, y cuya predilección pueril y funesta esel mayor y mortal enemigo de la felicidad y dela libertad. Que la juventud disoluta vaya abuscar en otras partes los placeres fáciles y loslargos arrepentimientos; que las pretendidaspersonas de buen gusto admiren en otros luga-res la grandeza de los palacios, la ostentaciónde los trenes, los soberbios ajuares, la pompa delos espectáculos y todos los refinamientos de lamolicie y el lujo. En Ginebra sólo se hallaránhombres; sin embargo, este espectáculo tam-bién tiene su precio, y aquellos que lo busquen

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bien podrán parangonarse con los admiradoresde esas otras cosas.

Dignaos, magníficos, muy honorables ysoberanos señores, recibir todos con igual bon-dad el respetuoso testimonio del cuidado queme tomo por vuestra común prosperidad. Sifuese tan desgraciado que apareciera culpablede algún arrebato indiscreto en esta viva efu-sión de mi corazón, yo os suplico que lo dis-culpéis en gracia al tierno afecto de un verda-dero patriota y al celo ardoroso y legítimo deun hombre que no aspira a mayor felicidadpara sí que la de veros a todos dichosos.

Soy con el más profundo respeto, magnífi-cos, muy honorables y soberanos señores, vues-tro muy humilde y muy obediente servidor yconciudadano,

J. J. ROUSSEAU. Chamberí, 12 de junio de 1754.

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PREFACIO El conocimiento del hombre me parece el

más útil y el menos adelantado de todos losconocimientos humanos (3)

, y me atrevo a decir que la inscripción deltemplo de Delfos contenía por sí sola un pre-cepto más importante y más difícil que todoslos gruesos volúmenes de los moralistas. Así,considero el asunto de este DISCURSO (4) comouna de las cuestiones más interesantes que laFilosofía pueda proponer a la meditación, y,desgraciadamente para nosotros, como uno delos problemas más espinosos que hayan deresolver los filósofos; porque ¿cómo conocer elorigen de la desigualdad entre los hombres sino se empieza por conocer a los hombres mis-mos? ¿Y cómo podrá llegar el hombre a versetal como lo ha formado la naturaleza, a travésde todos los cambios que la sucesión de lostiempos y de las cosas ha debido producir en suconstitución original, y a distinguir lo que tienede su propio fondo de lo que las circunstancias

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y sus progresos han cambiado o añadido a suestado primitivo? Semejante a la estatua deGlaucos, que el tiempo, el mar y las tempesta-des habían desfigurado de tal modo que menosse parecía a un dios que a una bestia salvaje, elalma humana, modificada en el seno de la so-ciedad por mil causas que renacen sin cesar,por la adquisición de una multitud de conoci-mientos y de errores, por las transformacionesocurridas en la constitución de los cuerpos ypor el continuo choque de las pasiones, hacambiado, por así decir, de apariencia, hasta elpunto de que apenas puede ser reconocida, yno se encuentra ya, en lugar de un ser obrandosiempre conforme a principios ciertos e inva-riables, en lugar de la celestial y majestuosasimplicidad de que su Autor la había dotado,sino el disforme contraste de la pasión que creerazonar y del entendimiento en delirio.

Pero lo más cruel aún es que todos losprogresos de la especie humana le alejan sincesar del estado primitivo; cuantos más cono-

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cimientos nuevos acumulamos, más nos pri-vamos de los medios de adquirir el más impor-tante de todos, y es, en cierto sentido, a causade estudiar al hombre por lo que nos hemoscolocado en la imposibilidad de conocerlo.

Echase de ver fácilmente que es en estoscambios de la constitución humana donde pre-cisa buscar el primer origen de las diferenciasque separan a los hombres, los cuales, porcomún testimonio, son naturalmente tan igua-les entre sí como lo eran los animales de cadaespecie antes de que diferentes causas físicasintrodujeran en algunas las variaciones que enellas observamos. No es concebible, en efecto,que esos primeros cambios, de cualquier modoque hayan ocurrido, hayan mudado a la vez yde semejante manera a todos los individuos dela especie, sino que, habiéndose perfeccionadoo degenerado unos, y habiendo adquirido cua-lidades diversas, buenas o malas, que no eraninherentes a su naturaleza, los otros permane-cieron más tiempo en su estado original; y tal

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fue entre los hombres la fuente primera de ladesigualdad, que es mucho más fácil demos-trarlo así, en general, que señalar con precisiónlas verdaderas causas.

No piensen por esto mis lectores que meenvanezco de haber visto lo que me parece, tandifícil de ver. Yo he comenzado algunos razo-namientos, he aventurado algunas conjeturas,pero menos con la esperanza de resolver lacuestión que con la intención de aclararla yreducirla a su verdadero estado. Otros podránfácilmente ir más lejos por el mismo camino,sin que a nadie le sea fácil llegar a su término;pues no es ligera empresa distinguir lo que hayde originario y lo que hay de artificial en lanaturaleza actual del hombre, y conocer bien suestado, que no existe ya, que acaso no ha existi-do, que probablemente no existirá nunca, masdel cual es necesario sin embargo tener justasnociones para juzgar acertadamente nuestroestado presente. Haría falta más filosofía de loque se piensa a quien emprendiera la tarea de

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determinar exactamente las precauciones nece-sarias para hacer sólidas observaciones sobreeste asunto; y no me parecería indigna de losAristóteles y Plinios de nuestro siglo una buenasolución del problema siguiente: ¿Qué experien-cias serían necesarias para llegar a conocer al hom-bre natural, y cuáles son los medios de hacer estasexperiencias en el seno de la sociedad? Lejos deemprender la solución de este problema, meatrevo a responder por anticipado, después dehaber meditado bastante sobre esta cuestión,que los más grandes filósofos no serán bastantecapaces para dirigir esas experiencias, ni losmás poderosos soberanos para ponerlas, enpráctica, concurso que, por otra parte, no esrazonable esperar, sobre todo con la perseve-rancia e, más bien con la continuidad de inteli-gencia y de buena voluntad necesaria de una yotra parte para, asegurar el éxito.

Estas investigaciones tan difíciles de hacery en las cuales tan poco se ha pensado hastaahora son, sin embargo, los únicos medios que

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nos quedan para resolver una multitud de difi-cultades que nos impiden el conocimiento delos fundamentos reales de la sociedad humana.Es esta ignorancia de la naturaleza del hombrelo que produce tanta incertidumbre y obscuri-dad sobre la verdadera definición del derechonatural, pues la idea del derecho, dice Burla-maqui, y más aún la del derecho natural, sonmanifiestamente ideas relativas a la naturalezadel hombre. Por consiguiente, continúa, de estamisma naturaleza del hombre, de su constitu-ción y de su estado es necesario deducir losprincipios de esa ciencia.

No sin sorpresa y escándalo se observa eldesacuerdo que reina sobre esta importantemateria entre los diversos autores que de ellahan tratado. Entre los escritores más serios,apenas si se encuentran dos que manifiesten lamisma opinión sobre este punto. Sin hablar delos filósofos antiguos, que parece se empeñaronen la tarea de contradecirse unos a otros sobrelos principios más fundamentales, los juriscon-

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sultos romanos someten indistintamente elhombre y los demás animales a la misma leynatural, porque consideran más bien bajo esenombre la ley que la naturaleza se impone a símisma que la prescrita por ella, o más bien acausa de la particular acepción con que inter-pretan esos jurisconsultos la palabra ley, queparece ser la han tomado en este punto comoexpresión de las relaciones generales estableci-das por la naturaleza entre todos los seres ani-mados para su conservación. Los modernos,reconociendo solamente bajo el nombre de leyuna regla prescrita a un ser moral, es decir, in-teligente, libre y considerado en sus relacionescon otros seres semejantes, limitan consiguien-temente la competencia de la ley natural tansólo al animal dotado de razón, es decir, alhombre. Pero como cada uno define esta ley asu modo y la fundamenta sobre principios enextremo metafísicos, ocurre que, aun entre no-sotros, bien pocos se hallan en disposición decomprender esos principios, faltos de poder

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encontrarlos por sí mismos. De suerte que to-das las definiciones de esos hombres sabios,por otra parte en perenne contradicción recí-proca, convienen solamente en una cosa: que esimposible comprender la ley natural, y por con-siguiente obedecerla, sin ser un grandísimorazonador y un profundo metafísico; lo cualsignifica precisamente que los hombres handebido emplear para la constitución de la so-ciedad conocimientos que se desarrollan traba-josamente, y entre pocas personas, en el senode la sociedad misma.

Conociendo tan poco la naturaleza y dis-crepando de tal modo sobre el sentido de lapalabra ley, difícil sería convenir en una buenadefinición de la ley natural. He aquí por qué lasdefiniciones que se hallan en los libros, ademásdel defecto de no ser uniformes, tienen el de serdeducidas de diversos conocimientos que loshombres no poseen naturalmente y de una su-perioridad que no han podido concebir sinodespués de haber salido del estado natural.

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Comiénzase por buscar aquellas reglas que, porla utilidad común, serían buenas para que loshombres las reconociesen, y al conjunto de es-tas reglas se lo da el nombre de ley natural, sinotra prueba que el bien que se supone resultar-ía de su aplicación universal. He aquí un siste-ma sumamente cómodo de componer defini-ciones y de explicar la naturaleza de las cosaspor conveniencias casi arbitrarias.

Pero en tanto no conozcamos al hombrenatural, es vano que pretendamos determinarla ley que ha recibido o la que mejor conviene asu estado. Lo único que podemos ver muy cla-ramente a propósito de esta ley es que no sóloes necesario, para que sea ley, que la voluntadde aquel a quien obliga pueda someterse conconocimiento, sino que además es preciso, paraque sea ley natural, que hable inmediatamentepor la voz de la naturaleza.

Dejando, pues, todos los libros científicos,que sólo nos enseñan a ver a los hombres talcomo ellos se han ido formando, y meditando

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sobre las primeras y las más simples operacio-nes del alma humana, creo advertir dos princi-pios anteriores a la razón, uno de los cuales nosinteresa vivamente para nuestro bienestar y elotro nos inspira una repugnancia natural sivemos sufrir o perecer a cualquier ser sensible,principalmente a nuestros semejantes. Del con-curso y de la combinación que nuestro espíritusepa hacer de esos dos principios, sin que seanecesario añadir el de la sociabilidad, me pare-ce que se derivan todas las reglas del derechonatural, reglas que la razón se ve precisada aestablecer sobre otros fundamentos cuando hallegado, por sucesivos desenvolvimientos, asofocar la naturaleza.

De este modo, no es necesario hacer delhombre un filósofo antes de hacer de él unhombre. Sus deberes hacia sus semejantes no leson dictados únicamente por las tardías leccio-nes de la sabiduría, y mientras no resista a losíntimos impulsos de la conmiseración, nuncahará mal alguno a otro hombre, ni aun a cual-

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quier ser sensible, salvo el legítimo caso en que,hallándose comprometida su propia conserva-ción, se vea forzado a darse a sí mismo la prefe-rencia. De esta manera se acaban las antiguascontroversias sobre la participación de los ani-males en la ley natural; pues es claro que,hallándose privados de entendimiento y delibertad, no pueden reconocer esta ley; másparticipando en cierto modo de nuestra natura-leza por la sensibilidad de que se hallan dota-dos, hay que pensar que también deben parti-cipar del derecho natural y que el hombre tienehacia ellos alguna especie de obligaciones. Pa-rece ser, en efecto, que si estoy obligado a nohacer ningún mal a mis semejantes, es menospor su condición de ser razonable que por sucualidad de ser sensible, cualidad que, siendocomún al animal y al hombre, debe al menosdarlo a aquél el derecho de no ser maltratadoinútilmente por éste.

Este mismo estudio del hombre original,de sus necesidades verdaderas y de los princi-

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pios fundamentales de sus deberes, es el únicomedio adecuado que pueda emplearse pararesolver esa muchedumbre de dificultades quese presentan sobre el origen de la desigualdadmoral, sobre los verdaderos fundamentos delcuerpo político, sobre los derechos recíprocosde sus miembros y sobre otras mil cuestionesparecidas, tan importantes como mal aclaradas.

Considerando la sociedad humana conuna mirada tranquila y desinteresada, parece alprincipio presentar solamente la violencia delos fuertes y la opresión de los débiles. El espí-ritu se subleva contra la dureza de los unos odeplora la ceguedad de los otros; y como nadahay de tan poca estabilidad entre los hombrescomo esas relaciones exteriores llamadas debi-lidad o poderío, riqueza o pobreza, producidasmás frecuentemente por el azar que por la sa-biduría, parecen las instituciones humanas, aprimera vista, fundadas sobre montones dearena movediza; sólo examinándolas de cerca,después de haber apartado el polvo y la arena

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que rodean el edificio, se advierte la base indes-tructible sobre que se alza y apréndese a respe-tar sus fundamentos. Ahora bien; sin un serioestudio del hombre, de sus facultades naturalesy de sus desenvolvimientos sucesivos, no lellegará nunca a hacer esa diferenciación y adistinguir en el actual estado de las cosas lo queha hecho la voluntad divina y lo que el artehumano ha pretendido hacer.

Las investigaciones políticas y morales aque da ocasión la importante cuestión que yoexamino son útiles de cualquier modo, y la his-toria hipotética de los gobiernos es para elhombre una lección instructiva bajo todos con-ceptos. Considerando lo que hubiéramos llega-do a ser abandonados a nosotros mismos, de-bemos aprender a bendecir a aquel cuya manobienhechora, corrigiendo nuestras institucionesy dándoles un fundamento indestructible, haprevenido los desórdenes que habrían de resul-tar y hecho nacer nuestra felicidad de aquellos

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medios que parecían iban a colmar nuestra mi-seria.

Quem te Deus esse Jussit, et humana qua partelocatus es in re, Disce (5).

PERSIO, sát. III, v. 71.

DISCURSO

Voy a hablar del hombre, y el asunto queexamino me indica que voy a hablar a los hom-bres; mas no se proponen cuestiones semejantescuando se teme honrar la verdad. Defenderé,pues, confiadamente la causa de la humanidadante los sabios que me invitan, y no quedarédescontento de mí mismo si consigo ser dignode mi objeto y de mis jueces.

Considero en la especie humana dos clasesde desigualdades: una, que yo llamo natural ofísica porque ha sido instituida por la naturale-za, y que consiste en las diferencias de edad, desalud, de las fuerzas del cuerpo y de las cuali-dades del espíritu o del alma; otra, que puede

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llamarse desigualdad moral o política porquedepende de una especie de convención y por-que ha sido establecida, o al menos autorizada,con el consentimiento de los hombres. Estaconsiste en los diferentes privilegios de quealgunos disfrutan en perjuicio de otros, como elser más ricos, más respetados, más poderosos,y hasta el hacerse obedecer.

No puede preguntarse cuál es la fuente dela desigualdad natural porque la respuesta seencontraría enunciada ya en la simple defini-ción de la palabra. Menos aún puede buscarsesi no habría algún enlace esencial entre una yotra desigualdad, pues esto equivaldría a pre-guntar en otros términos si los que mandan sonnecesariamente mejores que lo que obedecen, ysi la fuerza del cuerpo o del espíritu, la sabidur-ía o la virtud, se hallan siempre en los mismosindividuos en proporción con su poder o suriqueza; cuestión a propósito quizá para serdisentida entre esclavos en presencia de sus

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amos, pero que no conviene a hombres razona-bles y libres que buscan la verdad.

¿De qué se trata, pues, exactamente en esteDISCURSO? De señalar en el progreso de lascosas el momento en que, sucediendo el dere-cho a la violencia, a naturaleza quedó sometidaa la ley; de explicar por qué encadenamiento deprodigios pudo el fuerte decidirse a servir aldébil y el pueblo a comprar un reposo quiméri-co al precio de una felicidad real.

Todos los filósofos que han examinado losfundamentos de la sociedad han comprendidola necesidad de retrotraer la investigación alestado de naturaleza, pero ninguno de ellos hallegado hasta ahí. Unos no han titubeado ensuponer en el hombre en tal estado la noción dejusto e injusto, sin cuidarse de probar que pu-diera haber existido esa noción, ni aun que lofuera útil. Otros han hablado del derecho natu-ral que tiene cada cual de conservar lo que lepertenece, sin explicar qué entendían por per-tenecer. Otros, atribuyendo primero al más

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fuerte la autoridad sobre el más débil, hanhecho nacer en seguida el gobierno, sin pensaren el tiempo que debió transcurrir antes de queel sentido de las palabras autoridad y gobiernopudiera existir entre los hombres. Todos, en fin,hablando sin cesar de necesidad, de codicia, deopresión, de deseo y de orgullo, han transferidoal estado de naturaleza ideas tomadas de lasociedad: hablaban del hombre salvaje, y des-cribían al hombre civil. No ha despuntado si-quiera en el espíritu de la mayor parte de nues-tros filósofos la duda de que hubiera existido elestado natural, cuando es evidente, por la lec-tura de los libros sagrados, que el primer hom-bre, habiendo recibido directamente de Diosreglas y entendimiento, no se hallaba por con-siguiente en ese estado, y que, concediéndose alas escrituras de Moisés la fe que les debe todofilósofo cristiano, debe negarse que, aun antesdel diluvio, se hayan encontrado nunca loshombres en el puro estado natural, a menosque no hubiesen recaído en él, paradoja muy

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difícil de defender y completamente imposiblede probar.

Empecemos, pues, por rechazar todos loshechos, dado que no se relacionan con la cues-tión. No hay que tomar por verdades históricaslas investigaciones que puedan emprendersesobre este asunto, sino solamente por razona-mientos hipotéticos y condicionales, más ade-cuados para esclarecer la naturaleza de las co-sas que para demostrar su verdadero origen yparecidos a los que hacen a diario nuestros físi-cos sobre la formación del mundo. La religiónnos ordena creer que, habiendo Dios mismosacado a los hombres del estado natural inme-diatamente después de la creación, son des-iguales porque Él ha querido que lo fuesen;pero no nos prohíbe hacer conjeturas derivadasúnicamente de la naturaleza del hombre y delos animales que lo rodean acerca de lo quehabría sido del género humano si hubiera que-dado abandonado a sí mismo. He aquí lo que seme pide y lo que yo me propongo examinar en

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este DISCURSO. Como esta materia abarca alhombre en general, intentaré emplear un len-guaje adecuado para todas las naciones, o me-jor, olvidando los tiempos y los lugares, parapensar tan sólo en los hombres a quienes hablo,supondré hallarme en el Liceo (6) de Atenas re-pitiendo las lecciones de mis maestros, tenien-do por jueces a los Platones y Jenócrates, y algénero humano por auditorio.

¡Oh tú, hombre, de cualquier país que seas,cualesquiera que sean tus opiniones, escucha!He aquí tu historia tal como he creído leerla, noen los libros, de tus semejantes, que son men-daces, sino en la naturaleza, que jamás miento.Todo lo que provenga de ella será verdadero;sólo será falso lo que yo haya puesto de mi par-te inadvertidamente. Los tiempos de que voy ahablar están muy lejos ya. ¡Cuánto has cambia-do! Por así decir, es la vida de tu especie la quevoy a describirte, según las cualidades que hasrecibido, que tu educación y tus costumbreshan podido viciar pero no han podido destruir.

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Hay, yo lo comprendo, a una edad en la cualquisiera detenerse el hombre individual; túbuscarás la edad en que desearías se hubiesedetenido tu especie. Disgustado de tu estadopresente por razones que anuncian a tu poste-ridad desdichada desazones mayores todavía,tal vez desearías poder retroceder; este senti-miento debe servir de elogio a tus primerosantepasados, de crítica a tus contemporáneos,de espanto para aquellos que tengan la desgra-cia de vivir después que tú.

PRIMERA PARTE

Por importante que sea, para bien juzgardel estado natural del hombre, considerarladesde su origen y examinarle, por así decir, enel primer embrión de la especie, yo no seguirésu organización a través de sus desenvolvi-mientos sucesivos ni me detendré tampoco abuscar en el sistema animal lo que haya podidoser al principio para llegar por último a lo que

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es. No examinaré si, como piensa Aristóteles,sus prolongadas uñas fueron al principio garrasganchudas; si era velludo como un oso, y si,caminando a cuatro pies (7), su mirada, dirigidahacia la tierra y limitada a un horizonte de al-gunos pasos, no indicaba al mismo tiempo elcarácter y los límites de sus ideas. No podríahacer sobre esta materia sino conjeturas vagas ycasi imaginarias. La anatomía comparada no hahecho todavía suficientes progresos y las ob-servaciones de los naturalistas son aún dema-siado inciertas para que pueda establecersesobre fundamentos semejantes la base de unrazonamiento sólido; de modo que, sin recurrira los conocimientos naturales que poseemossobre este punto y sin parar atención en loscambios que han debido tener lugar tanto en laconformación interior como en la exterior delhombre a medida que aplicaba sus miembros anuevos usos y se nutría con nuevos alimentos,le supondré constituido de todo tiempo como leveo hoy día, andando en dos pies, sirviéndose

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de sus manos como nosotros de las nuestras ymidiendo con la mirada la infinita extensión delcielo.

Despojando a este ser así constituido detodos los dones sobrenaturales que haya podi-do recibir y de todas las facultades artificialesque no ha podido adquirir sino mediando lar-gos progresos; considerándole, en una palabra,tal como ha debido salir de manos de la natura-leza, veo un animal menos fuerte que unos,menos ágil que otros, pero, en conjunto, el másventajosamente organizado de todos; le veosaciándose bajo una encina, aplacando su seden el primer arroyo y hallando su lecho al piedel mismo árbol que lo ha proporcionado elalimento; he ahí sus necesidades satisfechas.

La tierra, abandonada a su fertilidad natu-ral (8) y cubierta de bosques inmensos, que nun-ca mutiló el hacha, ofrece a cada paso almace-nes y retiros a los animales de toda especie.Dispersos entre ellos, los hombres observan,imitan su industria, elevándose así hasta el ins-

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tinto de las bestias, con la ventaja de que, sicada especie sólo posee el suyo propio, el hom-bre, no teniendo acaso ninguno que le perte-nezca, se los apropia todos, se nutre igualmentecon la mayor parte de los alimentos (9) que losotros animales se disputan, y encuentra, porconsiguiente, su subsistencia con mayor facili-dad que ninguno de ellos.

Acostumbrados desde la infancia a la in-temperie del tiempo y al rigor de las estaciones,ejercitados en la fatiga y forzados a defenderdesnudos y sin armas su vida y su presa contralas bestias feroces, o a escapar de ellas corrien-do, fórmanse los hombres un temperamentorobusto y casi inalterable; los hijos, viniendo almundo con la excelente constitución de suspadres y fortificándola con los mismos ejerci-cios que la han producido, adquieren de esemodo todo el vigor de que es capaz la especiehumana. La naturaleza procede con ellos preci-samente como la ley de Esparta con los hijos delos ciudadanos (10): hace fuertes y robustos a los

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bien constituidos y deja perecer a todos los de-más, a diferencia de nuestras sociedades, don-de, el Estado, haciendo que los hijos sean one-rosos a los padres, los mata indistintamenteantes de su nacimiento.

Siendo el cuerpo del hombre salvaje elúnico instrumento de él conocido, lo emplea enusos diversos, de que son incapaces los nues-tros por falta de ejercicio, y es nuestra industriala que nos arrebata la agilidad y la fuerza que lanecesidad lo obliga a adquirir. Si hubiera teni-do hacha, ¿habría roto con el puño tan fuertesramas? Si hubiese tenido honda, ¿lanzaría abrazo con tanta fuerza las piedras? Si hubieratenido escalera, ¿treparía con tanta ligereza porlos árboles? Si hubiese tenido caballos ¿seríatan rápido en la carrera? Dad al hombre civili-zado el tiempo preciso para reunir todas esasmáquinas a su derredor: no cabe duda que su-perará fácilmente al hombre salvaje. Mas siqueréis ver un combate aún más desigual, po-nedlos desnudos y desarmados frente a frente,

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y bien pronto reconoceréis cuáles son las venta-jas de tener continuamente a su disposicióntodas sus fuerzas, de estar siempre preparadopara cualquier contingencia y de conducirsesiempre consigo, por así decir, todo entero (11).

Hobbes pretende que el hombre es natu-ralmente intrépido y ama sólo el ataque y elcombate. Un filósofo ilustre piensa, al contrario,y Cumberland y Puffendorf así lo aseguran,que nada hay tan tímido como el hombre en elestado natural, y que se halla siempre atemori-zado y presto a huir al menor ruido que oiga, almenor movimiento que perciba. Acaso sucedaasí por lo que se refiere a los objetos que noconoce, y no dudo que no quede aterrado antelos nuevos espectáculos que se ofrecen a suvista cuando no puede discernir el bien y el malfísicos que de ellos debe esperar, ni compararsus fuerzas con los peligros que tiene que co-rrer; circunstancias raras en el estado de natura-leza, en el cual todas las cosas marchan de mo-do tan uniforme y en el que la faz de la tierra

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no se halla sujeta a esos cambios bruscos y con-tinuos que en ella causan las pasiones y la in-constancia de los pueblos reunidos. Pero elhombre salvaje, viviendo disperso entre losanimales y encontrándose desde temprano ensituaciones de medirse con ellos, hace en se-guida la comparación, y viendo que si ellos leexceden en fuerza él los supera en destreza,deja de temerlos ya. Poner a un oso o a un loboen lucha con un salvaje robusto, ágil e intrépidocomo lo son todos, armado de piedras y de unbuen palo, y veréis que el peligro será cuandomenos recíproco, y que después de muchasexperiencias parecidas, las bestias feroces, queno aman atacarse unas a otras, atacarán conpocas ganas al hombre, que habrán hallado tanferoz como ellas. Con respecto a los animalesque tienen realmente más fuerza que él destre-za, encuéntrase frente a ellos en el caso de otrasespecies más débiles, que no por esto dejan desubsistir; con la ventaja para el hombre de que,no menos ágil que aquéllos para correr y

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hallando en los árboles refugio casi seguro,puede en todas partes afrontarlos o no, tenien-do la elección de la huida o de la lucha. Aña-damos que parece ser que ningún animal haceespontáneamente la guerra al hombre, salvo encaso de propia defensa o de un hambre extre-ma, ni manifiesta contra él esas violentas anti-patías que parecen anunciar que una especie hasido destinada por la naturaleza a servir depasto a las otras.

He aquí, sin duda, la razón por la cual losnegros y los salvajes se preocupan tan poco delos animales feroces que pueden encontrar enlos bosques. Los caribes de Venezuela, entreotros, viven a este respecto en la más completaseguridad y sin el menor contratiempo. Aun-que anden casi desnudos, dice Francisco Corre-al, no dejan de exponerse atrevidamente en losbosques, armados solamente de la flecha y elarco, sin que se haya oído decir nunca que al-guno fuera devorado por las fieras.

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Otros enemigos más temibles, contra loscuales no tiene el hombre los mismos mediosde defensa, son los achaques naturales, la in-fancia, la vejez y las enfermedades de todasuerte, tristes signos de nuestra debilidad, cu-yos dos primeros son comunes a todos los ani-males, mientras que el último es propio princi-palmente del hombre que vive en sociedad.Hasta observo, a propósito de la infancia, quela madre, llevando consigo a todas partes a suhijo, tiene mucha más facilidad para alimentar-los que las hembras de diversos animales, for-zadas a ir y venir continua y fatigosamente, deun lado, para buscar su alimento; de otro, paraamamantar o alimentar a sus crías. Es verdadque si la mujer perece, el niño corre bastante elriesgo de perecer con ella; pero este mismo pe-ligro es común a otras cien especies, cuyos pe-queñuelos no se hallan por largo tiempo ensituación de buscar por sí mismos su alimento;y si la infancia es entre nosotros más larga,siendo la vida más larga también, todo viene a

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ser poco más o menos igual en este punto (12),aunque haya sobre la duración de la primeredad y el número de pequeñuelos (13) otras re-glas que no entran en mi objeto. Entre los vie-jos, que accionan y transpiran poco, la necesi-dad de alimentos disminuye con la facultad deadquirirlos, y como la vida salvaje aleja de ellosla gota y los reumatismos, y como la vejez es detodos los males el que menos alivio puede es-perar de la ayuda humana, se extinguen en finsin que se advierta que dejan de existir y casisin darse cuenta ellos mismos.

Respecto de las enfermedades, no repetirélas vanas y falsas declamaciones de las perso-nas de buena salud contra la medicina; peropreguntaré si se puede probar con alguna ob-servación sólida que la vida media del hombrees más corta en aquel país donde ese arte sehalla descuidado que donde es cultivado conmás atención. ¿Cómo podría suceder así si no-sotros nos procuramos más enfermedades quela medicina nos proporciona remedios? La ex-

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trema desigualdad en el modo de vivir, el exce-so de ociosidad en unos y de trabajo en otros, lafacilidad de excitar y de satisfacer nuestros ape-titos y nuestra sensualidad, los alimentos tanapreciados de los ricos, que los nutren de subs-tancias excitantes y los colman de indigestio-nes; la pésima alimentación de los pobres, de lacual hasta carecen frecuentemente, carencia quelos impulsa, si la ocasión se presenta, a atracar-se ávidamente; las vigilias, los excesos de todaespecie, los transportes inmoderados de todaslas pasiones, las fatigas y el agotamiento espiri-tual, los pesares y contrariedades que se sientenen todas las situaciones, los cuales corroen per-petuamente el alma: he ahí las pruebas funestasde que la mayor parte de nuestros males sonobra nuestra, casi todos los cuales hubiéramosevitado conservando la manera de vivir simple,uniforme y solitaria que nos fue prescrita por lanaturaleza. Si ella nos ha destinado a ser sanos,me atrevo casi a asegurar que el estado de re-flexión es un estado contra la naturaleza, y que

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el hombre que medita es un animal degenera-do. Cuando se piensa en la excelente constitu-ción de los salvajes, de aquellos al menos queno hemos echado a perder con nuestras bebidasfuertes; cuando se sabe que apenas conocenotras enfermedades que las heridas y la vejez,vese uno muy inclinado a creer que podríahacerse fácilmente la historia de las enferme-dades humanas siguiendo la de las sociedadesciviles. Tal es por lo menos la opinión dePlatón, quien juzga, a propósito de ciertos re-medios empleados o aprobados por Podaliro yMacaón en el sitio de Troya, que diversas en-fermedades que estos remedios hubieron deprovocar no eran conocidas entonces entre loshombres, y Celso refiere que la dieta, tan nece-saria hoy día, fue inventada por Hipócrates.

Con tan contadas causas de males, el hom-bre, en el estado natural, apenas tiene necesi-dad de remedio y menos de medicina. La espe-cie humana no es a este respecto de peor condi-ción que todas las demás, y fácil es saber por

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los cazadores si encuentran en sus correríasmuchos animales mal conformados. Algunosencuentran animales con grandes heridas per-fectamente cicatrizadas, con huesos y aunmiembros rotos curados sin más cirujano que laacción del tiempo, sin otro régimen que su vidaordinaria, y que no por no haber sido atormen-tados con incisiones, envenenados con drogas yextenuados con ayunos han dejado de quedarperfectamente curados. En fin; por muy útilque sea entre nosotros la medicina bien admi-nistrada, no es menos cierto que si el salvajeenfermo, abandonado a sí mismo, nada tieneque esperar sino de la naturaleza, nada tieneque temer, en cambio, sino de su mal, lo cualhace con frecuencia que su situación sea prefe-rible a la nuestra.

Guardémonos, pues, de confundir al hom-bre salvaje con los que tenemos ante los ojos. Lanaturaleza trata a los animales abandonados asus cuidados con una predilección que parecemostrar cuán celosa es de este derecho. El caba-

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llo, el gato, el toro y aun el asno mismo tienenla mayor parte una talla más alta y todos unaconstitución más robusta, más vigor, más fuer-za y más valor en los bosques que en nuestrascasas; pierden la mitad de estas cualidadessiendo domésticos, y podría decirse que loscuidados que ponemos en tratarlos bien y ali-mentarlos no dan otro resultado que el dehacerlos degenerar. Así ocurre con el hombremismo: al convertirse en sociable y esclavo,vuélvese débil, temeroso, rastrero, y su vidablanda y afeminado acaba de enervar a la vezsu valor y su fuerza. Añadamos que entre lacondición salvaje y la doméstica, la diferenciade hombre a hombre debe ser mucho mayorque de bestia a bestia, pues habiendo sido elanimal y el hombre igualmente tratados por lanaturaleza, todas las comodidades que el hom-bre se proporcione de más sobre los animalesque domestica son otras tantas causas particu-lares que le hacen degenerar más sensiblemen-te.

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La desnudez, la falta de habitación y la ca-rencia de todas esas cosas inútiles que tan nece-sarias creemos no constituyen, por consiguien-te, una gran desdicha para esos primeros hom-bres ni un gran obstáculo para su conservación.Si no tienen la piel velluda, para nada la necesi-tan en los países cálidos; y en los climas fríosbien pronto saben apropiarse las de las fierasvencidas; si sólo tienen dos pies para correr,poseen dos brazos para atender a su defensa ya sus necesidades. Sus hijos tal vez andan tardey penosamente, pero las madres los llevan confacilidad, ventaja de que carecen las demás es-pecies, en las cuales la madre, cuando es perse-guida, se ve obligada a dejar abandonados suspequeñuelos o a seguir a su paso (14). En fin, amenos de suponer el concurso singular y fortui-to de circunstancias de que hablaré más adelan-te, y que podrían muy bien no haber ocurridonunca, es claro, en todo caso, que el primeroque se hizo vestidos o construyó un alojamien-to diose con ello cosas poco necesarias, puesto

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que hasta entonces se había pasado sin ellas, yno se comprende por qué no hubiera podidosoportar siendo hombre el género de vida quellevaba desde su infancia.

Solo, ocioso y cerca sieinpre del peligro, elhombre salvaje debe gustar de dormir y tener elsueño ligero como los animales, los cuales, co-mo piensan poco, duermen, por así decir, todoel tiempo que no piensan. Siendo su propiaconservación casi su único cuidado, las faculta-des que más debe ejercitar son las que tienenpor principal objeto el ataque y la defensa, biensea para dominar su presa, bien para guardarsede ser la presa de otro animal; y, por el contra-rio, aquellos órganos que sólo se perfeccionanpor la pereza y la sensualidad deben permane-cer en un estado rudimentario que excluya todasuerte de delicadeza. Hallándose divididos eneste punto sus sentidos, el gusto y el tacto seránde una extrema rudeza; la vista, el olfato y eloído, de una extraordinaria agudeza. Tal es elestado animal en general, y también, según el

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testimonio de los viajeros, el de los pueblossalvajes. No es, por tanto, de extrañar que loshotentotes del Cabo de Buena Esperanza des-cubran a simple vista los barcos en alta mardesde tanta distancia como los holandeses consus anteojos; ni que los salvajes de Américadescubrieran a los españoles olfateando sushuellas, como hubiesen podido hacer los mejo-res perros; ni que todas esas naciones bárbarassoporten sin molestia su desnudez, afinen sugusto a fuerza de pimienta y beban como agualos licores europeos.

Hasta aquí sólo he hablado del hombrefísico; tratemos ahora de considerarlo en suaspecto metafísico y moral.

No veo en cada animal más que unamáquina ingeniosa dotada de sentidos por lanaturaleza para elevarse ella misma y asegurar-se hasta cierto punto contra todo aquello quetiende a destruirla o desordenarla. La mismacosa observo precisamente en la máquinahumana, con la diferencia de que sólo la natu-

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raleza lo ejecuta todo en las operaciones delanimal, mientras que el hombre atiende lassuyas en calidad de agente libre. Aquél escogeo rechaza por instinto; éste, por un acto de li-bertad; lo que da por resultado que el animalno puede apartarse de la regla que le ha sidoprescrita, aun en el caso de que fuese ventajosopara él hacerlo, mientras que el hombre seaparta con frecuencia y en su perjuicio. Así su-cede que un pichón perecerá de hambre cercade una fuente colinada de las mejores carnes yun gato sobre montones de frutas o de granos,aunque uno y otro podrían muy bien nutrirsecon los alimentos que desdeñan, de intentarensayarlo; así ocurre que los hombres disolutosse entregan a excesos que les producen la fiebreo la muerte porque el espíritu corrompe lossentidos y la voluntad habla cuando calla lanaturaleza.

Todos los animales tienen ideas, puestoque tienen sentidos, y aun combinan sus ideashasta cierto punto; el hombre no se distingue a

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este respecto del animal más que del más almenos; incluso ciertos filósofos han aventuradoque hay algunas veces más diferencia entre doshombres que entre un hombre y una bestia. Noes, pues, tanto el entendimiento como su cuali-dad de agente libre lo que constituyó la distin-ción específica del hombre entre los animales.La naturaleza manda a todos los animales, y labestia obedece. El hombre experimenta la mis-ma sensación, pero se reconoce libre de some-terse o de resistir, y es sobre todo en la concien-cia de esta libertad donde se manifiesta la espi-ritualidad de su alma. La física explica en ciertomodo el mecanismo de los sentidos y la forma-ción de las ideas; pero en la facultad de querero, mejor, de elegir, y en el sentimiento de estepoder, sólo se encuentran actos puramente es-pirituales, de los cuales nada se explica por lasleyes de la mecánica.

Pero, aun cuando las dificultades que ro-dean estas cuestiones dieran lugar para discutirsobre esa diferencia entre el hombre y el ani-

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mal, hay una cualidad muy específica que losdistingue y sobre la cual no puede haber discu-sión: es la facultad de perfeccionarse, facultadque, ayudada por las circunstancias, desarrollasucesivamente todas las demás, facultad queposee tanto nuestra especie como el individuo;mientras que el animal es al cabo de algunosmeses lo que será toda su vida, y su especie esal cabo de mil años lo mismo que era el primerode esos mil años. ¿Por qué sólo el hombre essusceptible de convertirse en imbécil? ¿No esporque vuelve así a su estado primitivo y por-que, en tanto la bestia, que nada ha adquirido yque nada tiene que perder, permanece siemprecon su instinto, el hombre, perdiendo por lavejez o por otros accidentes todo lo que su per-fectibilidad lo ha proporcionado, cae más bajoque el animal mismo? Triste sería para nosotrosvernos obligados a reconocer que esta facultaddistintiva y casi ilimitada es la fuente de todaslas desdichas del hombre; que ella es quien lesaca a fuerza de tiempo de su condición origi-

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nal, en la cual pasaría tranquilos e inocentes susdías; que ella, produciendo con los siglos susluces y sus errores, sus vicios y virtudes, le haceal cabo tirano de sí mismo y de la naturaleza (15).Sería horrible verse obligado a alabar comobienhechor al primero que enseñó a los habi-tantes de las orillas del Orinoco el uso de esastablillas de madera que aplican a las sienes desus hijos y que les aseguran al menos una partede su imbecilidad y de su felicidad original.

El hombre salvaje, entregado por la natu-raleza al solo instinto, o más bien compensadodel que acaso le falta con facultades capaces desuplir primero a ese instinto y elevarle despuésa él mismo muy por encima de la propia natu-raleza, comenzará, pues, por las funciones pu-ramente animales (16). Percibir y sentir será suprimer estado, que le será común con todos losanimales; querer y no querer, desear y tener,serán las primeras y casi las únicas operacionesde su alma, hasta que nuevas circunstanciasocasionen en ella nuevos desenvolvimientos.

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Digan lo que quieran los moralistas, el en-tendimiento humano debe mucho a las pasio-nes, las cuales, según el común sentir, le debenmucho también. Por su actividad se perfeccionanuestra razón; no queremos saber sino porquedeseamos gozar, y no puede concebirse por quéun hombre que careciera de deseos y temoreshabría de tomarse la molestia de pensar. A suvez, las pasiones se originan de nuestras nece-sidades, y su progreso, de nuestros conocimien-tos, pues no se puede desear o tener las cosassino por las ideas que sobre ellas se tenga o porel nuevo impulso de la naturaleza. El hombresalvaje, privado de toda suerte de conocimien-to, sólo experimenta las pasiones de esta últimaespecie; sus deseos no pasan de sus necesida-des físicas (17); los únicos bienes que conoce en elmundo son el alimento, una hembra y el repo-so; los únicos males que teme son el dolor y elhambre. Digo el dolor y no la muerte, pues elanimal nunca sabrá qué cosa es morir; el cono-cimiento de la muerte y de sus terrores es una

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de las primeras adquisiciones hechas por elhombre al apartarse de su condición animal.

Si fuera necesario, fácil me sería apoyarcon hechos este sentimiento y demostrar que entodas las naciones del mundo los progresos delespíritu han sido precisamente proporcionadosa las necesidades que los pueblos habían reci-bido de la naturaleza o a las cuales les habíansometido las circunstancias, y, por consiguien-te, a las pasiones que los llevaban a satisfaceresas necesidades. Mostraría las artes naciendoen Egipto y extendiéndose con el desborda-miento del Nilo; seguiría su progreso entre losgriegos, donde se las vio brotar, crecer y elevar-se hasta el cielo entre las arenas y las rocas delÁtica, sin que pudieran echar raíces en las férti-les orillas del Eurotas (18). Señalaría que, en ge-neral, los pueblos del Norte son más industrio-sos que los del Mediodía, porque no puedenpor menos de serlo, como si la naturaleza qui-siera de este modo igualar las cosas, dando alos espíritus la fertilidad que niega a la tierra.

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Pero, sin recurrir al testimonio de la Histo-ria, ¿quién no ve que todo parece alejar delhombre salvaje la tentación y los medios dedejar de serlo? Su imaginación nada le pinta; sucorazón nada le pide. Sus escasas necesidadesse encuentran tan fácilmente a su alcance, y sehalla tan lejos del grado de conocimientos nece-sario para desear adquirir otras mayores, queno puede tener ni previsión ni curiosidad. Elespectáculo de la naturaleza llega a serle indife-rente a fuerza de serle familiar; es siempre elmismo orden, siempre son las mismas revolu-ciones. Carece de aptitud de espíritu para ad-mirar las mayores maravillas, y no es en éldonde puede buscarse la filosofía que el hom-bre necesita para saber observar una vez lo queha visto todos los días. Su alma, que nada agita,se entrega al sentimiento único de su existenciaactual, sin idea alguna sobre el porvenir, porcercano que pueda estar, y sus proyectos, limi-tados como sus miras, apenas se extienden has-ta el fin de la jornada. Tal es aún el grado de

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previsión del caribe: vende por la mañana sulecho de algodón. y vuelve llorando al atarde-cer para recuperarlo, por no haber previsto quelo necesitaría para la noche cercana.

Cuanto más se medita sobre este asunto,más se ensancha a nuestros ojos la distanciaentre las puras sensaciones y los simples cono-cimientos; se hace imposible concebir cómo unhombre habría podido franquear tan gran in-tervalo con sus solas fuerzas, sin el concurso dela comunicación y sin el aguijón de la necesi-dad. ¡Cuántos siglos quizá habrán transcurridoantes de que los hombres hayan podido verotro fuego que el del cielo! ¡Cuántos azares di-versos habrán necesitado para aprender losusos más comunes de ese elemento! ¡Cuántasveces le habrán dejado extinguir antes de haberadquirido el arte de reproducirlo! ¡Y cuántasacaso habrá perecido con su descubridor cadauno de esos secretos! ¿Qué diremos de la agri-cultura, arte que tanto trabajo y tanta previsiónexige, que tanto tiene de otras artes, que evi-

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dentemente no es practicable sino en una so-ciedad al menos empezada, y que no nos sirvetanto a sacar de la tierra alimentos que ellaproduciría muy bien sin esto como a forzarla asatisfacer las preferencias de nuestro gusto?

Pero supongamos que los hombres sehubieran multiplicado de tal modo que losproductos naturales no hubiesen bastado paraalimentarlos, suposición que, por decirlo depaso, demostraría una gran ventaja para la es-pecie humana en esta manera de vivir; supon-gamos que, sin fraguas y sin talleres, los ins-trumentos de labor hubiesen caído del cielo enmanos de los salvajes; que estos hombreshubiesen vencido el odio mortal que todos sien-ten contra el trabajo continuo; que hubiesenaprendido a prever tan anticipadamente susnecesidades; que hubieran adivinado cómo esnecesario cultivar la tierra, sembrar los granos yplantar los árboles; que hubiesen descubierto elarte de moler el trigo y de hacer fermentar lauva, cosas todas que les ha sido preciso fueran

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enseñadas por los dioses, a falta de concebircómo las habrían aprendido por sí mismos;¿quién sería después de esto el hombre bastanteinsensato para fatigarse cultivando un campoque será despojado por el primer venido, hom-bre o bestia indistintamente, a quien conviniesela cosecha? ¿Y cómo podía decidirse cada cual aconsagrar su vida a un penoso trabajo, tantomás seguro de no recoger sus frutos cuantomás sentiría su necesidad? En una palabra:¿cómo esta situación podía decidir a los hom-bres a cultivar la tierra en tanto no estuvierarepartida entre ellos, es decir, en tanto nohubiese sido destruido el estado natural?

Aun cuando imaginásemos un hombresalvaje tan hábil en el arte de pensar como lopresentan nuestros filósofos; aunque hiciéra-mos de él, siguiendo ese ejemplo, un filósofo,descubriendo por sí solo las verdades más su-blimes, componiendo por medio de razona-mientos abstractos máximas de justicia y derazón sacadas del amor al orden en general o

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de la voluntad conocida de su creador, en unapalabra: aunque supusiéramos en su espíritutantas luces y tanta inteligencia como torpeza yestupidez debe tener y tiene en efecto, ¿quéutilidad sacaría la especie de toda esta metafísi-ca, que no podía comunicarse y que pereceríacon el individuo que la hubiera inventado?¿Qué progresaría el género humano dispersoen los bosques entre los animales? ¿Y hasta quépunto podrían perfeccionarse e ilustrarse mu-tuamente unos hombres que, no teniendo do-micilio fijo ni necesidad unos de otros, apenasse encontrarían dos veces en su vida, sin cono-cerse y sin hablarse?

Considérese cuantas ideas debemos al usode la palabra; cuánto ejercita y facilita la gramá-tica las operaciones del espíritu; piénsese en lasfatigas inconcebibles y en el infinito tiempo queha debido costar la primera invención de laslenguas; añádanse estas reflexiones a las prece-dentes, y se comprenderá cuántos millares desiglos han debido necesitarse para desarrollar

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sucesivamente en el espíritu humano las opera-ciones de que era capaz.

Séame permitido considerar un instantelos problemas del origen de las lenguas. Podríacontentarme con citar o repetir las investigacio-nes que el abate de Condillac ha hecho sobreesta materia, puesto que todos confirman miopinión y acaso me han sugerido la primeridea. Pero el modo como este filósofo resuelvelas dificultades que él mismo se plantea sobreel origen de los signos instituidos demuestraque ha supuesto lo que yo discuto, a saber, unaespecie de sociedad ya establecida entre losinventores del lenguaje, y al referirme a susreflexiones creo que debo añadir las mías paraexponer las mis mas dificultades bajo el aspectoque conviene a mi objeto. La primera que sepresenta es imaginar cómo pudieron ser nece-sarias las lenguas, pues no teniendo los hom-bres ninguna comunicación entre sí ni necesi-dad alguna de ella, no se concibe ni la necesi-dad de esa invención ni su posibilidad si no fue

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indispensable. Y aun diría, como muchos otros,que las lenguas han nacido en el comerciodoméstico de padres, madres e hijos. Pero,además de que esto no resolvería las objeciones,sería cometer el error de quienes, razonandosobre el estado de naturaleza, transfieren a ésteideas tomadas de la sociedad; ven a la familiareunida en una misma habitación y a susmiembros observando entre sí una unión taníntima y tan permanente como entre nosotros,en que tantos intereses comunes los reúnen;cuando, al contrario, no habiendo en ese estadoprimitivo ni casas, ni cabañas, ni propiedadesde ninguna especie, cada cual se alojaba al azar,y frecuentemente por una sola noche; los ma-chos y las hembras se ayuntaban fortuitamente,al azar del encuentro, según la ocasión y el de-seo, sin que la palabra fuera un intérprete muynecesario para las cosas que tenían que decirse,y con la misma facilidad se separaban (19). Lamadre amamantaba a los hijos por propia nece-sidad; después, habiéndose encariñado con

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ellos por la costumbre, los alimentaba por lasuya; en cuanto tenían la fuerza necesaria parabuscar su alimento, no tardaban en abandonara su madre misma, y como casi no había otromedio de encontrarse que no perderse de vista,bien pronto se hallaban en estado de no reco-nocerse unos a otros. Observad también queteniendo el niño que explicar todas sus necesi-dades, y, por tanto, más cosas que decir a lamadre que la madre al niño, debe correr con losmayores gastos de la invención, y que el len-guaje que emplea tiene que ser en gran parte supropia obra, lo que multiplica tanto las lenguascomo individuos hay para hablarlas, a lo cualcontribuye también la vida errante y vagabun-da, que no deja a ningún idioma el tiempo deadquirir consistencia. Decir que la madre dictaal niño las palabras que habrá de emplear parapedirle tal o cual cosa demuestra cómo se ense-ñan las lenguas ya formadas, pero no enseñacómo se forman.

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Supongamos vencida esta primera dificul-tad; franqueemos por un momento el espacioinmenso que debió mediar entre el puro estadonatural y la necesidad de las lenguas, y bus-quemos, suponiéndolas necesarias (20), cómohan podido empezar a establecerse. Nueva difi-cultad, mayor aún que la precedente, porque silos hombres han necesitado de la palabra paraaprender a pensar, mayor necesidad han tenidode saber pensar para descubrir el arte de la pa-labra; y aunque se comprendiera cómo fuerontomados los sonidos de la voz por intérpretesconvencionales de nuestras ideas, siemprequedaría por saber cuáles han podido ser losintérpretes de esa convención para las ideasque, careciendo de un objeto sensible, no pod-ían ser indicadas ni por el gesto ni por la voz.De suerte que apenas se pueden formular con-jeturas soportables sobre el nacimiento de estearte de comunicar los pensamientos y de esta-blecer un comercio entre los espíritus, arte su-blime que tan lejos se encuentra ya de su ori-

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gen, pero que el filósofo ve todavía a tan prodi-giosa distancia de su perfección, que no existehombre alguno bastante atrevido para asegurarque ésta llegará algún día, aunque fueran sus-pendidas en su favor las revoluciones que eltiempo aporta necesariamente, y los prejuiciossalieran de las Academias o se callasen anteellas, y éstas pudieran ocuparse de este espino-so asunto durante siglos enteros y sin interrup-ción.

El primer lenguaje del hombre, el lenguajemás universal, más enérgico, el único de quehubo necesidad antes de que fuese necesariopersuadir a hombres reunidos, fue el grito de lanaturaleza. Como este grito sólo era arrancadopor una especie de instinto en las ocasionesapremiantes para implorar ayuda en los gran-des peligros o alivio en los dolores violentos, noera de uso frecuente en el uso ordinario de lavida, en el cual reinan sentimientos más mode-rados. Cuando las ideas de los hombres empe-zaron a desarrollarse y multiplicarse, estable-

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ciéndose entre ellos una comunicación másestrecha, buscaron signos más numerosos y unlenguaje más extenso; multiplicaron las in-flexiones de la voz, acompañándolas de gestos,que, por su naturaleza, son más expresivos ycuyo sentido depende menos de una determi-nación anterior. Expresaban, pues, los objetosvisibles y móviles por medio de gestos, y losque hieren el oído, por sonidos imitativos; perocomo el gesto sólo indica los objetos presentes ofáciles de escribir y las acciones visibles; comono es de uso universal, porque la obscuridad ola interposición de un cuerpo le hacen inútil, yexige más bien atención que no la excita, sepensó, en fin, en substituir el gesto por las arti-culaciones de la voz, que, sin tener la mismarelación con ciertas ideas, son más adecuadaspara representarlas todas como signos institui-dos; esa substitución no pudo hacerse sino porcomún consentimiento y de modo muy difícilde practicar para unos hombres cuyos órganosgroseros no tenían todavía ningún ejercicio, y

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más difícil aún de concebir en sí misma, puestoque ese acuerdo unánime debió de ser razona-do, y la palabra parece haber sido muy necesa-ria para establecer el uso de la palabra.

Se debe pensar que las primeras palabrasque usaron los hombres tuvieron en su espírituuna significación mucho más extensa que lasempleadas en las lenguas ya formadas, y que,ignorando la división de la oración en sus par-tes constitutivas, dieron al principio a cada pa-labra el sentido de una proposición entera.Cuando empezaron a distinguir el sujeto delatributo y el verbo del nombre substantivo, nofue éste un mediocre esfuerzo de genio. Lossubstantivos sólo fueron al principio nombrespropios; el presente de infinitivo fue el únicotiempo verbal; en cuanto a los adjetivos, su no-ción debió de desenvolverse muy difícilmente,porque todo adjetivo es un nombre abstracto ylas abstracciones son operaciones penosas ypoco naturales.

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Cada objeto recibió al principio un nombreparticular, sin considerar el género y la especie,que esos primeros fundadores no podían dis-tinguir. Todos los individuos aparecieron a suespíritu aisladamente, como se hallan en elcuadro de la naturaleza; si una encina se llama-ba A, otra se llamaba B, pues la primer idea quese deduce de dos cosas es que son distintas, yhace falta con frecuencia mucho tiempo paraobservar lo que tienen de común; de suerte quecuanto más limitados eran los conocimientos,más extensión adquiría el diccionario. Las difi-cultades de toda esta nomenclatura no pudie-ron ser vencidas fácilmente, porque para clasi-ficar a los seres bajo denominaciones comunesy genéricas era preciso conocer las propiedadesy las diferencias; eran necesarias observacionesy definiciones; es decir, hacía falta la historianatural y la metafísica, mucho más de lo quepodían tener los hombres de ese tiempo.

Por otra parte, las ideas generales no pue-den introducirse en el espíritu sino con ayuda

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de las palabras, y el entendimiento no las com-prende sino por medio de proposiciones. Estaes una de las razones por las cuales los anima-les no pueden formarse tales ideas ni adquirirnunca la perfectibilidad que de ellas se deriva.Cuando un mono se lanza sin vacilar de unanuez a otra, ¿se cree que tiene la idea general deesta clase de fruto y que compara su arquetipoa esos dos individuos? No, sin duda; pero lavista de una de esas nueces evoca en su memo-ria las sensaciones que ha recibido de la otra, ysus ojos, modificados de cierta manera, anun-cian a su gusto la modificación que va a recibir.Toda idea general es puramente intelectual; porpoco que intervenga la imaginación, la idea seconvierte en seguida en particular. Intentadtrazar la imagen de un árbol en general: nuncalo conseguiréis; a pesar vuestro, será necesariover uno, pequeño o grande, pobre o frondoso,claro u obscuro; y si dependiera de vosotros versolamente lo que es común a todos los árboles,esta imagen no se parecería a ningún árbol. Los

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seres puramente abstractos se ven de la mismamanera o no se conciben sino por el razona-miento. La sola definición del triángulo os da laverdadera idea; tan pronto como os figuráisuno en vuestro espíritu, es un triángulo deter-minado y no otro alguno, y no podéis evitarhacer sensibles sus líneas o coloreada la super-ficie. Es, pues, necesario enunciar proporciones;es preciso hablar para tener ideas generales,porque tan pronto como la imaginación se de-tiene, el espíritu no trabaja sino con ayuda delrazonamiento. Si, por consiguiente, los prime-ros inventores del lenguaje no han podido darnombres mas que a las ideas que ya tenían, sededuce de aquí que los primeros substantivossólo han podido ser nombres propios.

Pero cuando, por medios que yo no conci-bo, nuestros nuevos gramáticos empezaron aextender sus ideas y a generalizar sus palabras,la ignorancia de los inventores debió de reducireste método a límites muy estrechos, y así comoal principio habían multiplicado con exceso los

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nombres de los individuos por no conocer losgéneros y las especies, después hicieron escasonúmero de especies y de géneros por no haberconsiderado a los seres en todas sus diferencias.Para dar mayor impulso a estas divisiones,hubiera hecho falta más experiencia y más cul-tura de las que podían tener, hubiera sido nece-sario más trabajo y más investigaciones quepoder dedicar a esa tarea. Ahora bien; si aúnhoy se descubren cada día nuevas especies, quehabían escapado hasta ahora a todas nuestrasobservaciones, júzguese cuántas debieron subs-traerse al conocimiento de unos hombres quesólo consideraban las cosas bajo el primer as-pecto. En cuanto a las clases primitivas y a lasnociones más generales, es superfluo añadirque también debieron de escaparles. ¿Cómo,por ejemplo, habrían imaginado o entendidolas palabras materia, espíritu, substancia, modo,figura, movimiento, toda vez que a nuestrosmismos filósofos, que se sirven de ellas desdetan largo tiempo, cuéstales trabajo entenderlas,

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y dado que, siendo metafísicas las ideas que seasocian a esas palabras, no hallarían ningúnmodelo en la naturaleza?

Me detengo en estos primeros pasos y su-plico a mis jueces suspendan en este punto lalectura para que consideren, solamente sobre lainvención de las substantivos físicos, es decir,sobre la parte de la lengua más fácil de hallar,el camino que aún le queda para expresar todoslos pensamientos de los hombres, para tomaruna forma constante, para poder ser habladapúblicamente e influir sobre la sociedad; lessuplico que reflexionen cuánto tiempo y cuán-tos conocimientos han sido necesarios paradescubrir los números (21), los nombres abstrac-tos, los aoristos (22) y todos los tiempos de losverbos, las partículas, la sintaxis; para unir losrazonamientos y construir la lógica del discur-so. En cuanto a mí, asustado por las dificulta-des, que se multiplican a cada paso, y conven-cido de la imposibilidad casi demostrada deque las lenguas hayan podido nacer y estable-

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cerse por medios puramente humanos, dejo aquien quiera emprenderla la discusión de estedifícil problema: si ha sido más necesaria lasociedad ya establecida para la institución delas lenguas, o las lenguas ya inventadas para laconstitución de la sociedad.

Sea lo que fuere de estos orígenes, se vecuando menos, en el escaso cuidado puesto porla naturaleza para aproximar a los hombresmediante necesidades mutuas y facilitarles eluso de la palabra, cuán poco ha preparado susociabilidad y qué poco ha puesto de su partepara que se establecieran sus relaciones. Enefecto; es imposible imaginar por qué en eseestado primitivo un hombre tendrá más nece-sidad de otro hombre que un mono o un lobode sus semejantes; ni, suponiendo esa necesi-dad, qué motivo podría inducir al otro a acce-der; ni tampoco, en este último caso, cómopodrían convenir entre ellos las condiciones.Bien sé que se repite incesantemente que nadahabría sido tan miserable como el hombre en

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ese estado; mas si es verdad, como creo haberosdemostrado, que no pudo hasta muchos siglosdespués tener el deseo y la ocasión de salir deaquel estado, habría que acusar a la naturalezay no a quien ella hubiese constituido de esemodo. Pero, si yo comprendo bien ese términode miserable, es una palabra que, o no tieneningún sentido, o significa una privación dolo-rosa o el sufrimiento del cuerpo o del alma.Ahora bien; desearía que se me explicase cuálpuede ser el género de miseria de un ser librecuyo corazón se halla en paz y el cuerpo ensalud. Yo pregunto: de la vida social o natural,¿cuál está más sujeta a convertirse en insopor-table para quienes las disfrutan? Alrededornuestro casi sólo vemos gentes lamentándosede su existencia y aun algunos que se privan deella en cuanto está en su poder, no bastandoapenas el concurso de la ley divina y de lahumana para contener este desorden. Yo pre-gunto si alguna vez se ha oído decir que unsalvaje en libertad hubiera tan sólo pensado en

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quejarse de la vida o en darse la muerte.Júzguese, pues, con menos orgullo de qué ladose halla la verdadera miseria. Al contrario: na-da habría sido más miserable que el hombresalvaje deslumbrado por los conocimientos,atormentado por las pasiones y razonando so-bre un estado diferente al suyo. Por una sa-pientísima providencia, las facultades que po-seía en potencia no debían desarrollarse sino enlas ocasiones de ejercerlas, a fin de que no fue-ran para él ni superfluas ni onerosas antes detiempo, ni tardías e inútiles en caso necesario.Tenía en su solo instinto cuanto necesitaba paravivir en el estado natural; en la razón cultivadasólo tiene lo que necesita para vivir en socie-dad.

Parece a primera vista que en este estado,no teniendo los hombres entre sí ninguna clasede relación moral ni de deberes conocidos, nopodrían ser ni buenos ni malos, ni tenían viciosni virtudes, a menos que, tomando estas pala-bras en un sentido físico, se llamen vicios del

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individuo las cualidades que pueden perjudicarsu propia conservación, y virtudes, las que aella puedan contribuir; en este caso, habría queconsiderar como más virtuoso a quien menosresistiera los meros impulsos de la naturaleza.Pero, sin apartarnos de su sentido ordinario,conviene retener la opinión que podríamosmanifestar sobre tal situación y desconfiar denuestros prejuicios hasta que, la balanza en lamano, se haya examinado si los hombres civili-zados poseen más virtudes que vicios, o si susvirtudes son más ventajosas que funestos susvicios, o si el progreso de sus conocimientosconstituye una compensación suficiente de losmales que mutuamente se causan a medida queaprenden el bien que debían hacerse, o si, bienmirado, no se encontrarían en una situaciónmás feliz no teniendo daño que temer ni bienque esperar de nadie que hallándose sometidosa una dependencia universal y obligados a re-cibir todo de quienes no se obligan a darlesnada.

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No saquemos la conclusión, como Hobbes,de que, no teniendo ninguna idea de la bondad,el hombre es naturalmente malo; vicioso, por-que no conoce la virtud; que niega siempre asus semejantes los servicios que cree no deber-les; que, en virtud del derecho que se arrogasobre las cosas que necesita, se imagina insen-satamente ser el propietario único del universoentero. Hobbes ha visto muy bien el defecto detodas las definiciones modernas del derechonatural; pero las consecuencias que deduce dela suya demuestran que la toma en un sentidono menos falso. Razonando sobre los principiosque enuncia, este autor debía decir que, siendoel estado de naturaleza aquel en que el cuidadode nuestra conservación es el menos perjudicialpara la conservación de nuestros semejantes,éste era por consiguiente el estado más apropósito para la paz y el más conveniente parael género humano. Pues dice precisamente locontrario, por haber hecho entrar, con grandesacierto, en el cuidado de la conservación del

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hombre salvaje la necesidad de satisfacer unamultitud de pasiones que son producto de lasociedad y que han hecho necesarias las leyes.El malo, dice, es un niño fuerte. Falta saber si elhombre salvaje, es un niño fuerte. Aunque ellose concediera, ¿qué se deduciría? Que si, siendofuerte, este hombre dependía de los demás tan-to como siendo débil, no hay ninguna clase deexcesos a los que no se entregara; que pegaría asu madre cuando tardase demasiado en darlede mamar; que estrangularía a uno de sus pe-queños hermanos cuando estuviese enojado;que mordería al otro en la pierna cuando fuesetropezado o molestado. Pero ser fuerte y de-pendiente son supuestos contradictorios en elestado natural. El hombre es débil cuando estásometido a dependencia, y es libre antes de serfuerte. Hobbes no ha visto que la misma causaque impide a los salvajes el uso de razón, comopretenden nuestros jurisconsultos, les impide almismo tiempo el abuso de sus facultades, comoél mismo pretende; de modo que podría decirse

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que los salvajes no son malos precisamenteporque no saben qué cosa es ser buenos, todavez que no es el desenvolvimiento de la razónni el freno de la ley, sino la ignorancia del vicioy la calma de las pasiones, lo que los impidehacer el mal: Tanto plus in illis proficit vitiorumignoratio, quam in his cognitio virtutis (23).

Hay además otro principio que Hobbes noha observado, el cual, habiéndole sido dado alhombre para suavizar en ciertas circunstanciasla ferocidad de su amor propio o su deseo deconservación antes del nacimiento de este amor(24), modera el ardor que siente por su bienestarcon una innata repugnancia a ver sufrir a sussemejantes. No creo que deba temer una con-tradicción concediendo al hombre la única vir-tud natural que se ha visto obligado a recono-cer el más furioso detractor de las virtudeshumanas. Me refiero a la piedad, disposiciónadecuada a seres tan débiles y sujetos a tantosmales como somos nosotros; virtud tanto másuniversal y tanto más útil al hombre cuanto que

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precede al uso de toda reflexión, y tan natural,que las bestias mismas dan de ella algunas ve-ces sensibles muestras. Sin hablar de la ternurade las madres con sus pequeños y de los peli-gros que arrostran para protegerlos, obsérvasea diario la repugnancia que experimentan loscaballos a pisotear un cuerpo vivo. Un animalno pasa nunca al lado de otro de su especiemuerto sin sentir cierta inquietud; hasta hayanimales que les dan una suerte de sepultura, ylos tristes mugidos del ganado entrando en elmatadero anuncian la impresión que recibeante el horrible espectáculo que contempla.Con placer se ve al autor de la fábula Las abejas(25), obligado a reconocer al hombre como un sercompasivo y sensible, abandonar su estilo frío ysutil para ofrecernos la patética imagen de unhombre encerrado que ve fuera a una bestiaferoz arrancar a un niño de brazos de su madre,triturar con sus mortíferos dientes sus débilesmiembros y desgarrar con sus uñas las entrañaspalpitantes de la criatura. ¡Qué horribles estre-

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mecimientos experimenta ese testigo de unsuceso en el cual no interviene su interés per-sonal! ¡Qué angustias sufro por no poder pre-star auxilio alguno a la madre desvanecida y ala expirante criatura!

Tal es el puro movimiento de la naturale-za, anterior a toda reflexión; tal la fuerza de lapiedad natural, que las costumbres más depra-vadas difícilmente pueden destruirla, puestoque se ve a diario en nuestros espectáculos en-ternecerse y llorar ante las desventuras de uninfortunado a un tal que, de hallarse en el lugardel tirano, agravaría más aún los tormentos desu enemigo, semejante al sanguinario Sila, tansensible ante las desgracias que él no había cau-sado, o a ese Alejandro de Feres, que no osabaasistir a la representación de ninguna tragediapor temor de que se le viera llorar con Andró-maca y con Príamo, mientras escuchaba sinemocionarse los gritos de los ciudadanos quemandaba degollar todos los días.

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Mollissima corda

Humano generi dare se naturafatetur,

Quae lacrymas dedit (26). Mandeville ha comprendido perfectamen-

te que los hombres, con toda su moral, hubie-ran sido siempre unos monstruos si la natura-leza no les hubiese dado la piedad en apoyo dela razón; pero no ha visto que de esta sola cua-lidad se derivan todas las virtudes sociales quepretende negar a los hombres. En efecto: ¿quées la generosidad, la clemencia, la humanidad,sino la piedad aplicada a los débiles, a los cul-pables, o a la especie humana en general? Labenevolencia y la misma amistad son, bien mi-radas, productos de una constante piedad fija-da en un objeto particular; pues desear quealguien no sufra, ¿qué es sino desear que seafeliz? Aun cuando fuera cierto que la conmise-ración es sólo un sentimiento que nos pone en

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el lugar de quien sufre, sentimiento obscuro yvivo en el salvaje, desarrollado pero débil en elhombre civilizado, ¿qué importaría esto a laverdad de lo que afirmo, sino para darle másfuerza? En efecto: la conmiseración será tantomás enérgica cuanto más íntimamente se iden-tifique el animal espectador con el animal pa-ciente. Ahora bien; es evidente que esta identi-ficación ha debido de ser infinitamente másestrecha en el estado de naturaleza que en elestado de razonamiento. Es la razón quien en-gendra el amor propio, y la reflexión lo fortifi-ca; ella repliega al hombre sobre sí mismo; ellale aparta de todo lo que le molesta o le aflige.Es la filosofía quien le aísla; por ella dice ensecreto, a la vista de un hombre que sufre:«Muere si quieres; yo estoy seguro.» Sólo lospeligros de la sociedad entera turban el sueñotranquilo del filósofo y le arrancan del lecho. Sepuede degollar impunemente a un semejantesuyo bajo sus ventanas; no tiene más que tapar-se los oídos y razonar un poco para impedir a

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la naturaleza que se subleva dentro de él identi-ficarlo con aquel a quien se asesina (27). El hom-bre salvaje carece de este admirable talento;falto de razón y de prudencia, vésele siempreentregarse aturdidamente al primer sentimien-to de la humanidad. En los motines, en las con-tiendas callejeras, acude el populacho y elhombre prudente se aparta; es la canalla, sonlas mujeres del mercado quienes separan a loscombatientes o impiden a la gente de bien sumutuo exterminio.

Es, por tanto, perfectamente cierto que lapiedad es un sentimiento natural que, mode-rando en cada individuo de su amor a sí mis-mo, concurre a la mutua conservación de laespecie. Ella nos impulsa sin previa reflexión alsocorro de aquellos a quienes vemos sufrir; ellasubstituye en el estado natural a las leyes, a lascostumbres y a la virtud, con la ventaja de quenadie se siente tentado de desobedecer su dulcevoz; ella disuadirá a un salvaje fuerte de quitara una débil criatura o a un viejo achacoso el

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alimento que han adquirido penosamente, siespera hallar el suyo en otra parte; ella inspira atodos los hombres, en lugar de la sublimemáxima de justicia razonada Pórtate con los de-más como quieres que se porten contigo, esta otrade bondad natural, acaso menos perfecta, peromucho más útil que la anterior: Haz tu bien conel menor daño posible para otro. En una palabra: esen este sentimiento natural, más bien que en lossutiles argumentos, donde hay que buscar lacausa de la repugnancia que todo hombre sien-te a obrar mal, aun independientemente de lospreceptos de la educación. Aunque Sócrates ylos espíritus de su tiempo puedan adquirir lavirtud por medio del razonamiento, hace tiem-po que habría desaparecido el género humanosi su conservación hubiese dependido de quie-nes lo componen.

Con pasiones tan poco activas y un frenotan saludable, los hombres, más bien ferocesque malos, más atentos a ponerse a cubierto delmal que podían recibir que inclinados a hacer

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daño a otros, no estaban expuestos a contiendasmuy peligrosas. Como no tenían entre sí nin-guna especie de relación; como por tanto, noconocían la vanidad, ni la consideración, ni laestima, ni el desprecio; como no tenían la me-nor noción del bien ni del mal, ni alguna ideaverdadera de justicia; como miraban las violen-cias que podían recibir como daño fácil de re-parar, y no como una injuria que debe ser casti-gada, y como ni siquiera pensaban en la ven-ganza, a no ser tal vez maquinalmente y en elmismo momento, como el perro que muerde lapiedra que se le arroja, sus disputas raramentehubieran tenido causa más importante que elalimento. Pero veo una más peligrosa y de lacual voy a tratar.

Entre las pasiones que agitan el corazónhumano hay una, ardiente, impetuosa, quehace a un sexo necesario al otro; terrible pasiónque desafía todos los peligros, destruye todoslos obstáculos y más parece, en su furor, propiapara aniquilar el género humano que no desti-

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nada a conservarlo. ¿Qué sería de los hombrespresa de esta rabia desenfrenada y brutal, sinpudor ni continencia, y disputándose cada díasus amores al precio de su sangre?

Es preciso conceder desde luego que cuan-to más violentas son las pasiones más necesa-rias son las leyes; pero, además de que los des-órdenes y los crímenes que a diario causan esaspasiones demuestran demasiado la insuficien-cia de las leyes a este respecto, convendríaexaminar si estos desórdenes no han nacido conlas leyes mismas; porque entonces, aunque fue-ran capaces de reprimirlos, lo menos que podr-ía exigírseles es que detuviesen un mal que sinellas no existiría.

Empecemos por distinguir en el sentimien-to del amor lo moral y lo físico. Lo físico es esedeseo general que impulsa a un sexo a unirsecon otro. Lo moral es lo que determina ese de-seo y lo fija exclusivamente en un solo objeto, oque, por lo menos, le da hacia ese objeto prefe-rido un mayor grado de energía. Ahora bien; es

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fácil ver que lo moral del amor es un sentimien-to facticio nacido del uso de la sociedad y elo-giado por las mujeres con suma habilidad ycuidado para implantar su imperio y hacerdominante el sexo que debía obedecer. Comoeste sentimiento está fundado sobre ciertas no-ciones del mérito y de la belleza que un salvajeno se halla en estado de poseer, y sobre compa-raciones que éste no puede hacer, debe de sercasi nulo para él; porque del mismo modo quesu espíritu no ha podido forjar ideas abstractasde regularidad y de proporción, así su corazónno es tampoco susceptible de sentimiento deadmiración y de amor, los cuales nacen, sin queuno se dé cuenta, de la aplicación de esas ideas.Únicamente escucha al temperamento que lanaturaleza le ha dado, no al gusto que no hapodido adquirir, y cualquier mujer le parecebuena.

Limitados a la parte física del amor y bas-tante felices para ignorar esas preferencias queirritan el sentimiento amoroso y aumentan las

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dificultades, los hombres deben de sentir me-nos frecuentemente y con menor viveza losardores del temperamento, y, por consiguiente,sus disputas deben de ser más raras y menoscrueles. La imaginación, que tantos estragosproduce entre nosotros, no habla a esos corazo-nes salvajes; cada uno espera tranquilamentelos impulsos de la naturaleza, se entrega a ellossin elección, con mayor placer que furor, y, sa-tisfecha su necesidad, el deseo queda extingui-do.

Es, pues, incontestable que así el amor co-mo las demás pasiones no han adquirido sinoen la sociedad ese ardor impetuoso que tanfunestos los hace ser con frecuencia para loshombres. De modo que es en extremo ridículorepresentar a los salvajes exterminándose mu-tuamente y sin cesar por satisfacer su brutali-dad, toda vez que esta opinión está en completacontradicción con la experiencia, pues los cari-bes, el pueblo que menos se ha apartado hastaaquí, entre todos los existentes, del estado natu-

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ral, son precisamente los más tranquilos en susamores y los menos sujetos a los celos, aunqueviven bajo un clima abrasador, que parece dar asus pasiones una actividad mayor.

Respecto a las consecuencias que podríandeducirse, en ciertas especies animales, de lasluchas entre machos que en todo tiempo en-sangrientan nuestros corrales o hacen retumbarlos bosques en la primavera con sus gritos dis-putándose la hembra, es necesario empezar porexcluir a todas aquellas especies en que la natu-raleza ha establecido manifiestamente, por loque hace al poder relativo de los sexos, distin-tas relaciones que entre nosotros; así, las peleasentre gallos no constituyen una inducción parala especie humana. En las especies en que laproporción está mejor observada, estas luchassólo pueden tener por causa la escasez de hem-bras respecto al número de machos o los inter-valos durante los cuales la hembra rehúsa cons-tantemente ayuntarse con el macho, lo queequivale a la primer causa; porque si la hembra

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sólo admite al macho durante dos meses al año,es igual que si el número de hembras fuese cin-co sextas partes menor. Pero ninguno de estosdos casos es aplicable a la especie humana, enla cual el número de las hembras excede gene-ralmente al de varones, no habiéndose obser-vado nunca tampoco, ni aun entre los salvajes,que las hembras tengan, como en las otras es-pecies, épocas de celo y de abstención. Además,en muchas clases de animales, entrando la es-pecie entera a la vez en mutua efervescencia,sobreviene un momento terrible de común ar-dor, de tumulto, desorden y combate; momentoque no existe en la especie humana, porque elamor en ella no es periódico. No puede dedu-cirse, por consiguiente, de los combates entreciertos animales por la posesión de la hembra,que lo mismo sucedería al hombre en el estadonatural; y aunque se pudiera sacar esa conclu-sión, así como esas luchas no destruyen esasespecies, debe pensarse cuando menos que noserían más funestas para la nuestra; y aun pare-

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ce que no causarían tantos estragos como cau-san en la sociedad, sobre todo en aquellos paí-ses en que, por respetarse todavía las costum-bres, los celos de los amantes y la venganza delos maridos son diario motivo de duelos,crímenes y peores cosas; sociedad en que eldeber de una eterna fidelidad sólo sirve paraoriginar adulterios y donde las mismas leyesdel honor y la continencia extienden necesa-riamente la corrupción y multiplican los abor-tos.

Concluyamos que el hombre salvaje, erran-te en los bosques, sin industria, sin palabra, sindomicilio, sin guerra y sin relaciones, sin nece-sidad alguna de sus semejantes, así como sinningún deseo de perjudicarlos, quizá hasta sinreconocer nunca a ninguno individualmente;sujeto a pocas pasiones y bastándose a sí mis-mo, sólo tenía los sentimientos y las luces pro-pias de este estado, sólo sentía sus verdaderasnecesidades, sólo miraba aquello que le intere-saba ver, y su inteligencia no progresaba más

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que su vanidad. Si por casualidad hacía algúndescubrimiento, tanto menos podía comunicar-lo cuanto que ni reconocía a sus hijos. El arteperecía con el inventor. No había educación niprogreso; las generaciones se multiplicabaninútilmente, y, partiendo siempre cada una delmismo punto, los siglos transcurrían en la tos-quedad de las primeras edades; la especie eraya vieja, y el hombre seguía siendo siempreniño.

Si me he extendido tanto tiempo sobre lasuposición de esta condición primitiva es por-que, siendo necesario destruir antiguos erroresy prejuicios, he creído que debía ahondar hastalas raíces para demostrar en el cuadro del ver-dadero estado de naturaleza cómo la desigual-dad, aun natural, está lejos de tener en ese es-tado la realidad y la influencia que pretendennuestros escritores.

En efecto: es fácil ver que, entre las dife-rencias que distinguen a los hombres, pasanpor naturales muchas que son únicamente obra

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de la costumbre y de los diversos géneros devida que llevan los hombres en la sociedad. Así,un temperamento fuerte o delicado, la fuerza ola debilidad que de éste dependen, procedencon frecuencia más de la manera ruda o afemi-nada con que uno ha sido criado que de laconstitución primitiva del cuerpo. Lo mismosucede con las fuerzas del espíritu, y no sola-mente la educación establece diferencias entrelos espíritus cultivados y los que no lo están,sino que aumenta la que existe entre los prime-ros en proporción con la cultura, pues si ungigante y un enano van por el mismo camino,cada paso que adelanten dará una nueva venta-ja al gigante. Ahora bien: si se compara la pro-digiosa variedad de educación y de géneros devida que reina en los diferentes órdenes delestado civil con la simplicidad y la uniformidadde la vida animal o salvaje, en la cual todos senutren con los mismos alimentos, viven delmismo modo y hacen exactamente las mismascosas, se comprenderá entonces cómo la dife-

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rencia de hombre a hombre debe ser menor enel estado de naturaleza que en el de sociedad, ycómo la desigualdad natural debe aumentar enla especie humana por la desigualdad de edu-cación.

Pero aunque la naturaleza afectase en ladistribución de sus dones tantas diferenciascomo se pretende, ¿qué ventajas gozarían losmás favorecidos en perjuicio de los demás enun estado de cosas que no admitiría casi nin-guna especie de relación entre ellos? Donde nohay amor, ¿de qué sirve la belleza? ¿De quésirve el ingenio a gentes que no hablan nunca, yla astucia a los que no tienen negocios? Oigorepetir a cada instante que los más fuertesoprimirían a los débiles; pero explíqueseme quése quiere decir con la palabra opresión. Unosdominarían con violencia, otros gemirían some-tidos a su capricho. He aquí precisamente loque observo entre nosotros; pero no veo cómopuede decirse esto de los hombres salvajes, aquienes difícilmente se haría comprender qué

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significan servidumbre y dominación. Podrá unhombre apoderarse de los frutos que otro hacogido, de la caza que ha matado, de la cavernaque le servía de asilo; pero ¿cómo conseguiríanunca hacerse obedecer y cuáles podrían ser lascadenas de la dependencia entre unos hombresque nada poseen? Si se me arroja de un árbol,libre estoy para ir a otro; si alguien me molestaen un sitio, ¿quién me impedirá marcharme aotra parte? ¿Hay un hombre de fuerza superiora la mía, y además bastante depravado, bastan-te perezoso, bastante feroz para obligarme aproveer a su subsistencia mientras él permane-ce ocioso? Pues es preciso que se resuelva a noperderme de vista un solo instante, a tenermecuidadosamente atado durante su sueño portemor a que me escape o le mate; es decir, quese ve obligado a exponerse voluntariamente auna fatiga mucho más grande que la que quiereevitarse y que la que a mí me causa. Despuésde todo esto, si su vigilancia afloja un instante,si un ruido imprevisto le hace volver la cabeza,

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doy veinte pasos en el bosque, y mis cadenasquedan rotas y jamás en su vida vuelve a ver-me.

Sin necesidad de prolongar inútilmente es-tos detalles, cada cual debe ver que, no siendolos lazos de la servidumbre sino la dependenciamutua de los hombres y de las necesidadesrecíprocas que los unen, es imposible esclavizara un hombre si antes no se le ha puesto en elcaso de no poder prescindir de otro; y comoesta situación no existe en el estado natural,todos se hallan libres del yugo, resultando, va-na en él la ley del más fuerte.

Después de haber demostrado que la des-igualdad apenas se manifiesta en el estado na-tural y que su influencia es casi nula, me faltaexplicar su origen y sus progresos en los des-envolvimientos sucesivos del espíritu humano.Después de haber demostrado que la perfectibi-lidad, las virtudes sociales y las demás faculta-des que el hombre natural había recibido enpotencia no podían desarrollarse nunca por sí

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mismas; que para ello necesitaban el concursofortuito de diferentes causas externas que pod-ían no haber nacido nunca y sin las cuales elhombre natural hubiera permanecido eterna-mente en su condición primitiva, me falta con-siderar y reunir los diferentes azares que hanpodido, echando a perder la especie, perfeccio-nar la razón humana; volver malos a los sereshaciéndolos sociables, y de un término tan leja-no, traer al hombre y al mundo al punto en quelos vemos.

Los acontecimientos que voy a describirpueden haber ocurrido de diferentes maneras;confieso, pues, que sólo me puedo decidir en suelección por conjeturas; pero, además de queestas conjeturas se convierten en razones cuan-do son las más probables conclusiones de lanaturaleza de las cosas y los únicos medios deque puede disponerse para descubrir la verdad,las consecuencias que quiero deducir de lasmías no serán por ello conjeturales, puesto quesobre los principios que he formulado no podr-

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ía construirse ningún otro sistema que me pro-porcione los mismos resultados y del cual pue-da sacar las mismas conclusiones.

Esto me dispensará de extender mis re-flexiones sobre el modo como el lapso de tiem-po transcurrido compensa la escasa verosimili-tud de los acontecimientos; sobre el sorpren-dente poder de las pequeñas causas cuandoobran sin descanso; sobre la imposibilidad enque nos hallamos, de un lado, de destruir cier-tas hipótesis, si del otro no se les puede dar elgrado de certidumbre de los hechos; sobre que,dados dos hechos como reales y habiendo queunirlos por una serie de hechos intermediarios,desconocidos o considerados como tales, co-rresponde a la Historia, cuando existe, procurarlos hechos que sirven de enlace, o a la Filosofía,en su defecto, determinar los hechos análogosque pueden enlazarlos; y, en fin, sobre que, enmateria de acontecimientos, la analogía reducelos hechos a un número mucho más pequeñode clases diferentes de lo que se imagina. Tengo

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suficiente con ofrecer estos temas a la conside-ración de mis jueces; me basta con habermearreglado de modo que los lectores vulgares notuvieran necesidad de considerarlos.

SEGUNDA PARTE

El primer hombre a quien, cercando un te-rreno, se lo ocurrió decir esto es mío y halló gen-tes bastante simples para creerle fue el verda-dero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántoscrímenes, guerras, asesinatos; cuántas miseriasy horrores habría evitado al género humanoaquel que hubiese gritado a sus semejantes,arrancando las estacas de la cerca o cubriendoel foso: «¡Guardaos de escuchar a este impostor;estáis perdidos si olvidáis que los frutos son detodos y la tierra de nadie!» Pero parece que yaentonces las cosas habían llegado al punto deno poder seguir más como estaban, pues la ideade propiedad, dependiendo de muchas, otrasideas anteriores que sólo pudieron nacer suce-

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sivamente, no se formó de un golpe en el espíri-tu humano; fueron necesarios ciertos progresos,adquirir ciertos conocimientos y cierta indus-tria, transmitirlos y aumentarlos de época enépoca, antes de llegar a ese último límite delestado natural. Tomemos, pues, las cosas desdemás lejos y procuremos reunir en su solo puntode vista y en su orden más natural esa lentasucesión de acontecimientos y conocimientos.

El primer sentimiento del hombre fue el desu existencia; su primer cuidado, el de su con-servación. Los productos de la tierra le prove-ían de todo, lo necesario; el instinto le llevó ausarlos. El hambre, otros deseos hacíanle expe-rimentar sucesivamente diferentes modos deexistir, y hubo uno que le invitó a perpetuar suespecie; esta ciega inclinación, desprovista detodo sentimiento del corazón, sólo engendra unacto puramente animal; satisfecho el deseo, losdos sexos ya no se reconocían, y el hijo mismonada era para la madre en cuanto podía pres-cindir de ella.

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Tal fue la condición del hombre al nacer;tal fue la vida de un animal limitado al princi-pio a las puras sensaciones, aprovechando ape-nas los dones que le ofrecía la naturaleza, lejosde pensar en arrancarle cosa alguna. Pero bienpronto surgieron dificultades; hubo que apren-der a vencerlas. La altura de los árboles, que leimpedía coger sus frutos; la concurrencia de losanimales que intentaban arrebatárselos paraalimentarse, y la ferocidad de los que atacabansu propia vida, todo le obligó a aplicarse a losejercicios corporales; tuvo que hacerse ágil,rápido en la carrera, fuerte en la lucha. Las ar-mas naturales, que son las ramas de los árbolesy las piedras, pronto se hallaron en sus manos.Aprendió a dominar los obstáculos de la natu-raleza, a combatir en caso necesario con losdemás animales, a disputar a los hombresmismos su subsistencia o a resarcirse de lo queera preciso ceder al más fuerte.

A medida que se extendió el génerohumano, los trabajos se multiplicaron con los

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hombres. La diferencia de los terrenos, de losclimas, de las estaciones, pudo forzarlos a esta-blecerla en sus maneras de vivir. Los años esté-riles, los inviernos largos y crudos, los ardientesestíos, que todo consumen, exigieron de ellosuna nueva industria. En las orillas del mar y delos ríos inventaron el sedal y el anzuelo, y sehicieron pescadores e ictiófagos (28). En los bos-ques construyéronse arcos y flechas, y fueroncazadores y guerreros. En los países fríos secubrieron con las pieles de los animales muer-tos a sus manos. El rayo, un volcán o cualquierfeliz azar les dio a conocer el fuego, nuevo re-curso contra el rigor del invierno; aprendierona conservar este elemento y después a reprodu-cirlo, y, por último, a preparar con él la carne,que antes devoraban cruda.

Esta reiterada aplicación de seres distintosy de unos a otros debió naturalmente de en-gendrar en el espíritu del hombre la percepciónde ciertas relaciones. Esas relaciones, que noso-tros expresamos con las palabras grande, pe-

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queño, fuerte, débil, rápido, lento, temeroso,arriesgado y otras ideas semejantes, produjeronal fin en él una especie de reflexión o más bienuna prudencia maquinal, que le indicaba lasprecauciones más necesarias a su seguridad.

Las nuevas luces que resultaron de estedesenvolvimiento aumentaron su superioridadsobre los demás animales haciéndosela conocer.Se ejercitó en tenderles lazos, en engañarlos demil modos, y aunque muchos le superasen enfuerza en la lucha o en rapidez en la carrera,con el tiempo se hizo dueño de los que podíanservirle y azote de los que podían perjudicarle.Y así, la primer mirada que se dirigió a sí mis-mo suscitó el primer movimiento de orgullo; y,sabiendo apenas distinguir las categorías yviéndose en la primera por su especie, así sepreparaba de lejos a pretenderla por su indivi-duo.

Aunque sus semejantes no fueran para éllo que son para nosotros, y aunque no tuvieracon ellos mayor comercio que con los otros

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animales, no fueron olvidados en sus observa-ciones. Las semejanzas que pudo percibir con eltiempo entre ellos, su hembra y él mismo, lehicieron juzgar las que no percibía; viendo quetodos se conducían como él se hubiera condu-cido en iguales circunstancias, dedujo que sumanera de pensar y de sentir era enteramenteconforme con la suya, y esta importante ver-dad, una vez arraigaba en su espíritu, le hizoseguir, por un presentimiento tan seguro y másvivo que la dialéctica, las reglas de conductaque, para ventaja y seguridad suya, más le con-venía observar con ellos.

Instruido por la experiencia de que el amordel bienestar es el único móvil de las accioneshumanas, pudo distinguir las raras ocasionesen que, por interés común, debía contar con laayuda de sus semejantes, y aquellas otras, másraras aún, en que la concurrencia debía hacerledesconfiar de ellos. En el primer caso se unía aellos en informe rebaño, o cuando más por unaespecie de asociación libre que a nadie obligaba

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y que sólo duraba el tiempo que la pasajeranecesidad que la había formado; en el segundo,cada cual buscaba su provecho, bien a vivafuerza si creía ser más fuerte, bien por astucia yhabilidad si sentíase el más débil.

He aquí cómo los hombres pudieron in-sensiblemente adquirir cierta idea rudimentariade compromisos mutuos y de la ventaja decumplirlos, pero sólo en la medida que podíaexigirlos el interés presente y sensible, pues laprevisión nada era para ellos, y, lejos de pre-ocuparse de un lejano futuro, ni siquiera pen-saban en el día siguiente. ¿Tratábase de cazarun ciervo? Todos comprendían que para ellodebían guardar fielmente su puesto; pero si unaliebre pasaba al alcance de uno de ellos, no cabeduda que la perseguiría sin ningún escrúpulo yque, cogida su presa, se cuidaría muy poco deque no se les escapase la suya a sus compañe-ros.

Fácil es comprender que semejantes rela-ciones no exigían un lenguaje mucho más refi-

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nado que el de las cornejas o los monos, que seagrupan poco más o menos del mismo modo.Durante mucho tiempo sólo debieron de com-poner el lenguaje universal gritos inarticulados,muchos gestos y algunos ruidos imitativos;unidos a esto en cada región algunos sonidosarticulados y convencionales, cuyo origen, co-mo ya he dicho, no es muy fácil de explicar,formáronse lenguas particulares, pero elemen-tales, imperfectas, semejantes aproximadamen-te a las que aún tienen diferentes naciones sal-vajes de hoy día.

Atravieso como una flecha multitudes desiglos, forzado por el tiempo que transcurre,por la abundancia de cosas que he de decir ypor el progreso casi imperceptible de los co-mienzos, pues tanto más lentos eran para suce-derse, tanto más rápidos son para describir.

Estos primeros progresos pusieron en final hombre en estado de hacer otros más rápi-dos. Cuanto más se esclarecía el espíritu más seperfeccionaba la industria. Bien pronto los

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hombres, dejando de dormir bajo el primerárbol o de guarecerse en cavernas, hallaron unaespecie de hachas de piedra duras y cortantesque sirvieron para cortar la madera, cavar latierra y construir chozas con las ramas de losárboles, que en seguida aprendieron a endure-cer con barro y arcilla. Fue la época de unaprimera revolución, que originó el estableci-miento y la diferenciación de las familias e in-trodujo una especie de propiedad, de la cualquizá nacieron ya entonces no pocas discordiasy luchas. Sin embargo, como los más fuertesfueron con toda seguridad los primeros enconstruirse viviendas, porque sentíanse capacesde defenderlas, es de creer que los débileshallaron más fácil y más seguro imitarlos queintentar desalojarlos de ellas; y en cuanto a losque ya poseían cabañas, ninguno de ellos debióde intentar apropiarse la de su vecino, menosporque no le perteneciera que porque no lanecesitaba y porque, además, no podía apode-

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rarse de ella sin exponerse a una viva lucha conla familia que la ocupaba.

Las primeras exteriorizaciones del corazónfueron el efecto de un nuevo estado de cosasque reunía en una habitación común a maridosy mujeres, a padres o hijos. El hábito de vivirjuntos hizo nacer los más dulces sentimientosconocidos de los hombres: el amor conyugal yel amor paternal. Cada familia fue una pequeñasociedad, tanto mejor unida cuanto que el afec-to recíproco y la libertad eran los únicos víncu-los. Entonces fue cuando se estableció la primerdiferencia en el modo de vivir de los dos sexos,que hasta entonces habían vivido de la mismamanera. Las mujeres hiciéronse más sedenta-rias y se acostumbraron a guardar la cabaña y acuidar de los hijos mientras el hombre iba abuscar la común subsistencia. Con una vida unpoco más blanda, los dos sexos empezaron aperder algo de su ferocidad y de su vigor; perosi cada individuo separadamente se halló me-nos capaz de combatir a las fieras, fue en cam-

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bio más fácil reunirse para una resistenciacomún.

En este nuevo estado, llevando una vidasimple y solitaria, con necesidades muy limita-das y los instrumentos que habían inventadopara atenderlas, los hombres gozaban de unaextremada ociosidad, que emplearon en procu-rarse diversas, comodidades que sus padres nohabían conocido. Este fue el primer yugo que seimpusieron sin pensar y la primer fuente demales que prepararon a sus descendientes;pues, además de que así continuaron debilitande su cuerpo y su espíritu, y habiendo perdidoesas comodidades, por la costumbre, todo suencanto y degenerado en verdaderas necesida-des, la privación de ellas fue mucho más cruelque agradable era su posesión, y, sin ser felizposeyéndolas, perdiéndolas érase desgraciado.

Se entrevé algo mejor en este punto cómoel uso de la palabra se estableció o se perfec-cionó insensiblemente en el seno de cada fami-lia, y aun se puede conjeturar cómo diversas

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causas particulares pudieron extender el len-guaje y acelerar su progreso haciéndole ser másnecesario. Grandes inundaciones o tembloresde tierra cercaron de aguas o de precipicios lasregiones habitadas; revoluciones del globo des-garraron y cortaron en islas porciones del con-tinente. Se concibe que entre hombres reunidosde ese modo y forzados a vivir juntos debió deformarse un idioma común, más bien que entrelos que erraban libremente en los bosques de latierra firme. Así, es muy probable que, despuésde sus primeros ensayos de navegación, losinsulares hayan introducido entre nosotros eluso de la palabra; por lo menos es muy verosí-mil que la sociedad y las lenguas hayan nacidoen las islas y en ellas se hayan perfeccionadoantes de ser conocidas en el continente.

Todo empieza a cambiar de aspecto. Erran-tes hasta aquí en los bosques, los hombres,habiendo adquirido una situación más estable,van relacionándose lentamente, se reúnen endiversos agrupamientos y forman en fin en

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cada región una nación particular, unida en suscostumbres y caracteres, no por reglamentos yleyes, sino por el mismo género de vida y dealimentación y por la influencia del clima. Unapermanente vecindad no puede dejar de en-gendrar en fin alguna relación entre diferentesfamilias. Jóvenes de distinto sexo habitan encabañas vecinas; el pasajero comercio que exigela naturaleza bien pronto origina otro no menosdulce y más permanente por la mutua frecuen-tación. Habitúanse a considerar diversos obje-tos y a hacer comparaciones; insensiblementeadquieren ideas de mérito y de belleza queproducen sentimientos de preferencia. A fuerzade verse, no pueden pasar sin verse todavía. Unsentimiento tierno y dulce se insinúa en el al-ma, que a la menor oposición se cambia en fu-ror impetuoso; los celos se despiertan con elamor, triunfa la discordia, y la más dulce de laspasiones recibe sacrificios de sangre humana.

A medida que se suceden las ideas y lossentimientos y el espíritu y el corazón se ejerci-

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tan, la especie humana sigue domesticándose,las relaciones se extienden y se estrechan losvínculos. Los hombres se acostumbran a re-unirse delante de las cabañas o, al pie de ungran árbol; el canto y la danza, verdaderos hijosdel amor y del ocio, constituyen la diversión o,mejor, la ocupación de los hombres y de lasmujeres agrupados y ociosos. Cada cual em-pezó a mirar a los demás y a querer ser miradoél mismo, y la estimación pública tuvo un pre-cio. Aquel que mejor cantaba o bailaba, o el máshermoso, el más fuerte, el más diestro o el máselocuente, fue el más considerado; y éste fue elprimer paso hacia la desigualdad y hacia elvicio al mismo tiempo. De estas primeras prefe-rencias nacieron, por una parte, la vanidad y eldesprecio; por otro, la vergüenza y la envidia, yla fermentación causada por esta nueva levadu-ra produjo al fin compuestos fatales para lafelicidad y la inocencia.

Tan pronto como los hombres empezarona apreciarse mutuamente y se formó en su espí-

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ritu la idea de la consideración, todos preten-dieron tener el mismo derecho, y no fue posibleque faltase para nadie. De aquí nacieron losprimeros deberes de la cortesía, aun entre lossalvajes; y de aquí que toda injusticia volunta-ria fuera considerada como un ultraje, porquecon el daño que ocasionaba la injuria, el ofen-dido veía el desprecio de su persona, con fre-cuencia más insoportable que el daño mismo.De este modo, como cada cual castigaba el des-precio que se lo había inferido de modo pro-porcionado a la estima que tenía de sí mismo,las venganzas fueron terribles, y los hombres,sanguinarios y crueles. He ahí precisamente elgrado a que había llegado la mayoría de lospueblos salvajes que nos son conocidos. Mas,por no haber distinguido suficientemente lasideas y observado cuán lejos se hallaban yaesos pueblos del estado natural, algunos se hanprecipitado a sacar la conclusión de que elhombre es naturalmente cruel y que es necesa-ria la autoridad para dulcificarlo, siendo así que

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nada hay tan dulce como él en su estado primi-tivo, cuando, colocado por la naturaleza a igualdistancia de la estupidez de las bestias que delas nefastas luces del hombre civil, y limitadoigualmente por el instinto y por la razón a de-fenderse del mal que le amenaza, la piedadnatural le impide, sin ser impelido a ello pornada, hacer daño a nadie, ni aun después dehaberlo él recibido. Porque, según el axiomadel sabio Locke, no puede existir agravio donde nohay propiedad.

Pero es preciso señalar que la sociedadempezada y las relaciones ya establecidas entrelos hombres exigían de éstos cualidades dife-rentes de las que poseían por su constituciónprimitiva; que, empezando a introducirse lamoralidad en las acciones humanas y siendocada uno, antes de las leyes, único juez y ven-gador de las ofensas recibidas, la bondad queconvenía al puro estado de naturaleza no era laque convenía a la sociedad naciente; que eranecesario que los castigos fueran más severos a

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medida que las ocasiones de ofender eran másfrecuentes; que el terror de las venganzas teníaque ocupar el lugar del freno de las leyes. Así,aunque los hombres fuesen ya menos sufridosy la piedad natural ya hubiera experimentadoalguna alteración, este período del desenvolvi-miento de las facultades humanas, ocupandoun justo medio entre la indolencia del estadoprimitivo y la petulante actividad de nuestroamor propio, debió de ser la época más feliz yduradera. Cuanto más se reflexiona, mejor secomprende que este estado era el menos sujetoa las revoluciones, el mejor para el hombre (29),del cual no ha debido salir sino por algún fu-nesto azar, que, por el bien común, hubieradebido no acontecer nunca. El ejemplo de lossalvajes, hallados casi todos en ese estado, pa-rece confirmar que el género humano estabahecho para permanecer siempre en él; que eseestado es la verdadera juventud del mundo, yque todos los progresos ulteriores han sido, enapariencia, otros tantos pasos hacia la perfec-

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ción del individuo; en realidad, hacia la decre-pitud de la especie.

Mientras los hombres se contentaron consus rústicas cabañas; mientras se limitaron acoser sus vestidos de pieles con espinas vegeta-les o de pescado, a adornarse con plumas yconchas, a pintarse el cuerpo de distintos colo-res, a perfeccionar y embellecer sus arcos y susflechas, a tallar con piedras cortantes canoas depescadores o rudimentarios instrumentos demúsica; en una palabra, mientras sólo se aplica-ron a trabajos que uno solo podía hacer y a lasartes que no requerían el concurso de variasmanos, vivieron libres, sanos, buenos y felicesen la medida en que podían serlo por su natu-raleza y siguieron disfrutando de las dulzurasde un trato independiente. Pero desde el ins-tante en que mi hombre tuvo necesidad de laayuda de otro; desde que se advirtió que eraútil a uno solo poseer provisiones por dos, laigualdad desapareció, se introdujo la propie-dad, el trabajo fue necesario y los bosques in-

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mensos se trocaron en rientes campiñas que fuenecesario regar con el sudor de los hombres yen las cuales viose bien pronto germinar y cre-cer con las cosechas la esclavitud y la miseria.

La metalurgia y la agricultura fueron lasdos artes cuyo desenvolvimiento produjo estagran revolución. Para el poeta son el oro y laplata; más para el filósofo son el hierro y el tri-go los que han civilizado a los hombres y per-dido al género humano. Uno y otro eran desco-nocidos de los salvajes de América, por lo cualhan permanecido siempre los mismos; y losdemás pueblos parece que siguieron bárbarosmientras no practicaron más que una sola deestas artes. Precisamente, una de las mejoresrazones quizá de que Europa haya sido, si nomás pronto, mejor y más constantemente orde-nada que las otras partes del mundo es que almismo tiempo es la más abundante en hierro yla más fértil en trigo.

Es difícil conjeturar de qué modo han lle-gado los hombres a conocer y emplear el hierro,

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pues no es de creer que hayan imaginado por símismos extraer la materia de la mina y darle laspreparaciones necesarias para su fusión antesde saber lo que resultaría. Por otra parte, nopuede atribuirse este descubrimiento a un in-cendio casual, puesto que las minas se formanen lugares áridos y desprovistos de árboles yplantas; de suerte que parece que la naturalezaha tomado sus precauciones para ocultarnos elfatal secreto. Sólo queda la extraordinaria cir-cunstancia de que un volcán, vomitando mate-rias metálicas en fusión, haya sugerido a losespectadores la idea de imitar esta operación dela naturaleza; pero es necesario suponer muchovalor y previsión para emprender un trabajotan penoso y calcular desde mucho antes lasventajas que podían obtenerse, y esto sólo esadmisible en espíritus más cultivados que lodebía estar el de los espectadores.

En cuanto a la agricultura, el principio fueconocido mucho antes de que se estableciera lapráctica, pues no es probable que los hombres,

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siempre ocupados en sacar de los árboles y lasplantas su subsistencia, hayan tardado muchotiempo en advertirlos caminos que sigue la na-turaleza para la generación de los vegetales;pero su industria no se inclinó probablementehasta muy tarde de este lado, bien porque losárboles, que con la caza y la pesca proveían a sualimento, no necesitaban sus cuidados, sea pordesconocer el uso del trigo, sea por falta deinstrumentos para cultivarlo, bien por falta deprevisión para las necesidades futuras, sea, enfin, por no haber medios para impedir a losdemás que se apoderaran del fruto de su traba-jo. Cuando ya fueron más industriosos, es depresumir que empezaron con piedras afiladas ypalos puntiagudos a cultivar algunas legum-bres o raíces en derredor de sus cabañas, mu-cho antes de saber trabajar el trigo y tener losinstrumentos necesarios para el cultivo engrande; sin contar que para entregarse a estalabor y sembrar las tierras es preciso decidirse aperder alguna cosa primero para obtener mu-

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cho después, previsión grandemente extraña alespíritu del salvaje, que, como antes he dicho,tiene bastante con pensar por la mañana en susnecesidades de la tarde.

La invención de las otras artes fue, por tan-to, necesaria para forzar al género humano adedicarse a la agricultura. En cuanto hubo ne-cesidad de hombres para fundir y forjar el hie-rro, fueron necesarios otros que los alimenta-ran. Cuanto mayor fue el número de obreros,menos manos hubo empleadas en proveer a lacomún subsistencia, sin haber por eso menosbocas que alimentar; y como unos necesitaronalimentos en cambio de su hierro, los otros des-cubrieron en fin el secreto de emplear el hierropara multiplicar los alimentos. De aquí nacie-ron, por una parte, el cultivo y la agricultura;por otra, el arte de trabajar los metales y multi-plicar sus usos.

Del cultivo de las tierras resultó necesa-riamente su reparto, y de la propiedad, una vezreconocida, las primeras reglas de justicia, por-

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que para dar a cada cual lo suyo es necesarioque cada uno pueda tener alguna cosa. Por otrolado, los hombres ya habían empezado a pen-sar en el porvenir, y como todos tenían algoque perder, no había ninguno que no tuvieraque temer para sí la represalia de los daños quepodía causar a otro. Este origen es tanto másnatural cuanto que es imposible concebir laidea de la propiedad naciente de otro modoque por la mano de obra, pues no se compren-de que para apropiarse las cosas que no hahecho pudiera el hombre poner más que sutrabajo. Es el trabajo únicamente el que, dandoderecho al cultivador sobre el producto de latierra que ha trabajado, le da consiguientemen-te ese mismo derecho sobre el suelo, por lo me-nos hasta la cosecha, y así de año en año; loque, constituyendo una posesión continua, setransforma fácilmente en propiedad. Cuandolos antiguos, dice Grocio, dieron a Ceres el epí-teto de legisladora y a una fiesta que se cele-braba en su honor el nombre de Temosforia,

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dieron a entender que el reparto de las tierrashabía producido una nueva especie de derecho,es decir, el derecho de propiedad, diferente delque resulta de la ley natural.

En esta situación, las cosas hubieran podi-do permanecer iguales si las aptitudes hubieransido iguales, y si, por ejemplo, el empleo delhierro y el consumo de los productos alimenti-cios hubieran guardado un equilibrio exacto.Pero la proporción, que nada mantenía, bienpronto quedó rota; el más fuerte hacía másobra; el más hábil sacaba mejor partido de losuyo; el más ingenioso hallaba los medios deabreviar su trabajo; el labrador necesitaba máshierro, o el herrero más trigo; y trabajando to-dos igualmente, unos ganaban más mientrasotros, apenas podían vivir. De este modo, ladesigualdad natural se desenvuelve insensi-blemente con la de combinación, y las diferen-cias entre los hombres, desarrolladas por lasque originan las circunstancias, hácense mássensibles, más permanentes en sus efectos y

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empiezan a influir en la misma proporción so-bre la suerte de los particulares.

En este punto las cosas, fácil es imaginar elresto. No me detendré a describir la invenciónsucesiva de las otras artes, el progreso de laslenguas, la prueba y el empleo de las aptitudes,la desigualdad de las fortunas, el uso y el abusode las riquezas, ni todos los detalles que siguena éstos y que cada uno puede fácilmente supo-ner. Me limitaré solamente a echar una ojeadasobre el género humano colocado en ese nuevoorden de cosas.

He aquí todas nuestras facultades desarro-lladas, la memoria y la imaginación en juego,interesado el amor propio, la razón en activi-dad y el espíritu casi al término de la perfecciónde que es susceptible. He aquí todas las cuali-dades naturales puestas en acción, establecidasla condición y la suerte de cada hombre, nosólo en lo que se refiere a la cantidad de bienesy al poder de servir o perjudicar, sino en cuantoal espíritu, la belleza, la fuerza o la destreza, el

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mérito y las aptitudes. Siendo estas cualidadeslas únicas que podían atraer la consideración,bien pronto fue necesario o tenerlas o fingirlas;fue preciso, por el propio interés, aparecer dis-tinto de lo que en verdad se era. Ser y parecerfueron dos cosas por completo diferentes, y deesta diferencia nacieron la ostentación impo-nente, la astucia engañosa y todos los viciosque forman su séquito. Por otra parte, de libre eindependiente que era antes el hombre, vedle,por una multitud de nuevas necesidades, some-tido, por así decir, a la naturaleza entera, y so-bre todo a sus semejantes, de los cuales se con-vierte en esclavo aun siendo su señor: rico, ne-cesita de sus servicios; pobre; de su ayuda, y lamediocridad le impide prescindir de aquéllos.Necesita, por tanto, buscar el modo de intere-sarlos en su suerte y hacerles hallar su propiointerés, en realidad o en apariencia, trabajandoen provecho suyo; lo cual le hace trapacero yartificioso con unos, imperioso y duro conotros, y le pone en la necesidad de engañar a

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todos aquellos que necesita, cuando no puedehacerse temer de ellos y no encuentra ningúninterés en servirlos útilmente. En fin; la vorazambición, la pasión por aumentar su relativafortuna, menos por una verdadera necesidadque para elevarse por encima de los demás,inspira a todos los hombres una negra inclina-ción a perjudicarse mutuamente, una secretaenvidia, tanto más peligrosa cuanto que, paraherir con más seguridad, toma con frecuencia lamáscara de la benevolencia; en una palabra: deun lado, competencia y rivalidad; de otro, opo-sición de intereses, y siempre el oculto deseo debuscar su provecho a expensas de los demás.Todos estos males son el primer efecto de lapropiedad y la inseparable comitiva de la des-igualdad naciente.

Antes de haberse inventado los signos re-presentativos de las riquezas, éstas no podíanconsistir sino en tierras y en ganados, únicosbienes efectivos que los hombres podían pose-er. Ahora bien; cuando las heredades crecieron

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en número y en extensión, hasta el punto decubrir el suelo entero y de tocarse unas conotras, ya no pudieron extenderse más sitio aexpensas de las otras, y los que no poseían nin-guna porque la debilidad o la indolencia loshabía impedido adquirirlas a tiempo, se vieronobligados a recibir o arrebatar de manos de losricos su subsistencia; de aquí empezaron a na-cer, según el carácter de cada uno, la domina-ción y la servidumbre, o la violencia y las rapi-ñas. Los ricos, por su parte, apenas conocieronel placer de dominar, rápidamente desdeñaronlos demás, y, sirviéndose de sus antiguos escla-vos para someter a otros hombres a la servi-dumbre, no pensaron más que en subyugar yesclavizar a sus vecinos, semejantes a esos lo-bos hambrientos que, habiendo gustado unavez la carne humana, rechazan todo otro ali-mento y sólo quieren devorar hombres.

De este modo, haciendo los más poderososde sus fuerzas o los más miserables de sus ne-cesidades una especie de derecho al bien ajeno,

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equivalente, según ellos, al de propiedad, laigualdad deshecha fue seguida del más espan-toso desorden; de este modo, las usurpacionesde los ricos, las depredaciones de los pobres, laspasiones desenfrenadas de todos, ahogando lapiedad natural y la voz todavía débil de la jus-ticia, hicieron a los hombres avaros, ambiciososy malvados. Entre el derecho del más fuerte yel del primer ocupante alzábase un perpetuoconflicto, que no se terminaba sino por comba-tes y crímenes (30). La naciente sociedad cedió laplaza al más horrible estado de guerra; el géne-ro humano, envilecido y desolado, no pudien-do volver sobre sus pasos ni renunciar a lasdesgraciadas adquisiciones que había hecho, yno trabajando sino en su vilipendio, por el abu-so de las facultades que le honran, se puso a símismo en vísperas de su ruina.

Attonitus novitate mali, dives-que, miserque,

Effugere optat opes, et quae mo-do voverat odit (31).

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OVID., Metam., lib. XI, v. 127. No es posible que los hombres no se hayan

detenido a reflexionar al cabo sobre una situa-ción tan miserable y sobre las calamidades quelos agobiaban. Sobre todo los ricos debieroncomprender cuán desventajoso era para ellosuna guerra perpetua con cuyas consecuenciassólo ellos cargaban y en la cual el riesgo de lavida era común y el de los bienes particular.Por otra parte, cualquiera que fuera el pretextoque pudiesen dar a sus usurpaciones, demasia-do sabían que sólo descansaban sobre un dere-cho, precario y abusivo, y que, adquiridas porla fuerza, la fuerza podía arrebatárselas sin quetuvieran derecho a quejarse. Aquellos mismosque sólo se habían enriquecido por la industriano podían tampoco ostentar sobre su propie-dad mejores títulos. Podrían decir: «Yo he cons-truido este muro; he ganado este terreno con mitrabajo.» Pero se les podía contestar: «¿Quién osha dado las piedras? ¿Y en virtud de qué pre-tendéis cobrar a nuestras expensas un trabajo

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que nosotros no os hemos impuesto? ¿Ignoráisque multitud de hermanos vuestros perece osufre por carecer de lo que a vosotros os sobra,y que necesitabais el consentimiento expreso yunánime del género humano para apropiarosde la común subsistencia lo que excediese de lavuestra?» Desprovisto de razones verdaderaspara justificarse y de fuerza suficiente para de-fenderse; venciendo fácilmente a un particular,pero vencido él mismo por cuadrillas de ban-didos; solo contra todos, y no pudiendo, a cau-sa de sus mutuas rivalidades, unirse a sus igua-les contra los enemigos unidos por el ansiacomún del pillaje, el rico, apremiado por la ne-cesidad, concibió al fin el proyecto más preme-ditado que haya nacido jamás en el espírituhumano: emplear en su provecho las mismasfuerzas de quienes le atacaban, hacer de susenemigos sus defensores, inspirarles otrasmáximas y darles otras instituciones que fueranpara él tan favorables como adverso érale elderecho natural.

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Con este fin, después de exponer a sus ve-cinos el horror de una situación que los armabaa todos contra todos, que hacía tan onerosas suspropiedades como sus necesidades, y en la cualnadie podía hallar seguridad ni en la pobrezani en la riqueza, inventó fácilmente especiosasrazones para conducirlos al fin que se propon-ía. «Unámonos -les dijo- para proteger a losdébiles contra la opresión, contener a los ambi-ciosos y asegurar a cada uno la posesión de loque le pertenece; hagamos reglamentos de jus-ticia y de paz que todos estén obligados a ob-servar, que no hagan excepción de nadie y quereparen en cierto modo los caprichos de la for-tuna sometiendo igualmente al poderoso y aldébil a deberes recíprocos. En una palabra: enlugar de volver nuestras fuerzas contra noso-tros mismos, concentrémoslas en un poder su-premo que nos gobierna con sabias leyes, queproteja y defienda a todos los miembros de laasociación, rechace a los enemigos comunes ynos mantenga en eterna concordia.»

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Mucho menos que la equivalencia de estediscurso fue preciso para decidir a hombrestoscos, fáciles de seducir, que, por otra parte,tenían demasiadas cuestiones entre ellos parapoder prescindir de árbitros, y demasiada ava-ricia y ambición para poderse pasar sin amos.Todos corrieron al encuentro de sus cadenascreyendo asegurar su libertad, pues, con bas-tante inteligencia para comprender las ventajasde una institución política, carecían de la expe-riencia necesaria para prevenir sus peligros; losmás capaces de prever los abusos eran preci-samente los que esperaban aprovecharse deellos, y los mismos sabios vieron que era preci-so resolverse a sacrificar una parte de su liber-tad para conservar la otra, del mismo modoque un herido se deja cortar un brazo para sal-var el resto del cuerpo.

Tal fue o debió de ser el origen de la socie-dad y de las leyes, que dieron nuevas trabas aldébil y nuevas fuerzas al rico (32), aniquilaronpara siempre la libertad natural, fijaron para

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todo tiempo la ley de la propiedad y de la des-igualdad, hicieron de una astuta usurpación underecho irrevocable, y, para provecho de unoscuantos ambiciosos, sujetaron a todo el génerohumano al trabajo, a la servidumbre y a la mi-seria. Fácilmente se ve cómo el establecimientode una sola sociedad hizo indispensable el detodas las demás, y de qué manera, para hacerfrente a fuerzas unidas, fue necesario unirse ala vez. Las sociedades, multiplicándose o ex-tendiéndose rápidamente, cubrieron bien pron-to toda la superficie de la tierra, y ya no fueposible hallar un solo rincón en el universodonde se pudiera evadir el yugo y sustraer lacabeza al filo de la espada, con frecuencia malmanejada, que cada hombre vio perpetuamentesuspendida encima de su cabeza. Habiéndoseconvertido así el derecho civil en la reglacomún de todos los ciudadanos, la ley naturalno se conservó sino entre las diversas socieda-des, donde, bajo el nombre de derecho de gen-tes, fue moderada por algunas convenciones

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tácitas para hacer posible el comercio y suplir ala conmiseración natural, la cual, perdiendo desociedad en sociedad casi toda la fuerza quetenía de hombre a hombre, no reside ya sino enalgunas grandes almas cosmopolitas que fran-quean las barreras imaginarias que separan alos pueblos y, a ejemplo del Ser soberano quelas ha creado, abrazan en su benevolencia atodo el género humano.

Los cuerpos políticos, que siguieron entresí en el estado natural, no tardaron en sufrir losmismos inconvenientes que habían forzado alos particulares a salir de él, y esta situación fuemás funesta aún entre esos grandes cuerposque antes entre los individuos que los compon-ían. De aquí salieron las guerras nacionales, lasbatallas, los asesinatos, las represalias, quehacen estremecerse a la naturaleza y ofenden ala razón, y todos esos prejuicios horribles quecolocan en la categoría de las virtudes el honorde derramar sangre humana. Las gentes máshonorables aprendieron a contar entre sus de-

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beres el de degollar a sus semejantes; viose enfin a los hombres exterminarse a millares sinsaber por qué, y en un solo día se cometían máscrímenes, y más horrores en el asalto de unasola ciudad, que no se hubieran cometido en elestado de naturaleza durante siglos enteros yen toda la extensión de la tierra. Tales son losprimeros efectos que se observan de la divisióndel género humano en diferentes sociedades.Volvamos a sus instituciones.

Yo sé que otros han atribuido diferentesorígenes a las sociedades políticas, como lasconquistas del más fuerte o la unión de losdébiles; pero la elección entre estas causas esindiferente para lo que quiero dejar asentado.Sin embargo, la que yo he expuesto me parecela más natural por las siguientes razones: Pri-mera: Que, en el primer caso, el derecho deconquista, no siendo un derecho, no ha podidoservir de fundamento a otro alguno, pues elconquistador y los pueblos sometidos perma-necían siempre en estado de guerra, a menos

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que la nación, recobrada su plena libertad, noescogiera voluntariamente a su vencedor por sujefe; hasta entonces, sean cualesquiera las capi-tulaciones que se hubiesen hecho, como sólodescansan sobre la violencia y, por consiguien-te, son nulas por ese mismo hecho, no puedehaber, en esta hipótesis, ni verdadera sociedad,ni cuerpo político, ni otra ley que la del másfuerte. Segunda: Que las palabras fuerte y débilson equívocas en el segundo caso; que en elintervalo entre el establecimiento del derechode propiedad o del primer ocupante y la consti-tución de gobiernos políticos, el sentido de esostérminos es mejor expresado por los de pobre yrico, porque, en efecto, un hombre no tenía an-tes de la implantación de las leyes otro mediode someter a sus iguales que el de atacar a susbienes o el de darle parte de los suyos. Tercera:Que, no teniendo los pobres otra cosa que per-der sino su libertad, hubieran cometido unagran locura privándose voluntariamente delúnico bien que les quedaba para no ganar nada

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en el cambio; que, al contrario, sensibles losricos, por así decir, en todas las partes de susbienes, era mucho más fácil hacerles daño, porlo cual tenían que tomar muchas más precau-ciones para protegerse; y que, por último, esrazonable creer que una cosa ha sido inventadamás bien por aquellos a quienes beneficia quepor los que con ella salen perjudicados.

El naciente gobierno no tuvo forma regulary constante. La falta de filosofía y de experien-cia sólo dejaba ver las dificultades presentes, yno se pensaba en remediar las otras sino a me-dida que se presentaban. A pesar de todos losesfuerzos de los más sabios legisladores, el es-tado político permaneció siempre imperfectoporque era en gran parte la obra del azar, y,mal empezado, al descubrirse con el tiempo susdefectos y sugerir los remedios pertinentes,nunca pudieron corregirse los vicios de suconstitución; se le reformaba sin cesar, cuandohubiera sido necesario empezar por renovar elaire y separar los viejos materiales, como hizo

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Licurgo en Esparta, para construir en su lugarun buen edificio.

La sociedad no consistió al principio másque en algunas convenciones generales quetodos los particulares se comprometían a ob-servar, de cuyo cumplimiento respondía la co-munidad ante cada uno de ellos. Fue necesarioque la experiencia demostrara cuán débil erasemejante constitución y cuán fácil a los infrac-tores eludir la prueba o el castigo de las faltasde que el público sólo debía ser testigo y juez;fue preciso que los contratiempos y los des-órdenes menudeasen continuamente, para queal fin se pensara en confiar a algunos particula-res el peligroso depósito de la autoridad públi-ca y se encargara a ciertos magistrados el cui-dado de hacer observar las deliberaciones delpueblo; pues decir que los jefes fueron elegidosantes de que la confederación fuese hecha y quelos ministros de la ley existieron antes que lasleyes mismas, es una suposición que ni siquieraes permitido combatir seriamente.

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Tampoco sería muy razonable creer quelos pueblos se arrojaron desde el primer mo-mento en brazos de un amo absoluto, sin con-diciones y para siempre, y que el primer mediode atender a la seguridad común imaginadopor hombres arrogantes o indómitos haya sidoprecipitarse en la esclavitud. En efecto: ¿porqué se han dado a sí mismos superiores si no espara que los defendieran contra la opresión yprotegieran sus bienes, sus libertades y sus vi-das, que son, por así decir, los elementos consti-tutivos de su ser? Ahora bien en las relacionesentre los hombres, lo peor que puede sucederlea uno es verse a discreción de otro; ¿no hubierasido, pues, contra el buen sentido abandonarentre las manos de un jefe las únicas cosas paracuya conservación necesitaban su auxilio? ¿Quéequivalente hubiera podido ofrecer éste por laconcesión de tan magnífico derecho? Y sihubiera osado exigirlo con el pretexto de de-fenderlos, ¿no hubiese recibido inmediatamen-te la respuesta del apólogo: ¿Qué mal nos haría el

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enemigo? Es, pues, incontestable, y tal es el pre-cepto fundamental de todo derecho político,que los pueblos se han dado jefes para defendersu libertad y no para oprimirlos. Si tenemos unpríncipe -decía Plinio a Trajano- es con el fin deque nos preserve de tener un amo.

Los políticos hacen sobre el amor de la li-bertad los mismos sofismas que los filósofossobre el estado de naturaleza. Por las cosas queven juzgan cosas muy distintas que no han vis-to, y atribuyen a los hombres una inclinaciónnatural a la esclavitud por la paciencia con quesoportan la suya aquellos que tienen ante losojos, sin pensar que sucede con la libertad co-mo con la inocencia y la virtud, cuyo valor nose conoce mientras no se gozan, el gusto de lascuales desaparece tan pronto como se han per-dido. «Conozco las delicias de tu país -dijo Bra-sidas a un sátrapa que comparaba la vida deEsparta con la de Persépolis-, pero tú no pue-des conocer los placeres del mío.»

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Al modo como un indómito cerril eriza suscrines, hiere la tierra con sus cascos y se debateimpetuoso con sólo ver el freno, mientras uncaballo domado sufre pacientemente el látigo yla espuela, el hombre bárbaro no dobla la cabe-za al yugo, que el hombre civilizado soporta sinmurmurar, y prefiere la más agitada libertad auna tranquila sujeción. No es, pues, por envile-cimiento de los pueblos sometidos por lo quehay que juzgar las disposiciones naturales delos hombres en pro o en contra de la servidum-bre, sino por los prodigios que han hecho todoslos pueblos libres para protegerse contra laopresión. Bien sé que los primeros no hacenmás que alabar sin cesar la paz y el reposo deque gozan entre sus hierros y que miserrimamservitutens pacem appellant (33); pero cuando veo alos otros sacrificar los placeres, el reposo, lasriquezas, el poderío y hasta la vida misma paraconservar ese bien único tan despreciado porlos que lo han perdido; cuando veo a unosanimales nacidos libres y aborreciendo la sumi-

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sión romperse la cabeza contra las rejas de suprisión; cuando veo a muchedumbres de salva-jes completamente desnudos desdeñar las vo-luptuosidades europeas, desafiar el hambre, elfuego, el hierro y la muerte solamente por con-servar su independencia, pienso que no corres-ponde a los esclavos razonar sobre la libertad.

En cuanto a la autoridad paternal, de lacual han hecho derivar algunos el gobiernoabsoluto y aun la sociedad entera, sin recurrir alas pruebas contrarias de Locke y de Sidney,basta con indicar que nada hay en el mundo tanlejos del espíritu feroz del despotismo como ladulzura de esa autoridad, que atiende más alprovecho de quien obedece que a la utilidaddel que manda; que, por ley natural, el padresólo es dueño del hijo mientras éste necesita suayuda; que después de este término son igua-les, y que entonces el hijo, perfectamente inde-pendiente de su padre, sólo le debe respeto,mas no obediencia; porque el reconocimiento esun deber que hay que cumplir, pero no un de-

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recho que se pueda exigir. En lugar de decirque la sociedad civil se deriva del poder pater-nal, sería necesario decir, al contrario, que es deella de quien ese poder tiene su principal fuer-za. Un individuo no fue reconocido por el pa-dre de varios sino cuando todos permanecierona su lado. Los bienes del padre, de los cuales éles el verdadero dueño, son los lazos que man-tienen a los hijos bajo su dependencia, y élpuede no darles parte en la herencia sino en lamedida en que lo hayan merecido por un con-timio acatamiento de su voluntad. Ahora bien:lejos de poder esperar los súbditos favor seme-jante de su déspota, como le pertenecen ellos ylas cosas que poseen, o al menos así lo pretendeaquél, se ven reducidos a recibir como un favorlo que les deja de sus propios bienes; hace justi-cia cuando los despoja; concede gracia cuandolos deja vivir.

Continuando el examen de los hechosdesde el punto de vista del derecho, no sehallaría más solidez que veracidad en la im-

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plantación voluntaria de la tiranía, y sería difí-cil demostrar la validez de un contrato que sóloobligaría a una de las partes, en el cual sepondría todo de un lado y nada del otro y quesólo redundaría en perjuicio del contrayente.Este odioso sistema está muy lejos de ser; aunhoy día, el de los monarcas sabios y buenos,como puede verse en diversos pasajes de susedictos, y particularmente en el siguiente, de uncélebre escrito publicado en 1667 en nombre ypor orden de Luis XIV: «No se diga, pues, queel soberano no se halla sujeto a las leyes de suEstado, puesto que la proposición contraria esuna verdad del derecho de gentes, que la lison-ja ha atacado algunas veces, pero que los bue-nos príncipes han defendido siempre como unadivinidad tutelar de su Estado. ¡Cuánto máslegítimo es decir con el sabio Platón que la per-fecta felicidad de un reino consiste en que elpríncipe sea obedecido de sus súbditos, que élobedezca a la ley y que la ley sea recta y enca-minada siempre al bien público!» (34). No me

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detendré a averiguar si, siendo la libertad lamás noble de las facultades del hombre, no esdegradar su naturaleza ponerse al nivel de lasbestias, esclavas de su instinto, y aun ofender almismo Autor de sus días, el renunciar sin re-serva al más precioso de todos sus dones, elsometerse a cometer todos los crímenes que Elnos prohíbe, por complacer a un amo feroz einsensato, y si aquel Obrero sublime debe sen-tirse más irritado al ver destruir o al ver des-honrar su obra más hermosa. No apelaré, si sequiere, a la autoridad de Barbeyrac, que declaranetamente, según Locke, que nadie puede ven-der su libertad hasta someterse a un poder arbi-trario que lo trata a su capricho, porque -añade-sería vender su propia vida, de la cual uno no esdueño. Preguntaré solamente con qué derechoaquellos que no temen envilecerse a sí mismoshasta ese punto han sometido su posteridad ala misma ignominia y han renunciado por ella aunos bienes que ésta no debe a su liberalidad y

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sin los cuales la vida misma es una carga paratodos aquellos que son dignos de ella.

Puffendorff (35) dice que, del mismo modo queuna persona transfiere a otra sus bienes pormedio de convenciones y contratos, de igualmanera puede despojarse de su libertad en fa-vor de alguno. Me parece un malísimo razo-namiento, porque, en primer lugar, los bienesque yo enajeno se convierten para mí en cosacompletamente extraña, cuyo abuso me es indi-ferente; pero me importa mucho que no se abu-se de mi libertad, y yo no puedo, sin hacermeculpable del daño que se me obligará a hacer,exponerme a ser instrumento del crimen. Ensegundo lugar, siendo el derecho de propiedadde institución humana, cada uno puede dispo-ner a su antojo de aquello que posee; pero nosucede lo mismo con los dones esenciales de lanaturaleza, como la vida y la libertad, de loscuales le está permitido a cada uno gozar, masde los que, al menos es dudoso, nadie tiene elderecho de despojarse. Renunciando a la liber-

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tad se degrada el ser; renunciando a la vida, sele aniquila en cuanto depende de uno mismo; ycomo ningún bien temporal puede compensarla falta de una o de otra, sería ofender al mismotiempo a la naturaleza y a la razón renunciar aaquéllas a cualquier precio que fuera. Peroaunque se pudiera enajenar la libertad como losbienes propios, la diferencia sería muy grandeen cuanto a los hijos, que no disfrutan de losbienes del padre sino por la transmisión de suderecho, mientras que siendo la libertad un donque han recibido de la naturaleza en su calidadde hombres, sus progenitores no tienen ningúnderecho a despojarlos de ella; de suerte que, deigual manera que hubo de violentarse a la natu-raleza para implantar la esclavitud, así ha sidopreciso cambiarla para perpetuar ese derecho, ylos jurisconsultos que decidieron gravementeque el hijo de una esclava nacería esclavo resol-vieron, en otros términos, que un hombre nonace hombre.

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Me parece cierto, pues, que no sólo los go-biernos no han empezado por el poder arbitra-rio, que no es sino su corrupción, su últimoextremo, y que los lleva en fin a la ley única delmás fuerte, de la cual fueron al principio suremedio, sino que, aunque hubieran efectiva-mente empezado de ese modo, tal poder, sien-do por naturaleza ilegítimo, no ha podido ser-vir de fundamento a las leyes de la sociedad ni,por consiguiente, a la desigualdad de estado.

Sin entrar hoy en las investigaciones queestán por hacer todavía sobre la naturaleza delpacto fundarnental de todo gobierno, me limi-to, siguiendo la opinión común, a consideraraquí la fundación del cuerpo político como unverdadero contrato entre los pueblos y los jefesque eligió para su gobierno, contrato por el cualse obligan las dos partes a la observación de lasleyes que en él se estipulan y que constituyenlos vínculos de su unión. Habiendo el pueblo, apropósito de las relaciones sociales, reunidotodas sus voluntades en una sola, todos los

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artículos en que se expresa esa voluntad sonotras tantas leyes fundamentales que obligan atodos los miembros del Estado sin excepción,una de las cuales determina la elección y el po-der de los magistrados encargados de velar porla ejecución de las otras. Este poder se extiendea todo lo que puede mantener la constitución,pero no alcanza a poder cambiarla. Se añadenademás los honores que hacen respetables lasleyes y los magistrados, y para éstos personal-mente, prerrogativas que los compensan de lospenosos trabajos que cuesta una buena admi-nistración. El magistrado, a su vez, obligase ano usar el poder que le ha sido confiado sinoconforme a la intención de sus mandatarios, amantener a cada uno en el tranquilo disfrute deaquello que le pertenece, y a anteponer en todaocasión la útilidad pública a su interés privado.

Antes de que la experiencia hubiese de-mostrado o que el conocimiento del corazónhumano hubiera hecho prever los inevitablesabusos de semejante constitución, debió pare-

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cer tanto más excelente cuanto que aquellosque estaban encargados de velar por su conser-vación eran los más interesados en ello; puescomo la magistratura y sus derechos descansa-ban solamente sobre las leyes fundamentales, siéstas eran destruídas los magistrados dejabande ser legítimos y el pueblo dejaba de deberlesobediencia, y como la esencia del Estado noestaría constituida por el magistrado, sino porla ley, cada cual recobraría de derecho su liber-tad natural.

Por poco que se reflexionara atentamente,esto se hallaría confirmado por nuevas razones,y por la naturaleza del contrato se vería queéste no podría ser irrevocable; porque si noexistía un poder superior que pudiera respon-der de la fidelidad de los contratantes ni forzar-los a cumplir sus compromisos recíprocos, laspartes serían los únicos jueces de su propiacausa y cada una tendría siempre el derecho derescindir el contrato tan pronto como advirtieraque la otra infringía las condiciones, o bien

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cuando éstas dejaran de convenirle. Sobre esteprincipio parece que puede estar fundado elderecho de abdicar. Ahora bien: a no conside-rar, como hacemos nosotros, más que la consti-tución humana, si el magistrado, que detenta,todo el poder y se apropia todas las ventajas delcontrato, tenía el derecho de renunciar a la au-toridad, con mayor razón el pueblo, que pagatodos los errores de sus jefes, debía tener elderecho de renunciar a la dependencia. Pero lasterribles disensiones, los desórdenes sin fin quetraería consigo un poder tan peligroso, de-muestran más que ningana otra cosa cómo losgobiernos humanos necesitaban una base mássólida que la sola razón y cómo era necesario ala tranquilidad pública que interviniera la vo-luntad divina para dar a la autoridad soberanaun carácter sagrado e inviolable que privara alos súbditos del funesto derecho de disponer deesa autoridad. Aunque la religión no hubieraproducido a los hombres más que este bien,sería suficiente para que todos la amaran y la

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adoptaran, aun con sus abusos, puesto queahorra mucha más sangre que la derramadapor el fanatismo. Pero sigamos el hilo de nues-tra hipótesis.

Las diversas formas de gobierno deben suorigen a las diferencias más o menos grandesque existían entre los particulares en el momen-to de su institución. ¿Había un hombre eminen-te en poder, en virtud, en riqueza o en crédito?Ese solo fue elegido magistrado, y el Estado fuemonárquico. ¿Había algunos, aproximadamen-te iguales entre sí, que excedieran a todos losdemás? Fueron elegidos conjuntamente, y hubouna aristocracia. Aquellos cuya fortuna o cuyostalentos eran menos desproporcionados y quemenos se habían apartado del estado naturalguardaron en común la administración supre-ma y constituyeron una democracia. El tiempoexperimentó cuál de esas formas era la másventajosa para los hombres. Unos quedaronsometidos únicamente a las leyes; otros bienpronto obedecieron a los amos. Los ciudadanos

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quisieron guardar su libertad; los súbditos sólopensaron en arrebatársela a sus vecinos no pu-diendo sufrir que otros gozaran un bien que nodisfrutaban ellos mismos. En una palabra: enun lado estuvieron las riquezas y las conquis-tas; en otro, la felicidad y la virtud.

En estos diversos gobiernos todas las ma-gistraturas fueron al principio electivas, ycuando la riqueza no la obtenía, la preferenciaera otorgada al mérito, que concede un ascen-diente natural, y a la edad, que da la experien-cia en los asuntos y la sangre fría en las delibe-raciones. Los ancianos entre los hebreos, losgerontes de Esparta, el senado de Roma y lamisma etimología de nuestra palabra seigneur(36) demuestran cuán respetada era en otrotiempo la vejez. Cuanto más recaía el nombra-miento en hombres de edad avanzada más fre-cuentes eran las elecciones y las dificultades sehacían sentir más. Se introdujeron las intrigas,se formaron las facciones, se agriaron los parti-dos, se encendieron las guerras civiles; en fin, la

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sangre de los ciudadanos fue sacrificada al pre-tendido honor del Estado, y halláronse loshombres en vísperas de recaer en la anarquíade los tiempos pasados. La ambición de lospoderosos aprovechó estas circunstancias paraperpetuar sus cargos en sus familias; el pueblo,acostumbrado ya a la dependencia, al reposo ya las comodidades de la vida, incapacitado yapara romper sus hierros, consintió la agrava-ción de su servidumbre para asegurar su tran-quilidad. Así, los jefes, convertidos en heredita-rios, empezaron a considerar su magistraturacomo un bien de familia, a mirarse a sí mismoscomo propietarios del Estado, del cual no eranal principio sino los empleados; a llamar escla-vos a sus conciudadanos; a contarlos, como sífueran animales, en el número de las cosas queles pertenecían, y a llamarse a sí mismos igua-les de los dioses y reyes de reyes.

Si seguimos el progreso de la desigualdada través de estas diversas revoluciones, halla-remos que el establecimiento de la ley y del

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derecho de propiedad fue su primer término; elsegundo, la institución de la magistratura; eltercero y último, la mudanza del poder legíti-mo en poder arbitrario; de suerte que el estadode rico y de pobre fue autorizado por la primerépoca; el de poderoso y débil, por la segunda; ypor la tercera, el de señor y esclavo, que es elúltimo grado de la desigualdad y el término aque conducen en fin todos los otros, hasta quenuevas renovaciones disuelven por completo elgobierno o le retrotraen a su forma legítima.

Para comprender la necesidad de ese pro-greso no es necesario considerar tanto los moti-vos de la fundación del cuerpo político como laforma que toma en su realización y los incon-venientes que después suscita, pues los viciosque hacen necesarias las instituciones socialesson los mismos que hacen inevitable el abuso; ycomo, exceptuada solamente Esparta, donde laley velaba principalmente por la educación delos niños, donde Licurgo estableció costumbresque casi le dispensaban de promulgar leyes,

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éstas, en general, menos fuertes que las pasio-nes, contienen a los hombres pero no los cam-bian, sería fácil demostrar que todo gobiernoque, sin corromperse ni alterarse, procedierasiempre exactamente según el fin de su existen-cia, habría sido instituido sin necesidad, y queun país en que nadie eludiera el cumplimientode las leyes ni nadie abusara de la magistraturano tendría necesidad ni de magistrados ni deleyes.

Las distinciones políticas engendran nece-sariamente las diferencias civiles. La desigual-dad, creciendo entre el pueblo y sus jefes, bienpronto se deja sentir entre los particulares, mo-dificándose de mil maneras, según las pasiones,los talentos y las circunstancias. El magistradono podría usurpar un poder ilegítimo sin rode-arse de criaturas a su hechura, a las cuales tieneque ceder una parte. Por otro lado, los ciuda-danos no se dejan oprimir sino arrastrados poruna ciega ambición, y, mirando más hacia elsuelo que hacia el cielo, la dominación les pare-

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ce mejor que la independencia, y consientenllevar cadenas para poder imponerlas a su vez.Es muy difícil someter a la obediencia a aquelque no busca mandar, y el político más astutono hallaría el modo de sojuzgar a unos hom-bres que sólo quisieran conservar su libertad.Pero la desigualdad se extiende sin trabajo en-tre las almas ambiciosas y viles, dispuestassiempre a correr los riesgos de la fortuna y adominar u obedecer casi indiferentemente,según que la fortuna les sea favorable o adver-sa. Así, sucedió que pudo llegar un tiempo enque el pueblo estaba de tal modo fascinado, quesus conductores no tenían más que decir al másínfimo de los hombres «¡sé grande tú y toda turaza!», para que al instante pareciese grande atodo el mundo y a sus propios ojos y sus des-cendientes se elevaran a medida que se aleja-ban de él; cuanto más lejana e incierta era lacausa, más aumentaba el efecto; cuantos másholgazanes podían contarse en una familia, másilustre era.

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Si fuera éste el lugar de entrar en tales de-talles, explicaría fácilmente cómo, aunque nointervenga el gobierno, la desigualdad de con-sideración y de autoridad es inevitable entreparticulares (37) tan pronto como, reunidos enuna sociedad, se ven forzados a compararseentre sí y a tener en cuenta las diferencias queencuentran en el trato continuo y recíproco.Estas diferencias son de varias clases; pero co-mo, en general, la riqueza, la nobleza, el rango,el poderío o el mérito personal son las distin-ciones principales por las cuales se mide a loshombres en la sociedad, probaría que la armon-ía o el choque de estas fuerzas diversas consti-tuyen la indicación más segura de un Estadobien o mal constituido; haría ver que entre estascuatro clases de desigualdad, como las cualida-des personales son el origen de todas las de-más, la riqueza es la última y a la cual se redu-cen al cabo las otras, porque, como es la másinmediatamente útil al bienestar y la más fácilde comunicar, de ella se sirven holgadamente

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los hombres para comprar las restantes, obser-vación que permite juzgar con bastante exacti-tud en qué medida se ha apartado cada pueblode su constitución primitiva y el camino que harecorrido hacia el extremo límite de la corrup-ción. Señalaría de qué manera ese deseo uni-versal de reputación, de honores y prerrogati-vas que a todos nos devora, ejercita y contrastalos talentos y las fuerzas, cómo excita y multi-plica las pasiones y cómo al convertir a todoslos hombres en concurrentes, rivales o, mejor,enemigos, origina a diario desgracias, triunfosy catástrofes de toda especie haciendo correr lamisma pista a tantos pretendientes. Demostrar-ía que a este ardiente deseo de notabilidad, quea este furor de sobresalir que nos mantiene encontinua excitación, debemos lo que hay demejor y peor entre los hombres, nuestras virtu-des y nuestros vicios, nuestras ciencias y nues-tros errores, nuestros conquistadores y filóso-fos; es decir, una multitud de cosas malas y unescaso número de buenas. Probaría, en fin, que

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si se ve a un puñado de poderosos y ricos en lacima de las grandezas y de la fortuna, mientrasla muchedumbre se arrastra en la obscuridad yen la miseria, es porque los primeros no apre-cian las cosas de que disfrutan sino porque losotros están privados de ellas, y que, sin cambiarde situación, dejarían de ser dichosos si el pue-blo dejara de ser miserable.

Pero todos estos detalles constituirían porsí solos la materia de una obra considerable enla cual se pesaran las ventajas e inconvenientesde toda forma de gobierno con relación al esta-do natural y en la que se descubrieran los dife-rentes aspectos bajo los cuales se ha manifesta-do hasta hoy la desigualdad y podría manifes-tarse en los siglos futuros según la naturalezade los gobiernos y las mudanzas que el tiempointroducirá en ellos necesariamente. Se vería ala multitud oprimida en el interior por una se-rie de medidas que ella misma había adoptadopara protegerse contra las amenazas del exte-rior; se vería agravarse continuamente la opre-

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sión sin que los oprimidos pudieran saber nun-ca cuándo tendría término ni qué medio legíti-mo les quedaba para detenerla; veríanse losderechos de los ciudadanos y las libertadesnacionales extinguirse poco a poco, y las recla-maciones de los débiles tratadas de murmullosde sediciosos; veríase a la política restringir elhonor de defender la causa común a una por-ción mercenaria del pueblo, de donde se veríasalir la necesidad de impuestos, y al labradoragobiado abandonar su campo, aun en tiempode paz, y dejar el arado para ceñir la espada;veríanse nacer las funestas y caprichosas reglasdel honor; veríanse a los defensores de la patriamudarse tarde o temprano en sus enemigos ytener sin cesar un puñal alzado sobre sus con-ciudadanos, y llegaría un tiempo en que se oiríaa éstos decir al opresor de su país:

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Pectore si fratris gladium juguloque parentisCondere me jubeas, gravidaeque in viscera partuConjugis, invita peragam tamen omnia dextra (38).

LUCANO, lib. I, v. 376. De la extrema desigualdad de las condi-

ciones y de las fortunas; de la diversidad de laspasiones y de los talentos; de las artes inútiles,de las artes perniciosas, de las ciencias frívolas,saldría muchedumbre de prejuicios igualmentecontrarios a la razón, a la felicidad y a la virtud;veríase a los jefes fomentar, desuniéndolos,todo lo que puede debilitar a hombres unidos,todo lo que puede dar a la sociedad un aspectode concordia aparente y sembrar im germen dediscordia real, todo cuanto puede inspirar a losdiferentes órdenes una desconfianza mutua yun odio recíproco por la oposición de sus dere-chos y de sus intereses, y fortificar por consi-guiente el poder que los contiene a todos.

Del seno de estos desórdenes y revolucio-nes, el despotismo, levantando por grados su

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odiosa cabeza y devorando cuanto percibierade bueno y de sano en todas las partes del Es-tado, llegaría en fin a pisotear las leyes y elpueblo y a establecerse sobre las ruinas de larepública. Los tiempos que precedieran a estaúltima mudanza serían tiempos de trastornos y,calamidades; mas al cabo todo sería devoradopor el monstruo, y los pueblos ya no tendríanni jefes ni leyes, sino tiranos. Desde este instan-te dejaría de hablarse de costumbres y de vir-tud, porque donde reina el despotismo, cui exhonesto nulla est spes (39) no sufre ningún otroamo; tan pronto como habla, no hay probidadni deber alguno que deba ser consultado, y lamás ciega obediencia es la única virtud que lesqueda a los esclavos.

Éste es el último término de la desigual-dad, el punto extremo que cierra el círculo ytoca el punto de donde hemos partido. Aquí esdonde los particulares vuelven a ser iguales,porque ya no son nada y porque, como lossúbditos no tienen más ley que la voluntad de

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su señor, ni el señor más regla que sus pasio-nes, las nociones del bien y los principios de lajusticia se desvanecen de nuevo; aquí todo sereduce a la sola ley del más fuerte, y, por consi-guiente, a un nuevo estado de naturaleza dife-rente de aquel por el cual hemos empezado, enque este último era el estado natural en su pu-reza y otro es el fruto de un exceso de corrup-ción. Pero tan poca diferencia hay, por otra par-te, entre estos dos estados, y de tal modo elcontrato de gobierno ha sido aniquilado por eldespotismo, que el déspota sólo es el amomientras es el más fuerte, no pudiendo recla-mar nada contra la violencia tan pronto comoes expulsado. El motín que acaba por estrangu-lar o destrozar al sultán es un acto tan jurídicocomo aquellos por los cuales él disponía lavíspera misma de las vidas y de los bienes desus súbditos. Sólo la fuerza le sostenía; la fuerzasola le arroja. Todo sucede de ese modo con-forme al orden natural, y cualquiera que sea elsuceso de estas cortas y frecuentes revolucio-

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nes, nadie puede quejarse de la injusticia deotro, sino solamente de su propia imprudenciao de su infortunio.

Descubriendo y recorriendo los caminosolvidados que han debido de conducir al hom-bre del estado natural al estado civil; restable-ciendo, junto con las posiciones intermediasque acabo de señalar, las que el tiempo que meapremia me ha hecho suprimir o la imaginaciónno me ha sugerido, el lector atento quedaráasombrado del espacio inmenso que separaesos dos estados. En esta lenta sucesión de co-sas hallará la solución de una infinidad de pro-blemas de moral y de política que los filósofosno pueden resolver. Viendo que el génerohumano de una época no era el mismo que elde otra, comprenderá la razón por la cual Dió-genes no encontraba al hombre que buscaba, yes porque buscaba un hombre de un tiempoque ya no existía. Catón, pensará, pereció conRoma y la libertad porque no era hombre de susiglo, y el más grande entre los hombres no

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hizo más que asombrar a un mundo que hubie-ra gobernado quinientos años antes. En unapalabra: explicará cómo el alma y las pasioneshumanas, alterándose insensiblemente, cam-bian, por así decir, de naturaleza; por qué nues-tras necesidades y nuestros placeres mudan deobjetos con el tiempo; por qué, desapareciendopor grados el hombre natural, la sociedad noaparece a los ojos del sabio más que como unamontonamiento de hombres artificiales y pa-siones ficticias, que son producto de todas esasnuevas relaciones y que carecen de un verdade-ro fundamento en la naturaleza.

Lo que la reflexión nos enseña sobre todoeso, la observación lo confirma plenamente: elhombre salvaje y el hombre civilizado difierende tal modo por el corazón y por las inclinacio-nes, que aquello que constituye la felicidadsuprema de uno reduciría al otro a la desespe-ración. El primero sólo disfruta del reposo y dela libertad, sólo pretende vivir y permanecerocioso, y la ataraxia misma del estoico no se

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aproxima a su profunda indiferencia por todolo demás. El ciudadano, por el contrario, siem-pre activo, suda, se agita, se atormenta incesan-temente buscando ocupaciones todavía máslaboriosas; trabaja hasta la muerte, y aun correa ella para poder vivir, o renuncia a la vida pa-ra adquirir la inmortalidad; adula a los podero-sos, a quienes odia, y a los ricos, a quienes des-precia, y nada excusa para conseguir el honorde servirlos; alábase altivamente de su protec-ción y se envanece de su bajeza; y, orgulloso desu esclavitud, habla con desprecio de aquellosque no tienen el honor de compartirla. ¡Quéespectáculo para un caribe los trabajos penososy envidiados de un ministro europeo! ¡Cuántascrueles muertes preferiría este indolente salvajeal horror de semejante vida, que frecuentemen-te ni siquiera el placer de obrar bien dulcifica!Mas para que comprendiese el objeto de tantoscuidados sería necesario que estas palabras depoderío y reputación tuvieran en su espíritu cier-to sentido; que supiera que hay una especie de

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hombres que tienen en mucha estima las mira-das del resto del mundo, que saben ser felices yestar contentos de sí mismos guiándose máspor la opinión ajena que por la suya propia. Tales, en efecto, la verdadera causa de todas esasdiferencias; el salvaje vive en sí mismo; el hom-bre sociable, siempre fuera de sí, sólo sabe vivirsegún la opinión de los demás, y, por así decir,sólo del juicio ajeno deduce el sentimiento desu propia existencia. No entra en mi objeto de-mostrar cómo nace de tal disposición la indife-rencia para el bien y para el mal, al tiempo quese hacen tan bellos discursos de moral; cómo,reduciéndose todo a guardar las apariencias,todo se convierte en cosa falsa y fingida: honor,amistad, virtud, y frecuentemente hasta losmismos vicios, de los cuales se halla al fin elsecreto de glorificarse; cómo, en una palabra,preguntando a los demás lo que somos y noatreviéndonos nunca a interrogarnos a nosotrosmismos, en medio de tanta filosofía, de tantahumanidad, de tanta civilización y máximas

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sublimes, sólo tenemos un exterior frívolo yengañoso, honor sin virtud, razón sin sabiduríay placer sin felicidad. Tengo suficiente conhaber demostrado que ése no es el estado ori-ginal del hombre y que sólo el espíritu de lasociedad y la desigualdad que ésta engendramudan y alteran todas nuestras inclinacionesnaturales.

He intentado explicar el origen y el desa-rrollo de la desigualdad, la fundación y losabusos de las sociedades políticas, en cuantoestas cosas pueden deducirse de la naturalezadel hombre por las solas luces de la razón eindependientemente de los dogmas sagrados,que otorgan a la autoridad soberana la sancióndel derecho divino. De esta exposición se dedu-ce que la desigualdad, siendo casi nula en elestado de naturaleza, debe su fuerza y su acre-centamiento al desarrollo de nuestras faculta-des y a los progresos del espíritu humano y sehace al cabo legítima por la institución de lapropiedad y de las leyes. Dedúcese también

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que la desigualdad moral, autorizada única-mente por el derecho positivo, es contraria alderecho natural siempre que no concuerda enigual proporción con la desigualdad física, dis-tinción que determina de modo suficiente loque se debe pensar a este respecto de la des-igualdad que reina en todos los pueblos civili-zados, pues va manifiestamente contra la ley dela naturaleza, de cualquier manera que se ladefina, que un niño mande sobre un viejo, queun imbécil dirija a un hombre discreto y que unpuñado de gentes rebose de cosas superfluasmientras la multitud hambrienta carece de lonecesario.