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Colección Estudios Durkheimnianos

dirigida por Ricardo Sidicaro

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Émile Durkheim

LECCIONES DE SOCIOLOGÍA FÍSICA DE LAS COSTUMBRES Y DEL DERECHO

Y OTROS ESCRITOS SOBRE EL INDIVIDUALISMO,LOS INTELECTUALES Y LA DEMOCRACIA

Buenos Aires • Madrid –www.minoydavila.com.ar–

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Prohibida su reproducción total o parcial,incluyendo fotocopia,sin la autorización expresa de los editores.

Queda hecho el depósito que previene la ley11.723

Primera edición: mayo de 2003

ISBN: 84-95294-38-9

Impreso en Buenos Aires, Argentina

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Sociología y política en Emilio Durkheimpor Ricardo Sidicaro

Prólogopor Hüseyin Nail Kubali

Introducción a la primera edición francesa de“Lecciones de Sociología”por George Davy

Introducción a las tres lecciones sobre moral profesionalpor Marcel Mauss

LECCIONES DE SOCIOLOGÍA:FÍSICA DE LAS COSTUMBRES Y DEL DERECHO

Primera LecciónLa moral profesional

Segunda LecciónLa moral profesional (continuación)

Tercera LecciónLa moral profesional (fin)

Cuarta LecciónMoral cívica:Definición del Estado

Quinta LecciónMoral cívica (continuación):Relación entre el Estado y el individuo

Índice

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Sexta LecciónMoral cívica (continuación):El Estado y el individuo. La patria

Séptima LecciónMoral cívica (continuación):Formas del Estado. La democracia I

Octava LecciónMoral cívica (continuación):Formas del Estado. La democracia II

Novena LecciónMoral cívica (fin):Formas del Estado. La democracia III

Décima LecciónDeberes generales: Independientesde todo agrupamiento social. El homicidio

Undécima LecciónLa regla prohibitivade los atentados contra la propiedad

Duodécima LecciónEl derecho de propiedad (continuación)

Decimotercera LecciónEl derecho de propiedad (continuación)

Decimocuarta LecciónEl derecho de propiedad (continuación)

Decimoquinta LecciónEl derecho contractual

Decimosexta LecciónLa moral contractual (continuación)

Decimoséptima LecciónEl derecho contractual (fin)

Decimoctava LecciónLa moral contractual (continuación)

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ESCRITOS SOBRE EL INDIVIDUALISMO, LOS INTELECTUALES

Y LA DEMOCRACIA

El individualismo y los intelectuales

La élite intelectual y la democracia

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Sociología y política en Emilio Durkheim

Ricardo Sidicaro

El interés de Emilio Durkheim por fundar científicamente el es­tudio de la sociedad se encontró estrechamente ligado a sus preocupaciones por los problemas políticos y sociales de su época1. Aun cuando abordaba temas abstractos y de alcance universal, en ellos no es difícil encontrar los vínculos con cues­tiones relacionadas con los grandes debates políticos e ideoló­gicos de su tiempo. En sus cursos universitarios, la voluntad de opinar sobre los asuntos públicos manteniendo un alto ni­vel conceptual se veía estimulada por el hecho de que a sus cla­ses concurrían además de los estudiantes algunos funcionarios gubernamentales y dirigentes políticos. En varios de esos cur-sos editados luego como libros sobre la base de los borrado­res que servían para la exposición oral o de apuntes tomados por los asistentes, se pueden reconocer, junto con los elemen­tos que remiten al cuerpo teórico central elaborado por nuestro autor, una serie de consideraciones cuya correcta comprensión es difícil sin las referencias a los conflictos y discusiones cir­cundantes.

1 . Según escribió Maurice Halbwachs en su artículo “La doctrine d’ Emile Durkheim”, Revue Philosophyque, LXXXV,1918, págs.353-411: “al principio de su carrera, cuando estaba buscando su propia vía, Durkheim pensaba organizar su vida en dos partes: una estaría dedicada a las inves­tigaciones científicas puras, la otra a la política”, la cita pertenece al importante texto de Ramón Ramos Torres: La sociología de Emile Durkheim. Patología social, tiempo, religión, España, Centro de In­vestigaciones Sociológicas, Siglo XXI, 1999, pág. 70.

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Las divisiones académicas de la sociología, que desde me­diados del siglo XX tendieron a determinar áreas de especializa­ción no siempre debidamente fundadas, se encontraron ante una verdadera situación de tensión al tratar de ceñir a los “clásicos” a sus esquemas de clasificación. Así, se procedió a la artificial empresa de acentuar los aportes teóricos de “los padres funda­dores” en determinados tópicos del estudio de lo social y res-tar significación a sus contribuciones sobre otros temas que ha­bían, igualmente, concitado su atención. En el caso de Durkheim se le reconoció especialmente, y con justicia, el gran valor de sus obras relacionadas con las distintas esferas de la sociología del conocimiento. En cambio, los análisis acerca de las diferen­tes dimensiones del desenvolvimiento político presentes en sus escritos, investigaciones e intervenciones públicas, no suscita­ron, en comparación, reflexiones acordes con su originalidad e importancia.

En “Lecciones de sociología. Física de las costumbres y del derecho”, el texto central que integra este libro, Durkheim sis­tematizó una serie de argumentaciones fundamentales para la explicación de los fenómenos políticos y la constitución y transformación de las instituciones estatales. Por cierto, en sus dieciocho clases, el autor desenvuelve interpretaciones que su­peran los estrechos límites de las segmentaciones propias del academicismo burocrático. No sería, pues, correcto situar su es­fuerzo intelectual exclusivamente en la “sociología política”, y obviar los demás temas que no entran estrictamente en esa área. No obstante, es la preocupación por explicar el desarrollo de la producción de las estructuras políticas y del derecho que lle­vó a las sociedades modernas lo que acuerda unidad a los cur-sos incluidos en “Lecciones...”.

En distintos estudios sobre Durkheim existen abundantes referencias a los vínculos entre su trabajo intelectual y sus com­promisos políticos en tanto ciudadano. Si bien el gran sociólo­go francés no participó en actividades partidarias, en muchas ocasiones planteó de forma clara los nexos entre su labor cien­tífica y su intención de ayudar a la consolidación de las institu­ciones republicanas, de los ideales democráticos y de los valo­res laicos. Desde esas ópticas se ubicó en las grandes divisiones de la escena pública que conoció su país entre las últimas dé­cadas del siglo XIX y las dos primeras del XX. En una compa­ración casi obligada, Anthony Giddens no se equivoca cuando señala que “Durkheim nunca ejerció un papel demasiado direc­

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to en la política de su tiempo, al menos del modo que lo hizo, por ejemplo, Max Weber, pero es difícil entender adecuadamente la naturaleza de sus escritos sociológicos sin relacionarlos con los problemas concretos de su época, tal como él los percibía”2.

Probablemente, una clave para la mejor inteligibilidad de la comparación que hace Giddens se encuentra en la desigual constitución del poder estatal en Francia y en Alemania en el período en que pensaron ambos autores. Max Weber interve­nía en los debates públicos preocupado por la deficiente cons­trucción de la esfera estatal germana, fenómeno en el que veía una fuente de dificultades para la preservación o, mejor aún, para la completa formación de la nación alemana. Mientras que Durkheim situaba su inquietud intelectual y política en los te-mas relacionados con las transformaciones de los tejidos socia­les, cuestiones que, según creía, necesitaban de las intervencio­nes de las acciones políticas e institucionales conscientes para restañar su deterioro. Las reformas pregonadas por Durkheim y los “síntomas” a los que esas iniciativas debían dar respuesta suponían una concepción de la labor científica en la que los conocimientos sociológicos eran valorados por su utilidad para llevar adelante soluciones políticas eficaces para resolver las fracturas sociales. Es notorio que Weber acordaba un carácter diferente a la acción política y que en consonancia con su vi­sión matizaba el alcance efectivo de la participación del científi­co en dicho campo de prácticas, sin dejar por ello de adjudicar un lugar significativo a los efectos del conocimiento de lo social. Por otra parte, en la óptica weberiana se destacaba la gravitación del sentido de la acción de los sujetos para orientar la marcha de los acontecimientos históricos, en tanto que no ocurría lo mismo con los supuestos teóricos defendidos por Durkheim. En su caso, las consideraciones sobre las capacidades de los individuos para incidir en la marcha de sus sociedades se combinaban con­tradictoriamente con el lugar central asignado en sus análisis a los hechos sociales, exteriores a los sujetos y caracterizados por sus efectos restrictivos de sus opciones y decisiones. Esta perspectiva lo conducía a proponer interpretaciones estructu­rales, muy distantes de las matrices que buscan la inteligibili­dad de los fenómenos y procesos políticos en las luchas por el

2. Anthony Giddens, “Prefacio” a Durkheim, Emilio, Escritos selectos, Buenos Aires, Nueva Visión, 1993, pág. 47; y Anthony Giddens, Durkheim on Politics and the State, Oxford, Polity Press, 1986.

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poder y convierten a esas prácticas en el objeto central de la definición de los estudios sobre la política. En ese sentido, y empleando al respecto la conocida diferenciación, en Durkheim existe un privilegio del análisis de lo político por sobre el estu­dio de la política. La ausencia de una debida comprensión de esa diferencia de objeto teórico es la que más ha obstaculiza­do el reconocimiento de los aportes conceptuales de nuestro autor a un dominio al que en ningún momento dejó de adjudi­car atención, pero colocándose en un ángulo teórico desde el que no correspondía resaltar las actuaciones de las organizacio­nes partidarias o las iniciativas de los “grandes hombres”.

A pesar de sus dispares perspectivas epistemológicas, Durkheim y Weber coincidieron cuando por vías disímiles cap­taron la evolución del Estado moderno: para el primero, un apa­rato institucional crecientemente alejado de los individuos, que perdían representación; para el segundo, una sofocante jaula de hierro burocrática movida por principios formales que lo distan­ciaba de la sociedad. Para los dos grandes fundadores de la so­ciología los problemas que surgían de los aludidos funcionamien­tos de las instituciones estatales provocaban efectos negativos sobre el desenvolvimiento de las sociedades y ambos se interro­garon acerca de las posibles soluciones que debían implemen­tarse mediante la adopción de iniciativas llevadas adelante por los actores políticos.

Los tres primeros capítulos de “Lecciones...” fueron publi­cados en 1937 por iniciativa de Marcel Mauss en la Revue de Métaphysique et de Morale, y el texto completo se conoció bajo el formato de libro recién en 1950 merced al empeño puesto por Hüseyin Nail Kubali, quien reunió las notas y apuntes dispersos con los que la Universidad de Estambul realizó la primera edi­ción. Con el tiempo, la difusión del texto favoreció el interés por los aspectos relacionados con los estudios políticos presentes en el pensamiento de Durkheim y permitió comprender mejor muchas cuestiones y referencias dispersas en sus obras antes conocidas. Su permanente atención en los condicionantes socia­les de las instituciones lo llevaba a oponerse a las explicaciones que separaban la dinámica política de los demás dominios de la vida social. En “Lecciones ...” se exponen rigurosamente una serie de vinculaciones conceptuales entre la evolución de las estructuras y las prácticas económicas con respecto a la forma­ción y el desenvolvimiento de las instituciones políticas y a las

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cosmovisiones ideológicas, dando como resultado un verdade­ro modelo de análisis.

La perspectiva de Durkheim acerca del nexo entre la labor del científico y la de quienes toman decisiones o actúan en la acción política se encuentra resumida en el artículo aquí incluido: “La élite intelectual y la democracia”. Los científicos sociales, se­gún afirmaba Durkheim, debían tratar de cumplir funciones de consejeros o de educadores, y así ganar credibilidad para sus opiniones en tanto no se inmiscuían en las disputas por el ac­ceso a posiciones de gobierno. Entendía que era un error no par­ticipar de los debates políticos y consideraba que cuando esto había ocurrido, era la consecuencia o la manifestación en el cam­po intelectual de la falta de pasiones públicas en la sociedad, si­tuación existente en aquellas etapas en que la acción política se reducía a las simples ambiciones de los dirigentes por obtener candidaturas y acceder a puestos gubernamentales. Ese texto, publicado en 1904 por la Revue bleu, estaba precedido por un comentario de presentación de los editores señalando que “para Durkheim, como es sabido, las ciencias sociales deben edificarse lentamente sobre una acumulación de observaciones minuciosas (...) esa tarea objetiva y definitiva es fecunda en inspiraciones útiles al hombre de acción. Fiel a ese principio, el destacado so­ciólogo reivindica para el intelectual un rol de educador, sin pre­ocuparse por entrar en el Parlamento”3.

Las ideas sobre la utilidad de la sociología llevaron a Durkheim a buscar, y a encontrar, buenas relaciones con altos funcionarios gubernamentales. Cabe recordar que para insertar­se y hacer carrera en el sistema académico francés de la época, los respaldos y las vinculaciones políticas resultaban, práctica­mente, indispensables. Los ministerios encargados de la educa­ción pública participaban de manera decisiva en las selecciones de los postulantes a la titularidad de cátedras y en sus promo­ciones. La demostración de la utilidad de la sociología debió ser para Durkheim, además de una convicción, una necesidad para lograr la aceptación oficial de la nueva y, objetada, ciencia. La creación de cátedras de sociología suponía cambios en las re­laciones defuerzas en el campo académico y, además, dada la na­turaleza de los temas durkheimnianos, encontró la abierta opo­

3 . Nota reproducida en la presentación de Jean-Claude Filloux a Emile Durkheim, La science sociale et l’action, París, Presses Universitaires de France, 1987, pág, 258.

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sición de los dignatarios religiosos y de los intelectuales tradi­cionalistas.

Los criterios de Durkheim sobre las relaciones que debían establecerse entre los conocimientos de las ciencias sociales y las orientaciones de los gobiernos estaban directamente asocia­dos a su definición del Estado considerado en tanto “órgano del pensamiento social”. En el curso que dio origen a “Leccio­nes...”, los aparatos estatales se definían por su capacidad para lograr un pensamiento y una acción de mayor grado de coheren­cia del que surgía de modo espontáneo del funcionamiento de la sociedad y cuyas funciones eran fundamentales para ésta4. En su perspectiva, las explicaciones sociológicas debían servirle a los funcionarios para tomar decisiones distantes de los saberes corrientes o vulgares que se expresaban en las representaciones colectivas predominantes. Como sostienen Bertrand Badie y Pierre Birnbaum, para Durkheim el Estado aparece como el órga­no de la racionalidad, razón por la cual no debe quedar a remol­que de las opiniones de los ciudadanos5. La derivación elitista de este tipo de interpretación ha sido señalada por los comen­taristas de su obra, que no han dejado, tampoco, de plantear interrogantes sobre las relaciones entre los distintos intereses de la sociedad civil y el “grupo de funcionarios sui generis” que debía desempeñar la dirección de los aparatos estatales.

El fundador de la sociología francesa imaginó la eventual for­mación de instituciones para tratar de encontrar soluciones al problema evidente de la distancia existente entre la sociedad y el Estado. Los mecanismos o artefactos de ingeniería social y

4 . Hubiese sido interesante que la proximidad y las diferencias entre las ideas de Durkheim sobre el Estado y las desarrolladas por Hegel, ocu­paran un mayor tratamiento en “Lecciones...”, pero el autor resol­vió la cuestión aludiendo sólo críticamente a lo que llamó la “solu­ción mística” del filosofo alemán y con inocultable preocupación política llamó la atención sobre los peligros que podían surgir del cierto atractivo que parecían encontrar en Francia las teorías de ins­piración hegeliana que reclamaban la superioridad de los fines del es­tatales en detrimento de las libertades del individuo que recibiría su dignidad del Estado. Sobre las distintas maneras en que se interpretó la relación de la obra de Durkheim con respecto a la de Hegel, ver las referencias de Jennifer M. Lehmann en Deconsructing Durkheim. A post-post-structuralist critique, London and New York, Routledge, 1995, págs. 76-77.

5. Bertrand Badie et Pierre Birnbaum, Sociologie de l’Etat, París, Bernard Gasset, 1979, pág.31.

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política que propuso debían servir para mejorar las condiciones de integración y de regulación social. Las aconsejadas corpora­ciones profesionales, tan célebres como discutibles, podrían for­talecer, según él suponía, los lazos sociales y generar orientacio­nes morales capaces de contrarrestar las tendencias espontá­neas a las crisis y a los conflictos que surgían entre los actores del mundo del trabajo. Si nos limitamos sólo a considerar su con­sistencia teórica, es notorio que con respecto a esas hipotéticas corporaciones cabe plantear la pregunta acerca de la compatibi­lidad de las mismas con los principios fundamentales sobre los que se encontraba elaborada la concepción de la sociología dur­kheimniana6. La orientación holista o colectivista entra en abierta contradicción con la construcción voluntarista de instituciones corporativas dedicadas a paliar o a corregir las consecuencias del funcionamiento estructural de las relaciones sociales. En cambio, las propuestas que Durkheim postuló en materia de acción de los sistemas educativos para reforzar las representaciones colec­tivas y dar un renovado vigor a la unidad nacional o, para de­cirlo en términos de Benedict Anderson, para fortalecer la per­tenencia a las comunidades imaginadas, fueron, en todo caso, más consistentes con los postulados centrales de su sociología. Es interesante señalar que las ideas y las iniciativas de Durkheim en la esfera educativa, fueron las que le dieron sus mayores ene­migos políticos, ideológicos y académicos.

Allí donde Durkheim veía una contribución al desenvolvi­miento del carácter liberador de la escuela laica, estatal y común, no faltaron quienes, como Paul Nizan, desde la izquierda, defi­nieron esa iniciativa como propia de les chien de garde de la Tercera República o, mas específicamente, de la dominación bur­guesa7. Con respecto a esas visiones críticas, cabe recordar que las explicaciones históricas propuestas por la corriente durkhei­mniana, tal como lo resalta en el texto introductorio que George Davy escribió para “Lecciones...”, en nada coincidían con las concepciones “burguesas” que naturalizaban las instituciones

6 . Al respecto ver, Willie Watts Miller, “Les deux préfaces: science morale et réforme morale”, en Philippe Besnard, Massimo Borlandi et Paul Vogt, Division du travail et lien social, Paris, Presses Universitaires de France, 1993, págs. 147-164.

7 . Al respecto, ver Steven Lukes, Emilio Durkheim. Su vida y su obra. Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas y Editorial Siglo XXI, 1984, págs. 353-357.

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y el orden social, pensándolos como realidades permanentes y destinadas a no ser modificadas por las iniciativas de cambio de los actores sociales.

Pero para demostrar que el pensamiento y los consejos po­líticos de Durkheim no entraban con facilidad en las clasificacio­nes ideológicas que dividían a Francia, resulta plenamente ilus­trativo el beligerante rechazo que sus teorías provocaban en los medios sociales e institucionales más tradicionales y religiosos. La incidencia sobre la cultura, las creencias y la política que te­nían los aparatos escolares cuya acción docente inspiraban los durkheimnianos, movilizó en su contra a poderosos adversarios. Las reformas impulsadas en los sistemas educativos fueron du­ramente objetadas por los sectores intelectuales ligados a la Igle­sia Católica por considerar que atentaban contra los valores de “la Francia profunda”. Con un sencillo, y elocuente, cálculo, di­chos enemigos estimaron que por los efectos acumulados de los cursos durkheimnianos dirigidos a docentes y pedagogos: “di­recta o indirectamente los maestros de cuatro millones de niños franceses de 6 a 13 años están obligados a formarse a la luz de la filosofía y de la moral de Durkheim, incluidos los maestros de 900.000 alumnos de escuelas religiosas”8.

Agreguemos que el fortalecimiento de las instituciones que proponía Durkheim no implicaba la aceptación indiscriminada de todas las realidades legales e institucionales existentes y, en ese sentido, sus ideas sobre las restricciones que debían imponer­se al derecho a la herencia de la propiedad, a fin de lograr ma­yores niveles de equidad social y, por lo tanto, disminuir la in­tensidad de los conflictos sociales, se situaban muy lejos de las posiciones de los apologistas de la dominación social vigente. Ese tema, que ya había abordado en obras anteriores, cobra es­pecial relevancia en el contexto de los estudios sobre la propie­dad y el derecho desarrollados en “Lecciones...”.

El aumento de la importancia de las funciones del Estado y el desenvolvimiento del individualismo fueron para Durkheim dos fenómenos sólo en apariencia contradictorios. Sus análisis se situaron en un plano que aún en nuestros días suscitan pro­blemas en muchos de sus lectores. Su tesis se elaboraba, para decirlo de una manera provocadora, en un supuesto fundamen­

8 . Riolle Trouard: ”L’Introduction de la sociologie dans les programmes officiels”, en J.T Delos y otros: Comment juger la sociologie contemporaine, Marseille, Editions Publiroc, 1932, pág. 144.

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tal: “el orden estatal es la condición de la libertad de los sujetos, puesto que en ausencia de dicho orden reina la ley del más fuer­te”. De allí, que viera al afianzamiento de las funciones estata­les como una condición de la ampliación de la libertad de los in­dividuos. Es cierto que el siglo XX trajo una serie de innovacio­nes totalitarias fundadas en el dominio estatal sobre la sociedad que justifican ampliamente el cuestionamiento de la perspectiva durkheimniana, pero la clara definición del Estado que nuestro sociólogo propone en “Lecciones...” resuelve ampliamente las confusiones en torno a la interpretación de sus ideas al respec­to. En su visión de las sociedades modernas, el concepto de Es­tado corresponde a lo que usualmente se denomina el Estado de Derecho de los regímenes democráticos. Los sistemas totalita­rios o autoritarios que en nombre del orden suprimieron las liber­tades públicas erigieron organizaciones estatales cuyas caracte­rísticas fueron muy distantes de las pensadas en la óptica de Durkheim. La arbitrariedad y las conductas imprevisibles del po-der estatal, al igual que el predominio de la violencia como for­ma de gobierno, nada tenían en común con sus definiciones so­ciológicas y sus valores políticos e ideológicos.

Como en muchos otros temas, los contrincantes imaginados por Durkheim en la elaboración de sus concepciones sobre el Estado fueron el liberalismo económico y las simplificaciones utilitaristas. La negación de la falsa dicotomía entre las regula­ciones políticas y la preservación y la ampliación de la libertad individual, tópico que ocupa un prolongado capítulo del pensa­miento social con el que invariablemente debate nuestro autor, lo llevó a postular una defensa del individualismo moral que an­ticipaba las modernas teorías de la ciudadanía. Sus puntos de vista sobre la relación entre la expansión de las funciones esta­tales y los procesos que podían mejorar los niveles de integra­ción de la sociedad, encontraron un sorprendente paralelo con las instituciones “providencia o benefactoras” que años más tar­de se construyeron en los países más modernos. La construc­ción institucional no fue en su caso imaginada como un artefacto exterior que produce efectos de solidaridad social homogenei­zando a los individuos, sino que las instituciones debían crear mejores condiciones para ampliar la autonomía de las personas. La fragmentación social, las mayores diferencias objetivas y el consiguiente aumento de la competencia profesional derivadas de la profundización de la división del trabajo, hacían más nece­

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sarias la existencia de instituciones políticas para asegurar la consolidación del individuo definido socialmente.

Para Durkheim, las tensiones que se derivaban de los con­flictos del mundo industrial, se agravaban como consecuencia de las iniciativas de los sectores más radicalizados del socialis­mo, y como alternativa en la búsqueda de soluciones proponía la realización de reformas sociales mediante nuevas legislaciones. Recordemos que en la misma época de los cursos y de los tex­tos integrados en esta obra, se produjo la ruptura del socialis­mo francés iniciándose las dos estrategias que dividieron por décadas al movimiento obrero y a una parte de la intelectualidad. Durkheim nunca ocultó su simpatía por Jean Jaurés, ni, tampo­co, su rechazo por la fracción de izquierda que se escindió de­trás de Jules Guesde, para fundar luego un nuevo partido. Ta­jante, en una carta a Marcel Mauss fechada en julio de 1899, ase­veraba que: “El socialismo de los socialistas como Guesde y tutti quanti es la peor de las cosas. Esa gente son miserables poli­tiqueros y los máximos oportunistas o peor aún. Es pues total-mente deseable que la separación se realice. El socialismo de cla­se que reduce la cuestión social a la cuestión obrera, es un so­cialismo de incultos e inspirado por el odio”9. En el ámbito personal del intercambio epistolar, nuestro autor se libraba de su habitual estilo medido, pero con una admirable concisión resu­mía su estado de ánimo y sus afinidades con los socialistas re­formistas. Para Durkheim, el socialismo no debía ser confundi­do con los justos reclamos de la clase obrera. El desarrollo del derecho laboral y de los adelantos jurídicos para preservar a los asalariados de las imposiciones desmedidas del capital, eran, en la perspectiva del fundador de la sociología francesa, parte de un proceso de transformaciones sociales que requerían una evo­lución moral en la cual debían participar muchos más actores que los directamente afectados por la explotación industrial.

“El individualismo y los intelectuales” es un artículo escrito en respuesta a las críticas a los “intelectuales” planteadas por el historiador y ensayista católico Ferdinand Brunetiére en una nota titulada “Aprés le procés”, aparecida en La Revue des Deux Mondes en marzo de 1898, en el contexto de las polémicas des­atadas por el affaire Dreyfus, y dirigida contra quienes habían salido en defensa del militar injustamente condenado. El anti­

9 . Emile Durkheim: Lettres a Marcel Mauss, Presses Universitaires de France, 1998, pág. 225.

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dreyfusista Brunetiére no había ahorrado palabras para referirse a aquellos que, según aseveraba, se arrogaban el derecho a ex­presar sus opiniones en nombre de la ciencia y cuyas conduc­tas en realidad eran manifestaciones del individualismo, al que definía como “la gran enfermedad del tiempo presente”. Prácti­camente, todas las cuestiones abordadas en la mencionada nota coincidían con los temas de interés de Durkheim, de allí que éste asumiera el desafío de responderla.

Brunetiére atacaba a los “intelectuales” por haber criticado a los tribunales militares que habían condenado a Dreyfus, y consideraba que esas posiciones eran la manifestación de un individualismo que conducía a la anarquía y a la disolución de la nación10. Durkheim encontró en esa discusión, sólo en aparien­cia de coyuntura, la oportunidad para exponer algunos aspectos centrales de su teoría general empleando un estilo discursivo en el que la voluntad de divulgación no se hallaba reñido con la profundidad conceptual. En contrapunto con su circunstancial interlocutor, diferenció la glorificación egoísta del sí mismo del hombre mercantil, propia del viejo individualismo, con respec­to a una concepción muy diferente que acordaba prioridad al re­conocimiento del valor del individuo en general o de la digni­dad humana. Con el concepto de individualismo moral, la idea durkheimniana no se distancia de la visión de Kant, y el deber ético del sujeto aparece inscripto en orientaciones y determina­ciones regidas por principios universales ligadas a la conside­ración de los otros. Esto es así, con independencia de que Durkheim nunca dejó de objetar la idea del individuo tal como se hallaba planteada en la filosofía kantiana11. En el argumento

10. Jean- Claude Filloux, op. cit. pág. 257. 11. Las criticas de Durkheim a Kant, presentes en toda su obra, se hacían

aún más contundentes en el dictado de sus clases universitarias. El lector encontrará un buen ejemplo al respecto en las notas tomadas por George Davy y por Armand Cuvillier, en cursos del año 1909, reproducidas en: Emile Durkheim, Textos 2 religion morale, anomie, Presentation de Victor Karady, Paris, Les Editions de Minuit, 1975, pág. 12-22 y 292-312. Tema recurrente, la relación Durkheim – Kant ha sido abordada en una notable síntesis por Willie Watts Miller en su artículo “Liberté de la volonté et science sociale”, publicado en Char-les–Henry Cuin (comp.), Durkheim d’un siecle á l’autre, París, Presse Universitaires de France, 1997, págs. 223-235; y en Warren Schmaus, Durkheim’s Philosophy of Science and the Sociology of Knowledge, Chicago, The University of Chicago Press, 1994.

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del sociólogo francés, la nación y el individualismo dejaban de ser contrapuestos en la medida que su mutua existencia se en­contraba fundada en el culto al individuo y a los derechos del hombre en tanto tal. Hoy el texto se puede leer como una formu­lación de la idea republicana indisociable de los derechos del hombre o, con resonancia habermasiana, relacionarlo con el pa­triotismo de la Constitución y con todos los debates contempo­ráneos sobre el tema de la ciudadanía12.

Este libro esta integrado por:

1) El prólogo de Hüseyin Nail Kubali á la primera edición de Lecciones de Sociología. Física de las costumbres y del derecho, realizada por iniciativa de la Universidad de Estambul (1950).

2) La Introducción de George Davy (1950). 3) La presentación de Marcel Mauss a las tres lecciones ini­

ciales sobre Moral Profesional, publicadas en la Revue de Métaphysique et de Morale, Juillet et Octobre 1937, págs. 527-544 / 714-738.

4) El texto completo de Lecciones de Sociología. Física de las costumbres y del derecho, de Emilio Durkheim.

5) El artículo “El individualismo y los intelectuales” de Emilio Durkheim (1898).

6) El artículo “La elite intelectual y la democracia” de Emilio Durkheim (1904).

12. Al respecto, ver Willie Watts Miller, “Les deux préfaces...” op.cit. págs. 154-155.

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Prólogo Hüseyin Nail Kubali (1950)

La presente obra, publicada por la Facultad de Derecho de la Universidad de Estambul, reúne un conjunto de cursos inédi­tos de Émile Durkheim.

Los lectores se preguntarán, sin duda, cómo esta Facultad ha podido tener el privilegio de llevar al conocimiento del mundo científico esta obra inédita del gran sociólogo francés. Se trata de una curiosidad fácilmente comprensible, que me propongo explicar aquí en pocas palabras:

En 1934, yo había emprendido en París la preparación de una tesis de doctorado en derecho sobre “La idea del Estado en los precursores de la escuela sociológica francesa”. Me había pare­cido, entonces, indispensable conocer en primer lugar el pensa­miento exacto de Émile Durkheim, fundador de esta escuela, so­bre el problema del Estado.

Dado que este sociólogo no había hecho de este problema objeto de un estudio especial y se había contentado, en sus obras ya publicadas, con evocar ciertas cuestiones relacionadas con él, fui inducido a pensar que tal vez sería posible encontrar desarrollos apropiados y detallados en sus escritos inéditos, si es que existían. Con la esperanza de encontrarlos, me dirigí alcelebre etnógrafo Marcel Mauss, sobrino de Émile Durkheim. Me recibió de la manera más cordial y me confesó su gran simpatía por Turquía, a la que había visitado en 1908. Durante dicho en­cuentro me exhibió un cierto número de manuscritos intitulados “Física de las costumbres y del derecho”. “Estos eran –dijo– loscursos dictados por Émile Durkheim entre 1890 y 1900 en

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Burdeos, repetidos más tarde en la Sorbona –primero en 1904 y luego en 1912–, y retomados en conferencias algunos años an­tes de su muerte”. Marcel Mauss no duda en confiármelos –con lo que acuerdo de buen grado– y me remite, bajo mi expreso pe­dido, una copia dactilografiada de una parte de los manuscritos susceptible de interesarme particularmente. Debo rendir home­naje, en esta ocasión, a la memoria del fallecido científico que me aportó una ayuda inestimable.

Marcel Mauss me había comunicado, durante nuestra con­versación, que tenía la intención de publicar estos manuscritos en Les Annales sociologiques, de cuyo comité de redacción era miembro. Pero no ha publicado –en 1937, en la Revista de Me­tafísica y Moral– más que la primera parte, que comprendía tres lecciones sobre la moral profesional. Lo había hecho, según es­cribió en la nota introductoria a estos textos, para conformarse a las instrucciones redactadas, poco antes de su muerte, en1917, por Émile Durkheim. En ellas, Durkheim destinaba algunos de sus manuscritos –como testimonio de su amistad– a Xavier Léon, fundador de la Revista de Metafísica y Moral. Marcel Mauss anunciaba allí que publicaría más tarde, con estas tres lecciones, las lecciones de moral cívica que les seguían.

En 1947, publiqué en la Revista de la Facultad de Derecho de Estambul una traducción turca de las seis lecciones de mo­ral cívica de las que disponía. Pero, si bien no lo había encon­trado en ninguna parte, había querido saber previamente con certeza si la publicación proyectada por Marcel Mauss había te­nido lugar. Le escribí, entonces, pidiéndole que me informara al respecto. Como no obtuve respuesta, me comuniqué –gracias a la información obtenida por medio de M. C. Bergeaud, Conseje­ro Cultural de la Embajada de Francia en Turquía– con la seño­ra Marie Durkheim-Halphen, hija de Émile Durkheim. La señora Halphen me hizo saber que Marcel Mauss, muy afectado por los sufrimientos que padeció personalmente durante la ocupación, no estaba en condiciones de poder dar la menor información. Me detalló más tarde que los manuscritos en cuestión, que ella ha­bía podido identificar con la ayuda de la copia que yo le había hecho llegar, se encontraban en el Museo del Hombre, con to-das las obras y los documentos que formaban la Biblioteca de Marcel Mauss. Estos manuscritos comprendían, especificaba, además de las tres lecciones de moral profesional ya publicadas, quince lecciones de moral cívica que no habían sido aún publi­cadas en Francia.

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Algunos meses más tarde, consideré la posibilidad de reali­zar la publicación del conjunto de estas lecciones por medio de la Facultad de Derecho de Estambul. La señora Marie Durkheim-Halphen, consultada, dio su consentimiento a este proyecto, que la Facultad de Derecho aprobó de buen grado.

Por otra parte, fue convenido con las Presses Universitaires de France que los ejemplares destinados a la venta en Francia llevarían la portada de la “Biblioteca de Filosofía contemporá­nea” de este establecimiento y que esta portada sería también impresa en Turquía.

Tales son las circunstancias en las cuales fueron descubier­tos los manuscritos que constituyen, según el testimonio de Marcel Mauss en la Revista de Metafísica y Moral, el texto único de las lecciones, escrito de manera definitiva de noviembre de 1898 a junio de 1900, y que son publicados ahora en esta obra. Tales son también las circunstancias gracias a las cuales fue ga­rantizado el éxito de la iniciativa que me había apasionado.

Debo entonces, en primer lugar, expresar aquí a la señora Marie Durkheim-Halphen la profunda gratitud de la Facultad de Derecho de Estambul y la mía propia por la generosa autoriza­ción que nos otorga para publicar esta obra inédita de su ilus­tre padre. Debo también agradecer vivamente a mi muy distin­guido colega, el señor profesor Georges Davy, por haber queri­do de buena gana encargarse de la difícil tarea de hacer una última corrección a los manuscritos y haber redactado una intro­ducción. En tanto discípulo y amigo de Durkheim, nadie estaba más autorizado que el eminente sociólogo que es el señor Davy para aportarnos esta preciosa contribución. Tengo también que agradecer muy particularmente al señor Charles Crozat, profesor en nuestra Facultad, así como al profesor Rabi Koral, docente en la misma Facultad, por haber contribuido a la corrección de las pruebas y aportado todos sus esfuerzos a la impresión de la obra.

La aparición en Turquía de esta obra póstuma del gran so­ciólogo francés no es en absoluto resultado del azar. Es más bien, podría decirse, el efecto de una suerte de determinismo cul­tural. Porque en Turquía la sociología de Émile Durkheim, junto con la de Le Play, Gabriel Tarde, Espinas y otros, es la única que ha adquirido carta de ciudadanía, sobre todo desde los trabajos de Ziya Gökalp, el famoso sociólogo turco. Numerosos son, en

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efecto, entre nosotros aquellos que –como yo mismo– llevan más o menos marcada la impronta de la escuela durkheimiana. No es entonces extraño que Turquía se considere, si se me permi­te, como una de las que tienen derecho a la herencia de este so­ciólogo. Por esta razón, saludará con legítima satisfacción la pu­blicación de esta obra y apreciará en su justo valor el hecho –sin precedente en su historia– de ver aparecer dentro de sus fronteras, por los esfuerzos de una de sus instituciones cientí­ficas, la obra inédita de un pensador europeo de reputación mundial.

Por su lado, la Facultad de Derecho de la Universidad de Estambul está, con justicia, orgullosa de haber contribuido así al fortalecimiento de los lazos tradicionales de cultura y amistad que existen entre Turquía y Francia. No menos orgullosa está de haber ayudado, garantizando la publicación de una obra de esta envergadura, al enriquecimiento del patrimonio científico común y de haber rendido, finalmente, el homenaje que se debía a lamemoria de Émile Durkheim.

Por mi parte, estoy profundamente feliz de haber sido el hu­milde iniciador de esta realización y de haber servido así tanto a mi país como a la difusión de la ciencia francesa a la que tan­to debo.

Estambul, 15 de mayo de 1950

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Anexo

CARTA DIRIGIDA AL SEÑOR PROFESOR H. NAIL KUBALI, DOCENTE DE LA FACULTAD DE DERECHO DE ESTAMBUL

Estimado colega:

Usted ha relatado las circunstancias gracias a las cuales ha podido tener en sus manos el texto de todo un curso inédito deÉmile Durkheim, dictado por él en la Sorbona hace ahora casi medio siglo.

Pero lo que usted no ha dicho y que me corresponde y debo decir, expresando a usted y a vuestra gloriosa Universidad de Estambul el más sincero reconocimiento, es que usted no se ha contentado con tomar este curso y darlo a conocer a sus estu­diantes, y no sólo ha traducido gran parte del curso a vuestra lengua, sino que –lo que toca más en nuestro corazón de fran­ceses y honra a nuestra Universidad– usted ha querido hacerlo aparecer bajo la égida de la Facultad de Derecho de vuestra pro-pia Universidad.

Y cuando digo hacerlo aparecer tengo el agradable deber de añadir una precisión o, más exactamente, dos precisiones. La pri­mera para indicar y señalar el trabajo que usted se ha tomado para llevar a cabo esta publicación con todos los trámites y to-dos los intercambios de correspondencia, y todos los borrado­res de prueba corregidos entre Estambul y París.

La segunda precisión, y que inspira igualmente un deber de gratitud, tiene por finalidad agradecer públicamente a la Facul­tad de Derecho de vuestra Universidad por su gran generosidad: ha querido, en efecto, asumir los gastos de la publicación y ofre­cernos un número importante de ejemplares. He aquí, de parte de vuestra Universidad y bajo vuestra inspiración, un gesto no so­lamente de estima con respecto a un profesor particularmente eminente de la Universidad de París, sino también un testimonio patente de vuestros sentimientos hacia nuestro país, una nue­va prueba de esta amistad franco-turca de la que yo mismo he gozado el beneficio y sentido el calor. No podría olvidar, en efec­

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to, el recibimiento que me han reservado hace exactamente un año el Rector y los profesores de la Universidad de Estambul. Permítaseme, entonces, dar un matiz personal y particularmente cálido a la gratitud que acabo de expresar.

Georges Davy

PD: Añado que a pesar de mis esfuerzos, secundados por los de la seño­ra Halphen, hija de Émile Durkheim, el manuscrito del curso que no estaba preparado en un primer momento para la impresión no ha podido ser leído siempre con una entera certidumbre. Hemos preferido dejarlo tal como estaba antes que darle aquí o allá una forma que tal vez el autor no le hubiera dado.

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Introducción a la primera edición francesa de “Lecciones de Sociología”

George Davy (1950)

Para facilitar la comprensión de este curso inédito de Durkheim y para discernir lo que el autor entendía por física de las cos­tumbres, por qué asignaba –en el estudio de la moral– una prio­ridad a la descripción de las costumbres y –más en general, en la sociología– a la definición y la observación de los hechos, me gustaría poner de relieve aquí, de manera breve, cuáles fue­ron los principales temas de la doctrina y los preceptos esen­ciales del método del reconocido fundador de la sociología fran­cesa.

A primera vista, hay dos temas que presentan una importan­cia similar: el tema de la ciencia y el tema de lo social, el primero que remite a aquello que es mecánico y cuantitativo, el segun­do a aquello que es específico y cualitativo. Primero, debemos separarlos para percibir en qué se oponen y, luego, volver a unir­los para comprender cómo se concilian y brindan a la sociolo­gía su punto de partida y la dirección de su progreso.

Quien abre ese breviario del sociólogo que constituye el pe­queño libro aparecido en 1895 bajo el título Las reglas del mé­todo sociológico se encuentra, naturalmente, con el primer ca­pítulo: “¿Qué es un hecho social?”, y observa también, sin ninguna sorpresa, cómo el objeto de la nueva disciplina, el he-cho social, es definido como algo específico e irreductible a cual­quier otro elemento más simple que lo contendría en germen. Por esta razón no podrá siquiera dudar en presentar en primer lugar al tema de lo social o de la socialidad. El hecho, considerado en lo que tiene de propiamente social, ¿no es, en efecto, lo que co­rresponde al nombre mismo de la sociología y, al mismo tiempo,

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le ofrece su objeto? No desconocemos en absoluto la importan­cia de lo social cuando planteamos en primer lugar el tema de la ciencia, porque éste último aclara la intención primera de la doc­trina y precisa el carácter del método.

En primer lugar, la intención. O, por decirlo más cabalmente, la intención y la ocasión. Ni una ni otra son, a decir verdad, nue­vas. Una y otra, al contrario, vinculan a nuestro autor con una línea filosófica a la vez próxima, la de Auguste Comte y Saint-Simon, y lejana, la de Platón. Platón –para quien la filosofía se separaba de la política tan poco como ésta de la moral, y para quien los títulos “Del Estado” y “De la Justicia” eran sinónimos– soñaba con sustraer la ciudad del desorden y del exceso por medio de una constitución sabia, a la que concebía fundada en la ciencia y no en la simple opinión. Una ciencia que no era para él todavía la ciencia de los hechos, como será para la sociología positiva del siglo XIX, pero que, ciencia de las ideas, como él la concebía, no dejaba de ser la ciencia, la verdadera ciencia y el único medio de salvación para el hombre y para la ciudad. Más cerca de nosotros, y ante la misma situación de crisis política y moral, esta vez abierta por la revolución francesa y por la recons­trucción que invocaban sus negaciones, Auguste Comte recla­ma a la ciencia, aunque la quiere positiva, el secreto de la reor­ganización mental y moral de la humanidad. Y es la misma sal­vación a través de la ciencia la que busca apasionadamente Durkheim después de la conmoción de los espíritus y las insti­tuciones que siguió en Francia a la derrota de 1870, y en presen­cia de la convulsión –de otro género, pero acompañada de una análoga necesidad de reorganización– provocada por el desarro­llo industrial. La transformación de las cosas llama a los hombres a su reconstrucción y sólo a la ciencia corresponde inspirar, di­rigir y ejecutar esta necesaria reconstrucción: y como la crisis es de las sociedades, la ciencia que la resolverá debe ser la ciencia de las sociedades. De esta convicción surgió –y sobre ella se basa– la sociología durkheimiana, hija de la misma fe absoluta en la ciencia que caracterizó la política de Platón y el positivismo de Auguste Comte.

Esta ciencia de las sociedades es, al mismo tiempo y en la misma medida, ciencia del hombre. Y el conocimiento del hom­bre, que a decir verdad ha sido siempre punto de mira de la filo­sofía desde sus orígenes, quiere elevarse, con las ciencias hu­manas, a un nivel de objetividad análogo al de las ciencias pro­piamente dichas. En primera instancia, esta objetividad ha de

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conferirse a la ciencia de las sociedades, o sociología stricto-sensu, aun cuando Durkheim, tal vez sin verdadera razón, se nie­gue a extenderla a todos los aspectos del hombre, reservándolasólo a uno de los dos: a su dimensión social. Ésta no es más que una parte de lo humano, pero –a los ojos de nuestro autor– es la única susceptible de explicación científica. No sucede lo mis-mo con la dimensión individual.

De aquí resulta, tanto en la ejecución como en la intención primera, la dominante prioridad del tema de la ciencia. Sin embar­go, para que sea posible tratar científicamente a la sociedad, es necesario todavía que ésta ofrezca a la ciencia una verdadera realidad, un dato que sea el objeto propio de la ciencia social. Y he aquí que aparece, en pie de igualdad con la cuestión de la ciencia y en solidaridad con ella, el tema de lo “social” que de­finía, para establecer la especificidad de este objeto, el primer capítulo de Las reglas al que nos hemos referido más arriba. Este “social” se reconoce por ciertos signos: por la exterioridad bajo la cual aparece y por la coerción que ejerce sobre los individuos; pero su verdadera esencia está más allá de estos signos, en el hecho originario –hasta el punto de ser necesario– del agrupa­miento como tal y, especialmente, del agrupamiento humano.

En efecto, se ha podido describir a las sociedades animales, pero sin lograr encontrar en ellas, a pesar de analogías irrefuta­bles, el secreto de las sociedades humanas. La sociología no puede deducirse de la biología. Durkheim estaba convencido de que no hay otras sociedades propiamente dichas que las socie­dades humanas, lo que al mismo tiempo confirma esta especifi­cidad de lo social a la que tanto se aferraba y que hace de la ciencia de las sociedades, antes que nada, una ciencia humana: la sociedad es una aventura humana. El hecho fundamental del agrupamiento debía ser aprehendido en el orden humano. Allí se observa el carácter inmediatamente unificante, estructurante y significante del fenómeno del agrupamiento, su consecuente ca­rácter primero que no permite reducirlo a nada más elemental u originario que él mismo. Pero si el hecho del agrupamiento no es posterior a la existencia del individuo, no es, a decir verdad, tampoco anterior, porque ni los individuos podrían existir sin él, ni tampoco él sin los individuos. Una sociedad vacía es tan qui­mérica como un individuo estrictamente solitario y ajeno a toda sociedad. Los individuos deben ser concebidos como los órga­nos en el organismo. Reciben de la misma totalidad su regula­ción, su posición, su ser. En definitiva, este ser debe ser califi­

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cado como ser-en-el-grupo. La humanidad del hombre no es concebible más que en la agregación humana y, en un sentido al menos, por ella.

La afirmación de la realidad específica de lo social solidariza al todo social con sus partes, pero no lo hipostasía más allá de ellas, como podrían hacerlo creer las calificaciones de exteriori­dad y coercitividad en las que se ha querido ver a menudo más que simples signos. Se sabe que Durkheim, en la introducción a la Segunda Edición de Las reglas y en muchas otras ocasio­nes, se ha defendido de este modo cuando se le imputaba ha­ber traicionado su proyecto de positividad y haber asignado rea­lidad a una simple ficción. Y cuando lo social asuma la figura de la conciencia colectiva, no le dará otro soporte que las concien­cias asociadas y las estructuras según las cuales las conciencias están unidas entre sí.

No es necesario prestar atención al famoso artículo sobre las representaciones individuales y las representaciones colectivas para darse cuenta de que, si el análisis del hecho social fuerza a veces la expresión para subrayar su realidad objetiva, no exclu­ye, sin embargo, todo componente psíquico.

Ya en La división del trabajo social reconoce que los he­chos sociales son producidos por una elaboración sui generis de hechos psíquicos y, de manera análoga, se producen en cada conciencia individual y “transforma progresivamente los elemen­tos primarios (sensaciones, reflejos, instintos) de los que está originalmente constituida”1. En otro pasaje del mismo libro, y a propósito de la conciencia colectiva que el crimen ofende como un ataque contra su propio ser que debe ser vengado, nos en­contramos con este tipo de análisis psicológico: “Esta represen­tación (de una fuerza que sentimos más o menos confusamente fuera y por encima de nosotros) es, seguramente, ilusoria. Los sentimientos ofendidos están en nosotros y sólo en nosotros. Pero esta ilusión es necesaria. Como, por consecuencia de su origen colectivo, de su universalidad, de su permanencia en el tiempo, de su intensidad intrínseca, estos sentimientos tienen una fuerza excepcional, se separan radicalmente del resto de nuestra conciencia (bastardilla nuestra) cuyos estados son mu­cho más débiles. Estos sentimientos nos dominan, tienen –por así decir– algo de sobrehumano; y, al mismo tiempo, nos unen

1 . E. Durkheim, La división del trabajo social, Barcelona, Editorial Planeta-De Agostini, 1993.

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con objetos que están fuera de nuestra vida temporal. Se nos aparecen, entonces, como el eco en nosotros de una fuerza que nos es extraña y que, más aún, es superior a la que nosotros so-mos. Nos vemos así en la necesidad de proyectarlos fuera de nosotros y de relacionar aquello que les concierne con algún objeto exterior”2. Durkheim va a hablar incluso de alienaciones parciales de la personalidad, de espejismo inevitable. De allí que la conclusión de su análisis pase del aspecto psicológico al as­pecto sociológico: “Por lo demás, escribe en efecto, el error no es más que parcial. Puesto que estos sentimientos son colecti­vos, no es a nosotros a quienes representan en nuestro interior, sino a la sociedad”. De la conciencia colectiva así constituida dirá aun: “Sin duda, no tiene por sustrato un órgano único. Por definición está difusa en toda la extensión de la sociedad. Pero no por ello tiene menos caracteres específicos que hagan de ella una realidad distinta. En efecto, es independiente de las condi­ciones particulares en que los individuos se encuentran situa­dos: ellos pasan y ella permanece... Es, pues, algo totalmente distinto de las conciencias individuales, aun cuando no se rea-lice más que en los individuos. Es el tipo psíquico de la socie­dad, tipo que tiene sus propiedades, sus condiciones de existen­cia, su modo de desarrollo, al igual que los tienen los tipos in­dividuales, aunque de otra manera”3. Se ve que estamos lejos de la supuesta definición del fenómeno social que haría de él una pura cosa, puesto que vemos aquí –al contrario– cómo la defi­nición durkheimiana se abre hacia una verdadera psicología so­cial, que vuelve a examinarse tanto en el importante prefacio a una reedición de Las reglas como en el artículo que hemos ci­tado más arriba sobre las representaciones colectivas.

Entonces, éste es el tipo de realidad que conviene acordar a lo que se denomina hecho social o conciencia colectiva: hecho total del grupo, eco en las conciencias, pero que no se oye más que en las conciencias agrupadas; inmanencia permanente del todo en cada una de las partes, que no adquiere aspecto de tras­cendencia más que por proyección y como consecuencia del sentimiento más o menos consciente que tiene cada parte de encontrarse, por su participación misma en el todo, arrancada a la pasividad que no puede sino repetirse indefinidamente, y lla­

2 . E. Durkheim, La división del trabajo social, vol. I, p. 128. 3 . E. Durkheim, La división del trabajo social, vol. I, pp. 104-5.

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mada, en el concierto común, a un papel propio que recibe su sig­nificación de la unidad superior que constituye el conjunto.

Si lo social está dotado de esta realidad que acabamos de definir y que no pueden sustraerle, disolviendo su compleja uni­dad, ni la biología ni la psicología –lo que significa que la socio­logía no carece de objeto– sólo es necesario –si es que quiere ser una ciencia– que esté dotada de objetividad. Y he aquí que reaparece el tema de la ciencia que hemos considerado indiso­ciable del tema de la socialidad y que impone a la sociología este precepto: tratar a los fenómenos sociales como cosas. Nueva-mente, es necesario evitar aquí una ambigüedad respecto a la palabra cosa. No se trata de ver en el fenómeno social tan sólo un dato material. Durkheim se ha defendido siempre de un ma­terialismo de este tipo. Se trata solamente de considerarlo como un hecho dado, dado en el sentido de algo que encontramos tal como es, que no es imaginado o construido por el observador en función de lo que cree que puede ser o desea que sea. Que sea dado como una cosa no supone, entonces, prejuzgar sobre su carácter de cosa material y no excluye en absoluto que sea también, o al mismo tiempo, idea, creencia, sentimiento, hábito, comportamiento, etc., que no son menos reales que la materia, existentes y eficaces, y, por lo tanto, objetivamente observables.

Ahora bien, es precisamente esta observabilidad lo que se quiere subrayar cuando, respecto de lo “social”, se pone por delante la exterioridad que es dada como su signo. Para poder realizar observaciones objetivas, Durkheim propone abordar lo social –en principio cuanto menos– por su aspecto más exterior. Este aspecto es el símbolo de un fuero interior no directamente accesible, pero presenta la ventaja de ser una realidad que no se sustrae a la observación. Esta realidad consiste en un compor­tamiento, es colectiva e implica manifestaciones repetidas y ma-sivas, que se ofrecen como objeto a la comparación y a la esta­dística. La realidad misma es una institución, cristalizada en for-mas políticas o en códigos o rituales, es decir, transformada en cosas fácilmente observables. Así procede Durkheim en La di­visión del trabajo social, cuando, con un método completamen­te análogo al de la psicología del comportamiento, busca apre­hender la solidaridad social –y sus diversas formas– a través de sus manifestaciones observables –sanciones del derecho repre­sivo o restitutivo– y de los comportamientos que ella inspira –comunión o cooperación. Del mismo modo procede en otra de sus obras, cuando quiere medir –sirviéndose de las tasas varia­

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bles del suicidio o del homicidio que revelan las estadísticas– el apego a la vida, el respeto a la persona, o la necesidad de inte­gración que imperan en tal época, en tal sociedad o en tal clase.

Este punto de partida del método es demasiado importante como para que no cedamos la palabra al autor mismo: “Para so-meter un orden de hechos a la ciencia, declara, no es suficiente observarlos con cuidado, describirlos, clasificarlos, sino que, lo que es mucho más difícil, es necesario todavía, siguiendo la sen­tencia de Descartes, encontrar el aspecto en que son científicos, es decir, descubrir en ellos algún elemento objetivo que implique una determinación exacta, y, si es posible, una medida. Nos he-mos esforzado por satisfacer esta condición de toda ciencia. Se verá claramente cómo hemos estudiado la solidaridad social a través del sistema de reglas jurídicas, cómo, en la búsqueda de las causas, hemos descartado todo lo que se prestaba demasia­do a los juicios personales y a las apreciaciones subjetivas, con el fin de prestar atención a ciertos hechos de la estructura so­cial lo suficientemente profundos como para poder ser objetos de entendimiento y, por consiguiente, de ciencia”4. Y más explí­citamente aún, leemos algunas páginas más abajo: “La solidari­dad social es un fenómeno moral que, por sí mismo, no se pres-ta a la observación exacta ni, sobre todo, a la medición. Para pro-ceder tanto a esta clasificación como a esta comparación, es necesario sustituir el hecho interno que se nos escapa por un hecho exterior que lo simbolice y estudiar al primero a través del segundo. Este símbolo visible es el derecho. En efecto, allí donde la solidaridad existe, pese a su carácter inmaterial, no permane­ce en estado de pura potencia sino que manifiesta su presencia a través de efectos sensibles... Cuanto más solidarios son los miembros de una sociedad, más sostienen relaciones diversas sea los unos con los otros, sea con el grupo tomado colectiva­mente; porque si sus encuentros fueran esporádicos, no depen­derían los unos de los otros más que de una manera intermiten­te y débil. Por otra parte, el número de estas relaciones es nece­sariamente proporcional al de las reglas jurídicas que las determinan. En efecto, la vida social tiende inevitablemente –en todas partes donde existe de manera durable– a adquirir una for­ma definida y a organizarse, y el derecho no es otra cosa que esta organización misma en lo que ella tiene de más estable y preci­so. La vida general de la sociedad no puede extenderse sobre un

4 . E. Durkheim, La división del trabajo social, vol. I, pp. 54-5.

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punto sin que la vida jurídica se extienda al mismo tiempo y en la misma proporción. Podemos, entonces, estar seguros de en­contrar reflejadas en el derecho todas las variedades esenciales de la solidaridad social”5. De donde, por último, se concluye: “Nuestro método está completamente delineado. Puesto que el derecho reproduce las formas principales de la solidaridad social, no tenemos más que clasificar las diferentes especies de dere­cho para buscar enseguida cuáles son las diferentes especies de solidaridad social que les corresponden. Y es probable que haya una que simboliza esta solidaridad especial cuya causa es la di­visión del trabajo social. Una vez hecho esto, para medir la par­te de ésta última será suficiente comparar el número de las reglas jurídicas que la expresan con el volumen total del derecho”6.

Se observa que para lograr la objetividad hay que sustituir la idea que uno se hace de las cosas en abstracto, por la reali­dad que la experiencia y la historia obligan a reconocerles. Sólo así evitará la sociología construirse en el aire y seguirá escrupu­losamente todas las articulaciones de lo real que le revela el es­tudio de la física de las costumbres: tales son, en el presente cur-so, los lazos entre la moral profesional y la evolución económi­ca, entre la moral cívica y la estructura del Estado, entre la moral contractual y la estructura jurídico-social en su variabilidad. Ta­les son, por otra parte, en los cursos que han permanecido inéditos, los lazos que unen los sentimientos y los deberes fa­miliares con las formas variables de familia, y a éstas con las di­versas estructuras de las sociedades. En resumidas cuentas, so­lidaridad, valor asignado a la persona, Estado, clases, propiedad, contrato, intercambio, corporación, familia, responsabilidad, etc., son fenómenos dados –materiales o espirituales, poco importa– que se nos ofrecen con su naturaleza propia, la que no hemos más que tomar tal como es, en su complejidad siempre cambiante, demasiado a menudo cubierta de una falsa apariencia de simpli­cidad.

No menos que a las construcciones arbitrarias, renunciamos a las asimilaciones demasiado fáciles que creen dar cuenta de estos fenómenos de manera inmediata, por lo a priori o por el instinto o por la necesidad, supuestas constantes de la natura­leza humana. La referencia a la naturaleza que parece evitar las arbitrariedades, no basta para proveernos de la verdadera obje­

5 . E. Durkheim, La división del trabajo social, vol. I, pp. 85-6. 6 . E. Durkheim, La división del trabajo social, vol. I, p. 89.

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tividad. Porque, si la naturaleza forma, la historia transforma. La observación no tiene un valor más que relativo, y allí donde resi­túa al hecho observado en sus condiciones de existencia. Éstas, como la naturaleza, implican compatibilidades e incompatibilida­des de las que dependen el equilibrio y el juego de las funcio­nes. Pero este equilibrio mismo no es más que un momento del devenir y la adaptación de la función no se logra de entrada: por esta razón, no puede ser juzgada a través de la simple explica­ción horizontal por el ambiente presente. Secuencias verticales temporales la preparan. La realidad social dada, que no debemos construir sino observar como una cosa, debe ser examinada si­multáneamente en la experiencia y en la historia. Sólo el funcio­namiento se observa en el puro presente.

Pero funcionamiento no es función, ni tampoco función es naturaleza. Estos tres elementos son distintos y deben ser con­siderados como dados en el tiempo y, repitámoslo esta vez sin la menor ambigüedad, “tratados como cosas”.

Así lo exige el tema de la ciencia que guía al método de la sociología. Pero el tema de lo social que plantea su existencia tie-ne, también, sus exigencias. Queda aún por saber si estas exigen­cias pueden conciliarse con las de la ciencia, y de qué manera.

Las exigencias de la ciencia, que prohiben ir más allá de los límites de la inmanencia, confieren un privilegio a la noción de “normal”, que se opone a la de “patológico” y que se constitu­ye, por esta oposición misma, como criterio para apreciar la rea­lidad observada. Vemos incluso cómo esta noción de hecho o tipo normal sustituye a la noción de ideal o de deber-ser y se ofrece como apta para regular nuestra conducta en lugar de con­tentarse con esclarecer sus medios. Desde esta perspectiva, un fenómeno será presentado como normal si aparece, en primer lu­gar, como suficientemente general en una sociedad dada en la que constituye un tipo medio, pero –sobre todo y más profun­damente– si muestra una correlación exacta con la estructura de la sociedad en el seno de la cual surge. Es esta corresponden­cia –más que la generalidad, que es apenas un signo– la que funda la normalidad. Así definida, esta normalidad constituye la salud, identificada con el bien de la sociedad, y destinada enton­ces a orientar su esfuerzo de adaptación. La generalidad puede ser un signo engañoso, porque pueden existir supervivencias, es decir, conductas que permanecen idénticas a pesar de una modificación de la estructura a la cual correspondían normalmen­te, y que pueden, durante un cierto tiempo, conservar su gene­

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ralidad. Del mismo modo, puede observarse que la exacta corres­pondencia de una conducta con la estructura correlativa es algo muy difícil de apreciar, como se deduce de los ejemplos alega­dos por el autor en el capítulo sobre la distinción de lo normal y lo patológico, algunos de los cuales parecen bastante arbitra­rios. Por su parte, esta dificultad es agravada por el hecho de que cada tipo normal no lo es más que para una sociedad defi­nida, y no para la sociedad humana en general, y su determina­ción implica, entonces, una clasificación de las sociedades que en el esbozo propuesto en Las Reglas peca de cierto exceso de sistematización y va, por su carácter a la vez mecánico y a priori, en contra del punto de vista relativo en que debería colocarse para respetar el principio de correspondencia, cuya aplicación debe permitir.

¿Quién osaría afirmar, finalmente, que si la estructura de una sociedad bien definida, situada y fechada –a la cual nos referi­mos para juzgar la normalidad– está bien, como se debe, el sis-tema de creencias y de comportamientos, la mentalidad y las ins­tituciones que de allí deben normalmente surgir e imponerse se encuentran por eso mismo necesariamente determinados? A la exhortación de la estructura, ¿no hay más que una sola respuesta posible? ¿Por qué la adaptación –porque en el fondo se trata de la adaptación– no implicaría modalidades diversas y basadas tal vez, al menos en parte, en los deseos o las elecciones más o me-nos conscientes de los agentes humanos, que son quienes co­lectivamente o individualmente la realizan? Así como el medio geográfico impone aquí la ciudad al hombre, sucede también que allí, al contrario, el hombre impone la ciudad al medio.

La referencia a la normalidad así definida nos mantiene, con Durkheim, en los estrictos límites de la experiencia, excluyendo toda apelación a la trascendencia, y el lazo causal que quiere es­tablecer mecánicamente la correspondencia con cada estructu­ra social deriva, por consiguiente, del tema imperativo de la cien­cia que hemos elucidado y parece reducir la sociología, desarro­llada bajo esta influencia, a un puro cientificismo. Sin embargo, no hay nada de esto. Además de que Durkheim no tardará en superar esta primera actitud que asimila la distinción ideal-real a la distinción normal-patológico, ésta es acompañada –desde las épocas de su más severo rigor– por la afirmación que hemos de­sarrollado más arriba y que limita singularmente al cientificismo: la afirmación de la especificidad de lo social con respecto tanto a lo psíquico como, especialmente, a lo biológico. Basta con de­

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cir que, contrariamente al tipo de explicación del mecanicismo y del cientificismo, el tipo aquí propuesto excluye la reducción a elementos simples y la pretensión de partir siempre de lo inferior para dar cuenta de lo superior. La sociología, cuyo objeto está en la naturaleza y no fuera de ella, debe ser ciencia como la cien­cia de la naturaleza, pero, a diferencia de esta, debe, sin dejar por ello de ser ciencia, preservar la cualidad propia del objeto social que es el suyo y que es, al mismo tiempo e irreductible­mente, objeto humano, puesto que los fenómenos sociales que ella aprehende son fenómenos de las sociedades humanas y dado que es, según nuestro autor, por su carácter social que el hombre se humaniza. Y eso es tan cierto que la sociología pue­de partir del hombre para encontrar en el análisis de su natura­leza la presencia de la sociedad, o puede partir de la sociedad, cuyo estudio la encaminará necesariamente hacia el Hombre. El “hombre-en-la-sociedad” o la “sociedad-en-el-hombre”: las dos fórmulas son equivalentes y ambas pueden servir para definir la sociología, si es cierto que el hombre tiene necesariamente una dimensión social y la sociedad no menos necesariamente una composición humana.

De este modo, se encuentra atemperado el rigor cientificista de esta distinción de lo normal y lo patológico, que recibía del tema rector de la ciencia esta suerte de monopolio para definir el conocimiento objetivo y brindar a la acción tanto sus fines como sus medios. Y la servidumbre cientificista se volverá me-nos pesada aún en la medida en que nuestro autor vaya distin­guiendo cada vez más claramente entre el ideal y lo que es defi­nido como pura y simplemente normal. La conciencia colectiva considerada cada vez más, en su naturaleza y en su acción, como una conciencia, soltará sus amarras respecto a las estructuras morfológicas de las que había surgido; al mismo tiempo, adqui­rirá una altura y un carácter casi universal, para asumir la función de trascendencia en su papel cada vez más neto de fuente del ideal.

Entonces, no hay un rigor metodológico que nos imponga límites inflexibles: lo humano no se deja asimilar ni en el meca­nicismo ni en el materialismo. Pero lo humano no es salvado, gra­cias a su dimensión social y a la facultad de la conciencia, más que al precio de lo individual. Aquí reaparece la tiranía metodo­lógica del tema ciencia y emerge, bajo su presión, el monopolio acordado a la explicación por las causas exclusivamente socia­

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les, simétrico al monopolio –anteriormente mencionado– que se vinculaba con la noción de lo “normal”.

Lo característico –y, es necesario decirlo, el límite– de la so­ciología durkheimiana, es que una vez reconocida la dimensión social del hombre, quiere definir la humanidad por ella, argumen­tando que la dimensión social –y sólo ella– puede ser objetiva­mente aprehendida. De donde se sigue que esta especificidad de lo social –ratificado como tema principal junto con el tema de la ciencia, y que en un sentido limita su privilegio–, en otro senti-do viene de nuevo a reforzarlo, puesto que le otorga un poder de veto sobre todo lo que sería espontaneidad individual pura, en la que la subjetividad negaría toda determinación objetiva. De este modo, el autor cree deber sacrificar lo individual a lo social para permitir a lo social salvar lo humano frente a la ciencia.

Sacrificio que –como el de Abraham– no se realiza sin esfuer­zo, duda y concesión. Esto puede juzgarse por el espacio con­cedido y por el papel asignado a lo individual, donde se ve, al lado de una voluntad de restricción, por no decir de negación –sin dudas, la más frecuente y la más claramente afirmada–, una tendencia progresivamente menos prohibitiva. De donde puede extraerse, al lado de una invitación a cerrar el durkheimianismo sobre sí mismo –en su exclusiva y estrecha socialidad–, también la posibilidad de abrirlo –un poco contra sí mismo, sin duda–, aunque prolongándolo más que renegando de él. Intentemos ver esto un poco más de cerca.

En primer lugar, no es necesario negar las prohibiciones que, como es natural en un tratado de método objetivo –por lo tan­to, severamente científico–, abundan en Las reglas del método sociológico. Quien viene de proclamar que “todas las veces que un fenómeno social es directamente explicado por un fenómeno psíquico podemos estar seguros de que la explicación es falsa” se encuentra naturalmente dispuesto –incluso si está de acuer­do con que no se puede hacer abstracción del hombre y de sus facultades–, a sostener que “el individuo no podría ser más que la materia indeterminada que el factor social determina y trans-forma”. Y la misma lógica conducirá a afirmar que los sentimien­tos “resultan de la organización social lejos de ser su fundamen­to”. Desde el mismo punto de vista, nuestro riguroso sociólogo negará al instinto del individuo su lugar constituyente en la vida social, considerándolo, por el contrario, un efecto de la sociabi­lidad.

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No refractaria, sin duda, pero no por ello espontáneamente predispuesta a la vida en sociedad, la individualidad humana no es más que materia indeterminada y práctica; al igual que la ma­teria aristotélica, no sería capaz de pasar por sí misma al acto, puesto que su pasividad aparece como privada de todo princi­pio propio de determinación: y no hay aquí, como en Aristóteles, otra ciencia que la de lo general –en este caso, del tipo social– o, como hemos expuesto más arriba, de la dimensión social del individuo. En efecto, es necesario no equivocarse sobre el sen­tido de la palabra “general”. Porque si tomamos “general” no ya en el sentido de “genérico”, como acabamos de hacerlo, por ana­logía con Aristóteles, sino en el sentido de “indeterminado”, lo general así entendido va a servir, al contrario, por su sinonimia con la indeterminación, para calificar y para relegar a la indivi­dualidad. En efecto, Las reglas sólo especifican que si los carac­teres generales de la naturaleza humana entran “en el trabajo de elaboración del que resulta la vida social”, su contribución “con­siste exclusivamente en estados muy generales, en predisposi­ciones vagas y, por consiguiente, plásticas, que, por sí mismas, no podrían tomar las formas definidas y complejas que caracte­rizan a los fenómenos sociales si otros agentes no intervinieran”.

Entiéndase que estos otros agentes son los factores socia­les, puesto que –como hemos repetido ya– la explicación por el individuo no haría más que dejar escapar la especificidad de lo social. He aquí, entonces, lo que finalmente se nos invita a pen-sar de las supuestas inclinaciones psicológicas individuales que son permanentemente invocadas para explicar todo: “lejos de ser inherentes a la naturaleza humana, o bien están ausentes en ciertas circunstancias sociales, o bien presentan tales variacio­nes de una sociedad a otra que el residuo que se obtiene elimi­nando todas estas diferencias –que es lo único que puede ser considerado de origen psicológico–, se reduce a algo tan vago y esquemático que deja a una distancia infinita los hechos que se trata de explicar”.

Sin embargo, un efecto más próximo y más preciso puede ser acordado, según nuestro autor, a los fenómenos psíquicos de orden individual, en tal caso susceptibles de producir conse­cuencias sociales, y esto es así en tanto están tan estrechamente unidos a los fenómenos sociales que la acción de unos y otros se confunde necesariamente. Tal es el caso del funcionario cuyo prestigio, como también su eficacia, tiene origen en la fuerza so­

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cial que encarna; también es el caso del gran estadista o del ge­nio, quienes “extraen de los sentimientos colectivos de los que son objeto, una autoridad que es también una fuerza social y que ellos pueden poner, en cierta medida, al servicio de sus ideas personales”. Y como si esta mínima concesión fuera excesiva, Durkheim se apresura a añadir de un modo un poco desconcer­tante: “Pero estos casos se deben a accidentes individuales y, por consiguiente, no podrían afectar los rasgos constitutivos de la especie social que es el objeto exclusivo de la ciencia”7. A fin de cuentas, para desterrar toda falsa esperanza que haya podi­do suscitar a los simpatizantes del individualismo, confirma esta advertencia –ya poco alentadora– con esta conclusión que lo es aún menos: “la restricción al principio enunciado más arriba no es de gran importancia para el sociólogo”. Y he aquí como, por el veto de la siempre idéntica censura metodológica, ensañada contra todo retorno de la llama subjetiva, se ve rechazada toda inclinación tendiente a moderar el rigor del monopolio acordado a la explicación puramente social.

El individuo no puede romper la trama de esta explicación para insertar allí, más no fuera a título de complemento, su pro-pia causalidad. Su razón no será, sin duda, dejada de lado. Pero no podrá aportar más que su adhesión esclarecida, y nunca su eficacia creadora, al esquema explicativo construido con la ayu­da de factores sociales e imperativos estructurales. Éste es el papel limitado de nuestra autonomía, que definirá –en la misma línea estrictamente rigurosa– La Educación moral: registro lú­cido y deliberado, pero no legislación. “No sería cuestión de considerar a la razón humana como la legislación del universo físico. No es de nosotros que éste recibió sus leyes... no somos nosotros quienes hemos hecho el plan de la naturaleza: lo hemos descubierto a través de la ciencia; reflexionamos sobre él y com­prendemos por qué es como es. Por lo tanto, en la medida en que nos aseguramos de que es lo que debe ser, es decir, tal como se deduce de la naturaleza de las cosas, podemos someternos a él no sólo porque estamos constreñidos materialmente, sino por­que lo consideramos apropiado y justo”. Y de esta analogía con la libre –en tanto racional– adhesión estoica al orden cósmico, nuestro autor concluye: “en el orden moral hay lugar para este

7 . E. Durkheim, Las reglas del método sociológico, Madrid, Ediciones Orbis-Hyspamérica, 1986, p. 134, nota.

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tipo de autonomía y no hay espacio para ninguna otra”8. Pero es necesario ir hasta el límite del análisis durkheimiano de la au­tonomía de la razón, tal como él la define, para comprender que no asigna al individuo como tal ningún papel específico. Esto re­sulta de varias declaraciones fáciles de recoger en la célebre co­municación sobre la determinación del hecho moral: “En el rei-no moral, como en los otros ámbitos de la naturaleza, se lee allí, la razón del individuo no tiene ningún privilegio en tanto que ra­zón del individuo. La única razón que podría reivindicar legítima­mente, allí como en otros ámbitos, el derecho a intervenir y ele­varse por encima de la realidad moral histórica en vistas de re­formarla, no es ni mi razón ni la suya, sino la razón impersonal que no se realiza verdaderamente más que en la ciencia... Esta intervención de la ciencia tiene por efecto la sustitución del ideal colectivo actual no por un ideal individual, sino por un ideal igualmente colectivo, que no expresa una personalidad particu­lar sino una mejor comprensión de la colectividad”9.

La toma de posición no podría ser más clara y categórica. Y para que no corramos el riesgo de engañarnos, el autor –llegan­do a los extremos– añade: “¿Se dirá que esta más alta concien­cia que la sociedad tiene de sí misma no adviene verdaderamente sino en y por un espíritu individual? De ninguna manera, porque la sociedad consigue esta más alta conciencia de sí a través de la ciencia; y la ciencia no es la obra de un individuo sino una empresa social e impersonal”. Y finalmente: “Si se entiende que la razón posee en sí misma, y en estado inmanente, un ideal moral que sería el verdadero ideal moral, y que ella podría y debería oponerlo a aquel que persigue la sociedad en cada momento de la historia, yo digo que este apriorismo es una afirmación arbi­traria que todos los hechos contradicen”.

Una vez que se ha reconocido y admitido una condena tan clara y categórica de toda iniciativa verdaderamente individual y una tal limitación, mucho más estoica que kantiana, de la au­tonomía de la razón, ¿puede decirse que estas limitaciones están exentas de toda ambigüedad? Esto no puede pensarse. En pri­mer lugar, encontramos la asimilación –que es más aparente que verdadera– entre lo que se llama aquí “la razón humana imper­

8 . E. Durkheim, La educación moral, Buenos Aires, Editorial Schapire, 1972, p. 131.

9 . E. Durkheim, Sociología y filosofía, Madrid, Miño y Dávila editores, 2000, pp. 59-86.

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sonal que no se realiza verdaderamente más que en la ciencia” y la ciencia como “empresa social e impersonal”, asimilación que quiere hacernos entender, evidentemente, que la ciencia y la ra­zón de la que ella es producto no son impersonales y, por con­siguiente, objetivas, más que porque son colectivas, es decir, porque son cosas sociales. Essertier, en su libro sobre Las for-mas inferiores de la explicación, ¿no había ya denunciado esta confusión entre lo colectivo y lo impersonal en materia de cien­cia y en materia de razón? “El pensamiento impersonal, escribía, es el pensamiento que no pertenece a ningún individuo en par­ticular y el pensamiento objetivo o verdadero que se opone al pensamiento subjetivo. De allí una triple ecuación de la que de­pende todo el sistema: el pensamiento impersonal es el pensa­miento verdadero, pero es también el pensamiento colectivo. Entonces, el pensamiento colectivo ha creado al pensamiento verdadero. De hecho, lo que viene a expresarse en la imperso­nalidad del pensamiento verdadero es la personalidad entera. Representa la victoria del individuo sobre su propia subjetividad. Ahora bien, esta subjetividad está compuesta precisamente de representaciones colectivas. En resumen, la impersonalidad im­plicada en la verdad supone en aquel que la ha descubierto, o en quien la enuncia con total conocimiento de causa, el más alto desarrollo de la personalidad y la liberación más completa con respecto a las maneras colectivas de pensar... para dar cabida al objeto, es decir, a lo impersonal”.

Se trata de una crítica acertada. Porque si la impersonalidad –que es signo y criterio de objetividad– tiene un papel en la cien­cia, este papel no es el de descubrir la explicación, sino el de san­cionar su exactitud por la adhesión colectiva que le es o no le es acordada por parte de la comunidad científica. El descubri­miento de la explicación corresponde, por el contrario, a un cien­tífico determinado, y las invenciones simultáneas no son el he-cho más frecuente. No se podría, entonces, con el falaz pretex­to de la sanción colectiva de la objetividad, erradicar al científico de la ciencia. Por añadidura, la ciencia es colectiva e impersonal por la acumulación de descubrimientos individuales ofrecidos a la verificación común, más que por la adhesión colectiva que sir­ve de sanción al descubrimiento individual. Durkheim tenía ra­zón cuando señalaba que la ciencia no es la obra de un indivi­duo. Pero que sea la obra de muchos no implica que sea no-in-dividual y, por ello, una cosa social que ha de ser opuesta al individuo. Finalmente, el último argumento –según el cual reivin­

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dicar el papel de una razón puramente individual en la explica­ción equivaldría a hacer de esta razón una suerte de mónada, que contendría de entrada en sí misma la totalidad de la explicación o del ideal propuestos– ve fácilmente cómo se vuelve contra sí mismo el reproche de arbitrariedad que esgrime. Bachelard ha mostrado que la ciencia no se basa completamente en la razón y que la actividad racionalista no es fecunda más que si está en relación permanente con la experiencia. Un diálogo instituido por su iniciador individual que está a la espera, y no en oposición, con respecto a la colectividad de aquellos que lo repetirán para verificarlo o rectificarlo. ¿Por qué justamente allí donde la verifi­cación es la regla se opondrá la excepción de subjetividad a la razón individual y se privilegiará a la razón colectiva, supuesta­mente la única científica, como si esta razón colectiva estuviera completamente inmunizada frente a las perversidades subjetivas, y como si la razón individual –cuando, como es corriente, es ella la que crea o inventa– estuviera, por el contrario, necesariamente sospechada de arbitraria subjetividad?

Parece que un principio tiende a acarrear el otro. El primer principio metodológico, reforzado por el tema de la ciencia, ha traído aparejado, con la condena del finalismo y del psiquismo, el monopolio del criterio de la normalidad y, enseguida, un se­gundo principio, derivado del primero, ha conferido el monopo­lio a la explicación por las causas sociales y ha excluido toda causa individual. Y he aquí ahora que un tercer principio, deri­vado del segundo, viene a lanzar, o al menos a parecer lanzar, sobre la explicación histórica un descrédito análogo al que ha afectado a la explicación individual. Hay allí un deslizamiento tanto más curioso de observar en cuanto que, en primer lugar, no es definitivo y que, por otra parte, muestra el peligro de un exceso de lógica. Este exceso de lógica hace aparecer al análisis del medio social interno, que persiste como el único terreno donde la explicación por los hechos sociales puede ser busca­da una vez que el factor individual ha sido descartado.

Tal como es definido, este medio social interno no deberá comprender, excluyendo todo factor individual, más que elemen­tos morfológicos de estructura, relativos al modo en que están distribuidas en el territorio o agrupadas entre ellas las partes constitutivas de la sociedad. Para resumir, lo que entra en con­sideración para explicar los procesos sociales son, para la socie­dad considerada, sus presentes condiciones de existencia y sus fuerzas motrices actualmente operantes, es decir, según nues­

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tro autor, el volumen y la densidad demográficas a las que es necesario añadir, en cada momento, la influencia de las socieda­des vecinas. Estas causalidades, por su parte, deben ser obser­vadas en varios niveles, porque no hay un sólo medio social a tomar en cuenta, sino todos aquellos –familiar y otros– que exis­ten en el interior de la sociedad tratada.

“Esta concepción del medio social como factor determinan­te de la evolución colectiva es, declara nuestro autor, de gran importancia. Porque si se la rechaza, la sociología no puede es­tablecer relación alguna de causalidad. En efecto, si se descarta este orden de causas, no hay condiciones concomitantes de las que puedan depender los fenómenos sociales”. El acento puesto sobre la concomitancia, único elemento con el que se encuen­tra asociada la causalidad, excluye la sucesión y, entonces, la explicación histórica. El monopolio de lo que Durkheim llama los circumfusa conduce, en Las reglas al menos, a la descalificación de los praeterita. Pero, ¿por qué esta prescripción cuyo autor será el primero, en sus propias investigaciones, en no tener en cuenta? Hemos hablado de un exceso de lógica que encadena un principio con el otro. Es necesario agregar una suerte de te­rror a la filosofía de la historia –la que, en opinión de Durkheim, había echado a perder a Auguste Comte– que le induce a des­terrar, al mismo tiempo que a ella, a la historia propiamente dicha. Sería necesario ignorar la obra entera de Durkheim para tomar al pie de la letra esta declaración, que expresa lo que acabamos de comentar: “Se comprende perfectamente que los progresos rea­lizados en una época determinada vuelven posibles nuevos pro­gresos. Pero, ¿en qué los predeterminan? Sería necesario admi­tir una tendencia interna que empuja sin cesar a la humanidad a superar los resultados adquiridos... y el objeto de la sociología sería reconstruir el orden según el cual se ha desarrollado esta tendencia. Pero, sin volver sobre las dificultades que implica se­mejante hipótesis, en todo caso, la ley que expresa este desarro­llo no podría tener nada de causal”10. Que con esto se aluda a la pseudo-ley de la evolución de Spencer, o a la ley de los tres estados de Comte, vaya y pase. Pero no se comprende por me­dio de qué deslizamiento, tras haber exorcizado en las líneas si­guientes la “facultad motriz que imaginamos por debajo del mo­vimiento”, puede Durkheim enunciar sin reserva este principio: “el estado antecedente no produce al consecuente, sino que la

10. E. Durkheim, Las reglas del método sociológico, p. 139.

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relación entre ellos es exclusivamente cronológica”. ¿Qué pen-sar, entonces, entre mil otros ejemplos posibles, de la crisis eco­nómica de 1929? ¿Es necesario creer que abrir los ojos sobre las condiciones concomitantes obliga a cerrarlos sobre las condicio­nes antecedentes, como si la necesaria solidaridad horizontal de las condiciones de existencia del momento presente debiera se­pararse de la solidaridad vertical que las liga al equilibrio prece­dente, como si la función no debiera nada a la génesis?

Tomado al pie de la letra, todo el pasaje que acabamos de transitar haría creer que no pueden buscarse causas en la his­toria sin admitir que se encuentran encadenadas bajo el imperio de una única ley que las determinaría a todas. “Si, leemos, las principales causas de los acontecimientos sociales estuvieran todas –(¡pero quién dice todas!)– en el pasado, cada pueblo no sería más que la prolongación del que le precedió, y las diferen­tes sociedades perderían su individualidad para convertirse sólo en diversos momentos de un único e idéntico desarrollo”. ¿No es, al contrario, de la variabilidad histórica de las condiciones de exis­tencia que depende justamente la individualidad en cuestión? Si la historia no lo es todo, esto no significa que no sea nada.

En primer lugar, es al mismo Durkheim a quien pedimos que rectifique a Durkheim en este punto. ¿Qué leemos, en efecto, en las primeras líneas de la primera lección del curso inédito aquí publicado? “La física de las costumbres y el derecho tiene por objeto el estudio de los hechos morales y jurídicos. Estos hechos consisten en reglas de conducta sancionadas. El problema que se plantea la ciencia es investigar: 1° Cómo se han constituido históricamente estas reglas, es decir, cuáles son las causas que las han suscitado y los fines útiles que cumplen. 2° La manera en que funcionan en la sociedad, es decir, el modo en que son aplicadas por los individuos. Pero, aunque distintas, las dos cla­ses de problemas no podrían ser separadas en el estudio, pues­to que están íntimamente relacionadas. Las causas de las que ha resultado el establecimiento de la regla, y las causas que hacen que impere sobre un número más o menos grande de concien­cias, sin ser exactamente las mismas, se controlan y esclarecen mutuamente”.

¿Qué ha sucedido para que sea posible demandar al mismo Durkheim el medio para refutar o, al menos, rectificar a Durkheim? Que él ha sido víctima, sin duda, del intransigente rigor de un razonamiento que se ha preocupado más por descartar las doc­trinas que rechazaba que por prestar atención a la realidad que

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quería explicar. De esta situación se sigue aquello que habíamos denominado más arriba una cadena de principios que se engen­dran, y a lo que es necesario añadir que se refuerza con una se­rie de asimilaciones y oposiciones polémicas: oposición de lo objetivo y lo subjetivo, que no es más que otra forma de la opo­sición entre el mecanicismo y el finalismo, o aún de lo científico y lo místico. De donde se deriva la exclusión de lo individual como si no pudiera más que confundirse siempre con lo puramen­te subjetivo, refractario a toda determinación. De allí se sigue, naturalmente, la oposición de una individualidad así entendida, que es excluida, y el medio social, al que se asigna un lugar pri­vilegiado. Asimilación, luego, del medio al ambiente –luego del ambiente a lo concomitante y de lo concomitante al presente– para llegar, finalmente, por oposición a este presente, al destie­rro, casi por omisión, del pasado visto bajo la forma no de la sim­ple sucesión –naturalmente complementaria de la concomitan­cia– sino bajo la forma de una totalidad supuestamente orienta­da por una única ley. Y he aquí cómo, al final de cuentas, el recurso a la historia para contribuir a la explicación se halla con­denado por razones que no valen más que contra la filosofía de la historia, y osaría casi decir que por un arrebato caprichoso que exaspera la lógica pero que no llega a tanto, sin embargo, como para no poder, en su apasionamiento, dar marcha atrás. En efecto, estas afirmaciones son acompañadas por una declaración que muestra un espíritu claramente contrario: “La causa deter­minante de un hecho social debe ser buscada entre los hechos sociales antecedentes (bastardilla nuestra), y no entre los esta­dos de conciencia individual”11.

Bajo el amparo de este principio que restablece el necesario equilibrio entre la explicación por el medio y la función, y la ex­plicación por la historia, nada impide admitir –aunque con un supuesto de finalidad que nuestro autor no aceptaría, pero que parece aquí indispensable– este precepto metodológico propia­mente sociológico: “La conveniencia o la inconveniencia de las instituciones no puede ser establecida más que en relación con un medio dado”, y, como los medios son diversos, “hay una di­versidad de tipos cualitativamente distintos los unos de los otros que están igualmente fundados en la naturaleza de los medios sociales”12.

11. E. Durkheim, Las reglas del método sociológico, p. 133. 12. E. Durkheim, Las reglas del método sociológico, p. 141.

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Sin embargo, no disimulamos que se ha reprochado a Durkheim el haberse despreocupado pronto del análisis metódi­co de los tipos diversos de medios sociales y de costumbres, de la constitución, por consiguiente, de una tipología propiamente empírica de los grupos y de la correspondencia de sus institu­ciones con sus estructuras particulares, para convertirse, en cier­to modo, en el metafísico de la sociología. Habría pasado –sig-no no equívoco– del plural de las sociedades y las representa­ciones colectivas, al singular de la Sociedad y la conciencia colectiva. Ciertamente, es probable –como he escrito en otra par­te y como tendré ocasión de repetir un poco más abajo– que la conciencia colectiva se haya encontrado poco a poco sacralizada y como personificada, hasta llegar a adquirir, por así decir, la al-tura necesaria para asumir el papel cada vez más nítido de ver­dadera fuente del ideal. Es probable, también, que Durkheim haya visto en la sociología más que una ciencia de la sociedad y que haya pensado que la sociología acabaría en filosofía, aunque en filosofía positivamente fundada. Pero si él ha podido esperar demasiado de la conciencia colectiva, y ensalzado en exceso e incluso divinizado la sociedad, estas ambiciones –tal vez estas ilusiones, que le emparentaban con el Comte doctrinario que a veces disimulaba demasiado y que le hacía desconocer al otro– no le han hecho nunca desestimar el estudio minucioso de las sociedades y de las instituciones en la pluralidad variable de sus formas y en las diversas modalidades de su ser, de sus funcio­nes y de su funcionamiento. No ha cesado de proclamar que la Moral que él quería establecer, exigía múltiples investigaciones previas sobre los diversos grupos, y sobre la vida y el papel de los grupos que pueden existir en el seno de las sociedades, con­dicionando en ellas tanto la mentalidad como la moralidad de los individuos.

Las presentes lecciones de física de las costumbres van a partir –y a valerse– de esta diversidad planteada por la natura­leza y desarrollada por la historia, para determinar las conductas morales en función de los tipos múltiples de sociedades o de ins­tituciones a las que corresponden.

Se constatará que el curso sobre la moral profesional no es menos interesante desde el punto de vista metodológico que desde el punto de vista doctrinario.

En lo que refiere al método, el análisis de la función del gru­po profesional no excluye, sino que, por el contrario, incorpora, junto con el estudio del medio considerado en sus condiciones

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presentes de existencia (circumfusa), el estudio de la génesis, que es exigida a la historia (praeterita) y a la etnografía. Allí, ve­mos a la estadística revelar su funcionamiento. Observamos, fi­nalmente y tal vez sobre todo, la preocupación que tiene el au-tor por extraer de la experiencia y de la historia lecciones para la organización del presente. La moral profesional se halla así liga­da a la naturaleza misma del grupo social –la corporación– en el seno del cual regula los comportamientos de los individuos.

Para Durkheim, el problema consiste en averiguar cómo de-ben ser las corporaciones para estar en armonía con las condi­ciones actuales de la existencia colectiva. “Es claro, responde nuestro autor, que no se trata de restaurarlas tal como eran en otras circunstancias. Si han muerto es porque, tal como eran, no podían seguir viviendo. Pero, entonces, ¿qué forma deben asu­mir? El problema no es sencillo. Para resolverlo con método y de manera objetiva, será necesario determinar de qué modo ha evo­lucionado el régimen corporativo en el pasado y cuáles son las condiciones que han determinado esta evolución. Sólo entonces podrán determinarse con alguna certeza los rasgos que ha de asumir en el marco de las condiciones actuales en que se hallan nuestras sociedades”.

Es necesario, pues, distinguir en las instituciones –corpora­ciones y otras– elementos constantes y elementos variables, correspondiendo los primeros a su papel permanente, para aque­llas instituciones que aparecen como constitutivas de toda es­tructura social, y los segundos a las formas de adaptación que impone el cambio de época y de medio. Es útil recordar, en vis­tas de una justa apreciación de la cuestión, que todo esto que Durkheim ha escrito sobre la materia es muy anterior a las diver­sas experiencias contemporáneas de corporativismo y neo-cor-porativismo. Estas experiencias, por aberrantes que hayan podi­do ser en su deseo de acaparar –y, por ello, de subordinar y de­formar– el corporativismo, no han probado en modo alguno que su papel específico pueda desaparecer. La existencia de agru­pamientos más estrechos y especializados aparece siempre como normal y necesaria para que una sociedad política pueda administrar los intereses e imponerles reglas profesionales y mo­rales que el poder no puede dirigir más que desde muy alto, o sin toda la competencia necesaria. ¿No es significativo, en este punto, observar cómo el derecho público se disgrega bajo múl­tiples formas y cómo delega una parte de su poder, aun cuando conserva su arbitrio soberano?

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Si del punto de vista del método pasamos, como acabamos de hacerlo casi sin darnos cuenta, al de la doctrina, el curso en cuestión nos lo revela en gran medida. Aquí se presta atención a la vida económica por una doble razón: en primer lugar, se ob­serva en todas partes el perfil de esta división del trabajo en la que el autor ve, más que un fenómeno económico, un fenóme­no propiamente social, resultado necesario de causas sociales (variaciones del volumen y la densidad de las sociedades). Se constata, por otra parte, que el progreso continuo de la división del trabajo no ha sido acompañado, sin embargo, por los proce­sos correlativos de integración y reglamentación que deberían haber aparecido en condiciones normales. El grupo profesional aparece como un indispensable fermento de solidaridad, pero que no ha logrado desarrollarse en el grado que sería necesario para desempeñar adecuadamente su propio papel. Y, finalmente, nos encontramos con uno de los principales temas filosóficos del autor: la necesidad de que el individuo –que no es lo que es sino en y por la sociedad– no sea privado de los encuadramien­tos, de los sostenes, que pueden ofrecerle los diversos grupos y subgrupos sociales. Habiendo tocado este tema de vital impor­tancia, se encuentra al mismo tiempo la idea central del libro so­bre el suicidio y de las lecciones sobre el respeto de la persona. Organizad, organizad y, organizando, moralizareis. De esta mane-ra Durkheim reencuentra, aunque lo haya criticado duramente más de una vez, a este Auguste Comte con el que habíamos co­menzado por asociarlo. Pero, para Durkheim, el desarrollo de los organismos profesionales comportaba también aplicaciones po­líticas directas en el dominio nacional e internacional. Éstas da-ban lugar, por su parte, a singulares anticipaciones y, sin duda, también a ciertas ilusiones. Pero repitamos que este curso no sería hoy lo que fue hace medio siglo; si es legítimo conservar las primeras, sería injusto reprocharle las segundas.

Sea como sea, puesto que la segunda edición de La división del trabajo social contiene la importante introducción consa­grada a los grupos profesionales, son las otras lecciones com­piladas en el presente volumen las que presentan el más vivo interés. Sin tener la inútil pretensión de resumirlas y, de este modo, parecer querer dispensar al lector de recorrerlas por sí mis-mo, señalemos la importancia de aquellas, por lo demás las más numerosas, consagradas a la moral cívica, que introducen, en su desarrollo, el análisis de la naturaleza de la sociedad política y del Estado. Tocamos con ellas la parte más sugestiva, a la que

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paradójicamente se ha prestado poca atención. No nos asombra­remos de ver allí al Estado asociado, primero, y como proviso­riamente, con la noción de poder constituido y arreglo jurídico del grupo. Pero como es el órgano eminente de la sociedad po­lítica, primero se debe definir a esta última. El autor no la defini­rá a partir de la sociedad doméstica, de la familia, en la que se nie­ga a ver su origen. Tampoco en función del territorio, puesto que hay sociedades nómades, o incluso por la importancia numéri­ca, que de todos modos debe ser tenida en consideración, de su población. Durkheim define la sociedad política por el hecho de que integra en ella grupos secundarios de naturaleza diferente, grupos que le son más útiles que perjudiciales, si es cierto que la constituyen, y sin que ella misma pueda jamás convertirse, a su vez, en grupo secundario. Sólo en el seno del federalismo, las sociedades políticas pueden presentar, en concurrencia con su aspecto primario fundamental, un aspecto secundario que refleja la parte federada de ellas mismas, es decir, la parte desprovista de soberanía. Fuera de esto, si comprendo bien, la sociedad es considerada política cuando se presenta –por usar un lenguaje no durkheimiano– bajo la figura de una soberanía englobante. Sin duda, se evocará contra esta definición –que refleja bien el pensamiento del autor, pero que revela al mismo tiempo sus con­tradicciones–, la famosa sociedad segmentaria simple que el pe­ligroso capítulo de Las Reglas que hemos ya tratado pretende colocar como fuente de toda composición política y base de cla­sificación de las diversas especies de sociedades. Pero es justo recordar que la cuestión es presentada sobre todo como una hi­pótesis: la que invita a ver en esta supuesta sociedad política simple una suerte de límite, en el sentido, si se quiere, en que Bergson presenta su “percepción pura” como un límite nunca alcanzado donde se reconciliarían conciencia y materialidad. Para definir la esencia de la sociedad política, aquí también partiría­mos de lo englobante, que sería como lo diferencial de la asocia­ción política. Sin embargo, esta comparación debe ser afectada por una reserva: el surgimiento de las partes no políticas englo­badas y de la totalidad política que las engloba no es sucesivo sino simultáneo.

El Estado es un órgano de este grupo complejo, provisto él mismo de órganos secundarios de ejecución, de tal modo que no es, como podríamos estar tentados a creer, el poder ejecutivo lo que hay que ver en primer término y esencialmente en él. En ver­dad, no es eso lo que es; ni siquiera es un órgano en el sentido

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estrictamente jurídico, sino más bien el representante brain-trust colectivo, diríamos hoy, cuya función propia, con la psicología y la autonomía que le son propias, consiste, según la fórmula de nuestro autor, “en elaborar ciertas representaciones que valen para la colectividad”, y administrar, en nombre y en lugar de ésta, sus intereses comunes. Entonces, el Estado sería directamente deliberativo y sólo indirectamente, por las facultades delegadas a su administración, ejecutivo. ¿Se sigue de ello una suerte de dirigismo universal del pensamiento y del comportamiento en el que algunos, muy poco numerosos, que forman parte de la pe­queña colectividad sui generis –porque se trata de una– que lle­va el nombre de Estado, pensarían y decidirían por todos? No, si es cierto, como piensa el autor, que los derechos innatos del individuo que estaríamos tentados a oponer a este pequeño Le­viatán, no son innatos sino, por el contrario, conferidos por el Estado al individuo, en la exacta medida en que el progreso na­tural de la vida social que va de la heteronomía a la autonomía dibuja más nítidamente, sobre el fondo social, el perfil diferen­ciado del individuo. Entonces, éste extrae de su costumbre de obedecer la aptitud de dirigir y hacerse reconocer como indivi­duo y soberano, convirtiéndose en mandante de los gobernan­tes y modelador de esta sociedad que le ha modelado primero.

No creamos, sin embargo, que Durkheim nos seguiría hasta el nivel de autonomía individual al que nos gustaría arrastrarlo. Se leerá en el presente curso esta declaración tan explícita que sería suficiente para deducirlo: “Al mismo tiempo que la socie­dad alimenta y enriquece la naturaleza individual, tiende inevi­tablemente a sujetarla. Precisamente porque el grupo es una fuer­za moral superior a la de las partes, el primero tiende necesaria­mente a subordinar a las segundas”. Agreguemos rápidamente que se nos ha dicho, afortunadamente y casi al mismo tiempo: cuando la sociedad se extiende, su opresión se relaja. En este momento, la sociedad política se vuelve tutelar porque su domi­nio se ejerce menos directamente sobre los individuos que so­bre los grupos secundarios a los que debe, por una parte, equi­librar y contra los cuales, por otra parte, es a la vez su deber y su conveniencia defender a los individuos. Si éstos, amenazados por la opresión más próxima –y por eso más firme y rigurosa– de los pequeños grupos, se encontraran sojuzgados por ellos, estos grupos –fortalecidos por el dominio que ejercen sobre los indivi­duos– podrían volverse peligrosamente contra el poder político del Estado, universalizando su feudalismo exasperado. Los vasallos

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se convertirían así en amos y la sociedad política misma se des­truiría. La movilidad y la libertad del individuo son producto del instinto de conservación de la sociedad. Hay allí una suerte de mecanismo de contrapesos que recuerda a Montesquieu, a quien se sabe que Durkheim consagró su tesis latina.

No estamos en presencia de un místico del Estado y si éste, como lo preveía el autor, tiene una predisposición a extender cada vez más sus atribuciones, es porque la vida social no podría complejizarse y diversificarse sin desarrollar al mismo tiempo su reglamentación que, por las mismas razones que acabamos de analizar a propósito de las relaciones entre el Estado y sus sub­grupos, protege mucho más al individuo de lo que le estorba. Nuestro autor lo repite más de una vez: lo que está en la base del derecho individual no es la noción de individuo tal como él es, sino la manera en que la sociedad lo concibe y la estimación que de él hace. Y juzgando esta estimación cada vez más eleva­da, está tan lejos de ver en el Estado una amenaza para el indi­viduo que, al contrario, le asigna el papel de “llamar al individuo progresivamente a la existencia moral” y muestra, en medio de creencias religiosas y morales que le parecen debilitarse, cómo se desarrolla cada vez más el culto de la persona humana.

Este ascenso de la persona, emergente de la indiferenciación y la homogeneidad de las comunidades primitivas para hacerse progresivamente reconocer y honrar, es también la idea central que guía las lecciones consagradas a la propiedad y al contra-to. Ahora es fácil hacerse una rápida idea de esto. En primer tér­mino, cómo nace la propiedad. La religiosidad, diseminada en las cosas –lo que sustraía originalmente los objetos de toda apro­piación profana–, ha sido trasladada, por medio de determinados ritos, sea al portal de la casa, sea al perímetro del campo, y ha constituido una especie de muralla de santidad que protegía al espacio así limitado contra toda invasión exterior. Sólo aquellos habilitados por lazos rituales podían entrar a un contacto con las potencias invisibles de la tierra. Luego de que la religiosidad pa-sara de los objetos tabú a las personas místicamente habilitadas, fueron estas personas mismas quienes, a su debido turno, se encontraron en situación –y con el monopolio– de conferir a las cosas que declaraban suyas esta religiosidad que las convertía en propiedad protegida. A partir de esta situación se produce el pasaje de la propiedad colectiva a la propiedad individual, que no se encuentra verdaderamente establecida más que desde el momento en que el individuo se vuelve capaz de imponer el pres­

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tigio de su persona, presentándola como la encarnación misma del grupo de sus ancestros. ¡El derecho privado buscaba, en ese tiempo, su modelo en el derecho público, en tanto hoy el derecho público tendría, al contrario, tantos modelos que copiar en el derecho privado, y el comportamiento de las naciones en el de las personas!

A propósito del contrato, son filiaciones análogas las que se inquieren para hacernos percibir a través de qué avatares, y al precio de qué extraordinarias y costosas complicaciones, puede ser obtenido un resultado aparentemente tan sencillo como el li­bre compromiso recíproco de dos individuos por simple decla­ración y aceptación de la voluntad. Ni la intención, ni la decla­ración proclamadas son suficientes: es necesario movilizar el ri­tual, poner en movimiento, por así decirlo, todo el derecho. Y no son personas singulares sino grupos enteros quienes afrontan colectivamente esta operación tan complicada y costosa como una operación de guerra o un laborioso tratado de paz. Para que fuesen individuos aislados quienes allí intervinieran, y según sus propias necesidades, para que el objeto o la promesa que intercambian les hiciera de golpe propietarios u obligados, sería necesaria a la vez toda una serie de simplificaciones tan lenta­mente adquiridas como la costumbre innata en el instinto y, so­bre todo, para aprovechar estas simplificaciones, debería inter­venir este advenimiento individualista de la persona –idea-fuerza ya considerada más arriba– gracias al que, finalmente, esta per­sona recibiría la capacidad, en el contrato, de jurar espontánea y sólidamente su promesa.

¿Qué debemos concluir de estos rápidos esbozos? Sobre cualquier terreno que hayamos seguido los desarrollos de la doctrina durkheimiana, ¿no la hemos visto converger en la exal­tación de la persona humana, objeto finalmente de un verdade­ro culto? Por el contrario, analizando el método y los temas do­minantes que lo orientaban, ¿no habíamos constatado que este método, cuidadoso de no dejar escapar nada de la especificidad de lo “social” ni tampoco de lo “humano” –siendo, desde su perspectiva, social y humano una misma cosa– se aplicaba, sin embargo, en su esfuerzo más constante, a evitar toda intrusión, sea como agente de iniciativa o como factor de explicación, del individuo en tanto que individuo? El peligro de un ingreso del individuo en el sistema consistía en que introduce con él una imprevisible y caprichosa subjetividad, de oscuras tendencias inconscientes o místicas, sin hablar de la invención pura que

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rompe con la cadena y desafía a la explicación, cosas mortales para la objetividad que debía, sin perder por ello su objeto, ga­nar a cualquier precio la nueva ciencia.

¿Cómo escapar, entonces, de esta aparente contradicción y evadirse de este callejón sin salida sin disolver lo humano, opor­tunamente determinable por su dimensión social, pero que exor­ciza, sin embargo, lo individual necesariamente sacrificado a la ciencia? ¿Contentarse con preservar sólo la dimensión social, como lo proponía el método, sería suficiente para permitir a la doctrina exaltar la persona, como hemos visto? Sí, pero con la única y necesaria condición de que esta persona no sea más que el reflejo de la sociedad –su primogénito, por así decir–, a la que con todas sus complacencias ella ha dotado de los suficientes dones como para permitirle tener proyección y hacerse respetar en calidad de persona. Para lograr esto, ha sido necesario –como ya lo hemos sugerido– elevar esta sociedad tutelar muy por en­cima del promedio del psiquismo, de la moralidad y de la genia­lidad de la masa de los individuos.

Sabemos lo que dice en El suicidio: “Es un error fundamen­tal confundir, como se ha hecho tantas veces, el tipo colectivo de una sociedad con el tipo medio de los individuos que la com­ponen. El hombre medio es de una moralidad muy mediocre. Sólo las máximas más esenciales de la ética están gravadas en él con cierta fuerza, y aún están lejos de tener allí la precisión y la autoridad que tienen en el tipo colectivo, es decir, en el con-junto de la sociedad. Esta confusión, que ha cometido Quételet, hace de la génesis de la moral un problema incomprensible. Por­que, puesto que el individuo es en general de una mediocridad tal, ¿cómo ha podido constituirse una moral que le supere en este punto si ella no expresa más que la media de los temperamentos individuales? Lo más no podría surgir de lo menos”13. Frente a esta insuficiencia media, la moral es presentada “como un sistema de estados colectivos”.

En La educación moral, encontramos la misma observación, pero con un sentido idealista más marcado: “La sociedad, de la que hemos hecho el objeto de la conducta moral, sobrepasa in­finitamente el nivel de los intereses individuales. Lo que debe­mos amar sobre todo en ella no es su cuerpo sino su alma. Y lo que llamamos el alma de una sociedad no es otra cosa que un

13. E. Durkheim, El suicidio: estudio de sociología, Buenos Aires, Edi­torial Schapire, 1965, p. 255.

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conjunto de ideas que el individuo no habría podido concebir nunca, que desbordan su mentalidad, y que no se forman y no viven más que por la concurrencia de una pluralidad de indivi­duos asociados”14. De obra en obra, la sociedad gana títulos de nobleza. He aquí cómo nos la presenta la célebre comunicación sobre los “juicios de valor”: “La sociedad, al mismo tiempo que es la legisladora a la que debemos respeto, es la creadora y de­positaria de todos los bienes de la civilización a los cuales nos encontramos ligados con todas las fuerzas de nuestra alma”. Y, finalmente, el punto culminante del mismo texto: “Es la sociedad la que empuja (al individuo) o le obliga a elevarse por encima de sí mismo… Ella no puede constituirse sin crear el ideal”.

Si del punto culminante descendemos nuevamente al punto de partida, no podemos más que constatar que se encuentra en esta observación difícilmente rebatible: el hecho mismo de la a­gregación de los individuos en sociedad, con todas las estruc­turaciones y todas las interacciones mentales y comportamien­tos recíprocos que implica necesariamente, hace surgir todo un sistema de representaciones, de símbolos, de intercambios y de obligaciones, ajenos al aislamiento individual. Enriquecida con este aporte, ¿cómo habría podido la sociedad tomar una figura menor que la de una conciencia colectiva en la que nuestro au-tor, siempre con la misma desconfianza científica en toda subje­tividad individual, coloca la fuente del ideal y el fundamento de toda regulación? El carácter colectivo de esta conciencia, ¿no la mantiene en el marco de lo objetivo, y su carácter sintético no le asegura, con la especificidad necesaria, el poder creador bus­cado? Si la respuesta es sí, socializar es humanizar y sin perju­dicar a la ciencia.

¿Pero si todo lo humano no se localizara decididamente en la conciencia colectiva? ¿Si una parte de esta humanidad no sur­giese más que en el fuero interno del individuo, luego de que el individuo propiamente dicho se delineara sobre el fondo social, único en el que podía nacer, pero en el marco del cual nada le impide adquirir, a su vez, la capacidad de síntesis, de invención, de significación y de obligación? ¿Tal vez, entonces, este indi­viduo ya no se contentaría con la persona, así promovida en él, de un genio delegado, en la que no sería su propia imagen la que pudiera contemplar? Tal vez estimara, reflejo vuelto luz, una vez anudado en él el haz –síntesis también– de una verdadera con­

14. E. Durkheim, La educación moral, pp. 138-9.

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ciencia individual, que su conciencia debería ser considerada fuente –no fuente única, pero una de las dos fuentes– del de­venir humano, y demandaría entrar con el mismo rango que la otra en el sistema de explicación sociológica, si es cierto que fren­te al individuo así presentado se tiene derecho a decir que lo in­dividual también puede ser objeto de una ciencia.

Ciencia comprensiva por explicativa y no comprensiva por imposibilidad de la explicativa. La comprensión no podría ser exitosamente opuesta a la explicación más que si ésta se confun­de pura y simplemente con la observación. Ahora bien, la expli­cación difiere de la observación por la hipótesis que le propone y por la significación que, comprensiva a su turno, le impone. Y si, al término de la reducción inteligible, la causalidad se resiste decididamente a la identidad, y un residuo –de una diversidad irreductible o un devenir irreversible– queda sin resolver, ¿quién pensará que frente a este eventual residuo una comprensión, aunque fuera “clarividencia emocional” que se quisiera poner en lugar de la explicación, tiene verdaderamente algo mejor que decir que la explicación misma o, en todo caso, tiene siquiera derecho a hablar? Al contrario, la explicación –por haber llevado el aná­lisis casi a sus límites– podrá admisiblemente hablar de la origi­nalidad individual y, sin temor ni reproche, asignarla como cau­sa. Explicación y comprensión no han de ser opuestas ni remiti­das la una a la otra. Son hermanas y, necesariamente, hermanas unidas por la amistad.

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Introducción a las tres lecciones sobre moral profesional

Marcel Mauss (1937)

En 1917, un mes antes de su muerte, Durkheim había redacta­do instrucciones detalladas. Destinaba algunos de sus manus­critos, antes que a cualquier otro y en señal de su amistad, a Xavier Léon. Yo le había prometido esta parte de la “Moral cí­vica y profesional”, que nuestro querido amigo no podrá ver im­presa en su Revista. Fue una pena para mí –y lo seguirá sien­do siempre– no haber tenido ni la energía ni el tiempo para complacerle.

Espero editar próximamente toda esta parte de la obra de Durkheim. Aquí se entregan solamente las tres lecciones consa­gradas a la Moral Profesional propiamente dicha. He aquí como deben leerse.

Estas lecciones formaron parte de un todo. Durkheim repitió tres veces en Burdeos un curso completo sobre lo que podría­mos llamar la Moral. Lo intituló sucesivamente: Física del Dere­cho y de las Costumbres, Fisiología del Derecho y de las Cos­tumbres. Bajo esta forma lo oí en 1890-1892 y fue repetido en 1895-1896. Más tarde lo completó y, en 1898-1900, lo redactó nuevamente. Lo llamó de manera más simple: Moral y Organi­zación moral. En ese momento, aisló estas lecciones y les dio un tratamiento definitivo. Antes, el curso no comprendía la Mo­ral Cívica y Profesional o, mejor dicho, sólo comprendía las partes que han sido retomadas en La división del trabajo social

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y en El suicidio, sobre el estado anómico de nuestras socieda­des y la necesidad de la organización profesional. He aquí como compuso esta parte histórica y práctica de la Moral. Repitió dos veces este curso completo, una vez para sus alumnos de 1904­1906 y otra vez para los últimos alumnos que tuvo antes de la guerra (1912-1914), entre quienes estaba André Durkheim, cuyas notas del curso están en mi poder. Lo retomó una vez más en conferencias durante la guerra (1915-1916).

El único texto escrito de manera definitiva es el de noviem­bre de 1898 a junio de 1900. Es este texto el que aquí publicamos sin alteraciones. De otras versiones escritas del curso no nos quedan más que resúmenes, a menudo extremadamente detalla­dos e importantes, sobre todo los de 1915-1916 que, escritos du­rante la guerra, presentan preocupaciones nuevas. En una edi­ción definitiva, habrá lugar para tener en cuenta todos estos pro­gresos, pero no se lo podrá hacer más que a través notas y suplementos que será menester explicar, con el riesgo de incu­rrir en errores.

Y ahora, he aquí el lugar que ocupa esta Moral Profesional en el conjunto del curso.

En una primera parte, Durkheim estudia los hechos morales en general, es decir, une los que constituyen el derecho y la mo­ral. En posteriores redacciones del curso, sobre todo en la que escribió en París, Durkheim antepuso a este estudio de la moral de las sociedades, un análisis crítico y positivo de los sistemas teóricos de moral, del que no quedan más que resúmenes, aun­que se han conservado –por ejemplo– sus artículos y comuni­caciones sobre El hecho moral. Por otro lado, sus principales conclusiones aparecieron en La división del trabajo social en general, en El suicidio, en varias notas de L´Année Sociologique y en breves memorias, artículos o debates.

Por lo demás, nos ha dejado un resumen de toda esta obra al comienzo de La educación moral: naturaleza y clasificación de las reglas morales y jurídicas, naturaleza y clasificación de las sanciones, naturaleza de la infracción, la criminalidad, las repre­siones, la responsabilidad, la moralidad, el suicidio, la anomia. He aquí lo que correspondía a la “moral del grupo en general”.

Hasta su partida de Burdeos, el Curso sobre la Organización doméstica estaba siempre separado de este curso general sobre la Moral. A veces era dictado con anterioridad, otras veces con

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posterioridad, pero siempre de manera independiente: por lo de­más, esto era lo que correspondía desde el punto de vista rigu­rosamente sociológico: porque en las formas más antiguas y toscas de la moral, la organización de las sociedades enteras casi no articula más que a subgrupos esencialmente familiares; y, a la inversa, estos grupos político-domésticos, de formas vastas (la fratría, el clan e incluso la gran familia indivisa) parecen –aun los más restringidos, incluso en ciertos casos la familia patriar­cal– masas bastante grandes de individuos y tienen ellas mismas un carácter netamente político. Entonces, la organización domés­tica es esencialmente política y, a la inversa, la organización moral y política está constituida esencialmente por la moral de los sub­grupos domésticos. Una de las ideas más generales y más pro­fundas de Durkheim, que comenzó a vislumbrar desde 1889, cuando redactaba por segunda vez su División del trabajo so­cial, y a la que se aferraba cada vez más (llegando a convertir­se en conclusión de su libro sobre el Suicidio en 1897), es pre­cisamente la de la desaparición de la naturaleza y del papel po-lítico-familiar de los grupos antiguos (clanes, grandes familias... etc.), y, por otro lado, la de la necesidad del restablecimiento de nuevos subgrupos morales, que no fuesen ya los grupos fami­liares.

En los cursos siguientes, a partir de 1900, Durkheim reunió el curso de organización doméstica con el curso de organización moral. Y así quedó unificada toda la obra moral de Durkheim, sobre todo en París. Entonces, –en una forma menos desarrollada, menos puramente histórica y descriptiva, pero suficientemente explícita– el estudio de la organización familiar entrañaba todas las consideraciones morales necesarias. La organización domés­tica aparecía en el curso de Moral inmediatamente después de la Moral general, y la Moral Doméstica venía a continuación. De este modo se comprende el lugar teórico y práctico de esta Moral Profesional –correspondiente a los nuevos subgrupos– entre la Moral Doméstica y la Moral Cívica.

Además, el curso de Fisiología del Derecho y de las Cos­tumbres se convertía en un curso de Moral, e incluso de Moral Práctica, o más bien de Organización Moral. De esta manera, lasconsideraciones y las conclusiones de Ética práctica actual y futura, podían finalmente ocupar un amplio espacio. Ciertamente, toda la historia moral del hombre y toda la sociología de los he­chos morales y jurídicos, domésticos y generales, seguían sien­do el punto de partida. Pero no eran ya el único fin: antes que

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nada, debían permitir indicar no solamente cuáles son los verda­deros problemas morales, sino también encontrar a partir de las soluciones de los problemas generales y teóricos, las soluciones de los problemas prácticos; o, si se quiere, tomando en cuenta el pasado y el presente, vislumbrar la manera en que se podrían encontrar modos nuevos de acción y organización que estuvie­sen en consonancia con los problemas que plantean la vida de nuestras sociedades y las necesidades de nuestra acción.

La Moral Cívica y Profesional así construida ha sido profe­sada varias veces. De estos cursos de Moral Cívica y Profesio­nal, hemos seleccionado las lecciones que tratan sobre la Mo­ral Profesional. En primer lugar, nos dan una idea de lo que ha sido el curso en su conjunto: enteramente pragmático en el sen­tido aristotélico del término, es decir, formado por análisis de hechos positivos, históricos, institucionales; pero, en el interior de estos hechos prácticos y como conclusión de ellos, también por principios relativamente normativos. El estudio del “grupo profesional” no tiene nada de dogmático. Pero tampoco hay en él nada de pragmatismo utilitario o intuitivo, y las proposiciones prácticas no resultan de una deducción dialéctica.

A partir de una discusión científica de la Moral Profesional, el trabajo se orienta enteramente hacia la práctica, hacia la orga­nización. Durkheim describe la Moral Profesional tal como la vio funcionar durante todo el período en que intentó su demostra­ción (1885-1917). De este modo, es sobre todo en los veinte úl­timos años de su vida, luego de haber retomado numerosas ve­ces su conclusión (por ejemplo, en sus Conclusiones del Curso sobre la Familia, publicadas en 1921 en la Revue Philosophique), que Durkheim encontró la forma definitiva de su demostración y de sus ideas.

La redacción de 1898-1900 expresa suficientemente este pun-to de vista. Su contenido es conocido por todos los alumnos de Durkheim. El público filosófico, tanto como los sociólogos y los políticos, estarán contentos al encontrar aquí los principios de la Moral Profesional en una forma evidentemente provisoria y esquemática, pero al menos tratada en sí misma y por sí misma.

En este tiempo de soviets, de corporaciones de todo tipo, de corporativismos de todas las especies, en este tiempo de golpes tácticos, de políticas sistemáticamente opuestas, de institucio­nes radicales, de revoluciones y de reacciones feroces, no po­

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demos reservarnos sólo para nosotros el conocimiento del pen­samiento de Durkheim sobre estos problemas. Pues, desde nues­tro punto de vista, ha sido Durkheim quien –hace ya mucho tiempo y mejor que nadie desde entonces– ha sabido plantear algunos de sus principales aspectos y quien ha intuido su me­jor solución práctica: moral, jurídica, económica.

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LECCIONES DE SOCIOLOGÍA FÍSICA DE LAS COSTUMBRES Y DEL DERECHO

Émile Durkheim

Portada facsímile de la primera edición de Leçons de sociologie. Physique des mæurs et du droit,

París, Presses Universitaires de France.

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Primera Lección

La Moral profesional

La física de las costumbres y el derecho tiene por objeto el es­tudio de los hechos morales y jurídicos. Estos hechos consis­ten en reglas de conducta sancionadas. El problema que se plantea la ciencia es investigar:

1° Cómo se han constituido históricamente estas reglas, es decir, cuáles son las causas que las han suscitado y los fines útiles que cumplen.

2° La manera en que funcionan en la sociedad, es decir, el modo en que son aplicadas por los individuos.

En efecto, una cosa es preguntarse cómo se ha formado nuestra noción actual de la propiedad y de dónde deriva, por consiguiente, que el robo sea –según las condiciones fijadas por la ley– un crimen; otra cosa es determinar cuáles son las condi­ciones que hacen que la regla que protege el derecho de propie­dad sea más o menos observada, es decir, cómo es que las so­ciedades tienen más o menos ladrones. Pero, aunque distintas, las dos clases de problemas no podrían ser separadas en el es­tudio, puesto que están íntimamente relacionadas. Las causas de las que ha resultado el establecimiento de la regla, y las causas que hacen que impere sobre un número más o menos grande de conciencias, sin ser exactamente las mismas, se controlan y es­clarecen mutuamente. El problema de la génesis y el problema del funcionamiento pertenecen a un mismo campo de investigación. Por eso los instrumentos metodológicos que emplea la física de las costumbres y el derecho son de dos tipos: por un lado, es­

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tán la historia y la etnografía comparadas que nos permiten ac-ceder a la génesis de la regla, que nos muestran sus elementos –elementos inicialmente disociados que se han ido uniendo pro­gresivamente–; en segundo lugar, está la estadística comparada que permite medir el grado de autoridad relativa del que está in­vestida esta regla frente a las conciencias individuales y descu­brir las causas en función de las cuales varía esta autoridad. Sin duda, no estamos actualmente en condiciones de tratar cada problema moral desde ambos puntos de vista, porque no con­tamos con la suficiente información estadística. Pero es impor­tante remarcar que una ciencia completa debe plantearse ambas cuestiones.

Así definido el objeto de investigación, quedan también de­terminadas las divisiones de la ciencia. Los hechos morales y jurídicos –diremos los hechos morales a secas– consisten en re­glas de conducta sancionadas. La sanción es, entonces, la ca­racterística general de todos los hechos de este género. Ningún otro hecho humano presenta esta particularidad. Porque la san­ción, tal como la hemos definido, no es simplemente una conse­cuencia espontánea de la acción humana, como cuando se dice –por un empleo abusivo del término– que la enfermedad es la sanción de la intemperancia, o el fracaso en el examen la sanción de la pereza del candidato. La sanción es, ciertamente, una con­secuencia del acto, pero una consecuencia que resulta no del acto en sí mismo sino de su adecuación o no a una regla de con­ducta preestablecida. El robo está penado y esta pena es una sanción. Pero la pena no se deriva de las particulares operacio­nes materiales que constituyen el robo; la reacción represiva que sanciona el derecho de propiedad se debe enteramente a que el robo, es decir, el atentado contra la propiedad de un semejante, está prohibido. El robo es castigado porque está prohibido. Ima­ginemos una sociedad que tuviese una idea de la propiedad di­ferente de la nuestra, y muchos de los actos que hoy son con­siderados robos y son penados como tales, perderían ese carác­ter y dejarían de ser reprimidos. La sanción no tiene que ver con la naturaleza intrínseca del acto: una sanción puede desaparecer y el acto antes condenado seguir existiendo tal como era. La san­ción depende de la relación que existe entre un acto y la regla que lo permite o lo prohibe. Y he aquí por qué todas las reglas del derecho y de la moral se definen por la sanción.

Siendo la sanción un elemento esencial de toda regla moral, debería ser ella el primer objeto de nuestra investigación. Por eso

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la primera parte de este curso ha sido consagrada a una teoría de las sanciones. Hemos distinguido los diferentes tipos de san­ciones: penales, morales, civiles. Hemos buscado su raíz común y el modo en que, a partir de esta raíz, se ha dado su diferencia­ción. Este estudio de las sanciones ha sido realizado con abso­luta independencia de toda consideración relativa a las reglas mismas. Pero después de haber aislado así su característica co­mún, era necesario pasar a las reglas mismas. Es esto lo que cons­tituye la parte esencial y central de la ciencia.

Pasemos a las reglas, que se agrupan en dos clases. Unas se aplican a todos los hombres indistintamente. Son las relativas al hombre en general, considerado en cada uno de nosotros. To-das las que nos prescriben la manera en que se debe respetar o desarrollar la humanidad, sea en nosotros o en nuestros seme­jantes, valen para todos los hombres indistintamente. Estas re­glas de moral universal se distribuyen en dos grupos: las que conciernen las relaciones de cada uno de nosotros consigo mis-mo, es decir, aquellas que constituyen la moral individual, y, en segundo lugar, aquellas que conciernen a las relaciones que con­traemos con los otros hombres, haciendo abstracción de todo grupo particular. Los deberes que nos prescriben las unas y las otras dependen únicamente de nuestra calidad de hombres o de la calidad de hombres de aquellos con quienes nos relacionamos. Estos deberes no podrían, con respecto a una misma concien­cia moral, variar de un sujeto a otro. Ya hemos estudiado el pri­mero de estos dos grupos de reglas, y el estudio del segundo constituirá la última parte del presente curso. No debería sorpren­der, por lo demás, que estas dos partes de la moral –que están estrechamente emparentadas en ciertos aspectos– sean separa­das en nuestro estudio y colocadas en los dos extremos de la ciencia. Esta clasificación tiene una razón. Las reglas de la mo­ral individual tienen la función de fijar los cimientos fundamen­tales y generales de toda la moral en la conciencia del individuo. Todo el resto se apoya sobre estos cimientos. Por el contrario, las reglas que determinan los deberes que los hombres tienen los unos con los otros por el simple hecho de ser hombres, son la parte culminante de la ética. Constituyen su punto más elevado, la sublimación del resto. Entonces, el orden de la investigación no es artificial; se adecua al orden de las cosas.

Pero entre estos dos puntos extremos se intercalan deberes de otra naturaleza. No dependen de nuestra calidad general de hombres, sino de las cualidades particulares que no todos los

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hombres poseen. Ya Aristóteles remarcaba que, en cierta medi­da, la moral varía con los agentes que la practican. La moral del hombre, decía, no es la de la mujer; la moral del adulto no es la del niño; la del esclavo no es la del amo, etc. La observación es correcta y tiene una generalidad mayor que la que podía supo­ner Aristóteles. En realidad, la mayor parte de nuestros deberes tienen este carácter. Tal era el caso en aquellos que hemos es­tudiado el año pasado, es decir, aquellos que –en su conjunto– constituyen el derecho y la moral doméstica. Allí, en efecto, en­contramos la diferencia entre los sexos, las edades, la que de­pende del grado más o menos próximo de parentesco, y todas estas diferencias afectan las relaciones morales. Asimismo, es­tán los deberes que tendremos la ocasión de estudiar más ade­lante, es decir, los deberes cívicos o deberes del hombre para con el Estado. Porque, como no todos los hombres dependen del mismo Estado, tienen por ello deberes diferentes y a veces con­trarios. Sin hablar de los antagonismos que se producen por esta razón, las obligaciones cívicas varían según los Estados y no todos los Estados tienen la misma naturaleza. Los deberes del ciudadano son distintos en una aristocracia o en una democra­cia, en una democracia o en una monarquía. Sin embargo, los deberes domésticos y los deberes cívicos presentan un grado bastante alto de generalidad. Porque todo el mundo pertenece, en principio, a una familia y funda una nueva. Todo el mundo es padre, madre, tío, etc. Y si no todos tienen la misma edad en el mismo momento –ni, por consiguiente, los mismos deberes en el seno de la familia– estas diferencias sólo duran un tiempo. Si estos distintos deberes no son cumplidos por todos al mismo tiempo, sí son observados por cada uno de manera sucesiva. No hay ninguno del que el hombre no deba ocuparse, al menos en condiciones normales. Las diferencias que derivan del sexo son durables, pero se reducen sólo a matices. Del mismo modo, aun cuando la moral cívica varía según los Estados, todo el mundo depende de un Estado y, por esta razón, tiene deberes que en todos lados son parecidos en sus rasgos fundamentales (debe­res de fidelidad, abnegación). Pero hay una clase de reglas cuya diversidad es mucho más marcada: son aquellas que –en con-junto– constituyen la moral profesional. Como profesores tene­mos deberes que no son los del comerciante; el industrial tiene deberes completamente distintos de los del soldado; los del sol-dado son diferentes de los del sacerdote, etc. Al respecto pue­de decirse que hay tantas morales como profesiones diferentes

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y, como en principio cada individuo sólo ejerce una profesión, resulta que estas diferentes morales se aplican a grupos de in­dividuos absolutamente distintos. Estas diferencias pueden lle­gar incluso al contraste. Estas morales no sólo son distintas las unas de las otras, sino que entre algunas de ellas hay una ver­dadera oposición. El científico tiene el deber de desarrollar su espíritu crítico, de no subordinar su entendimiento a ninguna otra autoridad que la de la razón; debe esforzarse por ser un es­píritu libre. El sacerdote, el soldado, en ciertos aspectos tienen el deber contrario. La obediencia pasiva puede ser obligatoria para ellos. A veces, el médico tiene el deber de mentir o de no decir la verdad que conoce; el hombre de otras profesiones tie-ne el deber opuesto. En el seno de cada sociedad, encontramos una pluralidad de morales que funcionan paralelamente. Vamos a ocuparnos de esta parte de la ética, y el lugar que le asigna­mos en el desarrollo de este estudio está en perfecta conformi­dad con el carácter que acabamos de reconocerle. Este particu­larismo, inexistente en la moral individual, aparece en la moral doméstica, para llegar a su apogeo en la moral profesional, de­clinar con la moral cívica y desaparecer nuevamente en la moral que regula las relaciones de los hombres en tanto hombres. Des-de este punto de vista, la moral profesional está en el lugar que le corresponde, entre la moral familiar de la que hemos hablado y la moral cívica de la que hablaremos más tarde. Por eso le de­dicaremos ahora algunas palabras.

Pero sólo podemos hablar de ella brevemente, porque es ma­nifiestamente imposible describir la moral que es propia a cada profesión –lo que sería una empresa muy ambiciosa– y mucho más lo es explicarla. No podemos más que presentar algunas consideraciones sobre las cuestiones más importantes que pue­den plantearse sobre este tema. Las reduciremos a dos: 1° ¿Cuál es el carácter general de la moral profesional en relación con las otras esferas de la ética? 2° ¿Cuáles son las condiciones gene­rales que requiere el establecimiento y el funcionamiento normal de toda moral profesional?

El rasgo distintivo de esta moral, el que la diferencia de las otras partes de la ética, es el desinterés con el que la considera la conciencia pública. No hay reglas morales cuya violación, al menos en general, sea vista con más indulgencia por la opinión. Las faltas que sólo conciernen a la profesión son objeto de una reprobación que pierde intensidad fuera del medio propiamente profesional. Son consideradas veniales. La pena disciplinaria

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pronunciada, por ejemplo, contra un funcionario por sus supe­riores jerárquicos o por los tribunales especiales de los que de­pende, nunca afecta gravemente el honor del culpable, a menos que sea al mismo tiempo una ofensa contra la moral común. Un recaudador que comete un acto deshonesto recibe el mismo trato que cualquier persona que incurra en este tipo de actos; pero un contador que no respeta las reglas de una contabilidad escrupu­losa, un funcionario que invierte poco esfuerzo en el cumplimien­to de sus funciones, no se convierten en culpables, aun cuan­do sean tratados como tales en el cuerpo al que pertenecen. No honrar la propia firma es una vergüenza, casi la vergüenza supre­ma, en los medios industriales y comerciales. Pero en otros ám­bitos se lo juzga de otra manera. No se nos ocurre negar nues­tra estima a alguien que ha quebrado sólo por estar quebrado. Este carácter de la moral profesional se explica fácilmente. Esta moral no puede interesar vivamente a la conciencia común, pre­cisamente porque no es común a todos los miembros de la so­ciedad, porque está fuera de esta conciencia común. Precisamen­te porque impera sobre funciones que no todo el mundo cum­ple, no todos pueden sentir qué son estas funciones, qué es lo que deben ser y cuáles deben ser las relaciones entre los indi­viduos encargados de ellas. Todo esto escapa, en mayor o me-nor medida, a la opinión general, se encuentra al menos parcial­mente fuera de su esfera inmediata de acción. He aquí por qué el sentimiento público es ofendido débilmente por este tipo de faltas. Sólo le atañen aquellas que por su gravedad son suscep­tibles de tener repercusiones generales.

Queda así indicada la condición fundamental sin la cual no puede haber una moral profesional. Una moral es siempre la obra de un grupo y no puede funcionar más que si este grupo la pro­tege con su autoridad. Está compuesta por reglas que dirigen a los individuos, que los obligan a actuar de cierta manera, que imponen límites a sus inclinaciones y les impiden ir más allá. Ahora bien, sólo hay un poder moral –y, por consiguiente, su­perior al individuo– que puede imponerle legítimamente una ley: el poder colectivo. En la medida en que el individuo es abando­nado a sí mismo, en la medida en que es eximido de toda obli­gación social, es liberado también de toda obligación moral. La moral profesional no podría sustraerse a esta condición de toda moral. Puesto que la sociedad en su conjunto se desinteresa de ella, es necesario que existan grupos especiales en el seno de los cuales esta moral se elabore, y que velen por hacerla respetar.

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Estos grupos no pueden ser otros que los grupos formados por la reunión de los individuos de la misma profesión, o grupos pro­fesionales. Mientras que la moral común tiene por sustrato úni­co, por único órgano, al conjunto de la sociedad, los órganos de la moral profesional son múltiples. Hay tantos como profesiones; y cada uno de estos órganos goza de una autonomía relativa, tanto respecto a los otros órganos como al conjunto de la so­ciedad, puesto que es el único competente para reglamentar las relaciones de las que está encargado. Y de este modo aparece, con mayor evidencia aún, el carácter particular de esta moral: implica una verdadera descentralización de la vida moral. Mien­tras la opinión en que se basa la moral común está difusa en toda la sociedad, sin que uno pueda decir que está aquí más que allí, la moral de cada profesión está localizada en una región restrin­gida. De este modo, se forman centros de vida moral distintos aunque solidarios y la diferenciación funcional corresponde a una suerte de polimorfismo moral.

De esta afirmación se desprende inmediatamente otra, a título de corolario. Dado que cada moral profesional es la obra del gru­po profesional, no puede haber grandes diferencias entre la una y el otro. En general, siendo todo lo demás constante, cuanto más fuertemente constituido está un grupo, más numerosas son las reglas morales que le son propias y mayor la autoridad que éstas tienen para imponerse sobre las conciencias. Porque cuan­do el grupo es más coherente, los individuos sostienen un con­tacto más estrecho y frecuente; ahora bien, cuando estos con­tactos son más frecuentes e íntimos, se intercambian más ideas y sentimientos, la opinión común se extiende a un mayor núme­ro de cosas, precisamente porque hay un mayor número de co­sas en común. Imaginemos, por el contrario, una población es­parcida sobre un vasto territorio, sin que las diferentes fraccio­nes puedan comunicarse fácilmente: cada una vivirá por su lado y la opinión pública no se formará más que en raras ocasiones, en las que será necesario un trabajoso ensamblaje entre estas secciones dispersas. Al mismo tiempo, cuando el grupo es fuer­te, su autoridad se transfiere a la disciplina moral que instituye y que es, por consiguiente, respetada en la misma medida. Por el contrario, una sociedad inconsistente, a cuyo control es fácil escapar y cuya presencia no siempre se siente, no puede comu­nicar más que un muy débil ascendiente a los preceptos que ela­bora. Por consiguiente, podemos decir que la moral profesional estará más desarrollada y tendrá un funcionamiento más avan­

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zado, cuanto más consistencia y mejor organización tengan los grupos profesionales.

Esta condición es cumplida con suficiencia por un cierto nú­mero de profesiones. Es el caso, sobre todo, de aquellas que es­tán más o menos vinculadas con el Estado, es decir, que tienen un carácter público: ejército, enseñanza, magistratura, adminis­tración, etc. Cada uno de estos grupos de funciones forma un cuerpo definido, que tiene su unidad, su reglamentación espe­cial, sus órganos especiales encargados de hacerla respetar. A veces, estos órganos son funcionarios encargados de controlar aquello que hacen sus subordinados (inspector, director, supe­rior jerárquico de todo tipo) y, otras veces, verdaderos tribuna-les, designados por elección o a través de otros mecanismos, encargados de reprimir las violaciones graves del deber profe­sional (consejos superiores de la magistratura, de instrucción pública, consejos de disciplina de todo tipo). Fuera de estas pro­fesiones, hay una –que no es pública en el mismo grado que las precedentes– que, sin embargo, presenta una organización simi­lar: es la de los abogados. En efecto, el orden –para emplear la expresión consagrada– es una corporación organizada, que tie-ne asambleas regulares y de la que se encarga un consejo elec­tivo, que se ocupa de hacer respetar las reglas tradicionales, co­munes al grupo. En todos estos casos, la coherencia del grupo es manifiesta y está asegurada por su organización misma. En todos ellos se observa una disciplina que reglamenta todas los detalles de la actividad funcional y que sabe hacerse respetar.

Pero la observación más importante a la que debe dar lugar este estudio de la moral profesional, es que hay toda una cate­goría de funciones que no satisfacen en modo alguno esta con­dición; son las funciones económicas, tanto la industria como el comercio. Sin duda, los individuos que se dedican al mismo ofi­cio están en relación los unos con los otros por el hecho mis-mo de sus ocupaciones similares. La competencia misma los pone en relación. Pero estas relaciones no tienen nada de regu­lar: dependen del azar de los encuentros y son estrictamente in­dividuales. Cada industrial entra individualmente en contracto con otro; pero el cuerpo de los industriales de una misma indus­tria no se reúne a intervalos regulares. Con mayor razón, no hay –por encima de los miembros de la profesión– un cuerpo que mantenga su unidad, que sea el depositario de las tradiciones, de las prácticas comunes, y que las haga observar. Un órgano de este tipo no puede ser otra cosa que la expresión de la vida

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común del grupo, pero en estos casos el grupo no tiene vida común, al menos no la tiene de manera continua. Sólo excepcio­nalmente puede verse a un grupo de trabajadores celebrar un congreso para tratar algunas cuestiones de interés general. Es­tos congresos no duran nunca más que un tiempo, no sobrevi­ven a las circunstancias particulares que los han suscitado y, por consiguiente, la vida colectiva que han generado se extingue con ellos.

Ahora bien, de esta falta de organización de las profesiones económicas resulta una consecuencia de gran importancia. En toda esta región de la vida social no existe una moral profesio­nal. O, al menos, la que existe es tan rudimentaria que lo máxi­mo que puede verse es una promesa para el futuro. Como por la fuerza de las cosas hay contacto entre los individuos, se desa­rrollan algunas ideas comunes y algunos preceptos de conduc­ta, pero muy vagos y carentes de autoridad. Si se intentara fijar en un lenguaje definido las ideas corrientes sobre lo que deben ser las relaciones del empleado con su patrón, del obrero con el empresario, de los industriales que compiten entre sí y de éstos con el público, ¡qué fórmulas indefinidas e indeterminadas se obtendrían! Algunas generalidades sobre la fidelidad y la abne­gación que el empleado y el obrero deben a quienes los emplean, sobre la moderación con que el empleador debe servirse de su preponderancia económica, una cierta reprobación de toda com­petencia desleal, esto es casi todo lo que contiene la concien­cia moral de las diferentes profesiones. Prescripciones tan vagas y tan alejadas de los hechos no pueden ejercer una acción in­tensa sobre la conducta. Por otro lado, no existe ningún órga­no encargado de hacerlas respetar. No tienen otras sanciones que aquellas de las que dispone la opinión difusa, y como esta opi­nión no es sostenida por relaciones frecuentes entre los indivi­duos, como no está en condiciones de ejercer un control sufi­ciente sobre los actos individuales, le falta consistencia y auto­ridad. Resulta de ello que la moral profesional tiene poco peso sobre las conciencias y se reduce a tan poca cosa que es como si no existiera. De este modo, existe actualmente toda una esfe­ra de la actividad colectiva que está fuera de la moral, que está casi enteramente sustraída de la acción moderadora del deber.

¿Es normal este estado de cosas? Importantes doctrinas lo han sostenido. En primer lugar, el economicismo sostiene que el juego de las fuerzas económicas se regularía a sí mismo y ten­dería automáticamente al equilibrio sin que fuera necesario ni

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posible someterlo a un poder moderador. Una concepción simi­lar subyace a la mayor parte de las doctrinas socialistas. El so­cialismo admite, al igual que el economicismo, que la vida eco­nómica está en condiciones de organizarse a sí misma, de fun­cionar regular y armónicamente sin que ninguna autoridad moral se ocupe de ella, a condición de que el derecho de propiedad sea transformado, que las cosas dejen de estar monopolizadas por los individuos y las familias para ser puestas en manos de la so­ciedad. Hecho esto, el Estado sólo tendría que llevar una esta­dística exacta de las riquezas periódicamente producidas y dis­tribuirlas entre los asociados según una fórmula preestablecida. Ahora bien, ambas teorías erigen como estado de derecho un estado de hecho que es patológico. Es absolutamente cierto que la vida económica tiene actualmente este carácter; pero es impo­sible que lo conserve, incluso al precio de una transformación profunda de la organización de la propiedad. Es imposible que una función social exista sin disciplina moral. Porque, de otro modo, no hay más que apetitos individuales –que son natural-mente infinitos, insaciables– y, si nada los regula, no podrían regularse a sí mismos.

Y de allí proviene, precisamente, la crisis que sufren las so­ciedades europeas. La vida económica ha adquirido, desde hace dos siglos, un desarrollo que no había tenido jamás; de función secundaria que era, despreciada, abandonada a las clases infe­riores, ha pasado al primer lugar. Las funciones militares, admi­nistrativas y religiosas pierden terreno frente a ella. Sólo las fun­ciones científicas están en condiciones de disputarle esta prima­cía, y aun la ciencia tiene prestigio frente a la sociedad en la medida en que puede servir a la práctica, es decir, en gran par­te, a las profesiones económicas. Se ha dicho, no sin razón, que las sociedades habrían de ser esencialmente industriales. Una forma de actividad que tiende a ocupar tal lugar en el conjunto de la sociedad no puede estar desprovista de toda reglamenta­ción moral especial, sin que de ello resulte una verdadera anar­quía. Las fuerzas que han sido desatadas ya no saben cuál es su desarrollo normal, dado que nada les indica donde deben de­tenerse. Se tropiezan unas con otras en movimientos discordan­tes, invadiéndose, reduciéndose, rechazándose mutuamente. Sin dudas, las más fuertes logran destruir a las más débiles, o al me-nos colocarlas en un estado de subordinación. Pero, como esta subordinación no es más que un estado de hecho que no está consagrado por ninguna moral, no es aceptada más que por obli­

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gación y hasta el día en que llegue una revancha siempre espe­rada. Los tratados de paz que se firman son siempre provisorios; son treguas que no pacifican los espíritus. De allí provienen los conflictos siempre renacientes entre los diferentes factores de la organización económica. Proponernos esta competencia anár­quica como un ideal al que es necesario que nos orientemos, que conviene incluso realizar de manera más completa, es confundir la enfermedad con el estado de salud. Y, por otra parte, para sa­lir de ella, no es suficiente modificar de una vez para siempre la base de la vida económica; porque, aunque se la organice de otra manera o se introduzca en ella una nueva disposición, no se con­vertirá en otra cosa de la que es, ni cambiará de naturaleza. Y, por su propia naturaleza, no es autosuficiente. El orden, la paz en­tre los hombres, no puede resultar automáticamente de causas completamente materiales, de un mecanismo ciego, por más sa-bio que sea. Es una obra moral.

Desde otro punto de vista, este carácter amoral de la vida económica constituye un peligro público. Actualmente, las fun­ciones de este orden absorben las fuerzas de la mayor parte de la nación. La vida de una multitud de individuos transcurre en el medio industrial y comercial. De allí se sigue que, en tanto este medio está débilmente impregnado de moralidad, la mayor parte de la existencia de estos individuos transcurre por fuera de toda acción moral. ¿Cómo no ha de ser este estado de cosas una fuen­te de desmoralización? Para que el sentimiento del deber arrai­gue fuertemente en nosotros, es necesario que las circunstan­cias en que vivimos lo mantengan despierto. Es necesario que haya alrededor de nosotros un grupo que nos lo recuerde cuan­do estamos tentados a hacer oídos sordos. Un modo de actuar, cualquiera que sea, no se consolida más que por la repetición y el uso. Si vivimos una vida amoral durante una buena parte del día, ¿cómo han de incorporarse en nosotros los resortes de la moralidad? No estamos naturalmente inclinados a incomodarnos, a hacer esfuerzos; si no fuéramos invitados a cada instante a ejer­cer la moral, ¿cómo podríamos habituarnos a ello? Si en las tareas que ocupan casi todo nuestro tiempo no seguimos otra regla que la de nuestro propio interés, ¿cómo podríamos encontrarle el gusto al desinterés, al olvido de nosotros mismos, al sacrificio? He aquí como el desenfreno de los intereses económicos ha sido acompañado por una disminución de la moral pública. Mientras el industrial, el comerciante, el obrero, el empleado llevan a cabo su trabajo, no hay nada por encima de ellos que contenga su

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egoísmo, no están sometidos a ninguna disciplina moral y, por consiguiente, están exentos1 de toda disciplina de este tipo.

Es de la mayor importancia, entonces, que la vida económi­ca sea regulada2, que se moralice para que los conflictos que la perturban desaparezcan y para que los individuos dejen de vi-vir en el seno de un vacío moral en el que su propia moralidad individual se debilita. Es necesario que se constituya, en este orden de funciones sociales, una moral profesional más concreta, más próxima a los hechos, más extendida que la que existe hoy. Es necesario que haya reglas que indiquen a cada uno de los colaboradores sus derechos y sus deberes, no de una manera general y vaga, sino precisa y detallada, que apunte a las prin­cipales circunstancias que se producen ordinariamente. Estas relaciones no pueden permanecer en un estado de equilibrio per­manentemente inestable. Pero una moral no se improvisa. Es la obra del grupo mismo al que debe aplicarse. Si ella falta, es por­que el grupo no tiene la suficiente cohesión, porque no existe lo suficiente en tanto grupo, y el estado rudimentario de su moral no hace más que expresar este estado de disgregación. Por con­siguiente, el verdadero remedio para este mal es dotar de una mayor consistencia a los grupos profesionales en el orden eco­nómico. Mientras la corporación no es hoy más que un conjun­to de individuos, sin lazos durables entre ellos, es necesario que se convierta –o vuelva a convertirse– en un cuerpo definido y organizado. Pero toda concepción de este tipo choca contra los prejuicios históricos que aún la hacen muy impopular y que es necesario, por consiguiente, disipar.

1 . “Exentos”: lectura probable. 2 . “Sea regulada”: lectura sólo probable.

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Segunda Lección

La Moral profesional (continuación)

No hay forma de actividad social que pueda existir sin una dis­ciplina moral que le sea propia. En efecto, todo grupo social, sea extenso o restringido, es un todo formado por partes; el indi­viduo es el elemento último cuya repetición constituye ese to-do. Ahora bien, para que tal grupo pueda mantenerse, es nece­sario que cada parte no proceda como si estuviera sola, es decir, como si fuera en sí misma un todo; es necesario, al con­trario, que se comporte de modo tal que el todo pueda subsis­tir. Pero las condiciones de existencia del todo no son las de las partes, por la sencilla razón de que son dos clases distintas de cosas. Los intereses del individuo no son los del grupo al que pertenece y, a menudo, hay entre ellos un verdadero antagonis­mo. Estos intereses sociales que el individuo debe tener en cuenta, son percibidos confusamente, porque son exteriores a él. No los tiene siempre presentes, como sí tiene aquello que le concierne e interesa. Es necesario, entonces, que haya una or­ganización que se los recuerde, que le obligue a respetarlos, y esta organización no puede ser otra que la disciplina moral. Por­que toda disciplina moral es un cuerpo de reglas que prescri­ben al individuo aquello que debe hacer para no atentar contra los intereses colectivos, para no desorganizar la sociedad de la que forma parte. Si se dejara llevar por la inclinación de su na­turaleza, no habría razón para que no se desarrollara –o busca­ra desarrollarse– sin límite en contra de todos, sin preocupar­se por los problemas que puede causar a su alrededor. La disciplina moral lo contiene, le señala los límites, le dice lo que

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deben ser las relaciones con sus semejantes, a dónde comien­zan las intrusiones ilegítimas y cuáles son los servicios efecti­vos que debe prestar para el mantenimiento de la comunidad. Y, como esta disciplina tiene por función representar ante sus ojos fines que no son los suyos, que lo superan, que le son ex­teriores, se le aparece –y es realmente así en ciertos aspectos– como una cosa exterior que se le impone. Las concepciones populares expresan esta trascendencia de la moral, al conside­rar a los preceptos fundamentales de la ética como leyes que emanan de la divinidad. Y cuanto más extenso sea un grupo social, más necesaria ha de ser esta reglamentación. Porque cuando es pequeño, la diferencia entre el individuo y la socie­dad es exigua; el todo apenas se distingue de la parte y, por consiguiente, los intereses del todo –y los lazos que guardan con los intereses de cada uno– son directamente perceptibles por sus miembros. Pero a medida que la sociedad se hace más voluminosa, la diferencia se vuelve más marcada. El individuo sólo puede abarcar una pequeña porción del horizonte social; si no hay reglas que le prescriban lo que debe hacer para que su acción se adecue a los fines colectivos, es inevitable que esta acción se vuelva antisocial.

Por esta razón, es imposible que cada actividad profesional carezca de una moral propia. Y, en efecto, hemos visto que un gran número de profesiones satisface este desiderátum. Las fun­ciones económicas constituyen la única excepción. No es que no encontremos en ellas algunos rudimentos de moral profesio­nal, pero están tan poco desarrollados, tan débilmente sancio­nados, que es como si no existiesen. Se ha reivindicado esta anarquía moral como un derecho de la vida económica. Se ha di-cho que, para ser normal, no tiene necesidad de estar regulada. ¿Pero de dónde podría venirle tal privilegio? ¿Cómo podría sus­traerse esta función social de la condición más elemental de toda organización social? Sin duda, si todo el economicismo clásico ha podido engañarse en tal medida, es porque estudiaba las fun­ciones económicas como si fueran un fin en sí mismas, sin pre­guntarse qué repercusión podían tener sobre el orden social en su conjunto. Desde este punto de vista, la producción parecía ser el fin esencial de toda la actividad industrial y puede pare­cer, en ciertos aspectos, que la producción no necesita estar re­glamentada para ser intensa; que, al contrario, es mejor dejar que las iniciativas individuales, los egoísmos particulares, se estimu­len y exasperen mutuamente, en lugar de intentar contenerlos y

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moderarlos. Pero la producción no es todo, y si la industria sólo puede ser productiva a condición de alimentar un estado de gue­rra crónica entre los productores y un descontento permanen­te, el mal que hace no tiene compensación. Incluso desde el pun-to de vista puramente utilitario, ¿de qué sirve acumular riquezas si no logran calmar los deseos del mayor número, sino que, al contrario, excitan sus impaciencias? Se olvida que las funciones económicas no son un fin en sí mismas, no son más que un me­dio para determinado fin, uno de los órganos de la vida social, y la vida social es, antes que nada, una comunidad armónica de esfuerzos, una comunión de espíritus y voluntades orientados hacia el mismo fin. La sociedad no tiene razón de ser si no brin-da un poco de paz a los hombres, paz en sus corazones y paz en sus intercambios mutuos. Si la industria no puede ser produc­tiva más que alterando esta paz y desencadenando la guerra, no vale la pena que cuesta. Agreguemos que, incluso desde la pers­pectiva de los intereses económicos, la intensidad de la produc­ción no es todo. La regularidad tiene también su importancia. No sólo importa que muchas cosas sean producidas, sino también que lleguen regularmente y en cantidad suficiente a los trabaja­dores; que no se sucedan períodos de abundancia y períodos de carestía. Ahora bien, la ausencia de reglamentaciones impide esta regularidad.

A menudo, el economicismo realza1 la desaparición de las viejas carestías que, en efecto, se han vuelto imposibles desde que el relajamiento de las aduanas y la facilidad de las comuni­caciones permiten que un país pida a los otros las provisiones que le hacen falta. Pero las crisis alimentarias de otros tiempos han sido reemplazadas por las crisis industriales y comerciales que, por los problemas que generan, no son menos monstruo­sas. Y cuanto más voluminosas se vuelven las sociedades, más se extienden los mercados y más urgente se vuelve la reglamen­tación que ponga fin a esta inestabilidad. Porque, debido a las razones expuestas más arriba, cuanto más el todo supera a la parte, cuanto más desborda la sociedad al individuo, menos puede este individuo sentir por sí mismo las necesidades sociales, los intereses sociales que es indispensable que tenga en cuenta.

1 . Lectura muy probable. Más arriba, Durkheim se ha referido al eco­nomicismo clásico como autosuficiente y sin ninguna preocupación que lo desborde: al economicismo así concebido, le reconoce el méri­to de haber liberado a los hombres de las crisis de carestía. La idea es clara salvo por la expresión “realza”.

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Ahora bien, para que esta moral profesional pueda estable­cerse en el orden económico, es necesario que el grupo profe­sional –que está casi completamente ausente en esta región de la vida social– se constituya o se reconstituya. Porque sólo él puede elaborar la reglamentación necesaria. Pero aquí nos cho-camos con un prejuicio histórico. Este grupo profesional tiene un nombre en la historia, que es el de corporación, y la corpo­ración es considerada solidaria de nuestro antiguo régimen po­lítico y, por consiguiente, se entiende que no puede sobrevivirlo. Parece que reclamar una organización corporativa para la indus­tria y el comercio sería dar un paso atrás y, según la tesis gene­ral, tales regresiones son consideradas como fenómenos pato­lógicos.

Sin embargo, hay un primer hecho que debería ponernos en guardia contra este razonamiento: la gran antigüedad de las cor­poraciones. Si dataran de la Edad Media, se podría creer que –nacidas con el sistema político de entonces– deberían desapa­recer necesariamente con él. Pero, en realidad, tienen un origen mucho más antiguo. Desde el momento en que hay oficios, des-de que la industria deja de ser puramente agrícola, es decir, desde que hay ciudades, aparecen las corporaciones profesionales. En Roma, se remontan a la época prehistórica. Una tradición que relatan Plutarco y Plinio atribuía la institución al rey Numa. “La obra más admirable de este rey, es la división del pueblo según sus oficios. La ciudad estaba compuesta por dos naciones o, mejor, separada en dos partes… Para hacer desaparecer esta prin­cipal causa de división, distribuyó a la población en varios cuer­pos. La distribución fue hecha por oficios. Estaban los flautis­tas, los orfebres, los carpinteros, etc.” (Numa, 17). Sin duda, se trata de una leyenda, pero es suficiente para probar la gran an­tigüedad de estos colegios de artesanos. Sin embargo, bajo la monarquía y bajo la república, tuvieron una existencia tan oscura que desconocemos cómo fue su organización en este período. Pero ya en los tiempos de Cicerón, su número se había vuelto considerable. “Todas las clases de trabajadores parecen poseí­das por el deseo de multiplicar las asociaciones profesionales. Bajo el Imperio, vemos cómo el sector corporativo adquiere una extensión que no ha podido ser sobrepasada desde entonces, si se tienen en cuenta las diferencias económicas” (Waltzing, I, 57). Llega un momento en que todas las categorías de obreros, muy numerosas debido a que la división del trabajo se había estable­cido desde hacía tiempo, parecen haberse constituido en cole­

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gios. Lo mismo sucedió con las personas que vivían del comer­cio. En ese mismo momento, los colegios cambian de carácter. Al principio, eran grupos privados que el Estado sólo reglamenta­ba desde lejos. Pero, en este momento, se transforman en ver­daderos órganos de la vida pública. No pueden constituirse más que con autorización del gobierno y cumplen verdaderas funcio­nes oficiales. Las corporaciones de la alimentación (carnicería, panadería, etc.), por ejemplo, son responsables de la alimentación general. Lo mismo sucedía con otros oficios, aunque en menor grado. Al tener una carga pública, los miembros de las corpora­ciones gozaban –a cambio de los servicios que prestaban– de ciertos privilegios que les fueron sucesivamente acordados por los emperadores. Poco a poco, este carácter oficial, insignifican­te al principio, adquirió mayor relevancia y las corporaciones se convirtieron en verdaderos engranajes de la administración. Pero, caídas bajo esta tutela, fueron tan abrumadas de respon­sabilidades que pronto querrían retomar su independencia. Pero el Estado, devenido todopoderoso, se opuso, convirtiendo a las profesiones –y a las obligaciones de orden público que implica­ban– en hereditarias. Nadie podía liberarse de su profesión sino proponiendo a alguien que le reemplazara. De este modo, las cor­poraciones vivieron en la servidumbre hasta la caída del Impe­rio Romano.

Una vez desaparecido el Imperio, no sobrevivieron de ellas más que resabios apenas perceptibles en las ciudades de origen romano en Galia y en Germania. Por otra parte, las guerras civi­les que asolaron la Galia y luego las invasiones, habían destrui­do el comercio y la industria. Los artesanos, para quienes las corporaciones se habían convertido en el origen de muy pesa­das cargas que no compensaban con los beneficios necesarios, habían aprovechado para abandonar las ciudades y dispersar­se en el campo. De este modo, al igual que más tarde en el siglo XVIII, la vida corporativa había desaparecido casi por comple­to en el primer siglo de nuestra era. Si un teórico hubiera toma­do conciencia de la situación en ese momento, habría conclui­do seguramente que si las corporaciones estaban muertas era porque ya no tenían razón de ser, si es que alguna vez la habían tenido; habría podido considerar a toda tentativa de reconstruir­las como una empresa retrógrada, destinada a fracasar, por la sencilla razón de que los movimientos históricos no pueden de­tenerse. Es así que, a finales del siglo pasado, los economistas, con el pretexto de que las corporaciones del antiguo régimen no

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estaban a la altura de su papel, se creyeron autorizados a ver en ellas simples supervivencias del pasado, sin fundamento en el presente, cuyos últimos rastros era necesario suprimir. Y, sin em­bargo, los hechos debían refutar manifiestamente este razona­miento. En todas las sociedades europeas, las corporaciones –tras un eclipse temporal– volvieron a cobrar nueva existencia. Debieron renacer hacia los siglos XI y XII. “Los siglos XI y XII, dice Levasseur, parecen ser la época en que los artesanos co­mienzan a sentir la necesidad de unirse y formar sus primeras asociaciones”. Desde el siglo XIII, florecen nuevamente y se desarrollan hasta el día en que comienza para ellas una nueva decadencia. ¿No son esta antigüedad y esta persistencia la prue­ba de que dependen de causas generales y fundamentales, y no de alguna particularidad contingente y accidental propia de un régimen político determinado? Si desde los orígenes de la ciudad hasta el apogeo del Imperio, desde los albores de las socieda­des cristianas hasta la Revolución francesa, han sido necesarias, es probable que respondan a alguna necesidad duradera y pro­funda. Y el hecho de que se hayan reconstituido por sí mismas y bajo una forma nueva luego de haber desaparecido por primera vez, ¿no quita todo valor al argumento que presenta su desapa­rición violenta a finales del siglo pasado como una prueba de que ya no están en armonía con las nuevas condiciones de la existencia colectiva? La necesidad de restituirlas que experimen­tan actualmente las grandes sociedades europeas, ¿no es un sín­toma de que esta supresión radical ha sido un fenómeno pato­lógico y que la reforma de Turgot conlleva una reforma en sen­tido contrario o diferente?

Sin embargo, hay una razón que generalmente nos vuelve escépticos sobre los efectos útiles que podría tener tal reorga­nización. Si debe servir para algo, es sobre todo por sus conse­cuencias morales; cada corporación debe convertirse en el nú­cleo de una vida moral sui generis. Ahora bien, los recuerdos que nos han dejado las corporaciones, incluso la impresión que nos provocan los rudimentos que todavía subsisten de ellas, nos impiden creer que sean adecuadas para desempeñar ese pa-pel. Nos parece que sólo pueden cumplir funciones utilitarias, que no pueden servir más que a los intereses materiales de la profesión; que reconstituirlas sería simplemente sustituir al ego­ísmo individual por el egoísmo corporativo. Tendemos a conce­birlas tal como eran en los últimos tiempos de su existencia más reciente, ocupadas en conservar celosamente, o incluso acrecen­

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tar, sus privilegios y monopolios. Ahora bien, no parece que pre­ocupaciones tan estrechamente profesionales puedan tener una influencia favorable sobre la moralidad del grupo o de sus miem­bros. Pero hay que evitar extender a todo el régimen corporati­vo lo que ha podido ser verdad para ciertas corporaciones en un momento determinado de su historia. Lejos de que este vicio sea inherente a toda organización corporativa, las corporaciones ro­manas estaban absolutamente exentas de él. No perseguían fi­nes utilitarios más que secundariamente. “Las corporaciones de artesanos, dice Waltzing, no tenían entre los romanos un carác­ter profesional tan pronunciado como las de la Edad Media; no se encuentra en ellas ni un reglamento sobre los métodos, ni so­bre un aprendizaje impuesto, ni sobre monopolios; su fin no era tampoco reunir los fondos necesarios para explotar una empre­sa” (I, 194). Sin duda, la asociación les daba más fuerza para sal­vaguardar, llegado el caso, sus intereses comunes. Pero ésta era una de las consecuencias útiles que producía, no su razón de ser. ¿Cuáles eran, entonces, estas funciones esenciales? En primer lugar, la corporación era un colegio religioso. Cada una tenía su Dios especial y su culto especial que, cuando disponía de los medios, se celebraba en un templo especial. De la misma mane-ra que cada familia tenía su Lar familiaris y cada ciudad su Genius publicus, cada colegio tenía su Dios tutelar, Genius collegii. Este culto profesional tenía sus fiestas, en las que se ofrecían sacrificios y banquetes celebrados en común. No era sólo para honrar al Dios de la corporación que se reunían los cofrades, sino también en otras ocasiones. Por ejemplo, cada fin de año, “los ebanistas y los artesanos del marfil romanos se re­unían en su schola; recibían cinco denarios, pasteles, dátiles, etc., a cuenta de la caja”. También se festejaba la celebración doméstica de la Cara cognatio o Caresta (querida parentela), y en esa ocasión, como en el 1° de enero, se hacían regalos a las familias y se repartían los fondos comunes en el interior de los colegios. Algunos se han preguntado si la corporación tenía una caja de socorros y si asistía regularmente a aquellos miembros que tenían necesidad. Las opiniones están divididas sobre este punto. Pero lo que quita parte de su interés y alcance a la dis­cusión, es que estos repartos de dinero y víveres durante las fiestas, estos banquetes en común (¿pagados en común?), te­nían un carácter de ayuda y podían ser considerados una asis­tencia indirecta. De todas maneras, los desafortunados sabían que podían contar periódicamente con esta subvención encu­

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bierta. Como corolario de este carácter religioso, la corporación romana tenía un carácter funerario. Unidos, como los gentiles, en un mismo culto durante la vida, sus miembros querían com­partir al igual que aquellos su descanso eterno. Las corporacio­nes ricas tenían un mausoleo colectivo, en el que cada uno de sus miembros tenía el derecho de hacerse enterrar. Cuando el colegio no tenía los medios para adquirir una propiedad funera­ria, al menos aseguraba a sus miembros funerales honorables solventados por el fondo común. Pero el primer caso era el más usual. Un culto común, banquetes comunes, fiestas comunes, un cementerio común, ¿no se hallan aquí los rasgos distintivos de la organización doméstica propia de los romanos? Cada co­legio, dice Waltzing, “era una gran familia. La comunidad de ofi­cio, de intereses, reemplazaba a los lazos de sangre y los cofra­des ¿no tenían, como la familia, su culto común, sus comidas comunes, su sepultura común? Hemos visto que las fiestas re­ligiosas o fúnebres eran propias de las familias; al igual que ellas, celebraban la querida parentela y el culto de los muertos” (I, 322). Y, en otro pasaje: “Estas comidas frecuentes contribuían intensamente a transformar al colegio en una gran familia. Nin­guna otra palabra designa mejor la naturaleza de las relaciones que unían a los cofrades y muchos indicios prueban que en su seno reinaba una gran fraternidad. Los miembros se considera­ban hermanos y, a veces, se llamaban de este modo” (330). La expresión más corriente era la de camarada. Pero esta palabra ex­presa un parentesco espiritual que implica una estrecha frater­nidad. A menudo, el protector y la protectora del colegio asu­mían el título de padre y madre. Las herencias y las donaciones que se hacían son una prueba de la devoción que los cofrades tenían para con su colegio. También lo son los monumentos fu­nerarios en que leemos Pius in collegio, ha sido piadoso para con su colegio, así como se escribía Pius in suos. Esta vida fa­miliar era incluso, según Boissier, el fin principal de todas las corporaciones romanas. “En las corporaciones obreras, dice, la asociación se producía sobre todo por el placer de vivir juntos, para disponer de una intimidad menos restringida que la familia, menos extensa que la ciudad, para rodearse de amigos y hacer la vida más fácil y placentera”.

Como las sociedades cristianas no se constituyeron sobre el modelo de la ciudad, las corporaciones de la Edad Media no se parecían exactamente a las corporaciones romanas. Pero también constituían medios morales para sus miembros. “La corporación,

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dice Levasseur, unía a través de lazos intensos a las personas del mismo oficio. Bastante a menudo, se establecía en la parro­quia o en una capilla particular, y se colocaba bajo la protección de un santo que se convertía en el patrón de toda la comuni­dad… Era allí (en una capilla) que se reunían, que se asistía con gran ceremonia a misas solemnes, después de las cuales los miembros de la cofradía terminaban juntos la jornada con un ale­gre festín. En este aspecto, las corporaciones de la Edad Media se parecían mucho a las de la época romana” (I, 217-218). “Con el fin de solventar todos los gastos, la corporación debía tener un presupuesto. Y lo tenía… Una parte de los fondos estaba destinada… a obras de beneficencia… Los cocineros (de París) destinaban un tercio de lo que se obtenía por el cobro de mul­tas al sostén de los ancianos pobres del oficio, que se habían venido a menos por falta de mercancías o por vejez… Mucho tiempo después, en el siglo XVIII, puede encontrarse todavía en las cuentas de los orfebres, en el capítulo de limosnas, un prés­tamo gratuito de 200 libras destinado a un orfebre arruinado” (221). Reglas muy precisas fijaban los deberes respectivos de los patrones y los obreros en cada oficio, así como los deberes de los patrones entre sí. Una vez que el obrero era contratado, no podía romper arbitrariamente su compromiso. “Los estatutos prohibían unánimemente la contratación de un empleado que no hubiese terminado con un compromiso anterior y castigaba con una fuerte multa tanto al patrón que lo proponía como al emplea­do que aceptaba” (237). Pero, por su parte, el empleado no po­día ser despedido sin razón. Entre los pulidores de armas, era necesario que los motivos del despido fuesen aceptados por diez empleados y por los cuatro principales patrones del oficio. En cada oficio, la regla decidía si se permitía o no el trabajo noctur­no. En caso de prohibición, estaba expresamente condenado que el patrón hiciera trabajar a sus empleados por la noche. Otras prescripciones estaban destinadas a garantizar la probidad pro­fesional. Se tomaba todo tipo de precauciones para impedir que el comerciante o el artesano engañara al cliente, que le diera a su mercancía una apariencia que no expresase su cualidad real. “A los carniceros se les impedía soplar la carne, mezclar el sebo con la manteca, vender carne de perro, etc.; a los tejedores se les pro­hibía hacer tejidos con lana provista por usureros, porque esta lana podía ser una prenda depositada como caución de una deu­da. A los fabricantes de cuchillos se les prohibía… fabricar man­gos recubiertos de seda, latón o estaño, porque interiormente

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eran de madera blanca y podían, por consiguiente, engañar a un comprador ignorante”, etc. (p. 243). Sin duda, llegó un momen­to (el siglo XVIII) en que esta reglamentación se volvió más mo­lesta que útil; en que tenía por objeto salvaguardar los privile­gios de los patrones más que velar por el buen renombre de la profesión y la honestidad de sus miembros. Pero no hay insti­tución que, en un momento dado, no degenere, sea porque no puede cambiar a tiempo para adaptarse a las nuevas condicio­nes de existencia, sea porque se desarrolla en un sentido unila­teral, exagerando algunas de sus propiedades, lo que la vuelve inadecuada para prestar los servicios de los que estaba encar­gada. Ésta puede ser una razón para buscar reformarlas, no para declararlas inútiles y suprimirlas.

Los hechos que preceden demuestran claramente que, en todos los casos, el grupo profesional no es en absoluto incapaz de constituir un medio moral, dado que ha tenido ese carácter en el pasado. Vemos que ese ha sido su papel durante la mayor par­te de su historia. Éste no es, por lo demás, más que un caso par­ticular de una ley más general. Desde el momento en que en el seno de una sociedad política existe un cierto número de indi­viduos que tiene en común ideas, intereses, sentimientos y ocu­paciones que el resto de la población no comparte con ellos, es inevitable que, bajo la influencia de estas semejanzas, sean atraí­dos los unos hacia los otros, que se busquen, que entren en re­lación, que se asocien y que, de esta manera, se forme paulati­namente un grupo restringido, con su fisonomía especial, en el seno de la sociedad general. Ahora bien, una vez formado el gru­po, es imposible que no se desarrolle una vida moral que le sea propia, que lleve la marca de las condiciones especiales que le han dado nacimiento. Porque es imposible que los hombres vi-van juntos, estén frecuentemente en relación, sin que adquieran el sentimiento del todo que forman a través de su unión, sin que se sientan unidos a este todo, se preocupen por él, lo tengan en cuenta en su conducta. Ahora bien, este apego a algo que so­brepasa al individuo, a los intereses del grupo al que pertenece, es la base misma de toda actividad moral. Cuando este sentimien­to se vuelve más preciso, y se aplica a las circunstancias más corrientes e importantes de la vida común, se traduce en fórmu­las más o menos definidas, y he aquí un cuerpo de reglas mora­les en proceso de formación.

Todo esto se produce necesariamente cuando no existen causas anormales que vengan a perturbar la marcha natural de

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las cosas. Pero, al mismo tiempo, es bueno que esto sea así, tan­to para el individuo como para la sociedad. Es bueno para la so­ciedad, porque sólo puede existir si la actividad así desarrolla­da se socializa, es decir, se regula. Si es abandonada completa­mente a los individuos, no puede ser sino caótica, agotarse en conflictos, y la sociedad no puede ser sacudida por tantos con­flictos intestinos sin sufrir. Sin embargo, la sociedad está dema­siado lejos de los intereses especiales que se trata de regular, de los antagonismos que se trata de apaciguar, para poder desem­peñar este papel moderador, sea por sí misma o por medio de los Poderes públicos. Por eso le interesa dejar que los grupos par­ticulares se constituyan y se encarguen de esta función. Debe incluso, a su debido tiempo, apresurar, facilitar su formación. Asimismo, el individuo encuentra grandes ventajas poniéndose al abrigo de la tutela pacificadora de la colectividad. Porque laanarquía es dolorosa también para él. Él también sufre estos tiro­neos continuos, estos roces incesantes que se producen cuan­do las relaciones intersubjetivas no están sometidas a una in­fluencia reguladora. Porque para el hombre no es bueno vivir en pie de guerra con sus compañeros más inmediatos y acampar permanentemente en medio de sus enemigos. Esta sensación de hostilidad general, la tensión necesaria para resistirla, esta per­manente desconfianza de unos respecto de los otros, todo esto es penoso; porque si amamos la guerra, amamos también las ale­grías de la paz, y puede decirse que éstas últimas son más valo­radas cuando los hombres están más profundamente socializados, es decir –estas dos palabras son equivalentes– civilizados. He aquí por qué, cuando los individuos que tienen intereses comu­nes se asocian, no es sólo para proteger estos intereses, para asegurar su desarrollo contra las asociaciones rivales, sino tam­bién por el hecho mismo de asociarse, por el placer de hacer uno de muchos, de no sentirse perdidos en medio de los adversarios, por el placer de comulgar, es decir, en definitiva, para poder compartir una misma vida moral.

La moral doméstica se ha formado de la misma manera. A cau­sa del prestigio que la familia tiene para nosotros, nos parece que si ha sido y es todavía un centro de moralidad, una escuela de devoción, de abnegación, de comunión moral, es en virtud de ciertas características particulares de las que tendría el privilegio y que no se encontrarían en ningún otro lado. Creemos que hay en la consanguinidad una causa excepcionalmente poderosa de acercamiento moral. Pero hemos visto el año pasado que la con­

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sanguinidad carece de la eficacia extraordinaria que se le atribu­ye. Durante mucho tiempo, los no-consanguíneos han sido muy numerosos en las familias: el parentesco llamado artificial se contraía con extrema facilidad y tenía todos los efectos del pa­rentesco natural. La familia no es únicamente –ni esencialmen­te– un grupo de consanguíneos. Es un grupo de individuos que se hallan unidos en el seno de la sociedad política por una co­munidad particularmente estrecha de ideas, sentimientos e inte­reses. La consanguinidad ha contribuido, ciertamente, a produ­cir esta comunidad, pero no ha sido más que uno de los facto-res de los que ha resultado. La vecindad material, la comunidad de culto, no han sido menos importantes. Sin embargo, conoce­mos el papel moral que ha desempeñado la familia en la historia de la moral, la poderosa vida moral que se ha constituido en el seno del grupo formado de este modo. ¿Por qué habría de ser distinta aquella que ha de producir el grupo profesional? Cier­tamente, podemos prever que será menos intensa en ciertos as­pectos, no porque los elementos allí involucrados sean de me-nor calidad, sino porque serán menos numerosos. La familia es un grupo que abarca la totalidad de la existencia; nada se le es-capa; todo repercute en ella. Es una miniatura de la sociedad política. El grupo profesional, al contrario, no comprende direc­tamente más que una parte determinada de la existencia, a saber, la que concierne a la profesión. De todos modos, no debemos perder de vista la enorme importancia que la profesión tiene en la vida a medida que las funciones se especializan y el campo de cada actividad individual se encierra, cada vez más, dentro de los límites marcados por la función que desempeña.

Esta comparación entre la familia y el grupo profesional está justificada y confirmada por los hechos en el caso de la corpo­ración romana. En efecto, hemos visto que la corporación era una gran familia, que se había formado según el modelo de la socie­dad doméstica: banquetes comunes, fiestas comunes, culto co­mún, sepultura común. Al poder observar a la corporación en el comienzo de la evolución, percibimos con más claridad que en otros casos cómo se ha constituido, en cierta medida, en vistas de fines morales. Mientras la industria era exclusivamente agrí­cola, tenía un marco natural en la familia y en el grupo territorial formado por las familias yuxtapuestas en la aldea. Al principio, mientras el intercambio está poco desarrollado, la vida del agri­cultor no lo aleja de su hogar. Se alimenta de lo que produce. La familia es, al mismo tiempo, un grupo profesional. ¿Cuándo apa­

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rece la corporación? Con los oficios, que ya no pueden tener un carácter exclusivamente doméstico. Para vivir de un oficio, es necesario tener clientes, es necesario tener en cuenta lo que ha­cen los artesanos del mismo oficio, luchar contra ellos, enten­derse con ellos. Se constituye así una nueva forma de activi­dad social, que desborda el marco de la familia sin tener toda­vía un marco adecuado. Para que no permanezca en este estado de desorganización, es necesario que se cree la corporación: que un grupo nuevo se organice con este fin. Pero las nuevas for-mas sociales que se constituyen son siempre formas antiguas más o menos modificadas y parcialmente alteradas. El nuevo grupo se formó tomando como modelo a la familia, imitando –si no reproduciendo exactamente– sus rasgos esenciales. La cor­poración naciente fue una especie de familia. Representaba la familia para una forma de actividad social que escapaba cada vez más de la autoridad de aquella. Era un desmembramiento de las atribuciones de la familia.

Insistiendo sobre esta semejanza, no quiero decir que las corporaciones del futuro deban o puedan tener2 este carácter doméstico. Es evidente que cuanto más se desarrollan, más de-ben desarrollarse también sus características originales y alejar­se más de los grupos antecedentes de los que son sustitutos parciales. Ya el corporativismo de la Edad Media recordaba poco a la organización doméstica; con más razón, lo mismo debe ocu­rrir con las corporaciones que hoy son necesarias.

Pero se plantea, entonces, el problema de saber lo que debe­rían ser las corporaciones. Luego de haber visto por qué razo­nes son necesarias, queremos ver qué forma deben asumir para cumplir su papel en las condiciones actuales de la existencia co­lectiva. Por más difícil que sea este problema, intentaremos de­cir algunas palabras sobre él.

2 . “Puedan tener”: lectura probable.

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Tercera Lección

La Moral profesional (fin)

Más allá del prejuicio histórico del que hemos hablado la últi­ma vez, hay otra razón que ha contribuido a desacreditar el sis-tema corporativo: el rechazo general que inspira la idea de regla­mentación económica. Nos representamos toda reglamentación de este tipo como una suerte de policía –más o menos moles-ta, más o menos soportable– que puede obtener de los indivi­duos ciertos actos exteriores, pero que no dice nada a los es­píritus y carece de arraigo en las conciencias. Vemos en ella una suerte de vasto reglamento de taller, extendido y generalizado, al que los sujetos que lo padecen pueden someterse material-mente si es necesario, pero que no desean verdaderamente. Confundimos, de este modo, la disciplina establecida por un individuo e impuesta militarmente al resto, con una disciplina colectiva a la que los miembros del grupo se encuentran suje­tos. Ésta última sólo puede mantenerse si reposa sobre un es­tado de opinión, si está fundada en las costumbres; y son es­tas costumbres las que importan. La reglamentación establecida no hace, en cierto modo, más que definirlas con mayor precisión y sancionarlas. Traduce ideas y sentimientos comunes en pre­ceptos, expresa un compromiso común con el mismo objetivo. Verla sólo desde fuera, reparar sólo en la letra escrita, es con­fundirse respecto a su naturaleza. Considerada así, puede apa­recer como una suerte de consigna molesta, que impide a los individuos hacer lo que quieren y lo hace invocando un inte­rés que no es el de ellos: por consiguiente, es bastante natural que se busque eliminar este estorbo o reducirlo al mínimo. Pero bajo la letra está el espíritu que la anima; están los lazos de todo tipo que unen al individuo con el grupo del que forma parte y con todo lo que interesa al grupo; están todos los sentimien­tos sociales, todas las aspiraciones colectivas y las tradiciones a las que estamos sujetos y que respetamos, que dan sentido

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y vida a la regla, que animan el modo en que los individuos la aplican. Por eso es singularmente superficial la concepción de los economistas clásicos, para quienes toda disciplina colecti­va es un tipo de militarización más o menos tiránica. En realidad, cuando es normal, cuando es lo que debe ser, es algo totalmente distinto. Es, al mismo tiempo, el resumen y la condición de toda una vida común que importa a los particulares tanto como su propia vida. Y cuando deseamos que las corporaciones se or­ganicen según un modelo que intentaremos determinar luego, no es simplemente para que nuevos códigos se agreguen a los que ya existen. Es, sobre todo, para que ideas y necesidades que no son individuales penetren en la actividad económica, para que ésta se socialice. Es para que las profesiones se con­viertan en medios morales y, envolviendo de manera constan­te a los diversos agentes de la vida industrial y comercial, man­tengan permanentemente su moralidad. En cuanto a las reglas, por más necesarias e inevitables que sean, no son más que la expresión exterior de este estado fundamental. No se trata de coordinar exterior y mecánicamente los movimientos, sino de hacer comulgar los espíritus.

El régimen corporativo me parece indispensable por razones morales, no por razones económicas. Sólo este régimen permite moralizar la vida económica. Actualmente, la mayor parte de las funciones sociales –dado que las funciones económicas son hoy las más desarrolladas– están casi sustraídas de toda influencia moral, al menos en lo que tienen de específico. Sin duda, las re­glas de la moral común se aplican allí; pero estas reglas de la moral común están hechas para la vida común, no para esta vida especial. No determinan aquellas relaciones que son exclusivas de la industria y el comercio. ¿Y por qué éstas relaciones no de­berían estar sometidas a una influencia moral? ¿En qué puede convertirse la moral pública si la noción de deber está ausente en toda esta fundamental esfera de la vida social? Hay una mo­ral profesional del sacerdote, del soldado, del abogado, del ma­gistrado, etc. ¿Por qué no habría de existir una para el comercio y la industria? ¿Por qué no habrían de existir deberes del emplea­do para con el empleador, del empleador para con el empleado, de los empresarios entre sí, de modo tal que pueda atenuarse y regularse la competencia, para impedir que se transforme –como sucede actualmente– en una guerra que a veces no es menos cruel que las guerras propiamente dichas? Y todos estos dere­chos y deberes deben variar en función de las condiciones es­

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pecíficas de cada actividad. Los deberes de la industria agríco­la no son idénticos a los de las industrias insalubres, los del co­mercio no son los de la industria propiamente dicha, etc. Una comparación permitirá que terminemos de darnos cuenta de la situación en que nos encontramos al respecto. En el cuerpo, to-das las funciones de la vida visceral están bajo la dependencia de una parte especial del sistema nervioso, que no es el cerebro; es el gran simpático y el neumogástrico. Y en nuestra sociedad hay un cerebro que dirige las funciones de coordinación; pero las funciones viscerales, las funciones de la vida vegetativa o sus homólogas, no están sujetas a ninguna acción reguladora. ¿En qué se convertiría la función del corazón, de los pulmones, del estómago, etc. si estuvieran exentas de toda disciplina? Las sociedades en que los órganos reguladores de la vida económica están ausentes nos ofrecen un espectáculo análogo. Sin duda, el cerebro social –es decir, el Estado– intenta llevar a cabo es­tas funciones. Pero no está preparado para ello y su interven­ción, cuando no resulta impotente, genera problemas de otra naturaleza.

No creo que haya reforma más urgente que ésta. No quiero decir que sea suficiente, pero es la condición preliminar sin la cual las otras no son posibles. Supongo que en el futuro el ré­gimen de la propiedad será transformado y que, según la fórmula colectivista, los instrumentos de producción serán retirados de las manos de los particulares y asignados a la colectividad. Pero todos los problemas en medio de los cuáles nos debatimos hoy subsistirán íntegramente. Habrá siempre un aparato económico y agentes diversos que colaborarán con su funcionamiento. Será necesario, entonces, determinar los derechos y los deberes de estos agentes en cada una de las ramas de la industria. Será ne­cesario que se constituya un cuerpo de reglas que fije la canti­dad de trabajo, la remuneración de los diferentes funcionarios, sus deberes recíprocos y hacia la comunidad, etc. Estaremos, igual que hoy, ante una tabla rasa. El traspaso de los instrumen­tos de trabajo de unas manos a otras no modificará estas con­diciones: aún será necesario determinar el uso que habrá de dar-se a esos instrumentos y el modo en que se desarrollará la vida económica. El estado de anarquía subsistirá, porque lo que pro­duce este estado no es que tales cosas estén aquí y no allí, sino que la actividad que opera sobre ellas no está regulada. Y no se regulará, no se moralizará, por arte de magia. Esta reglamenta­ción, esta moralización no pueden ser instituidas, ni por un ex­

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perto en su gabinete, ni por un estadista; deben ser creadas por los propios grupos interesados. Dado que estos grupos no exis­ten actualmente, es necesario llamarlos a la existencia. Sólo cuan­do esta tarea esté cumplida, podrán abordarse las otras cues­tiones.

Una vez planteado esto, todavía queda por determinar lo que deben ser estas corporaciones para estar en armonía con las condiciones actuales de nuestra existencia colectiva. Es claro que no se trata de restaurarlas tal como eran en otras circuns­tancias. Si han muerto es porque, tal como eran, no podían se­guir viviendo. Pero, entonces, ¿qué forma deben asumir? El pro­blema no es sencillo. Para resolverlo con método y de manera objetiva, será necesario determinar de qué manera el régimen corporativo ha evolucionado en el pasado y cuáles son las con­diciones que han determinado esta evolución. Sólo entonces podrán determinarse con alguna certeza los rasgos que ha de asumir en el marco de las condiciones actuales en que se hallan nuestras sociedades. Ahora bien, para eso serán necesarios es­tudios que aún no hemos realizado. Sin embargo, las líneas ge­nerales de este desarrollo no son imposibles de percibir.

Aunque, como hemos visto, el régimen corporativo data de los primeros tiempos de la ciudad romana, no fue en Roma lo que habría de ser luego, en la Edad Media. La diferencia no se limita a que los colegios de artesanos romanos tenían un carác­ter más religioso y menos profesional que las corporaciones me­dievales. Estas instituciones se distinguían también por su im­portancia. En Roma, la corporación es una institución extrasocial, al menos en su origen. El historiador que intenta descomponer en sus elementos la organización política de los romanos, no encuentra nada que le indique la existencia de las corporaciones. No formaban parte, en calidad de unidades reconocidas y defi­nidas, de la constitución romana. En ninguna de las asambleas electorales, en ninguna de las reuniones del ejército, los artesa­nos se agrupaban por colegios; el colegio como tal no formaba parte de la vida pública, ya fuera actuando como un todo, ya fuera por intermedio de órganos definidos. En todo caso, la excep­ción la constituyen tres o cuatro colegios, que parecen coincidir con cuatro de las centurias creadas por Servio Tulio (tignarii, aerarii, tubicines, cornucines). Pero este hecho está lejos de ha­ber sido demostrado. Es altamente probable que estas centurias no contuvieran a todos los carpinteros, a todos los herreros, etc., sino sólo a aquellos que fabricaban y reparaban las armas

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y las máquinas de guerra. Dionisio de Halicarnaso sostiene que los obreros así agrupados tenían una función puramente militar, είς τòν πóλεμου (IV, 17; VII, 19), y que se había reunido bajo la misma denominación a otros obreros encargados de prestar ser­vicios de otra naturaleza en tiempos de guerra. Puede entender­se que estas centurias no eran colegios propiamente dichos sino divisiones militares. En todo caso, los demás colegios estaban completamente fuera de la organización oficial del pueblo roma­no. Constituían arreglos superogatorios, formas sociales irregu­lares o, por lo menos, que no contaban entre las formas regula-res, y es fácil entender la razón. Se formaron en el momento en que los oficios comenzaban a desarrollarse. Ahora bien, los ofi­cios no fueron durante mucho tiempo más que una forma acce­soria y secundaria de la actividad que desarrollaban los romanos. Roma era esencialmente una sociedad agrícola y militar. Como so­ciedad agrícola, estaba dividida en gentes, en curias y en tribus. La reunión por centurias reflejaba la organización militar. Pero era natural que las funciones industriales, al comienzo ignoradas y muy rudimentarias, no afectasen la estructura política de la Ciu­dad. Se habían formado al lado de los cuadros normales, oficia­les, y eran producto de una suerte de excrecencia del organis­mo primitivo de Roma. Por otra parte, hasta un momento muy avanzado de la historia romana, el oficio fue afectado por un cier­to descrédito moral, lo que excluía toda posibilidad de que se le otorgara un lugar oficial en el Estado. Sin duda, con el tiempo, las cosas se transformaron, pero el modo en que se produjo el cambio muestra lo que eran desde el comienzo. Para hacer res­petar sus intereses y obtener un reconocimiento acorde con su importancia creciente, los artesanos debieron recurrir a medios irregulares. Para superar el desprecio del que eran objeto, los colegios debieron recurrir al complot y a la agitación clandesti­na. Ésta es la mejor prueba de que, por sí misma, la sociedad ro­mana no les estaba abierta. Y si más tarde terminarían siendo in­tegrados al Estado, convirtiéndose en engranajes de la máqui­na administrativa, esta situación no fue para ellos una conquista gloriosa y provechosa, sino una penosa dependencia; si ingre­saron en el Estado, no fue para ocupar el lugar que les corres­pondía y que merecían en virtud de los servicios que prestaban, sino simplemente para poder ser más estrechamente vigilados y controlados por el poder gobernante: “La corporación, dice Levasseur, se convierte en la soga que los vuelve cautivos y que la mano imperial tensa tanto más cuanto más penoso y ne­

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cesario se vuelve su trabajo para el Estado” (I, 30). En resumen, marginados de los encuadramientos normales de la sociedad ro­mana, no son admitidos finalmente más que para ser reducidos a una suerte de esclavitud.

Totalmente distinta fue la situación en la Edad Media. De entrada, desde el momento en que las corporaciones aparecen, se presentan como el enmarcamiento normal de un segmento de la población que estaba llamada a desempeñar un papel muy im­portante en el Estado: el tercer estado o la burguesía. En efec­to, durante mucho tiempo, burgueses y gentes de oficio han sido lo mismo. “En el siglo XVIII, dice Levasseur, la burguesía esta­ba compuesta exclusivamente por gentes de oficio. La clase de los magistrados y los legistas apenas comenzaba a formarse; los hombres de estudio pertenecían todavía al clero; la cantidad de rentistas era muy restringida porque la propiedad territorial es­taba casi totalmente en manos de los nobles; no quedaba a los plebeyos más que el trabajo de taller o de mostrador, y era gra­cias a la industria y al comercio que habían conquistado un lu­gar en el reino” (I, 191). Lo mismo sucede en Alemania. La bur­guesía es la población de las ciudades; ahora bien, sabemos que las ciudades alemanas se formaron alrededor de mercados per­manentes abiertos por un señor dentro de sus dominios. La po­blación que vino a agruparse en torno de estos mercados y se convirtió en población urbana estaba compuesta esencialmen­te por artesanos y comerciantes. Desde el comienzo, las ciuda­des fueron centros de actividad industrial y comercial, y es esta actividad la que distingue a los grupos urbanos de las socieda­des cristianas de los grupos homólogos de otras sociedades. La identidad de ambas poblaciones era tal que las expresiones mercatores o forenses y la de cives eran sinónimos; lo mismo sucedía con jus civilis y jus fori. La organización de los oficios fue, entonces, la organización primitiva de la burguesía europea.

De este modo, cuando las ciudades –que eran, al comienzo, dependencias señoriales– se liberaron, cuando se formaron las comunas, la corporación, el grupo profesional que se había ade­lantado a este movimiento, se convirtió en la base de la consti­tución comunal. En efecto, “en casi todas las comunas, el siste­ma político y la elección de los magistrados se basan en la divi­sión de los ciudadanos en grupos profesionales” (I, 193). Con frecuencia se votaba por grupos profesionales y se elegía al mis-mo tiempo los jefes de la corporación y los de la comuna. “En Amiens, por ejemplo, los artesanos se reunían todos los años

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para elegir los intendentes de cada corporación; a su vez, los intendentes elegidos nombraban enseguida a doce magistrados municipales, a lo que se agregaban otros doce; y la magistratu­ra municipal presentaba una terna de candidatos entre los cua­les los jefes de las corporaciones elegían al alcalde de la comu­na… En algunas ciudades, el modo de elección era aún más com­plicado, pero en todas ellas la organización política y municipal estaba íntimamente unida a la organización del trabajo” (I, 183). Y así como la comuna era un agregado de grupos profesionales, el grupo profesional era una comuna en miniatura. La institución comunal era una forma ampliada y desarrollada de la corporación, que le había servido de modelo.

Recapitulemos. Al comienzo ignorada, despreciada, exterior a la constitución política, he aquí la corporación transformada en el elemento fundamental de la comuna. Por otra parte, sabemos lo que ha sido la comuna en la historia de todas las grandes so­ciedades europeas: con el tiempo se ha convertido en su piedra angular. Por consiguiente, dado que la comuna es una reunión de corporaciones y su formación se ha inspirado en el modelo de la corporación, es ésta, en última instancia, la que ha servi­do de base a todo el sistema político desarrollado a partir del movimiento comunal. Mientras que en Roma estaba fuera del marco institucional oficial, la corporación ha sido el marco fun­damental de nuestras sociedades. Con el tiempo ha crecido en dignidad e importancia. Y he aquí una razón más para desechar la hipótesis según la cual debería desaparecer. Si, a medida que avanzamos en la historia hasta los siglos XVI y XVII, va volvién­dose un elemento esencial de la estructura política, hay pocas posibilidades para que de golpe pierda su razón de ser. Al con­trario, es mucho más legítimo suponer que está llamada a des­empeñar en el futuro un papel aún más vital que el que ha teni­do en el pasado.

Pero, al mismo tiempo, las consideraciones precedentes nos permiten entrever la razón que ha determinado su decadencia desde hace aproximadamente dos siglos, es decir, lo que le ha impedido estar a la altura del papel que le correspondía, al tiem­po que podemos vislumbrar también las características que debe tener para desempeñarlo. Acabamos de ver que, tal como se ha constituido en la Edad Media, es estrechamente solidaria de la organización de la comuna. Ambas instituciones guardan un cer­cano parentesco. Ahora bien, esta solidaridad no presentaba ningún problema cuando los oficios tenían un carácter comunal.

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En tanto cada artesano o comerciante no tenía otros clientes que los que vivían en la misma ciudad que él, o aquellos que se acer­caban allí el día en que abría el mercado, el grupo profesional, con su organización estrictamente local1, satisfacía todas las necesi­dades. Pero las cosas cambiaron cuando apareció la gran indus­tria. Por su misma naturaleza, desborda los marcos municipales. Por un lado, no se asienta necesariamente en una ciudad, sino sobre un punto cualquiera del territorio, sea en el campo o en la ciudad, fuera de toda aglomeración, allí donde puede alimentar­se lo más económicamente posible, y desde donde puede pro­yectarse más lejos y más fácilmente. Además, su clientela se re­cluta en todas partes; su campo de acción no se limita a una región determinada. Una institución tan estrechamente compro­metida con la comuna como era la corporación, no podía servir para enmarcar y regular una forma de actividad social tan inde­pendiente de la comuna. Y, en efecto, la gran industria se en­cuentra fuera del viejo régimen corporativo desde su nacimien­to mismo. No por esto estuvo libre de toda reglamentación. El Estado desempeña respecto a ella el mismo papel que el grupo profesional cumplía respecto a los oficios urbanos. El poder real otorga privilegios a las manufacturas, al tiempo que las somete a su control. De allí el título de “manufacturas reales” que se les concedía. Por supuesto, esta tutela directa del Estado era posi­ble gracias a que estas manufacturas eran todavía raras y poco desarrolladas. La vieja corporación no podía, tal como existía entonces, adaptarse a esta nueva forma de la industria, y el Es­tado no podía reemplazar a la vieja disciplina corporativa más que por un tiempo; pero de ello no se sigue que en lo sucesivo toda disciplina fuese inútil, sino sólo que la antigua corporación de­bía transformarse para poder seguir cumpliendo con su papel en las nuevas condiciones de la vida económica. Y puesto que el cambio ocurrió en esta dirección –la industria, en lugar de ser local y municipal, se volvió nacional–, es necesario concluir de lo que precede que la corporación debía transformarse paralela­mente, y que en lugar de seguir siendo una institución munici­pal, debía convertirse en una institución pública. La experiencia de los siglos XVII y XVIII prueba que el régimen corporativo, si seguía estando moldeado por los intereses municipales, no po­día convenir a industrias que, por la amplitud de su esfera de in­

1 . Luego de “estrictamente” hay un espacio en blanco, que muestra el olvido de una palabra: seguramente “local”.

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fluencia, afectaban los intereses generales de la sociedad y, por otro lado, que el Estado no podía ya por sí mismo cumplir con esta tarea, porque la vida económica era demasiado vasta, dema­siado compleja, demasiado extensa, para que pudiera controlar­la y regular útilmente su funcionamiento. Pero, entonces, la en­señanza que se desprende de los hechos es que la corporación debe asumir otros rasgos, que debe acercarse al Estado sin ser absorbida por él, es decir, que debe, conservando su carácter de grupo secundario relativamente autónomo, constituirse a esca­la nacional. No ha sabido transformarse a tiempo para plegarse a estas nuevas necesidades y por eso ha sido desbaratada. Por­que no ha sabido asimilar la nueva vida que surgía, la vida se ha retirado naturalmente de ella; de este modo, el grupo profesio­nal se convirtió en lo que era en la víspera de la Revolución, una suerte de sustancia muerta y un cuerpo extraño, que no se man­tenía en nuestro organismo social más que por la fuerza de la inercia. Por eso llegó un momento en que fue extirpada violen­tamente. Pero esta extirpación no resolvía los problemas, no daba satisfacción a las necesidades que la corporación no había sa­bido satisfacer. De este modo, el problema sigue abierto y se ha vuelto más crítico, más agudo, debido a un siglo de titubeos y de experiencias dolorosas. Pero no parece ser insoluble.

Imaginemos que, en todo el territorio, las diferentes indus­trias fueran agrupadas según sus similitudes y afinidades en ca­tegorías diferentes. Coloquemos un consejo de administración, una especie de pequeño parlamento designado por elección, al frente de cada uno de estos grupos; que este consejo o parla­mento tenga –en una medida a determinar– el poder de regular lo que concierne a la profesión –relaciones entre empleados y empleadores, condiciones de trabajo, salarios, relaciones entre quienes entran en competencia, etc.– y la corporación estará res­taurada, pero bajo una forma completamente nueva. La creación de este órgano central, encargado de la dirección general del grupo, no excluiría la formación de órganos secundarios y regio­nales, que estarían bajo su control y su dependencia. Las reglas generales establecidas por el órgano central podrían ser especi­ficadas –y adecuadas a la situación particular de cada uno de los puntos del territorio– por las cámaras industriales de carácter regional, igual que por debajo del Parlamento existen actualmen­te consejos departamentales y municipales. Y de este modo, po­dría organizarse, regularse y determinarse la vida económica sin que pierda su diversidad. Esta organización no haría sino intro­

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ducir en el orden económico la reforma que ya ha tenido lugar en las demás esferas de la vida nacional. Los hábitos, las cos­tumbres, la administración política, que antes tenían un carácter local, que variaban de un lugar a otro, se han ido unificando y generalizando; y los viejos órganos autónomos, tribunales, po­deres feudales o comunales, se han convertido en órganos se­cundarios y subordinados al organismo central recién formado. ¿No es plausible que el orden económico deba transformarse en el mismo sentido y de la misma manera? Al principio existía una organización local, comunal, que debe ser sustituida no por una ausencia completa de organización, un estado de anarquía, sino por una organización general, nacional, unificada, pero comple­ja, en la que los grupos locales tengan un lugar, pero como sim­ples órganos de transmisión y diversificación.

De este modo, el régimen corporativo sería puesto al abrigo de otro vicio que se le ha reprochado con justicia en el pasado: el inmovilismo. Mientras la corporación tenía un horizonte limi­tado por los confines de la ciudad, era inevitable que quedara prisionera de la tradición, como la ciudad misma. En un grupo tan restringido, las condiciones de vida no pueden cambiar demasia­do, el hábito ejerce un imperio sin contrapesos sobre las perso­nas y las cosas, y las novedades terminan siendo temidas. El tra­dicionalismo de las corporaciones, su espíritu rutinario, no ha­cía más que reflejar el tradicionalismo del entorno, y tenía las mismas razones de ser. Sobrevivió a las causas que le habían dado nacimiento y que lo justificaban en el origen. La unificación del país, la aparición de la gran industria que es su consecuen­cia, tuvo por efecto extender las perspectivas y, por consiguien­te, abrir las conciencias a nuevos anhelos y nuevas ideas. No sólo surgieron nuevas aspiraciones, hasta entonces desconoci­das, como la necesidad de mayores comodidades, de una exis­tencia más desahogada, etc., sino que apareció también una ma­yor variación en los gustos. Y como la corporación no supo cam­biar a tiempo, como no supo hacerse más flexible, como quedó atada a las viejas costumbres, no estuvo en condiciones de res­ponder a estas nuevas exigencias. De allí, una nueva razón que vuelve las voluntades contra ella. Pero las corporaciones nacio­nales no estarán expuestas a este peligro. Su amplitud, su com­plejidad, las protegería contra la inmovilidad. Encerrarían en su seno elementos diversos que no harían temer una uniformidad más que estacionaria. El equilibrio de una organización de este

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tipo puede ser sólo relativamente estable y, por consiguiente, estaría en perfecta armonía con el equilibrio moral de la sociedad, que tiene el mismo carácter y no tiene nada de rígido. Muchos espíritus diferentes estarían en actividad, evitando que desarre­glos nuevos estuvieran siempre en preparación, como en esta­do de latencia. Un grupo extenso no es nunca inmóvil (China)2, porque en él los cambios son incesantes.

Éste es el principio fundamental del sistema corporativo que se corresponde con la gran industria. Indicadas estas líneas ge­nerales, quedarían por resolver varias cuestiones secundarias que no podemos tratar aquí. Sólo abordaré las más importantes.

En primer lugar, nos preguntamos a menudo si la corporación debería ser obligatoria, si los individuos deberían ser forzados a afiliarse a ella. Creo que la cuestión tiene un interés muy limi­tado. En efecto, desde el momento en que el régimen corporati­vo fuera establecido, permanecer aislado colocaría al individuo en una situación de extrema debilidad, lo que haría que se unie­ra a la corporación por su propia voluntad y sin que sea nece­sario obligarlo. Una vez que una fuerza colectiva se constituye, atrae a los individuos aislados y los que se mantienen fuera de ella no pueden seguir haciéndolo. Por lo demás, no entiendo el escrúpulo que algunos tienen para admitir la posibilidad de la obligación. En la actualidad, cada ciudadano esta obligado a per­tenecer a una comuna. ¿Por qué no ha de aplicarse el mismo prin­cipio a la profesión, más aún cuando la reforma de la que habla­mos llevaría finalmente a que el distrito territorial deje su lugar de unidad política del país a la corporación profesional?

Más importante es saber cuál es el lugar que corresponde­ría a los empleadores y a los empleados en el seno de la organi­zación corporativa. Me parece evidente que unos y otros debe­rían estar representados en la asamblea encargada de presidir la vida general de la corporación. Esta asamblea sólo podría cum­plir su función si comprendiese en su seno a ambos elementos. Pero podemos preguntarnos si no sería necesario establecer una distinción en la base de la organización; si ambas categorías de trabajadores no deberían designar a sus representantes por se­parado, si los colegios electorales no deberían ser independien­tes; al menos mientras sus intereses sean manifiestamente anta­gónicos.

2 . “China”: lectura dudosa.

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Finalmente, es cierto que esta organización debería estar uni­da3 al órgano central, es decir, al Estado. La legislación profesio­nal no podrá ser más que una aplicación particular de la legisla­ción general, del mismo modo que la moral profesional no pue­de ser más que una forma especial de la moral común. Siempre habrá formas de actividad económica de los particulares4 queimpliquen esta reglamentación común. Ésta no podrá ser produc­to de ningún grupo particular.

En lo que precede, hemos indicado brevemente las funciones que podrían ser creadas en la corporación. Pero no pueden pre-verse todas las que podrían serle confiadas en el futuro. Lo me­jor es limitarse a las que ya parecen estar reservadas para ella. Desde el punto de vista legislativo, los principios generales del contrato de trabajo5, de la retribución de los asalariados, de la salubridad industrial, de todo lo que concierne al trabajo infan­til y femenino, etc., deben ser adecuados a la situación de cada industria, y el Estado es incapaz de realizar esta tarea. He aquí la labor legislativa indispensable6. El ... de las cajas de jubilación, de previsión, etc., no puede ser (reservado sin peligro7 al Esta­do), ya sobrecargado de funciones diversas y lejanas de los in­dividuos. Finalmente, los reglamentos de los conflictos labo­rales, que no pueden ser absolutamente (codificados en forma de ley)8, requieren tribunales especiales que, para poder juzgar con independencia, tienen derechos9 tan variados como las for-mas de la industria. He aquí la juiciosa10 tarea que desde hoy mismo podría darse a las corporaciones restauradas y renovadas. Esta triple tarea debería ser asignada a estos tres ... órganos o grupos de órganos; aparecen aquí problemas prácticos que sólo la experiencia decidirá. Lo esencial es constituir el grupo, darle una razón de ser asignándole –con la circunspección que se

3 . Lectura probable. 4 . Tal vez pueda leerse también: “formas de actividad económica de las

partes…” 5 . “Trabajo”, lectura dudosa. 6 . Esta breve frase es de lectura dudosa. Lo mismo sucede con la frase

precedente, al menos en lo que hace a las primeras siete palabras. 7 . “Reservado sin peligro”: lectura incierta, más bien: “dejado sin peligro

en manos del Estado”. 8 . Lectura muy incierta. 9 . Lectura muy incierta. 10. Lectura muy incierta.

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crea necesaria– algunas de las funciones de las que acabamos de hablar. Una vez que esté formado y que haya comenzado a vivir, se desarrollará por sí mismo, y nadie puede prever el pun-to en que se detendrá este desarrollo. Como decía al principio, las otras reformas no podrán ser abordadas útilmente más que cuando ésta haya sido realizada, e incluso es posible que aque­llas surjan espontáneamente de esta reforma inicial. Si alguna re­organización del derecho de propiedad debe producirse, no es el ... de su lado ... que puede decirse en que consistirá. Cualquie­ra sabe lo compleja que es la vida social, el espacio que tienen en ella los elementos más contradictorios, y sabe también el simplismo de las fórmulas corrientes. Es poco probable que lle­guemos a un estado en el que los medios de producción estén separados lógicamente de los medios de consumo, en que no quede nada del viejo derecho de propiedad, en que la situación del empleador haya desaparecido, en que toda herencia esté abolida, y no hay previsión humana que pueda decir qué parte estos hechos de la organización futura… qué parte del pasado sobrevivirá siempre, qué… en el futuro.

Esta división sólo puede hacerse de manera espontánea, bajo la presión de los hechos, de la experiencia. Si se organiza la vida industrial, es decir, si se le brinda el órgano que le es necesario, este organismo, entrando en contacto con los otros órganos sociales, se convertirá en una fuente de transformaciones que la imaginación no puede casi anticipar. De esta manera, no sólo el régimen corporativo es …

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Cuarta Lección

Moral Cívica: Definición del Estado

Hemos estudiado, sucesivamente, las reglas morales y jurídicas que se aplican en las relaciones del individuo consigo mismo, con el grupo familiar, con el grupo profesional. Ahora vamos a estudiar las que corresponden a las relaciones que el individuo mantiene con otro grupo, más extenso que los precedentes, el más extenso de todos los que están constituidos actualmente, que es el grupo político. El conjunto de las reglas sancionadas que determinan lo que deben ser estas relaciones constituye aquello que llamamos la moral cívica.

Pero antes de comenzar su estudio, es importante definir lo que debe entenderse por sociedad política.

Un elemento esencial que entra en la noción de todo grupo político, es la oposición entre los gobernantes y los gobernados, entre la autoridad y los que están sometidos a ella. Es muy po­sible que en el origen de la evolución social esta distinción no haya existido; la hipótesis es mucho más factible en tanto encon­tramos sociedades en las que ella está marcada muy débilmen­te. Pero, en todo caso, las sociedades donde existe no pueden ser confundidas con aquellas en las que está ausente. Unas y otras constituyen dos especies diferentes que deben ser desig­nadas por palabras diferentes, y es a las primeras que debe re­servarse la calificación de políticas. Porque si esta expresión tiene sentido, significa ante todo organización, al menos rudi­mentaria, constitución de un poder, estable o intermitente, débil o fuerte, cuya acción –cualquiera que sea– se ejerce sobre los individuos.

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Pero un poder de este tipo también se encuentra en otros lu­gares que no son las sociedades políticas. La familia tiene un jefe cuyos poderes son unas veces absolutos, otras restringidos por los de un consejo doméstico. A menudo, se ha comparado la familia patriarcal de los Romanos con un pequeño Estado; y si, como veremos enseguida, la expresión no se justifica, sería irreprochable si la sociedad política se caracterizara únicamente por la presencia de una organización gubernamental. Otra carac­terística es, entonces, necesaria.

Se la ha creído encontrar en las relaciones particularmente estrechas que unen a toda sociedad política con el suelo que ocupa. Hay, se dice, una relación permanente entre toda nación y un territorio dado. “El Estado, dice Bluntschli, debe tener su dominio; la nación exige un país” (p. 12). Pero la familia no está menos ligada, al menos en una gran cantidad de pueblos, a una porción determinada de suelo; también tiene su dominio, que es inseparable de ella debido a que es inalienable. Hemos visto que, a veces, el patrimonio inmobiliario era verdaderamente el alma de la familia; era lo que le daba unidad y permanencia; era el cen­tro alrededor del cual giraba la vida doméstica. En las socieda­des políticas, el territorio no desempeña nunca un papel más considerable que el que tiene aquí. Agreguemos, por otra parte, que esta importancia capital que se asigna al territorio nacional es de fecha relativamente reciente. En primer lugar, parece bas­tante arbitrario negarle todo carácter político a las grandes so­ciedades nómades cuya organización es, a veces, muy sabia. Además, en otras ocasiones era el número de ciudadanos y no el territorio lo que se consideraba como el elemento esencial de los Estados. Anexarse un Estado, no era incorporar el país sino los habitantes que lo ocupaban. Por el contrario, se veía a los vencedores establecerse en los territorios ocupados por los ven­cidos, sin perder por ello su unidad y su personalidad política. Durante los primeros tiempos de nuestra historia, la capital –es decir, el centro de gravedad territorial de la sociedad– es de una extrema movilidad. En este punto, no hace mucho tiempo que los pueblos se han vuelto solidarios de su hábitat, de lo que podría llamarse su expresión geográfica. En la actualidad, Francia no es sólo una masa compuesta por los individuos que hablan tal len­gua, que observan tal derecho, etc., sino esencialmente una de­terminada porción de Europa. Incluso si todos los alsacianos hubieran optado por la nacionalidad francesa en 1870, habría sido fundado considerar que Francia estaba mutilada o disminui­

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da, por el solo hecho de haber abandonado a una potencia ex­tranjera una parte determinada de su territorio. Pero esta identi­ficación de la sociedad con su territorio se ha producido sólo en las sociedades más avanzadas. Depende, sin dudas, de numero­sas causas: la más alta valoración social que ha adquirido el sue-lo, la importancia relativamente mayor que ha adquirido el lazo geográfico, mientras otros lazos sociales, de naturaleza más mo­ral, han perdido fuerza. Para nosotros, nuestra sociedad es bá­sicamente un territorio definido, desde que ha dejado de ser esencialmente una religión, un cuerpo de tradiciones o el culto de una dinastía particular.

Descartado el territorio, parece que puede encontrarse una característica de la sociedad política en la importancia numérica de la población. Es cierto que, en general, no se da este nombre a grupos sociales que comprenden a un pequeño número de in­dividuos. Pero tal línea de demarcación sería singularmente flo­tante: ¿a partir de qué momento una aglomeración humana es lo bastante considerable como para ser clasificada entre los grupos políticos? Según Rousseau, bastaba con diez mil hombres, Bluntschli juzga a esta cifra como demasiado pequeña. Ambas estimaciones son igualmente arbitrarias. A veces, un departa­mento francés contiene más habitantes que muchas de las ciu­dades de Grecia o de Italia. Cada una de estas ciudades consti­tuye, sin embargo, un Estado, mientras que un departamento no tiene derecho a esta denominación.

Sin embargo, nos acercamos aquí a un rasgo distintivo. Sin duda no puede decirse que una sociedad política se distingue de los grupos familiares o profesionales por que es más nume­rosa, ya que en ciertos casos la cantidad de miembros de las fa­milias puede ser considerable y la de los Estados muy reducida. Pero lo que es cierto es que no hay sociedad política que no con­tenga en su seno una pluralidad de familias diferentes o grupos profesionales diferentes, o unos y otros a la vez. Si se redujese a una sociedad doméstica, se confundiría con ésta y sería una sociedad doméstica; pero desde el momento que está formada por un cierto número de sociedades domésticas, el agregado formado de este modo es algo distinto que cada uno de sus ele­mentos. Es algo nuevo, que debe ser designado por un término diferente. Del mismo modo, la sociedad política no se confunde con ningún grupo profesional, con ninguna casta –si es que ésta existe–, sino que es siempre un agregado de profesiones diversas o de castas diversas, tanto como de familias diferentes.

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Generalizando, cuando una sociedad está formada por la reunión de grupos secundarios, de naturalezas diferentes, sin ser ella misma un grupo secundario en relación con una sociedad más vasta, constituye una entidad social de una especie distinta, la sociedad política, que definiremos como una sociedad formada por la reunión de un número más o menos considerable de gru­pos sociales secundarios, sometidos a una misma autoridad, que no depende ella misma de ninguna otra autoridad superior regu­larmente constituida.

De este modo, y el hecho merece ser señalado, las socieda­des políticas se caracterizan en parte por la existencia de grupos secundarios. De esto se daba cuenta Montesquieu cuando de­cía, refiriéndose a la forma social que le parecía la más altamen­te organizada –la monarquía–, que ella implicaba: “Poderes inter­medios, subordinados y dependientes” (II, p. 4). Se observa toda la importancia de estos grupos secundarios de los que hemos hablado hasta el presente. No son necesarios sólo para la admi­nistración de los intereses particulares, domésticos, profesiona­les, que envuelven y que son su razón de ser, sino que también son la condición fundamental de toda organización social más elevada. Lejos de estar en contradicción con el grupo social en­cargado de la autoridad soberana –que llamamos Estado–, éste supone su existencia y no existe más que donde ellos existen. Si no hay grupos secundarios, no hay autoridad política, al menos, ninguna autoridad que pueda ser llamada propiamente de este modo. Más tarde veremos de dónde deriva esta solidaridad que une a las dos clases de agrupamientos. Por el momento, nos basta con constatarla.

Es cierto que esta definición va contra una teoría que ha sido considerada clásica durante mucho tiempo; aquella a la que Summer Maine y Fustel de Coulanges han unido sus nombres. Según estos autores, la sociedad elemental de la que habrían surgido las sociedades más complejas sería un grupo familiar extendido, formado por todos los individuos unidos por lazos de sangre o por lazos de adopción, y ubicado bajo la dirección del miembro varón más viejo de la familia, el patriarca. Es la teoría patriarcal. Si fuese verdadera, encontraríamos en el principio una autoridad constituida de manera análoga a la que encontramos en los Estados más complejos, que sería verdaderamente políti­ca, mientras que la sociedad de la que es piedra angular es una y simple, y no está compuesta de ninguna sociedad más peque­ña. La autoridad suprema de las ciudades, de los reinos, de las

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naciones que se constituyen más tarde, no tendría ningún carác­ter original ni específico; derivaría de la autoridad patriarcal so­bre el modelo de la que se habría formado. Las sociedades lla­madas políticas no serían más que familias ampliadas.

Pero esta teoría patriarcal no es ya sostenible; es una hipó­tesis que no se basa sobre ningún hecho directamente observa­do y que es desmentida por una multitud de hechos conocidos. Nunca se ha observado una familia patriarcal como la que han descrito Summer Main y Fustel de Coulanges. Nunca se ha vis-to un grupo formado por consanguíneos viviendo autónoma­mente bajo la dirección de un jefe más o menos poderoso. To-dos los grupos familiares que conocemos, que presentan un mí­nimo de organización, que reconocen alguna autoridad definida, forman parte de sociedades más vastas. El clan es, al mismo tiem­po, una división política y una división familiar de un agregado social más extenso. Pero, se dirá, ¿y en el principio? En el prin­cipio, es legítimo suponer que existían sociedades simples que no contenían en ellas ninguna sociedad más simple; la lógica y las analogías nos obligan a formular esta hipótesis, que algunos hechos confirman. Pero, al contrario, nada autoriza a creer que tales sociedades estuvieran sometidas a una autoridad. Y lo que debe hacer rechazar esta suposición como falsa, es que cuanto más independientes entre sí son los clanes de una tribu, más tiende cada uno de ellos hacia la autonomía y más ausente está todo aquello que se parezca a una autoridad, a un poder guber­namental. Son masas casi completamente amorfas, cuyos miem­bros se ubican en un mismo plano. La organización de los gru­pos parciales, clanes, familias, etc., no ha precedido a la organi­zación del agregado total que resulta de su reunión. De donde no debe concluirse que la primera haya nacido de la segunda. La verdad es que son solidarias, como decíamos antes, y se con­dicionan mutuamente. Las partes no se han organizado primero para formar luego un todo organizado a su imagen, sino que el todo y las partes se han organizado al mismo tiempo. Otra con­secuencia de lo que precede es que, dado que las sociedades políticas implican la existencia de una autoridad y esta autoridad no aparece más que allí donde las sociedades comprenden una pluralidad de sociedades elementales, las sociedades políticas son necesariamente policelulares o polisegmentarias. Esto no significa que no haya habido jamás sociedades formadas por un solo y único segmento, sino que ellas constituyen otra especie, no son sociedades políticas.

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Por su parte, una misma sociedad puede ser política desde cierto punto de vista y no constituir más que un grupo secun­dario y parcial desde ciertos otros. Es lo que pasa en los Esta­dos federativos. Cada Estado particular es autónomo en cierta medida, más restringida que la que existiría si la confederación no estuviese regularmente organizada, pero que no por ser más débil es nula. En la medida en que cada miembro no depende más que de sí mismo, allí donde no depende del poder central de la confederación, constituye una sociedad política, un Estado pro­piamente dicho. En la medida, al contrario, en que está subordi­nado a algún órgano superior a él, es un simple grupo secunda-rio, parcial, análogo a un distrito, una provincia, un clan o una casta. Deja de ser un todo para aparecer sólo como una parte. Nuestra definición no establece una línea de demarcación abso­luta entre las sociedades políticas y las otras; pero es que no la hay, ni podría haberla. Al contrario, se trata de un continuum. Las sociedades políticas superiores se han formado por la agre­gación lenta de sociedades políticas inferiores; hay, entonces, momentos de transición en los que aquellas, conservando algo de su naturaleza original, comienzan a convertirse en otra cosa, a adquirir caracteres nuevos, momentos en los que, por consi­guiente, su condición es ambigua. Lo esencial no es señalar una solución de continuidad allí donde no existe, sino observar los caracteres específicos que definen las sociedades políticas, y que, según estén más o menos presentes, hacen que éstas últi­mas merezcan –más o menos francamente– esta calificación.

Ahora que sabemos por qué signos se reconoce una socie­dad política, veamos en qué consiste la moral vinculada con ella. De la definición que precede se sigue que las reglas esenciales de esta moral son aquellas que determinan las relaciones de los individuos con la autoridad soberana a la que están sometidos. Como una palabra es necesaria para designar al grupo especial de funcionarios que están encargados de representar esta auto­ridad, convendremos en reservar para este uso el término Esta­do. Sin duda, es muy frecuente que se llame Estado no al órga­no gubernamental, sino a la sociedad política en su conjunto, al pueblo gobernado y su gobierno considerados en conjunto, y nosotros mismos hemos empleado la palabra en ese sentido. Es así que se habla de los Estados europeos, o que se dice de Fran-cia que es un Estado. Pero como es bueno tener términos espe­ciales para realidades tan diferentes como la sociedad y uno de sus órganos, llamaremos específicamente Estado a los agentes

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de la autoridad soberana y sociedad política al grupo complejo cuyo órgano eminente es el Estado. Planteado esto, los princi­pales deberes de la moral cívica son evidentemente aquellos que los ciudadanos tienen respecto al Estado y, recíprocamente, aquellos que el Estado tiene para con los individuos. Para com­prender cuáles son estos deberes, es importante sobre todo de­terminar la naturaleza y la función del Estado.

Puede parecer, es cierto, que ya hemos respondido a la pri­mera de estas cuestiones, y que la naturaleza del Estado ha sido definida junto con la de la sociedad política. El Estado, ¿no es la autoridad superior a la que está sometida toda sociedad polí­tica en su conjunto? Pero, en realidad, esta noción de autoridad es bastante vaga y debe ser precisada. ¿Adónde comienza y adónde termina el grupo de funcionarios que están investidos de esta autoridad y que constituye el Estado propiamente dicho? La pregunta es tanto más necesaria cuanto que el lenguaje co­rriente genera muchas confusiones al respecto. Se dice todos los días que los servicios públicos son servicios del Estado; la jus­ticia, el ejército, la Iglesia –allí donde hay una Iglesia nacional–, forman parte del Estado. Pero no hay que confundir al Estado con los órganos secundarios que reciben su acción de manera más inmediata y que no son más que sus órganos de ejecución. Al menos, estos grupos secundarios que llamamos administra­ciones deben ser distinguidos del grupo o los grupos especia­les –porque el Estado es complejo– a los que están subordina­dos. Lo que éstos últimos tienen de característico es que son los únicos que tienen la capacidad para pensar y actuar en lugar de la sociedad. Tanto las representaciones como las resoluciones que se elaboran en este medio especial son, naturalmente y ne­cesariamente, colectivas. Sin dudas, hay representaciones y de­cisiones colectivas fuera de las que se generan allí. En toda so­ciedad, hay o ha habido mitos y dogmas, si la sociedad política es al mismo tiempo una Iglesia, o tradiciones históricas, morales, que constituyen representaciones comunes a todos sus miem­bros y que no son la obra especial de ningún órgano determi­nado. Del mismo modo, hay corrientes sociales que llevan a la colectividad en un sentido determinado y que no emanan del Estado. Muy a menudo, el Estado sufre su presión, más que darle impulso. Hay, de este modo, toda una vida psíquica difusa en la sociedad. Pero hay otra que tiene como asiento especial al ór­gano gubernamental. Se elabora allí y, si repercute en el resto de la sociedad, lo hace secundariamente. Cuando el Parlamento vota

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una ley, cuando el gobierno toma una decisión en los límites de su competencia, ambos pasos dependen del estado general de la sociedad; el Parlamento y el gobierno están en contacto con las masas de la nación y las impresiones diversas que se des­prenden de este contacto contribuyen a determinarlos en un sen­tido o en otro. Pero si existe un factor de su determinación que está situado fuera de ellos, no es menos cierto que son ellos los que toman esta determinación, que ante todo expresa el medio particular en el que cobra existencia. A menudo, se produce una discordancia entre este medio y el conjunto de la nación, y las resoluciones gubernamentales, los votos parlamentarios, que valen para la comunidad, no corresponden al estado de ésta úl­tima. Existe aquí una vida psíquica colectiva, pero esta vida no está difusa en toda la extensión del cuerpo social; siendo colec­tiva, está localizada en un órgano determinado. Y esta localiza­ción no resulta de la simple concentración en un punto determi­nado de una vida que tiene su origen fuera de este punto. Es en este punto que tiene, en parte, nacimiento. Cuando el Estado piensa y decide, no hay que decir que es la sociedad la que pien­sa y decide a través de él, sino que él piensa y decide por ella. No es un simple instrumento de canalizaciones y concentracio­nes. Es, en cierto sentido, el centro organizador de los subgrupos mismos.

He aquí lo que define al Estado. Es un grupo de funcionarios sui generis, en el seno del cual se elaboran representaciones y voliciones que comprometen a la colectividad, aunque no sean la obra de la colectividad. No es exacto decir que el Estado en­carna la conciencia colectiva, porque ésta lo desborda por todos lados. Es en gran parte difusa; en cada instante, hay multitudes de sentimientos sociales, estados sociales de todo tipo de los que el Estado no percibe más que una débil resonancia. No es más que el asiento de una conciencia especial, restringida, pero más alta, más clara, que tiene un sentimiento muy fuerte de sí misma. Nada hay en ella de lo oscuro e indeciso que observa­mos en las representaciones colectivas que se hallan esparcidas en todas las sociedades: mitos, leyendas religiosas o morales, etc. No sabemos ni de dónde vienen, ni hacia dónde tienden; no hemos deliberado sobre ellas. Las representaciones que vienen del Estado son siempre más conscientes de sí mismas, de sus causas y de sus fines. Han sido concertadas de un modo menos subterráneo. El agente colectivo que las concerta se da cuenta de lo que está haciendo. También hay aquí, a menudo, bastante

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oscuridad. El Estado, como el individuo, se engaña frecuente­mente sobre los motivos que lo determinan, pero aunque estas determinaciones estén o no mal motivadas, lo esencial es que están motivadas en cierto grado. Hay siempre, o generalmente al menos, una apariencia de deliberación, una aprehensión de conjunto de las circunstancias que hacen necesaria la resolución, y el órgano interior del Estado está destinado, precisamente, a producir estas deliberaciones. De allí los consejos, las asambleas, los discursos, los reglamentos, que obligan a que estas repre­sentaciones se elaboren con cierta lentitud. En resumen, pode­mos decir: el Estado es un órgano especial encargado de elabo­rar ciertas representaciones que valen para la colectividad. Es­tas representaciones se distinguen de otras representaciones colectivas por su más alto grado de conciencia y de reflexión.

Podrá sorprender que excluyamos de nuestra definición toda idea de acción, de ejecución, de realización hacia fuera. Se dice corrientemente que el Estado –al menos aquello que llamamos específicamente gobierno– contiene el poder ejecutivo. Pero la expresión es absolutamente impropia: el Estado no ejecuta nada. El Consejo de Ministros, el príncipe, no más que el Parlamento, no actúan por sí mismos; dan órdenes para que se actúe. Com­binan ideas, sentimientos, producen resoluciones, transmiten estas resoluciones a otros órganos que las ejecutan; pero allí se acaba su papel. Desde este punto de vista, no hay diferencia entre el Parlamento o los consejos deliberativos de todo tipo de que pueda rodearse el príncipe, el jefe de Estado y el gobierno propiamente dichos, el poder llamado ejecutivo. Se dice de éste último que es ejecutivo porque está más cerca de los órganos de ejecución; pero no se confunde con ellos. Toda la vida del Es­tado propiamente dicha consiste en deliberaciones, es decir, en representaciones, no en acciones exteriores, en movimientos. Las administraciones son las encargadas de estos movimientos. Se ve la diferencia que hay entre ellas y el Estado; esta diferencia es homóloga a la que separa al sistema muscular del sistema ner­vioso central. El Estado, hablando con rigor, es el órgano mis-mo del pensamiento social. En las presentes condiciones, este pensamiento está orientado hacia un fin práctico y no hacia un fin especulativo. El Estado, al menos en general, no piensa por pensar, para construir sistemas de doctrinas, sino para dirigir la conducta colectiva. Pero, no obstante, su función esencial es pensar.

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¿Hacia donde está orientado este pensamiento? Dicho de otro modo, ¿qué fin persigue normalmente –y, por consiguien­te, debe perseguir– el Estado en las condiciones sociales en las que nos encontramos actualmente? Es el problema que nos que-da por resolver y sólo cuando lo hayamos resuelto nos será po­sible comprender los deberes respectivos de los ciudadanos ha-cia el Estado y viceversa. Ahora bien, dos soluciones contrarias suelen darse a este problema.

En primer lugar, existe la solución llamada individualista, tal como ha sido expuesta y defendida por Spencer y los economis­tas por un lado, y por Kant, Rousseau y la escuela espiritualis­ta por el otro. La sociedad, se dice, tiene por objeto al individuo, por la sencilla razón de que éste es lo único que hay de real en la sociedad. No siendo más que un agregado de individuos, no puede tener otro fin que el desarrollo de los individuos. Y, en efecto, por el hecho de la asociación, la sociedad hace más pro­ductiva a la actividad humana en el orden de las ciencias, las ar-tes y la industria; y el individuo, que encuentra a su disposición –gracias a una producción más grande– una alimentación inte­lectual, material y moral más abundante, se eleva y se desarro­lla. Pero el Estado por sí mismo no es productor. No agrega nada y no puede agregar nada a las riquezas de todo tipo que acumula la sociedad y de las que se beneficia el individuo. ¿Cuál será, entonces, su papel? Prevenir ciertos efectos negativos de la aso­ciación. El individuo tiene por sí mismo, de manera innata, cier­tos derechos, por el solo hecho de existir. Es, dice Spencer, un ser viviente y tiene derecho a vivir, a no ser molestado por nin­gún otro individuo en el funcionamiento regular de sus órganos. Es, dice Kant, una personalidad moral y, por ello mismo, está in­vestido de un carácter especial que hace de él un objeto de res­peto, tanto en el estado civil como en el estado llamado de na­turaleza. Ahora bien, estos derechos congénitos, cualquiera sea el modo en que se los entienda o se los explique, están confor­mados en ciertos aspectos por la asociación. Mi prójimo, en las relaciones que tiene conmigo y por el solo hecho de estar en una relación de intercambio social mutuo, puede amenazar mi existen­cia, estorbar el juego regular de mis fuerzas vitales o, por hablar el lenguaje de Kant, puede faltar al respeto que me es debido, violar en mí los derechos del ser moral que soy. Es necesario, pues, que se encargue a un órgano la tarea especial de velar por el mantenimiento de estos derechos individuales; porque si la sociedad puede y debe agregar algo a lo que tengo naturalmen­

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te y antes de toda institución social de estos derechos, debe sobre todo impedir que sea afectado; de otro modo, no tiene ra­zón de ser. Hay un mínimo que no debe procurar, pero por de­bajo del cual no debe permitir que se descienda, incluso cuan­do pudiera ofrecernos en su lugar un lujo que carecería de va­lor si lo necesario nos faltase total o parcialmente. Es así que tantos teóricos pertenecientes a las escuelas más diversas, han creído que era necesario limitar las atribuciones del Estado a la administración de una justicia puramente negativa. Su papel de­bería reducirse, cada vez más, a impedir las invasiones ilegítimas de unos individuos sobre otros, a mantener intacta la esfera a la que cada uno tiene derecho, por el solo hecho de ser lo que es. Sin duda, saben que las funciones del Estado han sido mucho más numerosas en el pasado. Pero atribuyen esta multiplicidad de atribuciones a las condiciones particulares en las que viven las sociedades que no han llegado a un grado suficientemente alto de civilización. En ellas, el estado de guerra es a veces cró­nico, siempre muy frecuente. Ahora bien, la guerra obliga a de-jar de lado los derechos individuales. Requiere una disciplina muy fuerte y esta disciplina supone, a su vez, un poder fuerte­mente constituido. De allí viene la autoridad soberana de la que los Estados están investidos en relación con los particulares. En virtud de esta autoridad, el Estado ha intervenido en dominios que por naturaleza deberían mantenerse fuera de su alcance. Re­glamenta las creencias, la industria, etc. Pero esta extensión abusiva de su influencia no puede justificarse más que en la me­dida en que la guerra desempeña un papel importante en la vida de estos pueblos. Cuanto más retrocede y más rara se vuelve, más posible y necesario se hace desarmar al Estado. Como la guerra no ha desaparecido completamente, como hay todavía ri­validades internacionales que temer, el Estado debe, en una cier­ta medida, conservar algunas de sus atribuciones de antaño. Pero esto es una supervivencia más o menos anormal, cuyos úl­timos trazos están destinados a desaparecer progresivamente.

En el momento del curso al que hemos llegado, no es nece­sario refutar en detalle esta teoría. Está en contradicción mani-fiesta con los hechos. Cuanto más se avanza en la historia, más vemos multiplicarse las funciones del Estado al mismo tiempo que se vuelven más importantes, y este desarrollo de las funcio­nes se hace materialmente observable por el desarrollo paralelo del órgano. Cuánta distancia entre lo que es el órgano guberna­mental en una sociedad como la nuestra y lo que era en Roma o

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en una tribu de Pieles Rojas. Aquí, multitud de ministerios con engranajes múltiples, al lado de vastas asambleas cuya organi­zación misma es de una extrema complejidad, por encima, el jefe del Estado con sus servicios especiales. Allí, un príncipe o algu­nos magistrados, consejos asistidos por secretarios. El cerebro social, como el cerebro humano, ha crecido en el curso de la evo­lución. Y mientras tanto, haciendo abstracción de algunas regre­siones pasajeras, la guerra se ha vuelto cada vez más intermitente y rara. Sería necesario, entonces, considerar este desarrollo pro­gresivo del Estado, esta extensión ininterrumpida de sus atribu­ciones más allá de la administración de justicia, como radicalmen­te anormal; pero, dada la continuidad y la regularidad de esta extensión a lo largo de la historia, esta hipótesis es insostenible. Es necesario tener singular confianza en la fuerza de la propia dialéctica, para condenar como patológicos, en nombre de un sistema particular, movimientos que presentan semejante cons­tancia y generalidad. No hay un Estado cuyo presupuesto no se infle a ojos vista. Los economistas ven en ello el producto de­plorable de una verdadera aberración lógica y se quejan de la ceguera general. Sería mejor método considerar como regular y como normal una tendencia tan universalmente irresistible, con la reserva, por supuesto, del exceso y de los abusos particula­res, pasajeros, que no se pretende negar.

Descartada esta doctrina, queda por decir que el Estado tie-ne otros fines que perseguir, otro papel que cumplir, que no es el de velar por el respeto de los derechos individuales. Pero, en­tonces, corremos el riesgo de encontrarnos en presencia de la solución opuesta a aquella que acabamos de examinar, la solu­ción que llamaría mística, cuya expresión más sistemática encon­tramos en las teorías sociales de Hegel. Desde este punto de vis­ta, se ha dicho que cada sociedad tiene un fin superior a los fi­nes individuales, sin relación con éstos últimos, y que el papel del Estado es perseguir la realización de este fin verdaderamen­te social; por su parte, el individuo debe ser un instrumento cuyo papel consiste en ejecutar estos designios que no ha hecho y que no le conciernen. Debe trabajar por la gloria de la sociedad, por la grandeza de la sociedad, por la riqueza de la sociedad, y debe conformarse con recibir, como única recompensa por sus esfuerzos, la participación en estos bienes que ha contribuido a conquistar y que le corresponden en su carácter de miembro de la sociedad. Recibe una parte de los rayos de esta gloria; un re­flejo de esta grandeza le llega y es suficiente para interesarle en

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estos fines que le superan. Esta tesis merece que nos detenga­mos en ella, en tanto no tiene sólo un interés especulativo e his­tórico, sino que –aprovechándose de la confusión en que se hallan actualmente las ideas– está en vías de comenzar una suer-te de renacimiento. Nuestro país, que le ha sido refractario has-ta ahora, muestra cierta disposición a acogerla con complacen­cia. Porque los viejos fines individuales que acabo de explicar han dejado de ser suficientes, nos lanzamos desesperadamente hacia la fe contraria, y renunciando al culto del individuo que bastaba a nuestros padres, intentamos restaurar bajo una forma nueva el culto de la Ciudad.

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Quinta Lección

Moral Cívica (continuación): Relación entre el Estado

y el individuo

No hay duda de que tal ha sido realmente, en un gran número de sociedades, la naturaleza de los fines perseguidos por el Es­tado: acrecentar la potencia del Estado, hacer más glorioso su nombre, tal era el único o el principal objetivo de la actividad pública. Los intereses y las necesidades individuales no eran tenidos en cuenta. El carácter religioso del que estaba impreg­nada la política de estas sociedades hace visible esta indiferen­cia del Estado en lo que respecta a los individuos. La suerte de los Estados y la de los Dioses que allí eran adorados eran con­sideradas estrechamente solidarias. Los primeros no podían ser rebajados sin que el prestigio de los segundos disminuyera y viceversa. La religión pública y la moral cívica se confundían, no eran más que aspectos de la misma realidad. Contribuir a la glo­ria de la Ciudad, era contribuir a la gloria de los Dioses de la Ciu­dad y viceversa. Ahora bien, lo que caracteriza a los fenómenos de orden religioso es que su naturaleza es totalmente distinta de la de los fenómenos de orden humano. Se inscriben en otro mundo. El individuo, en tanto que individuo, pertenece al mun­do profano; los Dioses son el centro mismo del mundo religio­so y, entre estos dos mundos, existe un hiato. Están hechos de una sustancia distinta que los hombres, tienen otras ideas, otras necesidades, una existencia diferente. Decir que los fines de la política eran religiosos y los fines religiosos eran políticos, es decir que entre los fines del Estado y los que perseguían los particu­lares en tanto que particulares, había una solución de continui­dad. ¿Cómo podía, entonces, el individuo consagrarse a perse­guir fines que eran tan extraños a sus preocupaciones privadas?

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Es que las preocupaciones privadas contaban relativamente poco para él; su personalidad –y todo lo que de ella dependía– tenía un débil valor moral. Sus ideas personales, sus creencias personales, sus aspiraciones personales, eran pocas. Lo que te­nía valor para todos, eran las creencias colectivas, las aspiracio­nes colectivas, las tradiciones comunes y los símbolos que las expresaban. En estas condiciones, el individuo aceptaba some-terse espontáneamente y sin resistencia al instrumento a través del cual se realizaban estos fines que no le concernían directa­mente. Absorbido por la sociedad, seguía dócilmente los impul­sos de la misma y subordinaba su propio destino a los destinos del ser colectivo, sin que el sacrificio fuese costoso; porque su destino particular no tenía el sentido y la importancia que le atri­buimos actualmente. Y si así era, es porque era necesario que así fuese; las sociedades sólo podían existir gracias a esta depen­dencia.

Pero cuanto más avanzamos en la historia, más vemos que las cosas se transforman. Inicialmente perdida en el seno de la masa social, la personalidad individual se libera de ella. El círculo de la vida individual, al principio restringido y poco respetado, se extiende y se convierte en el objeto eminente del respeto mo­ral. El individuo adquiere derechos cada vez más extensos de dis­poner de sí mismo, de las cosas que le son atribuidas, de hacer­se las representaciones del mundo que le parecen más conve­nientes, de desarrollar libremente su naturaleza. La guerra, que entorpece y disminuye su actividad, se convierte en el mal por excelencia. Al imponerle un sufrimiento inmerecido, aparece cada vez más como la forma por excelencia de la falta moral. En estas condiciones, reclamarle la misma subordinación de antaño es contradecir su naturaleza. No puede considerárselo al mismo tiempo un Dios, el Dios por excelencia, y un instrumento dispo­nible para los Dioses. No puede hacerse de él el fin supremo, y reducirlo al papel de simple medio. Dado su carácter moral, debe constituir el horizonte tanto de la conducta pública como de la conducta privada. El Estado debe tender a realzar su naturaleza. Se dirá que este culto del individuo es una superstición de la que es necesario desembarazarse. Pero esto sería ir contra todas las enseñanzas de la historia; porque cuanto más avanzamos, mayor es la dignidad de la persona. No hay ley mejor estableci­da que ésta. Todo intento de fundar las instituciones sociales sobre el principio opuesto es irrealizable y no puede tener un éxito más que pasajero. Porque no podemos hacer que las cosas

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sean lo que no son. No podemos evitar que el individuo haya llegado a ser lo que es, es decir, un foco autónomo de actividad, un sistema que impone fuerzas personales cuya energía no pue­de ser destruida, como no puede serlo la de las fuerzas cósmi­cas. Es tan imposible como transformar la atmósfera física que respiramos.

¿No llegamos, entonces, a una antinomia irresoluble? Por un lado, constatamos que el Estado se desarrolla cada vez más; por el otro, que los derechos del individuo –que pasan por ser an­tagónicos de los derechos del Estado– se desarrollan paralela­mente. Si el órgano gubernamental adquiere proporciones cada vez más considerables, es porque su función se vuelve más im­portante y sus fines se multiplican; y, sin embargo, negamos que pueda perseguir otros fines que los que interesan al individuo. Ahora bien, éstos dependen, por definición, de la actividad in­dividual. Si, como se supone, los derechos del individuo son in­natos, el Estado no debe intervenir para constituirlos; no depen­den de él. Pero si no dependen de él, si están fuera de su com­petencia, ¿cómo puede extenderse incesantemente el marco de esta competencia, que debe comprender cada vez menos cosas ajenas al individuo?

La única manera de eliminar la dificultad es negar el postu­lado según el cual los derechos del individuo son innatos, ad­mitir que la institución de estos derechos es obra del Estado. Entonces, en efecto, todo se explica. Se entiende que las funcio­nes del Estado se expanden sin que de ello resulte un menoscabo del individuo, o que el individuo se desarrolle sin que el Estado retroceda, dado que el individuo sería, desde cierto punto de vis­ta, el producto mismo del Estado, dado que la actividad del Es­tado sería esencialmente liberadora del individuo. Ahora bien, la historia nos autoriza a admitir –dado que se desprende de los hechos– una relación de causa-efecto entre la marcha del indi­vidualismo moral y la marcha del Estado. Sabemos que el Esta­do ateniense era mucho más débil que el Estado romano, y, a su vez, el Estado romano, sobre todo el Estado de la Ciudad, era una organización rudimentaria comparado con nuestros grandes Estados centralizados. La concentración gubernamental era mu­cho más avanzada en la Ciudad romana que en todas las ciuda­des griegas y la unidad del Estado era mucho más marcada. He-mos tenido la oportunidad de demostrarlo el año pasado. Un hecho entre otros revela esta diferencia: el culto a Roma estaba en manos del Estado. En Atenas, estaba difuso en una multipli­

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cidad de colegios sacerdotales. No encontramos en Atenas nada parecido al cónsul romano, en cuyas manos se centralizaban to-dos los poderes gubernamentales. La administración ateniense estaba esparcida entre una multitud incoherente de funcionarios. Cada uno de los grupos elementales que constituían la Sociedad –clanes, fratrías, tribus– había conservado una autonomía mu­cho mayor que en Roma, adonde fueron rápidamente absorbidos en la masa de la sociedad. La distancia que separa a los Estados europeos de los Estados griegos e italianos es manifiesta. Ahora bien, el desarrollo del individualismo en Roma y Atenas presen­taba diferencias. El vivo sentimiento que había en Roma sobre el carácter respetable de la persona se expresaba en fórmulas conocidas, en las que se afirmaba la dignidad del ciudadano ro­mano, y en las libertades que constituían sus características ju­rídicas.

Éste es uno de los puntos que Jhering ha contribuido a acla­rar (II, p. 131). Lo mismo sucede con respecto a la libertad de pensamiento. Pero por más remarcable que sea el individualismo romano, es poca cosa al lado del que se ha desarrollado en el seno de las sociedades cristianas. El culto cristiano es un culto interior: consiste en una fe interior antes que en prácticas mate­riales: ahora bien, la fe intensa escapa a todo control exterior. En Atenas, el desarrollo intelectual (científico y filosófico) ha sido mucho más considerable que en Roma. Ahora bien, parece que la ciencia y la filosofía, la reflexión colectiva, se desarrollan con el individualismo. Es cierto, en efecto, que lo acompañan muy a menudo. Pero no se trata de una relación necesaria. En la India, el brahmanismo y el budismo han tenido una metafísica muy re­finada; el culto budista se basa en toda una teoría del mundo. Las ciencias han estado muy desarrolladas en los templos egip­cios. Sabemos, sin embargo, que en una y otra sociedad el indi­vidualismo estaba casi completamente ausente. Esto prueba el carácter panteísta de estas metafísicas y de las religiones a las que intentaban dar una formulación racional y sistemática. Por­que la fe panteísta es imposible allí donde los individuos tienen un vivo sentimiento de su individualidad. Así, las letras y la fi­losofía han sido muy practicadas en los monasterios de la Edad Media. Y es que, en efecto, la intensidad de la reflexión, tanto en el individuo como en la sociedad, está en relación inversa con la actividad práctica. Cuando, debido a una circunstancia cual­quiera, la actividad práctica se ve reducida por debajo del nivel normal en una parte de la sociedad, las energías intelectuales se

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desarrollan profusamente, tomando el lugar que se le ha dejado libre. Ahora bien, éste es el caso de los sacerdotes y los mon­jes, sobre todo en las religiones contemplativas. Por otro lado, sabemos que en Atenas la vida práctica estaba reducida a poca cosa. Se vivía ociosamente. En estas condiciones, se produce un desarrollo considerable de la ciencia y la filosofía que, una vez surgidas, pueden suscitar un movimiento individualista, pero que no derivan de éste. También puede ocurrir que la reflexión así desarrollada no tenga esta consecuencia y que sea esencial­mente conservadora. Que se dedique a teorizar sobre el estado de cosas existente, o bien a criticarlo. Tal es el carácter de la es­peculación sacerdotal; y la especulación griega misma ha con­servado durante mucho tiempo esta misma disposición. Las teo­rías políticas y morales de Aristóteles y Platón no hacen más que reproducir sistemáticamente, una la organización de Esparta y la otra la de Atenas.

Finalmente, una última razón que impide medir el grado de individualismo de un país según el desarrollo que han alcanza­do las facultades reflexivas, es que el individualismo no es una teoría; es del orden de la práctica, no del orden de la especula­ción. Para que sea él mismo, es necesario que afecte las costum­bres, los órganos sociales, aunque a veces se disipa completa­mente en ilusiones especulativas, en lugar de penetrar en lo real y suscitar el cuerpo de prácticas e instituciones que le son ade­cuadas. Vemos cómo se producen sistemas que expresan las as­piraciones sociales hacia un individualismo más desarrollado, pero que se quedan en estado de desiderátum debido a que es­tán ausentes las condiciones necesarias para que se hagan rea­lidad. ¿No es éste el caso del individualismo francés? Ha sido expuesto teóricamente en la Declaración de los Derechos del Hombre, aunque de una manera exagerada, pero está lejos de haber arraigado profundamente en el país. La prueba de esto se halla en la extrema facilidad con que hemos aceptado, muchas veces en el curso de este siglo, regímenes autoritarios, que se basaban en principios muy diferentes. A pesar de la letra de nues­tro código moral, los viejos hábitos sobreviven más de lo que creemos, más de lo que quisiéramos. Es que, para instituir una moral individualista, no basta con afirmarla, con traducirla en bellos sistemas, sino que es necesario ordenar la sociedad de una manera tal que haga posible y durable esta constitución. De otro modo, queda en estado difuso y doctrinario.

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De esta manera, la historia parece probar que el Estado no ha sido creado para impedir que el individuo sea molestado en el ejer­cicio de sus derechos naturales, sino que estos derechos han sido creados por el Estado, que los organiza y los convierte en reali­dad. Y, en efecto, el hombre es hombre porque vive en sociedad. Quitémosle todo lo que en él tiene origen social y no quedará más que un animal semejante a los otros animales. La sociedad lo ha elevado por encima de la naturaleza física y ha logrado este resultado debido a que la asociación, agrupando las fuerzas psí­quicas individuales, las intensifica, las lleva a un grado de ener­gía y productividad infinitamente superior al que podrían alcan­zar si se mantuvieran aisladas. De este modo, surge una vida psíquica totalmente nueva, infinitamente más rica y más variada que aquella de la que el individuo solitario podría ser escenario, y la vida así nacida, penetrando en el individuo que participa de ella, lo transforma. Pero, por otro lado, al mismo tiempo que la sociedad alimenta y enriquece la naturaleza individual, tiende inevitablemente a apropiársela, por la misma razón. Precisamen­te porque el grupo es una fuerza moral superior a la de las par­tes, tiende a subordinarlas. Es inevitable que caigan bajo la de­pendencia de aquél. Se trata de una ley de mecánica moral, tan ineluctable como las leyes de la mecánica física. Todo grupo que dispone de sus miembros a través de la coerción, se esfuerza por modelarlos a su imagen, por imponerles sus maneras de pensar y de actuar, por impedir las disidencias. Toda sociedad es despó­tica, al menos si nada exterior a ella viene a contener su despo­tismo. No quiero decir que este despotismo sea artificial; es na­tural porque es necesario y porque, en ciertas condiciones, las sociedades no pueden mantenerse de otro modo. No quiero de­cir, tampoco, que sea insoportable; al contrario, el individuo no lo siente, de la misma manera que nosotros no sentimos la atmós­fera que pesa sobre nuestros hombros. Desde el momento en que el individuo ha sido educado por la colectividad, desea natural-mente lo que ella desea, y acepta sin pena el estado de sujeción al que se halla reducido. Para que sea consciente de ello y se re­sista, es necesario que las aspiraciones individualistas aparez­can, y no pueden aparecer en estas condiciones.

Pero, se dirá, ¿para que sea de otra manera, no basta con que la sociedad tenga una cierta extensión? Sin duda, cuando es pe­queña, como rodea a cada individuo por todas partes y en to-dos los instantes, no le permite desarrollarse en libertad. Siem­pre presente, siempre operante, no deja espacio a su iniciativa.

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Pero las cosas cambian cuando alcanza ciertas dimensiones. Cuando comprende a una multitud de sujetos, no puede ejercer sobre ellos un control tan continuo, tan atento y tan eficaz como cuando su vigilancia se concentra sobre un pequeño número. Somos más libres en el seno de una multitud que en un peque­ño grupo. Por consiguiente, las diversidades individuales pue­den aparecer más fácilmente, la tiranía colectiva disminuye, el individualismo se establece de hecho y, con el tiempo, el hecho se convierte en derecho. Hay sólo una condición que puede im­pedir que las cosas sean de este modo. Es necesario que en el interior de esta sociedad no se formen grupos secundarios que tengan la suficiente autonomía como para que cada uno de ellos se convierta en una suerte de pequeña sociedad en el seno de la grande. Porque, entonces, cada una de ellas se comporta res­pecto a sus miembros como si estuviera sola y es como si la so­ciedad total no existiese. Cada uno de estos grupos, rodeando de cerca a los individuos de que está formado, limita su expan­sión; el espíritu colectivo se impondrá a las condiciones parti­culares. Una sociedad formada por clanes yuxtapuestos, por ciu­dades o aldeas más o menos independientes, o por numerosos grupos profesionales autónomos los unos de los otros, será casi tan comprensiva de toda individualidad como si estuviera hecha de un solo clan, de una sola ciudad, de una sola corporación. Ahora bien, la formación de grupos secundarios de este tipo es inevitable; porque en una sociedad vasta, hay siempre intereses particulares locales, profesionales, que tienden naturalmente a unir a quienes los comparten. He aquí la base de asociaciones particulares, corporaciones, grupos de todo tipo, y si ningún contrapeso neutraliza su acción, cada una de ellas tenderá a ab­sorber a sus miembros. En cualquier caso, existe al menos la so­ciedad doméstica y sabemos hasta que punto es absorbente cuando es abandonada a sí misma, cómo retiene en su órbita y bajo su dependencia inmediata a quienes la componen. (Final­mente, si no se forman grupos secundarios de este tipo, al me-nos se constituirá en la cúspide de la sociedad una fuerza colec­tiva para gobernarla. Y si esta fuerza colectiva está sola, si no tie-ne frente a sí más que a los individuos, la misma ley de mecánica los hará caer bajo su dependencia).

Para prevenir este resultado, para velar por el desarrollo in­dividual, no es suficiente con que una sociedad sea vasta, es necesario que el individuo pueda moverse con cierta libertad en una vasta extensión; es necesario que no sea expoliado y aca­

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parado por los grupos secundarios, es necesario que éstos no puedan convertirse en amos de sus miembros y moldearlos a voluntad. Es necesario que exista, por encima de estos poderes locales, familiares –en una palabra, secundarios–, un poder ge­neral que haga la ley para todos, que recuerde a cada uno de ellos que no es un todo sino una parte del todo y que no debe retener para sí aquello que, en principio, pertenece al todo. El único medio de prevenir este particularismo colectivo y las con­secuencias que implica para el individuo, es que un órgano es­pecial se encargue de representar a la colectividad total, sus de­rechos y sus intereses frente a estas colectividades particulares. Estos derechos y estos intereses se confunden con los del in­dividuo. He aquí como la función esencial del Estado es la de li­berar las personalidades individuales. Por el solo hecho de con­tener las sociedades elementales, les impide ejercer sobre el in­dividuo la influencia comprensiva que de otro modo ejercerían. Su intervención en las diferentes esferas de la vida colectiva no tiene nada de tiránico; por el contrario, tiene por objeto y por efecto la restricción de las tiranías existentes. Pero, se dirá, ¿no puede devenir despótico a su debido momento? Sin dudas, si es que nada le sirve de contrapeso. Si es la única fuerza colectiva que existe, produce los efectos que tiene sobre los individuos toda fuerza colectiva que no es neutralizada por otra fuerza de la misma especie. También él se vuelve nivelador y opresivo. Y la opresión que ejerce es más insoportable que la proveniente de pequeños grupos, porque es más artificial. El Estado, en nues­tras grandes sociedades, está tan alejado de los intereses parti­culares, que no puede dar cuenta de las condiciones especiales, locales, etc. en las que ellos tienen lugar. Cuando intenta regla­mentarlos, sólo lo logra violentándolos y desnaturalizándolos. Además, no está suficientemente en contacto con la multitud de los individuos como para poder moldearlos interiormente de ma­nera tal que acepten voluntariamente la acción que se ejerce so­bre ellos. Se le escapan en parte, no puede actuar más que en una sociedad vasta en la que la individualidad no existe. De allí re­sulta toda una serie de resistencias y conflictos dolorosos. Los pequeños grupos no tienen este inconveniente, dado que están lo suficientemente próximos a las cosas que constituyen su ra­zón de ser como para poder adaptar su acción a ellas, y envuel­ven lo bastante cercanamente a los individuos como para poder hacerlos a su propia imagen. Pero la conclusión que se despren­de de este señalamiento, es simplemente que la fuerza colectiva

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que es el Estado, para ser liberadora del individuo, necesita con­trapesos; debe estar contenida por otras fuerzas colectivas, a saber, por estos grupos secundarios de los que hablaremos más adelante. Si no está bien que estén solos, es necesario que es­tén. Y las libertades individuales nacen de este conflicto de fuer­zas sociales. Se ve así la importancia que tienen estos grupos. No sirven sólo para regular y administrar los intereses que les competen. Tienen un papel más general; constituyen una de las condiciones indispensables de la emancipación individual.

El Estado no es por sí mismo el antagonista del individuo. El individualismo sólo es posible gracias a él, aunque no pueda servir a su realización más que en determinadas condiciones. La individuación constituye su función esencial: el Estado sustrae al niño de la dependencia paterna, de la tiranía doméstica; libe­ra al ciudadano de los grupos feudales, más tarde comunales; li­bera al obrero y al patrón de la tiranía corporativa; y si ejerce su actividad demasiado violentamente, ésta sólo está viciada si se limita a ser puramente destructiva. He aquí lo que justifica la ex­tensión creciente de sus atribuciones. Esta concepción del Es­tado es, entonces, individualista, sin por ello confinar al Estado a la mera administración de una justicia puramente negativa; le reconoce el derecho y el deber de desempeñar un papel en to-das las esferas de la vida colectiva, sin ser mística1. Porque los individuos pueden comprender tanto el fin que esta teoría le asig­na al Estado como las relaciones que sostiene con ellos. Pueden colaborar con él dándose cuenta de lo que hacen, del fin al que se orienta su acción, porque se trata de ellos mismos. Pueden contradecirlo, e incluso así ser instrumentos del Estado, dado que la acción del Estado tiende a realizarlos. Y, sin embargo, no son –como cree la escuela individualista utilitaria o la escuela kantiana– todos autosuficientes que el Estado debe limitarse a respetar, dado que es por el Estado, y sólo por él, que los indi­viduos existen moralmente.

1 . Debe comprenderse: sin convertirse por ello en una concepción mís­tica del Estado.

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Sexta Lección

Moral Cívica (continuación): El Estado y el individuo.

La patria

Podemos explicar ahora cómo el Estado, sin perseguir ningún fin místico, desarrolla crecientemente sus atribuciones. En efecto, si los derechos individuales no están dados ipso facto con el in­dividuo, si no están inscriptos en la naturaleza de las cosas de modo tal que bastase al Estado con constatarlos y promulgar­los; si es necesario, por el contrario, conquistarlos frente a las fuerzas contrarias que los niegan, y si el Estado es el único ca­lificado para desempeñar este papel, no puede limitarse a las fun­ciones de árbitro supremo, de administrador de una justicia pu­ramente negativa, como querría el individualismo utilitario o kantiano. Es necesario que despliegue energías que estén en re­lación con aquellas a las que debe servir de contrapeso. Es ne­cesario que penetre todos los grupos secundarios –familia, cor­poración, Iglesia, distritos territoriales, etc.– que tienden, como hemos visto, a absorber la personalidad de sus miembros, con el fin de prevenir esta absorción, con el fin de liberar a estos in­dividuos, con el fin de recordar a estas sociedades parciales que no están solas y que el Estado tiene un derecho que está por encima de los suyos. Es necesario, pues, que se mezcle en la vida de estos grupos secundarios, que vigile y controle la manera en que funcionan, y extienda así sus ramificaciones. Para cumplir con esta tarea, no puede encerrarse en las salas de los tribuna-les, es necesario que esté presente en todas las esferas de la vida social, que haga sentir su acción en ellas. Es necesario que la fuerza del Estado neutralice a las fuerzas colectivas particulares que, si estuvieran solas y abandonadas a sí mismas, absorberían al individuo bajo su dependencia exclusiva. Ahora bien, las so­

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ciedades se vuelven cada vez más considerables y complejas, están formadas por círculos cada vez más diversos, por órganos múltiples que tienen en sí mismos un valor considerable. Para cumplir con su función, es necesario que el Estado se extienda y se desarrolle en las mismas proporciones.

Se comprenderá mejor la necesidad de este movimiento de expansión si nos hacemos una idea más clara de los derechos in­dividuales que el Estado conquista progresivamente por sobre las resistencias del particularismo colectivo. Cuando, como Spencer y Kant, por no citar más que a los principales referentes de la escuela, se estima que estos derechos derivan de la naturaleza misma del individuo, no se hace más que enunciar las condicio­nes necesarias para que éste sea él mismo, se los concibe como definidos y determinados de una vez para siempre, al igual que esta naturaleza individual que expresan y de la que derivan. Todo ser tiene una determinada constitución, de la que dependen es­tos derechos, que están inscriptos en esa constitución. Se pue­de elaborar una lista exhaustiva y definitiva de esos derechos; pueden cometerse omisiones, pero por sí misma la lista no po­drá tener nada de indefinido; debe poder ser establecida de una manera completa si se procede con suficiente método. Si los de­rechos individuales tienen por objeto permitir el libre funciona­miento de la vida individual, hay que determinar lo que ésta im­plica para deducir de allí los derechos que deben ser reconoci­dos al individuo. Por ejemplo, según Spencer, la vida supone un equilibrio constante entre las fuerzas vitales y las fuerzas exte­riores, lo que implica que la recompensa está en relación con el gasto o el desgaste. Será necesario que cada uno de nosotros reciba a cambio de su trabajo una remuneración que le permita reparar las fuerzas que el trabajo ha absorbido, para lo que será suficiente que los contratos sean libres y respetados, y que el individuo no entregue lo que ha hecho a cambio de un valor menor. El hombre, dice Kant, es una persona moral. Su derecho deriva de este carácter moral del que está investido. Ese carác­ter moral determina su derecho y lo vuelve inviolable; todo lo que atenta contra su inviolabilidad es una violación de este de­recho. He aquí como los partidarios del derecho natural, es de­cir, de la tesis según la cual el derecho individual deriva de la naturaleza individual, lo consideran algo universal, como un có­digo que puede ser establecido de una vez para siempre y que vale para todos los tiempos y todos los países. Y el carácter ne­

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gativo que intentan darle a este derecho lo vuelve, en aparien­cia, más fácilmente determinable.

Pero el postulado sobre el que se basa esta teoría es de un simplismo artificial. Lo que está en la base del derecho individual, no es la noción del individuo tal y como es, sino la manera en que la sociedad lo concibe y la estimación que le tiene. No im­porta qué es el individuo, sino lo que vale y lo que debe ser. Lo que hace que existan más o menos derechos, ciertos derechos y no otros, no es el modo en que está constituido el individuo sino el valor que la sociedad le atribuye. Si todo lo que afecta al individuo, afecta también a la sociedad, ésta reaccionará con­tra todo aquello que pueda menoscabarlo. Esto evitará que se lo ofenda y hará que la sociedad se sienta obligada a trabajar para engrandecerlo y desarrollarlo. Inversamente, si es mediocremente estimado, la sociedad será insensible incluso a graves atentados y los tolerará. Según las ideas –es decir, según las épocas–, ofen­sas serias podrán aparecer como veniales, o bien por el contra-rio, se creerá que nunca es demasiado cuando se trata de favo­recer la libre expresión. Y es suficiente considerar con más aten­ción a los teóricos del derecho natural, que creen poder distinguir de una vez para siempre aquello que es y aquello que no es el derecho, para darse cuenta de que, en realidad, el límite que ima­ginan fijar no tiene nada de preciso y depende exclusivamente del estado de opinión. Es necesario, pero también suficiente, dice Spencer, que la remuneración sea igual al valor del trabajo. Pero ¿cómo determinar este equilibrio? Este valor es una cues­tión de apreciación. Se dice que la decisión corresponde a los contratantes, con tal que decidan libremente. Pero ¿en qué con­siste esta libertad? Nada ha sido tan variable en el curso de los tiempos como la idea que nos hacemos de la libertad contractual. Entre los romanos, era suficiente que la fórmula que ligaba a los contratantes hubiera sido pronunciada para que el contrato tu­viera toda su fuerza obligatoria, y era la letra de la fórmula la que determinaba los compromisos contraídos, no las intenciones. Luego, las intenciones han comenzado a ser tenidas en cuenta: un contrato arrancado a través de la coacción material ha deja-do de ser considerado normal. Ciertas formas de coacción mo­ral comienzan también a ser excluidas. ¿Qué es lo que ha produ­cido esta evolución? Es que nos hemos hecho una idea cada vez más elevada de la persona humana y los menores atentados con­tra su libertad se han vuelto intolerables. Y todo hace prever que esta evolución no ha terminado, que seremos aún más rigurosos

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con respecto a esta cuestión. Kant declara que la persona hu-mana debe ser autónoma. Pero una autonomía absoluta es impo­sible. La persona forma parte del medio físico y social, al que está indisociablemente unida, por lo que no puede ser más que relativamente autónoma. Y, entonces, ¿cuál es el grado de auto­nomía que le conviene? La respuesta depende del estado de las sociedades, es decir, del estado de opinión. Hubo un tiempo en que la servidumbre material, contratada en ciertas condiciones, no parecía en absoluto inmoral: la hemos abolido, pero ¿cuántas formas de servidumbre moral sobreviven? ¿Puede decirse que un hombre que no tiene de qué vivir es autónomo, que es dueño de sus actos? ¿Cuáles son, entonces, las dependencias legítimas y cuáles las ilegítimas? No puede darse una respuesta definitiva a estos problemas.

Los derechos individuales están en evolución: progresan sin cesar y no es posible imponerles un límite que no deban supe­rar. Lo que ayer no parecía ser más que un lujo, se convertirá mañana en un derecho. La tarea que incumbe al Estado es, en­tonces, ilimitada. No se trata simplemente de realizar un cierto ideal, que debería ser alcanzado definitivamente. La carrera abier­ta a su actividad moral es infinita. No hay razón para que llegue un momento en que esta carrera se cierre, o en que pueda con­siderarse finalizada la obra. Todo hace prever que nos volvere­mos más sensibles a todo lo que concierne a la personalidad humana. Aunque no podamos imaginar de antemano los cambios que podrían darse en este sentido, la pobreza de nuestra imagi­nación no debe autorizarnos a negarlos. Y, por su parte, hay ac­tualmente un gran número de estos cambios cuya necesidad pre-sentimos. He aquí lo que explica los progresos continuos del Estado y lo que los justifica, al menos en cierta medida. He aquí lo que nos permite asegurar que, lejos de ser una suerte de ano­malía pasajera, están destinados a continuar indefinidamente.

Al mismo tiempo, puede comprenderse que no exagerábamos al decir que nuestra individualidad moral, lejos de ser antagonis­ta del Estado, era –al contrario– su producto. Es él quien la li­bera. Y esta liberación progresiva no consiste simplemente en mantener lejos de los individuos las fuerzas contrarias que tien-den a absorberlos, sino en organizar el medio en que se mueve el individuo para que allí pueda desarrollarse libremente. El pa-pel del Estado no tiene nada de negativo. Tiende a asegurar la individuación más completa que permita el estado social. Lejos de ser el tirano del individuo, es él quien rescata al individuo de

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la sociedad. Pero al mismo tiempo que este fin es esencialmente positivo, no tiene nada de trascendente para las conciencias in­dividuales. Porque es un fin esencialmente humano. No tenemos ninguna dificultad para comprender su atractivo, dado que final-mente es a nosotros a quienes concierne. Los individuos pue­den, sin contradecirse, convertirse en instrumentos del Estado, porque la acción del Estado tiende a realizarlos. No hacemos de ellos, como Kant y Spencer, seres absolutos que se bastan com­pletamente a sí mismos, seres egoístas que no conocen más que su propio interés. Porque si este fin interesa a todos, no es el fin de ninguno de ellos en particular. No es a tal o cual individuo que el Estado procura desarrollar, sino al individuo in genere que no se confunde con ninguno de nosotros. Prestando nuestra cola­boración, sin la cual el Estado nada puede hacer, no nos conver­timos en agentes de un fin que nos es extraño, no dejamos de perseguir un fin impersonal que se erige por encima de todos nuestros fines privados y al que todos estamos unidos. Nues­tra concepción del Estado no tiene nada de mística y es esen­cialmente individualista.

Por esto mismo está determinado el deber fundamental del Estado, que consiste en llamar progresivamente al individuo a la existencia moral. Digo que es su deber fundamental porque la moral cívica no puede tener otro fin que las causas morales. Dado que el culto de la persona humana parece ser el único lla­mado a sobrevivir, es necesario que este culto sea tanto del Es­tado como de los particulares. Este culto tiene, por lo demás, todo lo que hace falta para desempeñar el mismo papel que los cultos de antaño. No es menos apto para generar esa comunión de espíritus y voluntades que constituye la primera condición de toda vida social. Es tan fácil unirse para trabajar por la grande­za del hombre como para trabajar por la gloria de Zeus o de Yavé o de Atenas. La única diferencia de esta religión en relación con los individuos, es que el Dios que ella adora está más cerca de sus fieles. Pero si es menos distante, no deja de estar por enci­ma de ellos; y el papel del Estado es, en este punto, el mismo que el de antaño. A él corresponde organizar el culto, presidirlo, ase­gurar su funcionamiento regular y su desarrollo.

¿Diremos que este deber es el único que compete al Estado, que toda la actividad del Estado debe enderezarse en este sen­tido? Sería así si cada sociedad viviera aislada de las otras, sin temer las hostilidades. Pero sabemos que la competencia inter­nacional no ha desaparecido todavía; que los Estados, incluso

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los civilizados, viven aún, en sus relaciones mutuas, en pie de guerra. Se amenazan mutuamente y como el primer deber de un Estado para con sus miembros es mantener intacto el ser colec­tivo que conforman, debe, en la misma medida, organizarse para este fin. Debe estar listo para defenderse, incluso para atacar si se siente amenazado. Ahora bien, esta organización supone una disciplina moral diferente de la que tiene por fin el culto del hom­bre. Está orientada en un sentido totalmente distinto. Tiene por fin la colectividad nacional y no el individuo. Es la disciplina de otros tiempos que sobrevive debido a que las viejas condicio­nes de la existencia colectiva no han desaparecido completamen­te. De este modo, nuestra vida moral está atravesada por dos corrientes divergentes. Desear reducir esta dualidad a la unidad sería desconocer el estado de cosas actual. Sería un error que­rer eliminar todas estas instituciones y prácticas que nos ha le­gado el pasado, dado que las condiciones que las han suscita­do sobreviven todavía entre nosotros. Del mismo modo que es imposible evitar que la personalidad individual haya llegado al grado de desarrollo que hoy presenta, debe aceptarse que la competencia internacional haya conservado una forma militar. De allí se siguen, entonces, estos deberes del Estado, que son de una naturaleza totalmente diferente. Y nada permite asegurar que no subsista algo de todo esto. En general, el pasado no desapa­rece nunca por completo. Sobrevive siempre algo en el porvenir. Pero, dicho esto, hay que agregar que, cuanto más se avanza, y por las razones que hemos expuesto, estos deberes que eran antes fundamentales y esenciales se vuelven secundarios y a­normales, prescindiendo de las circunstancias excepcionales y de las regresiones pasajeras que pueden producirse accidental-mente. Antaño, la acción del Estado estaba enteramente orien­tada hacia fuera, pero está destinada a volcarse cada vez más hacia dentro. Porque es gracias a su organización, y sólo gracias a ella, que la sociedad podrá llegar a realizar el fin que debe per­seguir en primer lugar. Y, por su parte, no hay riesgo de que le faltan cosas de que ocuparse. Organizar el medio social de ma­nera tal que la persona pueda realizarse plenamente, regular la máquina colectiva de manera tal que sea menos pesada para los individuos, garantizar el intercambio pacífico de servicios y el concurso de todas las buenas voluntades en vistas del ideal per­seguido pacíficamente en común, ¿no son asuntos de los que deba ocuparse la actividad pública? Los problemas, las dificul­tades interiores no faltan en ningún país europeo y seguirán

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multiplicándose, porque la vida social, al volverse más comple­ja, tendrá también un funcionamiento más delicado, y como los organismos superiores están más expuestos al desequilibrio y tienen necesidad de cuidados para poder mantenerse, las socie­dades tendrán mayor necesidad de concentrar sobre sí mismas sus propias fuerzas en una suerte de recogimiento, en lugar de gastarlas fuera en manifestaciones violentas.

He aquí lo que hay de fundado en las tesis de Spencer. Ha visto correctamente que el retroceso de la guerra, y de las for-mas sociales que le son solidarias, debía afectar profundamen­te la vida de las sociedades. Pero deduce que este retroceso con­vierte los intereses económicos en el único alimento de la vida social, y que es necesario elegir entre el militarismo y el mercan­tilismo. Si, para retomar estas expresiones, los órganos preda­torios tienden a desaparecer, esto no significa que los órganos de la vida vegetativa deban ocupar todo el espacio, ni que los órganos sociales deban reducirse un día a no ser más que un vasto aparato digestivo. Hay una actividad interna que no es económica o mercantil, es la actividad moral. Estas fuerzas que se desplazaron del exterior hacia el interior no son simplemente empleadas para producir lo máximo que sea posible, para aumen­tar el bienestar, sino también para organizar, moralizar la socie­dad, para mantener esta organización moral, para regular su de­sarrollo progresivo. No se trata simplemente de multiplicar los intercambios, sino de hacer que se realicen de acuerdo con re­glas más justas; no se trata de lograr que cada individuo tenga a su disposición una alimentación adecuada, sino que cada uno sea tratado como se merece, que sea liberado de toda dependen­cia injusta y humillante, que se una a los otros y al grupo sin perder su personalidad. Y el agente especialmente encargado de esta actividad es el Estado. El Estado no está destinado a con­vertirse ni, como quieren los economistas, en un simple espec­tador de la vida social en la que no intervendría más que nega­tivamente, ni, como quieren los socialistas, en un simple engra­naje de la máquina económica. Es el órgano de la disciplina moral por excelencia. Desempeña este papel hoy como antaño, aunque la disciplina haya cambiado. Error de los socialistas.

La concepción a la que llegamos permite entrever como ha de resolverse uno de los más graves conflictos morales que pre­ocupan a nuestra época, quiero decir, el conflicto que se ha pro­ducido entre sentimientos igualmente elevados, los que nos unen al ideal nacional, al Estado que encarna este ideal, y los que

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nos unen al ideal humano, al hombre en general, en una palabra, entre el patriotismo y el cosmopolitismo. Este conflicto no ha sido conocido en la Antigüedad, porque no había más que un culto posible: el culto del Estado, del que la religión pública no era más que la forma simbólica. Los fieles no tenían espacio para elegir y para dudar. No podían pensar en algo que estuviera por encima del Estado, de la grandeza y de la gloria del Estado. Pero las cosas han cambiado. Por más unidos que podamos estar a nuestra patria, todo el mundo siente hoy que por encima de las fuerzas nacionales existen otras, que son menos efímeras y más elevadas, porque no dependen de las condiciones especiales en las que se encuentra un grupo político determinado y no son solidarias del destino de cada uno de ellos. Son más universa­les y más durables. Ahora bien, no hay duda de que los fines más generales y más constantes son también los más elevados. Cuanto más avanzamos en la evolución, más vemos cómo el ideal perseguido por los hombres se separa de las circunstancias lo­cales y étnicas, propias de tal punto del globo o de tal grupo humano, elevándose por encima de todas estas particularidades y tendiendo hacia la universalidad. ¡Puede decirse que las fuer­zas morales se organizan jerárquicamente según su grado de ge­neralidad! Todo autoriza a creer que los fines nacionales no es­tán en la cima de esta jerarquía y que los fines humanos están destinados a ocupar el primer plano.

Partiendo de este principio, se ha considerado al patriotismo como una simple supervivencia que habría de desaparecer pron­to. Pero, en ese caso, nos encontramos con otra dificultad. En efecto, el hombre no es un ser moral más que porque vive en el seno de sociedades constituidas. No hay moral sin disciplina, sin autoridad; ahora bien, la autoridad que la sociedad tiene sobre sus miembros es la única autoridad racional que existe. La mo­ral no nos parece obligatoria y, por consiguiente, no podemos tener el sentimiento del deber si no existe, alrededor y por enci­ma de nosotros, un poder que lo sancione. Esto no significa que la sanción moral sea todo el deber, sino que es el signo exterior por el cual se reconoce, es la prueba sensible de que hay algo superior a nosotros, de lo que dependemos. Permite que el cre­yente se represente esta potencia bajo la forma de un ser sobre­humano, inaccesible a la razón y a la ciencia. Pero, por este mis-mo motivo, no vamos a discutir la hipótesis, ni a ver qué hay de fundado y de infundado en el símbolo. Lo que demuestra hasta que punto la moralidad necesita de una organización social, es

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que toda desorganización, toda tendencia a la anarquía política, es acompañada por un crecimiento de la inmoralidad. No es sólo porque los criminales tienen más posibilidades de escapar al cas­tigo, sino porque, de un modo general, el sentimiento del deber se debilita, porque no sentimos nada que esté por encima de no­sotros. Ahora bien, el patriotismo es precisamente el conjunto de las ideas y los sentimientos que unen al individuo con un Esta­do determinado. Supongamos que se debilita, que desaparece, ¿a dónde encontrará el hombre esta autoridad moral cuyo yugo le es tan saludable? Si no hay una sociedad definida, conscien­te de sí misma, que le recuerde a cada instante sus deberes, que le haga sentir la necesidad de la regla, ¿cómo ha de tener este sentimiento? Sin duda, cuando creemos que la moral es natural y a priori en cada una de nuestras conciencias, que nos basta con leerla allí para saber en qué consiste y un poco de buena voluntad para comprender que debemos someternos a ella, el Estado aparece entonces como algo exterior a la moral y, por consiguiente, parece que pudiera perder su ascendiente sin que haya pérdida para la moralidad. Pero cuando se sabe que la mo­ral es un producto de la sociedad, que penetra en el individuo desde fuera, que ejerce violencia sobre su naturaleza psíquica y su constitución natural, se comprende que la moral es lo que es la sociedad, y que la primera es fuerte sólo en la medida en que la segunda está organizada. Ahora bien, los Estados son actual-mente las sociedades organizadas más elevadas que existen. Ciertas formas de cosmopolitismo están bastante próximas al in­dividualismo egoísta. Tienen por efecto la denuncia de la ley moral que existe, más que la creación de otras nuevas que ten­drían un valor más alto. Y es por esta razón que tantos espíritus se resisten a estas tendencias, aun sabiendo lo que tienen de lógico y de inevitable.

Habría una solución teórica de este problema; consiste en imaginar a la humanidad misma organizada como una sociedad. Pero es necesario decir que una idea como esta, si no es del todo irrealizable, sólo es pensable en un futuro lejano, por lo que no se la puede tener en cuenta. En vano suele imaginarse, como un paso intermedio, la formación de sociedades más vastas que las que existen actualmente: por ejemplo, una confederación de Es­tados europeos. Esta confederación más vasta podría ser, a su vez, como un Estado particular, con su personalidad, sus inte­reses, su fisonomía propia. Pero no será la humanidad.

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Sin embargo, hay una manera de conciliar estos dos senti­mientos. El ideal nacional se confunde con el ideal humano; los Estados particulares se convierten ellos mismos, cada uno con sus propias fuerzas, en los órganos a través de los cuales se rea-liza este ideal general. Si cada Estado tomara por tarea esencial, no crecer, extender sus fronteras, sino ordenar mejor su autono­mía, llamar a la mayor parte de sus miembros a una vida moral, toda contradicción entre la moral nacional y la moral humana desaparecería. Si el Estado no tuviera otro fin que convertir a sus ciudadanos en hombres, en el sentido completo del término, los deberes cívicos no serían más que una forma particular de los deberes generales de la humanidad. Ahora bien, hemos visto que la evolución marcha en esta dirección. Cuanto más concentran las sociedades sus fuerzas en su propio seno, sobre su vida in­terior, más se apartan de estos conflictos que oponen el cosmo­politismo al patriotismo; y se concentran cada vez más en sí mis-mas a medida que se vuelven más vastas y complejas. He aquí en qué sentido el advenimiento de sociedades más considerables que las actuales será un progreso del futuro.

De este modo, lo que resuelve la antinomia es que el patrio­tismo tiende a convertirse en una de las formas del cosmopoli­tismo. Lo que genera el conflicto es que demasiado a menudo se lo concibe de otra manera. Parece que el verdadero patriotismo se manifiesta en las formas de acción colectiva orientadas hacia fuera; que uno no puede manifestar su identificación con el gru­po patriótico al que pertenece si no es en las circunstancias que lo enfrentan con algún otro grupo. Ciertamente, estas crisis ex­teriores son fecundas en hechos de espléndida abnegación. Pero al lado de este patriotismo, hay otro, más silencioso aunque de una acción más continua, que tiene por objeto la autonomía in­terior de la sociedad y no su expansión exterior. Este patriotis­mo no excluye todo orgullo nacional; ni la personalidad colecti­va, ni las personalidades individuales, pueden existir sin tener un cierto sentimiento de sí mismas, de lo que son, y este sentimiento tiene siempre algo de personal. Siempre que haya Estados habrá un amor propio social, que es absolutamente legítimo. Pero las sociedades pueden invertir este amor propio, no en ser las más grandes y las más acomodadas, sino en ser las más justas, las mejor organizadas, en tener la mejor constitución moral. Sin duda, no ha llegado el tiempo en que este patriotismo pueda rei­nar sin compañía, si es que tal momento puede llegar alguna vez.

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Séptima Lección

Moral Cívica (continuación): Formas del Estado. La democracia

Pero los deberes respectivos del Estado y de los ciudadanos varían según las formas particulares de los Estados. No son los mismos en lo que llamamos aristocracia, democracia o monar­quía. Es importante saber, entonces, en qué consisten estas di­ferentes formas y cuál es la razón de ser de aquella que tiende a generalizarse en las sociedades europeas. Sólo así podremos comprender las razones de ser de nuestros deberes cívicos.

Desde Aristóteles, se ha clasificado a los Estados según el número de aquellos que participan en el gobierno. “Cuando, dice Montesquieu, el pueblo en su conjunto tiene el poder so­berano, estamos frente a una democracia. Cuando el poder so­berano está en manos de una parte del pueblo, eso se llama aris­tocracia” (II, 2). El gobierno monárquico es aquel en que sólo uno gobierna. No obstante, para Montesquieu, no hay verdadera monarquía si el rey no gobierna de acuerdo a leyes fijas y esta­blecidas. Cuando, al contrario, “uno solo, sin ley y sin reglas, maneja todo según su voluntad y sus caprichos”, la monarquía toma el nombre de despotismo. De este modo, salvo por esta consideración relativa a la presencia o la ausencia de una cons­titución, Montesquieu define las formas de Estado por el núme­ro de gobernantes.

Sin duda, cuando –en otros pasajes de su libro– investiga el sentimiento que constituye el principio de cada una de estas for-mas de gobierno (honor, virtud, temor), demuestra que alcanza­ba a intuir las diferencias cualitativas que distinguen estos di­ferentes tipos de Estado. Pero para él, estas diferencias cualita­

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tivas no son más que la consecuencia de las diferencias pura-mente cuantitativas que hemos señalado en primer lugar y deri­va las primeras de las segundas. El número de gobernantes de­termina la naturaleza del sentimiento que debe servir de motor a la actividad colectiva y define todos los detalles de la orga­nización.

Esta manera de definir las diferentes formas políticas goza de una difusión tan grande como su superficialidad. En primer lu­gar, ¿qué debe entenderse por número de gobernantes? ¿Dón­de comienza y dónde termina el órgano gubernamental cuyas variaciones determinarían la forma de los Estados? ¿Se entien­de por tal al conjunto de los hombres encargados de la dirección general del país? Pero nunca, o casi nunca, todos estos pode­res han estado concentrados en las manos de un solo hombre. Por más absoluto que sea un príncipe, está siempre rodeado de consejos y ministros que comparten sus funciones reguladoras. Desde este punto de vista, no hay más que diferencias de gra­do entre la monarquía y la aristocracia. Un soberano está siem­pre rodeado por un cuerpo de funcionarios y dignatarios, que a menudo son tan poderosos como él o aún más. ¿Habría que te­ner en cuenta sólo la porción más eminente del órgano guber­namental, en la que se hallan concentrados los poderes más ele­vados, aquellos que –para emplear las expresiones de los viejos teóricos de la política– pertenecen al príncipe? ¿Sólo se tiene en vista al jefe del Estado? En este caso, debería distinguirse a los Estados según tengan por jefe a una sola persona, o a un con­sejo de personas, o a todo el mundo. Pero si procediéramos de esta manera, terminaríamos clasificando en la misma categoría de “monarquía” tanto a la Francia del siglo XVII como a repúblicas centralizadas, tales como la Francia actual o la república norte-americana. En todos estos casos, en la cima del cuerpo de fun­cionarios hay una sola persona que recibe diferentes nombres en cada una de estas sociedades.

Por otro lado, ¿a qué se refiere el término gobernar? Gober­nar es ejercer una acción positiva sobre la marcha de los asun­tos públicos. Ahora bien, desde esta perspectiva, la democracia no puede distinguirse de la aristocracia. Generalmente la volun­tad de la mayoría hace la ley, sin que los sentimientos de la mi­noría tengan la menor influencia. Una mayoría puede ser tan opresiva como una casta. Puede incluso suceder que la minoría no pueda obtener representación en los consejos gubernamen­tales. Por otra parte, tengamos en cuenta que las mujeres, los ni­

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ños y los adolescentes, todos aquellos a quienes se les impide votar por una razón u otra, están excluidos de los colegios elec­torales; de allí resulta que éstos no comprenden, en realidad, más que a la minoría de la nación. Y como los elegidos no represen­tan más que la mayoría de estos colegios, representan en reali­dad a una minoría de la minoría. En Francia, no había en 1893 más que 10 millones de electores sobre un total de 38 millones de habitantes; de estos 10 millones, sólo 7 han hecho uso de sus derechos, y los diputados elegidos por estos 7 millones sólo re­presentan 4.592.000 votos. En relación con el conjunto de los electores, 5.930.000 votos no estaban representados, es decir, un número de votos superior al de los votos que habían logrado expresarse en diputados electos. Si nos limitamos a considera­ciones numéricas, debemos decir que nunca ha existido la demo­cracia. Como mucho podría decirse, para diferenciarla de la aris­tocracia, que bajo un régimen aristocrático, la minoría que go­bierna está determinada de una vez para siempre, mientras que en una democracia, la minoría que triunfa hoy puede ser derro­tada mañana y reemplazada por otra. Y la diferencia es mínima.

Pero más allá de estas consideraciones un poco dialécticas, hay un hecho histórico que ilustra la insuficiencia de estas de­finiciones corrientes.

Estas definiciones llevan a confundir tipos de Estado que se ubican, por así decirlo, en los dos extremos opuestos de la evo­lución. Si se denomina democracia a las sociedades donde todo el mundo participa en la dirección de la vida común, el término se ajusta perfectamente a las sociedades políticas más inferiores que conocemos. Es esto lo que caracteriza la organización que los ingleses llaman tribal. Una tribu está formada por un cierto número de clanes. Cada clan está administrado por el grupo mis-mo; cuando hay un jefe, dispone de poderes muy débiles. Y la confederación es gobernada por un consejo de representantes. En ciertos aspectos, se asemeja al régimen bajo el cual vivimos. Sobre la base de esta similitud, se ha intentado concluir que la democracia es una forma de organización esencialmente arcaica y que tratar de instituirla en la sociedad contemporánea sería re­trotraer la civilización a sus orígenes, revertir el curso de la his­toria. En virtud del mismo método, se asimila a veces los proyec­tos de organización económica de los socialistas al comunismo antiguo, con el objeto de demostrar su futilidad. Y es necesario reconocer que, en ambos casos, la conclusión sería legítima si el postulado fuese exacto, es decir, si las dos formas de organi­

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zación social fueran realmente idénticas. Es cierto que no hay ninguna forma de gobierno a la que no cupiese la misma crítica, al menos si nos atenemos a las definiciones precedentes. La mo­narquía no es menos arcaica que la democracia. Muy a menudo sucede que los clanes o las tribus confederadas se organizan bajo el dominio de un soberano absoluto. En Atenas y en Roma, la monarquía es anterior a la república. Todas estas confusiones son la prueba de que los tipos de Estado deben ser definidos de otro modo.

Para encontrar la definición adecuada, remitámonos a lo que hemos dicho sobre la naturaleza del Estado en general. El Esta­do es el órgano del pensamiento social, lo que no significa que todo pensamiento social emane del Estado. Hay dos tipos de pensamiento social. Uno proviene de la masa colectiva y es di­fuso; está formado por aquellos sentimientos, aspiraciones y creencias que la sociedad ha elaborado colectivamente y que están dispersos en todas las conciencias. El otro es elaborado por este órgano especial que llamamos Estado o gobierno. Uno y otro guardan relaciones muy estrechas. Los sentimientos di­fusos que circulan en toda la sociedad afectan las decisiones que toma el Estado y, a la inversa, las decisiones que el Estado elabora, las ideas que se exponen en la Cámara, las palabras que allí se pronuncian, las medidas que disponen los ministros, mo­difican las ideas socialmente diseminadas. Pero por más reales que sean esta acción y esta reacción, hay –sin embargo– dos formas muy diferentes de vida psicológica colectiva. Una es di­fusa, la otra es organizada y centralizada. Una, como consecuen­cia de esta difusión, se mantiene en la penumbra del subcons­ciente. No nos damos cuenta de todos los prejuicios colectivos que recibimos desde la infancia, de todas las corrientes de opi­nión que se forman aquí o allí y que nos arrastran en tal o cual sentido. No hay en ella nada deliberado. Esta vida tiene algo de espontáneo y automático, de irreflexivo. Al contrario, la delibe­ración, la reflexión, es la característica de lo que tiene lugar en el órgano gubernamental. Es un verdadero órgano de reflexión, todavía rudimentario, pero llamado a desarrollarse cada vez más. En su seno todo está organizado y, sobre todo, se organiza cre­cientemente en vistas de prevenir los movimientos irreflexivos. Las discusiones de las asambleas, forma colectiva equivalente a la deliberación en la vida del individuo, tienen por objeto es­clarecer a los espíritus, obligarlos a tomar conciencia de los mo­tivos que los inclinan en tal o cual sentido, forzarlos a darse

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cuenta de lo que hacen. Los reproches que se lanzan contra la institución de las asambleas de los consejos deliberantes care­cen de fundamento. Estos consejos son los únicos instrumen­tos de que dispone la colectividad para prevenir la acción irre­flexiva, automática, ciega. De este modo, la oposición que hay entre la vida psicológica difusa en la sociedad y la vida que se elabora en los órganos gubernamentales, es la misma que exis­te entre la vida psicológica difusa del individuo y su conciencia clara. En cada uno de nosotros, hay a cada instante una multi­tud de ideas, tendencias, hábitos, que influyen sobre nosotros sin que sepamos ni cómo ni por qué. Apenas los percibimos, los distinguimos mal. Están en el subconsciente. Sin embargo, afec­tan nuestra conducta y hay personas que no son movidas por otros móviles que estos. Pero en la parte reflexiva, hay algo más. Nuestra personalidad consciente, nuestro yo, no se deja arras­trar por las corrientes oscuras que pueden formarse en las pro­fundidades de nuestro ser. Reaccionamos contra estas corrien­tes, queremos actuar con conocimiento de causa, y para ello re­flexionamos, deliberamos. En el centro de nuestra conciencia, hay un círculo interior que intentamos mantener iluminado. Per­cibimos lo que allí pasa con más claridad, al menos con más cla­ridad que lo que pasa en las regiones subyacentes. Esta concien­cia central y relativamente clara es a las representaciones anó­nimas, confusas, que constituyen la estructura subyacente de nuestro espíritu, lo que la conciencia gubernamental es a la con­ciencia colectiva dispersa en la sociedad. Ahora bien, una vez que hemos comprendido lo que ella tiene de particular, que no es un simple reflejo de la conciencia colectiva oscura, la diferen­cia que separa a las formas de Estados es fácil de establecer.

Se entiende que esta conciencia gubernamental puede estar concentrada en órganos más restringidos o, al contrario, disper­sa en el conjunto de la sociedad. Allí donde el órgano guberna­mental está celosamente sustraído de la mirada de la multitud, todo lo que en él sucede es ignorado por el resto de la sociedad. Las masas profundas de la sociedad reciben su acción sin asis­tir, ni siquiera de lejos, a las deliberaciones que allí tienen lugar, sin percibir los motivos que guían a los gobernantes en las me­didas que toman. Por consiguiente, la conciencia gubernamen­tal queda localizada en estas esferas especiales, que tienen siem­pre una extensión reducida. Pero puede ocurrir que las barreras que separan a este medio particular del resto de la sociedad sean más permeables. Puede ser que gran parte de lo que allí sucede

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tenga lugar a plena luz del día; que las palabras que se inter­cambian sean pronunciadas de manera tal que puedan ser oídas por todos. Todo el mundo puede, entonces, darse cuenta de los problemas que allí se plantean y de las condiciones en que se plantean, de las razones –al menos aparentes– que determinan las soluciones adoptadas. De este modo, las ideas, los senti­mientos, las resoluciones que se elaboran en el seno de los ór­ganos gubernamentales no quedan encerrados allí; esta vida psicológica, a medida que se desenvuelve, repercute en todo el país. Todo el mundo participa en esta conciencia sui generis, todo el mundo se plantea las cuestiones que se plantean los go­bernantes, todo el mundo reflexiona o puede reflexionar sobre ellas. A su vez, como consecuencia de un rebote natural, todas las reflexiones que se producen en la sociedad inciden nueva-mente sobre este pensamiento gubernamental del que habían surgido originalmente. Desde el momento en que el pueblo se plantea las mismas cuestiones que el Estado, el Estado debe –para resolverlos– tener en cuenta lo que el pueblo piensa. De allí la necesidad de consultas más o menos regulares, más o me-nos periódicas. No es que el uso de estas consultas haya per­mitido que la vida gubernamental se comunicara cada vez más con la masa de los ciudadanos sino que, dado que esta comu­nicación se había establecido previamente por sí misma, las con­sultas se volvieron indispensables. Y lo que ha dado nacimien­to a esta comunicación, es que el Estado ha dejado de ser lo que había sido durante mucho tiempo, una suerte de ser misterioso sobre el que el vulgo no osaba elevar sus ojos y que no era re­presentado a menudo más que bajo la forma de símbolo religio­so. Los representantes del Estado estaban marcados por un ca­rácter sagrado y, como tales, separados del común. Pero, poco a poco, por el movimiento general de las ideas, el Estado ha per­dido paulatinamente esta suerte de trascendencia que lo aisla­ba. Se ha acercado a los hombres y los hombres se han acerca­do a él. Las comunicaciones se volvieron más íntimas, y es así que se ha establecido este circuito que describiremos luego. El poder gubernamental, en lugar de seguir replegado sobre sí mismo, ha descendido a las capas profundas de la sociedad, recibe allí una elaboración nueva y regresa al punto de parti­da. Lo que sucede en los medios llamados políticos es obser­vado, controlado por todo el mundo, y el resultado de estas observaciones, de este control, de las reflexiones que de allí resultan, vuelve a influir sobre los medios gubernamentales.

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Se reconoce aquí uno de los rasgos que distinguen a lo que ge­neralmente se llama democracia.

No es necesario decir que la democracia es la forma política de una sociedad que se autogobierna, en la que el gobierno está disperso en toda la nación. Semejante definición es contradicto­ria en sus términos. Es casi como decir que la democracia es una sociedad política sin Estado. En efecto, el Estado o no es nada, o es un órgano distinto del resto de la sociedad. Si el Estado está en todas partes, no está en ninguna. Es el resultado de una concentración que separa de la masa colectiva a un grupo de in­dividuos determinado, un espacio en que el pensamiento social está sometido a una elaboración de tipo particular y logra una grado excepcional de claridad. Si esta concentración no existe, si el pensamiento social permanece difuso y oscuro, entonces desaparece el rasgo distintivo de las sociedades políticas. Las comunicaciones entre este órgano especial y los otros órganos sociales pueden ser más o menos estrechas, más continuas o más intermitentes. En este aspecto no puede haber más que di­ferencias de grado. No hay Estado, por más absoluto que sea, en el que los gobiernos rompan totalmente el contacto con sus súbditos; pero las diferencias de grado pueden ser importantes y crecen exteriormente por la presencia o la ausencia, por el ca­rácter más o menos rudimentario, más o menos desarrollado de ciertas instituciones destinadas a establecer el contacto. Estas instituciones son las que permiten que el público siga la marcha del gobierno (asamblea pública, periódicos oficiales, educación destinada a colocar al ciudadano en condición de cumplir sus funciones, etc.) y transmita directa o indirectamente el produc­to de sus reflexiones a los órganos gubernamentales (órgano del derecho de sufragio). Pero hay que evitar a cualquier precio ad­mitir una concepción que, haciendo desvanecer al Estado, ofrez­ca a la crítica una fácil objeción. La democracia así entendida es la que observamos en los orígenes de las sociedades. Si todo el mundo gobierna, es que en realidad no hay gobierno. Son los sentimientos colectivos difusos, vagos y oscuros los que guían a la población. Ningún pensamiento claro preside la vida de es­tos pueblos. Estas especies de sociedades se parecen a los in­dividuos cuyos actos están inspirados por la rutina y el prejui­cio. No podríamos presentarlas como una meta hacia la cual de­beríamos progresar, puesto que son más bien un punto de partida. Si conviniéramos en reservar el nombre de democracia para las sociedades políticas, no sería necesario aplicarlo a las

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tribus amorfas que carecen de Estado, que no son sociedades políticas. La distancia es grande, a pesar de las apariencias aná­logas. Sin duda, en ambas –y esto es lo que produce la seme­janza– la sociedad entera participa en la vida pública, pero par­ticipa de maneras muy diferentes. Y lo que hace la diferencia es que en un caso hay Estado y en el otro no.

Pero esta primera característica no es suficiente. Hay otra que es solidaria con la precedente. En las sociedades en que la con­ciencia gubernamental está estrechamente localizada, se aplica a un pequeño número de objetos. Al mismo tiempo que esta par­te clara de la conciencia pública está enteramente cerrada en un pequeño grupo de individuos, tiene poca extensión. Hay toda clase de usos, de tradiciones, de reglas que funcionan automá­ticamente sin que el Estado las perciba y que, por consiguien­te, escapan a su acción. El número de cosas sobre las que se concentran las deliberaciones gubernamentales en una sociedad como la monarquía del siglo XVII es muy limitado. Toda la reli­gión está fuera de su alcance, y con la religión todos los prejui­cios colectivos contra los que el poder más absoluto chocaría si intentara destruirlos. Al contrario, actualmente no admitimos que en la organización pública existan objetos que no puedan ser al­canzados por la acción del Estado. Creemos que todo puede ser puesto permanentemente en cuestión, que todo puede ser exa­minado y que, al momento de tomar decisiones, no estamos ata­dos por el pasado. En realidad, el Estado tiene actualmente una esfera de influencia mucho más amplia que la que tenía en otros tiempos, porque la esfera de la conciencia clara ha crecido. To-dos los sentimientos oscuros que son difusos por naturaleza, todas las costumbres adquiridas, son resistentes al cambio pre­cisamente porque son oscuros. No podemos modificar fácilmen­te aquello que no vemos. Todos estos estados se ocultan, inac­cesibles, precisamente porque están en tinieblas. Al contrario, cuanto más penetra la luz en las profundidades de la vida, más cambios pueden introducirse en ella. El hombre cultivado, que tiene conciencia de sí, cambia más fácilmente y más profunda-mente que el hombre inculto. He aquí otro rasgo de las socieda­des democráticas. Son más maleables, más flexibles y deben este privilegio a que la conciencia gubernamental se ha extendido hasta llegar a comprender cada vez más objetos. Por la misma razón, la oposición es muy clara con respecto a las sociedades desorganizadas del origen, o pseudo-democracias. Están com­

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pletamente plegadas bajo el yugo de la tradición. Suiza y también los países escandinavos, ponen de manifiesto esta oposición.

En resumen y hablando con propiedad, no hay diferencias de naturaleza entre las distintas formas de gobierno; todas ellas se ubican en una posición intermedia entre dos extremos opuestos. En un extremo, la conciencia gubernamental está tan aislada co­mo es posible del resto de la sociedad y tiene una mínima ex­tensión.

Éstas son las sociedades de forma aristocrática o monárqui­ca, entre las que es difícil encontrar diferencias. Cuanto más es­trecha se vuelve la comunicación entre la conciencia guberna­mental y el resto de la sociedad, más esta conciencia se extien­de y más cosas engloba, y la sociedad tiene un carácter más democrático. La noción de democracia se define por una exten­sión máxima de esta conciencia y, por eso mismo, determina esta comunicación.

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Octava Lección

Moral Cívica (continuación): Formas del Estado. La democracia

En la última lección, hemos visto que era imposible definir la de­mocracia y las demás formas de Estado según el número de go­bernantes. Fuera de las poblaciones inferiores, no hay socieda­des en las que el gobierno sea ejercido directamente por todo el mundo; está siempre en manos de una minoría, designada aquí por nacimiento y allí por elección, que es, según el caso, más o menos extensa, pero que no comprende nunca más que a un cír­culo restringido de individuos. En este aspecto, no hay más que matices entre las diferentes formas políticas. Gobernar es siem­pre la función de un órgano definido, delimitado. Pero lo que varía de una manera muy sensible según las sociedades, es el modo en que el órgano gubernamental se comunica con el res-to de la nación. En algunos casos, las relaciones son raras, irre­gulares; el gobierno se oculta de las miradas, vive replegado so­bre sí mismo, y, por otro lado, sólo tiene contactos intermitentes y poco numerosos con la sociedad. No la siente de manera constante, y él no es sentido por ella. Dadas estas condiciones, podríamos preguntarnos ¿hacia qué objetos está orientada la ac­tividad estatal? Está orientada fundamentalmente hacia el exte­rior. Si está tan poco integrada con la vida interna, es porque su vida está en otro lado; sobre todas las cosas, el Estado es el agente de las relaciones exteriores, el agente de las conquistas, el órgano de la diplomacia. En otras sociedades, al contrario, las comunicaciones entre el Estado y las otras partes de la sociedad son numerosas, regulares, organizadas. Los ciudadanos están al corriente de lo que hace el Estado, y el Estado está periódicamen­

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te –o incluso de manera ininterrumpida– informado sobre lo que ocurre en las profundidades de la sociedad. Sea por vía adminis­trativa, sea por medio de consultas electorales, está informado sobre lo que pasa incluso en las capas más lejanas y más oscu­ras de la sociedad, al tiempo que éstas están informadas sobre los sucesos que se producen en los medios políticos. Los ciu­dadanos asisten desde lejos a algunas de las deliberaciones que allí tienen lugar, conocen las medidas que se toman, y tanto su juicio como el resultado de su reflexión regresa al Estado por vías especiales. Esto es lo que constituye la democracia. Poco importa que los jefes del Estado sean tantos o cuantos; lo esencial es la manera en que se comunican con el conjunto de la sociedad. Sin duda, incluso en este aspecto, no hay más que diferencias de grado entre los diferentes tipos de regímenes políticos, pero es­tas diferencias de grado son aquí realmente ostensibles y pue­den ser percibidas exteriormente por la presencia o la ausencia de las instituciones destinadas a asegurar esta estrecha comu­nicación que es distintiva de la democracia.

Pero esta primera característica no es la única. Hay una se­gunda, que es solidaria con la precedente. Cuanto más localiza­da está la conciencia gubernamental en los límites del órgano, menor es el número de objetos sobre los que se concentra. Cuan­to menor es la cantidad de lazos que la unen a las diversas re­giones de la sociedad, menor es su extensión. Y esto es bastante natural, porque si solamente tiene relaciones lejanas y raras con el resto de la nación, no tiene de donde alimentarse. El órgano gubernamental tiene una conciencia débil de lo que sucede en el interior del órgano-sociedad, por consiguiente, por la fuerza de las cosas, casi toda la vida colectiva es confusa, difusa, in­consciente. Está enteramente formada por tradiciones irreflexi­vas, prejuicios, sentimientos oscuros, que ningún órgano apre­hende para esclarecerlos. Comparemos el pequeño número de cosas sobre las que se concentraban las deliberaciones guber­namentales en el siglo XVII y la gran cantidad de objetos sobre los cuales se aplican actualmente. La diferencia es enorme. An­taño, los asuntos exteriores ocupaban en forma casi exclusiva la actividad pública. El derecho funcionaba automáticamente, de manera inconsciente; era la costumbre. Lo mismo sucedía con la religión, la educación, la higiene, la vida económica, al menos en su mayor parte; los intereses locales y regionales estaban aban­donados a sí mismos e ignorados. Actualmente, en un Estado como el nuestro e incluso, con diferencias de grado, en los gran­

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des Estados europeos, todo lo que concierne a la administración de la justicia, la vida pedagógica, la vida económica del pueblo se ha vuelto consciente. Cada día trae deliberaciones sobre es­tas cuestiones que generan diferentes reacciones. Y esta dife­rencia es también visible en el exterior. Lo que es difuso, oscu­ro, desconocido, escapa a nuestra acción. Cuando no sabemos –o sabemos mal– cuáles son sus características, no podemos cambiarlo. Para modificar una idea, un sentimiento, es necesario verlos lo más claramente posible, saber qué son. Por esta razón, cuanto más consciente y reflexivo es un individuo, más accesi­ble es a los cambios. Los espíritus incultos son, al contrario, es­píritus rutinarios, inmóviles. Por esta misma razón, cuando las ideas colectivas y los sentimientos colectivos son oscuros, in­conscientes, cuando están difusos en toda la sociedad, no cam­bian. Se sustraen a la acción porque están sustraídos a la concien­cia. Son inaccesibles porque están en las tinieblas. El gobierno no puede actuar sobre ellos. Es un error creer que los gobiernos que llamamos absolutos son todopoderosos. Es una de las ilusiones que producen las miradas superficiales. Son todopoderosos con­tra los individuos, y a ello hace alusión la calificación de abso­lutos, que les es aplicada; en este sentido, la afirmación tiene fun­damento. Pero, contra el estado social mismo, contra la organi­zación de la sociedad, son relativamente impotentes. Luis XIV podía lanzar una orden de arresto contra quien quisiera, pero carecía de fuerza para modificar el derecho vigente, los usos y las costumbres establecidas, las creencias recibidas. ¿Que podía hacer contra la organización religiosa y los privilegios de todo tipo que entrañaba esta organización que se hallaba sustraída de la acción gubernamental? Los privilegios de las ciudades o de las corporaciones han resistido, hasta el final del Antiguo Régi­men, todos los esfuerzos orientados a modificarlos. Sabemos tam­bién con qué lentitud evolucionaba el derecho en esos tiempos. Consideremos la rapidez con que se introducen hoy cambios importantes en estas diferentes esferas de la actividad social. A cada instante, un nuevo reglamento de derecho es votado, otro abolido, una modificación introducida en la institución religiosa o administrativa, en la educación, etc. Todas estas cosas oscu­ras ingresan en la región clara de la conciencia social, es decir, en la conciencia gubernamental. Por consiguiente, se vuelven más maleables. Cuanto más claras son las ideas y los sentimien­tos, más completa es su dependencia de la reflexión y más pue­de ésta influir sobre ellas. Es decir que pueden ser libremente cri­

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ticadas, discutidas, y estas discusiones tienen por efecto la dis­minución de su fuerza de resistencia, las hace más aptas para el cambio, o incluso las cambia directamente. Esta extensión del campo de la conciencia gubernamental, esta mayor maleabilidad, constituyen uno de los rasgos distintivos de la democracia. Da­do que hay una mayor cantidad de cosas sometidas a la delibe­ración colectiva, hay también más cosas en vías de transformar­se. El tradicionalismo, al contrario, es la característica de los otros tipos políticos. En este aspecto, la diferencia es mucho más clara en relación con las pseudo-democracias que encontramos en las sociedades inferiores y que son incapaces de apartarse de las tradiciones y las costumbres.

En resumen, para llegar a formarse una noción definida de la democracia, es necesario comenzar por desembarazarse de una cierta cantidad de concepciones corrientes que producen con­fusión en las ideas. Es necesario hacer abstracción del número de los gobernantes; más aún del título que ostentan. No hay que creer que una democracia sea necesariamente una sociedad en la que el poder del Estado es débil. Un Estado puede ser demo­crático y estar fuertemente organizado. La verdadera caracterís­tica es doble: 1° La mayor extensión de la conciencia guberna­mental. 2° Las comunicaciones más estrechas de esta concien­cia con la masa de las conciencias individuales. Lo que justifica en cierta medida las confusiones que se han cometido, es que en las sociedades en las que el poder gubernamental es restrin­gido y débil, las comunicaciones que lo unen al resto de la so­ciedad son bastante estrechas, puesto que no hay una separa­ción entre el Estado y el resto de la sociedad. El Estado no exis­te, por así decir, fuera de la masa de la nación, y se comunica necesariamente con ella. En una población primitiva, los jefes políticos no son más que delegados provisorios, sin funciones especiales. Viven la misma vida que todo el mundo y sus deli­beraciones decisivas permanecen bajo el control de la colectivi­dad. No constituyen un órgano definido y distinto. No encon­tramos aquí nada que recuerde a la segunda característica que hemos señalado: a saber, la plasticidad debida a la extensión de la conciencia gubernamental, es decir, del campo de las ideas colectivas claras. Tales sociedades son víctimas de la rutina tra­dicional. Esta segunda característica es tal vez más distintiva que la primera. El primer criterio puede ser empleado con utilidad, siempre que lo empleemos con discernimiento y evitemos con­fundir la fusión que se debe a que el Estado no se ha separado

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todavía de la sociedad y las comunicaciones que pueden existir entre un Estado definido y la sociedad sobre la que ejerce el go­bierno.

Desde este punto de vista, la democracia es la forma políti­ca a través de la cual la sociedad alcanza la más pura concien­cia de sí misma. Un pueblo es más democrático cuando la deli­beración, la reflexión, el espíritu crítico desempeñan un papel más considerable en la marcha de los asuntos públicos. Lo es menos cuando predominan la inconsciencia, las costumbres irre­flexivas, los sentimientos oscuros, los prejuicios sustraídos al examen. Es decir que la democracia no es un descubrimiento o un renacimiento de nuestro siglo. Es el carácter que adquieren crecientemente las sociedades. Si logramos liberarnos de las eti­quetas vulgares que perjudican la claridad del pensamiento, re­conoceremos que la sociedad del siglo XVII era más democráti­ca que la del siglo XVI, más democrática que todas las socieda­des de base feudal. El feudalismo es la difusión de la vida social, es el máximo de oscuridad y de inconsciencia, que las socieda­des actuales han reducido. La monarquía, centralizando las fuer­zas colectivas, extendiendo sus ramificaciones en todos los sen­tidos, penetrando en las masas sociales, ha preparado el adve­nimiento de la democracia y ha sido un gobierno democrático si la comparamos con lo que existía con anterioridad. Es secunda-rio que el jefe del Estado haya recibido el nombre de rey; lo que hay que considerar son las relaciones que sostenía con el con-junto del país; el país se encargó efectivamente, desde enton­ces, de la claridad de las ideas sociales. No es desde hace cua­renta o cincuenta años que la democracia ha comenzado a de­sarrollarse; su ascenso es continuo desde el comienzo de la historia.

Y es fácil comprender qué es lo que determina este desarro­llo. Cuanto más vastas y complejas son las sociedades, más ne­cesitan de la reflexión para conducirse. La rutina ciega, la tradi­ción uniforme no pueden servir para regular la marcha de un me­canismo que se ha vuelto más delicado. Cuanto más complejo se vuelve el medio social, también se vuelve más cambiante; es ne­cesario, entonces, que la organización social se transforme en la misma medida y se vuelva más reflexiva y consciente de sí mis-ma. Cuando las cosas ocurren siempre de la misma manera, la costumbre es suficiente para orientar la conducta; pero cuando las circunstancias cambian permanentemente, es necesario que la costumbre deje de ser soberana. Sólo la reflexión permite des­

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cubrir las nuevas prácticas que son útiles, porque sólo ella puede anticipar el futuro. Las asambleas deliberativas se convierten en una institución cada vez más general, debido a que son el órga­no a través del cual las sociedades reflexionan sobre sí mismas y, por consiguiente, el instrumento de las transformaciones casi ininterrumpidas que requieren las condiciones actuales de la exis­tencia colectiva. Para poder vivir actualmente, es necesario que los órganos sociales cambien a tiempo y, para que cambien a tiempo y rápidamente, es necesario que la reflexión social siga atentamente los cambios que se producen en las circunstancias y organice los medios para adaptarse a ellas. Los progresos de la democracia son requeridos por el estado del medio social, pero también por nuestras principales ideas morales. Tal como la he-mos definido, la democracia es el régimen político más adecua­do a nuestra concepción actual del individuo. El valor que atri­buimos a la personalidad individual hace que nos repugne con­vertirla en un instrumento material que la autoridad social muevedesde fuera. Ésta no es ella misma sino en la medida en que es una sociedad autónoma de acción. Sin duda, en un sentido, re­cibe todo desde fuera: tanto sus fuerzas morales como sus fuer­zas físicas. Del mismo modo que conservamos nuestra vida ma­terial gracias a la ayuda de los alimentos que tomamos del me­dio cósmico, nutrimos nuestra vida mental con la ayuda de ideas y sentimientos que nos vienen del medio social. Nada surge de la nada, y el individuo abandonado a sí mismo no podría elevar­se por encima de su propia condición. Lo que hace que se su­pere, lo que permite que haya rebasado el nivel de la animalidad, es que la vida colectiva repercute en él, lo penetra; son elemen­tos adventicios los que producen en él una nueva naturaleza. Pero hay dos maneras en que un ser puede incorporar estas fuer­zas exteriores. O bien las recibe pasivamente, inconscientemen­te, sin saber por qué (y, en este caso, no es más que una cosa). O bien las recibe con plena conciencia de las razones que justi­fican que se someta a ellas, que se abra a ellas y, entonces, no recibe pasivamente su influencia, actúa conscientemente, volun­tariamente, comprende lo que hace. La acción no es, en este sen­tido, más que un estado pasivo cuya razón de ser conocemos y comprendemos. La autonomía de la que el individuo puede go­zar no consiste en revelarse contra la naturaleza; tal insurrección es absurda, estéril, sea que se oriente contra las fuerzas del mun­do material o contra las del mundo social. Ser autónomo, para el hombre, es comprender las necesidades a las que debe plegar­

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se y aceptarlas con conocimiento de causa. No podemos hacer que las leyes de las cosas sean de otro modo del que son; pero podemos liberarnos de su influencia pensando en ellas, es de­cir, apropiándonos de ellas a través del pensamiento. Esto cons­tituye la superioridad moral de la democracia. Porque es el régi­men de la reflexión, permite al ciudadano aceptar las leyes de su país con más inteligencia y, por lo tanto, con menos pasividad. Debido a las comunicaciones constantes entre los individuos y el Estado, el Estado no se les aparece ya como una fuerza exte­rior que se les impone de manera mecánica. Gracias a los inter­cambios constantes que se dan entre el Estado y los individuos, sus vidas se entrelazan recíprocamente.

Planteado esto, existe una concepción de la democracia y una manera de practicarla que debe ser claramente distinguida de la que acabamos de exponer.

Se dice a menudo que bajo el régimen democrático, la volun­tad y el pensamiento de los gobernantes es idéntico a –y se confunde con– el pensamiento y las voluntades de los gober­nados. Desde este punto de vista, el Estado no hace más que representar a la masa de los individuos y toda la organización gubernamental tiene por único objeto el traducir lo más fielmen­te posible, sin agregar nada, sin modificar nada, los sentimien­tos esparcidos en la colectividad. El ideal consistiría, por así de­cirlo, en expresarlos lo más adecuadamente posible. El uso de lo que se conoce como mandato imperativo –y sus sucedáneos– responde claramente a esta concepción. Aunque, en su forma pura, no ha sido incorporado a nuestras costumbres, las ideas que le sirven de base están bastante extendidas. Esta manera de representarse a los gobernantes y sus funciones goza de cierta generalidad. Ahora bien, nada es más contrario, en ciertos aspec­tos, a la noción misma de democracia. Porque la democracia su-pone la existencia del Estado, de un órgano gubernamental, dis­tinto del resto de la sociedad, aunque estrechamente en relación con ella, y esta manera de concebir la democracia es la negación misma de todo Estado, en el sentido propio del término, porque reabsorbe al Estado en la nación. Si el Estado no hace más que recibir las ideas y las voliciones particulares, con el fin de saber cuáles son las más extendidas, las que sostiene la mayoría, no aporta ninguna contribución verdaderamente personal a la vida social. No es más que un calco de lo que sucede en las regio­nes subyacentes. Ahora bien, esto está en contradicción con la definición misma del Estado. El papel del Estado no consiste en

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expresar y resumir el pensamiento irreflexivo de la multitud, sino en agregar a este pensamiento irreflexivo un pensamiento más meditado, que es necesariamente diferente. El Estado es, y debe ser, una fuente de representaciones nuevas, originales, que de-ben permitir que la sociedad se conduzca con más inteligencia que cuando era movida simplemente por sentimientos oscuros que operaban sobre ella. Todas estas deliberaciones, todas es­tas discusiones, todos estos datos estadísticos, todas estas in­formaciones administrativas que están a disposición de los con­sejos gubernamentales –y que se volverán cada vez más abun­dantes–, son el punto de partida de una vida mental nueva. Se reúnen así materiales de los que no dispone la multitud y se los somete a una elaboración de la que la masa no es capaz, preci­samente porque carece de unidad, porque no está concentrada en un mismo espacio, porque su atención no puede aplicarse en el mismo momento a un mismo objeto. ¿Cómo estos recursos no habrían de generar algo nuevo? El deber del gobierno consiste en servirse de todos estos medios, no simplemente para saber lo que piensa la sociedad, sino para descubrir qué es lo más útil para la sociedad. Para saber qué es útil, está mejor ubicado que la masa; debe, entonces, ver las cosas de otra manera. Sin duda, es necesario que esté informado de lo que piensan los ciudada­nos; pero éste no es más que uno de los elementos sobre los que reflexiona y medita. Puesto que está constituido para pensar deun modo especial, debe pensar a su manera. Ésta es su razón de ser. Asimismo, es indispensable que el resto de la sociedad sepa lo que hace, lo que piensa, que lo fiscalice y lo juzgue; es nece­sario que exista la mayor armonía posible entre ambas partes de la organización social. Pero esta armonía no implica que el Esta­do sea esclavizado por los ciudadanos y reducido a no ser más que un eco de sus voluntades. Esta concepción del Estado se asemeja a la que subyace a las así llamadas democracias primi­tivas. Se distingue de ellas en que la organización exterior del Estado es más sabia y complicada. No podría compararse un consejo de ancianos a nuestra organización gubernamental, aun cuando sus funciones fuesen similares. Pero tanto en un caso como en el otro, el Estado carece de toda autonomía ¿Qué resul­taría de ello? Un Estado que no cumple con su misión; en lugar de clarificar los sentimientos oscuros de la masa, de subordinar­los a ideas más claras, más razonadas, hace prevalecer aquellos sentimientos que parecen ser los más generales.

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Pero éste no es el único inconveniente de esta concepción. Hemos visto que en las sociedades inferiores, la ausencia o el carácter rudimentario del gobierno, tienen por consecuencia un tradicionalismo riguroso. La sociedad tiene tradiciones fuertes y vigorosas que están profundamente grabadas en las conciencias individuales; y estas tradiciones son poderosas precisamente porque las sociedades son simples. Pero las cosas son distintas en las grandes sociedades actuales; las tradiciones han perdido su imperio y, como son incompatibles con el espíritu de examen y de libre crítica que se vuelve cada vez más necesario, no pue­den y no deben conservar la autoridad que tenían en otros tiem­pos. ¿Qué resulta de ello? En esta concepción de la democracia, los individuos dan impulso a los gobernantes; el Estado es in­capaz de ejercer sobre ellos una influencia moderadora. Por otra parte, no encuentran en sí mismos un número suficiente de ideas y sentimientos lo bastante anclados como para poder re­sistir las dudas y la discusión. Ya no hay muchos Estados des­póticos que sean lo suficientemente fuertes como para ponerse por encima de la crítica y evitar las controversias sobre sus cre­encias o sus prácticas. Por consiguiente, como los ciudadanos no están contenidos desde fuera por el gobierno, porque éste último depende de aquellos, ni desde dentro por el estado de ideas y del sentimiento colectivo que han incorporado, todo, tanto en la práctica como en la teoría, se vuelve materia de con­troversia y de división, todo vacila. La sociedad carece de una base firme. No hay nada fijo. Y como el espíritu crítico se ha de­sarrollado mucho y cada uno tiene su manera propia de pensar, el desconcierto es amplificado por todas estas diversidades in­dividuales. De allí el aspecto caótico que presentan ciertas de­mocracias, su permanente movilidad e inestabilidad. Experimen­tan saltos bruscos, sufren una existencia desgarrada, agitada y agotadora. ¡Si un tal estado de cosas se prestase a profundas transformaciones! Pero los cambios que allí se producen son superficiales. Porque las grandes transformaciones requieren tiempo y reflexión, exigen un esfuerzo persistente. Muy a menu-do, sucede que estas modificaciones se anulan mutuamente y, al fin, el Estado no supera su propio estancamiento. Estas socie­dades tan tempestuosas en la superficie son con frecuencia muy rutinarias.

De nada sirve tratar de disimular que esta situación es en parte la nuestra. La idea de que el gobierno no es más que el tra­ductor de las voluntades generales es corriente entre nosotros.

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Está en la base de la doctrina de Rousseau y, con reservas más o menos importantes, subyace a nuestras prácticas parlamenta­rias. Resulta de la mayor importancia, entonces, determinar cuá­les son las causas de las que depende.

Sería cómodo decir que depende simplemente de un error de los espíritus, que constituye una simple falta de lógica y que, para corregir esta falta, sería suficiente señalarla, demostrar que la concepción es equivocada, prevenir su retorno con la ayuda de la educación y de una predicación apropiada. Pero los erro­res colectivos, como los errores individuales, dependen de cau­sas objetivas y no pueden erradicarse si no se actúa sobre es­tas causas. Si los sujetos afectados de daltonismo confunden los colores, es porque su órgano está constituido de una manera que genera esta confusión y, aunque se les advirtiese, ellos con­tinuarían viendo las cosas como las ven. Del mismo modo, si una nación se representa de tal manera el papel del Estado, la natu­raleza de las relaciones que debe tener con él, es que hay algo en el estado social que necesita de esta representación falsa. Y todas las arengas, todas las exhortaciones no serán suficientes para disiparla, en tanto no hayamos modificado la constitución orgánica que la determina. Sin duda, es útil comunicarle al enfer­mo cuál es el mal que padece y los inconvenientes que acarrea, pero para que pueda recuperarse es necesario hacerle ver cuá­les son las condiciones, de modo tal que pueda modificarlas. No es con bellas palabras que han de producirse estos cambios.

Ahora bien, parece inevitable que esta forma desviada de la democracia sustituya a la forma normal siempre que el Estado y la masa de los individuos estén en relación directa, sin ningún intermediario que se intercale entre ellos. Porque, como conse­cuencia de esta proximidad, es mecánicamente necesario que la fuerza colectiva más débil –a saber, la del Estado– sea absorbi­da por la más intensa, la de la nación. Cuando el Estado está de­masiado cerca de los particulares, cae bajo su dependencia al mismo tiempo que los molesta. Su cercanía los molesta porque, a pesar de todo, pretende reglamentarlos directamente, aun cuan­do es –como sabemos– incapaz de desempeñar este papel. Pero esta cercanía hace que dependa estrechamente de ellos, porque, siendo tan numerosos, los particulares pueden modificarlo como les plazca. Desde el momento en que los ciudadanos eligen di­rectamente a sus representantes, es decir, los miembros más in­fluyentes del órgano gubernamental, es inevitable que estos re­presentantes queden limitados más o menos exclusivamente a

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traducir fielmente los sentimientos de sus mandantes, y no es posible que estos últimos no les reclamen esta docilidad como un deber. ¿No es este mandato un contrato entre las dos partes? ¿No sería propio de una política de más alto vuelo decir que los gobernantes deben gozar de una gran iniciativa y que sólo así pueden cumplir adecuadamente su papel? Pero hay una fuerza de las cosas contra la que ni siquiera los mejores razonamientos pueden hacer nada. Dado que los arreglos políticos colocan a los diputados y, en general, a los gobernantes en contacto inmedia­to con la multitud de los ciudadanos, es materialmente imposible que éstos no hagan la ley. He aquí porque algunos espíritus bien­intencionados han reclamado que los miembros de las asambleas políticas fuesen designados por un sufragio de segundo grado, o incluso de algunos más. Los intermediarios intercalados libe­ran al gobierno. Y estos intermediarios habrían podido ser inclui­dos sin que las comunicaciones entre los consejos gubernamen­tales fuesen por ello interrumpidas. No es necesario que estas comunicaciones carezcan de mediaciones. Hace falta que la vida fluya sin solución de continuidad entre el Estado y los particu­lares, entre los particulares y el Estado; pero no hay ninguna ra­zón para que estos circuitos no se realicen a través de órganos interpuestos. Gracias a esta interposición, el Estado dependerá más de sí mismo, la distinción será mucho más nítida entre él y el resto de la sociedad, y, por ello mismo, gozará de una mayor autonomía.

Nuestra enfermedad política depende de la misma causa que nuestra enfermedad social: la ausencia de cuadros secundarios intercalados entre el individuo y el Estado. Ya hemos visto que estos grupos secundarios son indispensables para que el Esta­do no oprima al individuo; veremos ahora que son necesarios para que el Estado esté suficientemente independizado del indi­viduo. Y se entiende que son útiles para ambas partes; porque de un lado y del otro, hay interés en que estas fuerzas no estén en contacto sin mediaciones, aunque deban estar necesariamen­te ligadas la una a la otra.

Pero, ¿cuáles son estos grupos que deben liberar al Estado del individuo? Hay dos tipos que pueden desempeñar este pa-pel. En primer lugar, los grupos territoriales. Puede pensarse que los representantes de las comunas de un mismo distrito, o inclu­so de un mismo departamento, formen un colegio electoral en­cargado de elegir a los miembros de las asambleas políticas. O bien podrían utilizarse para este fin los grupos profesionales, una

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vez que ellos se hayan constituido. Los consejos encargados de administrar cada uno de ellos nombrarían a los gobernantes del Estado. En ambos casos, la comunicación entre el Estado y los ciudadanos sería continua, pero ya no sería directa. Uno de es­tos dos modos de organización parece más adecuado a la orien­tación general de todo nuestro desarrollo social. Los distritos territoriales ya no tienen la misma importancia, no desempeñan el mismo papel vital que tenían en otros tiempos. Los lazos que unen a los miembros de una misma comuna, o de un mismo de­partamento, son bastante exteriores. Se anudan y desanudan con extrema facilidad desde que la población se ha vuelto más móvil. Tales grupos tienen algo de exterior y artificial. Los gru­pos durables, aquellos a los que el individuo brinda toda su vida, a los que está más fuertemente unido, son los grupos profesio­nales. Parece adecuado, entonces, que en el futuro se convier­tan en la base tanto de nuestra representación política como de nuestra organización social.

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Novena Lección

Moral Cívica (fin):Formas del Estado. La democracia

Luego de haber definido la democracia, hemos visto que podía ser concebida y practicada de una manera que alteraba grave-mente su naturaleza. Esencialmente, es un régimen en el que el Estado, siendo distinto de la masa de la nación, está en estre­cha comunicación con ella, y en el que, por consiguiente, su actividad presenta un cierto grado de movilidad. Ahora bien, hemos visto que, en ciertos casos, esta estrecha comunicación podía llegar hasta la fusión más o menos completa. El Estado, en lugar de ser un órgano definido, el centro de una vida espe­cial y original, se convierte entonces en un simple calco de la vida subyacente. No hace más que traducir en un código dife­rente aquello que piensan y sienten los individuos. Su papel ya no es elaborar ideas nuevas, nuevos puntos de vista, como podría hacerlo gracias al modo en que está constituido, sino que sus principales funciones se limitan a determinar cuáles son las ideas, cuáles son los sentimientos que están más extendidos,aquellos que abarcan a la mayoría. Él mismo es producto de esta determinación. Elegir diputados es simplemente computar cuán­tos partidarios tiene tal opinión en el país. Esta concepción es contraria a la noción de un Estado democrático, dado que hace desvanecer casi totalmente la noción misma de Estado. Digo casi totalmente: porque, por supuesto, la fusión no es jamás completa. No es posible, por la fuerza de las cosas, que el man­dato del diputado esté lo suficientemente determinado como para atarlo completamente. Siempre hay un mínimo de iniciati­va. Pero ya es bastante que exista una tendencia a reducir esta

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iniciativa al mínimo. Esto hace que este sistema político se pa­rezca al que observamos en las sociedades primitivas; porque, en ambos casos, el poder gubernamental es débil. La gran di­ferencia es que, en un caso, el Estado aún no existe, no existe más que en germen, mientras que en esta desviación de la de­mocracia, está muy desarrollado, dispone de una organización extensa y compleja. Esta doble contradicción revela el carácter anormal del fenómeno. Por un lado, un mecanismo complicado e inteligente, los múltiples engranajes de una vasta administración; por el otro, una concepción del papel del Estado que constituye un retorno a las formas políticas más primitivas. De allí esta mez­colanza extravagante de inercia y actividad. No se mueve por sí mismo, sino que es remolcado por los sentimientos oscuros de la multitud. Pero, por otro lado, los potentes medios de ac­ción de que dispone lo hacen susceptible de oprimir pesada­mente a los mismos individuos de los que es servidor.

Hemos dicho también que esta manera de entender y de practicar la democracia estaba fuertemente enraizada en los es­píritus de los franceses. Rousseau, cuya doctrina es la sistema­tización de estas ideas, sigue siendo el teórico de nuestra demo­cracia. Ahora bien, no hay filosofía política que presente más claramente esta doble contradicción que acabamos de señalar. Por un lado, es fuertemente individualista; el individuo es el principio de la sociedad; la sociedad no es más que la suma de los individuos. Por otro lado, sabemos la autoridad que atribu­ye al Estado. Por lo demás, lo que prueba hasta qué punto es­tas ideas siguen influyendo sobre nosotros, es el espectáculo mismo de nuestra vida política. Es evidente que vista desde fue­ra, en la superficie, presenta una movilidad excesiva. Los cam-bios suceden a otros cambios, con una rapidez desconocida en otras sociedades; desde hace mucho tiempo, no ha logrado man­tener un rumbo determinado con perseverancia y de manera sos­tenida. Ahora bien, hemos visto que debía ser necesariamente así desde el momento en que es la multitud de los individuos la que impulsa al Estado y regula casi soberanamente su funcionamien­to. Pero, al mismo tiempo, estos cambios superficiales ocultan un inmovilismo rutinario. Al mismo tiempo que deploramos el flujo siempre cambiante de los sucesos políticos, nos quejamos de la omnipotencia de la burocracia, de su persistente tradicionalismo. Constituyen una fuerza contra la que no podemos hacer nada. Todos estos cambios superficiales se producen en sentidos di­vergentes, se anulan mutuamente; no arrojan ningún resultado,

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salvo la fatiga y el agotamiento que caracterizan a estas varia­ciones ininterrumpidas. Por consiguiente, los hábitos fuertemen­te enraizados, las rutinas que no son alcanzadas por estos cam-bios, tienen un imperio mucho mayor; porque son los únicos dotados de eficacia. Su fuerza proviene del exceso de fluidez del resto. Y no sabemos realmente si debemos quejarnos o felicitar­nos; porque hay siempre un poco de organización que se man­tiene, un poco de estabilidad y determinación, que son necesa­rias para vivir. A pesar de todas sus falencias, es posible que la máquina administrativa nos brinde actualmente servicios muy valiosos.

¿De dónde proviene el mal que hemos detectado? Se trata de una concepción falsa, pero las concepciones falsas tienen cau­sas objetivas. Debe haber algo en nuestra constitución política que explique este error.

Esta concepción errónea parece originarse en nuestra orga­nización actual, en virtud de la cual el Estado y la masa de los individuos están en relación directa y se comunican sin que nin­gún intermediario se intercale entre ellos. Los colegios electora­les comprenden a toda la población política del país y el Estado surge directamente de estos colegios, al menos el órgano vital del Estado, que es la asamblea deliberativa. Es inevitable que el Estado formado en estas condiciones sea un simple reflejo de la masa social, y nada más. Dos fuerzas sociales están presentes allí: una es enorme, porque está formada por la reunión de todos los ciudadanos; la otra es mucho más débil, porque no compren­de más que a los representantes. Es necesario, entonces, que la segunda marche a la zaga de la primera. Desde el momento en que son los particulares quienes eligen directamente a sus repre­sentantes, es inevitable que éstos últimos se limiten a traducir fielmente los deseos de sus mandantes, al tiempo que éstos úl­timos les reclaman esta docilidad como si fuera un deber. Sin duda, sería propio de una política de más alto vuelo decir que los gobernantes deben gozar de una gran iniciativa y que sólo si se da esta condición podrán cumplir adecuadamente con su tarea; que para perseguir el interés común, deben ver las cosas de modo diferente y desde otro punto de vista que el individuo, el hombre comprometido en otras funciones sociales; y que, por consiguiente, es necesario dejar que el Estado actúe conforme a su naturaleza. Ni siquiera los mejores razonamientos pueden revertir una tendencia que está en la naturaleza de las cosas. Mientras los arreglos políticos coloquen a los diputados en con­

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tacto inmediato con la masa desorganizada de los particulares, será inevitable que sea ésta la que haga la ley. Este contacto in­mediato no permite que el Estado sea él mismo.

Para resolver estos problemas, ciertos espíritus reclaman que los miembros de las asambleas políticas sean designados por un sufragio de dos o más grados. Para liberar al gobierno es nece­sario inventar intermediarios entre él y el resto de la sociedad. Sin duda, es necesario que haya una comunicación continua en­tre él y los otros órganos sociales; pero también es necesario que esta comunicación no prive al Estado de su individualidad. Debe estar en relación con la nación sin ser absorbido por ella. Y para eso es necesario que no se toquen inmediatamente. Para impedir que una fuerza menor caiga bajo el dominio de una fuerza más intensa, es necesario intercalar entre la primera y la segun­da cuerpos resistentes que amortigüen la acción más enérgica. Desde el momento en que el Estado surge menos inmediatamen­te de la masa, padece su acción con menor fuerza; puede disponer de sí mismo. Las tendencias oscuras que actúan confusamente en el país ya no tienen el mismo peso sobre sus decisiones y no atan tan estrechamente sus resoluciones. Este resultado no pue­de lograrse plenamente si los grupos que se intercalan entre la generalidad de los ciudadanos y el Estado no son grupos natu­rales y permanentes. No basta, como se ha creído a veces, con intercalar intermediarios artificiales creados específicamente para este fin. Si nos contentáramos, por ejemplo, con formar, además de los colegios electorales que comprenden al conjunto de los ciudadanos, un colegio más restringido que, sea directamente o por medio de otro colegio aun menos extenso, designaría a los gobernantes y, una vez terminada su tarea, desaparecería, el Es­tado así constituido podría gozar de cierta independencia, pero no cumpliría con el otro requisito que caracteriza a la democra­cia. Ya no estaría en comunicación estrecha con el conjunto del país. Porque desde su nacimiento, el intermediario y los interme­diarios que han colaborado en su formación habrían dejado de existir, y se produciría un vacío entre el Estado y la multitud de los ciudadanos. Desaparecería ese intercambio constante que resulta indispensable. Si importa que el Estado sea independiente de los particulares, también es esencial que no pierda contacto con ellos. Esta comunicación insuficiente con el conjunto de la población genera esa debilidad que caracteriza a toda Asamblea formada de este modo. Está demasiado separada de las necesi­dades y los sentimientos populares; éstos no llegan a ella con

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la continuidad suficiente. De allí resulta que uno de los elemen­tos esenciales de sus deliberaciones está ausente.

Para que el contacto no se pierda, es necesario que los co­legios intermediarios intercalados entre el Estado y los indivi­duos no se constituyan sólo para la ocasión, sino que funcio­nen de manera continua. En otros términos, es necesario que sean órganos naturales y normales del cuerpo social. Hay dos tipos de grupos que pueden desempeñar este papel. En primer lugar, los consejos secundarios encargados de la administración de los distritos territoriales. Por ejemplo, podemos imaginar que los consejos departamentales o provinciales, elegidos directa o indirectamente, sean convocados para cumplir esta función. Ellos designarían a los miembros de los consejos gubernamen­tales, de las asambleas propiamente políticas. Esta idea ha ser­vido de base a la organización de nuestro actual Senado. Pero lo que permite dudar de que tal arreglo institucional sea el más adecuado para la constitución de los grandes Estados europeos, es que las divisiones territoriales del país pierden progresivamen­te su importancia. Cuando cada distrito, comuna o provincia, te­nía su fisonomía propia, sus costumbres, sus hábitos, sus inte­reses especiales, los consejos encargados de su administración eran engranajes esenciales de la vida política. Las ideas y las aspiraciones de las masas se concentraban en ellos. Pero, actual-mente, el lazo que nos une con un determinado territorio es in­finitamente frágil y se quiebra con gran facilidad. Hoy estamos aquí, mañana allí; nos sentimos tan cómodos en una provincia como en otra o, al menos, las afinidades especiales que tienen un origen territorial son secundarias y no tienen gran influencia sobre nuestra existencia. Aun cuando sigamos unidos a un mis-mo sitio, nuestras preocupaciones sobrepasan infinitamente la circunscripción administrativa en la que residimos. La vida que nos rodea inmediatamente no es la que más nos interesa. Profe­sor, industrial, ingeniero, artista, no son los sucesos que se pro­ducen en mi comuna o en mi departamento los que me concier­nen de manera más directa y los que me apasionan. Puedo vivir mi vida ignorándolos completamente. Según las funciones que desempeñamos, lo que sucede en las asambleas científicas, lo que se publica, lo que se dice en los grandes centros de produc­ción, nos interesa mucho más; las novedades artísticas de las grandes ciudades de Francia o el extranjero tienen para el pin-tor o el escultor un interés mucho mayor que los asuntos muni­cipales; el industrial, por la naturaleza de su profesión, se inte­

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resa por las relaciones con las industrias y empresas comercia­les esparcidas en todos los puntos del territorio e incluso del globo. El debilitamiento de los grupos puramente territoriales es un hecho irresistible. Los consejos que presiden la administra­ción de estos grupos no están ya en condiciones de concentrar y expresar la vida general del país; porque la manera en que esta vida está distribuida y organizada no refleja, al menos en gene­ral, la distribución territorial del país. He aquí por qué pierden su prestigio, por qué ya no se busca el honor de sentarse allí, por qué los espíritus emprendedores y los hombres valiosos buscan otros escenarios para su actividad. Son, en parte, órganos de­cadentes. Una asamblea política que se apoye sobre esta base no puede dar más que una expresión imperfecta de la organiza­ción de la sociedad, de la relación real que existe entre las dife­rentes fuerzas y funciones sociales.

Dado que la vida profesional adquiere una importancia cre­ciente a medida que el trabajo se divide, nos es dado creer que está llamada a proveer la base de nuestra organización política. Va cobrando fuerza la idea de que el colegio profesional es el verdadero colegio electoral y, dado que los lazos que nos unen derivan de nuestra profesión más que de nuestras relaciones geográficas, es natural que la estructura política reproduzca el modo en que nos agrupamos espontáneamente. Supongamos que las corporaciones se constituyen o se reconstituyen según el plan que hemos indicado: cada una de ellas tiene un consejo que la dirige, que administra su vida interna. ¿No están estos consejos en condiciones de desempeñar ese papel de colegios electorales intermediarios que los grupos territoriales sólo pue­den cumplir con extrema debilidad? La vida profesional no se in­terrumpe jamás; no descansa. La corporación y sus órganos es­tán siempre en acción y, por consiguiente, las asambleas guber­namentales derivadas de ella no perderían jamás el contacto con los consejos de la sociedad, no correrían el riesgo de aislarse y dejar de percibir los cambios que pueden producirse en las ca-pas profundas de la población. La independencia estaría asegu­rada sin que la comunicación se viese interrumpida.

Esta combinación tendría otras dos ventajas que merecen ser señaladas. Con frecuencia se ha dicho que el sufragio universal, tal como es practicado, resulta absolutamente inadecuado. Se remarca, no sin razón, que un diputado no podría resolver con conocimiento de causa las innumerables cuestiones que están sometidas a su acción. Pero esta incompetencia del diputado no

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es más que un reflejo de la incompetencia del elector; ésta últi­ma es más grave aún. Dado que el diputado es un mandatario encargado de expresar el pensamiento de aquellos a quienes re­presenta, debe plantearse los mismos problemas y, por consi­guiente, atribuirse la misma competencia universal. En los co­micios, el elector toma partido en cada una de las cuestiones vi-tales que pueden plantearse en las asambleas deliberativas y la elección consiste en un relevamiento numérico de todas las opi­niones individuales así emitidas. ¿Es necesario remarcar que es­tas opiniones no podrían ser esclarecidas? Las cosas serían dis­tintas si el sufragio estuviese organizado sobre la base corpo­rativa. En lo que concierne a los intereses de cada profesión, cada trabajador es competente; es apto para elegir a aquellos que pueden conducir mejor los asuntos comunes de la corporación. Por otro lado, los delegados que cada corporación enviaría a las asambleas políticas entrarían con sus competencias especiales, y como estas asambleas tendrían que regular las relaciones en­tre las diferentes profesiones, estarían compuestas de la mane-ra más conveniente para resolver estos problemas. Los conse­jos gubernamentales serían verdaderamente lo que el cerebro es en el organismo: una reproducción del cuerpo social. Todas las fuerzas vivas, todos los órganos vitales estarían representados según su importancia respectiva. Y en el grupo así formado, la sociedad tomaría conciencia de sí misma y de su unidad; esta unidad resultaría naturalmente de las relaciones que se estable­cerían entre los representantes de las diferentes profesiones, que estarían en estrecho contacto.

En segundo lugar, una dificultad inherente a la constitución de Estado democrático es que, como los individuos forman la única materia activa de la sociedad, el Estado no puede ser sino la obra de los individuos y, sin embargo, debe expresar algo dis­tinto de los sentimientos individuales. Es necesario que surja de los individuos, pero que los sobrepase. ¿Cómo resolver esta an­tinomia en la que se ha debatido en vano Rousseau? Para con­vertir a los individuos en otra cosa, hay que ponerlos en rela­ción y agruparlos de manera permanente. Los sentimientos que resultan de las acciones y reacciones que intercambian los in­dividuos asociados son los únicos que están por encima de los sentimientos individuales. Apliquemos esta idea a la organiza­ción política. Si cada individuo emite de manera aislada su voto para constituir el Estado o los órganos que deben servir a cons­tituirlo definitivamente, es casi imposible que estos votos no

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estén inspirados por preocupaciones personales y egoístas: de este modo, un particularismo individualista estaría en la base de toda la organización. Pero supongamos que tales designaciones se hacen luego de una elaboración colectiva: el carácter será completamente diferente. Porque cuando los hombres piensan encomún, su pensamiento es en parte la obra de la comunidad. Ésta influye sobre ellos, pesa sobre ellos con toda su autoridad, con­tiene los caprichos egoístas, orienta los espíritus en un sentido colectivo. Para que los sufragios expresen a otra cosa que los in­dividuos, para que estén animados desde el principio por un es­píritu colectivo, es necesario que el colegio electoral elemental no esté formado por individuos unidos solamente por esta cir­cunstancia excepcional, que no se conozcan, que no hayan con­tribuido mutuamente a formar sus opiniones y que vayan a des-filar delante de la urna uno tras otro. Al contrario, es necesario que sea un grupo constituido, coherente, permanente, que no toma cuerpo sólo por un momento, en la jornada electoral. Cada opinión individual, dado que se ha formado en el seno de una colectividad, tiene algo de colectivo. Es evidente que la corpo­ración responde a este desiderátum. Porque los miembros que la componen están permanentemente en relación, sus sentimientos se forman en común y expresan a la comunidad.

De este modo, la enfermedad política tiene la misma causa que la enfermedad social que padecemos. Depende también de la ausencia de órganos secundarios ubicados entre el Estado y el resto de la sociedad. Estos órganos nos han parecido nece­sarios para impedir que el Estado tiranizara a los individuos; ve­mos ahora que son igualmente indispensables para impedir que los individuos absorban al Estado. Liberan las dos fuerzas, al tiempo que las mantienen unidas. Vemos cuán grave es esta au­sencia de organización interna que hemos tenido ocasión de se­ñalar. Implica una suerte de estremecimiento profundo y, por así decirlo, el relajamiento de toda nuestra estructura social y polí­tica. Las formas sociales que antaño enmarcaban a los particu­lares y servían como esqueleto a la sociedad, o bien han desapa­recido, o bien están en vías de desaparecer, sin que formas nue­vas hayan venido a ocupar su lugar. No queda sino la masa fluida de los individuos. Porque el Estado mismo ha sido absor­bido por ellos. Sólo la máquina administrativa ha conservado su consistencia y continúa funcionando con la misma regularidad automática. Sin duda, esta situación cuenta con antecedentes históricos. Siempre que la sociedad se forma o se renueva, atra­

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viesa una fase análoga. En efecto, finalmente, todo el sistema de organización social y política se separa de las acciones y reac­ciones directamente intercambiadas entre los individuos; cuan­do un sistema ha sido suprimido sin que otro lo reemplazara a medida que se descomponía, la vida social vuelve a la fuente pri­mera de la cual deriva, es decir, a los individuos, para volver a elaborarse nuevamente. Como sólo quedan los individuos, la sociedad funciona directamente por ellos. Son ellos quienes se hacen cargo de manera difusa de las funciones que correspon­den a los órganos desaparecidos o que corresponderán a los órganos que aún no se han formado. Reemplazan la organizaciónque falta. Ésta es nuestra situación actual. Si no tiene nada de irremediable, si incluso podemos verla como una fase necesaria de nuestra evolución, no podemos desconocer su gravedad. Una sociedad tan inestable puede desorganizarse ante la menor conmoción. Nada la protege contra las cosas del exterior o del interior.

Estas consideraciones eran necesarias para llegar a explicar cómo deben ser entendidos, practicados y enseñados los diver-sos deberes cívicos, por ejemplo: el deber que nos ordena res­petar la ley y el que nos prescribe participar en la elaboración de las leyes a través de nuestro voto o, más en general, participar en la vida pública.

Se ha dicho que, en una democracia, el respeto de las leyes se basa en que ellas expresan la voluntad de los ciudadanos. Debemos someternos a ellas porque las hemos querido. Pero, ¿cómo valdría esta razón para la minoría? Es ella, sin embargo, la que tiene más necesidad de practicar este deber. Hemos vis-to que quienes, sea directamente, sea indirectamente, han que­rido una ley determinada no representan nunca más que a una ínfima parte del país. Pero, incluso sin insistir en los cálculos, esta manera de justificar el respeto debido a las leyes es errónea. ¿Que haya querido una ley la hace respetable para mí? Lo que mi voluntad ha hecho, mi voluntad puede deshacer. Esencialmen­te cambiante, la voluntad no puede servir de base a nada esta­ble. Nos sorprendemos a veces de que el culto de la legalidad esté tan poco enraizado en nuestras conciencias, que estemos siempre listos para salirnos de él. Pero, ¿cómo tener un culto para un orden legal que puede ser reemplazado de un día para otro por un orden diferente, con una simple decisión de un cierto nú­mero de voluntades individuales? ¿Cómo respetar un derecho

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que puede dejar de ser derecho, desde el momento en que deja de ser querido como tal?

Lo que produce el respeto de la ley es que ella expresa las relaciones naturales entre las cosas; sobre todo en una demo­cracia, los individuos no la respetan sino en la medida en que le reconocen esta característica. No es porque la hemos hecho, porque ha sido querida por tantos votos, que nos sometemos a ella; lo hacemos porque es buena, es decir, conforme a la na­turaleza de los hechos, porque es lo que debe ser, porque te­nemos confianza en ella. Y esta confianza depende de la que nos inspiran los órganos encargados de elaborarla. Lo que im­porta, por consiguiente, es la manera en que es producida, la competencia de aquellos que tienen la función de elaborarla, la naturaleza de la organización especial destinada a hacer posi­ble el desempeño de esta función. El respeto de la ley depende de lo que valen los legisladores y de lo que vale el sistema po­lítico. Lo que la democracia tiene de particular es que, gracias a la comunicación establecida entre los gobernantes y los ciu­dadanos, éstos están en condiciones de juzgar el modo en que los gobernantes desempeñan su papel, dan o niegan su con­fianza con conocimiento de causa. Pero nada es más falso que la idea de que es sólo en la medida en que ha sido expresamente consagrada en la redacción de las leyes, que tiene derecho a nuestra deferencia.

Queda el deber de votar. No voy a estudiar aquí aquello en que podrá convertirse en un futuro indefinido, en sociedades mejor organizadas que las nuestras. Es posible que pierda su importancia. Es posible que llegue un momento en que las de­signaciones necesarias para controlar los órganos políticos se hagan por sí mismas, bajo la presión de la opinión, sin que pue­da hablarse de consultas definidas.

Pero la situación actual es totalmente diferente. Hemos vis-to lo que tiene de anormal; por esta razón, crea deberes especia­les. Todo el peso de la sociedad reposa en la masa de los indi­viduos. No tiene otro fundamento.

En esta situación, cada ciudadano se transforma legítima­mente en un hombre de Estado. No podemos ceñirnos a nues­tras ocupaciones profesionales porque la vida pública no tiene por ahora otros agentes que la multitud de las fuerzas individua­les. Las mismas razones que vuelven necesaria esta tarea, la de­terminan. Depende de un estado anómico que es necesario su­primir. En lugar de presentar como un ideal a esta desorganiza­

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ción que erróneamente se califica como democracia, es necesa­rio ponerle término. En lugar de dedicarnos a conservar celosa­mente estos derechos y privilegios, es necesario remediar el mal que los vuelve provisoriamente necesarios. Dicho de otro modo, el primer deber es el de preparar lo que nos permitirá liberarnos de un papel para el que el individuo no está hecho. Para eso, nuestra acción política consistirá en crear estos órganos secun­darios que, a medida que se formen, liberarán al individuo del Estado y al Estado del individuo, y dispensarán a este último de una tarea para la que no está hecho.

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Décima Lección

Deberes generales:Independientes de todo

agrupamiento social: El homicidio

Entramos ahora en una nueva esfera de la moralidad. En las sec­ciones precedentes, hemos examinado los deberes que tienen los hombres debido a su pertenencia a un grupo determinado, a que forman parte de una misma familia, de una misma corpo­ración, de un mismo Estado. Pero hay otros deberes que son independientes de todo grupo particular. Debo respetar la vida, la propiedad, el honor de mis semejantes, aunque no sean ni mis parientes ni mis compatriotas. Es la esfera más general de toda la ética, porque es independiente de toda condición local o étnica. Es también la más elevada. Vamos a pasar revista de los deberes que son considerados en todos los pueblos civili­zados como los primeros y más acuciantes de todos los debe­res. El asesinato y el robo son los actos inmorales por excelen­cia, y la inmoralidad de tales actos no disminuye cuando se cometen contra extranjeros. La moral doméstica, la moral profe­sional, la moral cívica tienen ciertamente una menor gravedad. El que falta a uno de estos deberes nos parece, en general, me-nos culpable que quien comete uno de estos atentados de los que acabamos de hablar. Esta idea es tan general y está tan fuertemente arraigada en los espíritus que, para la conciencia común, el crimen consiste esencialmente –o casi únicamente– en matar, herir, robar. Cuando nos representamos al criminal, pensamos en un hombre que atenta contra la propiedad o la per­sona de otro. Todos los trabajos de la escuela criminológica ita-liana se basan precisamente en este postulado, admitido como un axioma, de que allí se agota todo crimen. Constituir el tipo

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del delincuente consiste, por ejemplo, en constituir el tipo del homicida o del ladrón, con sus diferentes modalidades.

En este aspecto, hay un contraste absoluto entre la moral moderna y la moral antigua. Se ha producido, sobre todo desde la aparición del cristianismo, una verdadera inversión, un tras­torno de la jerarquía de los deberes. En las sociedades inferio­res, e incluso bajo el régimen de la ciudad, los deberes de los que vamos a hablar no eran el punto culminante de la moral, sino sólo el umbral de la ética. No estaban por encima de los demás debe­res, sino que tenían, al menos algunos de ellos, un carácter fa­cultativo. La menor gravedad de las penas que los sancionan prueba la menor dignidad moral que se les atribuía. Frecuente­mente, no les correspondía ninguna pena. En Grecia, el asesina­to mismo no estaba penado más que por la demanda de la fami­lia, la que podía contentarse con una indemnización pecuniaria. En Roma, en Judea, la reparación está prohibida para el homici­dio, que es considerado como un crimen público, pero no suce­de lo mismo con las heridas o el robo. Procurar la reparación está reservado a los individuos lesionados y pueden, si quieren, per­mitir que el culpable se redima entregando una suma de dinero. Tales actos tienen sólo sanciones semi-civiles. No constituyen más que daños y perjuicios; en todo caso, aunque son castiga­dos por una suerte de pena, es decir, aun cuando el culpable re­cibe un castigo, no parecen lo suficientemente graves como para que el Estado persiga por sí mismo su represión. Son los parti­culares quienes deben tomar la iniciativa. La sociedad no se sien­te directamente interesada y amenazada por estos atentados que nos indignan. Incluso concede este mínimo de protección sólo a sus miembros, mientras lo niega cuando la víctima es un extran­jero. Los verdaderos crímenes son aquellos dirigidos contra el orden familiar, religioso, político. Todo lo que amenaza la orga­nización política de la sociedad, toda falta contra las divinidades públicas que no son más que expresiones simbólicas del Esta­do, toda violación de los deberes domésticos son castigados con penas que pueden ser terribles.

La evolución que ha llevado al tope de la moral a aquello que no era al principio más que la parte inferior, es la consecuencia de la evolución que se ha producido en la sensibilidad colecti­va y que hemos tenido la ocasión de señalar. Primitivamente, los sentimientos colectivos más fuertes, los que menos toleran la contradicción, son aquellos que tienen por objeto al grupo mis-mo, sea el grupo político en su conjunto, sea el grupo familiar.

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De allí proviene la autoridad excepcional de los sentimientos re­ligiosos y la severidad de las penas que garantizan su respeto; las cosas sagradas no son más que emblemas del ser colectivo.Éste se personifica bajo la forma de Dios, de seres religiosos de todo tipo: la colectividad es el objeto del respeto, de la adora­ción que se dirige en apariencia a los seres ficticios del mundo religioso. Todo lo que concierne al individuo afecta débilmente la sensibilidad social; su dolor le es indiferente, porque su bien­estar le interesa poco. Al contrario, en la actualidad, el sufrimien­to individual nos repugna. La idea de que un hombre sufra sin merecerlo nos resulta insoportable. Pero, como veremos, inclu­so el sufrimiento merecido nos pesa, nos angustia y nos esfor­zamos en atenuarlo. Los sentimientos que tienen por objeto al hombre, a la persona humana, se vuelven más fuertes, mientras que los que nos unen directamente al grupo pasan a un segun­do plano. El grupo ya no tiene para nosotros un valor por sí mis-mo y para sí mismo. Es un medio para realizar y desarrollar la na­turaleza humana, tal como lo reclama el ideal de nuestro tiempo. Todos los demás fines son secundarios en relación con éste, que es el fin por excelencia. La moral humana se ha elevado por encima de todas las demás morales. En cuanto a las razones que han determinado tanto la regresión de ciertos sentimientos co­lectivos como la evolución de ciertos otros, las hemos indicado lo suficiente como para que sea necesario volver sobre ellas. Dependen del conjunto de causas que, diferenciando creciente­mente a los miembros de la sociedad, no les han dejado otras características comunes esenciales que aquellas que dependende su calidad de hombres. Ésta se ha convertido en el objeto por excelencia de la sensibilidad colectiva.

Luego de haber indicado el carácter general de la parte de la ética que estamos abordando, entremos en el detalle, para exa­minar las principales reglas que comprende, es decir, los princi­pales deberes que impone.

El primero –y el más imperativo– es el que impide atentar contra la vida del hombre y prohibe el homicidio, salvo en de­terminados casos permitidos por la ley (guerra, condena legal-mente pronunciada, legítima defensa). Lo que hemos dicho hasta aquí, hace innecesario tratar las razones que han hecho que el homicidio haya sido prohibido y que esta prohibición se haya vuelto cada vez más severa. Desde el momento en que el fin del individuo es el bien moral, que hacer el bien es hacer el bien a otro, está claro que el acto que tiene por efecto privar a un ser

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humano de la existencia, es decir, de la condición necesaria para gozar de todos los otros bienes, debe aparecer necesariamente como el más detestable de todos los crímenes. No nos detendre­mos a explicar la génesis de la regla que prohibe el asesinato. Lo más útil –y lo más sugestivo– es investigar cómo funciona la re­gla en nuestras sociedades contemporáneas, de qué causas de­pende el mayor o menor imperio que ejerce sobre las conciencias, el mayor o menor respeto que se tiene por ella. Para responder a esta pregunta, debemos recurrir a la estadística. Ella nos brin-da información acerca de las condiciones en función de las cua­les varía la tasa social de homicidios, y esta tasa mide el grado de autoridad del que está investida la regla que prohibe el ase­sinato. Esta investigación nos permitirá comprender la naturaleza de este crimen y arrojará cierta luz sobre los rasgos distintivos de nuestra moralidad.

A decir verdad, podría parecer –después de todo lo que pre­cede– que las causas de las que depende la tendencia al homi­cidio son evidentes y no tienen necesidad de ser determinadas de otro modo. Lo que hace que el homicidio esté prohibido bajo la amenaza de las penas más severas que existen en nuestros códigos, es que la persona humana se ha convertido en el ob­jeto de un respeto religioso que antaño estaba unido a cosas totalmente diferentes. De ello no debe concluirse que la mayor o menor inclinación de un pueblo hacia el asesinato depende de la mayor o menor extensión de este respeto, de que se atribuye mayor valor a todo lo que concierne al individuo. Y un hecho confirma esta interpretación: desde que podemos seguir la mar­cha de los homicidios a través de la estadística, se ve cómo dis­minuyen progresivamente. En Francia, durante el período 1826­1830 había 279; la cifra decrece progresivamente de la siguien­te manera: 282 (1831-35); 189 (1836-40); 196 (1841-45); 240 (1846­50); 171 (1851-55); 119 (1856-60); 121 (1861-65); 136 (1866-79); 190 (1871-75); 160 (1876-80); es decir, una disminución del 62% en 55 años, disminución tanto más notable si se considera que durante el mismo período la población aumentó en más de un quinto. Encontramos en todos los pueblos el mismo retroceso, aunque está más o menos marcado según los países. Parece que el ho­micidio disminuye con la civilización. Está más desarrollado cuan­do los países son menos civilizados y a la inversa. Italia, Hun­gría y España están a la cabeza. Luego viene Austria. Ahora bien, los tres primeros países están ciertamente entre los menos avan­zados; son los más atrasados de Europa. Contrastan con las na­

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ciones de más elevada cultura, como Alemania, Inglaterra, Fran-cia y Bélgica, en las que la criminalidad homicida está compren­dida entre 10 y 20 por cada mil habitantes, mientras que en Hun­gría y en Italia se ubica en los 100, es decir, 10 o 5 veces más. Finalmente, encontramos la misma distribución en el interior de cada país. El homicidio es esencialmente rural; de todas las pro­fesiones, son los labradores quienes proveen el contingente más numeroso. Ahora bien, no hay dudas de que el respeto del que está rodeada la persona, el valor que le atribuye la opinión, cre­cen con la civilización. ¿No puede decirse, por consiguiente, que el homicidio varía según el lugar que el individuo ocupa en la je­rarquía de los fines morales?

Es cierto que esta explicación tiene algún fundamento. Pero es demasiado general. Sin duda, el desarrollo del individualismo guarda alguna relación con el descenso de la cantidad de homi­cidios; pero no la produce directamente. Si tuviera tal eficacia, ella se manifestaría igualmente en los otros atentados que sufre el individuo. Los robos, las estafas, los abusos de confianza in­fligen a sus víctimas dolores tan vivos como las lesiones mate­riales propiamente físicas. Un fraude comercial, una estafa gra­ve, por los males que causan, hacen frecuentemente un daño mayor que el que produce un asesinato aislado. Ahora bien, to-dos estos males, en lugar de disminuir, se multiplican con la ci­vilización. Los robos que eran cerca de 10.000 en 1829, llegaban a 21.000 en 1844, 30.000 en 1853, 41.522 en 1876-80, es decir, muestran un aumento del 400%. Las bancarrotas han aumenta­do de 129 a 971. Hay otros atentados materiales que presentan el mismo crecimiento: los atentados contra el pudor de los niños, y también los golpes y heridas que pasaron de 7 a 8.000 en el período 1829-1833 a 15-17.000 en 1863-1869. Sin embargo, el res­peto de la persona debería proteger al individuo tanto de las he­ridas como de los atentados mortales. Para que un semejante cre­cimiento haya podido producirse, es necesario que este senti­miento haya tenido un poder de inhibición bastante débil. El respeto por la persona humana no puede explicar el espíritu in­hibitorio que encuentra en un cierto momento la corriente homi­cida. Es necesario que, entre las circunstancias que acompañan el progreso del individualismo moral, haya algunas que sean es­pecialmente contrarias al asesinato sin mostrar el mismo antago­nismo con los otros atentados contra la persona. ¿Cuáles son estas circunstancias?

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Hemos visto que, paralelamente al progreso de los senti­mientos colectivos que tienen por objeto al hombre en general, el ideal humano, el bien material y moral del individuo, se pro­ducía una regresión, un debilitamiento de los sentimientos co­lectivos que tienen por objeto al grupo, sea la familia o el Esta­do, independientemente del provecho que los particulares pu­dieran sacar de este retroceso. Estos dos movimientos no son solamente paralelos, sino que están íntimamente relacionados. Si se hacen más intensos los sentimientos que nos unen al in­dividuo en general, es precisamente porque los otros se debili­tan; es porque los grupos no pueden ya tener otros objetivos que los intereses de la persona humana. Ahora bien, si el ho­micidio disminuye, es más porque el culto místico del Estado pierde terreno que porque el culto del hombre lo gana. En efec­to, los sentimientos en que se basa el primero fomentan el ase­sinato. Además, son muy intensos, como todos los sentimien­tos colectivos; por consiguiente, cuando son ofendidos tienden a reaccionar con una energía proporcional a la intensidad de la ofensa. Si la ofensa es grave, puede llevar al hombre que se siente ofendido a destruir a su adversario. Este resultado es tanto más fácil cuanto que, por su propia naturaleza, estos sen­timientos acallan los sentimientos de piedad o simpatía que, en otras circunstancias, serían suficientes para detener al brazo asesino. Porque, cuando los primeros son fuertes, los segun­dos son débiles. Cuando la gloria y la grandeza del Estado apa­recen como el bien por excelencia, cuando la sociedad es un objeto sagrado y divino al que todo está subordinado, se halla tan por encima del individuo que la simpatía, la compasión que puede inspirar éste último, no llegan a compensar y contener las exigencias imperiosas de los sentimientos ofendidos. Cuando se trata de defender a un padre, de vengar a un Dios, ¿cuánto vale la vida de un hombre? Pesa menos cuando el valor de los objetos que se encuentran en el otro platillo de la balanza es mayor, cuanto más incomparable es su peso. La fe política, el honor doméstico, el sentimiento de casta, la fe religiosa, son a menudo por sí mismos generadores de homicidios. La cantidad de asesinatos en Córcega se debe a que aún sobrevive la prác­tica de la vendetta: pero la vendetta misma deriva de la fuerza que conserva el orgullo familiar, es decir, de que los sentimien­tos que unen al corso con su clan son todavía muy enérgicos. La gloria del nombre está aun por encima de todo.

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Estos distintos sentimientos pueden llevar al asesinato, pero allí donde son muy fuertes generan incluso una especie de dis­posición moral crónica que, por sí misma y de manera general, produce una inclinación hacia el homicidio. Cuando, bajo la in­fluencia de todos estos estados morales, se valora tan poco la existencia individual, se cree que esta existencia puede y debe ser sacrificada por las más diversas razones. Es suficiente una débil presión para llevar al asesinato. Estas tendencias tienen algo de violento, de destructivo; predisponen al individuo a la destrucción, a las manifestaciones violentas, a los actos san­grientos. De allí derivan los temperamentos rudos y ásperos que caracterizan a las sociedades inferiores. A menudo, se cree que esta rudeza es un resabio de bestialidad, una supervivencia de los instintos sanguinarios de la animalidad. Pero, en realidad, es el producto de una cultura moral determinada. El animal no es violento por naturaleza; no lo es más que cuando las circunstan­cias en las que vive hacen necesaria la violencia. ¿Por qué sería de otro modo en el hombre? Si ha sido duro con sus semejan­tes, no es porque estaba más cercano a la animalidad; la natu­raleza de la vida social que llevaba lo había moldeado de este modo. El hábito de perseguir fines morales, extraños a los inte­reses humanos, lo ha hecho relativamente insensible a los do­lores humanos. Estos sentimientos no pueden ser satisfechos si no se imponen sufrimientos al individuo. Los Dioses que ado-ran se alimentan de las privaciones y sacrificios a los que se so­meten los mortales; a veces, incluso se exigen víctimas huma­nas, lo que traduce bajo una forma mística las exigencias de la sociedad hacia sus miembros. Esta educación produce en las conciencias una singular aptitud para causar dolor. Además, es­tos sentimientos son pasiones muy vivas, no toleran la contra­dicción, se consideran intangibles. Los caracteres formados de este modo son esencialmente pasionales, impulsivos. Ahora bien, la pasión lleva a la violencia. Tiende a destruir todo lo que la perturba y la detiene.

La actual disminución de los homicidios no se debe a que el respeto por la persona humana provee un freno para los móvi­les homicidas y los mecanismos que excitan al asesinato, sino que estos móviles y estos mecanismos son menos numerosos y menos intensos. Y estos mecanismos son esos sentimientos colectivos que nos unen con los objetos extraños a la humani­dad y al individuo, es decir, que nos unen a los grupos, o a las cosas que simbolizan a los grupos. No quiero decir que estos

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sentimientos –que en otros tiempos constituían el fundamento de la conciencia moral– estén destinados a desaparecer; sobre­vivirán y deben sobrevivir, pero en mucho menor número y con una intensidad muy inferior a la que tenían en el pasado. He aquí lo que hace que, en los países civilizados, la tasa de la mor­talidad homicida tienda a disminuir.

Es fácil verificar esta interpretación. Si es exacta, todas las causas que refuerzan estos sentimientos deben elevar la tasa de asesinatos. Ahora bien, la guerra es evidentemente una de es­tas causas. Lleva a las sociedades, incluso a las más cultivadas, a un estado moral que recuerda al de las sociedades inferiores. El individuo desaparece; deja de ser tenido en cuenta; la masa se convierte en el factor social por excelencia; una disciplina rí­gida y autoritaria se impone a todas las voluntades. El amor a la patria y la unión al grupo desplazan a un segundo plano todos los sentimientos de simpatía por el individuo. Ahora bien, ¿qué es lo que sucede? Aun cuando, por diversas causas, los robos, las estafas, los abusos de confianza se vuelven sensiblemente menos numerosos, el homicidio aumenta o, por lo menos, man­tiene su nivel. En Francia, en 1870, los robos disminuyeron un 33%, pasando de 31.000 a 20.000, y los robos calificados de 1.059 a 871. Los asesinatos bajan poco; de 339, pasan a 307. Y, ade­más, este descenso es sólo aparente y disimula un alza proba­blemente importante. En efecto, esta disminución de la crimina­lidad general en tiempos de guerra depende –en una medida que no hay que exagerar, pero que no debe negarse, sobre todo cuan­do hay una invasión– de una causa que debe necesariamente tener un efecto sobre el homicidio, a saber, el desorden de la ad­ministración judicial. La persecución de los crímenes se hace más difícil cuando el territorio está invadido y todo se halla desorga­nizado. Eso no es todo. La edad en que se cometen más homi­cidios es entre los 20 y los 30 años. Un millón de hombres que transitan esa etapa de la vida cometen 40 homicidios por año. Ahora bien, toda la juventud de esta edad se encuentra bajo bandera; los crímenes que ha cometido o que hubiera cometido en tiempos de paz no entran en los cálculos estadísticos. Si, a pesar de las dos causas, la cantidad de homicidios ha bajado un poco, podemos estar seguros de que hubiera aumentado seria­mente. La prueba es que, en 1871, cuando los ejércitos son licen­ciados, los tribunales pueden ejercer sus funciones con más re­gularidad, pero sin que el estado moral del país se haya modifi­cado, se constata un alza considerable. De 339 en 1869, de 307

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en 1870, los homicidios pasan a 447, es decir, un aumento del 45%. Desde 1851, año excepcional, como veremos, no habían lle­gado tan alto.

Las crisis políticas tienen la misma influencia. En 1876, tuvie­ron lugar en Francia las elecciones para el Senado y la Cámara de Diputados; los homicidios pasan de 409 a 422; pero en 1877 la agitación política se vuelve más intensa, es la época del 16 de mayo, y se produce un crecimiento formidable de los asesinatos. La cifra se eleva de golpe a 503, cifra que no se daba desde 1839. Durante los años de efervescencia que van de 1849 al momento de la consolidación del Segundo Imperio, se da el mismo fenó­meno. En 1848, contamos 432 homicidios, 496 en 1849, 485 en 1850, 496 en 1851, luego en 1852 comienza el descenso, aunque las cifras siguen siendo altas hasta 1854. Durante los primeros años del reinado de Luis Felipe, las luchas entre los partidos políticos fueron violentas. También el ascenso de la curva es continuo, de 462 en 1831 a 486 en 1832. El máximo del siglo fue alcanzado en 1839 (569).

Sabemos que el protestantismo es una religión mucho más individualista que el catolicismo. Cada fiel elabora sus creencias más libremente, tomando más elementos de sí mismo o de su re­flexión personal. De allí resulta que los sentimientos colectivos comunes a todos los miembros de la Iglesia protestante son me-nos numerosos y menos fuertes o, al menos, que toman nece­sariamente por objeto al individuo. Ahora bien, la tendencia al homicidio es incomparablemente más fuerte en los países cató­licos que en los países protestantes. Los países católicos de Europa proveen una media de 32 homicidios cada mil habitantes, los países protestantes 4. Los tres países que, desde este pun-to de vista, están a la cabeza de Europa no son sólo católicos, sino profundamente católicos: Italia, España y Hungría.

En definitiva, el terreno favorable al desarrollo del homicidio es un estado pasional de la conciencia pública que repercute sobre las conciencias particulares. Es un crimen hecho de irre­flexión, de temor espontáneo, de impulsividad. Todas las pasio­nes llevan a la violencia y la violencia lleva al homicidio, más cuando aquellas están orientadas hacia fines supraindividuales. Por consiguiente, la tasa de homicidio testimonia que nuestra inmoralidad se vuelve menos pasiva, más reflexiva, más calcula­da. Nuestra inmoralidad se caracteriza más por la astucia que por la violencia. Los rasgos de nuestra inmoralidad son también los de nuestra moralidad. También ella se vuelve cada vez más fría,

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reflexiva, racional, la sensibilidad desempeña un papel cada vez más restringido, y es esto lo que Kant expresaba cuando colo­caba a la pasión fuera de la moral. Sólo un acto de razón puede ser calificado como un acto moral. Nada hay de sorprendente en esta simetría que observamos entre los caracteres de la moral y los de la inmoralidad. Sabemos que son hechos de la misma na­turaleza y se esclarecen mutuamente. La inmoralidad no es el contrario de la moralidad, así como la enfermedad no es el con­trario de la salud; unas y otras no son más que formas diferen­tes de un mismo estado, las dos formas de la vida moral, las dos formas de la vida física.

Todo lo que eleva el nivel pasional de la vida pública, eleva la tasa de homicidios. Las fiestas tienen naturalmente por efec­to la intensificación de la vida colectiva, la sobreexcitación de los sentimientos. Ahora bien, sobre 40 homicidios observados por Marro, 19 habían sido cometidos en días festivos, 14 en días or­dinarios, 7 eran inciertos. El número de casos es muy restringi­do. Pero la preponderancia de los días festivos es tan marcada que no puede ser accidental. No hay más que sesenta días de fiesta en todo el año. Deberían proveer 6 veces menos casos que los otros días de la semana. Para que, sobre estos homicidios tomados al azar, el contingente de días feriados sea sensiblemen­te superior al resto, es necesario que su generalidad sea muy considerable. La distribución de los homicidios da lugar a un señalamiento análogo. Nos sorprendemos al ver al homicidio vinculado con cierto estado de actividad, aun cuando un nivel tan elevado de actividad pueda parecer normal. Pero esto resul­ta justamente del hecho de que el crimen no está fuera de las condiciones normales de la vida. Dado que un cierto grado de actividad pasional es siempre necesario, siempre hay crímenes. Lo esencial es que la tasa corresponda al estado en que se ha­lla la sociedad. Una sociedad sin homicidios no es más pura que una sociedad sin pasiones1.

1 . Este capítulo, cuyo sentido se encuentra completo sin ellas, termina con cuatro líneas de palabras escritas de manera abreviada que resul­tan ilegibles.

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Undécima Lección

La regla prohibitiva de los atentados contra la propiedad

Pasamos ahora a la segunda regla de la moral humana; la que protege no ya la vida, sino la propiedad de la persona humana, cualquiera sea el grupo social al que pertenece, contra los aten­tados ilegítimos. La primera cuestión que vamos a plantearnos es la de saber cuáles son las causas que han determinado el establecimiento de esta regla. ¿Cuál es el origen del respeto que inspira la propiedad del otro, respeto que la ley consagra a tra­vés de sanciones penales? ¿Por qué las cosas están unidas tan estrechamente a la persona como para llegar a participar de su inviolabilidad? Tratar con un método adecuado esta cuestión, que no es otra que la de la génesis del derecho de propiedad, exigiría largas investigaciones. Pero podemos al menos fijar al­gunos puntos importantes.

Comencemos por examinar las soluciones más usuales. El problema es saber en qué consiste el lazo que une a la persona con objetos que le son exteriores y que, naturalmente, no forman parte de ella misma. De dónde deriva que el hombre pueda dis­poner de ciertas cosas como dispone de su cuerpo, es decir, de manera exclusiva, dado que es la legitimidad de esta exclusivi­dad la que constituye el carácter ilegítimo de las invasiones del otro. La solución más radical y simple sería aquella que sostie­ne que este lazo es analítico, es decir, que hay en la naturaleza del hombre algún elemento, alguna particularidad constitucional que implica lógicamente la atribución, la apropiación de ciertos objetos. La propiedad podría ser deducida de la noción misma de la actividad humana. Bastaría con analizar ésta última para

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descubrir por qué el hombre es y debe ser propietario. Muchos teóricos han creído que la idea de trabajo cumplía con esta con­dición. En efecto, el trabajo es el trabajo del hombre; es una ma­nifestación de las facultades del individuo, no es más que la per­sona en acción. Tiene derecho a los mismos sentimientos que inspira la persona. Pero, por otro lado, por naturaleza, tiende a exteriorizarse, a proyectarse hacia fuera, a encarnarse en objetos exteriores que extraen todo su valor de ese trabajo. He aquí un conjunto de cosas que no son más que la actividad humana cris­talizada. No hay que preguntarse, entonces, por qué están uni­das al sujeto que las posee, dado que vienen de él, dado que for­man parte de él. Las posee como se posee a sí mismo. No hay aquí dos términos diferentes, heterogéneos, entre los que habría un tercero que es necesario descubrir y que produciría la unión entre ambos; hay una continuidad perfecta del uno a la otra; uno no es más que un aspecto particular de la otra. “La propiedad, dice Stuart Mill, no implica más que el derecho de cada uno so­bre sus talentos personales, sobre lo que puede producir apli­cándolos” (Eco. Pol., I, 256).

El postulado sobre el que se basa esta teoría parece ser de una tal evidencia que podemos encontrarlo en la base de los más diversos sistemas: los socialistas lo invocan tanto como los eco­nomistas. Y, sin embargo, no se trata de una verdad evidente. Tomemos la proposición por sí misma, sin preocuparnos por las conclusiones que deducimos o por la aplicación que hacemos de ella. Se dice que debemos tener la libre disposición de los pro­ductos de nuestro trabajo porque disponemos libremente de los talentos y de las energías implicadas en este trabajo. Pero, ¿po-demos disponer tan libremente de nuestras facultades? Nada es más cuestionable. No nos pertenecemos por completo; nos de­bemos a los otros, a los diversos grupos de los que formamos parte. Les entregamos –y se nos exige que lo hagamos– lo me­jor de nosotros; ¿por qué no se nos exigiría brindar los produc­tos materiales de nuestra actividad? La sociedad toma años de nuestra existencia e incluso llega a demandar nuestra vida. ¿Por qué no habría de reclamarnos estas dependencias exteriores de nuestra persona? El culto de la persona humana no excluye la posibilidad de esta obligación. Porque la persona humana a la que se rinde culto, es la persona humana en general; y si, para realizar este ideal, fuese necesario que el individuo cediera, to­talmente o en parte, las obras en las que ha trabajado, esta con­cesión sería un estricto deber. De esta manera, para que la pro­

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piedad esté justificada, no basta con invocar los derechos que el hombre tiene sobre sí mismo; porque estos derechos no son absolutos, están limitados por el interés del fin moral con el cual el hombre debe colaborar. Sería necesario demostrar que este in­terés exige que el individuo disponga libremente de las cosas que ha producido. Por lo demás, hay muchas circunstancias en que el hombre es privado de esta libre disposición: a saber, cuando no está en condiciones de utilizarla provechosamente, cuando es aún niño, cuando está loco, cuando es declaradamente derro­chador, etc. Esta libre disposición no va de suyo; está subordi­nada a determinadas condiciones.

Vayamos más lejos. Aceptemos este postulado. Para que pueda justificar la propiedad, sería necesario que ella fuese de un modo totalmente distinto al que presenta actualmente. La propiedad no es adquirida exclusivamente a través del trabajo, sino que puede provenir de otras fuentes:

1° del intercambio;2° de donaciones entre vivos o liberalidades testamentarias;3° de la herencia.

El intercambio no es trabajo. Es cierto que si fuera comple­tamente equitativo, el intercambio no produciría enriquecimien­to, dado que los valores intercambiados son supuestamente iguales. Si han sido creados por el trabajo, no hay hada que se agregue a la propiedad de quienes intercambian; todo lo que poseen es el producto del trabajo, sea directa o indirectamente. Pero para que sea así, es necesario que el intercambio haya sido perfectamente equitativo, que las cosas intercambiadas estén en completo equilibrio. Ahora bien, para ello es necesario que se den muchas condiciones que están ausentes en nuestras socie­dades actuales. Es dudoso que alguna vez puedan darse por completo. En todo caso, he aquí la propiedad subordinada a otra condición que el trabajo, a saber, la equidad de los contratos. Esta explicación simple no basta por sí misma. En segundo lu­gar, incluso cuando el régimen de los contratos fuese transfor­mado de modo tal que pudiera satisfacer todas las exigencias de una justicia perfecta, la propiedad podría ser adquirida a través de otros medios que son absolutamente irreductibles al trabajo. En primer lugar, la herencia. El heredero posee bienes que no ha creado y que no debe siquiera a un acto de quien los ha crea­do. En ciertas condiciones, el parentesco confiere la propiedad.

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¿Se dirá que la herencia, cualquiera sea el modo en que esté re­glamentada, es una supervivencia del pasado que debe desapa­recer de nuestros códigos? Quedan aún las donaciones, las li­beralidades testamentarias y otras. Stuart Mill reconoce que la herencia contradice la noción moral de propiedad, pero cree que el derecho de testar o de disponer por medida graciosa está ló­gicamente implicado en ella: “El derecho de propiedad, dice, im­plica el derecho de entregar el producto del propio trabajo a otro individuo y el derecho, para éste, de recibirlo y gozar de él”. Pero si la propiedad no es respetable y normal más que cuando se funda en el trabajo, ¿cómo podría ser legítima cuando se fun-da en la donación? Y si es inmoral que se adquiera por vía de la donación graciosa, la práctica de la donación se halla por ello mismo condenada. Pero, se dice, ¿el derecho de poseer no con­tiene lógicamente el derecho de donar? La proposición no tiene nada de evidente; el derecho de gozar de las cosas que uno posee no ha sido nunca absoluto; está siempre rodeado de restriccio­nes. ¿Por qué no habría de aplicarse una de estas restricciones sobre el derecho de donar? Y, de hecho, el derecho de donar es limitado. No se permite que un individuo disponga de sus bie­nes, fijando por adelantado a quienes serán confiados después de la muerte del donatario actual. El derecho de donación no puede ejercerse más que en beneficio de una generación. No tie-ne nada de intangible. Pero no hay ninguna incoherencia inter-na en que esté aún más estrechamente limitado. Y el mismo Mill reconoce que una limitación es necesaria precisamente porque no es ni moral ni socialmente útil que los hombres se enriquez­can sin hacer nada. Propone determinar la cantidad de lo que cada uno podría recibir como legado: “No veo nada que pueda reprocharse en el hecho de fijar un límite a lo que un individuo puede adquirir gracias al simple favor de sus semejantes sin ha­ber utilizado sus facultades”. Esto es un reconocimiento de que la donación contradice el principio según el cual la propiedad resulta del trabajo.

De esta manera, si se admite el principio, hay que decir que la propiedad, tal como existe actualmente y tal como ha existido desde que hay sociedades, es en gran parte injustificable. Cier­tamente, es infinitamente probable que la propiedad no sea en el futuro lo que ha sido hasta ahora; pero para tener el derecho de decir que tales o cuales de estas formas están condenadas a desaparecer, no es suficiente mostrar que están en contradicción con un principio preestablecido; hay que mostrar de qué modo

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y bajo el imperio de qué causas han podido establecerse, y pro-bar que estas causas han desaparecido y carecen de influencia. No se puede reclamar la supresión de prácticas existentes en nombre de un axioma a priori. ¿Es posible que un contrato pue­da ser perfectamente equitativo, que pueda existir una sociedad en la que toda donación esté prohibida? Hay aquí grandes pro­blemas cuya solución es difícil de predecir. En todo caso, antes de saber en qué debe convertirse la propiedad, es necesario co­nocer cómo ha llegado a ser lo que es, qué causas le han dado la forma que presenta en las sociedades actuales. La teoría del trabajo no da ninguna respuesta a esta pregunta.

Pero vayamos más lejos. En ningún caso el trabajo podrá ser la única causa generadora de la propiedad. Desde siempre se ha remarcado que el trabajo no produce la materia a la que se apli­ca, que supone ciertos instrumentos o, al menos, ciertos agen­tes materiales que no ha producido. Frente a esta objeción se ha respondido que estos agentes materiales no tienen valor por sí mismos; que deben ser elaborados por el hombre. Hay que re­conocer que, según el estado en que se encuentran, estos agen­tes necesitan –para adquirir su valor– ser más o menos elabo­rados, reclaman un trabajo más o menos intenso. Para extraer de la tierra toda la utilidad que puede tener, hace falta poco trabajo si el suelo es fértil, mucho más en el caso contrario. Cantidades muy desiguales de trabajo pueden dar nacimiento a propiedades de igual valor. Es decir que, en uno de los dos casos, el trabajo es reemplazado por otra cosa. Cuando los agentes naturales ca­recen por sí mismos de valor, el trabajo aislado de estos agen­tes es necesariamente estéril. Supone otra cosa que él mismo, un punto sobre el que se aplica, un valor virtual que el trabajo trans-forma en acto. Y este valor virtual existe. Pero la objeción pue­de ser generalizada. Cuando remitimos la propiedad al trabajo, admitimos que el valor de las cosas depende de causas objeti­vas, impersonales, sustraídas de toda apreciación. Ahora bien, no hay nada de esto. El valor depende de la opinión, es una cuestión de opinión. Si construyo una casa en una zona que de golpe se convierte en un lugar buscado, por su atractivo o por otra razón, mi propiedad verá acrecentado su valor. Si, al contra-rio, la población la abandona, podrá perder totalmente su valor. Un capricho de la moda puede hacer que un determinado obje­to –una tela, por ejemplo– y, por consiguiente, los agentes na­turales empleados en la fabricación de esta tela o de este obje­to aumenten de precio. Mi propiedad, lo que poseo, podrá du­

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plicar su importancia, sin que yo haya hecho nada para eso. A la inversa, las máquinas Jacquard, a partir del momento en que fueron descubiertas nuevas máquinas más perfeccionadas, per­dieron todo su valor. Aquel que las poseía se encontró súbita­mente en la misma situación que alguien que no poseía nada, y ello aunque las hubiera hecho construir con el producto de su trabajo personal. De esta manera, algo que no es el trabajo del propietario contribuye a la formación de toda propiedad, aun cuando el objeto poseído haya surgido de sus manos; más allá del aporte proveniente de la materia, entra en consideración un elemento que proviene de la sociedad. Según los gustos o las necesidades sociales se inclinen en un sentido o en otro, nues­tra propiedad crece o decrece entre nuestras manos, aun cuan­do no influyamos para nada sobre estas variaciones. ¿Se dirá que es útil e incluso indispensable que sea así, que estas varia­ciones positivas o negativas son necesarias para que la socie­dad esté bien servida, que es necesario estimular la iniciativa in­dividual, al espíritu de innovación, e imponer una suerte de san­ción al espíritu rutinario y holgazán? Cualquiera sea el modo en que esté organizada la vida económica, el valor de las cosas de­penderá siempre de la opinión pública; y es bueno que sea así. En los valores y, por consiguiente, en la propiedad hay elemen­tos que no provienen del trabajo. A veces, estos elementos re­compensan una previsión útil y, por consiguiente, pueden ser considerados como la expresión de un talento natural. Muchas veces se añaden a las cosas que poseemos, o se sustraen de ellas, por el efecto de una simple coincidencia, de un verdadero azar. Sin que jamás haya podido prever que un gran camino pa­saría al lado de mi propiedad, ella aumenta su valor, es decir, se multiplica por sí misma. A la inversa, una revolución en la maqui­naria puede destruir la propiedad de un industrial.

Es en vano que queramos deducir la cosa de la persona. Son términos heterogéneos. La ley que las une es sintética. Hay una causa exterior que produce la unión.

Kant ya lo había comprendido. Sin duda, dice, si no vemos en la propiedad más que la realidad material, es fácil destruirla analíticamente. Si estoy ligado físicamente al objeto, si lo tengo en mis manos por ejemplo, quien se lo apropia sin mi consenti­miento atenta contra mi libertad interior. “La proposición que tie-ne por objeto la legitimidad de una posesión empírica no sobre­pasa el derecho de una persona en relación consigo misma” (§ VI). ¿Por qué razón puedo declarar mía una cosa en el momento

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en que no la poseo físicamente? En el primer caso, la cosa for­maba una unidad conmigo; ahora, es distinta de mí. No puede estar unida a mí más que por un lazo sintético. ¿Qué es lo que funda este lazo? (cita p. 72).

Por definición, este lazo sólo puede ser intelectual, dado que es independiente de toda situación en el espacio y el tiempo. Dado que la cosa sigue siendo independiente de mi persona cualquiera sea el sitio en que resida, es necesario que esta de­pendencia tenga su origen en algún estado mental que esté por sí mismo, en cierto modo, fuera del espacio. Cuando digo que poseo un campo, aunque esté situado en otro lugar que el que yo ocupo realmente, “no es más que una relación intelectual en­tre el objeto y yo”. Lo que funda esta relación es un acto de mi voluntad. Sólo mi voluntad está liberada de toda condición es­pacial; las legislaciones que ella promulga son válidas y obliga­torias para los hombres con independencia de su situación lo­cal. Determina sus relaciones, independientemente de los luga­res en que están. Porque es universal. Está fuera del mundo sensible y, por consiguiente, las reglas que establece no podrían verse limitadas por ninguna condición sensible. Esta proposición es evidente cuando se admiten los principios del criticismo. Se­gún Kant, si la inteligencia, si el pensamiento está sometido a la ley del tiempo y el espacio, el caso de la voluntad es totalmente distinto. El pensamiento se vincula con los fenómenos, está en el mundo de los fenómenos, y los fenómenos no pueden ser re­presentados en el espíritu fuera de un medio espacial o tempo­ral. Pero la voluntad es la facultad del nóumeno, del ser en sí. Está fuera de estas apariencias fenoménicas a las que, por con­siguiente, su realidad no podría estar subordinada. Si quiero apropiarme un objeto exterior a mí, este acto de mi voluntad vale en cualquier lugar del espacio en que me encuentre, dado que mi voluntad no conoce el espacio. Y como, por otra parte, mi voluntad tiene derecho al respeto siempre que se ejerce legítima­mente, es suficiente que mi voluntad esté legítimamente deter­minada para declarar suyo este objeto para que la apropiación, por sí misma, sea válida de derecho y no sólo de hecho. De esta manera, sería este carácter particular –en virtud del que mi vo­luntad es respetable y sagrada para los demás todas las veces que se la emplea sin violar la regla del derecho– el que podría crear un lazo intelectual entre estas cosas y mi persona. Por lo demás, es importante recalcar que esta explicación puede ser ex­traída de la hipótesis crítica y conservada por otros sistemas.

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Porque, generalmente, todo el mundo reconoce que una decisión de mi voluntad no está sometida a leyes, como sí están los mo­vimientos de mi cuerpo. A través de mi voluntad puedo liberarme del espacio. Puedo querer que una cosa sea mía independiente­mente de toda situación local. Lo esencial en esta doctrina no es la teoría filosófica sobre la relatividad del tiempo y el espacio, sino la idea de que –cuando mi voluntad es afirmada conforme a su derecho– debe ser respetada; es decir, el carácter sagrado de la voluntad, siempre y cuando se adecue a la ley de la con­ducta.

Pero, como vemos, la explicación no es aún completa. Debe mostrarse que puedo querer un objeto como mío sin faltar al principio del derecho, que este uso de mi voluntad es legítimo. Para realizar esta demostración, Kant invoca otro principio.

Precisemos, en primer lugar, el alcance del derecho que me arrogo de este modo. “Cuando declaro (verbalmente o a través de un hecho) que quiero que algo exterior sea mío, declaro que los demás están obligados a abstenerse del objeto sobre el que se fija mi voluntad. Pero esta pretensión supone que, recíproca­mente, uno se reconoce a sí mismo obligado a abstenerse de los objetos poseídos por los demás. No estoy obligado a respetar lo que otros declaran como propio, si los demás no me garanti­zan que han de conducirse hacia mí según el mismo principio” (§ VIII).

Ahora bien, siendo sólo individual, mi voluntad no puede legislar sobre las demás. Esta obligación no puede ser dictada más que por una voluntad colectiva superior a cada voluntad individual tomada por separado. “No puedo, en nombre de mi voluntad individual, obligar a nadie a abstenerse del uso de una cosa, que no está sujeta a ninguna obligación; no puedo hacerlo más que en nombre de la voluntad colectiva de todos los que poseen en común esa cosa”. Es necesario que cada uno esté obligado por todos y la colectividad no puede obligar a sus miembros en lo relativo a una determinada cosa más que si tie-ne derechos sobre esta cosa, es decir, si la posee colectivamen­te. Llegamos, entonces, a la siguiente conclusión: para que los hombres puedan querer apropiarse justificadamente de cosas individuales, es necesario que las cosas sean originalmente po­seídas por una colectividad. Y como la única colectividad natu­ral es la que forma toda la humanidad, como es la única comple­ta, como todas las otras son parciales, el derecho de apropiación previsto implica una comunidad originaria de cosas y deriva de

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ella. Si eliminamos la idea de esta comunidad, el carácter obliga­torio y recíproco que presenta la propiedad individual se vuel­ve ininteligible. ¿En qué medida y en qué sentido esta comuni­dad originaria está fundada lógicamente?

Si la Tierra fuese una superficie infinita, los hombres podrían dispersarse en ella de tal suerte que no formarían ya una comu­nidad; en estas condiciones, no habría posesión común entre ellos. Pero la Tierra es esférica y, por lo tanto, limitada. La uni­dad del hábitat obliga a los hombres a estar en relación; forman un todo y este todo es el propietario natural del hábitat total so­bre el que está establecido, es decir, de la Tierra. “Todos los hombres tienen originariamente la posesión legítima del suelo... Esta posesión es común, a causa de la unidad espacial que pre­senta la superficie esférica de la Tierra” (§ XIII). De esta mane-ra, el único propietario legítimo es originariamente la humanidad. Ahora bien, ¿de qué manera puede la humanidad ejercer este derecho? Hay dos –y sólo dos– maneras diferentes de entender­lo. O bien puede declarar que siendo todo de ella, nada perte­necerá a nadie. Lo que es absurdo; porque si los individuos no ejercen el derecho de propiedad colectiva, es como si no existiera. Esta forma de practicarla llevaría a negarla. O bien puede reco­nocer a cada uno el derecho de apropiarse todo lo que pueda con la reserva de los derechos concurrentes de los demás. Con esta condición, este derecho se convertiría en una realidad, pa­saría de la potencia al acto. De este modo, la comunidad origi­naria del suelo no puede realizarse más que por la apropiación prevista, con la reserva que acabamos de indicar, y he aquí lo que funda nuestro derecho a “querer como nuestro” un objeto exterior.

Pero aún debe determinarse una última condición. No pue­do, en virtud del derecho que tomo de la humanidad, apropiar­me una cosa más que a condición de no usurpar el derecho si­milar que poseen los demás. ¿Cómo puede realizarse esta con­dición? Es necesario, y también suficiente, que mi apropiación sea anterior a la de otro; que tenga la ventaja de la prioridad en el tiempo. “La toma de posesión... está de acuerdo con la ley de la libertad anterior de cada uno si tiene la ventaja de la prioridad en el tiempo, es decir, de ser la primera toma de posesión”. Una vez que mi voluntad ha sido declarada, ninguna otra puede pro­clamarse en sentido contrario; pero inversamente, si ninguna otra voluntad ha sido declarada, la mía puede afirmarse con to­tal libertad. Y como es por la ocupación que se afirma la volun­

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tad de la apropiación, que yo sea el primer ocupante hace que mi apropiación sea legítima. Con esta reserva, mi derecho no tie-ne ningún límite. Puedo extender mi posesión tan lejos como me lo permitan mis facultades. “Se plantea la cuestión de saber hasta dónde se extiende el derecho de tomar posesión de una tierra; yo respondo: tan lejos como la facultad de tenerla en su poder, es decir, tan lejos como pueda defenderla quien quiera apropiár­sela. Es como si dijera: no puedes protegerme, no puedes po­seerme” (p. 95).

Resumamos. El género humano es el propietario ideal de la Tierra. Este derecho de propiedad sólo puede hacerse realidad a través de los individuos. Por un lado, los individuos tienen el derecho de querer apropiarse todo lo que puedan del dominio común, con la reserva de no usurpar los derechos de sus seme­jantes, condición que se cumple por el simple hecho de que el suelo apropiado no esté aún ocupado. Por otro lado, dado que el acto a través del cual se realiza esta apropiación es un acto de voluntad, es independiente de toda relación espacial. Tiene el mismo valor moral en cualquier lugar que se encuentren situa­dos el objeto y el sujeto. De esta manera, se justifica la posesión de una cosa que no poseo actualmente. Sin embargo, hay que agregar que esta justificación no vale sólo de derecho y en tér­minos ideales, sino también de hecho. Esta demostración prue­ba que la humanidad debe querer que los individuos se apropien las cosas de este modo; pero este derecho lógico e ideal entra­ña obligaciones de la misma naturaleza. Autoriza al individuo a resistir toda usurpación ilegítima, pero no pone a su servicio nin­guna fuerza real que haga respetar este derecho: porque la hu­manidad no es un grupo más que idealmente, del mismo modo que es ideal su carácter de propietaria. Para que sea de otro mo­do, es necesario que se formen grupos reales para proteger los derechos de cada uno. En otros términos, sólo hay –para servir­me de las expresiones de Kant– adquisiciones perentorias en el estado civil (ver citas p. 95). Pero esto no significa que el esta­do civil funde el derecho de propiedad, sino que se limita a re­conocerlo y garantizarlo. Este derecho se funda en la naturale­za de las cosas y entonces: 1° en la naturaleza de la voluntad; 2° en la naturaleza de la humanidad y de las relaciones que tie-ne con el globo.

Esta teoría es interesante porque constituye la justificación más sistemática que haya sido intentada del derecho del primer ocupante y ello en nombre de los principios de una moral esen­

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cialmente espiritualista. “El trabajo no es más que un signo de la posesión” (p. 95). En suma, si se la desembaraza del aparato dialéctico, puede llevarse a proposiciones muy sencillas. Es ab­surdo, contrario al carácter de la humanidad, que las cosas no sean apropiadas; toda apropiación es legítima si se hace sobre un territorio apropiado incluso de esta manera; y la voluntad que preside esta apropiación tiene derecho a ser respetada una vez que es declarada, incluso si el sujeto y la cosa no están en con­tacto. Encontramos asociados y combinados aquí, como en toda la moral kantiana, dos principios aparentemente contradictorios: el de la intangibilidad de la voluntad individual y aquel en vir­tud del cuál la voluntad individual es dominada por una ley su­perior a ella. Esta ley superior concilia los dos seres heterogé­neos que hay que unir para constituir la noción de propiedad. Por eso, esta teoría nos parece superior a la teoría del trabajo. Pone de relieve la dificultad del problema, afirma claramente la dualidad de ambos términos y precisa dónde se halla el tercer término que sirve de ligazón, a saber, de qué voluntad colectiva dependen las voluntades particulares. La debilidad de esta teo­ría reside en plantear que la anterioridad de la ocupación es su­ficiente para fundar jurídica y moralmente ésta última; que las voluntades no se niegan mutuamente, no se invaden mutuamen­te, debido a que no se encuentran materialmente en el mismo objeto. Es contrario al principio del sistema contentarse con este acuerdo exterior y físico. Las voluntades son todo lo que pue­den ser, independientes de las manifestaciones espaciales. Si me apropio de un objeto que no ha sido apropiado todavía de he-cho, pero que es querido por otros, y esta voluntad ha sido ex­presada, niego moralmente a ésta tanto como si hubiese una usurpación material.

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Duodécima Lección

El derecho de propiedad (continuación)

La teoría de Kant puede resumirse de este modo. El globo es la propiedad del género humano. Ahora bien, una propiedad que no es apropiada no es una propiedad. Entonces, sería absurdo y contradictorio que el género humano prohiba la apropiación del suelo. Sería negar su derecho. Pero esta apropiación sólo puede ser hecha por los hombres, sea individualmente o en pe­queños grupos. El derecho que la humanidad tiene sobre la Tie­rra implica el derecho de los particulares a ocupar porciones restringidas de la superficie de la Tierra. Por otro lado, como la voluntad –cuando sus decisiones son legítimas– tiene derecho a ser respetada, toda primera ocupación es respetable y la con­ciencia del género humano debe reconocer su legitimidad. Por­que mi voluntad, actuando de este modo, no hace más que usar su derecho sin atentar contra ningún otro, dado que, hipoté­ticamente, ninguna otra voluntad particular se habría apodera­do aún del mismo objeto. El derecho que obtengo de la huma­nidad, es decir, de mi calidad de hombre, no puede ser limitado más que por el derecho similar de los otros hombres. Si los otros hombres no han afirmado su derecho sobre las cosas de las que me apropio, mi derecho sobre ellas es absoluto. De donde se sigue que tengo el derecho de apropiarme todo lo que me pue­do apropiar entre las cosas que no han sido anteriormente ob­jeto de una apropiación. En estos límites, mi derecho va tan le­jos como mi poder. Y como los decretos de mi voluntad toman su valor de mi voluntad misma, que está fuera del espacio, el acto por el cual me declaro propietario de una cosa me convierte en su propietario, aun cuando no la posea materialmente.

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Lo interesante de esta doctrina es que encontramos allí una teoría moral del derecho del primer ocupante. Kant no retroce­de ante esta consecuencia de su sistema. No teme reivindicar como suya la fórmula conocida: tanto mejor para quien posee, Beati possidentes. Intenta fundar en el derecho este privilegio, que se ha presentado generalmente como una necesidad social, o como una convención y una ficción: “Esta prerrogativa del derecho, que resulta del hecho de la posesión empírica según la fórmula Beati possidentes, no viene de que el poseedor, a quien se presume un hombre honesto, no está obligado a probar que su posesión es legítima, sino de que cada uno tiene la facultad de tener como propio un objeto exterior a su voluntad”. Se pone de relieve aquí un elemento de la idea de propiedad, completa­mente diferente del trabajo, y por eso es importante conocer esta teoría que, por sí misma, pone de manifiesto el carácter unilate­ral de la precedente. En una ocupación que no es contraria a un derecho preexistente, hay un acto que confiere ciertos derechos. Desde siempre, la humanidad ha acordado prerrogativas de de­recho a la primera posesión. La declaración de voluntad a través de la cual afirmamos nuestra intención de apropiarnos de un ob­jeto que nadie posee actualmente, no carece de valor moral y tie-ne derecho a algún respeto.

Pero, por otro lado, la imposibilidad de remitir toda la pro­piedad a este único elemento se manifiesta particularmente en un sistema que intenta fundar las prerrogativas del primer ocu­pante sobre un principio moral, y no solamente sobre conside­raciones utilitarias. Kant se ve obligado a contradecir su pro­pio razonamiento. Si las voluntades son todo lo que pueden ser independientemente de sus manifestaciones espaciales, pueden entrar en conflicto sin hallarse materialmente enfrentadas. Pue­den negarse, contradecirse, rechazarse mutuamente aun cuan­do los cuerpos que mueven no coincidan en un punto determi­nado del espacio. Si me apropio de un objeto que aún no ha sido apropiado de hecho por ningún otro, pero que ese otro quiere sin que esta voluntad haya sido expresada físicamente, ¿no hay usurpación de uno sobre el otro? Ahora bien, no hay objetos que no sean susceptibles de ser queridos por otros que aquel que adquiere efectivamente su posesión. Obstáculos materia-les o una imposibilidad física pueden haber impedido que el otro agente se pronunciara a tiempo y tomara la delantera. Es imposible acordar un valor moral a encuentros fortuitos o a una superioridad puramente física. El lugar considerable que se le

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otorga a la fuerza material en un sistema espiritualista es una especie de escándalo lógico. El círculo de las cosas que puedo legítimamente apropiarme está determinado exclusivamente por la extensión de mi poder. “Nadie puede dedicarse –en el radio del alcance del cañón– a la pesca o a la recolección de ámbar amarillo en la costa de un país que pertenece a un Estado” (§ XV). He aquí la legitimidad de la apropiación realizada al ampa­ro de los cañones. Inventemos cañones con más alcance y el dominio legítimo, jurídico del Estado se extenderá ipso facto.

Precisamente porque el acto de querer es un acto mental, el equilibrio de las voluntades individuales debe ser también mental, es decir, moral. No se halla justificado por el mero hecho de que los movimientos materiales a través de los cuales estas volun­tades se expresan son geográficamente exteriores los unos res­pecto a los otros, no coinciden en un mismo punto del espacio. Es necesario que no se nieguen y no se excluyan moralmente. Para que nuestra conciencia moral actual considere legítima la ocupación, es necesario que esté sometida a otras condiciones que esta simple anterioridad en el tiempo. No reconocemos al individuo el derecho de ocupar todo lo que puede ocupar físi­camente. Rousseau reconocía esto. También remitía el derecho de propiedad al derecho de primera ocupación consagrada y san­cionada por la sociedad. Pero los derechos del ocupante esta­ban limitados por sus necesidades normales. “Todo hombre, de­cía, tiene naturalmente derecho a lo que necesita” (El contrato social, I, 9). Se usurpa el derecho de otro por el mero hecho de apropiarse más cosas que las necesarias, incluso cuando estas cosas no hubieran sido apropiadas todavía. “En general, dice, para autorizar el derecho de primer ocupante sobre un terreno cualquiera, son necesarias las siguientes condiciones: en primer lugar, que este terreno no esté habitado por nadie; en segundo lugar, que se ocupe sólo la cantidad necesaria para subsistir” (I, 9). Rousseau agrega también, es cierto, que el trabajo y la cul­tura son necesarias para que haya una verdadera toma de pose­sión. Pero no es que el trabajo le parezca implicar analíticamen­te el derecho de poseer, como sucedía en la teoría que hemos discutido en primer lugar. El trabajo es el único signo auténtico de la ocupación. No es más que un símbolo, un título jurídico. En este punto, por consiguiente, no se separa más que secun­dariamente de la teoría de Kant.

Una divergencia más importante reside en que subordina la extensión de la ocupación legítima a la extensión de las necesi­

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dades normales. Si el derecho del primer ocupante era demasia­do ilimitado en la teoría de Kant, es aquí demasiado restringido. Tal vez pueda decirse que el hombre tiene el derecho de poseer al menos lo que le es necesario para vivir, pero no que no tiene el derecho de poseer más. Rousseau estaba dominado por la idea de que hay un equilibrio natural cuyas condiciones están en fun­ción de la naturaleza del hombre, por un lado, de la naturaleza de las cosas, por el otro, y que toda modificación de este equilibrio hace decaer al hombre de su estado normal y lo precipita en el infortunio. De allí la concepción de una sociedad en la que to-das las condiciones serían sensiblemente iguales, es decir, igual­mente mediocres, y en la que cada uno no poseería mucho más que lo indispensable para vivir. Pero hoy esta concepción tiene sólo un interés histórico. Este equilibrio es una hipótesis que carece de realidad. La vida social introduce un gran cambio que consiste en sustituir al equilibrio fijo e invariable que se obser­va entre los animales, por un equilibrio móvil que varía incesan­temente. Sustituye las necesidades llamadas naturales por otras necesidades que no es indispensable satisfacer para conservar la vida física y cuya satisfacción no es, sin embargo, menos le­gítima.

Esta discusión ha tenido la ventaja de revelarnos la comple­jidad del fenómeno. Elementos diferentes convergen en él. Inten­taremos analizarlos, pero para eso debemos definir la cosa de la que hablamos. ¿Qué debe entenderse por derecho de propiedad? ¿En qué consiste? ¿Por qué signos se reconoce? Se verá que la solución de este problema inicial facilitará la investigación de las causas.

La definición que buscamos debe expresar el derecho de pro­piedad de un modo general, es decir, haciendo abstracción de las modalidades particulares que ha podido presentar en las diferen­tes épocas y en los diferentes países. Debemos, en primer lugar, tratar de aprehender lo que tiene de esencial, es decir, lo que hay de común en las diversas maneras en que ha sido concebida.

La idea de propiedad nos remite, en primer lugar, a la idea de una cosa. Hay una estrecha conexión entre ambas nociones; se poseen cosas y todas las cosas pueden ser poseídas. Es cierto que, en el estado actual de nuestras ideas, nos repugna que el derecho de propiedad pueda ejercerse sobre otros objetos. Tam­bién los animales deben ser considerados cosas y, en efecto, son poseídos tanto como las cosas inanimadas. Pero esta restricción es relativamente reciente. Cuando había esclavos, los esclavos

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eran el objeto de un derecho real indiscernible del derecho de propiedad. El esclavo era de su dueño, tanto como lo era su cam­po o sus animales. Lo mismo sucedía, en ciertos aspectos, al menos en Roma, con el hijo de la familia. Salvo en lo relativo a sus relaciones públicas, era considerado como un objeto de pro­piedad. Antiguamente, podía ser reivindicado; ahora bien, la rei vindicatio no se aplicaba más que a las cosas que comportan un derecho de propiedad quiritaria, es decir, a las cosas corporales in commercio. En la época clásica, el padre todavía podía trans­ferir la propiedad que tenía sobre su hijo y hasta la época de Justiniano podía hacerlo objeto de un furtum. Ambos procedi­mientos suponen necesariamente una cosa sometida al derecho de propiedad.

A la inversa, hay cosas que no son objeto de ningún dere­cho de propiedad. Tal es el caso de las cosas sagradas, de aque­llas que los romanos llamaban res sacrae et religiosae. Las co­sas sagradas, en efecto, estaban fuera del comercio, eran abso­lutamente inalienables y no podían ser objeto de ningún derecho real o de obligación alguna. Nadie las poseía. Es verdad que puede decirse –y se decía– que eran la propiedad de los dioses. De esta fórmula se sigue que no constituían una propiedad hu-mana; ahora bien, aquí nos ocupamos del derecho de propiedad ejercido por los hombres. En realidad, esta atribución de las co­sas sagradas a los dioses no era más que un modo de expresar que no eran y no podían ser apropiadas por ningún hombre. Es­tas cosas no son las únicas que presentan esta característica. Está también lo que en Roma se llamaba las res communes, es decir, aquellas que no pertenecen a nadie porque pertenecen a todos, que escapan por su naturaleza a toda apropiación parti­cular: el aire, el agua corriente, el mar. Cada uno puede usarlas, pero no pueden ser propiedad ni de un individuo, ni de un gru­po. También existen aquellos objetos que hoy llamamos bienes de dominio público, los caminos, las rutas, las calles, las vías navegables, las costas del mar. Estos bienes son administrados por el Estado, pero no son propiedad del Estado. Todo el mun­do los utiliza libremente, incluso los extranjeros. El Estado que los administra no tiene el derecho de alienarlos; tiene deberes que cumplir, pero no tiene derecho de propiedad sobre ellos.

De estos hechos resulta que el círculo de los objetos suscep­tibles de ser apropiados no está necesariamente determinado por su constitución natural, sino por el derecho de cada pueblo. La opinión de cada sociedad hace que tales objetos sean conside­

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rados como susceptibles de apropiación, tales otros no. No son sus caracteres objetivos, que las ciencias naturales pueden de­terminar, sino la manera en que son representados en el espíritu público. Una cosa que ayer no podía ser apropiada, lo es hoy y viceversa. De donde se sigue que la naturaleza del ser apropia­do no puede entrar en nuestra definición. No podemos decir si­quiera que deba consistir en una cosa corporal, accesible a los sentidos. No hay razón que impida que cosas incorporales pue­dan ser apropiadas. A priori, no puede imponerse ningún límite al poder que tiene la colectividad para conferir o retirar a una cosa los caracteres necesarios para volver jurídicamente posible la apropiación. Si en lo que sigue me sirvo de la palabra cosa, es en un sentido absolutamente indeterminado y sin que quiera probar la naturaleza particular de la cosa.

Lo mismo puede decirse del sujeto que posee. Un hombre o algunos hombres son, generalmente, los que poseen. Pero, en primer lugar, puede ser un grupo o tal vez un ser de razón como el Estado, la comuna, la familia, cuando la propiedad es colecti­va. Luego, no basta con ser hombre para poder ser propietario. Durante mucho tiempo, sólo los miembros de cada sociedad po­dían ejercer este derecho. El círculo de personas que son aptas para poseer está determinado por la legislación de cada país, al igual que las cosas susceptibles de ser poseídas. Por consi­guiente, nuestra definición sólo puede expresar la naturaleza de la relación que une a la cosa apropiada con el sujeto que la apro­pia, haciendo abstracción de los caracteres constitutivos de la una y el otro.

¿En qué consiste esta relación? ¿Qué tiene de característico? A primera vista, puede parecer que el método más natural

sería buscar esta característica en la naturaleza de los poderes de los que dispone el sujeto que posee en relación con la cosa poseída.

Desde hace tiempo, el análisis jurídico ha reducido estos po­deres a tres: el jus utendi, el jus fruendi y el jus abutendi. El pri­mero es el derecho de servirse de la cosa tal como ella es, habi­tar una casa, montar un caballo, pasearse por un bosque, etc. El jus fruendi es el derecho a los productos de la cosa, productos de los árboles, del suelo, intereses de una suma de dinero que se posee, alquiler de una casa, etc. Como vemos, entre el jus utendi y el jus fruendi sólo hay una diferencia de matiz; uno y otro consisten en el poder de utilizar la cosa sin desnaturalizar­la materialmente o jurídicamente, es decir, sin modificar su cons­

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titución física ni su condición legal. Este último poder está im­plicado en el jus abutendi. Se entiende por tal la facultad de trans­formar la cosa, incluso destruirla, sea a través del consumo, sea de otro modo, o bien alienarla, cambiar su situación jurídica.

La enumeración de estos diferentes poderes, ¿es verdadera­mente distintiva del derecho de propiedad?

En primer lugar, el poder de utilizar la cosa y sus productos es tan poco característico de este derecho que puede ejercerse sobre cosas que no son susceptibles de apropiación. Me sirvo del aire, del agua, de todas las cosas comunes y, sin embargo, no las poseo. Asimismo, utilizo las rutas, las calles, los ríos, etc. sin ser su propietario. Puedo recoger los frutos del árbol que cuelgan por encima de los caminos y que reposan en los bos­ques públicos aunque no sean de mi propiedad. En otros térmi­nos, el derecho de usar una cosa o sus frutos implica solamen­te que la cosa considerada no ha sido apropiada previamente por otro, pero no supone que yo me la apropie. Pero, además, ¿de qué derecho de usar se trata? ¿Es un derecho ilimitado? ¿Se quie­re decir que el propietario puede servirse de la cosa a su anto­jo, sin que se le imponga ningún limite? No hay país en el que no se haya reconocido y consagrado un límite a través de la ley. El derecho de usar es siempre definido y limitado. El propietario está obligado a respetar reglamentos que imperan sobre las co­sas y las recolecciones. Antaño, estaba absolutamente prohibido levantar la cosecha o hacer la vendimia antes del día previsto y la manera en que debía procederse estaba igualmente prescrita. El derecho de utilizar el propio bien y sus frutos es extrema­damente restringido y, sin embargo, es el derecho del que goza el propietario1. Lo mismo sucede con la mujer casada propieta­ria de su dote, con respecto a ésta y a sus frutos.

Señalamientos análogos pueden hacerse a propósito del jus abutendi, es decir, del derecho de disponer por… o de otro mo­do… Puede ser ejercido por otros además del propietario. Todo poder de administración implica un poder de disposición. El consejo familiar y el consejo judicial alienan o transforman los bienes del menor o del incapacitado. No son propietarios. Lo mismo sucede con los poderes del marido en relación con los bienes de su mujer2. Muy a menudo, el derecho de propiedad no

1 . Restitución conjetural. 2 . Interpretación probable.

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implica en modo alguno el derecho de alienar. Durante siglos, el patrimonio familiar ha sido inalienable: hasta que fue reconoci­do el derecho de testar, los derechos que el padre tenía para alienar sus bienes eran restringidos; no podía disponer libremen­te por vía del testamento. Incluso ahora sus derechos están li­mitados en la mayoría de los países. Las donaciones que haya podido hacer son incluso revocadas en muchos derechos si apa­recen hijos legítimos. Los inmuebles entregados en carácter de dote no pueden ser ni alienados, ni hipotecados ni por el mari-do ni por la mujer, aunque ésta sea su propietaria, salvo en cier­tos casos determinados por la ley; y esta inalienabilidad bene­ficia a la mujer, en tanto permite revocar ciertos actos una vez que el matrimonio ha sido disuelto3. Los derechos del tutor designa­do por el consejo judicial son igualmente limitados en este punto. Aquí se pone de manifiesto la limitación estrecha de todos los derechos acordados al propietario sobre las cosas. Lo que mues­tra que no son dejadas al arbitrio de éste último, es que no las conserva integralmente más que si las usa de cierta manera. El pródigo –es decir, quien usa su fortuna de manera desconside­rada, la derrocha y la compromete– puede ver cómo se le retirala administración e incluso el goce de su propiedad. Ésta es la mejor prueba de que ella no tiene nada de absoluto.

De este modo, el poder de usar y gozar vuelve a encontrar­se en casos en que no hay derecho de propiedad. El poder de disponer puede existir sin que el derecho de propiedad se des­vanezca por ello y puede ser ejercido por otros además del pro­pietario. No es el inventario de estos derechos lo que caracteri­za al derecho de propiedad. Éstos pueden faltar, aquéllos pue­den hallarse en otro lado, y ambos pueden variar sensiblemente sin que el derecho de propiedad varíe en la misma medida. Todo lo que puede decirse es que, allí donde este derecho existe, hay un sujeto que está en condiciones de ejercer legalmente ciertos poderes sobre el objeto poseído, pero sin que pueda decirse con precisión en qué consisten estos poderes. Es necesario que exis­tan, pero sin que pueda indicarse cuáles son. Encontramos aquí el derecho de alienar, allí está ausente; aquí hallamos el derecho de desnaturalizar, en otro lado falta. Aquí está muy desarrollado, allí menos, etc. Ahora bien, en estos términos, no podrían ser­vir para caracterizar el derecho de propiedad. Porque hay cosas sobre las que tenemos poderes y que, sin embargo, no posee­

3 . Restitución del sentido, no del texto.

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mos. La hipoteca nos otorga derechos sobre el inmueble hipo­tecado, pero no somos sus propietarios; todo derecho de admi­nistrar implica una cierta acción ejercida sobre las cosas y, sin embargo, administrar no es poseer.

No es la determinación positiva de los poderes que implica la propiedad lo que podría definir a esta última. Son demasiado precisos, demasiado especiales, o demasiado generales. O no son particulares más que en ciertos modos de propiedad, en cier­tas circunstancias, o existen fuera de todo tipo de propiedad. Pero he aquí un rasgo que es característico. Podemos usar legí­timamente cosas que no poseemos, pero cuando hay propiedad, sólo el propietario puede usarlas, sea un ser real o de razón, un individuo o una colectividad. Los poderes de uso pueden ser extensos o restringidos, pero él es el único que puede ejercer­los. Una cosa sobre la que ejerzo un derecho de propiedad es una cosa de la que sólo yo me sirvo. Es una cosa retirada del uso común para el uso de un objeto determinado. Puede que no la goce con total libertad, pero ningún otro puede gozar de ella. Se me puede imponer un consejo judicial que vigilará y regulará la manera en que debo servirme de ella, pero no se me puede re­emplazar por otra persona para que la utilice en mi lugar. O bien, si somos diez quienes nos servimos de ella, entonces somos diez los propietarios. Se objetará la existencia del usufructo. En efec­to, el usufructuario goza de la cosa, pero no es su propietario. Pero, ¿qué es lo que hace que el propietario de la cosa sea el pro­pietario, sino que está llamado a gozar de ella algún día? Retire-mos este derecho de gozo eventual y no quedará nada. Se dice que posee el bien; es decir, que posee la capacidad de servirse del bien a partir de un cierto momento. Vender el bien es vender esta capacidad que está aún latente mientras que el usufructo se ejerce, pero que debe entrar en acto algún día. Hay allí dos pro­pietarios: uno que goza de ella en el presente, otro que gozará de ella más tarde, con la diferencia de que los derechos del pri­mero deben ejercerse de un modo que no afecte ulteriormente los derechos del segundo. Por eso no puede desnaturalizar el bien que es la condición de existencia del derecho. Se dice corrien­temente que el derecho de usufructo resulta de un desmembra­miento del derecho de propiedad; tal vez sería más exacto decir que es el producto de una división temporal de este derecho.

Pero no hay que perder de vista que por sí mismo el uso no caracteriza a la propiedad; es el uso exclusivo; es la prohibición del uso del objeto por todos los demás sujetos. El derecho de

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propiedad consiste esencialmente en el derecho de retirar una cosa del uso común. Que el propietario la utilice o no es algo secundario. Pero está habilitado jurídicamente a impedir que otro la use, y casi que la toque. El derecho de propiedad se define mucho más por su negatividad que por un contenido positivo, por las exclusividades que implica que por las atribuciones que confiere.

Sin embargo, debe hacerse una reserva al respecto. Hay una individualidad que, al menos en determinadas condiciones, pue­de usar las cosas apropiadas por los particulares: es la individua­lidad colectiva representada por el Estado. El Estado puede, por vía de requisición, obligar al individuo a que ponga la cosa a su disposición; puede incluso obligarle a deshacerse de ella por vía de la expropiación para una causa de utilidad pública y los ór­ganos secundarios del Estado, las comunas, gozan del mismo derecho. Es sólo con respecto a los particulares o grupos priva­dos que se ejerce este derecho de exclusión del que hemos he-cho la característica del derecho de propiedad. Diremos, en de­finitiva: el derecho de propiedad es el derecho a excluir del uso de una cosa determinada que tiene un sujeto determinado en re­lación con los otros sujetos individuales o colectivos, con la sola excepción del Estado y los órganos secundarios del Estado, cuyo derecho a utilizarla no puede ejercerse sino en circunstan­cias especiales, previstas por la ley.

Ahora bien, esta definición nos indica en qué sentido debe­mos orientar nuestra búsqueda para descubrir cómo se ha cons­tituido el derecho de propiedad.

De allí resulta, en efecto, que la cosa apropiada es una cosa separada del dominio común. Ahora bien, esta característica es también la de todas las cosas religiosas o sagradas. Allí donde hay religiones, los seres sagrados se distinguen por estar reti­rados de la circulación común, por estar separados. El vulgo no puede gozar de ellos. No puede siquiera tocarlos. Sólo pueden utilizarlos quienes tienen una suerte de parentesco con estas cosas, es decir, quienes son sagrados como ellas; los sacerdo­tes, los ancianos, los magistrados cuando tienen una naturale­za religiosa. Estas prohibiciones constituyen la base de la insti­tución del tabú, tan extendida en Polinesia. El tabú consiste en apartar un objeto en tanto que consagrado, es decir, en tanto que perteneciente al dominio divino. En virtud de esta separación, está prohibido –bajo pena de sacrilegio– apropiarse el objeto tabú o incluso tocarlo. Sólo pueden hacerlo quienes son ellos

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mismos tabú o están al mismo nivel que el objeto en cuestión. De allí resulta que hay cosas que son tabú, prohibidas para al­gunos, y de las que otros pueden servirse libremente. El domi­nio habitado por un sacerdote o por un jefe era tabú para el vul­go, no podía ser utilizado por la gente común, pero esta separa­ción constituía la plena propiedad del titular. Ahora bien, aunque la institución del tabú está particularmente desarrollada en Po­linesia, aunque se observa allí mejor que en otras partes, cuen­ta, en realidad, con una extrema generalidad. Entre el tabú de los polinesios y el sacer de los romanos, sólo hay diferencias de grado. Se ve cuán estrechos vínculos hay entre esta noción y la de propiedad. Al igual que alrededor de la cosa sagrada, alre­dedor de la cosa apropiada se constituye un vacío; en cierto modo, todos los individuos deben mantenerse apartados, a ex­cepción de aquel o aquellos que tienen la cualidad necesaria para tocarla y servirse de ella. En ambos casos hay objetos cuyo uso está prohibido salvo para aquellos que cumplen con una cierta condición; y dado que en un caso las condiciones son religio­sas, es infinitamente probable que en el otro sean de la misma naturaleza. Por consiguiente, tenemos derecho a suponer que el origen de la propiedad debe hallarse en la naturaleza de ciertas creencias religiosas. Si los efectos son idénticos, deben ser atri­buidos –con toda probabilidad– a causas de la misma especie.

Por lo demás, en ciertos casos podemos observar directamen­te la filiación entre la noción de tabú –o de lo sagrado– y la no­ción de propiedad. La primera engendra a la segunda. En Tahiti, los reyes, los príncipes, los ancianos, son seres sagrados. Ahora bien, el carácter sagrado es esencialmente contagioso; se comu­nica a quien toca el objeto que está investido de sacralidad. Un jefe no puede entrar en contacto con una cosa sin que ella se convierta por eso mismo en tabú, en el mismo grado y de la mis-ma manera que él. Ahora bien, de allí resulta que, ipso facto, ella se convierte en su propiedad. También en Tahiti, estos persona­jes son transportados sobre hombros humanos porque, si toca­ran el suelo con sus pies, lo convertirían en tabú, apropiándose de él. El parentesco entre las ideas es tal que muy a menudo son empleadas indistintamente. Declarar una cosa como tabú o apro­piársela son sinónimos. Al descubrirse una mina de diamantes cerca de Honolulu, la reina la declaró tabú para reservarse su propiedad. Al cederse un terreno a un extranjero, se lo declara­ba tabú para sustraerlo de las empresas de los indígenas. Duran­te el monzón o la pesca, se declaraba tabú al río o al campo con

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el fin de proteger sus productos. Se procedía del mismo modo con los bosques, mientras se cazaba. “Los simples particulares podían proteger su propiedad por este medio. Le comunicaban o le hacían comunicar un carácter sagrado” (Wurtz, VI, 244). El tabú termina convirtiéndose en un título. De donde se siguen las relaciones entre esta definición y la definición de la propiedad4.

4 . El final de la frase es ilegible; sentido restituido por falta del texto.

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Decimotercera Lección

El derecho de propiedad (continuación)

Hemos visto que el derecho de propiedad no podía definirse por la extensión de los derechos atribuidos al propietario. Estos de­rechos son de dos tipos. En primer lugar, están los derechos de disponer sea por vía de alienación, sea por vía de desnatura­lización, que parecen más particularmente característicos del de­recho de propiedad. Ahora bien, pueden estar totalmente ausen­tes sin que el derecho de propiedad desaparezca. El menor, el incapacitado, el hombre sometido a un consejo judicial no pue­den disponer por sí mismos de sus bienes y, sin embargo, si­guen siendo propietarios. Al contrario, el consejo familiar tiene este poder de disponer al menos hasta cierto punto, sin que por ello tenga derecho de propiedad sobre la cosa. Queda el poder de usar que, con ciertos límites, se encuentra allí donde existe derecho de propiedad. El menor no usa sus bienes o los frutos de sus bienes como le place, pero los usa, dado que gracias a estos frutos puede ser criado. Sólo hay una diferencia de grado entre el menor y el adulto que disfruta plenamente sus derechos; tampoco éste puede usar sus bienes a voluntad, dado que si se comporta pródigamente puede ser tachado de incapaz. Si el po-der de usar se observa allí donde hay propiedad, no puede sin embargo caracterizarla, porque también puede encontrárselo en otras situaciones. Es claro que cada uno puede usar libremente las cosas que son res nullius, o aquellas que son res communes, que forman parte del dominio público, sin ser por ello su propie­tario.

Pero nos acercamos a lo que hay verdaderamente de espe­cífico en el derecho de propiedad si completamos y determina­

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mos esta idea de uso agregando una de carácter diferencial. Uno de los aspectos que distingue al derecho de uso que correspon­de al propietario de todos los derechos similares, es que exclu­ye a todo derecho concurrente. El propietario usa y sólo él puede usar; o bien, si hay muchos usuarios simultáneos, es que hay muchos propietarios. Todo propietario tiene el derecho de man­tener a todos los demás sujetos alejados de su cosa. Poco im­porta la manera en que la disfruta; lo esencial es que ningún otro puede disfrutarla en su lugar. La cosa es retirada del uso común para su uso personal. He aquí lo que hay, en parte, en el fondo de la idea de apropiación. Sin embargo, no tenemos aún lo que hay de más fundamental en esta noción. El uso exclusivo vuel­ve a encontrarse, en efecto, en un conjunto de casos en los que no hay –hablando propiamente– derechos de propiedad: son aquellos en los que el derecho de uso está establecido de una manera determinada entre un objeto definido y uno o más suje­tos definidos con exclusión de todos los demás. El derecho de usufructo es el paradigma de estos derechos. Lo que muestra que esta primera característica es inherente al derecho de propie­dad, es que el usufructo mismo es un elemento de este derecho; se lo considera generalmente como el producto de un desmem­bramiento del derecho de propiedad. Estamos ahora en el círcu­lo de cosas que es necesario definir; pero aún no estamos en el centro. Hay algo que se nos escapa. Dado que el propietario puede coexistir junto con el usufructuario, el derecho de uso no es lo único que constituye el derecho de propiedad. ¿En qué consiste, entonces, la relación entre el propietario que ha cedi-do en uso una cosa y esa cosa? Es un lazo moral y jurídico que hace que la condición de la cosa dependa de la suerte de la per­sona. Si muere, son sus herederos quienes heredan. En general, hay una especie de comunidad moral entre la cosa y la persona que hace que una participe en la vida social en la condición so­cial de la otra. La persona da su nombre a la cosa o, a la inver-sa, la cosa da su nombre a la persona. La persona ennoblece a la cosa o la cosa trasmite los privilegios unidos a ella a la per­sona. Un mayorazgo transmite a quien lo hereda derechos espe­ciales y un título. Si la herencia familiar fuese abolida, este lazo característico del derecho de propiedad seguiría existiendo; por­que habría otra forma de transmisión hereditaria; por ejemplo, la sociedad podría ser la que recibiera la herencia y, por consiguien­te, la muerte del propietario actual seguiría afectando la condi­ción social de las cosas que posee.

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Éstos son los dos elementos de la cosa apropiada. Ahora bien, hemos visto qué similitudes presentaban con la cosa reli­giosa. La cosa religiosa guarda una estrecha relación de paren­tesco con la persona sagrada; es sagrada como esta persona y en el mismo grado que esta persona. Las cosas que son religio­sas porque están en relación con el jefe de la religión o del Es­tado, presentan una naturaleza religiosa más elevada y de otra especie que la que observamos en aquellas que están en rela­ción con personajes sagrados de menor importancia. El tabú de las cosas es paralelo al tabú de las personas. Todo lo que mo­difica el estado religioso de la persona afecta el estado religio­so de la cosa, y viceversa. Por otra parte, la cosa religiosa está aislada, retirada del uso común, prohibida a todos aquellos que no están calificados para acercarse a ella. Parece que la cosa apropiada no es más que un tipo particular de cosa religiosa.

Entre estas dos clases de cosas hay otra similitud que no es menos característica y muestra su identidad fundamental. No es más que otro aspecto de una de las analogías que acabamos de señalar. El carácter religioso es esencialmente contagioso; se comunica a todo lo que está en contacto con él. A veces, si la religiosidad es intensa basta con un acercamiento superficial y corto para producir este resultado; si es mediocre, es necesaria una relación más prolongada e íntima. Pero, en principio, todo lo que toca a un ser sagrado, persona o cosa, se vuelve sagrado y sagrado de la misma manera que esta persona y esta cosa. La imaginación popular se representa el principio que está en el ser religioso y que constituye su estado religioso como siempre lis-to para esparcirse en todos los medios que se le ofrecen.

En parte, de allí provienen las prohibiciones rituales que se­paran lo sagrado de lo profano; se trata de aislar este principio, de impedir que se pierda, se disipe o se evada. Y por eso decía que este carácter contagioso no es más que otro aspecto del ais­lamiento propio de las cosas religiosas. Por otro lado, como el carácter sagrado hace entrar en el dominio de las cosas sagra­das los objetos con los que se comunica, puede decirse que lo sagrado atrae los objetos profanos con los que está en contac­to. Es inútil explicar aquí de dónde deriva este fenómeno singu­lar, más aún cuando carecemos de una explicación satisfactoria. Pero la realidad de este hecho está fuera de toda duda; para con­vencerse de ello basta con remitirse a los ejemplos de contagio del tabú que hemos dado la última vez.

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Ahora bien, el rasgo que hace que una cosa sea la propie­dad de tal sujeto presenta el mismo carácter contagioso. Tien-de siempre a pasar de los objetos en los que reside a todos aque­llos que entran en contacto con los primeros. La propiedad es contagiosa. La cosa apropiada, como la cosa religiosa, atrae ha-cia sí a todas las cosas que la tocan y se las apropia. La existen­cia de esta singular aptitud está testimoniada por un conjunto de reglas jurídicas que han desconcertado a menudo a los juris­consultos: las que determinan lo que se llama derecho de acce­sión. El principio puede expresarse de este modo: una cosa a la que se agrega (accedit) otra de menor importancia, le comunica su propia condición jurídica. El dominio que abarcaba la prime-ra se extiende ipso facto a la segunda y la comprende. Se con­vierte en objeto del mismo propietario que aquella. De este modo, los productos de la cosa pertenecen al propietario de ésta, incluso cuando hayan sido separados de ella. En virtud de este principio, las crías de los animales pertenecen al propietario de la madre; la misma regla de aplica a los esclavos. Hay un con­tacto inmediato entre la madre y el pequeño, y no entre éste úl­timo y el padre. De la misma manera, todo lo que gana el escla­vo vuelve al fondo del que depende, al amo que es propietario de este fondo. Como hemos visto, el pater familias posee al hijo de la familia. Los derechos del pater familias se extienden por contagio del hijo a todo lo que éste gana. Construyo una casa con mis materiales sobre el terreno de otro, la casa se convierte en propiedad del dueño de la tierra. Podrá obligársele a que me indemnice, pero es él quien adquiere el derecho de propiedad. Es él quien disfruta de la casa; si muere, sus herederos la heredan. El aluvión que se deposita sobre mis tierras se agrega a ellas y mi derecho de propiedad se extiende sobre las cosas así anexa­das. Lo que muestra que se trata de un contagio producido por el contacto es que cuando hay separación, cuando el campo está limitado, por consiguiente aislado jurídicamente y psicológica­mente de todo lo que lo rodea, el derecho de accesión no se ejer­ce. De la misma manera, cuando los árboles de mi vecino echan sus raíces en el terreno que poseo, se establece una comunidad y mi derecho de propietario se extiende a estos árboles. En to-dos los casos, es la cosa más importante la que atrae hacía sí a la cosa menos importante; esto se debe a que, como estos dos derechos de propiedad están en conflicto, es naturalmente aquel que tiene más fuerza el que ejerce el mayor poder de atracción. No sólo el derecho se propaga así de una manera general, sino

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que también se propaga conservando los mismos caracteres es­pecíficos. De este modo, en muchas sociedades, las tierras pa­trimoniales son inalienables. Ahora bien, esta inalienabilidad se propaga de las tierras hacia los objetos que están constantemen­te en contacto con ellas, a saber, los animales de carga o de tiro. Y lo que prueba que esta segunda inalienabilidad se deriva de la primera, es que desaparece más temprano y con más facilidad. Hay derechos en los que todavía subsisten marcas de inaliena­bilidad de los inmuebles, aunque todo trazo de inalienabilidad de los instrumentos agrícolas haya desaparecido.

De este modo, vemos por todas partes analogías sorpren­dentes entre la noción de la cosa religiosa y la noción de la cosa apropiada. Los rasgos característicos de ambas son idénticos. Hemos visto que la comunicación del carácter sagrado produce muy a menudo una apropiación. Consagrar es una manera de apropiar. En efecto, consagrar no es sino asignar la propiedad de una cosa a un dios o a un personaje sagrado, hacerla suya. Ima­ginemos una suerte de convención de dignidad y de eficacia se­cundaria al uso de los simples particulares, que esté a disposi­ción de todo el mundo; y puede preverse que será indistinta de la apropiación. Pero si lo que precede nos prepara para admitir la posibilidad de esta consagración, nos resta todavía ver su rea­lidad.

Para eso hay que observar la forma de la propiedad más an­tigua que podamos examinar, es decir, la propiedad territorial. Este tipo de propiedad puede observarse desde que existe la agricul­tura. Hasta ese momento no existía más que un derecho vago de todos los miembros del clan sobre el conjunto del territorio ocu­pado. Un derecho de propiedad definido no aparece más que en el seno del clan: grupos familiares restringidos se fijan sobre porciones determinadas del suelo, le imponen una marca y se establecen allí de manera permanente. Ahora bien, este viejo sue-lo familiar estaba impregnado de religiosidad y los derechos, los privilegios de que estaba investido eran de naturaleza religiosa. Que fuera inalienable era una prueba de ello. Porque la inalie­nabilidad tiene el carácter distintivo de las res sacrae y de las res religiosae. ¿Qué es la inalienabilidad sino una separación más completa y radical que la implicada en el derecho de uso exclu­sivo? Una cosa inalienable debe pertenecer siempre a la misma familia, por lo que está retirada del uso común no sólo en el ins­tante actual, sino para siempre. Las personas que están situadas fuera de ella no pueden disfrutarla en el presente y jamás podrán

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hacerlo. La frontera que las separa de la cosa no podrá ser fran­queada jamás. En ciertos aspectos, el derecho de alienar o de vender está lejos de representar el punto más elevado que pue­de alcanzar el derecho de propiedad; la inalienabilidad es la que tiene este carácter. Porque en ninguna parte la apropiación es tan completa y tan definitiva. Allí el lazo entre la cosa y el sujeto que la posee alcanza su máxima fuerza y la exclusión del resto de la sociedad presenta el máximo rigor.

Pero esta naturaleza religiosa del suelo se revela en su estruc­tura misma. Los usos de los que hablaremos han sido observa­dos entre los romanos, los griegos y los indios. Pero no hay du-da de que son de una gran generalidad.

Cada campo estaba rodeado de un cerco que lo separaba cla­ramente de todos los dominios circundantes, privados o públi­cos. Era una franja de tierra de algunos pies de ancho que de­bía quedar sin cultivar y que no debía ser tocada por el arado (Fustel de Coulanges). Ahora bien, este espacio era sagrado, era una res sancta. Se llamaba así a las cosas que, sin ser propia­mente divini juris, es decir dominio de los dioses, lo eran sin embargo de una manera aproximada, quodam modo, como dice Justiniano. Violar este cerco sagrado, trabajarlo, profanarlo cons­tituía un sacrilegio. Quien cometiera tal crimen era maldito, es decir declarado sacer, él y sus bueyes y, en consecuencia, todo el mundo podía matarlo impunemente. “Era condenado a la es­terilidad y su raza a la muerte; porque la extinción de una fami­lia era, para los antiguos, la suprema venganza de los dioses”.

Sabemos, por lo demás, a través de qué operación religiosa era regularmente mantenido el carácter religioso de este espacio. “En ciertos días del mes y del año, el padre de la familia recorría su campo siguiendo esta línea; empujaba delante de sí a las víc­timas, cantaba himnos y ofrecía sacrificios” (Fustel de Coulanges). El camino seguido por las víctimas y regado con su sangre cons­tituía el límite inviolable del dominio. Los sacrificios tenían lugar sobre grandes piedras o troncos de árboles erigidos a distancias regulares, llamados términos. Así describía Siculus Flaccus la ceremonia: “He aquí, dice, lo que practicaban nuestros ances­tros: comenzaban por cavar una pequeña fosa y poner al térmi­no de pie en el borde, lo coronaban de guirnaldas de hierbas y flores. Luego ofrecían un sacrificio; una vez que la víctima era inmolada, dejaban correr su sangre dentro de la fosa y arrojaban en ella brasas, granos, pasteles, frutas, un poco de vino y de miel. Cuando todo estaba ya consumido en la fosa, sobre las ce­

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nizas aún calientes se enterraba la piedra o el trozo de madera”. Este acto sagrado se repetía cada año. El término o mojón ad­quiría así un carácter eminentemente religioso. Con el tiempo, este carácter religioso se personifica, se hipostasia bajo la for­ma de una divinidad determinada; tal fue el dios Término, del que los distintos términos ubicados alrededor de los campos fueron considerados como altares. De este modo, una vez depo­sitado el término, ninguna potencia del mundo podía despla­zarlo. “Debía quedar en el mismo sitio por toda la eternidad. En Roma, este principio religioso se expresaba en una leyenda: Júpi­ter, queriendo hacerse un lugar en el Monte Capitolio para tener su propio templo, no había podido desposeer al dios Término. Esta vieja tradición muestra cuan sagrada era la propiedad, por­que el término inmóvil no significa otra cosa que la propiedad inviolable”. Estas ideas y prácticas no eran exclusivas de los ro­manos. Para los griegos, los límites también eran sagrados, con­virtiéndose en T ... Encontramos las mismas ceremonias de amo­jonamiento en la India (Manu, VIII, 245).

Lo mismo sucedía con las puertas y los muros. “Muros sanctos dicimus quia poena capitis constituta sit in eos qui aliquoid in muros deliquerunt”. Se ha creído que esta idea esta­ba referida solamente a las puertas y muros de las ciudades. Pero esta restricción es arbitraria. El cerco de todas las casas es sa­grado: ... e ... ò ... , decían los griegos. En un gran número de paí­ses, la religión llega al máximo sobre el umbral. De allí la costum­bre de alzar a la novia por encima del umbral antes de introdu­cirla, o de hacer un sacrificio expiatorio sobre el umbral. La novia no pertenece a la casa. Y comete una suerte de sacrilegio al pi-sar un suelo sagrado, sacrilegio que –si no es prevenido– debe ser expiado. Por lo demás, es un hecho general que la construc­ción de una casa va acompañada por un sacrificio análogo al que tiene lugar durante la limitación del campo. Y este sacrificio te­nía por objeto santificar los muros, el umbral o todo a la vez. Se sepultaba a las víctimas en las murallas o en los cimientos; se las enterraba bajo el umbral. De allí su carácter sagrado. Era una operación análoga a la que tenía lugar para determinar los lími­tes de una ciudad. Estas ceremonias son muy conocidas: la le­yenda de Rómulo y Remo perpetúa su recuerdo. Ahora bien, te­nían lugar tanto para las casas particulares como para los domi­nios públicos.

De este modo, son razones religiosas las que hacen que la propiedad sea lo que es. En efecto, la propiedad consiste, según

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hemos dicho, en una suerte de aislamiento de la cosa que la re­tira del espacio común. Ahora bien, este aislamiento es produc­to de causas religiosas. Son operaciones rituales las que crean en los bordes del campo, o alrededor de la casa, un cerco que los vuelve sagrados, es decir, inviolables salvo por aquellos que han realizado estas operaciones, es decir, para los propietarios y todo lo que depende de ellos, esclavos y animales. Un verda­dero círculo mágico trazado alrededor del campo lo pone al abrigo de las invasiones y las usurpaciones porque, en estas condicio­nes, invasiones y usurpaciones son sacrilegios. Podemos com­prender que la apropiación de la cosa aislada resulta de estas prácticas, pero todavía no vemos cómo han podido surgir estas prácticas. ¿Cuáles son las ideas que han llevado a los hombres a celebrar estos ritos, a abandonar a los dioses la periferia de sus dominios, a hacer de ella una tierra sagrada? Hay, es cierto, una respuesta muy sencilla. Estas prácticas no eran más que proce­dimientos artificiales empleados por los individuos para hacer respetar sus bienes. Los propietarios habrían utilizado las creen­cias religiosas para mantener alejados a los intrusos. Pero la re­ligión no desciende al rango de mero procedimiento más que cuando la fe que inspira ha perdido vitalidad. Los usos que aca­bamos de recordar son demasiado primitivos para poder haber sido artificios destinados a salvaguardar intereses temporales. Por lo demás, generaban tantas molestias como beneficios para los propietarios cuya libertad encadenaban. No les permitían mo­dificar la configuración del campo o venderlo si tenían ganas. Una vez que se consagraba el cerco, el amo mismo no podía ya modificarlo. Era una obligación que padecía, más que un medio inventado por él para atender su propio interés. Procedía como acabamos de señalar, no porque le fuera útil sino porque debía proceder de este modo (características terribles de algunos de estos sacrificios; un niño es sacrificado). Pero, ¿cuáles son las razones de esta obligación?

Fustel de Coulanges ha creído encontrarlas en el culto de los muertos. Cada familia, dice, tiene sus muertos; sus muertos son enterrados en el campo. Son seres sagrados –porque la muerte los convierte casi en dioses–, y este carácter se extiende por consiguiente a la tierra en que yacen. Por el sólo hecho de que residen allí, este suelo les pertenece y es, por eso mismo, religio­so. Se entiende que este carácter se haya extendido desde el pe­queño montículo que servía de sepultura a todo el campo. Así se explica la inalienabilidad de la propiedad establecida de esta

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manera. Porque los verdaderos propietarios de este dominio son seres divinos; ahora bien, su derecho es imprescriptible. Los vi­vos no pueden disponer libremente de él porque este derecho no les pertenece.

Es cierto que los lugares de sepultura eran particularmente sagrados. No podían ser vendidos. Y si la ley romana permitía a una familia vender su campo (aunque la venta fuera difícil y tro­pezara con toda clase de dificultades), debía conservar siempre la propiedad de las tumbas. Pero, ¿significa esto que el derecho de propiedad no es más que una extensión de esta religión de la tumba? La teoría se enfrenta con un gran número de objeciones:

1° Si puede explicar con cierto rigor la propiedad del campo, no da cuenta de la propiedad de la vivienda. Porque los muertos no eran enterrados en ambos sitios al mismo tiem­po. Es cierto que Fustel de Coulanges no ha retrocedido ante esta contradicción. Cuando explica el carácter sagrado del hogar, imagina que antaño se enterraba a los ancestros bajo la piedra del hogar, y, cuando explica por qué el cam­po es sagrado, invoca la presencia de los muertos en el seno del campo. No podían, sin embargo, estar aquí y allí a la vez;

2° Los hechos sobre los que se apoya su hipótesis de que los muertos eran enterrados en el campo son, por lo de­más, poco numerosos y poco probatorios. No hay un solo hecho latino y los textos invocados son muy poco demos­trativos. En todo caso, este uso estaba lejos de ser tan general como el carácter sagrado, inviolable e inalienable de la propiedad territorial;

3° Pero lo más decisivo es que la manera misma en que la re­ligiosidad del campo estaba repartida contradecía esta ex­plicación. Si el hogar era el lugar de sepultura, allí debería estar el maximum de religiosidad, la que debería decrecer a medida que nos alejáramos hacia la periferia. Al contrario, la religiosidad alcanzaba la mayor intensidad en la periferia. Allí se encontraba la franja de tierra reservada al dios Tér­mino. No protege, pues, la tumba familiar sino todo el cam­po. Si su objeto era aislar las tumbas de los ancestros, es alrededor de estas tumbas y no en el límite extremo del dominio que debería haberse trazado esta línea de aisla­miento.

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Este error de Fustel de Coulanges proviene de la concepción demasiado estrecha que tenía del culto doméstico. Lo ha redu­cido al culto de los muertos, cuando era en realidad mucho más complejo. La religión familiar no se limita a la religión de los an­cestros. Es la religión de todas las cosas que participan en la vida familiar, que desempeñan un papel en ella, de la cosecha, de la vegetación de los campos, etc. Si nos situamos en este pun-to de vista comprensivo, las prácticas que hemos descrito se vuelven más inteligibles. Hay que recordar que, a partir de un cierto momento de la evolución, la naturaleza entera asume un carácter religioso. p ... ta p ... Te ..., todo está lleno de dioses. La vida del universo –y de todas las cosas que están en el univer­so– está unida a una infinidad de principios divinos. El campo hasta entonces inculto es habitado, poseído por seres religiosos concebidos bajo una forma personal o no, que son sus dueños. Tiene, como todo el mundo, un carácter sagrado. Ahora bien, este carácter lo vuelve inabordable. Poco importa que estos se­res religiosos sean demonios naturalmente malignos o divi­nidades más bien benevolentes. El agricultor no puede penetrar en el campo sin invadir su dominio; no puede trabajar el suelo sin afectar su posesión. Si no toma las precauciones necesarias, se expone a su cólera que es siempre temible.

Planteado esto, los ritos que hemos descrito se revelan sin­gularmente parecidos a otros ritos bien conocidos que los acla­ran: son los sacrificios de los primeros frutos de la tierra o pri­micias. Así como el suelo es cosa divina, la cosecha que ger­mina en este suelo contiene también un principio de esta clase. En la simiente que se deposita en la tierra hay una fuerza reli­giosa que se desarrolla en los retoños de trigo y que, finalmen­te, llega a su última expresión en el grano. Los granos de trigo son también sagrados, porque contienen un dios en su seno, son la manifestación de este dios. Por consiguiente, los morta­les no pueden tocarlos hasta que ciertas operaciones hayan disminuido en cierto grado la religiosidad que reside en ellos, de manera tal que sea posible utilizarlos sin riesgo. Los sacrifi­cios de los primeros frutos cumplen esta tarea. Lo más eminen­te y, por consiguiente, lo más temible en esta religiosidad se concentra en una gavilla o un cierto número de gavillas, que son generalmente las primeras, que son consideradas sagradas; nadie las toca, pertenecen al espíritu o al dios de la cosecha; se ofrecen a la divinidad sin que ningún mortal ose servirse de ellas. Entonces, el resto de la cosecha, conservando aún algo

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de religioso, se halla sin embargo desprovista de lo que hacía demasiado peligroso el contacto con ella. Puede empleársela para usos vulgares sin exponerse a las venganzas divinas, por­que el dios ha recibido su parte, puesto que se ha eliminado de la cosecha lo que tenía de demasiado divino. Se ha impedido que el principio sagrado que residía allí pasara al mundo pro­fano; separándolo de lo profano a través del sacrificio, se lo ha mantenido en el dominio de lo divino. La línea de demarcación entre ambos mundos ha sido respetada: esta es la obligación religiosa por excelencia. Lo que acabamos de decir de la cose­cha podría repetirse de manera idéntica para todos los produc­tos de la tierra. He aquí el origen de la regla que prohibe a los hombres tocar los frutos, cualesquiera que sean, antes de ha­ber reservado los primeros y haberlos ofrecido a los Dioses. En todas las religiones existe esta institución.

Ahora bien, las analogías con la ceremonia religiosa del amo­jonamiento son sorprendentes. El campo es sagrado, perte­nece a los dioses; por consiguiente, no puede ser utilizado. Para que pueda ser destinado a usos profanos, se recurre a los mis-mos procedimientos que para la recolección o la cosecha. Se le extrae el exceso de religiosidad que contiene con el fin de vol­verlo profano o, al menos, profanable sin peligro. Pero no se des­truye su religiosidad; sólo puede trasladarse de un lugar hacia otro. Esta fuerza temible que se halla esparcida en el campo, ha de retirarse, pero será necesario transferirla a otro lado. Se la acu­mula en la periferia. Para ello sirven los sacrificios que hemos descrito. Las fuerzas religiosas que están difusas en el dominio se concentran en un animal: luego se pasea a este animal alre­dedor del campo. Comunica el carácter religioso que ha extraído del campo al suelo que pisa. Este suelo se vuelve sagrado. Para fijar mejor esta religiosidad temible, se inmola al animal y se hace correr la sangre de la víctima en el terreno que ha sido cavado para ello, dado que el líquido sanguíneo es el vehículo por ex­celencia de todos los principios religiosos. La sangre es la vida, es el animal mismo. Desde ese momento, la franja de tierra que ha servido como teatro para esta ceremonia está consagrada; se concentra en ella todo lo que había de divino en el campo. Está reservada, no se la toca, no se la trabaja, no se la modifica. No pertenece a los hombres, sino al dios del campo. Todo el inte­rior del dominio se halla desde entonces a disposición de los hombres, que pueden servirse de él para satisfacer sus necesi­dades; pero por el hecho mismo de que la religiosidad ha sido

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expulsada hacia los límites del terreno, éste se halla ipso facto rodeado de un círculo de santidad que lo protege contra las in­cursiones y las ocupaciones que puedan provenir del exterior. Por lo demás, es probable que los sacrificios que se hacían en estas circunstancias tuviesen más de una finalidad. Como, a pe­sar de todo, el agricultor había lesionado la posesión de los dio­ses, había cometido una falta que lo dejaba expuesto, y era con­veniente que se redimiese. El sacrificio le permitía obtener el per­dón. La víctima cargaba con la falta cometida y la expiaba en lugar de los culpables. Y, como consecuencia, gracias a las ope­raciones así realizadas, no sólo las divinidades eran desarmadas, sino que eran transformadas en poderes protectores. Velaban sobre el campo, lo defendían, aseguraban su prosperidad. Po­dríamos repetir las mismas explicaciones a propósito de las prác­ticas que se empleaban en ocasión de la construcción de una casa. Para construir una casa, ha sido necesario molestar a los genios del suelo. Se los ha irritado y ellos se han puesto en con­tra de sus ofensores. De este modo, toda casa nos está prohi­bida; es tabú. Para poder penetrar en ella, es necesario un sacri­ficio preliminar. Se inmola a las víctimas sobre el umbral, o sobre las piedras fundamentales. De esta manera se repara el sacrile­gio cometido al mismo tiempo que se cambia la venganza a la que se estaría expuesto por disposiciones favorables, se con­vierte a los demonios enfurecidos en genios protectores.

Pero sólo quienes han cumplido los ritos necesarios de los que acabamos de hablar pueden servirse del campo y de la casa. Sólo ellos han redimido el sacrilegio cometido, sólo ellos han conciliado la buena gracia de los principios divinos con los que han entrado en relación. Las divinidades tenían un derecho ab­soluto sobre las cosas; ellos las han reemplazado en todo lo que concierne a este derecho, pero sólo aquellos que han participa­do de este reemplazo pueden beneficiarse de ellas. Por consi­guiente, sólo ellos pueden ejercer el derecho así conquistado ante los dioses. El poder de usar y de utilizar les pertenece de manera exclusiva. Antes de que la operación fuese efectuada, todo el mundo debía permanecer separado de las cosas que es­taban completamente retiradas del uso profano; ahora, todo el mundo está obligado a la misma abstención, salvo quienes han sido exceptuados. La virtud religiosa que hasta aquí protegía el dominio divino contra toda ocupación y toda invasión se ejer­ce, de aquí en adelante, en su propio beneficio; y es ella la que constituye el derecho de propiedad. Se han convertido en due­

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ños de este dominio gracias a que lograron poner esta virtud re­ligiosa a su servicio. A través del sacrificio se ha formado un lazo moral entre estos dioses y el campo, la tierra se ha visto unida a los hombres por un lazo sagrado.

Así ha surgido este derecho de propiedad. El derecho de pro­piedad de los hombres no es más que un sucedáneo del dere­cho de propiedad de los dioses. Las cosas han podido ser apro­piadas por los profanos debido a que son naturalmente sagra­das, es decir, apropiadas por los dioses. El carácter que hace respetable e inviolable a la propiedad –y, por consiguiente, la constituye– no es transferido desde los hombres hacia la tierra; no es algo inherente a los primeros que desde allí haya descen­dido sobre las cosas. Reside originalmente en las cosas y desde ellas se remonta hacia los hombres. Las cosas eran inviolables por sí mismas, en virtud de las ideas religiosas, y sólo secunda­riamente esta inviolabilidad –previamente atenuada, moderada, canalizada– ha pasado a manos de los hombres. El respeto de la propiedad no es, como se dice a menudo, una extensión hacia las cosas del respeto que impone la personalidad humana, sea individual o colectiva. Tiene una fuente totalmente distinta, ex­terior a la persona. Para saber de dónde proviene, hay que in­dagar cómo las cosas o los hombres adquieren un carácter sa­grado.

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Decimocuarta Lección

El derecho de propiedad (continuación)

La propiedad es la propiedad sólo si es respetada, es decir, sa­grada. Podría creerse que este carácter sagrado le es provisto por el hombre; que es el trabajador quien comunica al suelo que labra, que explota, algo del respeto del que él mismo es objeto, de la santidad que hay en él. En este caso, la propiedad no ten­dría otro valor moral que el que le brinda la personalidad huma­na: sería ésta la que, entrando en relación con las cosas, hacién­dolas suyas, les conferiría cierta dignidad a través de una especie de extensión. Los hechos parecen demostrar que la no­ción de propiedad se ha formado de otro modo. La clase de re­ligiosidad que separa de la cosa apropiada a todo sujeto que no sea el propietario, no proviene de éste último; residía original-mente en la cosa misma. Por sí mismas, las cosas eran sagradas; estaban pobladas de principios, más o menos oscuramente re­presentados, que eran considerados sus verdaderos propieta­rios y que las hacían intangibles para los profanos. Éstos no han podido invadir el dominio divino más que a condición de com­pensar a los dioses, expiar su privilegio a través de sacrificios. Gracias a estas precauciones preliminares, han podido substi­tuir el derecho de los dioses, ponerse en su lugar. Pero si, gra­cias a este rodeo, el carácter religioso del campo había dejado de ser un obstáculo para las empresas del labrador, no había desaparecido. Había sido desplazado del centro a la periferia y allí producía sus efectos naturales contra todos aquellos que no habían adquirido la inmunidad necesaria. Los dioses no habían sido expulsados sino transferidos a su periferia: se había esta­

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blecido una especie de lazo entre ellos y el propietario; se ha­bían convertido en sus protectores y, a través de ceremonias periódicas, se garantizaba la continuidad de su servicio. Pero para todos los que estaban fuera constituían fuerzas temibles. ¡Desgraciado el vecino cuyo arado tropezara con un dios terme! Los dioses habían depuesto sus armas sólo frente a quienes habían pagado lo que se les debía y se habían comportado con ellos como era conveniente. El campo se hallaba al abrigo de toda incursión y de toda usurpación extranjera; un derecho de propiedad se había establecido en beneficio de ciertos hom­bres. Este derecho tiene un origen religioso; la propiedad hu-mana no es más que la propiedad religiosa, divina, puesta al al­cance de los hombres gracias a un cierto número de prácticas rituales.

Quizá nos sorprenda que una institución tan fundamental y tan general como la propiedad pueda basarse sobre creencias ilusorias y prejuicios que carecen de fundamento objetivo. No hay genios del suelo o genios del campo; ¿cómo puede haber perdurado una institución social que no tiene otra base que el error? Parece que debería haberse derrumbado en el momento en que se descubriese que estas concepciones místicas no respon­den a nada. Pero sucede que las religiones, incluso las más gro­seras, no son, como se ha creído a veces, simples fantasmagorías que no corresponden en nada a la realidad. Sin duda, no expre­san las cosas del mundo físico tal como son; como explicaciones del mundo, carecen de valor. Pero traducen en forma simbólica las necesidades sociales, los intereses colectivos. Representan las diversas relaciones que la sociedad guarda con los indivi­duos que la constituyen, o las cosas que forman su sustancia. Y estas relaciones, estos intereses son reales. A través de la re­ligión podemos encontrar la estructura de una sociedad, el gra­do de unidad que ha alcanzado, la mayor o menor coalescencia de los segmentos de que está formada, la extensión del espacio que ocupa, la naturaleza de las fuerzas cósmicas que desempe­ñan un papel vital en ella, etc. Las religiones son la forma primi­tiva a través de la cual las sociedades toman conciencia de sí mismas y de su historia. Las religiones son en la sociedad lo que la sensación es en el individuo. Podríamos preguntarnos por qué desfiguran las cosas al representarlas; pero ¿la sensación no desfigura las cosas que representa en los individuos? No hay sonido, color o calor en el mundo, tal como no hay dioses, de­monios o genios. Por el solo hecho de que la representación su­

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pone un sujeto que se representa –aquí un sujeto individual, allí un sujeto colectivo–, la naturaleza del sujeto es un factor de la representación y desnaturaliza las cosas representadas. El indi­viduo, pensando a través de la sensación las relaciones que man­tiene con el mundo que le rodea, le agrega aquello que no en­cuentra allí, cualidades que tienen su origen en él. La sociedad hace lo mismo cuando piensa, a través de la religión, el medio que la constituye. La alteración no es la misma en ambos casos, porque los sujetos son diferentes. Corresponde a la ciencia rec­tificar estas ilusiones necesarias para la práctica. Podemos estar seguros de que las creencias religiosas que hemos encontrado en la base del derecho de propiedad recubren realidades socia­les que expresan metafóricamente.

Para que nuestra explicación sea verdaderamente satisfacto­ria, será necesario llegar a estas realidades, descubrir el espíritu que traducen los relatos mitológicos; es decir, discernir las cau­sas sociales que han dado origen a estas creencias. La cuestión se reduce a lo siguiente: ¿por qué razón la imaginación colecti­va ha llegado a considerar el suelo como sagrado, como pobla­do de principios divinos? El problema es demasiado general como para que pueda ser tratado aquí, tanto más cuanto la so­lución está lejos de haber sido hallada. He aquí, sin embargo, una manera provisoria de representarse las cosas. Al menos, per­mitirá percibir cómo estas alucinaciones mitológicas pueden, en realidad, tener una significación positiva.

Los dioses no son otra cosa que fuerzas colectivas encarna­das, hipostasiadas bajo una forma material. En el fondo, los fie-les adoran a la sociedad; la superioridad de los dioses sobre los hombres es la que tiene el grupo sobre sus miembros. Los pri­meros dioses han sido los objetos materiales que servían de em­blemas a la colectividad y que, por esta razón, se han converti­do en sus representaciones: como consecuencia de estas repre­sentaciones, han participado en los sentimientos de respeto que la sociedad inspira a los particulares que la componen. De allí proviene la divinización. Pero si la sociedad es superior a sus miembros considerados aisladamente, no existe más que en ellos y por ellos. La imaginación colectiva debía llegar a concebir se­res religiosos como inmanentes a los hombres mismos. Es esto lo que ha sucedido. Se considera que cada miembro del clan contiene en sí una parcela de este tótem cuyo culto es la religión del clan. En el clan del lobo, cada individuo es un lobo. Lleva en sí un dios, e incluso varios. Si hay dioses en las cosas, particu­

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larmente en el suelo, es porque las cosas –y particularmente el suelo– están asociadas a la vida íntima del grupo tanto como los individuos humanos. Se cree que ellas participan de la vida co­mún. Por consiguiente, es absolutamente natural que el princi­pio de la vida común resida en ellas y las vuelva sagradas. En­trevemos ahora en qué consiste el carácter religioso del que está provisto el suelo. No es una simple invención sin consistencia, una mera fantasía. Es la impronta que la sociedad ha puesto so­bre las cosas por el mero hecho de estar estrechamente mezcla­das en su vida, porque forman parte de ella. Si el suelo era ina­bordable a los particulares, es porque pertenecía a la sociedad. He aquí la fuerza real que lo ha separado y sustraído de toda apropiación privada. Todo lo que hemos dicho podría resumirse así: la apropiación privada supone una primera apropiación co­lectiva. Decíamos que los fieles se ponen en lugar del derecho de los dioses: diremos que los particulares han ocupado el lu­gar de la colectividad. De ella emana toda religiosidad. Si nos atenemos a las cosas empíricamente conocidas, solamente ella tiene un poder suficiente para elevar una realidad cualquiera –campo, animal, persona– por encima del alcance privado. Y la propiedad privada surgió porque el individuo ha orientado en su beneficio este respeto que la sociedad inspira, esta dignidad su­perior de la que está provista y que había comunicado a las co­sas que constituyen su sustituto material. En cuanto a la hipó­tesis que sostiene que el grupo fue el primer propietario, se co­rresponde perfectamente con los hechos. Sabemos, en efecto, que el clan posee de manera indivisa el territorio que ocupa y explota a través de la caza o la pesca.

Desde este punto de vista, incluso las prácticas rituales que hemos descrito adquieren una significación y pueden ser tradu­cidas en un lenguaje laico. Este sacrilegio que el hombre cree cometer para con los dioses al desgarrar y revolver el suelo, lo comete realmente para con la sociedad, dado que es ella la rea­lidad oculta detrás de estas concepciones mitológicas. Los sa­crificios realizados, la víctima inmolada, se orientan hacia la so­ciedad. Cuando estas fantasías se dispersen, cuando estos dio­ses fantasmales se desvanezcan, cuando la realidad que ellos expresan simbólicamente aparezca totalmente sola, los tributos anuales a través de los cuales el fiel tomaba primitivamente de sus divinidades el derecho de labrar y explotar el suelo, se orien­tarán directamente hacia la sociedad. Estos sacrificios, la entre-ga de los primeros frutos de la tierra, son la primera forma de im­

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puesto. Son deudas que se pagaban originalmente a los dioses, luego se convierten en el diezmo pagado a los sacerdotes y este diezmo se convierte finalmente en un impuesto regular que pasa a manos de los poderes laicos. Estos ritos expiatorios y propicia­torios se convierten definitivamente en un impuesto que se ig-nora. Pero el germen de la institución se encuentra allí y se de­sarrollará en el futuro.

Si esta explicación tiene fundamento, la naturaleza religiosa de la apropiación pudo significar durante mucho tiempo que la propiedad privada era una concesión de la colectividad. Pero sea lo que sea de esta explicación, las condiciones en las que la pro­piedad había surgido determinaban su naturaleza. Sólo podía ser colectiva. En efecto, el suelo era apropiado grupalmente. Las for­malidades que hemos descrito se realizaban por grupos y todo el grupo se beneficiaba de los resultados de estas formalidades. Tenían incluso el efecto de dotar al grupo de una personalidad y una cohesión que no tenía primitivamente. Esta franja de tie­rra consagrada que aísla el campo de los campos vecinos, aísla también a todos aquellos que lo habitan de los grupos similares que se hallan fuera de su dominio. El surgimiento de la agricul­tura dio a los grupos familiares más restringidos que el clan una cohesión, una estabilidad que no tenían hasta ese momento. La individualidad del campo es verdaderamente la que constituye la individualidad colectiva. De allí en adelante, no podían ya –ante la influencia de las menores circunstancias– formarse por un tiempo y dispersarse según el sentido en que los empujaran las simpatías privadas o los intereses pasajeros. Tenían una es­tructura definida que estaba marcada de una manera indeleble sobre el terreno que ocupaban, dado que sus formas eran las formas inmutables de este terreno.

Así se explica uno de los caracteres de la propiedad familiar colectiva que hemos tenido la ocasión de señalar el año pasa­do. Bajo este régimen, las personas son poseídas por las cosas antes que las cosas sean poseídas por las personas. Los parien­tes son parientes porque explotan en común un cierto dominio. Si un individuo sale definitivamente de esta comunidad econó­mica, todo lazo de parentesco con los que permanecen en ella queda roto. Esta influencia preponderante de las cosas se hace manifiesta por el hecho de que, en ciertas condiciones, los indi­viduos pueden salir del grupo constituido de este modo; pue­den dejar de ser parientes. Al contrario, las cosas, la tierra y todo lo que de ella depende, permanecen por siempre, dado que el

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patrimonio es inalienable1. En ciertos casos, esta posesión de las personas por las cosas termina convirtiéndose en una verdade­ra esclavitud. Es lo que le sucede a la hija única en Atenas. Cuan­do un padre tenía por descendencia sólo a una hija, era ella quien heredaba, pero la condición jurídica de los bienes que recibía determinaba su propia condición jurídica. Como estos bienes no debían salir de la familia, precisamente porque constituían su alma, la heredera estaba obligada a casarse con su pariente va­rón más cercano; si ya estaba casada, debía romper su matrimo­nio o abandonar su herencia. La persona seguía a la cosa. La hija era heredada antes que ser heredera. Todos estos hechos se ex­plican fácilmente si la propiedad inmobiliaria tiene el origen que le hemos asignado. Porque es ella la que une los bienes a la fa­milia; es ella la que constituye el centro de gravedad, la que le presta sus formas exteriores. La familia es el conjunto de los in­dividuos que viven en este islote religioso aislado que forma su dominio. Son las leyes que los unen al suelo sagrado que explo­tan las que indirectamente les unen los unos a los otros. De una manera general, he aquí de dónde viene la especie de culto del que es objeto el campo familiar, el prestigio religioso que tenía sobre los espíritus. Este prestigio no proviene simplemente de la gran importancia que la tierra tiene para los agricultores, ni de la omnipotencia de la tradición, sino simplemente de que el sue-lo, por sí mismo, estaba completamente impregnado de religio­sidad. La santidad de la tierra se comunicó a la familia y no a la inversa.

Pero, precisamente porque la propiedad en sus orígenes no puede ser sino colectiva, queda aún por explicar cómo ha llega­do a convertirse en individual. ¿Por qué los individuos agrupa­dos de este modo, unidos al mismo conjunto de cosas, han ter­minado por adquirir derechos exclusivos sobre determinadas cosas? El suelo, en principio, no puede desmembrarse, forma una unidad, la unidad de la herencia; y esta unidad indivisible se impone al grupo de individuos. ¿Por qué, sin embargo, cada uno de ellos ha llegado ha formarse una propiedad particular? Como puede preverse, esta individuación de la propiedad no puede producirse sin ser acompañada por otros cambios en la situación respectiva de las cosas y las personas. Porque mien­tras las cosas conservaban esta especie de superioridad moral

1 . Agregado ilegible en el pie de página.

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sobre las personas, era imposible que el individuo se convirtie­se en amo y estableciera su imperio sobre ellas.

Dos caminos diferentes deben haber llevado a este resulta­do. En primer lugar, ha bastado con que un conjunto de circuns­tancias elevara la dignidad de uno de los miembros del grupo familiar, le confiriera un prestigio que no tenían los demás y lo convirtiese en representante de la sociedad doméstica. Como consecuencia, los lazos que unían las cosas al grupo las unirán directamente a esta personalidad privilegiada. Y como encarna­ba a todo el grupo, hombres y cosas, se hallaba investida de una autoridad que ponía bajo su dependencia tanto a las cosas como a los hombres; de este modo surgió una propiedad individual. Con el advenimiento del poder paternal y, más especialmente del poder patriarcal, se produjo esta transformación. El año pasado, hemos visto cuáles son las causas que hacen que la familia sal-ga del estado de homogeneidad democrática que presentaban recientemente las familias entre los eslavos, y elijan un jefe al cual someterse. Hemos visto cómo, por eso mismo, este jefe se con­vierte en un poder moral y religioso; absorbe toda la vida del gru­po y tiene sobre cada uno de sus miembros la misma autoridad que la colectividad. Es la personificación del ser familiar. Y no sólo las personas, las tradiciones y los sentimientos se expresan en su persona, sino también –y sobre todo– el patrimonio y to-das las ideas vinculadas con él. La familia romana estaba formada por dos tipos de elementos: el padre de familia, por un lado, y el resto de la familia, por el otro, aquello que llamaban la fami­lia, que comprendía al mismo tiempo a los hijos de la familia y sus descendientes, los esclavos y todas las cosas. Ahora bien, todo lo que podía haber de moral, de religioso, en la familia es­taba concentrado en la persona del padre. Eso lo colocaba en una situación eminente. El centro de gravedad de la familia se des­plazó. Pasó de las cosas en que residía a una persona determi­nada. De allí en adelante, un individuo se convirtió en propieta­rio en el pleno sentido del término, dado que las cosas depen­dían de él más de lo que él dependía de ellas. Es cierto que mientras el poder del padre de familia fue tan absoluto como era en Roma, sólo aquel ejercía el derecho de propiedad. Pero cuando desapareció, sus hijos –cada uno por su lado– fueron llamados a ejercerla a su debido turno. Y poco a poco, a medida que el poder patriarcal se volvía menos despótico, al menos de dere­cho, a medida que la individualidad de los hijos comenzaba a ser reconocida incluso antes de la muerte del padre, éstos pudieron,

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al menos en cierta medida, convertirse en propietarios aun du­rante la vida de aquél.

La segunda causa que hemos señalado convergió hacia el mismo resultado. Su acción fue paralela y reforzó los mismos efectos que había generado la anterior.

La causa de la que hablamos es el desarrollo de la propiedad mobiliaria. Sólo los bienes territoriales tenían este carácter reli­gioso que los sustraía, en cierto modo, de la disposición de los individuos y, por consiguiente, hacía necesario un régimen co­munitario. Al contrario, los bienes muebles eran, en principio, de naturaleza profana. Mientras que la industria conservó su carác­ter agrícola, sólo desempeñaban un papel secundario y acceso­rio; no eran más que dependencias y apéndices de la propiedadinmobiliaria. Ésta era el centro alrededor del cual gravitaba todo lo que había de móvil en la familia, tanto las cosas como las per­sonas. Mantenía a los bienes muebles dentro de su esfera de acción, les impedía adquirir una condición jurídica en relación con lo que había de particular en su naturaleza y desarrollar así el germen del nuevo derecho que había en ellas. Las ganancias que los miembros de la familia podían obtener fuera de la comu­nidad familiar iban a formar parte del patrimonio familiar, se con­fundían con el resto de los bienes en virtud del principio que hace que lo accesorio siga a lo principal. Pero, como hemos di-cho, los instrumentos, animados o inanimados, que se utilizaban en las labores agrícolas guardaban una relación mucho más es­trecha con el suelo, participaban del atributo característico de éste último, eran inalienables. Sin embargo con el tiempo, con el progreso del comercio y de la industria, la propiedad mobiliaria adquirió mayor importancia; entonces se emancipó de esta pro­piedad territorial de la que no era más que un anexo, comenzó a desempeñar una función social propia, distinta de la que cum­plía la propiedad territorial, se convirtió en un factor autónomo de la vida económica. De este modo se constituyeron nuevos centros de propiedad por fuera de la propiedad inmobiliaria, cen­tros que, por consiguiente, no tenían sus mismas características. Las cosas que estaban comprendidas allí no tenían nada que las pusiera por encima del alcance previsto: no eran más que cosas y el individuo que las poseía se encontraba en un pie de igual­dad con ellas, o incluso de superioridad. Podía disponer de ellas más libremente. Nada las ataba a un punto determinado del es­pacio; nada las inmovilizaba; sólo dependían de la persona que las había adquirido, cualquiera hubiese sido la forma de su ad­

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quisición. He aquí como surgió este nuevo derecho de propie­dad. En nuestro derecho actual se observa claramente que la propiedad inmobiliaria y la otra son de una naturaleza diferente, que corresponden a fases distintas de la evolución jurídica. La primera está cargada aún de prohibiciones, impedimentos que son legados de su antigua naturaleza religiosa. La segunda ha sido siempre más móvil, más libre, más completamente abando­nada al arbitrio de los particulares. Pero por muy real que sea esta dualidad, no debe hacernos perder de vista que una de es­tas propiedades ha surgido de la otra. La propiedad mobiliaria, como entidad jurídica diferenciada, se ha formado como conse­cuencia de –e imitando a– la propiedad inmobiliaria; es una ima­gen debilitada, una forma atenuada de ésta. La institución de la propiedad inmobiliaria es la que primero ha establecido un lazo sui generis entre grupos de personas y de cosas determinadas. Una vez sucedido esto, el espíritu público se halló naturalmen­te preparado para admitir que, en condiciones sociales parcial­mente diferentes, pudieran crearse lazos análogos –aunque di­ferentes– que tuviesen como punto de unión no ya las colecti­vidades sino las personalidades individuales. Se trataba de la aplicación de una reglamentación anterior en circunstancias nue­vas. La propiedad mobiliaria no es más que la propiedad territo­rial modificada como consecuencia de los rasgos que son pro­pios de los bienes muebles. También ella tiene todavía la marca de sus orígenes. Es hereditaria del mismo modo que la otra; en caso de descendencia en línea directa, la herencia es incluso obligatoria. Ahora bien, la herencia es ciertamente una supervi­vencia de la antigua propiedad comunitaria. Ésta, que se confun­de en el origen con la propiedad inmobiliaria, ha sido realmente el prototipo de la propiedad mobiliaria.

Se observa ahora cómo la propiedad actual se relaciona con las creencias místicas que hemos hallado en la base de la insti­tución. Primitivamente, la propiedad es territorial o, al menos, las características de la propiedad territorial se extienden a los bie­nes muebles como consecuencia de su menor importancia; es­tas características, en virtud de su naturaleza religiosa, implican necesariamente el comunismo. Ese es el punto de partida. Lue­go, un doble desarrollo de la propiedad colectiva permite que se desprenda la propiedad individual. Por otra parte, la concentra­ción de la familia de la que resultó la constitución del poder pa­trimonial hace surgir de la persona del jefe de la familia todas es­tas virtudes religiosas que eran inmanentes a los patrimonios y

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que contribuían a la excepcionalidad de su situación. Desde entonces, el hombre está por encima de las cosas y es este hom­bre en particular quien ocupa esta situación, es decir, quien po-see. Se constituyen sistemas de cosas profanas independiente­mente del dominio familiar, se liberan de este último y se con­vierten en objeto del nuevo derecho de propiedad, esencialmente individual. Y, por otra parte, la individualización de la propiedad se debió a que los bienes territoriales perdieron su carácter sa­crosanto, que fue absorbido por el hombre, y a que los bienes que no tenían por sí mismos este carácter se desarrollaron lo su­ficiente como para darse una organización jurídica distinta y di­ferente. Pero como la propiedad común es la raíz de la que han derivado las otras, volvemos a encontrar sus marcas en la ma­nera en que estas últimas están organizadas.

Algunos podrían sorprenderse al ver que no se asigna nin­gún papel en la génesis del derecho de propiedad a la idea de que ella deriva del trabajo. Pero si observamos la manera en que el derecho de propiedad está reglamentado en nuestro código, no veremos en ninguna parte que este principio esté formulado de manera expresa. Según los artículos 711 y 712 del Código Ci­vil, la propiedad se adquiere por sucesión, donación, accesión, prescripción o por efecto de obligaciones. Ahora bien, en los cin­co modos de adquisición enumerados, los cuatro primeros no implican en absoluto la idea de trabajo y el quinto no la implica necesariamente. Si la venta me trasmite la propiedad de una cosa, no es ni porque esta cosa haya sido producida por el trabajo de quien me la cede, ni porque lo que le entrego a cambio sea el fruto de mi propio trabajo, sino simplemente porque una y otra cosa son regularmente poseídas por quienes las intercambian, es de­cir, que esta posesión está fundada en un título regular. En el derecho romano, el principio está aún más claramente ausente. Puede decirse que, en este derecho, el elemento esencial de to-dos los modos de adquisición de la propiedad es la aprehensión material, la detentación, el contacto. No es que este hecho físi­co sea suficiente para constituir la propiedad; pero es siempre necesario, al menos en el origen. Por lo demás, lo que muestra a priori que esta idea no ha podido afectar, o al menos afectar profundamente, el derecho de propiedad, es que se trata de una idea muy reciente. La teoría según la cual la propiedad no es le­gítima si no se halla fundada en el trabajo aparece con Locke. A comienzos del siglo, Grocio parecía ignorarla todavía.

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¿Significa esto que la idea está completamente ausente de nuestro derecho? De ninguna manera, pero no ha tenido su ori­gen en las disposiciones relativas al derecho de propiedad; apa­rece más bien en el derecho contractual. Además, nos parece jus-to que todo trabajo utilizado o utilizable por otro sea remunera­do y que esta remuneración sea proporcional al trabajo útil que ha sido gastado. Ahora bien, toda remuneración confiere dere­chos de propiedad, dado que transmite ciertas cosas a su bene­ficiario. De este modo, se produce un movimiento, una trans­formación en el derecho de los contratos que debe afectar ne­cesariamente al derecho de propiedad. Puede observarse que el principio que tendía a desarrollarse está en antagonismo con aquel sobre el que ha reposado hasta el presente la apropiación personal. Porque el trabajo por si sólo no es suficiente, requie­re una materia, un objeto al que se aplica y es necesario que este objeto haya sido apropiado para que pueda trabajarse para mo­dificarlo. El trabajo suprime estas apropiaciones que no reposan sobre el trabajo. De allí resultan los conflictos entre las exigen­cias nuevas de la conciencia moral que tienden a abrirse cami-no y la concepción antigua de la organización del derecho de propiedad. Pero como estas exigencias nuevas tienen su origen en las ideas que tienden a generalizarse en la justicia contrac­tual, es en el principio del contrato que parece conveniente es­tudiarlas.

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Decimoquinta Lección

El derecho contractual

Hemos visto de qué manera parece haberse constituido el de­recho de propiedad. La religiosidad dispersa en las cosas, que las sustraía de toda apropiación profana, ha sido expulsada a través de ciertos ritos, sea al umbral de la casa, sea a la perife­ria del campo. De este modo, se ha constituido un cinturón de santidad, una suerte de cerco sagrado que protegía al dominio contra toda invasión exterior. Sólo podían atravesar esta zona y penetrar en el islote que había sido religiosamente separado del resto aquellos que habían cumplido los ritos, es decir, quie­nes habían contraído lazos particulares con los seres sagrados, propietarios originarios del suelo. Más tarde, esta religiosidad que residía en las cosas mismas fue trasladándose paulatina­mente a las personas; las cosas dejaron de ser sagradas por sí mismas y conservaron este carácter sólo de manera indirecta, en virtud de depender de personas sagradas. La propiedad co­lectiva se transformó en propiedad personal. Porque mientras dependía exclusivamente de la calidad religiosa de los objetos, no estaba ligada a ningún sujeto en particular; dado que no te­nía su origen en las personas, y menos aún en una persona de­terminada, nadie podía ser considerado su poseedor. Todo el grupo encerrado en esta suerte de cerca sagrada tenía los mis-mos derechos y las nuevas generaciones gozaban de los mis-mos derechos por el solo hecho de haber nacido en el seno del grupo. La propiedad personal recién apareció cuando un indi­viduo se desprendió de la masa de la familia y pasó a encarnar toda la vida religiosa esparcida en las personas y las cosas de

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la familia, convirtiéndose así en detentor de todos los derechos del grupo.

Puede sorprender que aquí se remita el derecho de propiedad individual a viejas concepciones religiosas y puede llegar a cre­erse que semejantes representaciones no pueden constituir un fundamento suficientemente sólido para esta institución. Pero ya hemos visto que, si las creencias religiosas no son literalmente verdaderas, no dejan de expresar realidades sociales que tradu­cen en formas simbólicas y metafóricas. En efecto, sabemos que el carácter religioso del que está dotado actualmente el individuo está fundado en la realidad: no hace sino expresar el gran valor que la personalidad individual ha adquirido en la conciencia moral, la dignidad de que está revestida, y sabemos también en cuánto depende esta estima de toda nuestra institución social. Ahora bien, es inevitable que este carácter religioso de que está investido el individuo se extienda hacia las cosas con las que está estrecha y legítimamente en relación. Los sentimientos de respeto de que es objeto no pueden limitarse sólo a la persona física; los objetos que son considerados suyos no pueden de-jar de participar de esos sentimientos. Esta extensión es tan ne­cesaria como útil. Porque nuestra organización moral implica que una gran iniciativa quede librada al individuo; ahora bien, para que esta iniciativa sea posible, es necesario que exista un domi­nio en el que el individuo sea el único amo, en el que pueda ac­tuar con la más entera independencia, ponerse al abrigo de toda presión exterior para ser verdaderamente él mismo. Esta libertad individual que tanto nos importa no requiere solamente de que podamos mover nuestros miembros a nuestro antojo; implica la existencia de un círculo de cosas de las que podemos disponer a voluntad. El individualismo no sería más que una palabra si no tuviésemos una esfera material de acción en el seno de la cual ejercemos este tipo de soberanía. Cuando se dice que la propie­dad individual es sagrada, no se hace más que enunciar de ma­nera simbólica un axioma moral incuestionable; porque la propie­dad individual es la condición material del culto del individuo.

De este modo, se llega a una caracterización de la propiedad más que a una explicación. Lo que acabamos de decir permite comprender cómo las cosas poseídas legítimamente están –y deben estar– investidas de un carácter que las aísla de toda ofensa; pero lo que precede no nos revela qué condiciones de-ben satisfacer las cosas para que pueda decirse que son legíti­mamente poseídas, que forman parte legítimamente del dominio

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individual. No todo lo que entra en relación con el individuo, in­cluso en relaciones durables, puede ser legítimamente apropia­do por él. No se convierte por ello en su propiedad. ¿Cuándo está la propiedad fundada en un principio de justicia? El carácter sa­grado de que está investida la persona no puede determinarlo. Antaño, cuando la propiedad era colectiva, la dificultad no exis­tía. Porque el derecho de propiedad tenía origen en una cualidad sui generis que era inherente a las cosas mismas y no a las per­sonas. No había que preguntarse a qué cosas podía comunicar­se: porque residía en ellas. La cuestión consistía en saber qué personas podían utilizar esta cualidad en su propio beneficio, y la respuesta iba de suyo. Eran aquellos que, a través de los me-dios ya señalados, habían logrado volverla utilizable. Pero hoy las cosas son de otro modo. Los caracteres que fundan la pro­piedad residen en la persona. La cuestión que se plantea enton­ces es: ¿qué relaciones deben sostener las cosas con la perso­na para que el carácter sagrado de la persona pueda legítimamen­te comunicarse a ellas? Porque es esta comunicación la que constituye la apropiación.

El único medio de resolver esta cuestión es examinar las di­ferentes maneras en que se adquiere la propiedad, tratar de des­pejar el principio o los principios en que se basa y ver cómo se han fundado en nuestra organización social. Hay dos tipos prin­cipales de apropiación: el contrato y la herencia. Sin duda, limi­tarse a estos dos procedimientos es una simplificación de las cosas. Existen las donaciones, la prescripción; pero las únicas donaciones que desempeñan un papel importante en este aspec­to son las donaciones testamentarias y, como están en estrecha relación con la herencia, vamos a ocuparnos de este tema. En cuanto a la prescripción, si bien sería muy interesante estudiar­la desde el punto de vista histórico, no menos cierto es que tie-ne una participación ínfima en la distribución actual de la propie­dad. Las dos vías esenciales a través de las cuales nos conver­timos en propietarios son, entonces, el intercambio contractual y la herencia. A través de la segunda, adquirimos las propieda­des completamente acabadas; a través de la primera, creamos nuevos objetos de propiedad. Pero, se dirá, ¿no se está atribu­yendo al contrato lo que no puede ser sino producto del traba­jo? El trabajo es la única actividad de creación. Pero, en sí mis-mo, el trabajo consiste exclusivamente en un cierto gasto de energía muscular; no puede crear cosas. Las cosas no pueden ser más que la recompensa del trabajo; el trabajo no puede crear­

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las de la nada; son el precio del trabajo, al mismo tiempo que sus condiciones. El trabajo no puede engendrar la propiedad más que por vía del intercambio y todo intercambio es un contrato explícito o implícito.

Ahora bien, una de estas dos fuentes actuales de la propie­dad parece estar en contradicción con el principio mismo sobre el que se funda la propiedad actual, es decir, la propiedad indi­vidual. En efecto, la propiedad individual es aquella que tiene su origen en el individuo que posee y sólo en él. Ahora bien, por definición, la propiedad que resulta de la herencia proviene de otros individuos. Se ha formado fuera del propietario; no es su obra; sólo puede tener con él una relación exterior. Hemos vis-to que la propiedad individual es lo contrario de la propiedad colectiva. Ahora bien, la herencia es una supervivencia de esta última. Cuando la familia, antaño indivisa, se fragmenta, la indi­visión primitiva subsiste bajo otra forma. Los derechos que cada miembro del grupo tenía sobre las propiedades de los otros fue­ron como paralizados y como mantenidos a raya mientras ellos vivieran. Cada uno gozaba de sus propios bienes; pero cuando su detentor moría, el derecho de sus antiguos copropietarios re­cobraba toda su energía y toda su eficacia. De este modo, se es­tableció el derecho sucesorio. Durante mucho tiempo, el derecho de copropiedad familiar fue tan fuerte y respetado que, aunque la familia ya no viviera en comunidad, se oponía a que cada de­tentor pudiese disponer de sus bienes a través de donación tes­tamentaria o de cualquier otra forma. No tenía más que un derecho de gozo; la familia era la propietaria. Pero como la fami­lia, debido a su dispersión, no podía ejercer colectivamente este derecho, era el pariente más próximo del difunto quien recibía sus derechos. La herencia es, entonces, solidaria de ideas y prácti­cas arcaicas que carecen de base en nuestras costumbres actua­les. Este señalamiento no autoriza por sí solo a que podamos concluir que esta institución debe desaparecer completamente; a veces, hay supervivencias necesarias. El pasado se mantiene en el presente aun cuando contraste con él. Toda organización social está llena de estos contrastes. No podemos hacer que lo que ha sido ya no sea; el pasado es real, y no podemos hacer que no haya sido. Las formas sociales más antiguas han servi­do de base a las más recientes y, a menudo, se produce tal soli­daridad entre ambas que es necesario conservar algo de las pri­meras para mantener las segundas. Pero las consideraciones pre­cedentes bastan, al menos, para demostrar que –de estos dos

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grandes procedimientos a través de los cuales se adquiere la pro­piedad– la herencia está destinada a perder crecientemente su importancia. Todo nos lleva a prever que es en el análisis del derecho contractual donde encontraremos el principio sobre el que está llamada a fundarse la institución de la propiedad en el futuro. Abordemos, pues, este estudio.

DEL CONTRATO

La noción de contrato suele ser considerada una operación tan simple que se la ha llegado a considerar como el hecho ele­mental del que derivarían todos los demás hechos sociales. La teoría del contrato social se basa en esta idea. El lazo social por excelencia, que une a los individuos en una misma comunidad, habría sido –o debería haber sido– producto de un contrato. Y si se hace del contrato un fenómeno primitivo, sea cronológica­mente o sea –como lo entiende Rousseau– lógicamente, es por­que la noción parece clara por sí misma. Parece que no debe re­mitírsela a otra noción que la explique. Los juristas han proce­dido a menudo según el mismo principio. De este modo, han reducido el origen de todas las obligaciones o bien al delito, o bien al contrato. Todas las demás obligaciones, que no tienen expresamente su fuente en un delito o en un contrato propiamen­te dicho, son consideradas como variantes de las precedentes. De este modo se ha formado el concepto de cuasicontrato a tra­vés del cual se da cuenta, por ejemplo, de las obligaciones que nacen de la gestión de los negocios de otro, o del hecho de que un acreedor haya recibido más de lo que se le debía. La idea del contrato parecía tan clara y evidente que la causa generadora de estas obligaciones diversas parecía no tener nada de oscuro desde el momento en que se la había asimilado al contrato pro­piamente dicho, que se la había constituido en una especie de contrato. Pero nada es más engañoso que esta claridad aparen­te. Lejos de que la institución del contrato sea primitiva, no apa­rece –y, sobre todo, no se desarrolla– sino en una fecha muy tar­día. Lejos de ser simple, es de una extrema complejidad y no es fácil ver cómo se ha formado. Y es esto lo que hay que compren­der antes que todo. Para procurarnos esta comprensión, comen­zaremos por determinar claramente en qué consiste el vínculo contractual.

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En primer lugar, hay que plantearse una cuestión más gene­ral: ¿en qué consiste un lazo moral jurídico? Se denomina así a una relación que la conciencia pública concibe entre dos suje­tos, individuos o colectivos, o incluso entre estos sujetos y una cosa, en virtud de la cual uno de los términos tiene al menos un derecho determinado sobre el otro. Muy generalmente, hay de­rechos de ambos lados. Pero esta reciprocidad no es necesaria. El esclavo está ligado jurídicamente a su amo y, sin embargo, no tiene derecho sobre éste último. Ahora bien, los lazos de este tipo pueden tener dos fuentes diferentes: o bien dependen de un es­tado efectivo –sea de las cosas, sea de las personas que parti­cipan en la relación– tal que, sea de manera crónica, sea de ma­nera durable, son de tal o cual naturaleza, situados aquí o allí, concebidos por la conciencia pública como afectados por tales o cuales caracteres adquiridos. O bien dependen de un estado de las cosas o de las personas aún no realizado, sino simplemente deseado por ambas partes. En este caso, el derecho se origina en el hecho de querer un estado de cosas, y no en la naturaleza intrínseca de ese estado: en este caso, el derecho consiste sim­plemente en realizar lo que ha sido querido. De este modo, ten-go deberes para con las personas que son mis parientes o para con las personas sobre las que puedo tener que ejercer una tu­tela, porque he nacido en una familia, cuyo nombre ostento. Ten-go derecho de propiedad sobre una cosa porque ha ingresado efectivamente en mi patrimonio a través de un medio legítimo. Tengo derecho de servidumbre sobre un inmueble porque poseo un inmueble vecino, situado de una determinada manera, etc. En todos estos casos, el derecho que ejerzo surge de un hecho consumado. Pero cuando llego a un acuerdo con el propietario de una casa para que me alquile su propiedad a cambio de una suma de dinero que le será entregada cada año en condiciones definidas, no hay más que mi voluntad de ocupar este inmueble y de entregar la suma prometida, y la voluntad del otro de renun­ciar a sus derechos a cambio de la suma convenida. Sólo hay dos voluntades que pueden bastar para engendrar obligaciones y, por consiguiente, derechos. A los lazos que nacen de este modo debe reservarse la calificación de contractuales. Sin duda, entre estos dos tipos opuestos hay una multitud de situaciones inter-medias; pero lo esencial es considerar las formas extremas con el fin de que el contraste ponga de relieve las particularidades características. Ahora bien, no hay nada más nítido que la opo­sición que acabamos de presentar. Por un lado, relaciones jurí­

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dicas que tienen como fundamento el estado de las personas o de las cosas o de las modificaciones ya contenidas en ese esta­do; por el otro, relaciones jurídicas que nacen de las voluntades concordantes en vistas de modificar ese estado.

Ahora bien, de esta definición se sigue inmediatamente que el vínculo contractual no puede ser primitivo. En efecto, las vo­luntades sólo pueden ponerse de acuerdo para contraer obliga­ciones cuando estas obligaciones no resultan del estado jurídi­co, adquirido hasta el presente, sea de las cosas, sea de las per­sonas; no puede tratarse sino de la modificación de ese estado, de agregar relaciones nuevas a las relaciones existentes. El con­trato es, entonces, una fuente de variaciones que supone un pri­mer fundamento jurídico, que tiene otro origen. El contrato es, por excelencia, el instrumento a través del cual se efectúan es­tas mutaciones. No puede constituir por sí mismo los cimientos fundamentales sobre los que se asienta el derecho. Implica que al menos dos personalidades jurídicas ya están constituidas y organizadas, que entran en relación, y que esta relación altera su constitución; que algo que pertenecía a la una pasa a la otra y viceversa. Por ejemplo, he aquí dos familias A y B; una mujer sale de A para ir con un hombre de B y convertirse, en ciertos aspectos, en miembro integrante de este último grupo. Se ha producido un cambio en las personas que forman parte de es­tos grupos. Si este cambio se produce pacíficamente y con el consentimiento de las dos familias interesadas, he aquí el con­trato de matrimonio bajo una forma más o menos rudimentaria. De donde se sigue que el matrimonio, siendo necesariamente un contrato, supone una organización previa de la familia que notiene nada de contractual. Ésta es una prueba más de que el ma­trimonio se basa en la familia y no la familia en el matrimonio. Si el incesto no hubiese sido objeto de prohibición, si cada hom­bre se hubiese unido a una mujer de su propia familia, la unión sexual no habría implicado verdaderos cambios ni en las perso­nas ni en las cosas. El contrato matrimonial no habría surgido.

El vínculo contractual no es primitivo y, además, es fácil dar-se cuenta por qué razones los hombres no han podido llegar a concebirlo como posible sino muy tardíamente. En efecto, ¿de dónde provienen los lazos –es decir, los derechos y las obliga­ciones– que tienen su origen en el estado de las personas o de las cosas? Derivan del carácter sagrado de unas y otras, del prestigio moral del que están directa o indirectamente investidas. Si el primitivo se considera obligado para con su grupo, es por­

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que este grupo se le aparece como la cosa santa por excelencia, y si reconoce del mismo modo obligaciones para con los indivi­duos que componen el grupo, es porque algo de la santidad del todo se comunica a las partes. Todos los miembros de un clan tienen en su propia persona una porción del ser divino del que se cree que desciende el clan. Están investidos de un carácter religioso, y por esta razón debe defendérselos, se debe vengar su muerte, etc. Hemos visto que los derechos que tienen origen en las cosas dependían de la naturaleza religiosa de éstas últi­mas; no debemos volver sobre este punto. De este modo, todas las relaciones morales y jurídicas que derivan del status perso­nal o real deben su existencia a cierta virtud sui generis inheren­te sea a los sujetos, sea a los objetos, que impone su respeto. Pero, ¿cómo podría residir una virtud de este tipo en simples dis­posiciones de la voluntad? ¿Qué hay o qué puede haber en el hecho de querer una cosa o una relación, que pueda obligar a realizar efectivamente esta relación? Si reflexionamos un poco veremos que, en la idea de que el acuerdo de dos voluntades sobre un mismo fin puede tener un carácter obligatorio para cada una de ellas, había una gran novedad jurídica que supone un desarrollo histórico muy avanzado. Cuando he decidido actuar de tal o cual manera, siempre puedo volver sobre mi resolución; ¿por qué dos resoluciones que emanan de dos sujetos diferen­tes tendrían, por el mero hecho de concordar, un mayor poder para establecer el lazo? Si me detengo ante una persona que con­sidero sagrada, si me abstengo de tocarla, de modificar su esta­do, a causa de características que yo le atribuyo y del respeto que me impone, nada es más inteligible. Y lo mismo sucede con las cosas que se hallan en las mismas condiciones. Pero un acto de la voluntad, una resolución, no es todavía más que una po­sibilidad; por definición, no es algo ya realizado y efectivo; ¿cómo algo que no es, o al menos que no es todavía más que de una manera completamente ideal, puede obligarme a tal punto? Se observa que un conjunto de factores deben haber interveni­do para llegar a dotar a nuestras voliciones de un carácter obli­gatorio que no implican por sí mismas de manera analítica. Y, por consiguiente, la noción jurídica del contrato, del vínculo con­tractual, lejos de ser evidente de manera inmediata, sólo ha po-dido construirse tras una fatigosa labor.

Y, en efecto, las sociedades han llegado muy lentamente a sobrepasar la fase inicial del derecho puramente estatutario y agregarle un derecho nuevo. Se han acercado a éste por medio

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de modificaciones sucesivas del primero. Esta evolución se ha dado por vías diferentes entre las que las principales son las si­guientes.

Es una regla general que las instituciones nuevas comienzan por modelarse sobre las antiguas y se separan de ellas paulati­namente para desarrollar libremente su propia naturaleza. El de­recho contractual tenía por función modificar el status personal; y, sin embargo, para que pudiese producir este efecto, se comien­za imaginándolo sobre el modelo del derecho estatutario. Los la­zos que unen a las personas como consecuencia de su estado efectivo dependen de este estado. Provienen del hecho de que estas personas participan de un carácter que las hace respeta­bles las unas para las otras. Para hablar con más precisión, los miembros de un mismo clan, de una misma familia, tienen debe­res recíprocos debido a que se los considera de la misma san­gre, de la misma carne. No es que la consustancialidad física ten-ga por sí misma una eficacia moral, sino que la sangre es el ve­hículo de un principio sagrado con el que se confunde, y tener una misma sangre es participar del mismo dios, es tener un mis-mo carácter religioso. Muchas veces, los ritos de adopción con­sisten en introducir en las venas del adoptado algunas gotas de sangre del grupo. Cuando los hombres experimentaron la nece­sidad de crear otros lazos que los que resultaban de su status, lazos voluntarios, los concibieron naturalmente a imagen y se­mejanza de los únicos que conocían. Dos individuos o dos gru­pos distintos, entre los que no existen lazos naturales, convie­nen asociarse para una tarea común: para que sus convenios los liguen, realizarán esta consustancialidad material que se consi­dera como la fuente de todas las obligaciones. Mezclan su san­gre. Por ejemplo, dos contratantes humedecen sus manos en un recipiente en el que han derramado sangre y absorben algunas gotas. Esta operación ha sido estudiada por R. Smith bajo el nombre de Blood-Covenant, y tanto su naturaleza como su ge­neralidad son actualmente bien conocidas. De esta manera, las dos partes se hallaban obligadas recíprocamente; en ciertos as­pectos, esta relación resultaba de un acto de sus voluntades; tenía algo de contractual; pero no adquiría toda su eficacia si no asumía la forma de una relación contractual. Los dos individuos formaban una especie de grupo artificial basado en lazos análo­gos a los de los grupos naturales a los que cada uno pertene­cía. Otros medios permitían lograr el mismo resultado. Los alimen­tos hacen la sangre, hacen la vida; comer los mismos alimentos

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es comulgar en una misma fuente de vida; hacerse una misma sangre. De allí proviene el papel central que la comunión ali­mentaria tiene en todas las religiones, desde las más antiguas hasta el cristianismo. Se come en común la misma cosa sagrada para participar del mismo dios. Del mismo modo, dos contratan­tes podían ligarse bebiendo en un mismo vaso, sirviéndose de la misma comida, o incluso compartiéndola. El hecho de beber en un mismo vaso puede encontrarse todavía en numerosos usos nupciales. La costumbre de sellar un contrato bebiendo juntos o palmeándose no tiene otro origen.

En estos ejemplos, los lazos basados en el status personal servían de modelo a los vínculos contractuales nacientes. Pero los lazos originados en el status real fueron empleados para el mismo fin. Los derechos y las obligaciones que tengo respecto de una cosa dependen del estado de esta cosa, de su situación jurídica. Si está comprendida en el patrimonio de otro, debo res­petarla; si, a pesar de eso, ingresa en mi patrimonio, debo resti­tuirla o restituir un equivalente. Imaginemos dos individuos o dos grupos que quieren realizar un intercambio; por ejemplo, intercambiar una cosa por otra o por una suma de dinero. Una de las partes entrega la cosa; quien la recibe contrae una obli­gación, la obligación de restituirle un equivalente. Así nace el contrato real, es decir, un contrato que se forma por la transfe­rencia real de una cosa. Ahora bien, sabemos el papel que han desempeñado los contratos reales tanto en el derecho romano y el derecho germánico como en nuestro viejo derecho francés. Incluso en el derecho actual pueden observarse sus huellas. De allí viene el uso de entregar una seña. En lugar de dar el objeto mismo del intercambio, se entrega sólo una parte de su valor, u otro objeto. A menudo, una cosa sin valor resulta suficiente: una brizna de paja, el guante que se utilizaba en el derecho germáni­co. El objeto recibido convertía en deudor a quien lo recibía. Con el tiempo, el gesto de la entrega del objeto fue suficiente.

Pero como se ve, ni el blood-covenant ni el contrato real son contratos propiamente dichos. En ambos casos, la obligación no resulta de la eficacia de las voluntades concordantes. Por sí mis-mas, estas voluntades no podrían producir el vínculo. Era nece­sario que contuviesen además un estado, fuese de las personas o de las cosas, y era este estado –y no las voluntades contra­tantes– la causa generadora del lazo constituido de este modo. Si, según estos blood-covenants, me encuentro obligado en re­lación con mis aliados y viceversa, no es en virtud del consen­

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timiento otorgado sino porque –según la operación que ha sido efectuada– compartimos la misma sangre. Si, en el contrato real, debo el precio del objeto recibido, no es porque lo he prometi­do, sino porque este objeto ha pasado a formar parte de mi pa­trimonio, porque de allí en adelante se encuentra en esa situa­ción jurídica. Todas estas prácticas son procedimientos para lle­gar casi a los mismos resultados que el contrato, pero a través de otros medios que no son el contrato propiamente dicho. Por­que lo que constituye el contrato es la concordancia expresa de las voluntades. Ahora bien, aquí hace falta algo más; es nece­sario que se haya creado inmediatamente un estado de las co­sas o de las personas que tenga la capacidad de producir efec­tos jurídicos. Mientras está presente este intermediario, el con­trato no existe.

Pero hay otra vía a través de la cual nos acercamos más al contrato propiamente dicho. Las voluntades no pueden ligarse más que a condición de afirmarse. Esta afirmación se hace a tra­vés de las palabras. Ahora bien, las palabras tienen algo de real, de natural, de efectivo, que puede dotarlas de una virtud religiosa gracias a la cual obligan y ligan a aquellos que las han pronun­ciado. Por eso basta que sean pronunciadas según estas formas religiosas y en condiciones religiosas. También por eso se vuel­ven sagradas. Uno de los medios para conferirles este carácter es el juramento, es decir, la invocación a un ser divino. A través de esta invocación, el ser divino se convierte en el garante de la promesa intercambiada; y, por consiguiente, esta promesa – desde que ha sido intercambiada de esta manera, aun cuando no se realizara exteriormente por un primer esbozo de ejecución– se vuelve obligatoria bajo amenaza de penas religiosas cuya grave-dad es bien conocida. Por ejemplo, cada contratante pronuncia una palabra que lo compromete y una fórmula a través de la cual invoca sobre su cabeza tales o cuales maldiciones divinas si falta a sus compromisos. Muy a menudo, el carácter coercitivo de las palabras así pronunciadas es reforzado por sacrificios y ritos mágicos de todo tipo.

He aquí el origen de los contratos formalistas y solemnes. Se caracterizan por el hecho de producir un vínculo sólo si las par­tes se comprometen según una fórmula determinada, solemne, de la que ninguno puede apartarse. La fórmula produce el lazo. En este signo se reconoce el carácter esencial de las fórmulas mágicas y religiosas. La fórmula jurídica es un sucedáneo del formalismo religioso. Cuando determinadas palabras, dispuestas

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en un orden definido, tienen una influencia moral, que pierden si son otras o si son pronunciadas en otro orden, podemos es-tar seguros de que tienen o han tenido un sentido religioso, y que deben su privilegio a causas religiosas. Porque sólo la pa-labra religiosa tiene este efecto sobre las cosas y sobre los hom­bres. En lo que hace a los romanos, un hecho tiende a mostrar el carácter religioso que tenían los contratos en su origen: es el uso del sacramentum. Cuando dos contratantes estaban en des­acuerdo sobre la naturaleza de sus derechos y sus deberes res­pectivos, depositaban en un templo una suma de dinero que va­riaba según la importancia del litigio; era el sacramentum. Quien perdía el proceso perdía también la suma que había depositado. Se la consideraba una multa en beneficio de la divinidad, lo que supone que la tentativa que había hecho era considerada una o­fensa contra los dioses. Éstos estaban presentes en el contrato.

Se ve ahora con qué lentitud se ha desarrollado la noción de contrato. El blood-convenant, los contratos reales no son ver­daderos contratos. El contrato solemne se le acerca más. Dado que aquí las voluntades se afirman a través de palabras acom­pañadas por fórmulas consagradas, el compromiso es sagrado. No obstante, incluso en este caso, el valor moral del compromi­so no surge directamente del consentimiento de las voluntades, sino de la fórmula empleada. Si falta la solemnidad no hay con­trato. Veremos en la próxima lección las etapas que el derecho contractual debió recorrer para llegar a su estado actual.

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Decimosexta Lección

La moral contractual (continuación)

En la última lección, hemos visto con qué dificultad las socie­dades han llegado a la noción de contrato. Todos los derechos y deberes dependen de un estado consumado de las cosas o de las personas; ahora bien, en el contrato propiamente dicho, lo que origina la obligación es un estado a realizar y tan sólo concebido. No se da ni se recibe más que una afirmación de la voluntad. ¿Cómo puede tal afirmación obligar a la voluntad de la que emana? ¿Se dirá que en el contrato dos voluntades se vinculan mutuamente, que se han vuelto solidarias y que esta solidaridad limita su libertad? Pero, ¿en qué puede obligarme la promesa que hace mi contratante de realizar tal prestación a cambio de que yo realice tal otra? Mi compromiso para con el otro no es más o menos obligatorio porque el otro se haya com­prometido conmigo. Ambos compromisos tienen la misma na­turaleza; y si ninguno de los dos tiene por sí mismo el presti­gio moral suficiente para obligar a la voluntad, su convergencia tampoco podría dárselos. Por otra parte, para que exista contra-to no es necesario que haya un compromiso de prestaciones re­cíprocas. Hay contratos unilaterales. Ni el contrato de donación ni el contrato de prenda implican un intercambio. Si declaro, en las condiciones presentes, que entrego tal suma o tal objeto a determinada persona, estoy obligado a ejecutar mi promesa aun­que no haya recibido nada a cambio. En este caso, la afirmación de mi voluntad me obliga sin que exista una afirmación recípro­ca. ¿De dónde viene este privilegio?

Los pueblos han llegado muy lentamente a dotar de efica­cia jurídica y moral a la simple manifestación de la voluntad.

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Cuando los intercambios se vuelven más frecuentes, la necesi­dad de relaciones contractuales comienza a hacerse sentir y se buscan medios para satisfacerla. Sin instaurar un derecho nue­vo, se hacen esfuerzos para adaptar el derecho estatutario a es­tas nuevas necesidades. El principio adoptado fue el siguien­te. Cuando las partes estaban de acuerdo, se producía un es­tado de las cosas o las personas que se convertía en fuente de obligaciones ulteriores. Por ejemplo, uno de los contratantes cumplía con la prestación para la que se había comprometido; desde entonces había un hecho efectivo que ligaba a la otra parte. El vendedor entregaba la cosa y esta cosa –que pasaba a formar parte del patrimonio del comprador– obligaba a éste último, en virtud de la regla –admitida en todas las sociedades, aunque con variaciones en el modo en que estaba sancionada– que prescribe que las personas no pueden enriquecerse a ex­pensas de los demás. O bien, tan pronto las condiciones del acuerdo eran establecidas, los contratantes se sometían a una operación que creaba entre ellos una especie de parentesco sui generis y este parentesco creaba todo un sistema de derechos y deberes recíprocos. A través de estos dos procedimientos, se produce un cambio en el derecho estatutario como consecuen­cia de un acuerdo de las voluntades y, en este aspecto, los la­zos constituidos adquieren un carácter contractual. Pero estos lazos no son el producto del acuerdo entre las voluntades y, desde este punto de vista, no hay todavía un verdadero con­trato. En ambos casos, el consentimiento por sí solo no puede generar la obligación; engendra derechos a través de un inter­mediario. Es un estado efectivo de las cosas o las personas que sigue inmediatamente al acuerdo y que, por sí solo, hace que este acuerdo tenga consecuencias jurídicas. Mientras que la prestación no ha sido hecha, al menos parcialmente, mientras que los contratantes no han mezclado su sangre o no se han sentado en la misma mesa, siguen siendo libres para dar marcha atrás con su decisión. La simple afirmación de la voluntad ca­rece de eficacia. Se ha usado el derecho estatutario para lograr más o menos los mismos efectos que produce el derecho con­tractual; pero éste no ha nacido todavía.

Pero hay otro camino a través del cual los hombres han lo­grado aproximarse más a él. En todo caso, las voluntades no pueden unirse más que a condición de afirmarse exteriormente, de manifestarse hacia fuera. Es necesario que sean conocidas para que la sociedad pueda adjudicarles un carácter moral. Esta

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afirmación, esta manifestación exterior se realiza con la ayuda de las palabras. Ahora bien, las palabras son algo real, material, y puede asignárseles una virtud religiosa gracias a la cual, una vez declamadas, tienen el poder de ligar y de constreñir a quie­nes las han pronunciado. Por eso basta con que sean pronun­ciadas siguiendo ciertas formas y en ciertas condiciones religio­sas. Desde entonces se vuelven sagradas. Ahora bien, podemos entender cómo las palabras, una vez que han adquirido un ca­rácter sagrado, imponen respeto a quienes las han pronuncia­do. Tienen el mismo prestigio del que están dotadas las perso­nas y las cosas que son objetos de derechos y deberes. Pue­den convertirse, también ellas, en fuente de obligaciones. Uno de los medios para conferirles esta cualidad –y, por consiguien­te, esta fuerza obligatoria– es el juramento, es decir, la invoca­ción de un ser divino. A través de esta invocación, éste ser se convierte en el garante de las promesas hechas o intercambia­das, está presente en ellas y les comunica algo de sí mismo y de los sentimientos que inspira. Faltar a la palabra es ofender­lo, es exponerse a su venganza –es decir, a penas religiosas– que son, a los ojos del fiel, tan ciertas e infalibles como las pe­nas que más tarde habrían de pronunciar los tribunales. En es­tas condiciones, desde que las palabras han salido de la boca del contratante, ya no le pertenecen, se han vuelto exteriores a él; porque han cambiado de naturaleza. Se han vuelto sagradas, mientras él sigue siendo profano. Por consiguiente, están sus­traídas de su arbitrio; aunque provienen de él, ya no están bajo su control. No puede ya cambiarlas, está obligado a ejecutar­las. El juramento es, también, un medio para comunicar a las palabras, es decir, a las manifestaciones directas de la voluntad humana, esa suerte de trascendencia que presentan las cosas morales. Las separa del sujeto del que provienen y las convierte en algo nuevo que se le impone a aquél.

Sin dudas, éste es el origen de los contratos solemnes y for-males. Se caracterizan por ser válidos sólo si se han pronuncia­do ciertas fórmulas determinadas. Nadie puede separarse de ellas; de otro modo, el contrato no tiene fuerza obligatoria. Aho­ra bien, en este signo se expresa un carácter esencial de las fór­mulas mágicas y religiosas. Cuando se considera que determina­das palabras, ubicadas en un orden definido, tienen una virtud que pierden a la menor modificación que se introduzca en ellas, podemos estar seguros de que tienen –o han tenido– un carác­ter religioso y que deben su privilegio a causas religiosas. Por­

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que sólo la palabra religiosa puede ejercer esta acción sobre los hombres y sobre las cosas. El formalismo jurídico no es más que un sucedáneo del formalismo religioso. Por lo demás, en lo que atañe a los germanos, la palabra que designa el hecho de celebrar un contrato solemne es adhramire o arramire, que se ha tradu­cido por fidem jurejurendo facere. En otras partes, se halla com­binada con sacramentum: Sacramenta quae ad palatium fuerunt adramita. Adramire es hacer una promesa solemne con juramen­to. Es altamente probable que, en sus orígenes, la stipulation ro­mana tuviese el mismo carácter. Era un contrato que se celebra­ba verbis, es decir, por medio de fórmulas determinadas. Ahora bien, para quien sabe hasta qué punto el derecho romano era, en el principio, algo religioso y pontificio, casi no hay dudas de que estas verba fueron inicialmente fórmulas rituales destinadas a dotar al compromiso de un carácter sagrado. Ciertamente, estas palabras eran pronunciadas en presencia de sacerdotes y, tal vez, en lugares sagrados. Por lo demás, ¿no se llamaba palabras sacramentales a estas palabras solemnes?

Pero es probable que, muy a menudo cuando no siempre, estos ritos verbales no bastasen para consagrar las palabras intercambiadas, para hacerlas irrevocables; también se emplea­ban ritos manuales. Tal vez ese sea el origen del denario a Dios, que consistía en una moneda que uno de los contratantes en­tregaba al otro una vez que el negocio estaba concluido. No era un anticipo que se descontaba luego del precio total, una suer-te de seña, sino un suplemento que proveía una de las partes y que no afectaba a la suma que debía entregarse ulteriormente. No parece posible observar aquí una ejecución parcial como la que encontramos en los contratos reales. Debe tener un senti-do. Ahora bien, generalmente era empleada para fines piadosos, tal como indica su nombre: denario a Dios. ¿No sería, entonces, más bien una supervivencia de alguna ofrenda destinada a in­teresar a la divinidad en el contrato, a convertirla en participan­te del convenio, lo que constituye un medio tan eficaz como la palabra para invocar y consagrar los compromisos formulados?

Lo mismo sucede con el rito de la brizna de paja. En la lec­ción precedente, habíamos creído ver en él una supervivencia del contrato real. Pero es un error. En efecto, nada autoriza a creer que sea menos antiguo que éste último; por consiguiente, no hay pruebas de que haya derivado de él. Lo que más se opo­ne a esta interpretación, es que la brizna de paja, o festuca, cuya entrega consagraba el compromiso contraído, no era entregada

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por el futuro acreedor sino por el futuro deudor. No era, como la entrega que se realizaba en el derecho real, una prestación cumplida, en su totalidad o en parte, dado que la prestación com­prometida por el deudor quedaba por efectuarse enteramente. Esta operación no podía generar una obligación del acreedor para con el deudor, sino a la inversa. Finalmente, el contrato solem­ne de los romanos, que se celebraba verbis, es decir, por medio de fórmulas consagradas, era denominado stipulatio. Ahora bien, la palabra stipulatio deriva de stipula, que significa también paja. Y “Veteres, quando sibi aliquid promettebant, stipulam tenentes frangebant”. La stipula fue de uso popular hasta una época bas­tante avanzada. Entonces, estaba en estrecha relación con el contrato verbal solemne. Los dos procedimientos parecen inse­parables. En cuanto al sentido exacto de este rito, es difícil es­tablecerlo. Evidentemente, constituía una suerte de homenaje del deudor hacia el acreedor, que ligaba al primero con el segundo. Transfería al acreedor algo de la personalidad jurídica del deu­dor, algo de sus derechos. Lo que me hace pensar que este era su sentido, es la naturaleza de la operación que ha venido a re­emplazarlo en el transcurso de la Edad Media. La festuca no so­brevivió a la época franca. Fue reemplazada por un gesto de la mano. Cuando se trataba de un compromiso que debía tomar­se para con una persona determinada, el futuro deudor ponía sus manos entre las del acreedor. Cuando se trataba simplemen­te de una promesa unilateral, de un juramento afirmativo, se la colocaba sobre reliquias o se la levantaba (¿hacia el cielo para tomarlo por testigo?). Aquí percibimos más claramente el carác­ter religioso, incluso místico de estos gestos, porque aún no han desaparecido de nuestros usos; y, por otro lado, no hay dudas de que tenían por objeto crear un vínculo. Esto es particularmente evidente en dos tipos de contratos que revisten una gran impor­tancia. En primer lugar, el contrato feudal que unía al hombre con el señor. Para dar testimonio de fe y rendir homenaje, el hombre se arrodillaba y colocaba sus manos en las manos del señor, pro­metiéndole fidelidad. Encontramos la misma práctica en el con­trato de los esponsales, contrato a través del cual los novios sellaban su compromiso. Los novios se prometían matrimonio juntando sus manos, lo que aún se conserva en el ritual católi­co del matrimonio. Ahora bien, sabemos que este contrato era obligatorio.

No estamos en condiciones de decir con precisión cuáles son las creencias religiosas que subyacen a estas prácticas. Sin

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embargo, algunas indicaciones generales se desprenden de las aproximaciones precedentes. La imposición o la unión de las manos es un sucedáneo de la entrega de la festuca, y, por con­siguiente, ambas deben tener el mismo sentido y el mismo ob­jeto. Ahora bien, el rito de la imposición de las manos es muy conocido. No hay religión que no lo haya empleado. Si se trata de bendecir, de consagrar un objeto cualquiera, el sacerdote posa sus manos sobre la cabeza; si se trata de librar a un indi­viduo de sus pecados, coloca su mano sobre las víctimas que luego sacrifica. Lo que hay de impuro en él, en su personalidad, es expulsado, es comunicado a la bestia y destruido junto con ella. A través de un procedimiento similar, la víctima inmolada para rendir homenaje a una divinidad se vuelve representativa de la persona que la inmola o la hace inmolar, etc. Los hombres se representaban la personalidad como una comunicación, sea en su totalidad o sea en partes determinadas; y es evidente que las prácticas que acabamos de relatar tienen por función esta­blecer comunicaciones de este tipo. Sin duda, cuando las estu­diamos con nuestras ideas actuales, nos vemos llevados a no ver en ellas más que símbolos, modos de representar alegórica­mente los lazos contraídos. Pero, por regla general, las prácti­cas no asumen de entrada este carácter simbólico; el simbolis­mo constituye para ellas una decadencia que llega cuando su sentido primitivo se ha perdido. No comienzan siendo símbo­los, sino causas eficaces de las relaciones sociales; las engen­dran, y sólo más tarde descienden al estado de simples signos exteriores y materiales. La entrega que fundamenta el contrato real es considerada una entrega real, y constituye el contrato, le otorga su carácter obligatorio. Mucho más tarde, llega a con­vertirse en un simple medio que sólo sirve para probar material-mente la existencia del contrato. Lo mismo sucede con los usos de los que acabamos de hablar. Es conveniente relacionarlos con el blood-covenant. También ellos tienen por efecto la crea­ción de un vínculo entre los contratantes afectando su perso­nalidad moral. ¿Tal vez la palmada y el Handschlag tengan el mismo origen?

De este modo, estos contratos están formados por dos ele­mentos: un núcleo verbal, la fórmula, luego los ritos materiales. Están más cerca del verdadero contrato que del contrato real. Porque, si todavía son necesarias prácticas intermediarias para que el consentimiento tenga efectos jurídicos, al menos estas prácticas ligan directamente las voluntades. En efecto, estas

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prácticas intercaladas no constituyen una prestación efectiva, ni siquiera parcial, de lo que constituye el objeto del contrato. Cualesquiera sean las ceremonias empleadas, los compromisos asumidos por ambas partes quedan aún por cumplirse en su to­talidad, incluso luego de haberse realizado estas ceremonias. De ambas partes, no hay sino promesas, y, sin embargo, estas promesas comprometen a los dos contratantes. Esto no suce­de en el contrato real, porque uno de los dos contratantes ya ha completado su promesa total o parcialmente; una de las dos voluntades ya no está en estado de voluntad, puesto que se ha realizado. Es cierto que el blood-covenant tenía la misma ven­taja. Se comprende con facilidad que este rito excepcionalmen­te complicado no puede servir más que para grandes ocasiones, no para el detalle de la vida. No puede ser empleado para ga­rantizar las compras y las ventas que se producen cotidiana­mente. Se lo utiliza casi exclusivamente cuando se crea una aso­ciación durable.

Pero, además, el contrato solemne era susceptible de un per­feccionamiento fácil que se produjo, en efecto, en el curso de la historia. Estos ritos materiales que constituyen su revestimien­to exterior tienden a desmoronarse y a desaparecer. En Roma, este perfeccionamiento comienza a realizarse en la época clási­ca. Las formalidades exteriores de la stipulatio no son más que un recuerdo cuyos trazos los eruditos encuentran en las costum­bres populares, en el folclore y en la composición misma de la palabra. Ya no son necesarias para que la stipulatio tenga vali­dez. Ésta queda reducida a la fórmula consagrada que los dos contratantes deben pronunciar con una exactitud religiosa. El mismo fenómeno se ha producido en las sociedades modernas bajo la influencia del cristianismo. La Iglesia tendió a conside­rar el juramento como la condición necesaria y suficiente de la validez del contrato, sin otras formalidades. De este modo, el in­termediario entre el acuerdo de las voluntades y la obligación de realizar este acuerdo perdía crecientemente su importancia. Dado que las palabras son la expresión inmediata de la voluntad, no quedaba otra condición exterior al consentimiento mismo más que el carácter determinado de la fórmula en la que este consen­timiento debía expresarse, y las virtudes especiales y los carac­teres particulares asociados a esta fórmula. Si esta virtud se re­duce a nada y, por consiguiente, desaparece toda exigencia re­lativa a la forma verbal empleada por los contratantes, estamos

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en presencia del nacimiento del contrato propiamente dicho, el contrato consensual.

Se trata de la cuarta etapa por la que pasa esta evolución. ¿Cómo ha llegado el contrato a librarse de este último elemento extrínseco y adventicio? Muchos factores han intervenido para producir este resultado.

En primer lugar, el desarrollo de los intercambios, su frecuen­cia, su variedad, no podían adecuarse fácilmente al engorroso formalismo del contrato solemne. Se realizaban a través de con­tratos nuevas relaciones a las que ya no podían convenir las fór­mulas estereotipadas, consagradas por la tradición. Era necesa­rio que las operaciones jurídicas se volvieran más flexibles, para poder acomodarse a la forma de la vida social. Cuando las com­pras y las ventas son incesantes, cuando no hay momento en que el comercio deje de funcionar, no puede pedirse a cada com­prador y a cada vendedor que presten juramento, que recurran a tal o cual fórmula definida, etc. El carácter cotidiano, la conti­nuidad de estas relaciones excluyen forzosamente toda solem­nidad y se llega naturalmente a buscar los medios de disminuir el formalismo, de atenuarlo o eliminarlo completamente. Pero ésta no es una explicación suficiente. Porque de la necesidad de bus-car estos medios, no se sigue que se los haya encontrado. Aún hay que indicar cómo se han presentado al espíritu público en el momento en que se revelaron como necesarios. No basta que una institución sea útil para que surja de la nada en el momento deseado; aún hace falta que se tenga con qué hacerla, es decir, que las ideas existentes lo permitan, que las instituciones exis­tentes no se opongan o incluso provean la materia indispensa­ble para formarla. De este modo, no era suficiente que el contrato consensual fuera requerido por los progresos de la vida econó­mica; era necesario que el espíritu público estuviese preparado para concebir esta posibilidad. Dado que, hasta entonces, las obligaciones contractuales no parecían poder resultar más que de solemnidades determinadas o de la entrega de la cosa, era necesario que se produjera un cambio en las ideas que permitie­se atribuirle otro origen. He aquí cómo podemos representarnos la manera en que se ha dado esta última transformación.

¿Qué es lo que se oponía desde el comienzo a la concepción del contrato consensual? El principio de que toda obligación ju­rídica sólo podía originarse en un estado efectivo de las cosas o de las personas. Por sí mismo, este principio es incuestiona­ble. Todo derecho tiene una razón de ser y esta razón de ser

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sólo puede ser algo definido, es decir, un hecho efectivo. Pero ¿es imposible que simples declaraciones de la voluntad satisfa­gan esta exigencia? De ninguna manera. Sin duda, no pueden cumplir esta condición si la voluntad afirmada puede ser rever­tida. Porque, entonces, no podría constituir un hecho consuma­do, porque no se sabe en qué sentido se manifestará finalmen­te; no puede decirse con certeza lo que es ni lo que será. Por consiguiente, de allí no puede resultar nada definido, no pue­de nacer ningún derecho. Pero imaginemos que la voluntad del contratante se exprese de manera tal que no pueda dar marcha atrás con su afirmación. Entonces, adquiere todos los rasgos del hecho consumado, susceptible de engendrar consecuen­cias del mismo tipo: porque es irrevocable. Si me comprometo a venderle o alquilarle determinado objeto, de tal manera que una vez asumido este compromiso no dispongo ni del derecho ni de los medios para romperlo, suscito en usted un estado mental determinado, que está en relación con la certeza que us-ted tiene acerca de lo que yo he de hacer. Usted cuenta, y pue­de contar legítimamente, con la prestación prometida: tiene de­recho a considerar que se realizará efectivamente y actuar en consecuencia. Asume tal posición, efectúa tal compra o tal ven­ta en razón de esta legítima certeza. Si, repentinamente, decido retirar mi promesa, le causo a usted un perjuicio tan grave como el que tendría lugar, en el caso de un contrato real, si le retirara la cosa luego de habérsela entregado; modifico las condiciones en que usted había basado sus consideraciones, hago vanas las operaciones en las que usted puede haberse comprometido, guiado por la fe en la palabra que yo le había dado. Es eviden­te que la moral se opone a este daño injustificado.

Ahora bien, en el contrato solemne, la condición que acaba­mos de señalar es plenamente satisfecha: la irrevocabilidad de la voluntad está asegurada. La solemnidad del compromiso le con­fiere este carácter, consagrándola y haciendo de ella algo que ya no depende de mí aunque haya surgido de mí. La otra parte tie-ne derecho a contar con mi palabra (y, recíprocamente, si el con­trato es bilateral). Tiene, moral y jurídicamente, el derecho de considerar que la promesa ha de ser cumplida. Entonces, si fal­to a ella, violo al mismo tiempo dos deberes: 1° Cometo un sa­crilegio, dado que violo un juramento, profano una cosa sagra­da, realizo un acto que me está religiosamente prohibido, usur­po el dominio de las cosas sagradas; 2° Lesiono a otro en su posesión del mismo modo en que lo haría con un vecino en su

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dominio; le perjudico o arriesgo perjudicarle. Ahora bien, desde el momento en que el derecho del individuo es suficientemente respetado, no está permitido causarle un daño inmerecido. De esta manera, en el contrato solemne, el vínculo formal que une a los contratantes es doble: estoy ligado por mi juramento a los dioses; tengo ante ellos la obligación de cumplir mi promesa. Pero también estoy ligado con mi semejante, porque mi juramen­to, exteriorizando mi palabra, permite al otro aferrarse a ella defi­nitivamente como si fuera un hecho. Hay una doble resistencia a que semejantes contratos puedan ser violados: la que provie­ne del derecho arcaico y religioso, y la que nace del derecho re­ciente y humano.

Ahora se observa cómo han sucedido las cosas. El segun­do de estos elementos –separado, desembarazado completamen­te del primero (las formas solemnes)– se convierte en el contra-to consensual. Las necesidades de una vida más activa tendían a reducir la importancia de las solemnidades. Al mismo tiempo, la disminución de la fe hacía que se les asignara menor valor; el sentido de muchas de ellas se perdía paulatinamente. Si en el contrato solemne sólo hubiesen existido los lazos jurídicos ge­nerados por las solemnidades, esta evolución hubiera desembo­cado en una regresión del derecho contractual, al perder los compromisos contratados todo fundamento. Pero hemos visto que había otro vínculo que podía sobrevivir: el que tiene sus raí­ces en el derecho del individuo. Es cierto que este segundo lazo dependía del primero; porque la palabra adquiere un carácter objetivo, que la sustrae a la libre disposición del contratante, gracias a la existencia del juramento. Una vez producido este hecho, ¿puede ser obtenido por otros medios? Bastaba con es­tablecer que la simple declaración de la voluntad, cuando era hecha sin reservas, sin reticencias, sin condiciones hipotéticas, cuando, en una palabra, se presentaba como irrevocable, era irre­vocable; desde entonces, podía producir sobre los individuos el mismo efecto que cuando estaba rodeada de solemnidades, te­nía la misma fuerza obligatoria. Es decir que el contrato consen­sual existía. Ha surgido del contrato solemne. Éste había ense­ñado a los hombres que podían tomarse compromisos de manera definitiva; sólo este carácter definitivo resultaba de las operacio­nes litúrgicas y formalistas. Se lo separaba de la causa que lo había producido originalmente, para unirlo a otra, y surgía así un contrato nuevo, o más bien el contrato propiamente dicho. El contrato consensual es un contrato solemne cuyos efectos úti­

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les se conservan, pero obteniéndolos de otra manera. Si el se­gundo no hubiese existido, no habríamos podido formarnos una idea del primero, no habríamos podido concebir que la palabra de honor –fugitiva y revocable– pudiese ser fijada, sustanciali­zada. Pero mientras que el contrato solemne se fijaba por medio de procedimientos mágicos o religiosos, en el contrato consen­sual la palabra adquiere la misma fijeza, la misma objetividad por el solo efecto de la ley. Para comprender este contrato, no hay que partir de la naturaleza de la voluntad o de la palabra que la expresa; no hay nada en la palabra que pueda obligar a quien la pronuncia. La fuerza obligatoria es provista desde fuera. Las creencias religiosas han producido la primera síntesis; luego, una vez hecho esto, se conservó por otras razones, porque era útil.

Es evidente que esta explicación simplifica las cosas para hacerlas más inteligibles. No es que un buen día se suprimió el formalismo y se estableció el nuevo principio. Las solemnidades perdieron terreno muy lentamente, bajo la doble influencia que hemos indicado: nuevas exigencias de la vida económica, oscu­recimiento de las ideas que estaban en la base de estas solem­nidades. La nueva regla se separó también muy lentamente del envoltorio formalista que la recubría, lo que sucedió a medida que la necesidad se hacía más presente y las viejas tradiciones le oponían menos resistencia. La lucha entre ambos principios se mantiene durante mucho tiempo. Los contratos reales y so­lemnes permanecieron en la base de un derecho contractual ro­mano que se aplicaba en algunos casos determinados. Y hasta una época muy avanzada de la Edad Media encontramos rastros evidentes de las antiguas concepciones jurídicas.

Por lo demás, el contrato solemne no ha desaparecido com­pletamente. No hay código en el que no se lo aplique. Lo que precede nos permite comprender a qué razones responden estas supervivencias. El contrato solemne liga doblemente a los hom­bres: por un lado, los liga a unos con otros; por otro lado, los liga sea a la divinidad, si es ella quien ha tomado parte en el con­trato, sea a la sociedad, si es ella la que interviene a través de sus representantes; y sabemos que la primera no es sino la for­ma simbólica de la segunda. El contrato solemne nos obliga más que cualquier otro. Y he aquí porque es de rigor allí donde los lazos que se forman son particularmente importantes, como en el caso del matrimonio. Si el matrimonio es un contrato solemne, no es sólo porque las solemnidades facilitan la prueba, precisan las fechas, etc. Es, sobre todo, porque este lazo –habiendo crea­

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do altos valores morales– no puede ser abandonado libremente al arbitrio de los contratantes. Es porque un poder moral supe­rior se mezcla en la relación que se constituye…1.

1 . A continuación, hay seis líneas indescifrables que parecen poder ser suprimidas sin perjuicio.

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Decimoséptima Lección

El derecho contractual (fin)

En definitiva, el contrato consensual es un punto de llegada en el que han confluido, al desarrollarse, el contrato real, por un lado, y el contrato verbal solemne, por el otro. En el contrato real, se entrega una cosa y es esta entrega la que engendra la obligación; me convierto en vuestro deudor debido a que he recibido determinado objeto que usted me ha cedido. En el con­trato solemne, no se realiza ninguna prestación; sólo hay pala­bras, acompañadas generalmente por ciertos gestos rituales. Pero estas palabras son pronunciadas de tal modo que, ni bien salen de la boca de quien realiza la promesa, se vuelven exte­riores a él; son sustraídas ipso facto de su arbitrio; no tiene in­fluencia sobre ellas, son lo que son y él no puede cambiarlas. Se han vuelto una verdadera cosa. Pero, entonces, también son susceptibles de transferencia; también pueden ser alienadas de cierta manera, entregadas a otro como las cosas materiales que componen nuestro patrimonio. Las expresiones que todavía se utilizan con cierta frecuencia –dar la palabra, alienar la palabra–, no son simples metáforas; corresponden a una verdadera ena­jenación. Una vez que hemos dado nuestra palabra, ya no nos pertenece. En el contrato solemne, esta cesión ya era realizada, pero estaba subordinada a operaciones mágico-religiosas, de las que ya hemos hablado y que eran las únicas que la hacían posible, dado que eran estas operaciones las que objetivaban la palabra y la resolución de quien realizaba la promesa. Cuan­do esta cesión se libra de los ritos que la condicionaban pre­cedentemente y constituye por sí sola el acto contractual, he

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aquí que surge el contrato consensual. Ahora bien, una vez que se ha dado el contrato solemne, esta reducción y esta simplifi­cación debían realizarse por sí mismas. Por un lado, una regre­sión de las solemnidades verbales u otras se producía, al mis-mo tiempo, por una suerte de decadencia espontánea y bajo la presión de las necesidades sociales que reclamaban una mayor rapidez en los intercambios; por otro lado, los efectos útiles del contrato solemne podían ser obtenidos (en una medida sufi­ciente) por un medio distinto que las solemnidades; bastaba que la ley declarara irrevocable toda declaración de la voluntad que se presentase como tal: esta simplificación fue admitida con mayor facilidad cuando, con el transcurso natural del tiempo, las prácticas económicas perdieron gran parte de su sentido y su autoridad originaria. Sin duda, este contrato reducido no podía tener la misma fuerza obligatoria que el contrato solem­ne, porque en éste último los individuos establecían un doble vínculo: uno que ligaba a las partes contratantes, el otro que las unía con el poder moral que intervenía en el contrato. Pero la vida económica requería que los vínculos contractuales per­diesen parte de su rigidez; para que pudiesen celebrarse con facilidad, era necesario que presentaran un carácter más tempo­ral, que el acto que tenía por objeto establecer el compromiso dejara de estar impregnado de una gravedad religiosa. Bastaba con reservar el contrato solemne para los casos en que la rela­ción contractual presentara una particular importancia.

Éste es el principio del contrato consensual: consiste en sus­tituir la transferencia material que tiene lugar en el contrato real por una simple cesión oral e incluso, más exactamente, mental y psíquica, como veremos. Una vez establecido, sustituye total-mente al contrato real, que desde entonces no tenía ya ninguna razón de ser. Su fuerza obligatoria no era más intensa y, por otra parte, sus formas eran inútilmente complicadas y generales. Por esta razón no ha dejado huellas en nuestro derecho actual, mien­tras que el contrato solemne subsiste junto con el contrato con­sensual que ha surgido de él.

A medida que este principio se establece, determina diversas modificaciones en la institución contractual, que cambiarán pau­latinamente su fisonomía.

El régimen del contrato real y del contrato solemne corres­ponde a una fase de la evolución social en la que el derecho de los individuos era débilmente respetado. De allí resultaba que los derechos individuales comprometidos en todo contrato no

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estaban suficientemente protegidos. Sin dudas, sucede a menu-do que el deudor recalcitrante es castigado con una pena: gol­pes, prisión, multa. Por ejemplo, en China, recibe una cierta can­tidad de golpes de caña de bambú; lo mismo sucede en Japón; en el viejo derecho hindú, la pena es pecuniaria. Pero todavía se desconocía la regla según la cual la verdadera sanción consiste en obligar a los contratantes a cumplir con su palabra o a repa­rar el daño que pueden haber ocasionado a la otra parte, faltan­do al compromiso asumido. Dicho de otro modo, el contrato es sancionado en la medida en que aparece como un atentado con­tra la autoridad pública, pero la manera en que afecta a los par­ticulares no es tenida en cuenta. Los perjuicios privados que pueda causar no están previstos en modo alguno. De allí resul­taba que el acreedor no tenía garantías de que la deuda sería pa­gada. A esta situación debe atribuirse, sin duda, un uso curio-so que se observa en diferentes pueblos, pero particularmente en la India y en Irlanda, y que por esta razón es generalmente conocido con el nombre con el que se lo designa en la India: es el “dharna”. El acreedor, para obligar al deudor a cumplir con su compromiso, se instala frente a la casa de éste último y amena­za con dejarse morir de hambre en caso de que no se le pague lo debido. Y, por supuesto, para que la amenaza pudiese ser con­siderada seria, era necesario que –llegado el caso– el ayunante estuviese decidido a llegar hasta el final, es decir, hasta el suici­dio. Al enumerar los medios legales para obligar al deudor, Marion dice: “En cuarto lugar, está el ayuno, cuando el acreedor se ubica frente a la puerta del deudor y se deja morir de hambre”. La eficacia de este extraño procedimiento se vincula con las creencias y los sentimientos de que son objeto los muertos. Sa­bemos cuanto se les teme. Son potencias de las que los vivos no pueden escapar. A menudo sucede, en las sociedades infe­riores, que un individuo se suicida por vendetta. Se cree que uno puede vengarse con más seguridad de su enemigo matándose a sí mismo antes que asesinándole. Es un medio de venganza que los débiles pueden utilizar contra los fuertes. Quien nada podría hacer en vida contra un personaje poderoso, está en con­diciones de reemplazar esta venganza terrenal que no puede pro­curarse, por una venganza de ultratumba que se considera más terrible y, sobre todo, más infalible. No sería imposible, incluso, que –en el caso del dharna propiamente dicho– el suicidio tu­viera por objeto común el aislar al deudor en su casa, confirién­dole al umbral un carácter mágico que lo hacía infranqueable. En

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efecto, el acreedor se sentaba en el umbral y allí moría; allí que­daría su espíritu una vez separado de su cuerpo. Velaría sobre este umbral y se opondría a que su propietario lo atravesara. Al menos, no podría atravesarlo sin correr grandes peligros. Es co­mo una confiscación del muerto sobre la casa; una suerte de em­bargo póstumo.

Este uso demuestra que, para lograr que se le pagase la deu­da, el acreedor sólo contaba consigo mismo. Por lo demás, in­cluso en el derecho germánico, debía realizar el embargo por sus propios medios. Es verdad que la ley ordenaba al deudor que se lo permitiese; pero la autoridad no intervenía en lugar de los particulares y ni siquiera los asistía. Esto significa que el lazo específico creado por el contrato no tenía un carácter moral muy pronunciado; lo adquiere recién cuando aparece el contrato consensual, porque aquí la relación que se constituye se crea totalmente a través del contrato. Entonces, la sanción de los contratos consiste esencialmente, no en que la autoridad públi­ca vengue la desobediencia –como sucede en el caso del deu­dor recalcitrante–, sino en que asegure a ambas partes la ple­na y directa realización de los derechos que habían adquirido.

Pero no se han modificado sólo las sanciones, es decir, la or­ganización exterior del derecho contractual. La estructura inte­rior fue totalmente transformada.

En primer lugar, el contrato solemne –al igual que el contra-to real– era unilateral. En éste último, el carácter unilateral resul­taba del hecho de que una de las partes cumplía las prestacio­nes de manera indirecta; no podía estar obligada para con la otra. Sólo había un deudor (quien había recibido) y un acreedor (quien había entregado la cosa). En los contratos solemnes, sucedía lo mismo, porque el contrato solemne implica un sujeto que prome­te y un sujeto que recibe la promesa. En Roma, uno pregunta: “¿Prometes hacer o dar esto o aquello?”. El otro responde: “Lo prometo”. Para crear un lazo bilateral, es decir, para que hubie­se intercambio en el curso del contrato, para que cada contratan­te fuese a la vez deudor y acreedor, hacían falta dos contratos diferentes e independientes entre sí; porque la distribución de los roles era diferente en uno y en otro. Había necesariamente una verdadera inversión. Quien hablaba inicialmente como esti­pulante o acreedor, hablaba luego como deudor y daba su pro-mesa, y viceversa. La independencia de estas dos operaciones era tal que la validez de una era completamente distinta de la va­lidez de la otra. Supongamos, por ejemplo, que me he compro­

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metido solemnemente a pagar a Primius una cierta suma como remuneración por un asesinato que él se ha comprometido a co-meter; esta obligación recíproca se constituye, bajo el régimen del contrato solemne, a través de dos contratos unilaterales su­cesivos. Yo comenzaré prometiendo solemnemente una suma de dinero a Primius, quien aceptará; aquí, yo soy quien promete y él es quien estipula, no habiendo todavía una obligación de co-meter el asesinato. Luego, a través de otro contrato, él promete perpetrar el asesinato por expreso pedido mío. Ahora bien, el se­gundo contrato es ilícito porque su causa es inmoral. Pero el pri­mero es perfectamente lícito: por consiguiente, el derecho roma­no consideraba la promesa de entregar la suma de dinero como válida por sí misma, y era necesario recurrir a un rodeo jurídico para evitar sus consecuencias. Semejante sistema no se presta­ba fácilmente a los intercambios, a las relaciones bilaterales o recíprocas. De hecho, entre los germanos, los contratos bilate­rales –aunque no son desconocidos– aparecen sólo como ope­raciones al contado, y una operación al contado no es verdade­ramente contractual. Sólo el contrato consensual podía crear en una sola operación la doble red de lazos que constituye todo convenio bilateral. Porque la mayor flexibilidad del sistema per-mite que cada contratante pueda desempeñar al mismo tiempo los papeles de deudor y acreedor, de quien promete y de quien estipula. Como los contratantes ya no están obligados a some-terse rigurosamente a una fórmula determinada, las obligaciones recíprocas pueden ser convenidas simultáneamente. En el mis-mo momento, ambas partes declaran que consienten el intercam­bio en las condiciones acordadas entre ellas.

Otra novedad importante resulta del hecho de que los con­tratos consensuales se convierten necesariamente en contratos de buena fe. Se llama así a los contratos cuyo alcance y conse­cuencias jurídicas deben ser determinados exclusivamente por las intenciones de las partes.

Los contratos reales y los contratos consensuales no po­dían presentar este carácter, o al menos sólo podían presentarlo de una manera muy imperfecta. En efecto, en ambos casos la obli­gación no resultaba pura y simplemente del consentimiento dado, de la manifestación de la voluntad. Intervenía otro factor cuya presencia era necesaria para ligar a las partes. Este factor era, incluso, el elemento decisivo y debía afectar profundamente la naturaleza de sus formas; por consiguiente, era imposible que estos contratos pudieran depender exclusivamente –o incluso

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principalmente– de lo que podríamos llamar el factor psicológi­co, es decir, la voluntad o la intención. En el caso del contrato real, había una cosa que era transferida; como la fuerza obliga­toria del acto provenía de ella, contribuía en gran parte a deter­minar el alcance de la obligación. En el mutuum romano, que era un préstamo de consumo, el tomador debía cosas de la misma calidad –y en la misma cantidad– que las que había recibido. Dicho de otra manera, es el género, la naturaleza y la cantidad de las cosas recibidas lo que determina el género, la naturaleza y la cantidad de las cosas adeudadas. Ahora bien, ésta es la for­ma primitiva del contrato real. Más tarde, es cierto, el contrato real sirvió para realizar intercambios propiamente dichos, en los que el deudor no debía una cosa equivalente a la que había re­cibido, sino un valor equivalente. Aquí, el papel de la cosa era menos importante. Pero el empleo del contrato real para este ob­jeto es relativamente tardío; cuando asume esta forma, el con­trato consensual comienza a nacer. Como decíamos a propósi­to de los germanos, hasta que no aparece este tipo de contra-to, el intercambio se hacía casi exclusivamente al contado. Finalmente, incluso en este caso, la cosa entregada es una fuen­te de obligación y, por consiguiente, afecta a esta obligación. No hay que preguntarse qué es lo que ha querido entregar una de las partes, qué ha querido recibir la otra, porque la entrega está hecha, porque la cosa está allí, con su valor intrínseco que determina el valor que el deudor debe al acreedor. El objeto ha­bla por sí mismo y es el que decide. El papel que desempeña la cosa en el contrato real es cumplido por las palabras o los ri­tos en el contrato solemne. Las palabras empleadas, los gestos ejecutados producen la obligación y la determinan. Para saber qué debe entregar o hacer quien ha realizado la promesa, el deu­dor, no deben consultarse ni sus intenciones ni las de la otra parte, sino la fórmula que ha empleado. Al menos, el análisis ju­rídico debe partir de ella. Dado que son las palabras las que li­gan, son ellas las que brindan la medida de los vínculos cons­tituidos. Incluso en el último estadio del derecho romano, el contrato de estipulación debía ser interpretado estrictamente. La intención de las partes, aunque fuese evidente, carecía de efec­to si no se la podía deducir de las palabras empleadas (Accarias, 213). Porque, una vez más, la fórmula tiene valor por sí misma, por su virtud propia, y esta virtud no puede depender de las voluntades de los contratantes, sino que se impone a estas vo­luntades. De este modo, una fórmula mágica produce sus efec­

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tos, mecánicamente por así decirlo, con independencia de las intenciones de quienes se sirven de ella. Si éstos conocen la fórmula más adecuada a sus intereses, tanto mejor para ellos. Pero la acción de la fórmula no está subordinada a sus deseos. Por todas estas razones, la buena fe, la intención de las partes no es casi tenida en cuenta ni en los contratos reales, ni en los contratos solemnes. En Roma, recién en el año 688 desde la fundación de la ciudad fue instituida la acción de dolo, que per-mite al contratante engañado por maniobras dolosas, obtener la reparación del perjuicio causado.

Pero las cosas debían cambiar a partir del momento en que surgió el contrato consensual. Aquí, en efecto, ya no hay nin­guna cosa que intervenga en la relación y que afecte su natura­leza. Hay palabras, al menos en general, pero estas palabras ya no tienen virtud por sí mismas, dado que pierden todo carácter religioso. Sólo valen en tanto expresión de las voluntades que manifiestan y, por consiguiente, es el estado de estas volunta­des lo que determina las obligaciones contraídas. Las palabras no son nada por sí mismas; son sólo signos que hay que inter­pretar y que significan el estado de espíritu y de voluntad que las ha inspirado. Decíamos antes que la expresión “dar la pala­bra” no es del todo metafórica. Hay algo que se entrega, que se aliena, que está prohibido modificar. Pero, hablando con rigor, no son las palabras pronunciadas las que están marcadas ne varietur, sino la resolución que ellas expresan. Lo que entrego a los otros, es mi firme intención de actuar de tal o cual manera; y, por consiguiente, debe considerarse esta intención para saber qué es lo que he entregado, es decir, a lo que me he comprome­tido. Por la misma razón, para que haya contrato es necesario que ya exista previamente en la intención de las partes. Si la inten­ción falta de un lado o de otro, no puede haber contrato. Porque lo que se entrega es la intención de actuar de una determinada manera, de transferir la propiedad de un determinado objeto, y lo que el otro afirma es su intención de aceptar lo que se le trans­fiere. Si falta la intención, no queda más que la forma del contra-to, forma vacía de todo contenido positivo. Sólo se han pronun­ciado palabras desprovistas de sentido, por lo tanto, carentes de todo valor. Por lo demás, no debemos precisar las reglas según las cuáles las intenciones de las partes deben ser apreciadas en su influencia sobre las obligaciones contractuales. Nos basta con plantear aquí el principio general, mostrando cómo el con­

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trato consensual debía ser un contrato de buena fe y cómo el contrato no podía ser de buena fe si no era consensual.

Se observa hasta qué punto el contrato consensual consti­tuye una revolución jurídica. El papel preponderante que allí tie-ne el consentimiento, la declaración de la voluntad, tuvo por efecto la transformación de la institución. Adquiere su particu­laridad a través de un conjunto de caracteres bien definidos que lo separan de las antiguas formas del contrato de las que ha sur­gido. Por el solo hecho de ser consensual, el contrato está san­cionado, es bilateral, es de buena fe. Pero eso no es todo. El principio sobre el que se basa la institución renovada contiene, además, el germen de todo un desarrollo cuyas consecuencias, causas y orientación habremos de describir ahora.

El consentimiento puede ser dado, según las circunstan­cias, de manera muy diferente y, por consiguiente, presentar cualidades diferentes, que hacen variar su valor y su signifi­cación moral. Una vez admitido que el consentimiento era la base del contrato, era natural que la conciencia pública fuese llevada a distinguir las diversas modalidades que puede presen­tar, a apreciarlas, a determinar su alcance jurídico y moral.

La idea que domina esta evolución, es que el consentimien­to no es verdaderamente tal, que no obliga a quien consiente, más que a condición de haber sido otorgado libremente. Todo aquello que limita la libertad del contratante, disminuye la fuer­za obligatoria del contrato. Esta regla no debe ser confundida con la que exige que el contrato sea intencional. Porque puedo haber tenido la voluntad de contratar como lo he hecho y, sin embargo, haberlo hecho obligado y forzado. En este caso, deseo las obligaciones que suscribo; pero las deseo porque se ha ejer­cido una presión sobre mí. Entonces, se dice que el consenti­miento está viciado y que, por consiguiente, el contrato es nulo.

Por más natural que nos parezca esta idea, se ha instalado muy lentamente y enfrentando todo tipo de resistencias. Dado que, durante siglos, se consideraba que la virtud obligatoria del contrato residía fuera de las partes –en la fórmula pronunciada, en el gesto ejecutado, en la cosa entregada–, no se podía hacer depender el valor del vínculo contraído de lo que sucedía en las profundidades de la conciencia de los contratantes, de las con­diciones en las que había sido tomada la resolución. En el año 674 de Roma, tras la dictadura de Sila, se instituyó una acción que permitía que aquellos que habían sido obligados, a través de amenazas, a contraer compromisos perjudiciales para ellos

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mismos, pudiesen obtener una reparación por el perjuicio que se les había ocasionado. Esta idea fue sugerida por el espectáculo de desordenes y de abusos del que Roma fue escenario bajo el régimen de terror impuesto por Sila. Nació de circunstancias ex­cepcionales, pero las sobrevivió. Recibió el nombre de actio quod metus causa. Por lo demás, su alcance era bastante restrin­gido. Para que el temor ocasionado al contratante por un terce­ro pudiera dar lugar a una rescisión del contrato, era necesario que tuviera por objeto un mal excepcional, que afectase incluso al hombre más firme; y los únicos males que correspondían a esta definición eran la muerte y los suplicios corporales. Ulterior-mente, esta regla se hizo menos rigurosa y permitió que se equi­parara el temor a la muerte con el temor a la servidumbre inme­recida, a una acusación capital, o a un atentado contra el pudor. Pero nunca se tuvo en cuenta un temor relativo al honor o a la fortuna (v. Accarias, 1079).

En nuestro derecho actual, la regla es aún menos rigurosa. Para que un temor vicie el contrato, no es necesario que sea tan intenso como para conmover incluso un alma estoica. Según la fórmula consagrada en el artículo 112, basta con que pueda im­presionar a una persona razonable. El texto agrega que debe considerarse “en esta materia, la edad, el sexo y la condición de las personas”. La violencia es relativa; en algunos casos, pue­de ser muy débil. Hemos salido definitivamente de las rigurosas restricciones del derecho romano.

¿De dónde proviene este precepto jurídico cuya importancia veremos enseguida? Suele decirse que el hombre es libre y que, por consiguiente, el consentimiento que da, sólo puede imputár­sele a condición de que lo haya dado libremente. Encontramos aquí ideas análogas a las que encontraremos luego a propósito de la responsabilidad. Se dice que si el criminal no ha cometido un acto libremente, este acto no proviene de él y, por consiguien­te, no puede reprochársele. De la misma manera, en el caso del contrato hay una suerte de responsabilidad que resulta de la promesa que he hecho, dado que estoy obligado a cumplir cier­tos actos que se derivan de esta promesa. Pero aquel a quien se la he hecho, no puede pedirme que la sostenga si no soy real-mente yo quien la ha hecho. Ahora bien, si me ha sido impues­ta por un tercero, no soy responsable y, por consiguiente, no podría estar obligado por un compromiso que otro ha asumido por mi intermedio. Y si aquel que me ha forzado es también quien

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se beneficia del contrato, se halla sin otro garante que él mismo; es decir, que el contrato se desvanece.

Pero esta explicación incurre en el error de subordinar el fun­cionamiento de una institución jurídica a la solución de un pro­blema metafísico. ¿El hombre es libre? ¿No es libre? Es una cues­tión que nunca ha afectado las legislaciones y se explica fácil­mente que no dependan de ella. Podría creerse que el estado de opinión sobre este punto controvertido podría haber contribui­do a determinar de una u otra manera el espíritu y la letra del de­recho; que éste cambia según los pueblos crean o no en la liber­tad. Pero la verdad es que la conciencia pública nunca se ha planteado este problema de manera abstracta. Casi no hay so­ciedades que no hayan creído, al mismo tiempo, en algo análo­go a lo que llamamos libertad y en algo que corresponde a lo que llamamos determinismo, sin que nunca una de las dos ideas haya excluido completamente a la otra. En el cristianismo, por ejemplo, encontramos la teoría de la predeterminación providencial jun­to con la teoría que pretende que cada fiel sea autor de su fe y su moralidad.

Por otra parte, si el hombre es libre, parece que estuviera siempre en condiciones de negar su consentimiento, si es que quiere; entonces, ¿por qué no habría de padecer las consecuen­cias? El hecho es tanto más sorprendente e inexplicable cuan­to que, en el caso que nos ocupa, en el caso del contrato, a ve­ces se considera que violencias leves pueden alterar el consen­timiento. Para resistirlas, no hace falta una energía excepcional. No admitimos que un hombre asesine a otro para evitar una pérdida de dinero y le hacemos responsable de su acto. Sin em­bargo, hoy consideramos que el temor a una pérdida pecunia-ria inmerecida basta para viciar un contrato y suprimir las obli­gaciones contraídas por quien ha padecido esta violencia. No obstante, la libertad, el poder de resistir son iguales en ambos casos. ¿Por qué aquí, en el caso descrito, el acto es considera­do como voluntario y consentido, y allí asume una naturaleza completamente distinta? Finalmente, hay muchos casos en que el temor es intenso, en que no deja lugar a ninguna opción, en que –por consiguiente– la voluntad está predeterminada y, sin embargo, el contrato es válido. El comerciante que debe con­traer un préstamo para escapar a la bancarrota, recurre a este medio de salvación porque no puede hacer otra cosa; y, sin embargo, si el prestamista no ha abusado de la situación, el contrato es válido moral y jurídicamente.

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No es la mayor o menor dosis de libertad lo que importa: si los contratos impuestos por coerción directa o indirecta no son obligatorios, no es debido al estado en que se hallaba la volun­tad en el momento en que consentía. Es debido a los resultados que una obligación creada de esta manera tiene para el contra­tante. En efecto, si ha cumplido el trámite que le ha obligado bajo una presión exterior, si su consentimiento le ha sido arrancado, es que este consentimiento era contrario a sus intereses y a las justas exigencias que podía tener en virtud de los principios ge­nerales de la equidad. La coerción no puede haber tenido otro objeto y otro resultado que forzarle a ceder algo que no quería ceder, hacer algo que no quería hacer, o incluso cederlo o hacerlo en condiciones que no deseaba. Se le ha impuesto una pena, un sufrimiento, sin que él lo mereciese. Ahora bien, el sentimiento de simpatía que tenemos hacia el hombre en general es ofendi­do cuando se inflige un dolor a alguien sin que haya hecho nada para merecerlo. La pena es el único sufrimiento que consi­deramos justo, y la pena supone un acto culpable. Todo acto que ocasiona un perjuicio a nuestros semejantes, sin que nada en su conducta disminuya los sentimientos que nos inspira todo lo humano, nos parece inmoral. Decimos que es injusto. Ahora bien, un acto injusto no podría ser sancionado por el derecho sin incurrir en una contradicción. He aquí por qué la violencia hace inválido al contrato en el que interviene. No es porque la causa determinante de la obligación sea exterior al sujeto que se obli­ga, sino porque se lo perjudica injustificadamente. En una pala­bra, es porque el contrato es injusto. De este modo, el adveni­miento del contrato consensual, combinado con un desarrollo de los sentimientos de simpatía humana, llevó a los espíritus a pen-sar que el contrato no era moral, que no debía ser reconocido y sancionado por la sociedad, si era un simple medio de explota­ción de una de las partes contratantes, en una palabra, si no era justo.

Ahora bien, si observamos con atención veremos que este principio era un principio nuevo. En realidad, es una nueva transformación de la institución. En efecto, el contrato consen­sual puro implica que el consentimiento es condición necesa­ria y suficiente de la obligación. He aquí como esta nueva con­dición se agrega a aquella que tiende a convertirse en la con­dición esencial. No basta con que el contrato sea consentido, sino que también debe ser justo. Y la manera en que se da el consentimiento no es más que un signo exterior del grado de

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equidad del contrato. El estado subjetivo en que se hallan las partes ya no se tiene en cuenta; sólo las consecuencias objeti­vas de los compromisos contraídos afectan el valor de estos compromisos. Dicho de otro modo, así como del contrato so­lemne surgió el contrato consensual, de éste último surge una forma nueva: el contrato equitativo. En la próxima lección, ve­remos cómo se ha desarrollado este nuevo principio y cómo, a medida que se desarrolla, está destinado a modificar profunda-mente la institución actual de la propiedad.

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Decimoctava Lección

La moral contractual (fin)

Del mismo modo que el contrato consensual ha surgido del contrato solemne y del contrato real, tiende a desarrollarse –a partir del contrato consensual– una nueva forma de contrato. Es el contrato justo, objetivamente equitativo. Su existencia ha sido revelada por la aparición de la regla en virtud de la cual el contrato es nulo cuando una de las partes ha dado su consen­timiento bajo la presión de una violencia manifiesta. La socie­dad se niega a sancionar una declaración de la voluntad que ha sido obtenida a través de la amenaza. ¿Por qué? Hemos visto cuán poco fundada es la explicación que atribuye este efecto jurídico de la violencia a que suprime el libre arbitrio del agen­te. ¿Consideramos la palabra en su sentido metafísico? Enton­ces, si el hombre es libre, puede resistir libremente todas las pre­siones que se ejercen sobre él; su libertad permanece intacta, cualquiera sea la amenaza que se cierna sobre él. ¿Entendemos por acto libre un acto espontáneo y queremos decir que el con­sentimiento implica la espontaneidad de la voluntad que con­siente? Pero, a veces, consentimos porque estamos obligados por las circunstancias, forzados por ellas, sin que tengamos la posibilidad de elegir. Y, sin embargo, cuando son cosas y no personas las que ejercen esta violencia sobre nosotros, el con­trato constituido en estas condiciones es obligatorio. Presiona­do por la enfermedad, estoy obligado a concurrir a un médico cuyos honorarios son muy altos; estoy tan obligado a aceptar­los como si se me pusiera una pistola en la garganta. Podríamos multiplicar los ejemplos. Siempre hay coerción en los actos que

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realizamos, en los consentimientos que damos; porque nunca se corresponden perfectamente con lo que deseamos. Quien dice contrato dice concesiones, sacrificios acordados para evi­tar otros más graves. En este aspecto, sólo hay diferencias de grado entre las diversas maneras en que se constituyen los con­tratos.

La verdadera razón para condenar los contratos obtenidos por violencia es que dañan al contratante que ha sido objeto de esta coerción. Le obligan a ceder lo que no quería ceder, le arran-can por la fuerza algo que poseía. Hay extorsión. La ley se nie­ga a sancionar un acto que tendría por efecto hacer sufrir a un hombre que no lo merece; es decir, un acto injusto. Y si la ley se niega, es porque los sentimientos de simpatía que todo hombre nos inspira se oponen a que le sea infligido un sufrimiento, a menos que haya cometido anteriormente un acto que disminu­ya nuestra simpatía para con él e, incluso, la reemplace por un sentimiento contrario. La sociedad desconoce este contrato por­que el consentimiento es doloroso, no porque uno de los con­tratantes no haya consentido voluntariamente. Y, de este modo, la validez del contrato está subordinada a las consecuencias que puede tener para el contratante.

Pero las injusticias impuestas por la violencia no son las úni­cas que pueden existir en el curso de las relaciones contractua­les. Constituyen una especie en el género. Uno de los contratan­tes puede –por astucia, por un exceso de habilidad, sabiendo utilizar diestramente las situaciones desfavorables en las que se halla el otro–, lograr que la otra parte consienta intercambios perfectamente injustos, es decir, acepte ceder sus servicios o cosas que posee a cambio de una remuneración inferior a su va­lor. En efecto, sabemos que existe –en cada sociedad y en cada momento de su historia– un sentimiento oscuro pero vivo de lo que valen los diferentes servicios sociales y las cosas que se intercambian. Aunque unos y otros no estén tasados, cada gru­po social presenta un estado de opinión que fija de manera más o menos aproximada su valor normal. Hay un precio medio que se considera el verdadero precio, el que expresa el valor real de la cosa en el momento considerado. Por el momento, no vamos a investigar cómo se constituye esta escala de valor. Todo tipo de causas interviene en su elaboración: consideración de la uti­lidad real de las cosas y los servicios, del esfuerzo que han cos­tado, de la facilidad relativa o de la dificultad con que podemos procurárnoslos, tradiciones, prejuicios de toda clase, etc. Esta

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escala es (y esto es todo lo que nos importa por el momento) siempre real y constituye la piedra de toque según la cual se juz­ga la equidad de los intercambios. Sin duda, este precio normal es un precio ideal; es muy raro que coincida con el precio real.Éste varía naturalmente según las circunstancias; no hay una cotización oficial que pueda aplicarse a todos los casos particu­lares. Es sólo un punto de referencia alrededor del cuál se pro­ducen necesariamente oscilaciones de sentido contrario; pero estas oscilaciones no pueden ir más allá de cierta amplitud, sea en un sentido o en otro, sin aparecer como anormales. A medi­da que las sociedades se desarrollan, la jerarquía de valores se hace más fija y más regular, liberándose de todas las condicio­nes locales, de todas las circunstancias particulares, para asu­mir una forma impersonal. Cuando había tantos mercados eco­nómicos como ciudades (y casi como poblados), cada localidad tenía su propia escala, su propia tarifa. Esta variedad dejaba un gran margen a los acuerdos personales. Por esta razón, el rega­teo, los precios individuales, son uno de los rasgos caracterís­ticos del pequeño comercio y la pequeña industria. Al contrario, cuanto más se avanza, más los precios se internacionalizan, ex­presándose en un sistema de bolsas y mercados controlados cuya acción se extiende sobre todo un continente. Antaño, bajo el régimen de mercados locales, para saber en qué condiciones podía obtenerse un objeto, era necesario negociar, luchar con destreza; actualmente, basta con abrir un buen periódico. Cada vez más, creemos que los verdaderos precios de las cosas inter­cambiadas están fijados antes de los contratos, lejos de resul­tar de ellos.

Entonces, todo contrato que se aparta demasiado de estos precios, aparece necesariamente como injusto. Un individuo no puede intercambiar una cosa a un precio inferior a su valor sin sufrir una pérdida que carece de compensación y de justificación. Las cosas suceden como si se le quitara, por medio de amena­zas, la fracción indebidamente retenida. En efecto, consideramos que este justo valor es el que le corresponde y, si se le priva de una parte de él sin que existan razones, nuestra conciencia mo­ral protesta por el motivo que hemos indicado más arriba. La ex­poliación que se le inflige ofende los sentimientos de simpatía que tenemos para con él, siempre y cuando no haya hecho nada para dejar de merecerlos. Poco importa que resista la violencia indirecta que se ejerce sobre él, que acceda incluso voluntaria­mente. En esta explotación de un hombre por otro, incluso si es

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consentida por quien la sufre –es decir, si no ha sido impuesta por una coerción propiamente dicha–, hay algo que nos ofende y nos indigna. Y, por supuesto, lo mismo sucede si el intercam­bio ha sido realizado a un precio superior al valor real. Porque, en ese caso, el comprador ha sido explotado. La noción de vio­lencia pasa a un segundo plano. Un contrato justo no es simple-mente un contrato que ha sido consentido libremente, es decir, sin coacción formal; es un contrato en el que las cosas y los ser­vicios son intercambiados por su valor verdadero y normal, es decir, por su valor justo.

Ahora bien, no puede negarse que estos contratos nos pa­recen inmorales. Para que los contratos nos parezcan moralmen­te obligatorios, no sólo exigimos que hayan sido consentidos, sino también que respeten los derechos de los contratantes. Y el primero de estos derechos es el de no ceder una cosa, objeto o servicio, más que a su precio. Reprobamos todo contrato leo­nino, es decir, todo contrato que favorezca indebidamente a una parte a expensas de la otra; por consiguiente, juzgamos que la sociedad no está obligada a hacerlo respetar, o al menos no debe hacerlo respetar en el mismo grado en que lo haría en el caso de un contrato equitativo, por la sencilla razón de que no es respe­table en la misma medida. Es cierto que estos juicios de la con­ciencia moral se han limitado al ámbito de la moralidad y no han afectado demasiado la esfera del derecho. Los únicos contratos de este tipo que nos negamos terminantemente a reconocer son los contratos de usura. El precio justo, el precio que debe pagar­se por recibir un préstamo de dinero, está fijado legalmente y no se permite sobrepasarlo. Por diversas razones, que es inútil in­vestigar, esta forma especial de explotación abusiva ha indigna­do más rápidamente y más fuertemente la conciencia moral; tal vez porque aquí la explotación es más material y más tangible. Pero, fuera del contrato de usura, todas las reglas que tienden a introducirse en el derecho industrial y que tienen por objeto impedir que el patrón abuse de su situación para obtener el tra­bajo del obrero en condiciones demasiado desventajosas para este último, es decir, demasiado inferiores a su verdadero valor, testimonian la misma necesidad. De allí las propuestas, fundadas o no, de fijar un ingreso mínimo para los asalariados. Ellas ates­tiguan que no todo contrato consentido, incluso cuando no ha existido violencia efectiva, es un contrato válido y justo. A falta de prescripciones relativas al salario mínimo, ya existen –en los códigos de varios pueblos europeos– disposiciones que obligan

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al patrón a proteger al obrero contra la enfermedad, contra los efectos de la vejez, contra los posibles accidentes. Es evidente que nuestra reciente ley sobre los accidentes industriales ha sido votada bajo la inspiración de estos sentimientos. Es uno entre tantos medios empleados por los legisladores para hacer menos injusto el contrato de trabajo. Sin llegar a fijar el salario, se obli­ga al patrón a garantizar ciertas ventajas determinadas a aque­llos a quienes emplea. Se protesta y se dice que, de este modo, se confieren verdaderos privilegios al obrero. En cierto sentido, nada es más cierto; pero estos privilegios están destinados a compensar en parte los privilegios contrarios de los que goza el patrón y que le permitirían infravalorar a voluntad los servicios del trabajador. Por lo demás, no examino si estos mecanismos tienen la eficacia que se les atribuye: tal vez no sean los mejo­res, o incluso vayan contra el objetivo que pretenden alcanzar. No importa. Nos basta constatar las aspiraciones morales que los han suscitado y cuya realidad prueban.

Todo demuestra que esta evolución no ha terminado; que nuestras exigencias sobre este tema se harán cada vez más gran-des. En efecto, el sentimiento de simpatía humana –que es la cau­sa determinante de este desarrollo– tendrá cada vez más fuerza, al mismo tiempo que asumirá un carácter más igualitario. Bajo la influencia de todo tipo de prejuicios, legados del pasado, toda­vía estamos inclinados a considerar desigualmente a los hom­bres de clases diferentes; somos más sensibles a los dolores, a las privaciones inmerecidas que puede sufrir el hombre de las clases superiores, que se consagra a las funciones nobles, que a aquellas que pueden padecer quienes se dedican a las funcio­nes y trabajos de orden inferior. Ahora bien, todo hace prever que esta desigualdad en la manera en que se distribuyen nues­tras simpatías irá desapareciendo; que los dolores de unos de­jarán de parecernos más o menos odiosos que los dolores de los otros; que los juzgaremos equivalentes por el solo hecho de que se trata de dolores humanos. Por consiguiente, procuraremos que el régimen contractual genere igualdad entre unos y otros. Exigiremos más justicia en los contratos. No quiero decir que un día esta justicia será perfecta, es decir, que habrá una completa equivalencia entre los servicios intercambiados. Podemos creer, con razón, que esta plena realización no es posible. Hay servi­cios que están por encima de toda remuneración; por lo demás, tal correspondencia sólo puede ser alcanzada de modo aproxi­mado. Pero la que existe hoy es desde ya insuficiente en relación

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con nuestras ideas actuales de justicia y, cuanto más avance­mos, más buscaremos aproximarnos a una proporcionalidad más exacta. Nada puede fijar un límite a este desarrollo.

Ahora bien, el gran obstáculo con que choca es la institu­ción de la herencia. Es evidente que la herencia, creando des­igualdades de nacimiento entre los hombres, desigualdades que no se corresponden con sus méritos y con sus servicios, vicia, en su base misma, todo el régimen contractual. En efecto, ¿cuál es la condición fundamental para asegurar la reciprocidad de los servicios contratados? Que los contratantes cuenten con armas similares para sostener esta especie de lucha de que resulta el contrato y en el curso de la cual se fijan las condiciones del in­tercambio. ¡Entonces, y solamente entonces, no habrá ni ven­cedor ni vencido, es decir, las cosas se intercambiarán de ma­nera equilibrada, equivalente! Lo que uno reciba equivaldrá a lo que entregue y viceversa. En el caso contrario, el contratan­te privilegiado podrá servirse de la superioridad que le favore­ce para imponer su voluntad al otro y obligarle a ceder la cosa o el servicio intercambiado por debajo de su valor. Si, por ejem­plo, uno contrata para obtener de qué vivir y el otro para obte­ner de qué vivir mejor, está claro que la fuerza de resistencia del segundo será ampliamente superior a la del primero, por el solo hecho de que puede renunciar a contratar si las condiciones que desea no son satisfechas. El otro no puede. Está obligado a ceder y sufrir la ley que se le ha impuesto. Ahora bien, la ins­titución de la herencia implica que hay ricos y pobres de naci­miento; es decir, que hay dos grandes clases en la sociedad, unidas por todo tipo de intermediarios; una que está obligada, para poder vivir, a conseguir que la otra acepte sus servicios a cualquier precio; otra que puede prescindir de estos servicios gracias a los recursos de que dispone y aun cuando estos re­cursos no correspondan a servicios realizados por quienes go­zan de ellos. Mientras exista una oposición tan marcada en la sociedad, los paliativos más o menos favorables podrán atenuar la injusticia de los contratos; pero, en principio, el régimen fun­cionará en condiciones que no le permiten ser justo. No es sólo sobre tales o cuales puntos particulares que pueden celebrar­se contratos leoninos; sino que el contrato es un régimen leo­nino en todo lo que concierne a las relaciones entre estas dos clases. La manera general en que son evaluados los servicios de los desheredados de la fortuna es injusta, porque estos ser­vicios son evaluados en condiciones que no permiten estimar­

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los en su verdadero valor social. La fortuna hereditaria, que se coloca en uno de los lados de la balanza, falsea el equilibrio. Y nuestra conciencia moral protesta crecientemente contra este modo injusto de evaluación y contra el estado social que lo hace posible. Sin duda, durante siglos, ha podido ser aceptada sin indignación, porque la necesidad de igualdad era menor. Pero hoy está en contradicción manifiesta con el sentimiento sobre el que se basa nuestra moralidad.

Comenzamos a darnos cuenta de la importancia que tuvo en la historia la aparición de lo que llamamos el contrato justo, y qué grandes repercusiones debía tener esta concepción. Se transforma toda la institución de la propiedad, dado que una de las fuentes de la adquisición –y una de las principales, a saber, la herencia– está condenada a desaparecer. Pero el desarrollo del derecho contractual también afecta el derecho de propiedad de manera directa, y no sólo de este modo indirecto y negati­vo. Acabamos de decir que la justicia exigía que los servicios prestados e intercambiados no fuesen remunerados por deba­jo de su valor. Pero este principio implica a otro, que es su co­rolario, que afirma que todo valor recibido debe corresponder a un servicio social prestado. Es evidente que en la medida en que esta correspondencia no existe, el individuo favorecido no puede haber obtenido el valor excedente del que goza más que quitándoselo a otro. Es necesario que este excedente del que se beneficia haya sido creado por otro, quien ha sido indebida­mente privado de él. Para que aquél reciba más, es decir, más de lo que merece, es necesario que este otro reciba menos. De don-de resulta este principio: la distribución de las cosas entre los individuos sólo es justa en la medida en que se realiza de ma­nera proporcional al mérito social de cada uno. La propiedad de los particulares debe ser la contrapartida de los servicios socia­les que han prestado. Este principio no contradice el sentimien­to de simpatía humana que subyace a toda esta parte de la mo­ral. Porque la intensidad de este sentimiento varía según el mé­rito social de los individuos. Tenemos una mayor simpatía por los hombres que más sirven a la colectividad; les deseamos mayor bienestar y, por consiguiente, aceptamos que reciban un mejor trato, aunque con algunas reservas que hemos de pun­tualizar enseguida. Por otra parte, una distribución de la propie­dad de este tipo no sólo es posible, sino que es la más adecua­da al interés social. Porque la sociedad está interesada en que las cosas estén en manos de los más capaces.

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De este modo, el principio sobre el que se basan los contra­tos equitativos extiende su acción más allá del derecho contrac­tual y tiende a convertirse en fundamento del derecho de pro­piedad. En el estado actual, la distribución fundamental de la propiedad se realiza en virtud del nacimiento (institución de la herencia); luego, la propiedad así distribuida originariamente se intercambia a través de contratos, pero de contratos que –ne­cesariamente– son en parte injustos como consecuencia de la desigualdad constitutiva en que se hallan los contratantes de­bido a la institución de la herencia. Esta injusticia básica del derecho de propiedad puede desaparecer en la medida en que las únicas desigualdades económicas que separen a los hom­bres sean aquellas que resultan de la desigualdad de sus ser­vicios. He aquí cómo el desarrollo del derecho contractual en­traña una refundación de la moral de la propiedad. Pero hay que prestar mucha atención a la manera en que formulamos este prin­cipio común del derecho real y del derecho contractual. No di­remos que la propiedad resulta del trabajo, como si hubiese una suerte de necesidad lógica en que la cosa fuese atribuida a quien ha trabajado en su creación, como si trabajo y propiedad fuesen sinónimos. Tal como hemos dicho, el lazo que une a la cosa con la persona no tiene nada de analítico; en el trabajo no hay nada que implique necesariamente que la cosa sobre la que se aplica este trabajo pertenece al trabajador. Hemos mostrado todas las dificultades de esta deducción. La sociedad es la ins­tancia que realiza la síntesis entre estos dos términos hetero­géneos; ella realiza la atribución –y la distribución– según los sentimientos que tiene para con los individuos, según la manera en que estima sus servicios. Y como esta estimación puede rea­lizarse según criterios muy diferentes, se sigue que el derecho de propiedad no es algo definido de una vez para siempre, una suerte de concepto inmutable, sino que es susceptible de evo­lucionar indefinidamente. Incluso el principio que acabamos de indicar puede variar, en más o en menos, por lo tanto puede de­sarrollarse. Volveremos luego sobre este punto. Al mismo tiem­po, de esta manera evitamos los errores que han cometido los economistas y los socialistas que han identificado el trabajo con la propiedad. Esta identificación tiende a hacer predominar la cantidad del trabajo por sobre la calidad. Pero, según lo que hemos dicho, no es la cantidad de trabajo puesta en una cosa lo que constituye su valor, sino la manera en que esta cosa es estimada por la sociedad. Y esta evaluación no depende tanto

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de la cantidad de energía gastada como de sus efectos útiles (al menos, tal como los siente la colectividad); he aquí un factor subjetivo que no se puede eliminar. Una idea genial, engendra­da sin pena e incluso con placer, vale más y merece más que años de trabajo manual.

Este principio ya está inscripto en la conciencia moral de los pueblos civilizados, pero todavía no es reconocido formalmente por el derecho. Esto plantea un problema práctico. ¿A través de qué reforma se podrá hacer de él una realidad legal? Una prime-ra reforma ya puede realizarse, sin que sea necesaria una tran­sición. La abolición de la herencia ab intestat y, sobre todo, de la herencia obligatoria que admite nuestro código en caso de descendencia directa. Hemos visto que la herencia ab intestat, supervivencia del antiguo derecho de copropiedad familiar, es actualmente un arcaísmo sin razón de ser. No corresponde a nada en nuestras costumbres y podría ser abolida sin afectar la constitución moral de nuestras sociedades. El problema puede parecer más delicado en lo que concierne a la herencia testa­mentaria. No es que se la pueda conciliar más fácilmente con el principio que hemos planteado. Ofende al espíritu de justicia tanto como la herencia ab intestat; genera las mismas desigual­dades. Actualmente, ya no admitimos que puedan legarse los títulos, las dignidades conquistadas o las funciones ocupadas durante la vida, a través de un testamento. ¿Por qué habría de ser más transmisible la propiedad? La situación social que he-mos adquirido es nuestra obra, al menos tanto como lo es nues­tra fortuna. Si la ley nos impide disponer de la primera, ¿por qué sería de otro modo con la segunda? Esta restricción al derecho de disponer no constituye un atentado contra la concepción individualista de la propiedad; al contrario. Porque la propiedad individual es la propiedad que comienza y termina con el indi­viduo. La transmisión hereditaria –sea por medio de testamen­to o de cualquier otra vía– es contraria al espíritu individualis­ta. En este punto, sólo hay verdaderas dificultades cuando se trata de la herencia testamentaria en línea directa. Aquí existe un conflicto entre nuestro sentimiento de justicia y ciertas costum­bres familiares que están fuertemente arraigadas. Actualmente, la idea de que se nos impida dejar nuestros bienes a nuestros hijos chocaría con vivas resistencias. Porque trabajamos para garantizar nuestro bienestar tanto como el de ellos. Pero nada indica que esta concepción no se relacione estrechamente con la organización actual de la propiedad. Dado que existe una

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transmisión hereditaria y, por consiguiente, una desigualdad original entre la condición económica de los individuos en el momento en que entran en la vida social, buscamos que esta desigualdad no sea desfavorable para nuestros seres queridos; incluso queremos favorecerles. De allí deriva nuestra preocupa­ción por trabajar para ellos. Pero si la igualdad fuese la regla, esta necesidad no se sentiría con tanta intensidad. Desapare­cería el peligro de que nuestros hijos afrontasen la vida sin otros recursos que los que ellos mismos pudiesen procurarse. Este peligro deriva de que, actualmente, algunos están provis­tos de ventajas previas, lo que coloca a aquellos que carecen de ellas en una situación de evidente inferioridad. Por lo demás, es probable que se conserve siempre algo del derecho de tes-tar. Las instituciones antiguas nunca desaparecen completamen­te; pasan a un segundo plano y se desvanecen progresivamen­te. La herencia ha desempeñado un rol demasiado considerable en la historia para que sea posible suponer que no sobreviva nada de ella. Pero quedarán sólo formas debilitadas. Por ejem­plo, podemos imaginar que cada padre de familia tenga el dere­cho de dejar partes determinadas de su patrimonio a sus hijos. Las desigualdades resultantes serían demasiado débiles para afectar gravemente el funcionamiento del derecho contractual.

Por otra parte, es imposible hacer previsiones demasiado precisas sobre esta cuestión, porque aún no contamos con el elemento indispensable de la respuesta. En efecto, ¿en qué ma-nos quedarían las riquezas que cada generación lega en el mo­mento en que desaparece? Dado que ya no habría herederos naturales o de derecho, ¿quién heredaría? ¿El Estado? ¿Quién no ve que es imposible concentrar recursos tan enormes en manos tan pesadas y despilfarradoras como las del Estado? Por otro lado, sería necesario distribuir periódicamente las cosas –o algu­nas de ellas– entre los individuos, al menos aquellas que son necesarias para el trabajo, como el suelo. Podríamos concebir adjudicaciones a través de las cuales estas cosas serían distri­buidas al mejor postor, por ejemplo. Pero es evidente que el Es­tado está demasiado lejos de las cosas y de los individuos como para poder cumplir adecuadamente tareas tan inmensas y com­plejas. Sería necesario que grupos secundarios menos vastos, más próximos al detalle de los hechos, pudiesen cumplir esta función. Fuera de los grupos profesionales, no vemos otros que sean aptos para desempeñar este papel. Competentes para ad­ministrar cada orden particular de intereses, susceptibles de ra­

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mificarse en todos los puntos del territorio, de tomar en cuenta las diversidades locales, las circunstancias territoriales, cumpli­rían todas las condiciones requeridas para convertirse en los herederos de la familia, al menos en el orden económico. Hasta ahora, la familia era la más indicada para asegurar la continuidad de la vida económica, porque era un pequeño grupo en contac­to inmediato con las cosas y las personas, y, por otra parte, por­que estaba ella misma dotada de una gran estabilidad. Pero esta estabilidad ya no existe. La familia se descompone sin cesar; no dura más que un tiempo; su existencia es discontinua. Ya no tie-ne el poder suficiente para unir económicamente unas generacio­nes con otras. Pero, por otro lado, sólo puede ser sustituida porun órgano secundario, restringido. Éste órgano puede –y debe– tener mayor amplitud que ella, porque los intereses económicos han crecido en importancia, a veces están esparcidos sobre to-dos los puntos del territorio. Pero es imposible que el órgano central esté presente y actúe en todos lados al mismo tiempo. De este modo, todo nos lleva a pronunciarnos en favor de los gru­pos profesionales1.

Más allá de estas consecuencias prácticas, este estudio del derecho contractual nos ha llevado a realizar una observación teórica importante. En la parte de la ética que acabamos de re­correr –es decir, la moral humana–, se distingue generalmente entre dos clases de deberes muy diferentes: por un lado, los deberes de justicia; por el otro, los deberes de caridad. Se ad-mite que existe una solución de continuidad entre ambos. Pa­rece que proceden de ideas y sentimientos completamente di­ferentes. En la justicia, vuelve a hacerse una nueva distinción:justicia distributiva y justicia retributiva. Ésta última preside –o debe presidir– los intercambios, prescribiendo que debemos recibir siempre la justa remuneración de lo que entregamos; la otra se relaciona con la manera en que la sociedad distribuye –es decir, reparte entre sus miembros– las leyes, las funciones, las dignidades. Ahora bien, de aquí resulta que sólo hay dife­rencias de grado entre estas diversas capas de la moral, que co­rresponden a una misma conciencia colectiva y a un mismo sen­timiento colectivo considerado en momentos diferentes de su desarrollo.

1 . Esta última frase es una restitución evidente del sentido, puesto que su lectura es imposible.

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En primer lugar, hemos visto que la justicia distributiva y la justicia retributiva se condicionan y se implican mutuamente. Para que los intercambios sean equitativos, es necesario que estén justamente distribuidos; y, por supuesto, la distribución de las cosas, incluso si hubiese sido hecha originalmente según las reglas de la equidad, no seguiría siendo justa, si pudieran reali­zarse intercambios en condiciones injustas. Una y otra son la consecuencia jurídica del mismo sentimiento moral: el sentimien­to de simpatía que el hombre tiene por el hombre. Sólo que en cada caso se lo considera en uno de sus aspectos. En uno, se opone a que el individuo entregue más de lo que recibe, preste servicios que no son remunerados en su verdadero valor. En el otro caso, este mismo sentimiento exige que no haya entre los individuos otras desigualdades sociales que las que correspon­den a su desigual valor social. En una palabra, bajo una u otra forma, tiende a borrar, a despojar de toda sanción social, las des­igualdades físicas, materiales, que dependen del azar del naci­miento, de la condición familiar, para dejar en pie sólo las des­igualdades de mérito.

Pero aunque sólo es cuestión de justicia, estas desigualda­des todavía sobreviven. Ahora bien, desde el punto de vista del sentimiento de simpatía humana, incluso estas desigualdades carecen de justificación. Porque amamos –y debemos amar– al hombre en tanto hombre, no en tanto científico genial, industrial habilidoso, etc. En el fondo, ¿las desigualdades de mérito no son desigualdades fortuitas, desigualdades de nacimiento de las que no puede hacerse responsables a los hombres? No nos parece equitativo que un hombre sea mejor tratado socialmente porque es hijo de una persona rica o de elevada dignidad. ¿Es más equi­tativo que un hombre sea mejor tratado porque ha nacido de un padre más inteligente, en mejores condiciones morales? Aquí comienza el dominio de la caridad. La caridad es el sentimiento de simpatía humana que llega a liberarse incluso de estas con­sideraciones no igualitarias, a borrar, negar como mérito particular esta última forma de la transmisión hereditaria, la transmisión de lo mental. No es otra cosa que el apogeo de la justicia. Es la so­ciedad que llega a dominar completamente a la naturaleza, a le­gislar sobre ella, a colocar esta igualdad moral en lugar de la des­igualdad física que está dada en las cosas. Sólo que, por un lado, este sentimiento de simpatía humana no alcanza este grado de intensidad más que en algunas conciencias de elite; en el térmi­no medio, las conciencias siguen siendo demasiado débiles para

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poder llevar este desarrollo lógico hasta sus últimas consecuen­cias. No ha llegado el momento en que el hombre ame a todos sus semejantes como a hermanos, cualquiera que sea su razón, su inteligencia, su valor moral. Tampoco ha llegado el momento en que el hombre haya logrado despojarse lo bastante comple­tamente de su egoísmo para que no sea necesario asignar un valor provisorio al mérito, un valor destinado a disminuir, en vis­tas de estimular al primero y contener al segundo. Y es esto lo que hace imposible actualmente un completo igualitarismo. Pero, por otro lado, es cierto que la intensidad de los sentimientos de fraternidad humana se va desarrollando y que los mejores de entre nosotros son capaces de trabajar sin esperar una remune­ración exacta de sus penas y sus servicios. De allí que busque­mos atenuar los efectos de una justicia distributiva y retributi­va demasiado exacta, es decir, en realidad siempre incompleta2. He aquí por qué, a medida que avanzamos, la caridad propia­mente dicha se vuelve siempre más [ilegible…] y, por consiguien­te, deja de ser un deber superogatorio, facultativo, para conver­tirse en una obligación estricta y para dar nacimiento a institu­ciones.

2 . Aquí falta una frase de tres líneas absolutamente ilegible y que no pa­rece romper la continuidad del desarrollo.

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ESCRITOS

SOBRE EL INDIVIDUALISMO,LOS INTELECTUALES

Y LA DEMOCRACIA

Émile Durkheim

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El individualismo y los intelectuales*

La cuestión que desde hace seis meses divide tan dolorosa­mente al país está en camino de transformarse: simple cuestión de hecho en el origen, se ha generalizado poco a poco. La in­tervención reciente de un literato conocido1 ha ayudado mucho a este resultado. Parece que ha llegado el momento de renovar con un golpe de claridad una polémica que estaba prolongán­dose en repeticiones ociosas. Por eso, en lugar de retomar nue­vamente la discusión de los hechos, hemos querido dar un salto y elevarnos hasta el plano de los principios: se ha atacado la idiosincrasia de los “intelectuales”2, las ideas fundamentales

*. Émile Durkheim, “L´individualisme et les intellectuels”, Revue Bleu, 4ta. Serie, t. X, pp. 7-13, 1898. Traducción: Federico Lorenc Valcarce. La traducción del presente artículo fue realizada en el mar­co de trabajo de la Cátedra de Historia del Conocimiento Sociológico I de la Universidad de Buenos Aires. Agradecemos a su titular Jorge Jenkins por habernos permitido incluirla en el presente volumen.

1. Ver el artículo del señor Brunetière: “Después del proceso”, en Revis­ta de los Dos Mundos del 15 de marzo de 1898.

2. Notemos al pasar que esta palabra, muy cómoda, no tiene en modo alguno el sentido impertinente que se le ha querido atribuir maliciosa­mente. El intelectual no es aquel que tiene el monopolio de la inteli­gencia; no hay funciones sociales en las que la inteligencia no sea necesaria. Pero es allí, en la tarea intelectual, que la inteligencia es a la vez el medio y el fin, el instrumento y el objeto; se utiliza allí la inteligencia para extender la inteligencia, es decir para enriquecerla con nuevos conocimientos, ideas o sensaciones. La inteligencia es todo en estas profesiones (arte, ciencia) y es para expresar esta par­ticularidad que, con total naturalidad, se ha comenzado a llamar inte­lectual al hombre que se consagra a ellas.

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que ellos reclaman, y no más el detalle de su argumentación. Si se niegan obstinadamente “a inclinar su lógica delante de un general del ejército”, es evidente que se arrogan el derecho de juzgar por sí mismos la cuestión; es que ponen su razón por encima de la autoridad, es que los derechos del individuo les parecen imprescriptibles. Entonces, es su individualismo el que ha determinado su disidencia. Pero entonces, se ha dicho, si se quiere volver a traer la paz a los espíritus y prevenir el retorno de discordias semejantes, es este individualismo que es nece­sario enfrentar decididamente. Es necesario poner fin de una vez por todas a esta inagotable fuente de divisiones intestinas. Y una verdadera cruzada ha comenzado contra esta plaga pú­blica, contra “esta gran enfermedad de nuestro tiempo”.

Aceptamos con mucho gusto el debate en estos términos. También creemos que las controversias de ayer no hacen más que expresar superficialmente un desacuerdo más profundo: que los espíritus se han enfrentado mucho más sobre una cuestión de principio que sobre una cuestión de hecho. Entonces, deje­mos de lado los argumentos circunstanciales que son intercam­biados de una parte y de otra; olvidémonos del affaire mismo y de los tristes espectáculos de los que hemos sido testigos. El problema que se levanta delante de nosotros sobrepasa infini­tamente los incidentes actuales y debe ser abstraído de ellos.

— I —

Hay un primer equívoco del que es necesario desembarazar­se antes que nada.

Para hacer menos dificultoso el enjuiciamiento del individua­lismo, se le confunde con el utilitarismo estrecho y el egoísmo utilitario de Spencer y los economistas. Esto es facilitarse la ta-rea y convertir la crítica en una operación sencilla. En efecto, es fácil denunciar como un ideal sin grandeza ese comercialismo mezquino que reduce la sociedad a un vasto aparato de produc­ción y de intercambio, y es demasiado claro que toda vida co­mún es imposible si no existen intereses superiores a los intere­ses individuales. Que tales doctrinas sean tratadas de anárqui­cas es sumamente merecido y nosotros participamos de este juicio. Pero lo que es inadmisible es que se razone como si este individualismo fuera el único que existe o incluso el único posi­ble. Al contrario, este individualismo se vuelve cada vez más raro

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y excepcional. La filosofía práctica de Spencer es de tal miseria moral que ya no cuenta prácticamente con partidarios. En cuan­to a los economistas, si en el pasado se han dejado seducir por el simplismo de esta teoría, desde hace ya mucho tiempo han sentido la necesidad de atemperar el rigor de su ortodoxia primi­tiva y abrirse a sentimientos más generosos. El señor de Molinari es casi el único, en Francia, que ha permanecido intratable en su obstinación y no es de mi conocimiento que haya ejercido una gran influencia sobre las ideas de nuestra época. En verdad, si el individualismo no tuviera otros representantes sería comple­tamente inútil mover cielo y tierra de este modo para combatir un enemigo que está pereciendo tranquilamente de muerte natural.

Pero existe otro individualismo más difícil de derrotar. Ha sido profesado desde hace un siglo por la más amplia generali­dad de pensadores: es el de Kant y de Rousseau, el de los espiri­tualistas, el que la “Declaración de los derechos del hombre” ha intentado, más o menos satisfactoriamente, traducir en fórmulas, el que se enseña corrientemente en nuestras escuelas y que se ha convertido en la base de nuestro catequismo moral. Se cree afectarlo bajo el manto del primero, pero las diferencias con él son profundas, y los críticos que dirigen su atención hacia uno no sabrán ponerse de acuerdo en el otro. Lejos de hacer al inte­rés personal el objetivo de la conducta, ve en todo aquello que es móvil personal la fuente misma del mal. Según Kant, no ten-go la certeza de actuar correctamente sino cuando los motivos que me determinan están ligados no a las circunstancias parti­culares en las que estoy situado sino a mi calidad de hombre in abstracto. A la inversa, mi acción es mala cuando no puede jus­tificarse lógicamente más que por mi situación económica o por mi condición social, por mis intereses de clase o de casta, por mis pasiones, etc. Por eso la conducta inmoral se reconoce por estar ligada estrechamente a la individualidad del agente y no puede ser generalizada sin caer en un absurdo evidente. Del mis-mo modo, si –según Rousseau– la voluntad general, que es la base del contrato social, es infalible, si es la expresión auténti­ca de la justicia perfecta, es que es producto de todas las volun­tades particulares; por consiguiente, constituye una suerte de medio impersonal del que todas las consideraciones individua­les son eliminadas porque, siendo divergentes e incluso antagó­nicas, se neutralizan y suprimen mutuamente3. Entonces, para

3 . Ver El contrato social, Libro II, Capítulo III.

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uno y para el otro, las únicas maneras de hacer que son mora­les son aquellas que pueden convenir a todos los hombres in­distintamente, es decir que están implicadas en la noción de hom­bre en general.

Henos aquí bien lejos de esta apoteosis del bienestar y el in­terés privados, de este culto egoísta del sí mismo que se ha po-dido con justicia reprochar al individualismo utilitario. Al contra-rio, según estos moralistas, el deber consiste en desviar nues­tras miradas de aquello que nos concierne personalmente, de todo aquello ligado a nuestra individualidad empírica, para bus-car únicamente lo que reclama nuestra condición de hombres, aquello que tenemos en común con todos nuestros semejantes. Asimismo, este ideal desborda de tal modo el nivel de los fines utilitarios que aparece a las conciencias que aspiran a él como completamente marcado de religiosidad. Esta persona humana, cuya definición es como la piedra de toque a partir de la cual el bien se debe distinguir del mal, es considerada como sagrada, en el sentido ritual de la palabra. Ella tiene algo de esa majestad tras­cendente que las iglesias de todos los tiempos asignan a sus dioses; se la concibe como investida de esa propiedad misterio­sa que crea un espacio vacío alrededor de las cosas santas, que las sustrae de los contactos vulgares y las retira de la circulación ordinaria. Y es precisamente de allí que proviene el respeto del cual es objeto. Todo el que atente contra una vida humana, con­tra el honor de un hombre, nos inspira un sentimiento de horror, análogo desde todo punto de vista al que experimenta el creyen­te que ve profanar su ídolo. Una moral de este tipo no es sim­plemente una disciplina higiénica o una sabia economía de la existencia; es una religión en la que el hombre es, al mismo tiem­po, fiel y Dios.

Pero esta religión es individualista, puesto que tiene al hom­bre por objeto y dado que el hombre es un individuo por defi­nición. Incluso no hay sistema en el que el individualismo sea más intransigente. En ningún lugar los derechos del individuo son afirmados con más energía, puesto que el individuo es aquí colocado en el rango de las cosas sacrosantas; en ninguna parte el individuo es más celosamente protegido contra las usurpacio­nes provenientes del exterior, de donde quiera que vengan. La doctrina de lo útil puede fácilmente aceptar toda suerte de com­promisos y transacciones sin renegar de su axioma fundamen­tal; puede admitir que las libertades individuales sean suspen­didas todas las veces que el interés del mayor número exija este

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sacrificio. Pero no hay acuerdo posible con un principio que es puesto fuera y por encima de todos los intereses temporales. No hay razón de Estado que pueda justificar un atentado contra la persona cuando los derechos de la persona están por encima del Estado. Si el individualismo es por sí mismo un fermento de di­solución moral, he aquí que se manifiesta más cabalmente su esencia antisocial. Se observa esta vez cuál es la gravedad de la cuestión. Porque este liberalismo del siglo XVIII que es, en el fondo, el objeto de todo el litigio, no es simplemente una teoría de gabinete, una construcción filosófica; se ha transferido a los hechos, ha penetrado nuestras instituciones y nuestras costum­bres, se ha mezclado con toda nuestra vida, y si verdaderamen­te fuera necesario deshacerse de él, sería a toda nuestra orga­nización moral lo que habría que reformar en el mismo movi­miento.

— II —

Ahora bien, es ya un hecho remarcable que todos estos teó­ricos del individualismo no sean menos sensibles a los derechos de la colectividad que a los del individuo. Nadie ha insistido más enérgicamente que Kant sobre el carácter supraindividual de la moral y del derecho; hace de ésto una suerte de consigna a la cual el hombre debe obedecer por el hecho mismo de que sea una consigna y sin tener que discutirla; y si se le ha reprochado a veces el haber exagerado la autonomía de la razón, se ha podi­do decir igualmente, no sin fundamentos, que él ha puesto en la base de su moral un acto de fe y de sumisión irracionales. Por otra parte, las doctrinas se juzgan sobre todo por sus produc­tos, es decir por el espíritu de las doctrinas que suscitan: ahora bien, del kantismo han salido la ética de Fichte, que está ya com­pletamente impregnada de socialismo, y la filosofía de Hegel de la cual Marx fuera discípulo. Para Rousseau, se sabe cómo su individualismo disimula una concepción autoritaria de la socie­dad. Como consecuencia de esto, los hombres de la Revolución, al tiempo que promulgaban la famosa “Declaración de los dere­chos”, han hecho de Francia una, indivisible, centralizada, y pue­de ser necesario también ver antes que nada, en la obra revolu­cionaria, un gran movimiento de concentración nacional. Final-mente, la razón capital por la que los espiritualistas han siempre

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combatido la moral utilitaria es que ella les parece incompatible con las necesidades sociales.

¿Se dirá que este eclecticismo no puede funcionar sin con­tradicción? Ciertamente no pensamos defender la manera en la que estos diferentes pensadores se las han arreglado para con­ciliar estos dos aspectos de sus sistemas. Si, con Rousseau, se comienza por hacer del individuo una especie de absoluto que puede y debe satisfacerse a sí mismo, es evidentemente difícil luego explicar cómo se ha podido constituir el estado civil. Pero se trata actualmente de saber, no si tal o cual moralista ha con­seguido mostrar cómo estas dos tendencias se concilian, sino si estas tendencias son por sí mismas conciliables o no. Las razo­nes que se han dado para establecer su unidad pueden no te­ner valor y, sin embargo, esta unidad puede ser real; y dado que se han encontrado generalmente en los mismos espíritus puede presumirse que son compatibles; de donde se sigue que deben depender de un mismo estado social del que posiblemente no son más que dos aspectos diferentes.

Y, en efecto, una vez que se ha dejado de confundir el indi­vidualismo con su contrario, es decir con el utilitarismo, todas estas pretendidas contradicciones se desvanecen como por arte de magia. Esta religión de la humanidad tiene todo lo necesario para hablar a sus feligreses en un tono no menos imperativo que el de las religiones que viene a reemplazar. Lejos de limitarse a glorificar nuestros instintos, nos asigna un ideal que desborda infinitamente la naturaleza; porque no somos por naturaleza esta sabia y pura razón que, librada de todo móvil personal, legisla­ría en abstracto sobre su propia conducta. Sin duda, si la digni­dad del individuo viniera dotada de estos caracteres individua­les, de las particularidades que le distinguen de los demás, se podría temer que esta religión lo encerrara en una suerte de ego­ísmo moral que tornaría imposible toda solidaridad. Pero, en rea­lidad, la recibe de una fuente más alta y que le es común a to-dos los hombres. Si tiene derecho a este respeto religioso, es porque tiene en sí algo de la humanidad. Es la humanidad lo res­petable y sagrado; ahora bien, ella no está toda en el individuo. Está esparcida en todos sus semejantes; por consiguiente, el in­dividuo no puede tomarla como fin de su conducta sin estar obli­gado a salir de sí mismo y proyectarse hacia fuera, en la vida co­mún. El culto del que es a la vez objeto y agente, no se dirige al ser particular que es y que lleva su nombre, sino a la persona humana, donde ella se encuentre y bajo cualquier forma en la que

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se encarne. Impersonal y anónimo, tal objeto flota por encima de todas las conciencias particulares y puede así servirles de cen­tro de reunión. El hecho de que no nos sea extraña (por el solo hecho de ser humana) no impide que nos domine. Ahora bien, todo lo que hace falta para que las sociedades sean coherentes, es que sus miembros tengan los ojos fijos en un mismo fin, que se encuentren en una misma fe; pero no es para nada necesario que el objeto de esta fe común se enlace a través de algún vín­culo con las naturalezas individuales. En definitiva, el individua­lismo así entendido es la glorificación, no del sí mismo, sino del individuo en general. Tiene como resorte no el egoísmo sino la simpatía por todo aquello que es el hombre, una piedad más pro­funda por todos los dolores, por todas las miserias humanas, una necesidad más ardiente de combatirlos y calmarlos, una sed de justicia más grande. No tiene para ello más que hacer comul­gar a todas las buenas voluntades. Sin duda, puede suceder que el individualismo sea practicado con un espíritu completamente diferente. Algunos lo utilizan para sus propios fines personales, lo emplean como un medio para cubrir su egoísmo y sustraerse cómodamente de sus deberes para con la sociedad. Pero esta explotación abusiva del individualismo no prueba nada contra él, del mismo modo que las mentiras interesadas de la hipocresía religiosa no prueban nada contra la religión.

Pero tengo prisa por llegar a la gran objeción. Este culto del hombre tiene por primer dogma la autonomía de la razón y por primer rito el libre examen. Ahora bien, se dice, si todas las opi­niones son libres, ¿por qué milagro habrán de ser armónicas? Si se forman sin conocerse y sin haber tenido en cuenta las unas a las otras, ¿cómo podrán no ser incoherentes? La anarquía in­telectual y moral sería pues la consecuencia inevitable del libe­ralismo. Tal es el argumento, siempre refutado y siempre rena­ciente, que los eternos adversarios de la razón retoman periódi­camente, con una perseverancia a la que nada desalienta, todas las veces que un relajamiento pasajero del espíritu humano lo pone más a su merced. Sí, es cierto que el individualismo con­lleva siempre un cierto intelectualismo; porque la libertad de pensamiento es la primera de las libertades. Pero, ¿dónde se ha visto que tenga por consecuencia este absurdo engreimiento de sí mismo que encerraría a cada uno en su propio sentimiento y crearía un vacío entre las inteligencias? Lo que exige es, para cada individuo, el derecho a conocer las cosas que puede legí­timamente conocer; pero no consagra en absoluto no sé qué

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derecho a la incompetencia. Sobre una cuestión en la que no me puedo pronunciar con conocimiento de causa, no le cuesta na­da a mi independencia intelectual seguir un consejo más compe­tente. La colaboración de los hombres de ciencia no es siquiera posible sino gracias a esta mutua deferencia; continuamente ca-da ciencia toma prestadas de sus vecinas proposiciones que acepta sin verificación. Sólo hacen falta razones a mi entendi­miento para que éste se incline delante del de los demás. El res­peto a la autoridad no tiene nada de incompatible con el racio­nalismo siempre que la autoridad esté fundada racionalmente.

Por eso, cuando se quiere persuadir a ciertos hombres de que incorporen un sentimiento que no es el suyo, no alcanza, para convencerles, con repetir ese lugar común de retórica ba­nal que afirma que la sociedad no es posible sin sacrificios mu­tuos y sin un cierto espíritu de subordinación; hace falta además justificar en la especie la docilidad que se les demanda, demos­trándoles su incompetencia. Pero si, al contrario, se trata de una de esas cuestiones que competen, por definición, al juicio co­mún, una semejante abdicación es contraria a toda razón y, por consecuencia, al deber. Ahora bien, para saber si puede ser per­mitido a un tribunal condenar a un acusado sin haber oído su defensa, no se necesita un esclarecimiento intelectual especial. Es un problema de moral práctica para el que todo hombre de buen sentido es competente y del que nadie debe desinteresar­se. Por lo tanto, si en estos últimos tiempos un cierto número de artistas, pero sobre todo hombres de ciencia, ha creído deber negar su asentimiento a un juicio cuya legalidad les parecía sos­pechosa, no es que, en su calidad de químicos o de filólogos, de filósofos o de historiadores, se atribuyen no se qué privilegios especiales y un derecho eminente de control sobre la cosa juz­gada. Es mas bien que, siendo hombres, entienden ejercer todo su derecho de hombres y comprometerse con un asunto que compete sólo a la razón. Es verdad que se han mostrado más ce­losos de este derecho que el resto de la sociedad; pero es sim­plemente que, como consecuencia de sus hábitos profesionales, esta inclinación es más espontánea en ellos. Acostumbrados por la práctica del método científico a formarse un juicio sólo cuan­do se sienten completamente esclarecidos, es natural que cedan menos fácilmente a los arrebatos de la multitud y al prestigio de la autoridad.

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— III —

No solamente el individualismo no es la anarquía, sino que es en lo sucesivo el único sistema de creencias que puede ase­gurar la unidad moral del país.

En la actualidad, se escucha decir a menudo que sólo una religión puede producir esta armonía. Esta proposición, que mo­dernos profetas creen deber desarrollar con tono místico, es en el fondo un simple truísmo sobre el que todo el mundo puede estar de acuerdo. Porque se sabe que una religión no implica necesariamente símbolos y ritos propiamente dichos, templos y sacerdotes; todo este aparato exterior no es más que la parte superficial. Esencialmente, la religión es un conjunto de ideas y prácticas colectivas dotadas de una particular autoridad. Desde el momento en que un fin es perseguido por todas las personas adquiere, como consecuencia de esta adhesión unánime, una suerte de supremacía moral que lo pone muy por encima de los fines privados y lo dota así de un carácter religioso. Por otro lado, es evidente que una sociedad no puede ser coherente si no existe entre sus miembros cierta comunidad espiritual y mo­ral. Pero cuando simplemente se ha recordado una vez más esta evidencia sociológica, no se ha avanzado demasiado; porque si es verdad que una religión es, en un sentido, indispensable, no es menos cierto que las religiones se transforman, que la de ayer no será la de mañana. Entonces, lo importante sería que supié­ramos cuál debe ser la religión de hoy.

Ahora bien, todo concurre precisamente a hacer creer que la única posible es esta religión de la humanidad de la que la mo­ral individualista es la expresión racional. ¿A qué podrá aferrar­se de aquí en adelante la sensibilidad colectiva? A medida que las sociedades se hacen más voluminosas y se esparcen en más vastos territorios, las tradiciones y las prácticas, para poder ade­cuarse a la diversidad de las situaciones y a la movilidad de las circunstancias, están obligadas a mantenerse en un estado de plasticidad e inconsistencia que no ofrece ya la suficiente resis­tencia a las variaciones individuales. Éstas, estando menos con­tenidas, se producen más libremente y se multiplican: es decir que cada uno sigue su propio sentido. Al mismo tiempo, por consecuencia de una división del trabajo más desarrollada, cada espíritu se encuentra enderezado hacia un punto diferente del horizonte, refleja un aspecto diferente del mundo y, por consi­guiente, el contenido de las conciencias difiere de un sujeto a

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otro. Nos encaminamos de este modo, poco a poco, hacia un estado –que está ahora casi al alcance de la mano– en el que los miembros de un mismo grupo social no tendrán en común más que su calidad de hombres, es decir, los atributos constitutivos de la persona humana en general. Esta idea de la persona huma­na, matizada de manera diferente según la diversidad de tempe­ramentos nacionales, es la única que se mantiene, inmutable e impersonal, por encima de la marea cambiante de las opiniones particulares; y los sentimientos que ella despierta son los úni­cos que se encuentran en casi todos los corazones. La comunión de los espíritus no puede asentarse sobre la base de ritos y de prejuicios definidos, puesto que ritos y prejuicios son transfor­mados por el curso de las cosas; por consiguiente, no queda nada más que los hombres puedan amar y honrar en común, sal­vo el hombre mismo. He aquí cómo el hombre se ha convertido en un dios para el hombre y por qué no puede ya, sin mentirse a sí mismo, fabricarse otros dioses. Y como cada uno de noso­tros encarna algo de la humanidad, cada conciencia individual tiene algo divino en ella, y se encuentra así marcada por una pe­culiaridad que la vuelve sagrada e inviolable para los demás. Todo el individualismo está allí; y es esto lo que hace necesaria a la doctrina. Porque, para detener este desarrollo, sería necesario impedir a los hombres diferenciarse más y más los unos de los otros, nivelar sus personalidades, restablecer el viejo conformis­mo de otros tiempos, contener, por consiguiente, la tendencia de las sociedades a volverse cada día más extensas y centralizadas, y poner un obstáculo a los progresos incesantes de la división del trabajo; ahora bien, una empresa de este tipo, deseable o no, sobrepasa infinitamente las fuerzas humanas.

¿Qué se nos propone, por lo demás, en lugar de este despre­ciado individualismo? Se ensalzan los méritos de la moral cris­tiana y se nos invita discretamente a adherir a ella. ¿Pero se ig-nora que la originalidad del cristianismo ha consistido justamente en un destacable desarrollo del espíritu individualista? Mientras que la religión de la ciudad estaba enteramente hecha de prácti­cas materiales en las que el espíritu estaba ausente, el cristianis­mo ha hecho ver en la fe interior, en la convicción personal del individuo, la condición esencial de la piedad. Ha sido el prime­ro en enseñar que el valor moral de los actos debe ser medido según la intención, cosa íntima por excelencia, que se sustrae por naturaleza a todos los juicios exteriores y que sólo el agente pue­de apreciar con competencia. El centro mismo de la vida moral

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ha sido de este modo transportado desde fuera hacia dentro del individuo, erigido en juez soberano de su propia conducta, sin tener que rendir cuentas más que a sí mismo y a su dios. Final-mente, consumando la separación definitiva de lo espiritual y de lo corporal, abandonando el mundo a la disputa entre los hom­bres, Cristo ha abierto al mismo tiempo a la ciencia y al libre exa­men: así se explican los rápidos progresos que hizo el espíritu científico desde el momento en que se constituyeron las socie­dades cristianas. Entonces, ¡que no se venga a denunciar al in­dividualismo como un enemigo que hay que combatir a cualquier precio! No se lo combate más que para retornar a él, puesto que es imposible escaparse de él. No se le opone otra cosa que él mismo; toda la cuestión consiste en saber cuál es la justa medi­da y si hay alguna ventaja en disfrazarlo con otros símbolos. Ahora bien, si es tan peligroso lo que se dice, no se ve como podría devenir inofensivo o beneficioso por el sólo hecho de di­simular su verdadera naturaleza con la ayuda de metáforas. Y por otro lado, si este individualismo restringido que es el cristianis­mo ha sido necesario hace dieciocho siglos, hay grandes posi­bilidades de que un individualismo más desarrollado sea indis­pensable hoy; porque las cosas han cambiado desde entonces. Es pues un singular error presentar la moral individualista como el antagonista de la moral cristiana; por el contrario, deriva de ella. Aferrándonos a la primera no renegamos de nuestro pasado; no hacemos más que continuarlo.

Ahora estamos en mejores condiciones de comprender por qué razón ciertos espíritus creen deber oponer una resistencia obstinada a todo lo que les parece que amenaza la creencia in­dividualista. Si toda empresa dirigida contra los derechos de un individuo los inquieta, no es solamente por simpatía con la víc­tima; no es tampoco por temor a tener que sufrir ellos mismos injusticias parecidas. Lo que sucede es que semejantes atenta­dos no pueden permanecer impunes sin comprometer la existen­cia nacional. En efecto, es imposible que se produzcan libremente sin enervar los sentimientos que violan; y como estos sentimien­tos son los únicos que nos son comunes, no pueden debilitar­se sin que la cohesión de la sociedad se estremezca. Una religión que tolera los sacrilegios abdica de todo imperio sobre las con­ciencias. La religión del individuo no puede entonces dejarse abofetear sin resistencia, so pena de arruinar su prestigio; y co­mo es el único lazo que nos ata los unos a los otros, una tal de­bilidad no puede existir sin un principio de disolución social.

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De este modo el individualista, que defiende los derechos del hombre, defiende al mismo tiempo los intereses vitales de la so­ciedad; porque impide que se empobrezca criminalmente esta úl­tima reserva de ideas y sentimientos colectivos que son el alma misma de la nación. Brinda a su patria el mismo servicio que el viejo romano rendía antaño a su ciudad cuando defendía los ri­tos tradicionales contra los aprendices temerarios. Y si hay un país en el que el individualismo sea verdaderamente nacional, es el nuestro; porque no hay ninguno que tenga su suerte tan so­lidarizada con la suerte de estas ideas. Somos nosotros los que le hemos dado la fórmula más reciente y es de nosotros que los demás pueblos la han recibido; y por esto nos hemos apasiona­do hasta el presente para ser sus representantes más autoriza­dos. No podemos pues renegar de ellos ahora, sin renegar de nosotros mismos, sin disminuirnos a los ojos del mundo, sin co-meter un verdadero suicidio moral. Se ha preguntado no hace mucho si no convendría tal vez consentir un eclipse pasajero de estos principios, a fin de no entorpecer el funcionamiento de una administración pública que todo el mundo reconoce como indis­pensable para la seguridad del Estado. No sabemos si la antino­mia se plantea realmente de esta forma aguda; pero, en todo ca-so, si verdaderamente es necesaria una opción entre estos dos males, sacrificar de este modo lo que ha sido hasta el día de hoy nuestra razón de ser histórica sería elegir la peor. Un órgano de la vida pública, por más importante que sea, no es más que un instrumento, un medio orientado a un fin. ¿De qué sirve conser­var con tanto esmero el medio, si uno se desprende del fin? Y qué triste cálculo renunciar, para vivir, a todo lo que da valor y dignidad a la vida,

¡Et propter vitam vivendi perdere causas!

— IV —

En verdad, tememos que haya habido alguna ligereza en el modo en que se planteó esta campaña. Una similitud verbal ha podido hacer creer que el individualismo derivaba necesaria­mente de sentimientos individuales, por lo tanto egoístas. En realidad, la religión del individuo es una institución social, como todas las religiones conocidas. Es la sociedad la que nos asig­na este ideal, como el único fin común que puede actualmente

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reunir las voluntades. Retirarla, no teniendo otra cosa para po­ner en su lugar, equivale a precipitarnos en esta anarquía moral que se quiere precisamente combatir4.

No obstante, hace falta para ello que consideremos como perfecta y definitiva la fórmula que el siglo XVIII le ha dado al individualismo y que hayamos cometido el error de conservarla casi sin cambios. Suficiente hace un siglo, tiene ahora necesidad de ser extendida y completada. La fórmula decimonónica no pre­senta al individualismo más que en su faz más negativa. Nues­tros padres se habían asignado exclusivamente la tarea de libe­rar al individuo de las trabas políticas que entorpecían su desa­rrollo. La libertad de pensar, la libertad de escribir, la libertad de votar fueron puestas por ellos en el rango de los bienes priori­tarios que era necesario conquistar, y esta emancipación era cier­tamente la condición necesaria de todos los progresos ulterio­res. Sólo que, arrebatados por el ardor de la lucha y volcados por entero al fin que perseguían, terminaron por no ver más allá y por erigir en una suerte de fin último este término próximo de sus esfuerzos. Ahora bien, la libertad política es un medio, no un fin; no tiene valor más que por la manera en que es utilizada; si no sirve para algo que la sobrepase, no sólo es inútil; se vuelve pe­ligrosa. Arma de combate, si los que la tienen no la saben emplear en luchas fecundas, no tarda en volverse contra ellos mismos.

Y es justamente por esta razón que ha caído últimamente en un cierto descrédito. Los hombres de mi generación recuerdan cuál fue nuestro entusiasmo cuando, hace una veintena de años, vimos caer por fin las últimas barreras que contenían nuestras impaciencias. Pero –¡ay!– el desencanto llegó rápido; porque pronto sería necesario reconocer que no sabíamos qué hacer con la libertad tan laboriosamente conquistada. Aquellos a quie­nes se la debíamos no se servirían de ella más que para desga­rrarse unos a otros. Y ya desde ese momento sentíamos cómo se elevaba sobre el país este viento de tristeza y desaliento, que

4 . He aquí como se puede, sin contradicción, ser individualista al tiempo que se dice que el individuo es un producto de la sociedad y que no es la causa de ella. Es que el individualismo mismo es un producto social, como todas las morales y todas las religiones. El individuo recibe de la sociedad misma las creencias morales que lo divinizan. Es esto lo que Kant y Rousseau no han comprendido. Han querido deducir su moral individualista, no de la sociedad, sino de la noción de individuo aisla­do. La empresa era imposible y de allí vienen las contradicciones ló­gicas de sus sistemas.

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se hizo más fuerte día a día y que debía terminar por abatir a los ánimos menos resistentes.

De este modo, no podemos conformarnos con este ideal ne­gativo. Es necesario ir más allá de los resultados conseguidos, más no sea para conservarlos. Si no aprendemos de una vez por todas a utilizar los medios de acción que tenemos entre las ma-nos, es inevitable que se deprecien. Usemos entonces nuestras libertades para averiguar qué hay que hacer y para hacerlo, para aceitar el funcionamiento de la máquina social, tan ruda aún con los individuos, para poner a su servicio todos los medios posi­bles para que se desarrollen sus facultades sin obstáculos, para trabajar finalmente en la realización del famoso precepto: ¡A cada uno según sus obras! Reconozcamos asimismo que, de una ma­nera general, la libertad es un instrumento delicado cuyo mane-jo deben aprender y ejercitar nuestros niños; toda la educación moral debería estar orientada en esta dirección. Vemos que nues­tra actividad no corre riesgos de que le falten objetos. Sólo que, si es cierto que nos hará falta de aquí en adelante proponernos nuevos fines más allá de los que hoy nos conciernen, sería in­sensato renunciar a los segundos para perseguir mejor los pri­meros: porque los progresos necesarios no son posibles más que gracias a los progresos ya realizados. Se trata de completar, de extender, de organizar el individualismo, no de restringirlo y combatirlo. Se trata de utilizar la reflexión, no de imponerle silen­cio. Sólo ella puede ayudarnos a salir de las dificultades presen­tes; no vemos aquello que pueda reemplazarla. ¡No es meditando la Política tomada de las santas escrituras que encontraremos los medios para organizar la vida económica y para introducir más justicia en las relaciones contractuales!

En estas condiciones, ¿no aparece completamente delineado cuál es el deber? Todos aquellos que creen en la utilidad, o in­cluso simplemente en la necesidad de las transformaciones mo­rales consumadas desde hace un siglo, tienen el mismo interés: deben olvidar las divergencias que les separan y mancomunar sus esfuerzos para mantener las posiciones adquiridas. Una vez atravesada la crisis, habrá ciertamente lugar para recordar las enseñanzas de la experiencia, a fin de no recaer en esta inacción esterilizante que nos trae actualmente tanto pesar; pero eso es trabajo para mañana. Para hoy, la tarea urgente y que debe rea­lizarse antes que todas las otras, es la de salvar nuestro patrimo­nio moral; una vez que esté sano y salvo, veremos cómo hacer­lo prosperar. ¡Que el peligro común nos sirva al menos para sa­

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cudir nuestra parálisis y hacernos retomar el gusto por la acción! Y, en efecto, ya vemos por el país iniciativas que se despiertan, buenas voluntades que se buscan. Ojalá aparezca alguno que las agrupe y las lleve al combate y tal vez la victoria no se haga es­perar. Porque lo que debe tranquilizarnos en cierta medida es que nuestros adversarios no son fuertes más que por nuestra pro-pia debilidad. Ellos no tienen ni la fe profunda ni el ardor gene­roso que arrastran irresistiblemente a los pueblos tanto en las grandes reacciones como en las grandes revoluciones. ¡No cier­tamente mientras pensemos en contestar su franqueza! ¿Pero cómo no ver todo lo que su convicción tiene de improvisado? No son ni apóstoles que dejan desbordar sus cóleras o su en­tusiasmo, ni hombres de ciencia que nos aportan el producto de sus investigaciones y sus reflexiones; son hombres de letras que han sido seducidos por un tema interesante. Entonces, parece imposible que estos juegos de aficionados consigan retener por mucho tiempo a las masas, si es que nosotros sabemos actuar. ¡Pero qué humillación si, no teniendo la mejor parte, la razón de­biera terminar por tener la peor, aún cuando fuera por un tiempo!

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La élite intelectualy la democracia *

Los escritores y los científicos son ciudadanos; entonces, es evidente que tienen el estricto deber de participar en la vida pública. Queda por saber de qué forma y en qué medida.

Siendo hombres de pensamiento e imaginación, no parece que estén particularmente predestinados a la carrera propiamen­te política; porque ésta demanda, antes que nada, cualidades de hombre de acción. Incluso aquellos cuyo oficio consiste en me­ditar acerca de las sociedades, tanto el historiador como el so­ciólogo, no me parecen más aptos para estas funciones activas que el literato o el naturalista; porque uno puede tener la capa­cidad de descubrir las leyes generales por las cuales se expli­can los hechos sociales del pasado sin poseer por ello el sen­tido práctico que permite adivinar las medidas que reclama la si­tuación de un pueblo dado, en un momento determinado de su historia. De la misma manera que un gran fisiólogo es general-mente un mediocre clínico, un sociólogo tiene bastantes posi­bilidades de ser un político bastante incompleto. Sin duda, es bueno que los intelectuales estén representados en las asam­bleas deliberativas; además de que su cultura les permite aportar en los debates elementos de información que no son para nada

*. Émile Durkheim, “L´elite intellectuelle et la démocratie”, Revue Bleu, 5ta. Serie, t. I, pp. 705-706, 1904. Traducción: Federico Lorenc Valcarce. La traducción del presente artículo fue realizada en el mar­co de trabajo de la Cátedra de Historia del Conocimiento Sociológico I de la Universidad de Buenos Aires. Agradecemos a su titular, Profe­sor Jorge Jenkins, por habernos permitido incluirla en el presente volumen.

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desdeñables, están más calificados que nadie para defender, ante los poderes públicos, los intereses del arte y de la ciencia. Pero para cumplir esta tarea no es necesario que sean numero­sos en el Parlamento. Además, podemos preguntarnos si –sal­vo en algunos casos excepcionales de genios eminentemente dotados– es posible convertirse en diputado o senador, sin de-jar de ser, en la misma medida, escritor o científico, dado que estas dos clases de funciones implican una orientación diferen­te del espíritu y de la voluntad.

Es sobre todo, desde mi punto de vista, por medio del libro, la conferencia, las obras de educación popular que debe ejercer­se nuestra acción. Debemos ser, antes que nada, consejeros, edu­cadores. Estamos hechos para ayudar a nuestros contemporá­neos a reconocerse en sus ideas y en sus sentimientos antes que para gobernarles; y en el estado de confusión mental en el que vivimos, ¿qué papel más útil podríamos desempeñar? Por otra parte, nos ocuparemos mucho mejor de esta tarea si limita­mos nuestras ambiciones. Ganaremos tanto más fácilmente la confianza popular si no se ve en nosotros segundas intenciones de tipo personal. No es necesario que, en el conferencista de hoy, se sospeche el candidato de mañana.

No obstante, se ha dicho que la masa no estaba preparada para comprender a los intelectuales; se ha considerado a la de­mocracia y su supuesto espíritu vulgar como responsables de la indiferencia política en la que científicos y artistas han permane­cido durante los veinte primeros años de nuestra tercera repú­blica. Pero lo que muestra cuán carente de fundamento es esta explicación, es que esta indiferencia ha llegado a su fin desde el momento en que un gran problema moral y social se ha hecho presente en el país. La larga abstención precedente tenía origen tan sólo en la ausencia de una cuestión cuya naturaleza pudie­ra generar pasión. Nuestra política languidecía miserablemente en torno a cuestiones personales. Nos dividíamos en relación con la cuestión de saber quién debía tener el poder. Pero no ha­bía ninguna gran causa impersonal a la que uno pudiera consa­grarse, un punto de llegada elevado al que las voluntades pu­dieran dirigirse. Seguíamos, de un modo más o menos distraído, los menudos incidentes de la política cotidiana, sin experimen­tar la necesidad de intervenir en ellos. Pero desde el momento en que una grave cuestión de principio se ha puesto de relieve, se ha visto a los científicos salir de sus laboratorios, a los eruditos abandonar sus gabinetes, se les ha visto acercarse a las multi­

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tudes, mezclarse en sus vidas, y la experiencia ha demostrado que sabían hacerse entender.

La agitación moral que esos acontecimientos han suscitado no se ha apagado todavía y yo soy uno de aquellos que pien­san que no debe extinguirse; porque es necesaria. Es nuestra indolencia de otros tiempos la que era anormal y la que consti­tuía un peligro. Nos guste o no, el período crítico abierto por la caída del antiguo régimen no está cerrado, ni hace falta que lo esté; es mejor tomar consciencia de ello que abandonarse a una seguridad tramposa. La hora del reposo no ha sonado aún para nosotros. Hay todavía mucho por hacer para que llegue el mo­mento en que ya no sea indispensable mantener movilizadas, por hablar de este modo, nuestras energías sociales. Por eso creo que la política a la que hemos asistido en estos últimos cuatro años es preferible a aquella que la ha precedido. Es que ha lo­grado mantener una corriente durable y bastante intensa de ac­tividad colectiva. Ciertamente, estoy lejos de pensar que el anti­clericalismo sea suficiente; incluso estoy ansioso por ver a la sociedad aferrarse a fines más objetivos. Pero lo esencial es no permitirnos recaer en el estado de estancamiento moral en el que nos habíamos dejado estar durante mucho tiempo.

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