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Los Cuadernos Inéditos DULCE OBJETO DE AMOR Raúl Guerra Garrido «Los sentidos son los que hacen a las cosas dignas de fe, les dan buena conciencia y apariencia de verdad». Nietzsche. E s una chica inteligente y deduces por el brillo de sus iris, por su sutil parpadeo, que está a punto de enentarse con la cresta del cálido iceberg de tu persona- lidad. Prefieres que la iniciación del descubri- miento se produzca así, en un intuitivo deslizar- se de los sentidos hasta dar con la clave de tu éxtasis. Si necesitara el raciocinio de un discurso verbal se perdería la magia de ese caminar indi- recto en el que cias tu goce, en cualquier otro atajo te perderías porque no te compensa y aquella que no sabe recorrer su angosta vereda no es digna del eserzo. La despojas del blazer con un «ponte cómoda» y aguardas silencioso e inmóvil a que sea ella quien tome la iniciativa exploratoria. Se vuelve hacia ti y las yemas de sus dedos recorren morosas el relieve de tu ros- tro. Contienes el tiemblo que te produce, la pal- pación es el mejor de los conocimientos, la más valiosa rma de imprimir unas huellas digitales. Insiste en la cicatriz. Espesas ondas de sensuali- dad fluyen a lo largo de tus manos, tan intensas que hasta las uñas se te sensibilizan, peo no sin eserzo permaneces hierático, dejándola hacer: estás seguro de no haberte equivocado en la elección. Suspira de nuevo y con decidida media vuelta se enenta al motivo de su luminosa cu- riosidad. Te deslumbran las cosas. Una multitud de co- sas, de objetos variados e insólitos, cada uno de ellos resplandeciente con una belleza propia e intransrible, ocupan toda superficie capaz de sostenerlos. Sobre las mesas, en los estantes, se acumula una infinitud de ceniceros, estuches, conchas, la maravilla de un nautilus, de minera- les, geodas, una cubista macla de pirita, de si- les y ámbares, de botellas de tenue vidrio, copas y lágrimas de cristal, objetos que es cil deducir no están allí de adorno sino de imperiosos pro- tagonistas: son lo que importa al amo de la casa. Naturaleza onírica, aletargada, transparencia de estéticas rmas superpuestas, esqueleto y alma de lo que no tiene vida aparente, pero que su dueño sabe insuflársela para después absorberla a través del sensitivo contacto de sus manos: re- cuerdas su rma de acariciar la copa en el Pala- ce y te presientes al filo de su conocimiento. Joyas miniaturizadas, orbrería, te recreas en la 88 obra de arte de un antiguo pendiente de oro con rma de animal mitológico, dijes, pulseras, gar- gantillas, esmaltes, monedas, sopesas la rara pie- za numismática con la cara en relieve de una muchacha gordezuela, ópalos, topacios, amazo- nitas, elentes de marfil, pájaros exóticos en blanca madera, te sorprende el papagayo con ca- beza de buitre y ojos de rubí por lo poco que pe- sa, relojes de bolsillo, de péndulo, estatutarios, compruebas la hora en uno de historiada alcur- nia con pórtico en talla de vidrio noble, sigue un reguero de espátulas, abrecartas y un puñal para una ópera romántica. Presientes su compulsión hacia los objetos inanimados, suaves y nidios que entregan su placer sin exigir nada a cambio o no se niegan jamás, lo cual no tanto te desaso- siega como te excita. Persigues con delicadeza de miniador cada uno de sus movimientos y te congratulas de las pequeñas sacas con que premia a objetos que en verdad se merecen ese plus de atención, de reto- carlos o demorar en ellos la vista. Estarían entre sus voritos si es que alguien te impusiera el ar- duo problema de elegir. Los vas definiendo so- bre la lenta marcha de ella a través del piso. Joya en miniatura, auténtica obra maestra, original de un kurgán escita, representa a un gri de cuyas garras cuelga un pendiente de oro en rma de racimo de uvas. Chapa circular con figura céntri- ca en relieve, cil de conndir con una mone- da, es un adorno de plata para una brida de in- dudable origen griego por la cabeza de gorgona con que se ilustra. Figura de un zamurro estili- zado en madera de balsa, los ojos simulados con semillas de peonía son amuletos de la suerte que los maracuchos llaman ojos de zamuro. Re- loj Directorio de bronce dorado con péndulo compensador, pórtico en cristal de baccarat, es- ra de porcelana y sonería de horas y medias, firmado por Berthoud, Hgr du Roy á París. Acarícialas, es tu privilegio. Excitada por el descubrimiento te hundes en el museo como en un agua pura y helada. No haces justicia en llamar así a la abigarrada serie de cosas, pues sabes a cierta conciencia que no son anes museísticos ni veleidades coleccio- nistas las razones que acumulan a tantos objetos en este piso de planta baja convertido en inmen- sa sala de disute. Cada una de estas piezas está aquí por una razón singular, que no es una anti- güedad, ni siquiera su belleza, sino un don de su superficie. Estatuillas de madera, pisapapeles, coes, cajas de latón, de marquetería, abres la delicia de un maletín de viaje que se descompo- ne en un cardo de secretos compartimentos, planchas, morteros, almireces, orzas, jarras, bo- tijos, lees en la filigrana de un bote de rmacia una inscripción latina, sigues, terracotas popula- res y porcelanas del Buen Retiro distraen tu mi- rada adivinando alrededor más y más cosas. La disa luz indirecta realza de un modo espectral las figuras, hay un algo en el ambiente que sin

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Los Cuadernos Inéditos

DULCE OBJETO DE

AMOR

Raúl Guerra Garrido

«Los sentidos son los que hacen a las cosas dignas de fe, les dan buena conciencia y apariencia de verdad». Nietzsche.

Es una chica inteligente y deduces por el brillo de sus iris, por su sutil parpadeo, que está a punto de enfrentarse con la cresta del cálido iceberg de tu persona­

lidad. Prefieres que la iniciación del descubri­miento se produzca así, en un intuitivo deslizar­se de los sentidos hasta dar con la clave de tu éxtasis. Si necesitara el raciocinio de un discurso verbal se perdería la magia de ese caminar indi­recto en el que cifras tu goce, en cualquier otro atajo te perderías porque no te compensa y aquella que no sabe recorrer su angosta vereda no es digna del esfuerzo. La despojas del blazer con un «ponte cómoda» y aguardas silencioso e inmóvil a que sea ella quien tome la iniciativa exploratoria. Se vuelve hacia ti y las yemas de sus dedos recorren morosas el relieve de tu ros­tro. Contienes el tiemblo que te produce, la pal­pación es el mejor de los conocimientos, la más valiosa forma de imprimir unas huellas digitales. Insiste en la cicatriz. Espesas ondas de sensuali­dad fluyen a lo largo de tus manos, tan intensas que hasta las uñas se te sensibilizan, pe-¡:o no sin esfuerzo permaneces hierático, dejándola hacer: estás seguro de no haberte equivocado en la elección. Suspira de nuevo y con decidida media vuelta se enfrenta al motivo de su luminosa cu­riosidad.

Te deslumbran las cosas. Una multitud de co­sas, de objetos variados e insólitos, cada uno de ellos resplandeciente con una belleza propia e intransferible, ocupan toda superficie capaz de sostenerlos. Sobre las mesas, en los estantes, se acumula una infinitud de ceniceros, estuches, conchas, la maravilla de un nautilus, de minera­les, geodas, una cubista macla de pirita, de fósi­les y ámbares, de botellas de tenue vidrio, copas y lágrimas de cristal, objetos que es fácil deducir no están allí de adorno sino de imperiosos pro­tagonistas: son lo que importa al amo de la casa. Naturaleza onírica, aletargada, transparencia de estéticas formas superpuestas, esqueleto y alma de lo que no tiene vida aparente, pero que su dueño sabe insuflársela para después absorberla a través del sensitivo contacto de sus manos: re­cuerdas su forma de acariciar la copa en el Pala­ce y te presientes al filo de su conocimiento. Joyas miniaturizadas, orfebrería, te recreas en la

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obra de arte de un antiguo pendiente de oro con forma de animal mitológico, dijes, pulseras, gar­gantillas, esmaltes, monedas, sopesas la rara pie­za numismática con la cara en relieve de una muchacha gordezuela, ópalos, topacios, amazo­nitas, elefantes de marfil, pájaros exóticos en blanca madera, te sorprende el papagayo con ca­beza de buitre y ojos de rubí por lo poco que pe­sa, relojes de bolsillo, de péndulo, estatutarios, compruebas la hora en uno de historiada alcur­nia con pórtico en talla de vidrio noble, sigue un reguero de espátulas, abrecartas y un puñal para una ópera romántica. Presientes su compulsión hacia los objetos inanimados, suaves y nidios que entregan su placer sin exigir nada a cambio o no se niegan jamás, lo cual no tanto te desaso­siega como te excita.

Persigues con delicadeza de miniador cada uno de sus movimientos y te congratulas de las pequeñas sacas con que premia a objetos que en verdad se merecen ese plus de atención, de reto­carlos o demorar en ellos la vista. Estarían entre sus favoritos si es que alguien te impusiera el ar­duo problema de elegir. Los vas definiendo so­bre la lenta marcha de ella a través del piso. Joya en miniatura, auténtica obra maestra, original de un kurgán escita, representa a un grifo de cuyas garras cuelga un pendiente de oro en forma de racimo de uvas. Chapa circular con figura céntri­ca en relieve, fácil de confundir con una mone­da, es un adorno de plata para una brida de in­dudable origen griego por la cabeza de gorgona con que se ilustra. Figura de un zamurro estili­zado en madera de balsa, los ojos simulados con semillas de peonía son amuletos de la suerte que los maracuchos llaman ojos de zamuro. Re­loj Directorio de bronce dorado con péndulo compensador, pórtico en cristal de baccarat, es­fera de porcelana y sonería de horas y medias, firmado por Berthoud, Hgr du Roy á París. Acarícialas, es tu privilegio.

Excitada por el descubrimiento te hundes en el museo como en un agua pura y helada. No haces justicia en llamar así a la abigarrada serie de cosas, pues sabes a cierta conciencia que no son afanes museísticos ni veleidades coleccio­nistas las razones que acumulan a tantos objetos en este piso de planta baja convertido en inmen­sa sala de disfrute. Cada una de estas piezas está aquí por una razón singular, que no es una anti­güedad, ni siquiera su belleza, sino un don de su superficie. Estatuillas de madera, pisapapeles, cofres, cajas de latón, de marquetería, abres la delicia de un maletín de viaje que se descompo­ne en un cardo de secretos compartimentos, planchas, morteros, almireces, orzas, jarras, bo­tijos, lees en la filigrana de un bote de farmacia una inscripción latina, sigues, terracotas popula­res y porcelanas del Buen Retiro distraen tu mi­rada adivinando alrededor más y más cosas. La difusa luz indirecta realza de un modo espectral las figuras, hay un algo en el ambiente que sin

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Los Cuadernos Inéditos

saber por qué calificas de sensualidad renacen­tista, el aura que te deslumbró desde un princi­pio, pero confirmas que su más recóndita proce­dencia no es el color sino la cualidad del tacto. Lo compruebas acariciando una esperpéntica máscara de paja, su leve y lene tacto te enerva y nerviosea simultáneamente, estás segura de que así ocurrirá incluso con la pieza más peregrina como el diminuto rodamiento de agujas que desprecias. Adivinas el suave roce de sus manos sobre la piel, y en quien así valora su tacto, lo pronosticas dotado de conciencia y voluntad, imponiendo el placer aun en contra del deseo ajeno, y la duda de si te agradaría conocer esa ti­ranía te embriaga de voluptuosidad. Quizás to­dos y cada uno de estos objetos no tengan otra razón de presencia más que la de depositar en sus manos a las desprevenidas jóvenes que hasta aquí se aventuran.

De las cinco potencias del alma, según tú los cinco sentidos más un sexto para detectar la sua­vidad, la que más desarrollada tienes es la táctil. Es una hipertrofia constitucional que de forma maníaca has alentado con un entrenamiento pe­renne capaz de extraer lisura, pulidez y dulce­dumbre en las más variadas superficies. Te feli­citas al comprobar cómo la chica, aún no muy consciente del proceso, se inicia en tus compla­cencias. Ha explorado en tres variados tesoros que describes sobre la contingencia de su busca. Neceser decimonónico de caoba y cobre que de no tener quitada la combinación no hubiera po­dido abrir, se descompone en cajones para útiles de aseo, de escribanía y para una pistola de via­je. Albarelo de Manises con reflejos metálicos en manganeso, de influencia morisca pero con la inscripción medicamentosa en latín: divina opus sedare dolorem, goma tragacanto. Máscara festiva de las islas Tanga hecha con tapa, mate­ria flexible que se obtiene de la corteza del mo­ral y que se tensa sobre armazón de bejeco ador­nándose con vivos colores. Te gusta acariciar esos objetos inanimados, es una compulsión de la sangre que manda continuas y oscuras ondas de sensibilidad hasta las más recónditas y pre­ciadas células del tacto en las yemas de tus de­dos, pero sobre todo te gusta sentir la tibia piel de un tipo de mujer muy especial, tu más dulce objeto de amor.

La transpiración perla tu frente, pero no pro­cede del bochorno de la noche que un inespera­do viento sur acentúa, sino del inverosímil avan­ce en el conocimiento del hombre en que te ocupas. Para partir de cero antes de entrar en el refugio puede decirse que es un progreso sus­tancial y, sin embargo, ahora que das por con­cluso el incansable inventario, en algún momen­to habías de hacerlo, la curiosidad te muerde de nuevo en las preguntas elementales de un prin­cipio. lQuién limpia todo esto? No la formulas porque sería una simpleza, un romper el encan­tamiento de una situación de la que no quieres

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huir sin averiguar quién es él y cuando lo averi­gües ya decidirás. Viene hacia tí y sus manos, cuidadas y expresivas, te hipnotizan. Buscas en ellas el rastro de alguna cicatriz y te sorprende no encontralos; supones, sin ninguna razón que lo justifique, que ha de tener más huellas de he­ridas en su cuerpo. «El tequila es una bebida sal­vaje, pero civilizada con cointreau y suavizando con limones del Caribe su furor tropical, es una bebida de dioses, no hay dios a quien no le gus­te y perdona la grosería». Mientras prepara las dos margaritas habla de curiosas nimiedades co­mo en la rotonda del Palace, para ganar un tiem­po que en otros galanes, a estas alturas de la ma­drugada, sería perderlo. No es ésta la conversa­ción que quieres sostener. lHay alguien más en la villa? lEstás casado? ¿ Tienes hijos? lPor qué no eres más joven? Te habías prometido no ha­cerle ninguna pregunta personal confiando en que fuera él quien se identificara, pero no es ese su estilo y tampoco parece dispuesto a abando­narlo. El desarrollo de la intimidad lo confía a las miradas. Dado que la curiosidad te aprieta, arries­gas la charla con el más común de los tópicos.

-rnn qué trabajas?-En nada.-Entonces ...-Si trabajara no me quedaría tiempo para ga-

nar dinero. Dinero es una palabra excitante, no puedes

pronunciarla sin escuchar las sugerencias de no hace felices a los hombres pero les consuela con la traumatúrgica transubstanciación del papel moneda en deseos cumplidos. Otro día, otro dó­lar, por más que el encanto no radique para tí en la vulgaridad de su acumulación, los billetes su­cios, manoseados, grasientos, no te causan el menor placer ni a la vista ni al tacto, son una basta metáfora, grosera alegoría sólo superada por las horteras tarjetas de crédito. Compre sin dinero, aconsejan, cuando lo sublime radica en su presencia inequívoca, en la pureza del metal que las conforma, en las monedas, en las formas acuñadas que no acumulas ni coleccionas sino seleccionas. Percibes cierta perplejidad en el rostro de Berenice, lo cual no te desagrada, y ha­ces una frase rotunda, retórica, «el dinero es la libertad del cobarde lo mismo que el trabajo es la cárcel del hombre libre». No desaparece el gesto de suave duda en la muchacha, quizá sea de decepción, esperaría otro tipo de detalles. Prosigues teorizando en la pausa, una de esas frecuentes pausas en que asientas tu personali­dad. Lo esencial es qué nos proporciona el dine­ro: para mí el fulgor de su belleza. Las monedas que expones en vitrina iluminada son perfectas obras de arte; la pieza estelar del marco de plata de once dineros y cuatro granos de ley, equiva­lente en maravedíes burgaleses, novenes o prie­tos, al tercio de una onza de oro de Alfonso X El Sabio, no vale ese pretérito cambio ni el con­temporáneo de la última cotización en el catálo-

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go numismático de Wall Street, vale infinita­mente más porque no confundes el precio con el valor. Vale el inabarcable placer de ser tus manos en exclusiva las únicas capaces de mano­searlo y esa exclusividad es algo imposible de convertir en divisas convertibles.

Por cortesía distiendes el mínimo fruncido del rictus dubitativo, el de tu insatisfecha curiosidad femenina, pero una vez cometida la impertinen­cia no vas a dejar que se escape por los mean­dros de su erudición para incautas novicias y con ello quieres definirte como mujer de mun­do. Te ofrece el cóctel, la margarita, en un vaso alto de imperceptible pared de vidrio y es su ma­no lo que, una vez más, retiene tu atención, lqué sentirá al contacto con tan sutil materia? lQué sentiría yo así estrechada? La franja de misterio que anidaba en sus ojos se ha transferi­do a sus dedos, pero sigue siendo un territorio ignoto. Agitas tus cabellos echándotelos hacia atrás en un gesto que no es de coquetería sino el del voluntarismo con que vuelves a la carga; pretendes ser circunspecta, pero insistes de una forma no tan evanescente como supones.

-Algo harás ...-Comercio con las cosas que me gustan,

compro cosas que en país son bagatelas y las vendo en el que son joyas, o aún mejor, cosas que en un país son joyas y en otros auténticos tesoros.

-Así ganas tiempo además de dinero, lno?-Lo has comprendido, chica lista.-lY es legal?-lLegal? Más que legal, es la materialización

de la ley; sin la santificación del comprar barato y vender caro nuestro mundo no existiría. O no existiría con su actual belleza, sería otro mundo mucho menos digno de ser habitado por noso­tros.

-No todos viven en este mundo de belleza.-Me refería a ti y a mí.Puedes defender con la misma gallardía y

pragmatismo una tesis y su contraria. La idea de comerciar con sus bibelots te repugna hasta la médula en donde se genera la compulsión de la sangre que los hace adorables, pero nada te dis­gusta más que una pregunta directa sobre tu vi­da particular y, cuando ésta se produce, siempre la premias con una mentira distorsionadora de la intránima que así resguardas. O no contestas, si te la hiciera un fiscal no contestarías. Los compras caros y te los quedas, sin ellos tu vida carecería del sentido que más estimas. Provocas una nueva pausa para cortar el ritmo de la con­versación, giras el cuerpo y con la mano libre, en la izquierda tienes el cóctel de tequila que toda­vía no has llevado a los labios, te apropias de una delicada figurilla de terracota. Es uno de tus objetos más preciados, la subasta de Sotheby's fue una batalla campal, representa a una mujer sentada, se supone adulta por la abundancia de sus pechos que repasas inadvertidamente con la

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yema del pulgar, su perfección estatuaria impre­siona, tanto como saberla de origen nubio, dos siglos antes de Cristo. Te vuelves hacia Beneri­ce, buscas sus pupilas, y con una ingenua sonri­sa acumulas más zozobra en sus transparentes ojos.

Si hay una forma en que no te hubieras imagi­nado a este hombre es dedicado a la compraven­ta. Aunque no se trata de situarle tras un mos­trador, en cualquier actividad en la cual tenga que repasar una factura también te resulta inve­rosímil, puede que te esté tomando el pelo. Te decides a romper el silencio, no está pasando un ángel sino el íntegro coro celestial del primer círculo. Cambias de táctica indagadora, hablas de aquello que supones le interesa de veras y ci­tas de memoria a no recuerdas qué autor, es al­go como «los sentidos son los que hacen a las cosas dignas de fe, les dan buena conciencia y apariencia de verdad». Sigues provocándole con un torrente de opiniones sobre la belleza de los objetos que has revisado aunque sin mencionar sus cualidades de lisura, tan bellos que no es ex­traño uno se encariñe hasta el punto de cometer cualquier disparate para apropiárselos, por con­servarlos. Estás diciendo que son capaces de im­ponerse a la voluntad propia cuando su respues­ta, y el hecho con que ratifica su aserto, te dejan estupefacta.

-Un objeto no existe hasta que alguien no lodestruye.

Es un acto tan doloroso y redentor como el harakiri, un esnobismo bajo el cual subyace tu más profunda interpretación de la naturaleza. La conciencia y verdad de los objetos ha de ser uno mismo quien se las extraiga, ellos han de perma­necer fieles a su ser, es decir, inanimados; cuan­do tratan no ya de dominar sino tan siquiera de participar, no tienes más remedio que destruir­los. Aunque sean, precisamente por serlo, pie­zas únicas de irrepetible hermosura como esta mujer de barro cocido, paradójico amuleto, má­gico seguro de vida para después de la muerte, que has dejado caer al suelo. Así entiendes la to­ma de posesión por el hombre de su medio am­biente, la estatua se triza contra el mármol y los esparcidos fragmentos de arcilla pierden toda belleza y el poder que atesoraban unidos.

Zozobras ante cual debiera ser tu conducta, la estatua podría costar un millón de vete a saber qué moneda. Desde luego es un hombre impar pues en cualquier circunstancia siempre toma la iniciativa de forma insólita, la más extraña de to­das el que aún no haya intentado besarte. Si hu­biera iniciado los consabidos escarceos sabrías cómo actuar porque conoces las reglas del po­ker; quizás le hubieras rechazado, es atractivo, te atrae a pesar de que sigue teniendo demasia­dos años, pero con una proposición directa se­guro que le habrías apagado el farol. No habrías llegado hasta aquí. Ahora te palpita el corazón, la carne de tu entero cuerpo, de una forma des-

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considerada y alarmante. Contemplas los restos de la diosa o lo que fuera y viene a tu memoria el cofre del Zulaika; la interpretación de los dos destrozos la consideras demasiado compleja, ojalá intentara besarte, y optas por algo más sim­ple, insistir en tu afán indagatorio aprovechando la oportunidad del actual estropicio.

-lQuién va a recoger esto?-La asistenta, no lo sé, supongo que alguien

debe venir para ocuparse de la limpieza. -lVives solo?Querida Berenice, escribes in mente, a las ca­

perucitas de la joven guardia roja como tú, que hacen tan directas preguntas, se las come el lobo feroz que todo adulto guarda en su breviario. La que no se arriesga nada consigue y éste es un re­fugio que otras veces has corrido sin considerar­lo tal, te doy la razón pero,compréndeme, a par­tir de cierta edad el hombre que no luce una condecoración de misterio resulta insípido co­mo sopa de sobre, en consecuencia permíteme que te deje con la palabra en la boca. Cordial­mente, «lsalimos al jardín?». Demuestras que no es una invitación absurda con un prolijo dis­curso sobre el combinado beneficio del aire li­bre y la margarita en los climas tropicales o, en su defecto, en los templados cuando ya se tiene bastante alcohol en el cuerpo, un clavo con otro se saca, y la sal que con elegancia se lame del borde del vaso detiene el sudor, «lno lo notas?». Su oscura silueta se halla de nuevo al filo de la piscina y el ligero ondular del reflejo de las faro­las en el agua le confieren un fondo de exótica urgencia. Te aproximas a ella como hasta ahora no lo habías hecho, sin contener la ansiedad que se dilata en tus pupilas y penetrando en el espa­cio de su aura de forma que cualquier movi­miento ha de convertirse inexorablemente en caricia.

No puedes evitar las palpitaciones, agitan to­do tu cuerpo y no necesitas el tangencial vistazo para comprobar como tus pechos presionan en la blusa. Si llegas a tenerla tan desabrochada co­mo antes saltarían al encuentro de sus manos. Te delatan y eso prima en tu interés por encima del corte con que se zafó a tu pregunta, se so­brepone al enigma de los objetos rotos y a la es­trambótica orden de salir al jardín. El secreto y lo inédito de esta aventura nocherniega te ha vencido. Si ha de hacer algo que sea ahora o nunca, lo hubieras preferido en el interior del chalet, pero ya nada te importa con tal de acabar con tan prolongada tensión. «Te quiero». Sabes lo que quiere y sin embargo estás dispuesta a creerle, su voz es un bisturí que te abre en c;anal de un solo tajo. Añade, «han pasado muchas mujeres por mi vida pero a ti es a la primera que te lo he dicho, te quiero».

Eres un cínico pero no tienes el don de pare­cerlo, por eso las más jóvenes te creen, o deci­den creerte, a pesar de lo energúmeno de tus declaraciones. En el juego del amor las rancias

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fórmulas siguen siendo las más eficaces. La es­céptica simula despreciarlas pero en su fuero in­terno agradece la ofrenda con entusiasmo de primeriza porque así le gusta a toda mujer que se la considere. Con la única condición de que se realice en el marco adecuado. Añadirle el to­que de lo exclusivo no deja de ser un sibaritis­mo que ninguna rechaza por más desmesura que encierre el mensaje, la publicidad abusa de ello hasta la náusea y no le da malos resultados. Añoras el contacto de su tibia piel satinada, la has poseído tantas veces en tu imaginación ... Te sabes capaz de imponerle el placer pero ignoras la desfallecida realidad con que va a recompen­sarte. El suave roce de su pulidez y dulcedum­bre, la profunda caricia de sus nidios pliegues, te hacen prevenir el placer con tanta fuerza que tiemblas de deseo, a pesar de lo cual no te dejas caer en la tentación. Has de actuar conforme al plan previsto y, aunque te está esperando con los labios entreabiertos, así actúas. Con un lige­ro empujón la zambulles en la piscina.

-Perdona, ha sido queriendo.-Eres ... , cabronazo, eres un ...-No lo digas. Sube a mi cuarto a cambiarte,

allí tienes la sorpresa que te había prometido. El espejo es la cara de nuestra más ansiada al­

ma, de tu íntimo yo, confidente en el que tratas de perfeccionar a aquella en quien te reflejas. Contemplas tu imagen en el espejo e identificas a la Berenice que quieres ser y ya eres. A partir de hoy, pase lo que pase, Verónica no será más que un nombre en documentos oficiales y en boca de quienes nada te importan porque no po­drán reflejarse jamás en este inmenso azogue. Te contemplas empapada, chorreando agua, mostrando el busto como si la blusa se hubiera disuelto, sobre un lago creciente. Introduces tus dedos en la húmeda melena, la extiendes como te figuras se extiende en el firmamento austral la Cabellera de Berenice y te recreas en la con­templación de tu asumida otra mismidad. Fren­te a ti, al otro lado del espejo, a tu espalda, se extiende el amplio panorama del dormitorio. La habitación te desasosiega, no pretender huir pe­ro has decidido aclimatarte poco a poco, cono­cerla a través de la luna del armario que abarca toda una pared lateral, frente al espejo en que observas las poses de Berenice y el cuarto en que se halla. Todavía no quieres conocer de for­ma tangible la sorpresa que se extiende obvia sobre el lecho. La moqueta es de un color ama­rillento, tenue, al que las lámparas de pie y me­silla conceden broncineos reflejos. La pared, desnuda, es de la misma tonalidad para conse­guir un continuo en el que destaca solemne, no puedes evitarlo, te parece solemne, la cama. Blanca e impoluta colcha de piqué bordado, sá­banas de hilo, el cabecero de palisandro y en­marcando su geometría un vertical tapiz liso y leuco de etamina. Salvo los libros que se despa­rraman por doquier no hay ningún otro actor-

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Los Cuadernos Inéditos

no, ni siquiera cuadros. De tan amplio y escueto dormitorio para corazones sin madrugada se desprende un clima de sensualidad que, como en la planta baja, vuelves a calificar de renacen­tista, quizá por el predominio del oro viejo en sus colores. Por sus contrastes de luz y penum­bra te sientes en un cuadro de Caravaggio, es una difusa glorificación de la carne, algo entre sacramental y pecaminoso, la sensación de pro­hibido es lo que mejor define este ambiente que te atrae e inquieta. Vas a trasgredir no sabes qué norma, pero si estás cierta de que no se lo vas a poder contar a ninguna de tus amigas, ni siquie­ra te podrás desahogar con Laura, y el porqué de tan absurda vergüenza no acabas de explicárte­lo. Sobre la cama hay ropa de vestir, elegantes prendas que todavía no quieras conocer, son la prometida sorpresa que supusiste una simple excusa y que diste por bien cumplida con el ba­rroco acúmulo de objetos preciosos. Vuelves a tu imagen en el espejo, estudias sus silentes lec­ciones y te decides a atravesarlo para de alguna forma, moviéndote, romper el hechizo. Tiras de una de las acristaladas puertas corredizas y te das de bruces con la prolongación insólita de la sorpresa, podría ser tu armario. Ropa, mucha ro­pa, faldas, vestidos, blusas, todo a tu medida y gusto. Contienes un sofoco de asombro y deci­des probarte lo primero que alcanzas, no puede caerte tan bien como supones. Estás hecha una esponja pero no te importa mojar las telas de vestir como ya ha empapado la moqueta, al con­trario, es una impertinencia con la que te ratifi­cas de protagonista, no eres una visitante oca­sional sino la dueña de tus propios actos. Son tejidos flexibles de una moda de hoy mismo en­candilada con volantes, frunces, drapeados, son de crép, muselina, gasa y santún, tejidos sober­bios de encaje y seda. Antes de decidirte ya es­tás desnuda, delante del espejo, ensayando en escorzo cual te vas a probar. Ves tu cuerpo mo­reno de solarium acentuado por la huella impre­sa del bikini y un escalofrío te recorre la colum­na vertebral, con tu desnudez coinciden los compases iniciales de una música vibrante y me­lódica cuya fuerza radica en cómo la cuerda y el viento te acuchillan por la espalda, es su voz di­ciendo «te quiero». La piel erizándosete porque hay algo más, la suave textura del tejido que se desliza por tus hombros, que acaricia tus pechos y aprietas contra tu vientre, son sus manos, es Félix quien está palpando tu cuerpo con el den­so y ligero tacto del satén. Sientes su mirada tác­til a través del espejo, la luna entera son sus ojos pues así te ha desnudado en la embajada alema­na, en el Pachá, en el Bocaccio, en el Palace, en el DosSonDos y en el Esprit. La misma intensa mirada con la que te arrojó a la piscina en donde te sentiste ahogar, no por las dificultades natato­rias con la ropa adherida a tus extremidades sino de indignación. Subiste hasta aquí, furiosa pero dócil, dueña de tus actos y de la casa, como si ya

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conocieras el camino que inexorable habría de conducirte hasta la sorpresa que todavía reposa sobre el tálamo. Desasosegada y anhelante apoyas las palmas de tus manos en el espejo, cu­bres sus ojos y le dices, aguarda, no mires, tengo que arreglarme.

Erecto como un alabardero distraes tu ansie­dad con la ardua labor de encender un nuevo Montecristo del cuatro que sabes no has de con­sumir en su totalidad. lEl humo es lo único que espera usted de su habano?, pregunta un anun­cio inteligente. Con la primera bocanada inicias una ronda a paso lento a través del jardín, él convertido en distancia de si mismo y tú en me­moria de otra persona. La brisa acarrea unas nu­bes más compactas, el fulgor de las estrellas de­saparece y la luminosidad de la ventana del pri­mer piso reclama toda tu atención. Imaginas su estado de ánimo. Salió como una gloriosa Afro­dita de entre las aguas y su contenida cólera añadió un reclamo de incandescencia a su visi­ble cuerpo, el de un tigre tan peligroso de cabal­gar como de desmontar, pero que tú confías ob­tener con la misma complacencia inanimada con que se entregan los objetos sometidos a tus cari­cias. El hombre se refleja en las cosas que posee y las cosas, en virtud del tacto, al devolverle su imagen ennoblecida por la posesión, se convier­ten en parte esencial de su alma. Aguardas con contenida impaciencia el desenlace de la noche, mañana el mundo puede abrirse bajo tus pies pero eso carece de significado si es el que está previsto. Las noches mueren pero el sueño pro­sigue. Todavía tienes tiempo para cambiarte.

Pasas a la sala de baño y tu desnudo cuerpo se multiplica hasta el infinito en los largos corredo­res de espejos paralelos. Sientes sus ojos fijos en ti y vuelves a jugar con tu cabellera dedicándole el gesto. Berenice, tu nombre vuela como una paloma encendida por el rojo deseo de una bala infalible. Por entre el sobrio lujo de los estantes se derrama una orgía de cosmética y belleza para él y ella, dos cepillos de dientes y una gama dual de productos en envases exquisitos. Repasas atónita el Anteus pour Homme, de Chanel, y el Chanel Cinco; el Facial Hydratante, de lves Saint Laurent, y el Body Rub, de Balenciaga; el Skin Building Serum, de Helena Rubinstein, y el Christian Dior difícil de determinar si es pour homme o for woman, objetos que de nuevo te rozan con el presentido tacto de sus manos. Tiemblas bajo la ducha templada. Tu intuición femenina te lleva a la incertidumbre de que no hay otra mujer en el proteico refugio, tú eres la elegida mujer de la casa y tan desproporciona­dos preparativos para quizá una sola noche te hacen vulnerable. Es una difusa sensación de miedo y vanidad la que te embarga mientras te demoras en un meticuloso maquillaje y peinado. Cuando vuelves al dormitorio de corazones noc­támbulos lo haces transformada en la más bella mujer de toda tu vida. Tus sentimientos se iden-

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Los Cuadernos Inéditos

tifican con la música de fondo, solemne, triun­fante, pero con un lánguido toque de incerti­dumbre o nostalgia. Te aproximas, ya no tienesmás remedio, a la sorpresa que te aguarda ex­tendida sobre la matrimonial cama de un hom­bre célibe, al vértigo de un vestido largo modeloexclusivo de Scherrer. Estilizado marcará la jus­ta línea de tus caderas y su encaje se deslizarásobrio hasta el adorno de volantes que apenasdejará ver la afilada punta de unos zapatos de ta­cón altísimo, escotados, tu empeine insinuando en forzada curva las del resto de tu cuerpo, in­maculadamente blanco como el bolero con quese complementa, bordado con cristal y perlas. Elblanco ciega tus ojos, el contraste de la ropa in­terior no quieres reconocerlo pero te excita, si el blanco es romanticismo y el rojo pasión, el ne­gro es sin duda la bandera corsaria del erotismo.Te vistes con un lento deslizar de manos por lasedosa lencería, te desconcierta el liguero, no lohas usado nunca, y dudas de si por encima o de­bajo de la otra prenda, te decides por la estética y poco a poco, en negro y blanco, vas rematandola obra del enigmático orfebre. Hay algo trascen­dente en el rito con el que preparas tu salida a lodesconocido, supones que así se sentirá la pri­mera mujer que haya de pisar la luna cuandovista su traje espacial. Desfilas por una imagina­ria pasarela enamorada de tu propia imagen, te ensimismas en la contemplación de tu rostro yen ese preciso instante de ausencia, frente a tí, atu espalda, como surgido de tu pensamiento,aparece un hombre de unos juveniles cuarentaaños. Ardes y tiemblas.

Apagaste el cigarro un centímetro por encimade la vitola y aún te dio tiempo a vestir con par­simonia el uniforme de matador con el que tepresentas de medido imprevisto ante ella. Sin la ayuda de la experiencia no serías capaz de con­tenerte, pero lo haces con un imperceptible tra­go de saliva, apretando por un segundo lasmandíbulas y estirando los dedos para que elpulso no delate la apenas contenida ansia que desu piel tienes. Impones el ritmo lento de tu li­turgia mientras transido de amor absorbes el lu­minoso espectáculo de su figura. Su movimien­to es la metáfora de la vida, lleva el vestido largode noche con una especie de gravedad infantil,de noble torpeza, quizá de sabia imperfección, que le da un estilo extraordinario, como si estu­viera sólo vestida con un tulipán en la mente y con su agilidad. Se mueve como un símbolo deamor y el estruendo de las olas de tu sangre rati­fican el acierto de tu minuciosa selección a par­tir de un primer golpe de vista que no �hace más que magnificarse con el paso

�de las horas. Avanzas a su encuentro. �

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