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  • Dedico este libro a aquellos amigos de la adolescencia que han permanecido

    bajo la eterna rigidez de Chambas.Son alrededor de mil nombres que mencionaré

    bajo el amparo de:Eduardo Placencia, Pilotico, Eliovel,

    Alberto Quiñonez (Ñanguita),Pedro (Pupi) García y Marito Camellón.

  • Todo sigue una ley, no dos.Kokuan

  • 9

    ALFILERES

    A las ocho y treinta puso los frijoles en remojo, se asomó por la ventana y comprobó que el niño jugaba en el jardín con el balde playero y la pelota.

    A las nueve cortó las especias, escogió el arroz, peló los guagüíes y se sentó en la mesa del comedor a trocear una frutabomba.

    A las diez, bajo el zumbido ondulante de la rutina, salió al jardín y le dijo al niño que no se metiera los dedos sucios en la boca: «Vas a coger lombrices»; entró a la casa, colocó la tapa a la olla y la puso sobre el fogón de luz brillante.

    A las once escuchó los gritos que venían desde la cañada y se le precipitaron de las manos los rezos y las misericordias; se dejó caer en el balance mientras un revolcadero de caballos le destrozaba las sienes.

  • 10

    El alud de vecinos entró en la casa, pero ella no pudo sentirlo; la levantaron por las axilas y la subieron en el carretón que habría de llevarla a la misma clínica donde decenas de personas agradecían a Dios no haber sido los padres del muchachito.

    A la una llegó el marido, y a las dos y treinta estaba en la funeraria municipal, sentada a un costado del sarcófago pequeño, blanco, odioso.

    El revolcadero de caballos no le permitía comprender con exactitud la dimensión de la tragedia; la gente la abrazaba llorando, pero ella no derramaba ni una lágrima.

    A las tres su marido le dijo que después de recibir la noticia pasó por la casa y limpió los rastros de frijoles esparcidos por toda la cocina, tiró la olla calcinada a la basura y trancó bien todas las puertas. Ella no entendió bien a qué se refería. Lo dejó hablar por sentir la voz ronca y amable.

    Bajó la mirada hasta las ruedecillas del carro que sostenía el ataúd y, de repente, comenzó a verlo todo bocabajo.

  • 11

    LÁPICES Y CUCHILLOS

    La madre tenía bozo, era baja, gruesa, con las manos rene-gridas por el carbón. Hablaba desde el fregadero que estaba en la prolongación de una ventana.

    —Tu padre anda que le da una cosa con la cháchara de anoche. Dice que no debió pegarse a hablar contigo.

    El joven leía sentado en un sillón. Había colocado una almohada sobre los muslos porque el libro era tan grueso que le dejaba unos morados espantosos.

    —Él cree que no debió permitir que fueras a ningún lado, que viraste medio turulato —continuó la madre—. Dice que de nada han servido todas las medallas que te dieron, que él hubiera preferido que regresaras más o menos como eras antes.

    El joven detuvo la lectura, se puso de pie, colocó el libraco y la almohada sobre el sillón, y cojeando de la pierna derecha,

  • 12

    fue hasta el refrigerador. La madre le vio servirse un vaso de jugo y tragarlo de una vez como si hiciera mil años que no bebiera nada.

    —¿Pasaste mucha sed allá?—Mucha —dijo—, pero lo peor no fue la sed, lo más malo

    fue ver tantos animales muertos.Caminó hacia la puerta y dejó que sus ojos recorrieran

    la inmensidad de la sabana. Era bueno estar de regreso. La madre lo abrazó por la cintura y le besó los hombros.

    —No debiste ir a ningún lado.—Era obligado, vieja, obligado —se zafó con dulzura y

    caminó hasta el patio; comprobó la resistencia de la hamaca atada desde los troncos de dos árboles, y se tendió. La madre puso un taburete a su lado.

    —Mañana es el Día de los Fieles Difuntos, tu padre y yo vamos a llevarle flores al niño —hizo una pausa breve—. ¿Desde cuándo no vas a verlo? Quizás te haga bien limpiar un poco su tumba como hacías antes.

    —A lo mejor me embullo y voy —el muchacho tragó en seco—. Desde que monté en el avión con toda aquella gente vestida de camuflaje no hice más que pensar en él.

    La madre se restregó las manos en el delantal. Se le veía afligida, desesperada porque su hijo reaccionara de una vez.

    —¿Por qué no te vistes con esa ropa linda que trajiste y bajas al pueblo? —le agarró una mano y se la besó—. De seguro te encuentras con alguna muchacha y puedes refrescarte un poco la cabeza.

    El muchacho sonrió.—Después que me operen, vieja, después que me saquen

    esa bala del hueso me pondré bonito y bajaré, te lo prometo.

  • 13

    —¡Qué bala ni que niño muerto, angelito, por Dios! —dijo en un grito casi inaudible y empezó a llorar—. ¿Ves que tu padre tiene razón?

    —No llores, vieja.—Sí, déjame —el bozo se le empezó a empapar de lágri-

    mas—, déjame llorar. ¿De qué bala tú hablas?—Viejita bella —le apretó las manos—, no llores, anda.

    Verás que saldré bien de la operación. Y ahora, por favor, déjame solito un rato.

    La madre, con resignación, caminó hasta la cocina donde desde hacía unos minutos le aguardaba el marido.

    —Está peor —dijo limpiándose el bozo con el delantal.El marido le alcanzó el libraco.—Sí, vieja, el muchacho está de atar. Todas las hojas están

    en blanco —los dos caminaron hasta la puerta. Sobre la sabana reverberaba el sol del mediodía; las hojas del

    mangal crepitaban mecidas por el aire caliente y, por do-quier, se precipitaba el zumbido tristísimo de los guizazos. Revoltosa, la perra de su hijo, ladraba sin dejar de mirar ha-cia la hamaca que se balanceaba en el aire.

  • 14

    CAMBIO DE CHALECOS

    El bebé comenzó a llorar y Vitorino le quitó la pierna de encima a la mujer. Ella se levantó medio dormida y sacó al chiquillo de la cuna, se dejó caer sobre el sillón de madera y extrajo el seno inflado, de pezón ennegrecido. El niño dejó de llorar y se prendió de la teta; daba chupitos rítmicos con los ojos cerrados. Vitorino se removió en la cama; no había dormido en toda la noche a pesar de haberse acostado muchísimo antes de que Jacinto se fuera dando el portazo que desquició la puerta.

    —¿Qué hora es? —preguntó a la mujer.—Al pie del amanecer —contestó ella con voz mortecina.—¿En qué quedaron por fin? —se sentó en la cama, de

    espaldas a ella, con las manos puestas sobre las rodillas y la cabeza gacha.

  • 15

    —En que le da el apellido si regreso —dijo.El hombre levantó la cabeza y la ladeó en busca de la

    figura de la mujer que se balanceaba mientras propinaba unas nalgadas cariñosas al bebé.

    —¿Y qué tú le dijiste? —Que tenía que pensarlo bien. Ya estoy cansada del dale

    paquí y el dale pallá. Es hora de que ponga el huevo y más después que llegó este angelito.

    El hombre buscó en la penumbra las chancletas, se las calzó y salió del dormitorio hacia la cocina; encendió una chismosa hecha con el forro de un tubo de pasta de dientes colocado en el interior de un recipiente de cristal casi teñido de negro por completo; con gestos mecánicos prendió el fogón y puso un jarro de agua a hervir; botó la borra de café en la caja de cartón que usaba como tacho de basura y enjuagó la coladera; echó cinco raciones de polvo y colocó la coladera en el andamiaje de madera.

    Cuando el agua empezó a hervir, agarró el jarrito prieto que tenía desde que Dios era Dios, puso tres cucharaditas de azúcar morena y lo depositó en la tabla de colado.

    Al instante el olor a café carretero inundó la casa. Ni él ni ella tomaban café, pero era una de esas costumbres

    que adquirió desde que tuvo casa y que no estaba dispuesto a abandonar.

    Ella entró y se sentó en uno de los taburetes. La cocina y el comedor estaban en la misma pieza; en una

    esquina, sobre la mesa de cabillas y zinc: el fogón de petróleo, la vajilla y los cubiertos; en el otro extremo: una mesa pequeña, rústica, de madera curada, cubierta con un mantel de hule blanco; encima de la mesa: una caldera llena de agua con un pomo de leche adentro para evitar que se cortara.

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