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Don Juan Tenorio de José Zorrilla y el Romanticismo
Luis Felipe Díaz Espa 3212. 01. Literatura Española II
Universidad de Puerto Rico Campus de Río Piedras
Notas de charlas en clase ©Derechos Reservados
Parte I
Como movimiento literario el Romanticismo surge en Inglaterra y Alemania a
finales del siglo XVIII. Para las primeras décadas del siglo XIX se extiende a países de
Europa y América. En inglés y francés (romantic o romanesque) lo romántico se
vincula con lo novelesco, lo ficticio. El término romántico adquiere en el siglo XVIII el
valor de lo pintoresco, pero también el significado de "soñador", "fantasioso", "falto
de visión realista". Romantic en inglés señala el gusto por las aventuras de los
antiguos romances (las novelas de caballería y pastoriles) en oposición a lo
novedoso, a lo más moderno. En alemán romatische se utiliza para el mundo
caballeresco medieval.
Pero es mediante Las cuitas del joven Werther (1774) del alemán Johann W.
Goethe (1749‐1832) que el vocablo adquiere el significado de "pasional" y
"exaltado", hasta incluso de relacionarse con el suicidio. Estas clasificaciones,
primeramente, surgen para simplificar la enseñanza en la academia y ofrecer el
amplio panorama de la época siguiendo el canon, porque ya en la España
renacentista, por ejemplo, se expresa el suicidio apasionado de Melibea en La
Celestina (1499), que si lo vemos bien, tendría mucho de romántico. Romeo y Julieta
(1597) y La Celestina misma (en parte) serían obras iniciales de la construcción de
la exaltación romántica y moderna.
En Alemania las primeras obras teatrales de Friedrich von Schiller (1759‐1851) (Los
bandidos, 1782) provocaron gran entusiasmo entre el público, pese a que éste se
decepcionó con la revolución francesa al pensar que el pueblo no estaba preparado
para la libertad que anhelaba. Friedrich Hölderlin (1770‐1843) fue un poeta
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romántico, de un gran sentido trágico que murió demente. Federico Novalis (1772‐
1801) es uno de los poetas románticos más importantes de su tiempo con Himnos a
la noche (1800) y muy poco reconocido en su tiempo, al igual que Heinrich Heine
(1797‐1856) (Libro de los cantares, 1827).
Primera figura del romanticismo inglés fue el poeta William Blake (1757‐
1827), e igualmente importante y original fueron William Wordsworth (1770‐
1850), con Baladas líricas (1798) y Samuel Taylor Coleridge (1772‐1834), precursor
del romanticismo. Lord Byron (1788‐1824) encarna la imagen del poeta romántico
por excelencia ante su actitud rebelde (su poema célebre, Don Juan). Esta actitud
rebelde también fue característica de Percy B. Shelly (1792‐1822) y John Keats
(1795‐1821). Walter Scott (1771‐1832) es el gran novelista romántico, sobre todo
con Ivanhoe (1825), en donde destaca la Edad Media y su heroicidad.
En Francia Chateaubriand (1768‐1848), con El genio del cristianismo (1802)
destaca la belleza y la emoción del medioevo y las atracciones de la naturaleza. En la
línea del sentimentalismo cabe mencionar a George Sand (1804‐1876) por su
defensa de la mujer y por su novela Indiana (1832). Se destaca además Alejandro
Dumas (1802‐1870) con Los tres Mosqueteros y la muy leída obra El Conde de
Montecristo. En la poesía Alphonse de Lamartine (1790‐1869) es figura destacada
como melancólico, igual el poeta Alfred de Musset (1810‐1857). Víctor Hugo
(1802‐1885) dominó el escenario del segundo tercio del siglo XIX. Su “Prefacio a
Cromwell” (1827) presentó un manifiesto del romanticismo francés y en 1831
publica su gran obra Nuestra Señora de París y luego Los miserables (1862). Mme. de
Stáel (1766‐1817) contribuye mediante sus escritos a determinar las bases teóricas
del romanticismo.
En Italia Alejandro Manzoni (1785‐1837) publica la romántica y larga novela
Los novios en 1827. Giacomo Leopardi (1798‐1837) es un poeta de gran fama y
prestigio como seguidor de la pasión el dolor y la desesperación. A José Cadalso Las
noches lúgubres (1790) e le considera precursor del romanticismo en España. Pero
para el pensador contemporáneo, Isaiah Berlin, en su libro, Las raíces del
romanticismo (1999), la mentalidad romántica comenzó en Alemania y se manifestó
en toda Europa entre 1760 y 1830. Emmanuel Kant (1724‐1804), pese a su
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racionalismo riguroso, le parece el padre del romanticismo, por su filosofía moral
fundamentada en la libertad humana que lleva al “imperativo categórico” (la
decisión suprema del Yo racional) por encima de todo determinismo). Georg
Hamann (1730‐1788) fue el primero en declararle la guerra a la Ilustración (a la
“puta” razón”), y quien con su vitalismo místico percibió en la naturaleza y en la
historia la voz de Dios. Federico Schiller (1759‐1805) vio al “hombre” con la
capacidad de elevarse por encima de la naturaleza y moldearla a su “hermosa y libre
moral”. Para el también pensador contemporáneo, Esteban Tollinchi “le debemos al
romanticismo casi todas las ideas de lo que hoy llamamos modernidad…” (Los
trabajos 4).
A inicios del siglo XIX, los hermanos Guillermo Schlegel (1767‐1845) y
Federico Schlegel (1759‐1805) establecen en Alemania la oposición entre la
literatura romántica y neo‐clásica del periodo anterior. Consideran básicamente que
la literatura moderna y romántica es irónica, no porque diga lo contario de lo
implicado sino porque aspira a lo inalcanzable, a lo que sabe que no puede obtener
por ser imposible. Se crea en Alemania la noción de “ironía romántica” en que los
analistas se preguntan sobre cómo puede el autor en su obra, que es finita, aspirar a
la infinitud del mundo, y cómo puede captar lo trascendente que concierne al ser
absoluto. Se trata de un proceder que capta lo finito del mundo y la inmanencia del
ser humano en su condición de sujeto en el simple devenir. Pero todavía en la
opción de lo uno o lo otro se privilegia la idea de la trascendencia y la infinitud del
ser en el mundo y lo infinito, de desear ir más allá pese las limitaciones que ofrece lo
subjetivo. Detrás de todo se encuentra una cultura europea en la cual aún quedan
remanentes de las trascendencias aristócratas de lo noble y de raíz medieval y
cristiana. Mientras la burguesía se va apoderando de los Estados nacionales y de las
conciencias de los sujetos para mediados del siglo XIX, en la primera sociedad
industrial, ese romanticismo se va transformando luego en el realismo (pero
manteniendo aún así estructuras profundas del antiguo idealismo romántico). Este
romanticismo en realidad comienza a declinar con el Vanguardismo radical del siglo
XX, porque aún la Generación del 98 en España, retiene en el fondo mucho del neo‐
romanticismo.
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Como se ve, el romanticismo no sólo es definido como un fenómeno literario,
sino un proceder que se manifiesta en las artes y en la sensibilidad general de la
cultura. Se trata de toda una época de una nueva Modernidad que toma auge desde
fines del siglo XVIII, siguiendo las ideas de la Ilustración. El racionalismo ilustrado y
la belleza serena del neoclasicismo (siglo XVIII) se apoyaban en criterios de
autoridad y de normatividad clásicas que fortalecieron preceptos de la Modernidad
racional procedente del Renacimiento. Pero la crisis y el proceso que provocan los
cambios de fines del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX indican la
insuficiencia de ese orden estético racionalista y clasicista. Se desata una revolución
en búsqueda de lo subjetivo, lo irracional y lo imaginativo. Se eleva el deseo de ir
más allá de lo simplemente racional ya que se entiende que así debe ser el arte. La
sensibilidad del sujeto no debe responder a proyectos de orden social aristócrata o
al autoritarismo burgués. Ni demanda tradicional del “antiguo régimen” ni nueva
autoridad social burguesa; el artista romántico quiere ser libre y autónomo como su
arte y de ahí también sus deseos de originalidad. La esfera del arte quiere separarse
de lo social de manera similar a como el capital se aparta de su materialidad y
adquiere dimensión de signo, de símbolo casi virtual. De ahí la fortaleza que
adquiere la moneda de papel (y no de metal, como se ejercía desde la Edad Media).
La nueva Modernidad en esta ocasión les presta atención a la subjetividad, al
individuo, a lo finito en lucha con lo infinito. Es una reacción contra la concepción
del arte fundamentado en lo clásico y estático de lo bello. Cobra auge la exaltación
de la fantasía individual y la inestabilidad del ser en un mundo que puede ser
tormentoso e incierto y en el umbral de una época de incertidumbre que va dejando
atrás el cultivo de lo clásico y se presta a lo más espontáneo de la subjetividad y la
individualidad imaginativas y originales. (Don Juan Tenorio, en su rebeldía se acerca
en algo a estos aspectos; mas como veremos la obra mantiene un rumbo religioso
apegado al pasado autoritario del catolicismo).
Pero el emerger del discurso de libertad y el amor románticos en la literatura
del siglo XIX debe ser relacionado con varios aspectos socio‐culturales clave. En
agosto de 1789 la Asamblea Constituyente francesa aprueba la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano: "Los hombres nacen y permanecen libres e
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iguales en derechos", y se continúa: "la libertad consiste en poder hacer todo aquello
que no dañe a otro". El desarrollo de la Revolución francesa sentará las bases
jurídicas, políticas e ideológicas en las que se construirá la nueva sociedad burguesa
del siglo XIX. La misma se caracteriza por el desarrollo científico y técnico, pero
también por nuevos intereses nacionales, políticos que surgen de acuerdo a los
nuevos repartimientos y acaparamientos del capital. A la misma vez que se crean
nociones discursivas de libertad también se activan nuevas instituciones de
vigilancia (escuelas, hospitales, asilos, cárceles) para manejar al nuevo sujeto “libre”
que esa misma sociedad construye (ver Michel Foucault).
Pero el escritor se siente en necesidad de articular un arte que exprese los
deseos de libertad y subjetividad en esa nueva cultura burguesa como depositaria
de demandas de búsqueda y de deseos de un algo (un imaginario) que trascienda.
En Europa el siglo XIX se caracteriza por el liberalismo que defiende las libertades
personales, divide poderes dentro del Estado, otorga a los ciudadanos el derecho a
participar en la vida política y económica (algo comenzado en el racionalismo
neoclásico anterior (la Ilustración; si entendemos que las divisiones no son tajantes
y simplistas).
El pensamiento romántico, emparentado con el movimiento alemán Sturm und
Drang (Tempestad y Empuje, la exaltada defensa del genio artístico, de las licencias
poéticas, de la originalidad, del sentimiento, de la subjetividad y libertad artística y
de la identificación con la naturaleza), desembocó en nuevos procesos como son el
nacionalismo, el anarquismo, el socialismo utópico. Todo esto llevará luego al
despliegue del marxismo y el positivismo de la segunda mitad del siglo XIX y se
puede decir que este largo proceso rinde con sus variantes hasta los años 70 del
siglo XX.
En Europa, el triunfo ideológico del liberalismo nacional para durante el siglo
XIX va produciendo artistas independientes, que quieren expresar libremente sus
sentimientos e ideas. Sus obras están destinadas al público amplio, al pueblo en un
nuevo sentido del término (no es el público del teatro barroco), a todos aquellos
receptores capaces de apreciar sus mensajes liberados de las rigideces académicas
de la Ilustración o el Neoclasicismo anteriores. En los últimos años del siglo XVIII se
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produce un cambio en el pensamiento liberal europeo. Se comienza a reconocer que
la Razón no resuelve los problemas fundamentales humanos ni da explicación
satisfactoria a las dudas crudas que el ser humano encuentra a lo largo de su
existencia (es la primera época anti‐cartesiana). El individuo racional y abstracto
según fue visto en el pasado, no ofrece la única fuente de verdad, por lo que cada
uno podrá interpretar desde sí mismo, permitiendo sus nada racionales pasiones. Se
entiende que no importa cómo es el mundo, sino cómo le parece al sujeto lo que ese
mundo es desde su óptica individual y pasional (Hamann). Estamos ante la conducta
individualista que promulga la burguesía y su nueva visión de la vida dentro del
intercambio del capital que tiende a ser espontáneo e impulsivo, en contraste con la
concepción menos dinámica de la economía provista por el “antiguo régimen” (el
mercantilismo).
Adquiere sentido así la exaltación suprema del intercambio subjetivo y la
importancia del yo individual en la creación literaria. Libertad es la palabra
paradigmática destacada por el Romanticismo, y que explica la importancia de la
iniciativa personal, de lo espontáneo de los llamados “hombres” (el sujeto,
preferimos llamarle hoy) y los pueblos, de las tradiciones nacionales de cada país (el
folclor), del individualismo. La literatura adquiere un fuerte matiz subjetivo y
libertario y la lucha entre lo personal y las demandas del mundo burgués (la
ideología) se tornan cada vez más problemáticas y pasionales. Se quiere crear una
sociedad más libre y menos dominada por los antiguos dogmas de la iglesia y la
nobleza de Estado. Ya en el arte y su visión del mundo no son los dioses ni el destino
clásicos los dominadores de lo oculto que persigue al individuo, como en la
literatura clásica anterior (ver G. Lukács y L. Goldman). Aquello que ata al sujeto se
relaciona más con un impedimento a su libertad individual, a su deseo de romper
con lo establecido por lo concreto y social y no por algo mítico o divino. Se habla
ahora de dialéctica, en que una fuerza crea su propio contrario u oponente en la
sociedad. Nos acercamos así a Federico Hegel y Carlos Marx, la lucha de clases y el
materialismo histórico.
Pero en España las cosas se muestran distintas pues no existe una burguesía
con el suficiente poder emprendedor para el mercado que requerían estas ideas (en
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cuanto a publicaciones y actividades propagandísticas de las clases medias y
burguesas). Para finales del siglo XVIII España permanecía como una nación muy
atrasada en estas ideas progresistas y muy lejana a ser emuladora de Francia,
Alemania, Inglaterra o los Estados Unidos. La cuestión se torna más problemática
cuando al comenzar el siglo XIX, el emperador francés, Napoleón Bonaparte, invadió
a España con su poderoso ejército y agrede el sentimiento nacional de un pueblo
regido por una aristocracia y con ideas muy conservadoras en cuanto a las
constituyentes modernas. Los hispanos reaccionan y la nación se convierte en el
escenario de la Guerra de la Independencia, que termina con la expulsión de los
franceses y un gran sentimiento nacional anti‐franco (precisamente los
proclamadores de las ideas románticas y revolucionarias, pese al imperialismo
napoleónico). Esta situación afectó mucho la recepción del romanticismo en España
que no llegará plenamente hasta los años 30 del siglo XIX.
Durante la guerra se reunieron varios españoles liberales en las Cortes de
Cádiz y elaboraron la Constitución de 1812, que concedía mayores derechos y
libertades para el pueblo español. Esto ocasionó duros enfrentamientos entre los
contrarios a la Constitución, llamados absolutistas. Entre ellos se encontraba el
propio rey, Fernando VII, quien gobernaba con un poder totalmente absoluto. Pero a
pesar de que para 1813 la economía española estaba casi en ruinas, las acciones del
rey Fernando estaban también dirigidas a suprimir la burguesía liberal de Cádiz, a
bloquear del desarrollo económico que traería el capitalismo más abierto (ver
Aguinaga). Por esa razón la mayor parte de los liberales entre 1814 a 1833 se ven
obligados a actuar desde el exilio. Es en 1833 cuando se abre paso al liberalismo y al
europeísmo que se habían defendido desde Inglaterra, Alcalá Galiano, José María
Blanco White, José Joaquín de Mora.
Por las anteriores razones en España el romanticismo llegó con varios
inconvenientes. Dio margen a una batalla entre absolutistas y liberales que fueron
exponentes de periodos muy reaccionarios y otros liberales. De ahí que en España
ese movimiento presente aspectos complejos y algo confusos pues se expresan
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algunas contradicciones que fluctúan desde la rebeldía y las ideas revolucionarias
hasta el apego a la tradición católico‐monárquica. Algunos entendieron la libertad
política como la restauración de los valores ideológicos, patrióticos y religiosos (en
defensa contra los liberales franceses, quienes habían deseado suprimir los
racionalistas del siglo XVIII en Francia). No será hasta 1868 que la burguesía
obtenga el triunfo desde su posición de nueva clase social en España y los liberales
recuperen en parte las ideas liberales de Cádiz.
Mariano José Larra (1809‐1837), José de Espronceda (1808‐1842) y José
Zorrilla (1817‐1891) fueron las figuras principales en la primera mitad del siglo XIX
romántico. Gustavo Adolfo Bécquer, quien nació en Sevilla en 1836 (murió en 1870)
fue un gran romántico ya en los tiempos del realismo de mediados del siglo, con
Rimas y leyendas (1871). El Diablo Mundo poema de inspiración filosófica y El
estudiante de Salamanca, leyenda lírica, de José de Espronceda son obras muy
destacadas en el romanticismo. Pero el género más cultivado fue el dramático.
Importantes fueron La conjuración de Venecia (1834) de F. Martínez de la Rosa,
Macías (1834) de Mariano J. de Larra, Don Álvaro o la fuerza del sino (1835) del
Duque de Rivas. El Trovador (1836) de A. García Gutiérrez, Los amantes de Teruel
(1837) de J. E. Hartzenbush. Mas no se debe pasar por alto que Noches Lúgubres, una
obra de 1790 de José Cadalso (1741‐1782) ha sido considerada como iniciadora del
Romanticismo en España.
Don Juan Tenorio de José Zorrilla y Moral
En 1844 surge de José Zorrilla, una obra tan curiosamente romántica, como
Don Juan Tenorio, que se puede considerar de un romanticismo tardío y conservador
en lo ideológico. Esto es pese a sus ambigüedades, más no en lo estilístico y en
ciertos aspectos de su modernidad y dentro de la tímida novedad que se revela en
este drama. La obra nos ofrece una visión de libertinaje y pecado, de romper con la
norma establecida (donde se expresa lo mejor del lenguaje atrevidamente
romántico); pero vence en la segunda parte la trascendencia y la salvación mística
(aspecto que lleva a una mezcla de lenguaje romántico‐místico con pugnas de tipo
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‘capa y espada’ y con sucesos fantasmales y escatológicos anómalos). A nivel de
connotaciones se resalta al principio lo individual relacionado con lo degradado y
transgresor, mas luego se supedita todo a la supremacía de la trascendencia divina
más allá de las paradojas y contradicciones simplemente humanas que encontramos
al principio.
Todo el doble proceder del texto es parte de la España cuasi liberal, pero muy
dogmática aún, católica y contra‐reformista. En verdad la cultura aún obedece el
mandato de una ideología monárquico‐señorial, privilegiadora del antiguo orden
social que se impone en el siglo XVI y no será hasta el siglo XIX que comience a
recibir amagos de ruptura con el surgimiento y las bases de las ideas burguesas y
liberales del romanticismo. Como sabemos, desde el siglo XVI España no crea del
todo las condiciones propias de un Estado que propicia un desarrollo capitalista
como el resto de los países de Europa, y no establece una burguesía con el poder
suficiente para enfrentarse a la nobleza. La contrarreforma católica y sus prejuicios
antilibertarios fueron determinantes en estos aspectos luego de la ideología que
implantaron los reyes Católicos durante el Renacimiento. El don Juan de Tirso de
Molina es más representativo de esta época del Barroco español, que no salva al
anti‐héroe por hereje e insubordinado.
En la literatura moderna (desde el siglo XVIII) surge una lucha entre la visión
del mundo del sujeto social en pugna ideológica; no en conflicto con una fuerza
suprema como la divinidad (como en La vida es sueño, 1635) o un fuerza extraña
inmersa en el ser del individuo mismo (como en Don Álvaro o la fuerza del sino). En
ese sentido Don Juan no es estrictamente una obra romántica y burguesa, como la
mayoría de las obras del siglo XIX en el resto de la Europa plenamente capitalista y
parte ya de la Revolución Industrial. En España preceden a Don Juan una serie de
obras muy idealistas y aún no tan burguesas, como Don Álvaro o la fuerza del sino y
las que anteriormente mencionamos.
La palabra “romántico” comenzó a considerarse en España bastante tarde. Tal
retraso se debió, entre varias causas, a las condiciones políticas, a la represión
contra los intelectuales liberales y a la censura que la Monarquía absoluta imponía a
los liberales y aburguesados incluso para principios del siglo XIX. Téngase en cuenta
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que desde el Renacimiento mismo (siglos XV y XVI) España no pudo dar paso al
capitalismo, y no optó por las condiciones objetivas para la retención de una
burguesía y un libre‐cambismo comercial y cultural que darían incuestionable
impulso al sentir romántico y la subjetividad plenas, más adelante, como ocurre en
el resto de Europa.
Muchos de los intelectuales hubieron de emigrar, en 1814, al inicio del reinado
de Fernando VII, y en 1823, al término del trienio liberal. Pero ello les permitió
ponerse en contacto con las corrientes románticas del resto de Europa. También
mediante periódicos y publicaciones nacionales empezaron a verse reflejadas las
ideas románticas, en forma de noticias, comentarios y polémicas. En este aspecto
destacada fue la figura de Mariano José de Larra (1809‐1837), con sus “artículos de
costumbres” y críticas periodísticas, y su drama Macías (1834). Lo más seguro fue su
condición bipolar y depresiva aspecto que lo conducirían finalmente al suicidio, algo
que la tradición ha visto como muy romántico.
Pero para la primera mitad del siglo XIX comienza inevitablemente a surgir en
España una economía y comercio que darán impulso a las ideas liberales de la
burguesía del mundo capitalista. Contribuyeron también decisivamente las tertulias
y reuniones de los entusiasmados poetas jóvenes, en las que se leían y comentaban
las obras románticas extranjeras, las ediciones del Romancero y otras obras
medievales y sus sentires pasionales, por parte de editores españoles y extranjeros
(indicios estos de un espíritu romántico y burgués). El teatro y el periodismo fueron
muy importantes, además de la poesía como género literario de las nuevas
metáforas y símbolos de la expresión profunda de la rebelión subjetivista de la
Modernidad. El discurso de la narrativa en España, tan importante en el
pensamiento burgués, no habría, sin embargo, de madurar hasta fines del siglo XIX,
con Pérez Galdós, Pardo Bazán y Clarín (con el realismo y el naturalismo). No
obstante, sigue dándose mucho del espíritu romántico burgués en estas novelas,
pese incluso a su positivismo naturalista y materialismo de lo feísta y crudo. Este
último aspecto está muy relacionado con una protesta al proceso ideológico de la
Revolución Industrial y su creación de desigualdades sociales que creaba la
burguesía misma en su proceder más explotador y capitalista.
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La obra Don Juan está muy distante de este último proceso y su ideología social
resulta muy abstracta y subrepticiamente aristócrata en el sentido ideológico
profundo. No obstante, es algo distinta en su visión del mundo e ideología a la obra
barroca de Tirso de Molina, El burlador de Sevilla y El convidado de Piedra (1627),
una pieza clásica anterior, pero para algunos críticos más verosímil, consistente
consigo misma, incluso para nuestra mirada de hoy día. Pero como veremos, son
precisamente las contradicciones y los nuevos acomodos de cuestiones
retardatariamente religiosas las que le confieren a la obra de Zorrilla su modernidad
romántica tan del agrado del público de la época.
Los románticos europeos descubren la naturaleza, pero no se trata a veces del
paisaje tranquilo, estático, armonioso, bucólico, sino en principio una naturaleza
rara, áspera, extraordinaria, violenta. Mares tempestuosos y de olas que se rompen
golpeando las rocas; cielo es gris y nublado, desgarrado por relámpagos; señales del
sentir metafórico de una nueva subjetividad y su impetuoso Deseo. Esto es a pesar
de que se sueña también con la calma del infinito y la apacibilidad (como desea Don
Juan cuando se muestra amable ante la raptada Inés). Este paisaje borrascoso
corresponde perfectamente a los sentimientos tumultuosos, al estado de ánimo
triste y turbulento de un sujeto inconforme con el mundo burgués y materialista. La
molestia de Don Juan parece ser más bien con la ideología del “antiguo régimen”
aristócrata y sus demandas de corrección social el echar de menos la apacibilidad
mística y serena, la que representa Inés (la cual obtiene finalmente). Pero don Juan
mismo es de naturaleza turbulenta y de una violencia psicópata, pese a que la crítica
no atiende tanto este aspecto enfermizo, ya que en la segunda parte de la obra el
personaje se “redime” por su amor a doña Inés, siendo esto aspecto que
precisamente agrada a los críticos católicos y tradicionales, y justificante del valor
que el canon ha conferido a la obra.
Los románticos ven en la Edad Media una época de fantasía y de sueños, de la
vuelta a lo oriental y lo nórdico, a las expresiones mitológicas. Se exalta la época de
caballeros andantes de virtudes heroicas, de trovadores, una época apasionada y
aventurera en búsqueda la heroicidad. El autor romántico frecuentemente se
inspiraba en las leyendas y héroes medievales (El Cid, los Infantes de Larra, el rey
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Rodrigo, etc.). Para los alemanes, España representa el símbolo del sentir romántico,
mientras en esta nación el romanticismo sería diferente al resto de los países de
Europa. Esta última poseía lectores de demandas burguesas, mas no así por
completo España, con su diferente mentalidad y aún no tan aburguesada. Muchos
de los escritores de principios de siglo XIX, interesados en este tipo de discurso ya
plenamente romántico se ven obligados a reprimir su productividad o emigrar. Es
en este contexto que sólo puede luego surgir un antihéroe pseudo‐romántico y
anacrónico como don Juan, un anti‐héroe necesitado de Dios.
De ahí que Don Juan (1844) sea un drama de indicios burgueses, y de final
trascendente y aristócrata, pero moldeado para el gusto burgués. El lector‐
espectador español de cerca de mediados del siglo XIX poseía, en ese sentido, doble
consciencia en su entendimiento y expectativas de lo que podría ser el
entretenimiento ante una obra de arte (y de la representación del mundo como lo
articula un autor). Don Juan, el personaje, es burgués en su rebeldía, y aristócrata en
sus expectativas. Quienes veían la obra eran tal vez similares en esta bipolaridad
expresada desde una España en el umbral de una ideología aristócrata, a una de
cambio, más tímidamente liberal y burguesa en sus aspiraciones. Ya una obra como
El sí de las niñas de Fernández Moratín en 1790 expresaba algo de este reclamo
mediante su protagonista, quien supera sin conflictos todas las demandas de un
antiguo régimen de repartimiento de mujeres y quien brinda unas ofertas y
garantías que satisfacen los deseos personales e individuales de los sujetos, por
encima del antiguo y prohibitivo Poder. La obra, no obstante, es simplista pues
carece de la representación de una problemática social profunda. No escenifica en
su mímesis una lucha entre posturas y actantes burgueses y aristócratas. Después
de algunas confusiones al final todo se aclara y resuelve dada la buena fe del tío
(Padre) protector.
Ya desde esta obra vemos cómo se considera, y en las obras románticas en
general, que el alma femenina se encuentra más cercana a la naturaleza y su pureza
más allá de la expresión de la brutalidad masculina (lo cual se considera en la
actualidad parte del machismo occidental). En este aspecto de la naturaleza, Don
Juan no deja de ser sutil, pues doña Inés lo apacigua con su limpidez moral. Por tal
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razón el autor romántico expresa sus sentimientos amorosos, describiendo una
naturaleza personificada que corresponda al estado de ánimo depositado en la
mujer. Se trata de la significación poética de la mujer como objeto supremo del
deseo, arquetipo que rinde hasta el siglo XX. La mujer tiende a presentarse como
metáfora o metonimia de lo que los hombres piensan que debe ser la Nación. (Para
mediados del siglo XX, en el campo teórico francés y en general, las feministas
mismas rompen con estos criterios androcéntricos (Ver Simone de Beauvoir (1908‐
1996), y su famosa obra, El segundo sexo, 1949). En España, una obra naturalista de
1883 como La tribuna de Emilia Pardo Bazán (1851‐1921) contiene algunos
elementos feministas pero entremezclados con criterios aún reaccionarios y en el
fondo androcéntricos. La autora ve con ironía a su propia protagonista (Amparo),
que en cierta medida es una feminista de la época.
Don Juan es una obra arquetípica del machismo y la brutalidad que cede
finalmente a la delicadeza del arquetipo de la mujer (como construcción ideológica
de los hombres mismos). Esta surge relacionada con la concepción idealista de la
naturaleza humana del romanticismo occidental correspondiente a la ansiedad y
neurosis de expectativas masculinas. En la acepción binaria hombre/mujer y de la
correlación ‘naturaleza turbulenta/naturaleza apacible’, los contrarios representan
una otredad demarcadora de la violencia andronormativa, que ocupa la estructura
profunda del discurso. La mujer se concibe no por sí misma en cuanto sujeto, sino
por su representación (como signo) de la mirada masculina ante la naturaleza
(incluida la Nación, en la misma).
El héroe romántico aparece como un ser misterioso, un rebelde, un seductor,
un amante, cuyo amor puede ser no‐correspondido. Es perseguido por el destino (la
ideología no aceptada, o por Dios). Las pasiones, que en la época del neo‐clasicismo
están comprimidas en el interior del alma, ahora brotan a la superficie del ser
romántico. En su trayectoria vital el sujeto romántico frecuentemente se ve
amenazado por la muerte que forma parte del destino trágico y determinista e
inescapable. A la mujer (la virgen naturaleza) se le representa como posible
mediación salvadora. Se trata de movimientos aún dominados por imaginarios
andronormativos e idealistas de la época que depositan la salvación última del alma
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masculina, en lo femenino y la bondad de lo natural (la mujer, Dios). Las mujeres
representadas en las obras responden más bien, en este sentido, a simbologías de
intereses masculinos y de sus ansiedades ante la posible pérdida del ser. Muchas
veces las mujeres responden a los proyectos sociales de adelanto y progreso de la
burguesía en su concepción de las demandas del trabajo, y en otras ocasiones a las
rémoras y ataduras de ese proyecto. En general, a la mujer moderna se relega a la
domesticidad y su decencia familiar y burguesa, que puede salvar incluso al hombre
predispuesto a lo degradado de forma enmascarada como don Juan. También se le
puede asociar con el mal, la perversidad y la prostitución (el abandono de la
domesticidad), como Brígida en Don Juan.
España no deja de ser distinta al resto de Europa en estos aspectos de
concepción del género femenino como signo. Doña Inés, en la obra Don Juan, en este
aspecto, resulta un arquetipo en la construcción de esta semiótica androcéntrica y
misógina de la cultura en general. No se trata pues de la representación de la mujer
en el sentido referencial, sino de un signo cargado de ideología masculina en su
producción en cuanto lenguaje y sentido semiológico. El mismo dice más del
travestismo discursivo de los hombres que de las mujeres mismas. Habrá que
esperar al siglo XX (en Nada (1944) de Carmen Laforet, por ejemplo) para que la
mujer devenga en un significante de intereses distintos a los de los hombres.
(Habría que tener en cuenta el discurso de las mujeres de principios del siglo XX,
tema no tan estudiado).
En una obra de antecedentes románticos importantes, Don Álvaro o la fuerza
del sino (1835) del Duque de Rivas, Leonor y don Álvaro son la pareja protagonista,
impulsados por el amor puro. Pero esta vez el tema del drama representa el triunfo
del destino trágico sobre el amor. El sino que consta explícitamente en el título de la
obra es alusión a la fatalidad que pesa sobre los actos del protagonista y lo conduce
a la desesperación final. El amor apasionado y libre siempre es amenazado por la
muerte como destino y como lo inevitablemente trágico Este aspecto hace que las
obras de teatro no sean todavía completamente burguesas, pues en esta estructura
social la pugna no es entre clases sociales y sus conflictos, sino entre fuerzas
extrañas sin una real definición de pugna ideológica. De aquí que el público
15
espectador pueda quedar algo extrañado ante una concepción del sujeto y el devenir
que no responden a una época que comienza a ingresar en la pugna que provoca la
sociedad capitalista.
No obstante, la rebeldía de don Juan ofrecerá más sentido de pugna social y
verosimilitud para la época en cuanto al mandato familiar se refiere. En el fondo en
la primera parte del drama don Juan desarticula lo romántico, asociándolo con lo
carnavalesco y degradado del espíritu burgués de búsqueda de libertinaje
individual. Representa lo peor del temido carnaval de la pasional y baja condición
humana que se sospecha se apodera del sujeto que se presta a la libertad sin Dios. A
la larga, luego de señalado el mal al cual se puede ver expuesto el sujeto humano (lo
peor, como don Juan) sólo se confía en la espiritualidad, como se entendía en el
pasado religioso y que el público burgués, aún católico, acoge con alivio y esperanza.
Don Juan Tenorio es una versión machista popular en la literatura española y
contrasta con la obra de De Rivas. En el escenario del encuentro entre los dos
amantes de la obra de Zorrilla se devela lo sutil y suave; mientras que las últimas
escenas del drama son en verdad paródicas y tristes, nostálgicas, en cuanto el amor
posible que no pudo ser. Nadie cree en esta sutileza de don Juan que señala su amor
por Inés. Sólo ella es capaz de apostar por tal amor. Contrariamente al don Juan de
Tirso (quien es más blasfemo), el de Zorrilla se caracteriza más por la maldad contra
los hombres y no contra la Divinidad. En verdad es el padre de Ana, quien no respeta
la misericordia de Dios, cuando dice: “¿Y que tengo yo, don Juan,/ con tu salvación
que ver?” (2554‐55). En esta interrogante el personaje, como cristiano, falla.
Mientras en Tirso triunfa la justicia divina, con la condena de don Juan, en la obra de
Zorrilla vence la misericordia infinita de ese mismo Dios. Son dos épocas distintas
con dos demandas (representaciones) diferentes de Dios. Mientras la obra de
Zorrilla parece más inspirada en la Buena Nueva de Jesucristo, la obra Barroca de
Tirso resulta más de preocupaciones teológicas propias de la contrarreforma del
Siglo de Oro, y como tal condena a don Juan al llevarlo a una cena que está muy
distante de la cena familiar y cristiana. El Convidado de Piedra de Zorrilla se queda
con la mano vacía y no logra atrapar al héroe, rescatado por la romántica heroína y
llevado a los cielos para el gusto del público burgués de la época, que el autor quería
16
complacer. Esto la elevaría, en su pragmática (recepción), a una obra sumamente
moderna y de sentido irónico que muchos críticos no quisieron aceptar por su
sentido tal vez lúdico. Inés, en este sentido, es en parte una actancia de intervención
ante la problemática y el conflicto en la obra y representa la continuidad de una
gestión mariana de trascendencia medieval. Es la madre mediadora y salvadora
frente al padre dogmático que no confía en cambios. Si lo vemos como parodia, el
autor debe reconocer esta significación, pero con gran distanciamiento irónico. Sabe
que debe presentar una obra de un final romántico y de salvación.
En el argumento de la primera parte, luego de reconocido el triunfo del anti‐
héroe en unas degradadas apuestas, éste le dice a don Luis que habrá de quitarle a
su prometida, doña Ana de Pantoja, a quien luego seduce, y que además conquistará
a una novicia. Don Luis es otro degradado sujeto de la obra, quien cree que luego de
su maldad puede regresar a la sociedad tradicional del casamiento. Y al oír el
desafío, el Comendador don Gonzalo de Ulloa, padre de Inés (novia con quien debía
casarse don Juan), niega su consentimiento y deshace el matrimonio convenido. Más
tarde, don Juan rapta a la joven del convento, pero ambos se expresan su límpido
amor en una noche plácidamente romántica (2170‐1220). Finalmente, don Luis y
don Gonzalo se enfrentan enfurecidos en un duelo a don Juan, pero al ser vencidos,
éste huye a Italia. La escena es muy dinámica y del gusto de la agilidad esperada por
el público burgués moderno que en gran medida debe estar disfrutando de una
comedia de capa y espada en un goce‐juego de ver quién es peor moralmente. El
autor en el fondo se divierte con su manejo del anacronismo teatral.
En la segunda parte, el argumento presenta cinco años más tarde a Don Juan
de vuelta a Sevilla y visitando el cementerio donde yace Doña Inés, quien murió,
naturalmente, de amor. Ha apostado con Dios, por la salvación del alma del Tenorio,
antes de morir. (Todos parecen apostar en la obra, pero ninguno lo hace como doña
Inés, por algo que no tenga que ver con el dinero o algún egoísmo social). De lograr
ella el arrepentimiento del perverso tenorio, los dos se salvarán; de no conseguirlo
ambos se condenarán eternamente. La tensión en el argumento y su noción
temporal es así también muy moderna. Y finalmente, en el momento en que el
espectro del Comendador se dispone a llevarse a Don Juan al infierno (quien ya ha
17
muerto), Doña Inés interviene, logrando que su amado se arrepienta en el umbral
del paso al otro mundo. Gana así la apuesta y los dos ascienden al cielo rodeados de
ángeles, cantos e imágenes celestiales. Se salva luego de tanta maldad criminal, tal y
como se impone la burguesía en el empleo del capital burgués (asociado a lo
escatológico, lo degradado, como en don Juan) y a pesar del materialismo que el
mismo representa. Don Juan es en tal sentido un significante, de estructura
profunda, del mal que podría representar el mundo del intercambio monetario y de
la sociedad capitalista (según el subconsciente colectivo y su sentido de culpa ante el
pacer que le brinda el capital). El goce de don Juan antes de la conversión espiritual,
es el del capital y su significación fetichista.
También, de la condena en el famoso Don Juan de Tirso de Molina del siglo
XVII, llegamos en Zorrilla a la salvación por el amor puro que puede proporcionar la
mujer como ser de inspiración del Eros espiritual según se concibe en la época y que
el autor codifica muy bien para los espectadores de la época. El autor en su
representación lleva a don Juan, a pesar de sus pecados, al más noble de los
sentimientos, que es el amor que salva pese a todo, gracias a la mujer‐signo de
abnegación y pureza. Al alcanzar paulatinamente el amor de doña Inés, don Juan se
va purificado de su perversa vida y va preparándose para el arrepentimiento. El
desenlace del drama (la salvación por un amor no material y degradado, como el
capital) sitúa la obra dentro del gusto romántico a lo español. Este alcance
dramático y estético permite al público de la época (de mentalidad andronormativa)
sentir una gran simpatía por el protagonista, por su rebeldía y espíritu libre, por su
atrevimiento, pero también por su sumisión final que prescinde de lo problemático
o ambiguo gracias al poder sublime de Inés. El proceder de la abismal degradación
demoniaca y el ganar el favor de la divinidad crean la ganancia ideal de la oferta de
la obra al público católico‐burgués de la época.
Don Juan Tenorio presenta dos partes bien diferenciadas por el autor, las
cuales corresponden a dos mundos muy definidos. A lo carnavalesco del mundo
transgresor, por una parte, y al espíritu de contrición, por otra. La primera parte
expresa cabalmente un espíritu romántico transgresor y de mascarada. Y la segunda
se acoge al espíritu cristiano de contrición de la salvación por el amor puro que se
18
expresa inicialmente en la mujer inmaculada y que no se inmiscuye en la pugna del
repartimiento social porque se mantiene distante de éste. Inés no es, por una parte,
un signo de intercambio moderno y capitalista; ella pertenece a una tradición del
pasado mítico que se requiere preservar (de ahí que esté recluida en un convento
casi barroco). Inés ama porque ama, lo cual es una lógica de lo mismo, y no de la
alteridad y la otredad en que todos están sometidos en esta sociedad burguesa. Tal
es lo que la hace diferente y apta para salvar un criminal como don Juan.1 Ello sólo
se entiende como juego escénico que Zorrilla supo manejar adecuadamente, para
complacer al público sometido al “antiguo régimen”, pero ya de gustos burgueses en
sus expectativas estéticas. La dualidad de la obra corresponde al bipolarismo de la
consciencia del receptor de la época.
Impera finalmente en la obra la ideología católica de la época y la idea que
seducía al público: que el libertinaje se puede sobreponer y alentar, al retenerse
aquello a lo que impulsa la fe. El anti‐héroe se salva por la fuerza de la fe que le
proporciona el “otro” y no por su “obra” en la sociedad (como sería en el
protestantismo: salvación por “obra” y no por fe súbita y oportuna). La fe y la
salvación de don Juan son más las que proporciona doña Inés como representante
genuina de la institución católica y su creencia en el perdón (otros fallan en creer en
la misericordia divina y por eso terminan en el infierno, como el padre de la
novicia). Tal sería la interpretación de acuerdo a las nociones religiosas de la época.
El amor también simboliza en el romanticismo lo escisión de lo metafísico, el
anhelo de lo que debe ser y no es, la discrepancia entre la idea y la realidad, la
desilusión como arquetipo de discordancia entre el mundo exterior y la subjetividad
que en el fondo parece degradada. El individuo derrotado por la realidad siempre
material (como el dinero) toma esta desgracia como fundamento de su preferencia
por la metafísica, esta vez de psicología subjetivista, que podría rescatar de la caída.
El llamado hombre nace para padecer al no poder cumplir el deseo y mandato de
Dios. El bien es la esperanza perdida si no se sostiene la fe y se trasciende superando
la inmanencia del mundo material. Detrás de todo esto se comienza a manifestar la
1 Alcolea y Enareshttp://hispanismo.es/documentos/0001/alcolea VIII.pdf).
19
“reificación”, el distanciamiento que le ofrece el sistema capitalista al trabajador (al
artista) del producto de su trabajo (el capital, la obra). La sociedad se debe al dinero,
y a su inclinación material y degradante, pero con la creencia de que el materialismo
del mismo no es determinante en la vida. En el juego, en la apariencia y la máscara,
el creyente obtiene a la larga la trascendencia y el idealismo. Se trata, después de
todo, del resultado de no haberse ingresado por completo en una sociedad
capitalista en la cual la problemática sería la lucha de clases y no la de la salvación o
condena divinas. En este aspecto la obra es poco o nada moderna pues antepone el
idealismo salvador “medieval” al pragmatismo monetario que compromete al sujeto
con las demandas pragmáticas de la existencia en el mundo reificado (materialista),
en que el sujeto ha perdido la capacidad trascendente. La condena que podría
implicar el capital parece ya determinante o al menos condicionante.
Según Carlos Blanco Aguinaga, Julio Rodríguez Puértolas e Iris M. Zavala, en
Historia social de la literatura española (en lengua castellana) (Madrid: Castalia,
1978), José Zorrilla (1817‐1893) hace su aparición pública ya evidente en
circunstancias bien románticas, cuando en el entierro de José Mariano Larra lee
emocionadamente un poema (en 1837) ante la tumba de este afamado ícono del
romanticismo de la época en España. Zorrilla estrena en 1844 su obra Don Juan
Tenorio, presentando una versión, a la larga “pseudo‐romántica”, del Convidado de
Piedra (Don Juan) del barroco Tirso de Molina. Pero el tono serio, pomposo,
paródico y la vez de seriedad en cuanto a la salvación final de un ser perverso, han
hecho de la obra de Zorrilla la preferida. Tanto resulta así, que era representada
todos los primeros de noviembre. Ya a la modernidad tardía no le interesa tanto este
ritual y repetición de algo que a las nuevas generaciones no les ofrece ningún
sentido.
Para Francisco Ruiz Ramón, en Historia del teatro español (Madrid: Alianza
Editorial 1967) se trata de una obra en que Zorrilla calca como forma propia de vida
la teatralidad a modo de existencia, pues cuando el público aplaude la obra lo que en
realidad alaba es su teatralidad, una categoría de personaje hecho teatro (o
viceversa), que más allá de su psicología de villano y antihéroe rescatado por la
virtud, representa la teatralidad misma y su triunfo (lo artístico). Para este crítico,
20
Zorrilla une con genialidad dos planos que se entrecruzan en sus fronteras: el plano
de la sobre‐realidad y el plano de la conciencia. (A nuestro entender se trata del
comunicar al público una subjetividad y su destino en una forma muy romántica
pero conservadoramente moderna y reaccionaria). El concepto de libertad que a la
larga se trasluce en la obra no es ni la libertad o el libertinaje modernos, sino
después de todo el libre albedrío del catolicismo y la salvación por fe (mucho de esto
ya lo obteníamos en La vida es sueño de Calderón). Se deja ver en la obra de Tirso la
Justicia Divina que condena a Don Juan, y en la obra de Zorrilla, la infinita
misericordia del Dios que lo salva. Para el propio Zorrilla los demás donjuanes en
Europa son paganos y no merecen que el público vaya a verlos, contrario al don Juan
español que demuestra finalmente la bondad infinita de Dios (también según otro
gran crítico y filósofo español, José Ortega y Gasset).
Para Ricardo Navas Ruiz en El romanticismo español (Madrid: Cátedra, 1990)
Don Juan Tenorio ofrece la respuesta cristiana a la tragedia pagana del destino
(316). Este mismo autor nos dice también de forma muy cristiana y romántica: “El
amor de Inés no es un simple amor de mujer; es un amor de caridad cristiana” (317).
Pero hoy día tendemos a pensar que se trata de un mito realizado de manera
estética con los signos, símbolos y valores de la época (muy contrarios a la libertad
de la mujer y a las “diferencias” adversas a lo logo‐normativo, lo que no sigue la
misoginia occidental) y que requieren de una mirada más contemporánea (a lo siglo
XXI).
Según Davi Giles, el triunfo de Zorrilla en Don Juan Tenorio, refleja el desarrollo
de la “década moderada” de 1844-1854. Se exigía en 1844 la consolidación política y
social, y el drama de Zorrilla se escribió en un período que presenció la caída de
Espartero, la restauración de la monarquía, la creación de la constitución moderada de
Bravo Murillo, el establecimiento de la Guardia Civil y (menos de dos meses después del
estreno de Don Juan Tenorio) la subida al poder del General Narváez —en suma— la
vuelta al balance, a la estabilidad, al status quo. Algo similar ocurre en la obra
finalmente, pues se regresa a la estabilidad para el gusto del público de la época. Triunfa
el Don Juan de la segunda parte, quien contrasta con el de la primera sección, más
degradado y demoniaco.
21
Insistamos hoy, con la crítica más semio‐social, que la obra está dispuesta
mediante un lenguaje, y símbolos que representan horizontes de expectativas
sociales. La obra, desde un ángulo, se resiste a ingresar en la nueva modernidad del
siglo XIX y retiene una metafísica y catolicismo antiguos (aún no es parte de una
sociedad industrial y científica). En su tímida modernidad, Don Juan ya no
interesaría, sin embargo, al mundo tardomoderno que ve el mal que se desborda en
la monstruosidad y la perversidad polimorfa, en la que no se busca el Dios Cristiano
y creo que ningún dios, como lo hemos entendido hasta la Modernidad del siglo XIX.
No es como se desprende, por ejemplo, de las películas contemporáneas en las
cuales triunfa casi siempre el bien, pero como fuerza de un amor desinteresado del
sujeto y su lucha por alcanzar la estabilidad en el mundo, y en el cual Dios no
interviene ni importa necesariamente (como en Harry Potter o El Señor del anillo).
Son nuevas fuerzas en acción. Así será también en muchas de las obras literarias del
siglo XX.
No obstante, Don Juan, en su tímida modernidad acude a un Dios más
misericordioso que el Dios del contra‐reformista Siglo de Oro, y en su primera parte
ofrece una movilidad transgresora que sí podría interesar a un lector‐espectador
más moderno y menos moralista. Sería cuestión de ver esa primera parte como un
gran adelanto estético y social antes que la moralización que la obra misma sostiene.
Al analizar el significado de la fijación festiva, la obra ofrece una organización
de la comedia en equilibrio estético: dos Partes en dos noches; una primera noche
de licencia carnavalesca, explícitamente señalada (de “capa y espada”); y una
segunda noche (de San Juan), no expresamente señalada pero eminentemente
deducible, de signo opuesto, ilustrativo y espiritual. Zorrilla estructura su Don Juan
Tenorio sobre las dos noches más destacadas de la tradición popular. Sin muestra de
las opuestas tendencias de lo humano: la que muestra la fuerza brutal y degradada y
la que destaca la búsqueda de una espiritualidad y la salvación final luego de los
pecados cometidos contra la humanidad (y contra Dios, ¡si pensamos como
cristianos en esto!).
Muchos olvidan que don Juan es un brutal y repulsivo bellaco que como sujeto
es salvado por el cristianismo más idealista de la época, algo que parece complejo
22
pero que puede ser muy equívoco y anti‐ético. Se expone primeramente un proceso
de animalidad extrema que compromete lo humano con lo degradado y desligado de
Dios en una sociedad que se jacta de cristiana. Se alcanza luego el proceso final en
que un ser perverso logra salvarse por el amor expresado en una mujer abnegada
que es más bien representación de una época que, pese a su romanticismo y
creencia en la libertad individual (ya estaba en marcha el materialismo capitalista),
quiere seguir creyendo en la salvación divina y en lo transcendental. Se mantiene así
un criterio pre‐moderno, o no sabemos si lo que realiza la obra es precisamente
modernizar este aspecto para el publico del siglo XIX). Si bien se persigue una
creencia en la libertad burguesa, progresista, se retienen en algo criterios contra‐
reformistas y retardatarios. En ese sentido, la obra de Tirso de Molina resulta más
consciente de lo que implica moralmente la maldad humana, pues su don Juan no se
salva y obtiene lo que se merece, según los criterios del bien y el mal de la época. No
obstante, tanto el dios como la salvación de ambas épocas deben ser vistos como
construcciones sociales y no referencias objetivas.
En lo específicamente textual, los elementos teatrales que preparan la
inducción señalada, son: a) la inicial y explícita fijación nocturna, que apunta ya, de
por sí, a la Noche de San Juan; b) la finalidad y el efecto purificador de toda la
Segunda Parte, coincidiendo, así, toda la presencia tradicional del solsticio de
verano; c) la elección de esa noche concreta como plazo para la salvación del don
Juan; d) la necesaria presencia de ánimas para realizar la trama, factor
imprescindible del acontecer sanjuanero; y e) la apoteosis final, justo a la mañana
siguiente, muy en la tradición espiritual de la Madrugada de San Juan. La estructura
es muy propicia para el lector y vidente teatrales de la época, y resulta muy
reconocible y ya de por sí implica una estructura de ascendencias que acomoda la
epifanía cristiana, pero inicialmente sometida a la carnavalización y degradación
donjuanesca. Representa la obra, además, la paulatina transformación del antihéroe
que pasa de un ser demoniaco, en lo más bajo y vil, a un ser que por amor pide
salvarse para ascender a lo más elevado en la valoración social: el cielo. Y lo obtiene
por fe pura de Inés al final. Como señalé, esto parece tener sentido para el público
23
español que ingresaba en la modernidad, mientras que al actual público
postmoderno no le suele interesar nada de esto.
No obstante, quizás sí interese la ambigüedad finalmente en cuanto al
momento de la muerte de Don Juan y la articulación del tiempo que maneja Zorrilla
en la obra. Ello ha provocado múltiples debates y creo que tiene que ver con que el
autor tuvo que enfrentarse en la obra al tiempo en un sentido más acorde con la
Modernidad del siglo XIX. Esto es a pesar de todas las justificaciones teológicas que
hay de por medio para entender el concepto final de temporalidad (especialmente la
muerte) en el drama. Don Juan vence el tiempo burgués monetario y de la máscara
de la primera parte y alcanza la noción de temporalidad trascendente que promulga
la segunda parte. Tal vez aquí se encuentra la dualidad dramática que se logra para
la España pre‐moderna. La fama (perdurabilidad en el tiempo moderno) que alcanza
la obra le ofrece la razón a Zorrilla. Esto se relaciona también con que el autor sabe
que está frente a una obra literaria y no una representación de lo real. La obra es
lúdica, es signo y juego literario de una mentalidad que aspira a lo burgués
materialista a pesar de que obedece al catolicismo de una antiguo régimen nada
lúdico en su visión del mundo. En La vida es sueño de Calderón de la Barca, el
protagonista sabe a fines de la obra que no puede recurrir a su “donjuanismo” de
cuándo estuvo en la Corte o a finales del texto, en optar por Estrella y no por quien
realmente ama, Rosaura. Don Juan sí obtiene su “Rosa‐áurea”, pero fuera de la
realidad, pues en verdad ya Inés ha muerto. La escatología cristiana domina aún el
discurso español que para 1844 no está aún listo para el realismo como, por
ejemplo, se comenzaba a dar en Francia, Inglaterra. Todavía para 1849 Cecilia Bölh
Faber (Fernán Caballero) en obras costumbristas, La familia de Alvareda y La
Gaviota, distan mucho de complejidad genuinamente realista. En Francia, para 1830
Honorato Balzac comenzaría la Comedia humana y Gustavo Flaubert publicaría en
1856, Madame Bovary, obras ya realistas y superadoras del romanticismo.
La aparente e imprecisa acotación de Zorrilla para la Segunda Parte, sugiere
abiertamente una identificación sanjuanera. Toda esta parte está exclusivamente
dedicada al proceso purificador que conduce a la “anómala” salvación de don Juan.
La tesis central, romántico‐católica, es el Poder purificador, salvador, del amor
24
femenino de la madre vicaria en una sociedad en que los hombres a la larga (y sin
expresarlo abiertamente) fracasan (el dominio Matriarcal tras el Complejo de Edipo,
el Imaginario tras el Orden Simbólico). A la larga, se trata de una cultura de un
Orden Simbólico adronormativo que deposita en la mujer la responsabilidad de la
salvación humana. Se asigna en doña Inés el papel de un ser puro, de invención
romántica, parte de un Orden Imaginario. Inés expone, pues un constructo cultural y
no una mujer propiamente hablando. La crítica literaria tradicional no se fija tanto
en estos aspectos, aunque sí reconoce la parodia que realiza Zorrilla en el texto en
cuanto a sus elementos exagerados y que dialogan intertextualmente con otras
obras del mismo tópico.
Interviene en Don Juan Tenorio a la larga una alegoría política de la España
tímidamente burguesa de la primera mitad del siglo XIX, aún supeditada a los
valores monárquico señoriales y sus interpretaciones religiosas de la salvación, del
cuerpo y del Eros. Se presenta una paranoia muy a lo católico‐hispano y oportunista,
de una cultura que aún no ingresa plenamente en la sociedad capitalista y teme, con
noción pre‐moderna, a la reificación degradante que podría ofrecer el capital. Pero
el “disfrútalo mientras puedas”, el “tan largo me lo fiais” y “Largo el plazo me
ponéis” comienzan a tener, en la modernidad burguesa e hispana, sentido, y no
chocan finalmente con la salvación divina. Se prepara España así, desde mediados
del siglo XIX para el proceso del necesario y aburguesado por‐venir.
Con don Juan estamos ante la personalidad más claramente pecaminosa
desde la Edad Media, de tendencia a la exhibición narcisista y del despliegue de los
deseos e impulsos corporales y carnales sin control social. En la promiscuidad
sexual, de liberación del deseo y búsqueda del placer, la obra expresa de por sí un
atentado contra el orden establecido universalmente y contra la ley de filiación que
asegura la trasmisión de linaje por vía paterna (la obediencia al Complejo de Edipo).
En el Romanticismo del siglo XIX, las cosas comenzaron a cambiar un cuanto a la
concepción corporal y sexual.
Don Juan, por su parte, como sujeto degradado es el signo que ha calado más
en el imaginario popular, y ha alcanzando la categoría de mito y permanece en el
inconsciente colectivo como el prototipo del transgresor y del seductor. No hay que
25
olvidar que el origen del personaje se remonta al siglo XVII cuando se escribe “El
burlador de Sevilla“ (Tirso de Molina) en España y “Dom Juan ou le Festin de Pierre“
(Molière) en Francia. (Estos modelos servirán al “Don Givanni” de Mozart). Para los
críticos, además de la obra de Tirso, la gran influencia que le llega a Zorrilla es
mediante la obra Las travesuras de Pantoja de Agustín Moreto (1618‐1669).
En la sociedad postmoderna y contemporánea los modelos y arquetipos han
cambiado y ya Don Juan puede resultar en un prototipo del pasado remoto. En esta
ocasión incluso se encuentran mujeres tan dadas a lo degradado como el don Juan
antiguo y nuevas versiones que van desde lo serio hasta lo extravagantemente
paródico (los galanes del cine hollywoodense y el teatro de Broadway son muestra
de ello). Son muchas las versiones paródicas de Dráculas donjuanescos y
donjuanescas en el siglo XX, por ejemplo, y la maldad y la degradación del género
humano es más cuestión patológica que moral. Ni Descartes, ni Kant; la cuestión
parece haberla cerrado Nietzsche, el loco y genial sabio de los postmodernos, quien
descarta la salvación divina del horizonte de expectativas humanas. Pero en el
hispanismo tradicional, incluso la Generación del 98, personajes como Don Juan e
Inés son justificados junto a sus significaciones religiosas para el ethos hispano
moderno.
En cuanto a la figura paterna, su imagen aparece desarticulada ya desde la
escena de la hostería a la que acuden los dos padres, a comprobar el rumor sobre la
conocida apuesta y la degradación del hijo de la cultura moderna (subterránea y
oculta). No se debe pasar por alto que los dos padres descienden al espacio
carnavalesco de Don Juan a contemplar el juego de la apuesta y que eso ya los
compromete con las máscaras y los ocultamientos de los sujetos en esa sociedad que
al parecer está tan degradada como el anti‐héroe y en la cual las mujeres están
sujetas al intercambio y repartimiento de los hombres, como lo es el capital burgués
y moderno. Don Juan como hombre ejerce su dominio particular de mezclar el amor
con la violencia y la apuesta degradada, con el descaro de sujetos que no respetan
los límites sociales pero que de por sí ya llevan oculto su repartimiento degradado
de signos. La violencia y el dinero dominan el amor en la primera parte, mientras
que en la siguiente no hay libre repartimiento sino designación. Esto resulta así a
26
pesar de la apuesta de Inés por el alma del Tenorio, pues se sabe que el mismo se
salvará. De ahí que la asistencia al teatro a ver el drama se repita como un rezo
constante realizado por el público de hasta hace poco.
No vemos una imagen maternal tradicional (a menos que se piense en la
tonta Abadesa). Tal parece que este espacio está ocupado por la virginal Doña Inés
misma. El ámbito materno a la larga lo ocupa el imaginario de la visión mariana de la
cultura católica española, visión que es de carácter mítico y católico, y que no sólo
responde a lo religioso sino al ethos psico‐social, como hemos dicho antes. En una
sociedad tan corrupta y dada al carnaval ocultamente pervertido se valora la
virginidad de doña Inés en representación del bien, de lo incontaminado en la
degrada sociedad de la cual don Juan es el peor actante. Se impone la visión de que
la mujer puede guardar o llevar a la degradación social y por ello está destinada a
salvar o a condenar (lo cual sigue siendo parte de la misoginia universal). Según a la
mujer se le puede venerar por cumplir este papel de bien, también se le condena (y
cesura) por lo contrario (Brígida y la criada de Ana).
Precisamente la virginidad (la ausencia de lo monetario) es el único objeto de
amor válido para que Don Juan pueda iniciar su “cura” (comprendido este término
en nuestras concepciones psicológicas contemporáneas, pues en la época la
situación se entendía como salvación divina o condena demoniaca). Zorrilla escribió
la obra con consciencia socio‐religiosa y no con mentalidad clínica y moderna. Por
ello el personaje donjuanesco debe ser analizado como un símbolo y no como una
persona a quien se le pueden aplicar criterios de conducta real‐humana. Don Juan
podría ser un homosexual reprimido y psicópata (agrede a las mujeres ni entiende
el papel social que le corresponde). Cabe entender que el personaje es un símbolo,
un signo de la cultura andro‐hetero‐normativa y, por lo tanto, parte de la psicosis‐
paranoia colectiva (problemática de la conciencia social) ante el libertinaje y la
perversidad que se cree que puede traer la sexualidad sin matrimonio y sin la
concepción cristiana de pecado o la culpa. La “cura” de esa cultura enferma y
degradada solo la proporciona la mujer que no se deja penetrar por el capital o lo
degradado, a cambio, como doña Inés. Aún en esta cultura el genuino goce del ser
humano (sobre todo el de la mujer) no debe ser terrenal, sino el de otro espacio
27
ultra‐terrenal. El imaginario de la época así lo esperaba.
En doña Inés se cumple y se lleva al acto del conflicto edípico. Don Juan, al
matar al Comendador, padre de Doña Inés, elimina al padre que le estorba la unión
con la vicaria madre. No obstante, habría que ver que, en su estructura profunda, la
obra sostiene que este padre, a la larga, resulta tan perverso como don Juan (al
principio de la obra también se enmascara). Un vez más vemos cómo se trata de una
cultura violenta tanto en los espacios de funcionalidad social abierta (de la que
proceden los padres), y de los espacios ocultos de carnavalización y carcajada
demoniacas (como los del nocturno don Juan). Como sujeto, el anti‐héroe representa
descaradamente lo peor de esa sociedad que ya de por sí es ocultamente degradada
y que conduce a la perversidad pues está presta históricamente a darse al capital y
su tráfico. Y aún en el movimiento literario siguiente, el realismo‐naturalismo, los
escritores no olvidarán muchos de estos signos (como en La Regenta (1885) de
Leopoldo Alas).
Pero si bien la solución final es pre‐moderna y trascendente (si leemos la
obra en su sentido mimético), en la lectura detenida, el mal, lo donjuanesco y sus
espacios ya de por sí representan una cronotopía moderna y sus posibilidades de
representar de una manera distinta y atrevida, transgresora. De ahí el éxito de la
obra en su escenificación hasta hace poco, pues la misma provoca un ambiguo goce
ante lo que se teme (la caída, el pecado, la condena). La recepción formal y
pragmática de la obra tiene más sentido que la interpretación mimética y literal.
Recuérdese que lo pragmático, más allá de lo semántico y sintáctico del signo, es lo
conducente a la reacción ante el mismo, frente a lo que representa don Juan.
Con Zorrilla bien estamos ante un dramaturgo consciente de haber apostado
por el peor actante de la sociedad y jugarse la manera de lograr estética y
artísticamente su salvación. Es como no dar importancia al dinero y a la apuesta
desbordada, pues se confía en el refreno de la presencia del ícono del remanente
(surplus) religioso que retiene esa sociedad.
Doña Inés aparece junto a su padre como trasmisora del linaje del
Comendador. Como se dijo, suponemos que su madre ha muerto, en este drama de
hijos únicos, para mayor evidencia del triángulo edípico. La heroína es criada por
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madres sustitutas, en quienes el padre la ha designado. Sus vigilantes, la Abadesa y
Brígida, ofrecen una bipolar disociación de los bienes espirituales y materiales, de
norma y trasgresión (como en la obra entera), de ascetismo y goce perverso que
representan la ambigüedad que la sociedad en el fondo ofrece. Brígida ha optado
por un amor terrenal y gozoso, sancionado por la Ley del Padre y que al principio
causa cierta incertidumbre en doña Inés, quien no está exenta del deseo espontáneo
del goce mundanal (la lectura de la carta de don Juan lo demuestra). Pero a la larga,
vence la Ley Divina y Patriarcal, que como heroína de la época doña Inés está
destinada a cumplir. No es de pasar por alto que ella se siente seducida por Don Juan
desde un principio y da muestras iniciales de disfrute amoroso y corporal, lo cual
implica la cercanía a la pulsión moderna del cuerpo y de lo que se consideraba en la
época como pecado. Esta ambigüedad es muy del gusto de un público moderno, que
poseía sensaciones similares.
Mas cuando el Comendador comprueba que Don Juan trasgrede la Ley, ya no
lo admite como el heredero y como privilegiado de esa misma Ley, la cual es
trasunto de la Norma del Padre, del Mandato de Dios Padre. Se le niega a don Juan la
posibilidad de trasmisión del linaje y de prestigio social y espiritual en su doble
juego (espiritual y monetario). El anti‐héroe desobedece primero la mayor ley y
usurpa la autoridad, matando la figura patriarcal‐real inmediata. Pero no lo logra
con el Padre transcendental y supremo en que cree esa cultura. No habría “cura”
para don Juan en el mundo social; solo lo salva el imaginario espiritual de la época
(que es a su vez parte de las expectativas social‐culturales). Su salvación es en ese
sentido imaginaria (literaria), y que el público de la época goce de la obra es señal
del deseo de transgredir o desafiar en algo la cultura del odiado Padre. La obra
reclama una España más moderna y menos temerosa del antiguo Patriarca y sus
leyes espirituales pre‐modernas. No será hasta la Generación del 98 más
vanguardista, que podamos encontrar algo de estas transgresiones (sobre todo en
Niebla (1914) de Miguel de Unamuno).
Don Juan es un claro ejemplo de un trastorno histriónico y paranoico de la
personalidad narcisista. Su fanfarronería en los desafíos, su criminalidad y
atrevimiento irrespetuoso, el gusto desbordado por la apuesta y el dinero, le
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permiten curiosamente ganarse la simpatía y el aplauso de todos. Él es el “otro” que
observa cuán mal se puede actuar, apostar y vencer descaradamente. Él es su propio
escenario y teatralidad que no sabe que se ve a sí mismo también como pecador (al
menos la obra no lo deja reconocer así). En ese aspecto es muy moderno, aunque
todavía no hay explícito meta‐texto, algo tan característico del último alcance de la
Modernidad, como vemos en Niebla (1914) de Unamuno e incluso en obras realistas
de fines del siglo anterior).
Tanto don Juan, las figuras patriarcales, como el público, desde la oscuridad,
portan la máscara que permiten la entrada en el juego del “otro”, del que observa sin
“participar” (voyeur). En el juego se puede vencer o morir, interpretar con risa o
llanto. El creer que es posible observar sin ser observado resulta en un aspecto muy
moderno, por cierto. Pero antes de esta diégesis, en la mímesis en cuanto contenido,
las amplias conquistas de mujeres, de que se jacta constantemente son síntoma de
una depresión y abyección sociales que hacen a don Juan un enemigo del papel que
se le asigna al hijo tradicional en la cultura. Y es la inseguridad en la representación
que le demanda el propio padre aspecto que lo lleva a que se exprese el imaginario
del lado oscuro del “yo”, la otredad neurótica, enfrentado a la cultura simbólica del
padre y sin una madre vigilante y reguladora (excepto al final, su novia‐madre doña
Inés). Tal parece que en esta cultura misógina solo la pureza salvaguardada en la
mujer imaginaria, como madre vicaria, parece salvar de este exceso de masculinidad
paranoica y compulsiva.
Don Juan se revela voluble, impulsivo, falso, pero, al mismo tiempo,
maravillosamente seductor según los preceptos machistas de la época. Es incapaz al
principio de introspección (de arrepentimiento) y por eso no tiene consciencia de la
moral ni religiosa ni laica. En la versión del Barroco no existe salvación‐cura para
don Juan porque no hay parodia con el mal. Se le condena al infierno donde es
llevado de la mano del Comendador, es decir la trasgresión edípica es
inflexiblemente sancionada por la Ley del Padre y sólo el fuego del Infierno puede
oficiar del deseo degradado. No hay ambigüedad posible como en la obra de Zorrilla,
donde sí hay posibilidades salvadoras después de todo mal porque hay tiempo para
el juego en el reloj de arena. En la Modernidad del público del siglo XIX, seduce un
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personaje como don Juan que puede disfrutar de lo prohibido y finalmente salvarse
por temor a lo Divino. El espectador‐receptor ve en el personaje su “otredad” como
goce voyeurista y subliminalmente perverso, puede distanciarse porque saldrá
contento y distanciado de la obra leída o representada en un día tan simbólico como
el primero de noviembre.
La sociedad decimonónica se encuentra en la adolescencia de un nuevo
modelo de sociedad que quiere ejercer tabla rasa de muchos de los valores de la
sociedad moderna basada en el absolutismo de un Rey que es trasunto del poder de
Dios y que, en cada familia, se encarna en el poder del Padre. Y en esta sociedad
adolecentemente romántica, un héroe con una personalidad tan juvenil como don
Juan tenía que agradar, lo cual resulta parte del subconsciente de la cultura
burguesa del siglo XIX. La salvación por amor, y como hemos apuntado antes, un
amor virginal, trasunto del amor materno, parece la solución adecuada y justa para
aliviar la tensión del yo en el umbral moderno, ante su propia “otredad” del tráfico
monetario y capitalista amenazantes.
Resulta curioso leer que, en su momento, la solución que asume Zorrilla fue
objeto de controversias en el ámbito teológico, sobre si se justificaba o no la
salvación de un recalcitrante pecador como Don Juan. En la época se veía en
términos teológicos, pero aquí lo reconocemos en el aspecto ideológico y psico‐
social y lúdico de la obra consigo misma. La noción del tiempo en la obra es también
compleja y problemática y demarca una nueva época y da avisos de una inaugural
mentalidad en que el mal es visto desde el sentir romántico que trasciende aunque
sea de manera cómica.2
Si bien Don Juan parece creer en la muerte y en los infiernos, como cualquier
otro individuo, es su demora, la dilación del juicio divino (el concepto cristiano del
tiempo) el objeto de sus problemas y lo que después de todo lo salva para que lo
sigamos atendiendo críticamente hoy día. En ese sentido, en el fondo, es un ser muy
humano y sin hipocresías, cuyo pasado no le augura necesariamente un futuro igual.
2 http://mural.uv.es/carlole/pecados/lujuria/lujuria.html.
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La ideología de la época y tal vez el autor mismo le reprochan (a la vez que celebran
inconscientemente) su desdén por la muerte que no es mayor que su amor por la
vida carnal, pero cargado de un amor perverso, alejado de los valores de contrición
y recogimiento del cristianismo. Don Juan sigue perteneciendo después de todo, por
una parte, a la Edad Media y al cristianismo y su concepto de culpa. Con el mismo se
presupone que la expresión de lo demoniaco se define desde lo sensual y lo sexual
en cuanto libre expresión. Don Juan no parece temer a esto, pero los sujetos de la
época sí, aunque gocen subrepticiamente la transgresión. Tal es la dialéctica que
define la obra, y que es propia de la época moderna.
Don Juan fue el gran anti‐héroe romántico y del deseo de libertad
personal y quien más se ajusta a este inevitable acercamiento aunque sea desde el
temor al mal y justificando la perversidad y la violencia contra los derechos
humanos. La conciencia del Yo se forja en el siglo XIX pero con ciertas ansiedades
ante lo que podría ser romper con la tradición ideológica. Pero con la obra se
prepara la cultura para lo que a fines del siglo XIX será la Revolución Industrial
primero, y luego los inicios del psicologismo. Es una época en que resulta difícil la
caracterización del sujeto sin contar con la trascendencia, cuando lo que se
impondrá prontamente en el contexto será lo óntico, lo darwiniano, lo materialista
y positivista (la ciencia del deseo). Ante la imposibilidad de dar despliegue a estos
preceptos, Don Juan Tenorio alcanza una subjetividad problemática, pero de ruptura
con el paradigma de la subjetividad anterior (la de Quijote y la del don Juan de Tirso;
del “antiguo régimen”). El distanciamiento lúdico y paródico del autor ante un nuevo
don Juan en el panorama literario ofrece un avance en la Modernidad que le espera a
España para la segunda mitad del siglo XIX. Mas no será hasta el siglo XX que se
defina mejor el individualismo desde una Modernidad más plena y menos
contrariada con el cristianismo de estirpe aún muy rancia. Don Juan toca el
individualismo y la subjetividad del ser en el devenir, en el tiempo humano, se
acerca a la búsqueda de la conciencia y la personalidad del Yo en su subjetividad
más compleja y dinámica y ante los binarismos de la época, pero de manera irónica
y conservadora a la vez.
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