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Diferencias particulares. Pluralidad, subjetividad y alteridad. Zardel Jacobo. . Tabla de contenidos PLURALIDAD, ALTERIDAD Y LA SUBJETIVIDAD COMO CONCERNIMIENTO 1) Contexto 2) Actores sociales y sus prácticas en el ámbito de la Integración Educativa. 3) Entre la teoría y la práctica 4) La discapacidad como otredad 5) ESPACIO Y TIEMPO: dimensiones simbólicas de las prácticas 6)Significados sobre discapacidad 7) Concernimiento 8) ¿Y si abordáramos desde la diferencia? 9) A manera de cierre provisional

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Diferencias particulares. Pluralidad, subjetividad y alteridad. Zardel Jacobo.

.

Tabla de contenidos

PLURALIDAD, ALTERIDAD Y LA SUBJETIVIDAD COMO CONCERNIMIENTO

1) Contexto

2) Actores sociales y sus prácticas en el ámbito de la Integración Educativa.

3) Entre la teoría y la práctica

4) La discapacidad como otredad

5)   ESPACIO Y TIEMPO: dimensiones simbólicas de las prácticas

6)Significados sobre discapacidad

7) Concernimiento

8) ¿Y si abordáramos desde la diferencia?

9) A manera de cierre provisional

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PLURALIDAD, ALTERIDAD Y LA SUBJETIVIDAD COMO CONCERNIMIENTO

Zardel Jacobo CúpichInvestigación Curricular, UIICSE-FES-IZTACALAUNAM-MÉXICO

…todo lo que me sucede, incluso el infortunio, sobretodo el infortunio, me son dados para que yo los cambie en algo.....el infortunio tiene que cambiarse en otra cosa....  Borges, L. (Entrevista periódico La Jornada, México)

Nota introductoriaEste trabajo lo escogí para el curso de Pedagogías de las Diferencias ya que sintetiza las ideas que vengo desarrollando alrededor del tema de la “discapacidad” como diferenciay/o alteridad.Probablemente se piense que el tema no sea de interés generalizado; sin embargo, me gustaría compartir con los participantes del curso, la idea de que estoy plenamente convencida de que, desde este referente, es viable una postura de reflexión y crítica a la educación en general al permitirnos replantear la cuestión de fondo del para qué la educación y con ello pensar en una otra educación posible para y con la diferencia.

ResumenEl artículo presenta un recorrido que parte de la presentación del contexto de la Educación Especial de su emergencia en la modernidad. Asimismo muestra la situación actual, entre el discurso formal y las prácticas educativas dentro del paradigma de la integración educativa con miras a constituirse en la inclusión educativa. Se retoman las dimensiones simbólicas de tiempo y espacio en las prácticas, así como de la producción de los significados sobre discapacidad. Lo anterior se retoma bajo el análisis de conceptos como subjetividad, alteridad. Destaca el referente de concernimiento como clave en el logro de un cambio real hacia la convivencia y gestión de una comunidad plural en sus diversas expresiones. El artículo cierra con una serie de reflexiones que sirven de senderos indiciales como invitación a producir y reintroducir la dignidad humana a través del reconocimiento y no la asimilación o elisión de la alteridad.

Palabras clave: concernimiento, subjetividad, alteridad, diferencia.

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1) Contexto

Jacobo Zardel

El ámbito de la Educación Especial ha tenido un efecto de marginación a pesar de la intención originaria de integración promulgada desde sus inicios. Desde el siglo XIX sacerdotes y médicos impulsaron y buscaron una educación alterna en aras de reconvertir lo que la naturaleza no había otorgado, a decir de Seguin. La educación se enarbolaba como bandera y promesa de incursionar y desarrollar al máximo el potencial del ser humano. Sin embargo, el efecto paradójicamente ha resultado en una marginación de personas y niños con discapacidad. Ante esta situación, los movimientos de la Integración Educativa primero y posteriormente el de la Inclusión Educativa , han intentado revertir la condición de inequidad y promover una cultura inclusiva de la diversidad.

Actualmente desde la Integración se ha postulado eliminar las etiquetas y nociones médico-clínicas y emplear la perspectiva pedagógica-educativa. El término empleado actualmente es el de “necesidades educativas especiales para personas con discapacidad” y el movimiento de inclusión plantea una escuela inclusiva para todos los niños centrando la mirada en la eliminación de las barreras que vienen desde el exterior del sujeto y que impiden su incorporación plena a la sociedad que les corresponde pertenecer.

¿De qué tipo de incorporación se trata en los movimientos de inclusión e Integración? Introduciremos una reflexión sobre la condición de lo “marginal” y “lo excluido”, y desde una perspectiva de alteridad y/o diferencia mantenemos una convicción de una visión que inaugure una perspectiva diferente en el sistema educativo y conmueva a la reflexión.

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2) Actores sociales y sus prácticas en el ámbito de la Integración Educativa.

En México, desde 1993 se promovió el movimiento hacia la Integración Educativa. A pesar de que en algunas instancias se manifiestan por la Inclusión Educativa , predomina a nivel nacional una propuesta de Integración. La única experiencia de intentar promover la Inclusión se registró a nivel oficial en la Delegación Iztapalapa del Distrito Federal, sin embargo; dicha experiencia quedó coartada al cambiar las autoridades educativas en dicha Delegación.

La riqueza formativa que permitió la experiencia de tres años consecutivos de realizar las Evaluaciones Externas del 2004 al 206 del Programa Nacional de Fortalecimiento de la Educación Especial y de la Integración Educativa (PNFEEIE) de la Secretaría de Educación Pública (SEP) en México; ofreció la posibilidad de: a) documentar las prácticas educativas; b) analizarlas desde su heterogeneidad; c) reflexionar sobre los límites de las estrategias de capacitación, actualización y sensibilización y f) dimensionar como la subjetividad de los actores puede ser obstáculo o potencial de reconversión de las prácticas.

Un primer planteamiento que abordamos es que no se puede estudiar al sujeto sino desde una pluralidad heterogénea humana. Esto refiere a que no abordamos al sujeto en su individuación, sino en el entramado de las relaciones que se establecen, las cuales tienen un carácter heterogéneo.

Los siguientes puntos que a continuación desarrollamos tienen que ver con la dimensión subjetiva y se desprenden de los informes de las Evaluaciones Externas realizados y/o con algún artículo derivado de la misma.

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3) Entre la teoría y la práctica

A partir de las evaluaciones citadas, se confirmó la contradicción inherente entre la evaluación técnico-operativo y la evaluación proceso gestión postuladas por Ardoino. La primera indicó en los tres años el alcance de los objetivos del Programa en la realización de las metas propuestas . Sin embargo, lo anterior no se reflejaba en el quehacer de las prácticas escolares evaluadas en el proceso-gestión . En la vida escolar los agentes en sus prácticas muestran un mosaico contradictorio, complejo, complicado y poco sistematizado. Un acercamiento y focalización en el tejido de las relaciones entre los actores permitió, a partir de la mirada de la subjetividad, estudiar la riqueza insospechada, a veces “minas de oro”, proposiciones inéditas y alcances inimaginados en el proceso de “Integración Educativa”. Y, al mismo tiempo, las prácticas lanzan incógnitas, interrogantes y retos que plantean desafíos por explorar.

Si la mirada se concentra en la relación que establecen los agentes en las prácticas, es evidente que hay algo en proceso de cambio. Constatamos el esfuerzo real, concreto de algunos agentes en y fuera del PNFEEIE de todas las entidades y niveles involucrados que ha sido muy valioso documentar.

El enfoque que asumimos remite a marcos de referencia del ámbito de las disciplinas sociales, las cuales subrayan el convivir de la pluralidad humana, definida como una comunidad o comunidades “donde los muchos que viven juntos sostienen relaciones, por medio de las palabras y las acciones, reguladas por un gran número de rapports-leyes, costumbres, hábitos y cosas similares-...ningún hombre puede actuar solo”.

Si se focaliza el abordaje de las prácticas educativas en el tejido de relaciones de todos los actores que las conforman, destaca el concernimiento, como motor y posibilidad de afectar el curso de las prácticas. El concernimiento es sustancial al proceso, no de “integrar” al otro, sino de entrar en relación con el otro, en un intercambio de miradas, de sentidos, de acciones que posibiliten un encuentro. Un concernimiento que implica retomar la dimensión de la subjetividad, como el ocuparse con y del otro, una relación entre los actores que permite enfrentar el rostro de la diferencia inherente a la condición humana.

Las experiencias de integración logradas muestran siempre el compromiso, responsabilidad e implicación, una manera de estar inmerso, afectado y ser alcanzado en lo personal como para compulsarse a un acto, una acción, un tener que hacer algo por y con el otro. A todo esto lo denominamos concernimiento.

Así, el peso del concernimiento fundamenta toda acción hacia la relación con un otro. Sin embargo la característica de este concernimiento es la apuesta por una relación que de entrada pareciera difícil, problemática ya que este otro tiene como particularidad haberse constituido durante un proceso histórico determinado, como un significante de lo extraño, no familiar, no semejante, que presenta incógnitas, misterio o temor, que revertirá en un cuestionamiento propio y que de inmediato se procurará hacerlo invisible y en el mejor de los casos se responde con indiferencia ante este otro.

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4) La discapacidad como otredad

Se ha documentado en otros trabajos cómo históricamente se ha constituido la “discapacidad” como lo otro, lo extraño, lo ajeno, lo externo y por ello mismo no puede ser aceptado ni asimilado como diferencia, o bien se les acepta en la medida que puedan parecerse al parámetro normativo. De ahí que resalten algunos imaginarios de las discapacidades como por ejemplo, la “línea Down” que deriva en una aceptación casi inmediata; en tanto que la “línea autismo” tiene un desenlace de lo más temido. El rechazo, miedo, dificultad, se justifica por la petición de una valoración, de un buen diagnóstico para estimar si el educando con “discapacidad” puede estar en la escuela regular. Así, estos niños son capaces de poner en jaque al maestro, de atemorizar y poner en evidencia la incapacidad e impotencia del docente de realizar su enseñanza, su oficio. Ante ellos, se sienten imposibilitados de cumplir su función.

De manera casi automática se intenta escapar, eludir o no querer saber del malestar que genera una situación de impotencia que conmueve la propia existencia. Quizá por ello, se buscan soluciones inmediatas y alternas de compensación. Cabe destacar que esta disposición a las soluciones inmediatistas son eco de un tiempo histórico moderno que estimula de manera dominante reparaciones, enmiendas y resoluciones rápidas a manera de satisfactores que eliminen el desazón y el desasosiego, la dificultad y la problematización. Se procura, e invita a la eliminación o elisión de lo discordante, la insatisfacción, la frustración, la impotencia, el dolor. Todo ello como preámbulo de la temida muerte, de toda sensación de borramiento del sí mismo, del temor de no conseguir ser lo que uno se imagina o quiere o no poder hacer nada

Ante estos tiempos modernos, a contrapelo de lo que se promete, la precariedad económica viene en acecho. Los sujetos hacen hasta lo imposible por adquirir un nivel de vida que las representaciones sociales invitan a conseguir y suelen ser atravesadas por una cuestión monetaria.

Así la práctica educativa se ve alcanzada por estos derroteros y los docentes, directores, supervisores, mantienen su función sin arriesgarse, amoldándose a la normatividad. Se difumina de manera general el originario fin del “educare”. Casi nadie está en condiciones de realizar un debate, embate, una crítica abierta; está de por medio su estabilidad, la remuneración indispensable y por ello se puede transformar en una práctica complaciente, normativa, adaptativa y cómoda. Se trata de eliminar toda situación que implique un problema. No se tienen espacios que permitan la reflexión a fondo de los problemas, sino de buscar de inmediato su resolución.

No es de sorprender el cambio abrupto de la condición docente cotidiana ante el decreto de la Integración Educativa. De inmediato se antepuso el “no saber”, se generó una frontera inmediata entre los docentes de USAER y los docentes de la educación regular. Si bien sabían de la existencia de unos y otros, ninguno se sentía amenazado, ya que ambos tenían su propio territorio. Al encontrarse en un mismo territorio, surgió el desencuentro entre ambos. Las cotidianeidades fueron afectadas de manera abrupta.

Cada bando tuvo que llevar a cabo sus tácticas ante la estrategia institucional de la Integración. Las voces de los docentes manifestaron el miedo, la angustia y el temor; unos, como expatriados e inmigrantes llegados a un espacio extranjero, la escuela regular, donde nadie los había requerido. Los otros docentes, los de educación regular,

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sorprendidos ante la llegada de lo que históricamente se había marcado como exterior a su práctica. Ninguna estrategia institucional consideró el cisma que se iba a producir en el ámbito de la subjetividad de los docentes, el inminente desencuentro, un especie de trauma, un golpe que irrumpió en su condición humana, nadie se preocupó por dar un acompañamiento de este proceso, en ofrecer espacios de elaboración simbolizante que les permitiera afrontar el encontronazo. Sí se tenían en cambio prescripciones de lo que se tenía que hacer desde lo pedagógico y educativo entendido de manera del deber ser y hacer. Ante lo inesperado, la llegada de alumnos considerados por todas las teorías educativas y psicológicas como fuera de la norma, fuese de manera implícita o explícita, dicho acontecimiento cimbró los cimientos de la educación. Sin embargo, lo que pudo haber sido una oportunidad de volver a pensar la educación, sus fines, su ética; se transformó en un proceso de acomodación, de búsqueda de espacios, sin alcanzar el pretendido sentido de la integración. Las tácticas y estrategias fueron acoplándose y los sentidos y significados se mantienen aunque cambiaron los nombres. Se modificaron los términos, aparecieron las necesidades educativas especiales, las adecuaciones curriculares, la evaluación psicopedagógica y sin embargo, no alcanzaron a eliminar el sentido profundo de separación de los alumnos regulares de los otros alumnos. Como si la discapacidad estuviese más allá de cierta condición humana, se intenta hacer de esa diferencia un aproximado a lo regular, regularizarlos al curriculum lo más cercanamente posible.

Por ello en las prácticas se encuentran algunas connotaciones simbólicas en las dimensiones de espacio y tiempo atravesadas por la connotación de la discapacidad y por ello las analizaremos a continuación.

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5) ESPACIO Y TIEMPO: dimensiones simbólicas de las prácticas

El espacio no necesariamente refiere a lo físico, connota un significado simbólico. Para el maestro de primaria, sus aulas son parte de él, les imprimen cierta identidad, reflejan parte de su ser. Los docentes de USAER que están adscritos al sistema de Educación Especial, llegaron a un espacio la escuela regular, que históricamente tenía previsto la incorporación de los niños en un futuro cercano; sin embargo, establecido otro espacio, el de las escuelas especiales, pareciera que ese espacio diferenciado, determinó la separación de fronteras entre la educación regular y la educación regular.

Veamos la intencionalidad de la educación especial en su origen:

“El ejecutivo establecerá escuelas o enseñanzas especiales para niños cuyo deficiente desarrollo físico, mental o moral requiera medios de cultura diversos de los que se prescriben en las escuelas primarias. La educación que en estas escuelas reciban, durará sólo el tiempo indispensable para que se logre normalizar el desarrollo de los alumnos, que deberán ser incorporados, tanto como sea posible, a los cursos que les corresponda en las escuelas comunes”. (el subrayado es nuestro)

Con el movimiento de la Integración pareciera que el anhelado fin de incorporación pareciera alcanzar su realización; sin embargo, como se señaló anteriormente, tal pareciera que la frontera se desplazó a la escuela regular. Ello se observa en la actualidad. La primera tarea de los docentes de USAER fue la conquista de un espacio, su espacio de ser docentes de educación especial. Marcaron su territorio a lo interno de la escuela. Ganado el lugar, ganaron una seguridad, una ubicación, un sentido de pertenencia, un espacio propio. Demarcaron y delimitaron el espacio de la educación especial , inauguraron el espacio del aula de apoyo.

Para algunos docentes de USAER, esta modalidad de trabajo es ideal; sin embargo, este es un aspecto polémico aún para los docentes de las USAER y punto de desencuentro entre educación especial y educación regular que aparece repetidamente en varios de los estados visitados en los años 2004 y 2005. Para muchos docentes de educación especial el aula de apoyo es un contrasentido al proceso de integración, ya que tendrían que estar en aula regular; para otros, el alumno con NEE asociadas con discapacidad, se beneficia más del apoyo en pequeños grupos, es decir, en aula de apoyo. Los docentes de regular suelen enfatizar que sus alumnos con “discapacidad” sean llevados al aula de apoyo por una razón de aprovechamiento individual.

Así entonces se trata por parte de los docentes de educación especial de:

Ganarse un lugar. Se percibe una lucha entre la demanda del lado de educación especial, y el deseo del profesorado de no ceder, no permitir la entrada a su territorio. La lucha cotidiana por el espacio, por el territorio ha sido históricamente un motivo de desencuentro entre docentes de regular y USAER. De esta manera el lugar manifiesta una polifonía de sentidos: desde el espacio pequeño para trabajar con el niño, denominado aula de apoyo, hasta un lugar de identidad en la escuela regular con participación total en las

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actividades de la escuela. Una vez más se encuentran dos operatividades en constante proceso de negociación: la de educación básica que rige al docente regular y la de Educación Especial que rige al docente de USAER.

Los maestros de Educación Especial y de Educación Regular, no logran ponerse de acuerdo para lograr un espacio y tiempo comunes donde se comparta información y se establezcan acuerdos en materia de integración y apoyo a los alumnos con NEE.

Las dificultades que expresan los maestros de aula regular ante la integración, no podrían interpretarse rápidamente como resistencias, tienen un fundamento real. En su decir, el tiempo no permite la simultaneidad del trabajo individualizado para uno, y grupal para el resto (los niños regulares). Así conciben el aprendizaje del niño con “discapacidad” como una forma individual, si no cómo pueden hablar de aprendizaje del grupo regular a diferencia del alumno con discapacidad.

No hay posibilidad de concebir el aprendizaje desde una perspectiva relacional, según la trama y tejido de las imbricaciones que se van constituyendo en el proceso educativo a través del intercambio de subjetividades y los sentidos culturales y familiares anticipados. No se alcanza a ver el aprendizaje como diálogo, con los otros, con los saberes, con uno mismo. La cualidad del diálogo, ¿Abierto?, ¿Cerrado?, ¿Posibilitador o imposibilitador? El tan señalado aprendizaje significativo requiere ser entendido desde la preeminencia de una relación. Para que el aprendizaje de un uno (alumno) sea significativo, requiere del tamiz de un otro (maestro, padre, madre, hermano), inclusive el conocimiento implica ya un otro humano que lo ha plasmado en palabras, que lanzan sentidos, enigmas, aventura, en fin que abren puertas, miradas, paisajes etc., es decir que están dirigidas, destinadas para otros. Al no relevar esta dimensión de diálogo, la palabra muere, se vuelve letra muerta y así resulta muy difícil que un alumno acceda a lo que está inerme, lo que no le dice nada, es vacío, hueco. Es siempre un otro que le permite a otro realizar la resurrección de la palabra en algo siempre nuevo para él, viviente, actuante, significación por producirse.

Resulta por demás interesante investigar a profundidad la simbolización del tiempo, su organización, priorización y uso que hacen los docentes y demás agentes como padres, directores, funcionarios, etc. ya que siempre estará implícita en dicha simbolización la relación con el otro.

Así no es el tiempo lineal, sino la simbolización del tiempo lo que marca la distinción a favor o en contra de la “integración” de alumnos, entendida como la promoción de intercambios en todos los aspectos de la vida del niño. Sin embargo, tal pareciera que al dejar escapar esta dimensión subjetiva del tiempo se vuelve un peligro por la posibilidad de irrecuperabilidad en la vida de los niños.

Desde otra dimensión, también puede detectarse como, para el imaginario del docente, el tiempo siempre falta. Falta tiempo para el diagnóstico y evaluación, falta tiempo para la atención de los niños, para la actualización, para el trabajo colegiado, para los seminarios etc., el tiempo nunca sobra, siempre falta. ¿De qué falta se estará hablando? ¿Será como una falta que justifica el no poder alcanzar lo que se aspira? ¿Será que esta falta sea un preámbulo de obturar otra dimensión de falta más estructural, más originaria, que hable de la fragilidad y del “no todo puedo”? Tanta falta de tiempo deja extenuante, insatisfecho y frustrado al docente en su actividad, lo deja inerme ante la imposibilidad de identificarse con su ser docente, si falta tanto. Ante tanta falta ¿qué hace un docente para ratificar su

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identidad? ¿Estará perdiendo su identidad de tanta falta?

Así la táctica para lidiar tanta falta puede convertirse en un “escamoteo” del tiempo. Por ello resulta por demás atractivo generar una línea de investigación que indague la organización y utilización del tiempo según la cultura y política de los estados, zonas, escuelas. Los tiempos institucionales siguen un ritmo propio según la historia de vida de las propias instituciones. Así por ejemplo, con relación al Programa, algunos estados se ubican en etapas iniciales de aplicación, apenas empezando las acciones, como si el tiempo no hubiese transcurrido desde la publicación y distribución del Programa en el año 2002.

Ni que decir del uso del tiempo en los servicios educativos que se organiza acorde con la política sindical, pues en voz de los actores es un logro sindical el hecho de que cada quince días se retire al alumnado una hora antes para que los docentes vayan a cobrar. Ello muestra la valoración particular de la dimensión tiempo, y cómo en función de eso se prioriza y organiza su uso. Muestra muy claramente que se puede disponer de tiempo para el día de cobro, para la virgen de Guadalupe, para “X” o “Y”, pero para el trabajo técnico, la actualización, el trabajo colegiado, incluso la atención a niños… siempre falta tiempo, ¡no hay tiempo! Esta es una prueba contundente de una táctica de escamoteo del tiempo, una resistencia al tiempo institucional.

Esta manera de escamotear el tiempo, constituye una táctica que usan los actores. Táctica en el sentido que De Certeau da al término- la táctica, como arte del débil, que aprovecha las ocasiones, resiste a lo instituido generando recursos inéditos y múltiples burlando, de alguna manera las directrices y obligatoriedades institucionales . Así, los azares, el devenir del tiempo van marcando las ocasiones para desplazar, priorizar y hacer las cosas. Cabe la pregunta ¿De qué naturaleza es la tarea de educar, de enseñar, que se vuelve tan difícil, compleja, pareciera insoportable? como si sólo se soportara escamoteándola.

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6)Significados sobre discapacidad

Conviene reiterar sobre un aspecto central que se develó en las prácticas de la integración educativa:

“Lo que parece estar en el centro de la problemática es la dimensión del desencuentro con el otro, lo Otro como lo extraño, la imposibilidad del encuentro con la palabra del otro, su sentido, su mundo representacional aparece como inaccesible. Se encuentran cerrados los canales y códigos comunicativos el temor, el miedo, la incógnita. La dificultad en la comprensión, en encontrar un significado".

A manera de ejemplo, los casos “de problemas de conducta” y autismo coinciden en evidenciar las fracturas, los puntos de quiebre, la incapacidad del encuentro y por ello se transforma en una amenaza. El semejante, en este caso un niño o una niña, deja de serlo y se vuelve un diferente, un alter, otro, extraño, extranjero. ¿A qué se debe que produzca y movilice sensaciones de impotencia, desconfianza, invalidez? Tal pareciera que de alguna manera la “discapacidad” enuncia una polisemia de significaciones que apuntan siempre a un lugar de la falta, del vacío, del abismo. No hay peor atentado que el silencio del otro, la falta de respuesta del otro. La indiferencia, el desencuentro con el otro provoca respuestas y reacciones no esperadas que provocan también una polisemia de emociones: enojo, desesperación, agravio, ira, indiferencia, huida, etc.

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7) Concernimiento

Una conclusión sustancial de las Evaluaciones fue subrayar que las dificultades de primer orden para avanzar en el proceso de Integración Educativa, no remiten a la capacitación, información, actualización, etc., de los docentes sobre un saber o hacer sobre las discapacidades, a pesar de ser lo primero que manifiestan. Se constata que el obstáculo prioritario es el grado de disrupción y alteración del funcionamiento del trabajo docente que se pueda producir en el aula con la presencia de “ciertos niños” y de la capacidad, posibilidad y grado de concernimiento del docente; de su ocuparse y preocuparse del niño, de abrir y tejer una red de posibilidad de encuentros; estar dispuesto, disponible a su “escucha”, a su “habla” por más extranjera que parezca.

En términos de Levinas sería abrirse a una fraternidad, una hospitalidad. Realizar incansablemente un llamado, contar con y para él. De esta manera, más que el énfasis en cómo apoyar el aprendizaje del niño, habrá que apostar por la transformación del docente, de poder descolocar el significante de discapacidad y asumir una incógnita. Atreverse a un recorrido sin mapa orientador, la única brújula posible será su propia búsqueda de ir hacia el otro, su apuesta por descifrar, inventar, construir una vía de relación, de contacto, de enlace. Implicaría un deseo por apalabrarse con el otro, pero desde las propias coordenadas del otro. Estar pendiente de cualquier indicio que venga del otro, como venga, no sobre lo que uno espera, sino estar a la espera del otro. A la larga, el efecto será la reconversión de la discapacidad, por la instauración de una relación con la diferencia. En cuanto se establece la posibilidad de relación con la diferencia, otra relación es posible, con ello necesariamente inicia la transformación del peso histórico de la significación de la discapacidad. Se requiere re-encausar los rieles del proceso pedagógico, no desde el discurso del desarrollo cognitivo o afectivo, sino desde una nueva ética; sería lo que para Nietzsche implicaba la transvaloración de los valores. Transvalorar el proceso de individuación por la construcción de un nosotros y una ética hacia la cultura de la relación de oposición, de la diferencia y alteridad. Partir del desencuentro, sin esperar un futuro de encuentro, de aceptación, sino sostener la posibilidad de la diferencia, una apuesta casi imposible, y sin embargo necesaria.

Lo fundamental en la relación humana es sostener el continuo vaivén de concordia y discordia; de encuentros y desencuentros. Por concordia y encuentro se transcribe aceptación, unión, encontrar sentido, significaciones, valores, emociones casi siempre de carácter positivo entre los involucrados. En oposición, el desencuentro, la discordia se traducen en separación, alejamiento, rechazo, enojo, violencia, turbación, desmesura. Aceptación y negación se viven como un asunto personal, atraviesa toda la existencia de la persona, un no, no es a algo, es un rechazo total a la persona. Tal la relación humana, de uno con otro, e inclusive de uno consigo mismo.

El conflicto, la ambivalencia, la confusión, la mezcla de afectos suelen ser la constante en las relaciones, y sin embargo hay de desencuentros a desencuentros, de discordia a discordia. Si es dable el entendimiento, la aclaración, la relación fluye. En cambio el desencuentro puede ser fatal, irreversible, amenazante, con mayor o menor grado de violencia. En ese punto precisamente, la alteridad cobra su sentido pleno.

Las prácticas educativas se encuentran plagadas de desencuentros entre los agentes. Estos desencuentros pueden simplemente operar bajo el telón de la indiferencia de los unos y los otros, a nadie le importa nada del otro, o bien importa y mucho para saciar la embriaguez

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de la ofensa, para ejercer el valor del desprecio. Tal la naturaleza de lo humano, demasiado humano como señalaba Nietzsche en varios de los parágrafos de dicho texto:

“Los hombres groseros que se sienten ofendidos tienen la costumbre de elevar lo más posible el grado de la ofensa y relatar su causa en términos muy exagerados, nada más que para tener derecho a embriagarse con el sentimiento del odio y de la venganza una vez despierto”

“Muchos hombres, tal vez la gran mayoría, tienen absoluta necesidad, para mantener en ellos, el respeto a sí mismos y cierta lealtad de conducta, de rebajar en su idea y de humillar a todos los hombres que conocen”

“…reducir a alguien al silencio dando muestras de ferocidad física, excitando el terror"

Relevar el desencuentro como lo constitutivos de la relación humana, como inherente a la condición humana podría ser un principio diferente al del sujeto pensante y racional. Podría abrir perspectivas de entender de otra manera la complejidad de las prácticas educativas en las que se encuentran inmersos diversos agentes. Detenerse en el desencuentro, involucra considerar de manera particular ¿porqué cae tal significación sobre el signo de “discapacidad”? Decir “discapacidad es culturalmente un significante de desencuentro. Y ya Lacan, planteaba como un sujeto inmerso en la cultura es un significante que representa a otro significante; de tal suerte que el sujeto con “discapacidad” está representando un valor cultural y desde ese significante de discapacidad encuentra una identidad, un significante de identidad con dicho significante, el cuál ha sido constituido desde una exterioridad que así lo refiere y le anticipa una identidad de exclusión, de diferencia.

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8) ¿Y si abordáramos desde la diferencia?

El ámbito de educación especial que “atiende” a la discapacidad es un gran “laboratorio” viviente, una gran oportunidad para poner en el centro, no al sujeto en su individuación, sujeto del desarrollo, sino al estudio del tejido de relaciones que se producen y sus efectos y afectos. Atender la estructura de jerarquía, las estrategias impensables de cómo trasmina la de normatividad, que en el afán de la integración consigue un efecto de consolidar al sujeto como débil, endeble, con mayor cercanía con lo enfermizo, a pesar de los esfuerzos del discurso por instaurar otros términos como los de necesidades educativas. ¿Porque no plantear al sujeto en su diferencia, en su búsqueda de situarse y posicionarse desde sus propias dimensiones de apropiación del espacio, del tiempo, y de su simbolización del mundo? ¿Cuál será su espacio?, ¿Cuál su tiempo?, ¿cuál su manera de construir su propia experiencia de vida desde la diferencia y no desde el intento de aproximación de lo simétrico, de la norma? Estaríamos inaugurando el intento por apalabrar las diferencias en sus múltiples dimensiones, la investigación cobraría inusitadas perspectivas ya que seguramente habría que construir otros conceptos de imagen corporal, de trastocamiento de los sentidos “habituales” que promoverían apreciar códigos impensados. Por ejemplo, la mirada que tienen en la piel, y en los oídos los ciegos, ¿no sería un impensado construir con ellos el código de la mirada de la piel; o la mirada auditiva? No me refiero a las imágenes, en el sentido de un concepto de percepción fisiológica, sino a la significación que puede adquirir la piel; así como la mirada humana implica la intervención cultural. Asimismo podríamos inquirir como se mira desde la piel o desde el oído. ¿Cuáles son las significaciones, e imágenes que construyen los sordos?; ¿qué mira y como mira un niño que ha sido definido como autista? ¿Cuál es su representación de mundo, de interrelación? ¿Con qué y cómo se relaciona? Y lo que se denomina discapacidad intelectual, si lo abordamos de otra manera ¿no implicaría un reto para indagar cómo y desde donde se vive?, ¿cómo se ve la vida?, ¿Cómo se ve el mundo?, ¿cómo somos vistos? Me refiero a intentar interrogar nuestra normatividad y romper, o por lo menos intentarlo, con nuestra normatividad envolvente y tratar de imaginar tal como en la literatura han mostrado una creatividad inaudita, vgr. Julio Verne, o bien Susan Songtan con ese gran personaje que construye el mundo desde el olfato.

¿No sería una aventura proponernos como mediadores de poder inscribir simbólicamente las diferencias, a partir de ellos y con ellos? Siempre que se construyen inéditos implica que alguien quiere saber sobre lo que no sabe, que se asombra y queda atrapado y fascinado por un acontecimiento que dará pie a un intento de apalabrarlo, de inscribirlo en discurso, de presentificar una dimensión inusitada de la realidad.

Así, el proceso de una construcción histórica del cómo emergió el campo de la discapacidad, nos muestra que en su origen fue una subversión de un saber anterior. Situación completamente diferente al discurso actual que señala a la medicina como la responsable del efecto de discriminación sobre las personas “con discapacidad”.

Veamos. En Francia en el siglo XVIII, el Abad Charles Michel de l’Eppé, por su labor caritativa incursionaba por los barrios bajos de Paris y un día encontró a dos hermanas sordas y quedó sorprendido ante la forma en que se comunicaban entre sí. Ello llamará poderosamente su atención y se dedicará a desarrollar un código para que los sordos pudiesen instruirse, comunicarse e inclusive defenderse jurídicamente. Llama la atención que se trata de establecer un puente comunicativo, un diálogo al cual él parecía el extranjero, el primero en sorprenderse es él. Este dejarse sorprender de l’Éppé cambió el destino de los sordos. Les brindó con el nuevo código, las herramientas indispensables de

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su tiempo: religión y francés y los sordos pudieron ocupar un lugar y condición humana radicalmente diferente a la concepción de ineducablidad que tenían. Lo que realiza l’Eppé, es un inédito, cambia la perspectiva de la época y origina otra visibilidad y significado. L’Eppé hizo una experiencia de aproximación a la alteridad, se permitió, interrogarse, cuestionarse y emprender un diálogo, una incursión a la sordera como extranjería. Él, l’Eppé, se “fascina” y extiende un llamado humano a lo otro, un puente de convivencia y diálogo, donde antes parecía imposible de concebir. Se dejó capturar por la diferencia e inauguró lo inédito. Este es el sentido del concernimiento.

De la misma forma, el encuentro de Haüy con los ciegos fue similar. Espectador involuntario en una feria en donde unos doce ciegos del Hospicio Quinze-Vingt, vestidos con andrajos, gafas oscuras, semejaban un conjunto musical pero en desatino, desentonaban. Esto provocaba una diversión siniestra en la que los ciegos eran sujetos de burla y mofa del público. Impactado y concernido ante este morbo popular, Haüy, años después, revertirá esta imagen. A la salida de una iglesia de París, se encontró con un niño ciego de 12 años pidiendo limosna y llamó poderosamente su atención ver como reconocía las monedas por los bordos, de ahí Haüy pensó que podría haber una escritura con letras resaltadas y se les podría enseñar a leer y escribir a los ciegos. Tomó a su cargo este niño llamado François Leseuer, entregó dinero a sus padres correspondiente a las limosnas que se ganaba François y se dedicó a su educación. He aquí el llamado del otro, hacerse cargo y ocuparse por el otro.

En 1784 conoció a la compositora y pianista María Theresia von Paradis, ciega desde los dos años a consecuencia de la viruela. Maria Theresia había aprendido por si misma a leer textos y música palpando unos alfileres clavados en almohadones . Dos años después Haüy funda la escuela para ciegos, con el patrocinio del Rey, con la aprobación de la Academia de Ciencias y Artes y el apoyo de la sociedad filantrópica.

De la misma forma que l’Eppé, Haüy se deja fascinar, se permite hacer un acercamiento otro, a un otro, desde otro lugar, se sorprende y se permite aprehender de otra manera la realidad.

Tanto la sordera como la ceguera dejan de ser lo que eran y se vuelven caudal de conocimiento ya que se descubren formas alternas de comunicación, de ventanas al mundo, de aperturas insospechadas. La visión y la audición dejan de tener una localización biológica y los dedos, las manos se transforman en el canal de comunicación y diálogo con el mundo. Lo más significativo de ello es que l’Eppé y Haüy van al encuentro inesperado con una alteridad y la transforman y se transforman a ellos mismos con los otros. Ambos resquebrajan la visión de su tiempo, descubren continentes insospechados. Y a partir de ellos, la visibilidad de la sordera y ceguera surgió desde una discursividad esperanzadora y las experiencias se multiplicaron.

Cabe preguntarse entonces ¿Qué ocurrió para que a más de dos siglos cambiara esta perspectiva y se trastocara en lo contrario? En verlos como personas con discapacidad. De una subversión del saber, el surgimiento de un inédito ¿cómo se pasa y transforma en una consecuencia de discriminación, exclusión, o por lo menos de separación, diferencia o indiferencia?

De esto habrá que dar cuenta históricamente: de cómo y porqué un movimiento que trastoca y funda otra cosa, concluye asimilándose, perdiendo su fuerza generativa y creativa; cancele su propio germen de cambio y con ello reinserte un efecto de separación,

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segregación y discriminación, o bien de conmiseración y tolerancia.

Así entonces, el movimiento de Integración educativa revela en las prácticas el ejercicio de los antiguos ritos de separación, cubierta o encubierta.

Actualmente, la atención a niños con “discapacidad” se percibe como algo que rebasa los límites de lo que se esté dispuesto a dar, “la entrega exclusiva”. El costo de atender a niños con discapacidad parece ser muy alto, aunque se exprese minimizado, “me está costando un poquito”. Al mismo tiempo, se escucha un clamor de requerimiento de un sostén para soportar eso, eso “otro”, lo “extimo “(extraño y al mismo tiempo tan próximo) para no sentir el riesgo de caer. Ni los cursos de capacitación, ni las estrategias de valoración psicopedagógica ni las adecuaciones curriculares suplen la necesidad que tienen los docentes de ser acompañados en el proceso de integración, de tener un sostén y soporte en dicho proceso. La función de soporte no atraviesa por el eje pedagógico sino por las coordenadas de la existencia. No resulta sencilla dicha tarea.

Cuando la “discapacidad” no es visible, evidente en el cuerpo, puede representar un mayor temor ante lo invisible que puede llevar al límite de la desesperación y sentirse al borde de un riesgo inminente, inesperado, fatal: ¡se me puede morir! dicen algunos docentes. Es evidente el sentimiento de soledad, de impotencia trastocado a veces en enojo, en oposición, resistencia o indiferencia ante los “retos” que implica la “atención a la discapacidad”, y el abandono en el que se sienten.

Se precisa de una acción política en el sentido que Arendt manifiesta. Una acción que provoque necesariamente efectos, sin que sepa cuáles y de qué tipo, pero que sin duda el concernimiento se sienta en la piel, en el cuerpo, en lo vivencial. No puede accederse por la teoría ya que se trata del orden de una experiencia que repercute en acciones, acciones que encadenan otras acciones y que nadie puede prever el resultado. Se trata de iniciar una cadena de movimientos de los cuáles no se tiene un plan previo, sino que la ruta la va indicando el concernimiento.

Pareciera necesario ubicar otra ética de interacción entre la pluralidad humana. Lo que en palabras de Larrosa denomina experiencia: un intervenir en el mundo, con los otros, con pasión, y la pasión difícilmente puede se apalabrada. La experiencia remite a:

“lo que no se puede conceptualizar, como lo que escapa a cualquier concepto, a cualquier determinación, como lo que resiste a cualquier concepto que trate de determinarla… no como lo que es sino como lo que acontece, no desde una ontología del ser sino desde una lógica del acontecimiento, desde un logos del acontecimiento. Personalmente, he intentado hacer sonar la palabra experiencia cerca de la palabra vida o, mejor, de un modo más preciso, cerca de la palabra existencia. La experiencia sería el modo de habitar el mundo de un ser que existe, de un ser que no tiene otro ser, otra esencia, que su propia existencia: corporal, finita, encarnada, en el tiempo y en el espacio, con otros".

Esta <experiencia es equivalente al término subjetividad, ya que se considera al sujeto humano como existente, lo cual lo diferencia de la definición del sujeto como pensante instaurado a partir de Descartes. Desde un existente se puede plantear al sujeto como un sujeto de Deseo, Deseo del Otro o de Otro, deseo de reconocimiento. Comprende siempre

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un sujeto en relación de apertura y no de cierre con los otros.

Ante una relación que de entrada el significante de discapacidad pone en desencuentro con el otro. ¿Cómo hacer para entrar en relación? ¿Cómo transitar de la Semejanza a la Diferencia, del Uno al Otro?

¿Qué tipo de relación pedagógica se requiere? Una en la que el docente ejerza su función como una profesión del “ocup-ars(t)e de y para el otro”. De hacer arte. En términos de Levinas sería hacer obra implicaría un movimiento hacia lo Otro, ir al encuentro de otra cosa, no al resultado esperado, la obra es distinta del cálculo, del juego (reglas, regularidad) de lo previsible. Es abrirse a un por-venir, algo que estaría por venir; habría una prioridad por el por-venir, algo imprevisible .

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9) A manera de cierre provisional

Los puntos anteriores son indicadores de un sendero, de un indicio que apunta a la reflexión, a la inminente y necesaria tarea de pensar en el sentido heideggeriano para construir rieles inéditos que permitan abordar las prácticas desde las aproximaciones de la subjetividad, alteridad, pluralidad, heterogeneidad que los tiempos actuales demandan incursionar. Requerimos manifestar que la existencia precede a la inteligencia; la vida precede a la filosofía, al conocimiento, de ahí que es preeminente la exterioridad, la heterogeneidad antes que la unidad.

He aquí algunos senderos no del todo seguros, más bien arriesgados y que sin embargo ameritan tener la oportunidad de probarse, de volver a intentar hoy y siempre la recuperación de la dignidad humana que sólo puede ser viable a partir del principio de fraternidad, de hospitalidad.

NOTA SOBRE LAS IMÁGENES: esta selección de imágenes corresponde a una búsqueda realizada en el motor de búsqueda en Internet GOOGLE, utilizando la opción de búsqueda de imágenes. Las palabras usadas en la búsqueda fueron: discapacidad motora, discapacidad sensorial, discapacidad cognitiva, sordera, ceguera, ciego, sordo, autista, autismo, retardo mental. Son fotografías de diferentes características técnicas y estéticas. La intención de utilizar estas imágenes es poder preguntar ¿Qué nos quieren hacer ver estas imágenes acerca de la discapacidad? - Iván Castiblanco Ramírez

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Conceptos generales. Igualdad y diferencia en el contexto educativo. Inés Dussel. Tabla

de contenidos 1. Introducción

2. De la igualdad homogeneizante a la heterogeneidad desigualadora

3. La educación, entre la asistencia, la piedad y la justicia

4. Entre la justicia y el amor

5. Otra vuelta sobre el amor y la educación

Bibliografía citada

1. Introducción

Inés Dussel

Escribir al final de un curso tiene ventajas y desventajas. Por una parte, se agradece que la conversación ya esté iniciada y que algunos acuerdos y desacuerdos hayan sido alcanzados. Pero por otra parte, sobrevuela la obligación de referir a los textos y las discusiones de otros, a los jalones que fueron dejándose en este recorrido que lleva ya algunos meses. Y, más pedestre, está la sensación de que uno repite algo que ya ha sido dicho, y que seguramente ha sido dicho de mejores maneras que las que nos sentimos en condiciones de decir.

Quizás necesito explicitar, a modo de exorcismo, algo de esto, para sentarme a escribir esta clase. También quiero explicitar que me gustaría intervenir en esta conversación en curso desde una perspectiva particular: la de la pedagogía escolar. No quiero reducir lo educativo a lo escolar: ya hubo mucho de eso, y aprendimos sobre las limitaciones y pobrezas de esas perspectivas. Pero tampoco quisiera sumarme a la línea desescolarizante y a los discursos sobre la crisis terminal de la institución escolar, que simplifican situaciones que son bien complejas.

Parto de que la escuela ha supuesto un orden institucional particular, histórico y contingente, que ha tenido mucho que ver con la producción de profundas exclusiones y desigualdades. En la primera parte de esta clase, trabajaré ese argumento con más profundidad. Pero también tengo la convicción de que la escuela sigue siendo un espacio importante para pensar en políticas plurales, en una expansión de los márgenes de la libertad o en la construcción de movimientos

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democráticos. A pesar de todos los planteos del declive de la escuela como espacio de aprendizajes relevantes, las escuelas todavía son, por lejos, la institución pública más importante en promover algún tipo de “sentido común” (definido, más o menos libremente, en relación a la cultura letrada, y no por el mercado de las industrias culturales) y también son de las pocas (si no de las únicas) instituciones que se preocupan por los efectos que la cultura y la sociedad producen en los sujetos. Quiero aclarar que, cuando digo “se preocupan”, me refiero a cierto tipo de reflexión, y acción, como la que tiene que ver con la definición de un curriculum como norma pública, y con algún seguimiento, aunque sea laxo, sobre lo que los sujetos aprenden. Que esto tenga un costado autoritario y de imposición, nadie lo duda; pero creo que es mejor correr ese riesgo -y en todo discutir y cuestionar esa autoridad que construye la escuela- que promover el abandono de cualquier discusión pública sobre qué nos constituye como sociedad, qué lazos queremos mantener en común, y qué queremos legarles a los que siguen.

El cineasta Alain Bergala, además editor de la famosa revista Cahiers du Cinéma, dice algo similar en su libro sobre la transmisión del cine en la escuela:

“La escuela es la mejor situada, si no la única, para resistir a la amnesia galopante a la que nos acostumbran los nuevos modos de consumo de las películas (…). Una de las principales funciones de la escuela, hoy en día más problemática que nunca, consiste en tejer algunos hilos conductores entre las obras del presente y del pasado, en urdir lazos, trazar esbozos de filiaciones sin las que la confrontación con la obra tiene todas las probabilidades de quedar asfixiada, incluso si la obra es de calidad.” (Bergala, 2007: 69-70)

En la transmisión del cine, que para Bergala tiene el valor de un encuentro con el arte y con la alteridad, encuentro que no se hace sin esfuerzo y que no necesariamente es inmediato, la escuela puede jugar un papel importante. Lo mismo podría decirse en relación a otros aspectos de la cultura. Contra la visión espontaneísta y romántica de la naturaleza humana, uno llega a ser quien es después de muchos avatares en los cuales la confrontación con la cultura y con los otros son fundamentales. Claro que esto no implica defender a la escuela tal cual es, ni mucho menos. Las escuelas de hoy muchas veces no ayudan a percibir el mundo de manera más plural, ni siempre permiten encuentros desafiantes e interesantes con los saberes. Lo que quiero sostener es que pensar en su carácter contingente y histórico habilita a señalar que hay otras articulaciones posibles, que hay otros caminos o tecnologías que podrían haberse tomado, y que, tal vez, hubieran supuesto otros recorridos para muchos sujetos, otra relación con el saber, otra relación con el poder, otras prácticas de libertad.

Al mismo tiempo, me parece importante señalar algunas tensiones presentes en las nuevas pedagogías que buscan (me incluyo: buscamos) estructurar experiencias

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educativas con márgenes más amplios de libertad. No podemos desconocer que la escuela, en tanto organización burocrática y pedagógica masiva, plantea limitaciones a las propuestas libertarias. ¿Cómo se hace para promover prácticas de libertad en el marco de un sistema escolar que tiene que garantizar cierta relación con los saberes a todos? ¿Cómo convive eso con la condición laboral de los docentes, que quieren –con toda razón- que haya igual paga por igual trabajo, y cuyos gremios no permiten, las más de las veces y por buenas razones, la contratación de perfiles no docentes en las escuelas? ¿Cómo se evalúan experiencias tan disímiles, de modo de mantener algún horizonte más igualitario? ¿Cualquier propuesta debe ser bienvenida, o habría que pasarla por algún tamiz, cuyas características se vuelven mucho más difíciles de definir en cuanto nos ponemos “prácticos” y pensamos quiénes lo definen, cómo lo definen, por cuánto tiempo, etc.etc.? No tengo respuesta para todas estas preguntas, pero me parece que son preguntas importantes sobre el cómo se hacen las cosas, sobre las tecnologías concretas de acción educativa, que no son menospreciables.

Hay un elemento que me gustaría traer a la discusión, y tiene que ver con colocar en alguna serie histórico-política las transformaciones de los modos de hacer de las escuelas en el último medio siglo. Me baso para esto en un trabajo interesante y polémico de un australiano, Ian Hunter. Este autor dice que fue en el mandato de hacerse más y más popular, más y más inclusiva, que la escuela fue adoptando formas y saberes del entorno y de las familias, al punto que la demanda de volverse receptiva y hospitalaria se puso en el centro de su ideario (Hunter, 1998). La escuela se fue familiarizando, y la familia se fue escolarizando. En palabras de Hunter:

“El carácter burocrático-pastoral de la organización (escolar) significó que la escolarización pudo transformar a la familia sólo personificando la forma ideal de esta última. Y eso significó que la normalización escolástica (escolar) de la familia vino siempre acompañada por una “familiarización” recíproca de la escuela.” (Hunter, 1998: 153).

Quizás ya han visto la película de Abbas Kiarostami, “¿Dónde está la casa de mi amigo?”(1987). En la primera escena (http://es.youtube.com/watch?v=CmU8u0_yCpU&feature=related), el maestro toma lista y revisa los deberes de los alumnos. Esa es una típica escena escolar que muestra el control burocrático: el maestro enfatiza que todos deben llegar temprano y hacer sus deberes para poder avanzar en la escolaridad. El maestro dice: “Si vives lejos, debes salir antes”. O también habla más o menos en estos términos: “No me importa si jugaste con tu primo, igual debes hacer la tarea”. Las sanciones son rígidas y terminantes, iguales para todos, independientemente del mayor o menor esfuerzo que hacen en venir a la escuela. Nematzadé llora desconsolado ante el reto, y el maestro no parece conmoverse. Que a todos nos resulte tremendamente violenta esta escena habla

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de cuánto hemos cambiado en nuestras imágenes sobre la escuela: debe ser más hospitalaria, acogedora de las diferencias, valorar los esfuerzos respectivos y tomar formas más maternales de cuidado.

Vuelvo al argumento de Hunter. El desafío de incluir a todos, de hacerle lugar a los saberes populares y a las demandas y necesidades locales, puso un límite fuerte a la igualdad burocrática que planteaba la escuela moderna, y fue conllevando un desplazamiento del ideal más “burocrático” y abstracto de igualdad educativa hacia un ideal de inclusión localizada, adaptada, organizada según el gusto del público. No elijo estas asociaciones por casualidad: me interesa destacar la cadena de asociaciones entre adaptación local – audiencia – consumo de masas, porque son movimientos que se fueron dando en paralelo. Quizás Hunter debería incluir un tercer o un cuarto término en la relación escuelas-familias: el mercado, las industrias culturales de masas, han transformado profundamente las relaciones sociales, la idea de lo íntimo y lo privado, y las razones públicas.

Aquí es donde las propuestas libertarias se articulan a aliados impensados como las industrias capitalistas culturales que promueven como único criterio el gusto o la satisfacción del cliente. Digo esto, y me asusto un poco, porque el argumento parece llevar a defender el monopolio del estado en la decisión del bien común. Espero que no sea leído así. Creo que la comparación más adecuada es con el trabajo de Jacques Donzelot, “La policía de las familias” (1979), una historia de los saberes y tecnologías de gobierno de las familias que muestra cómo el feminismo de fines del siglo XIX terminó aliado al Estado capitalista y a las profesiones burguesas de control de los cuerpos y las almas (medicina, trabajo social, pedagogía) para desbancar el poder del Pater Familias. A nadie se le ocurriría (bueno, probablemente a algunos sí, pero no nos contamos entre ellos) volver al status quo anterior, con el poder del padre sobre la vida y la muerte de los integrantes de la familia; pero eso no implica dejar de reconocer que la victoria del feminismo tuvo costos altos en sus propias capacidades de acción, y que alimentó poderes igualmente peligrosos y dañinos.

Lo que me gustaría argumentar es que sería bueno ubicarnos en estas nuevas coordenadas histórico-políticas, y tomar posición de forma no ingenua. Lo local y lo familiar han sido articulados por estrategias políticas distintas, hasta antagónicas, pero que se encuentran en terrenos similares. La referencia al ideal de igualdad burocrático es a veces el único espacio en el que se confronta con las dinámicas mercantilistas. No es que me satisfaga, pero precisamente porque no me satisface me parece que sería bueno rearticular una propuesta igualitaria con otras connotaciones, con otras alianzas. Es el tipo de igualdad como punto de partida, como hipótesis a comprobar, que propone Jacques Rancière en “El maestro ignorante” (1987): un proyecto ético-político que parte de la dignidad irrevocable de toda vida humana, y de una profunda inquietud moral con la injusticia y la

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desigualdad.

Como espero haber dejado en claro, creo que hay una tensión no demasiado bien resuelta (debería decir más modestamente: no para mí), en las relaciones entre igualdad y diferencia en el sistema escolar. Es esa tensión la que me gustaría desplegar en esta clase, en la que seguramente plantee más preguntas que respuestas. Y es quizás por eso que me decido a incluir un subtítulo que quiere interrumpir esa discusión desde otras lógicas, las de la justicia y el amor. Que son, y no son, maneras de rondar las mismas preguntas: qué hacemos en/con la escuela para hacerle lugar a la diferencia y la singularidad, y cómo lo hacemos para que eso no implique renunciar a la igualdad como proyecto ético -político democrático.

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2. De la igualdad homogeneizante a la heterogeneidad desigualadora

En su clase inaugural, José Contreras discute la igualdad homogeneizante tal como fue planteada por la escuela. Me gustaría retomar y ampliar sus aportes para volver a colocar la cuestión ética y política de la propuesta escolar, y del acto de educar en general. Voy a proponerles un breve recorrido histórico de cómo se planteó la cuestión de la igualdad desde el ideario de la revolución burguesa a las discusiones más recientes sobre estructurar propuestas heterogéneas.

La idea de igualdad fue uno de los pilares de la expansión de los sistemas educativos modernos. Por ejemplo, las instituciones educativas que diseñó la revolución francesa se llamaban “casas de igualdad”, y en ellas los niños debían acceder al mismo vestuario, la misma alimentación, la misma instrucción y el mismo cuidado (Chevallier y Gosperrin 1971). En la Argentina, la propuesta de Sarmiento y de otros miembros de su generación implicó algo similar: la imagen de ricos y pobres en el mismo banco de escuela y recibiendo la misma educación fue motivo de orgullo para muchas generaciones. Todos debían ser socializados de la misma forma, sin importar sus orígenes nacionales, la clase social, su condición masculina o femenina o su religión, y esta forma de escolaridad fue considerada un terreno “neutro”, “universal”, que abrazaría por igual a todos los habitantes.

En esta expansión, la igualdad se volvió equivalente a la homogeneidad, a la inclusión indiscriminada e indistinta en una identidad común, que garantizaría la libertad y la prosperidad general. Si esta identidad común e igualitaria se definía no sólo por la abstracción legal de nivelar y equiparar a todos los ciudadanos sino también porque todos se condujeran de la misma manera, hablaran el mismo lenguaje, tuvieran los mismos héroes y aprendieran las mismas cosas, entonces quien o quienes persistiesen en afirmar su diversidad serían percibidos como un peligro para esta identidad colectiva, o como sujetos inferiores que aún no habían alcanzado el mismo grado de civilización. Con pocas variaciones, éste fue el patrón básico con el que se procesaron las diferencias en las escuelas. Aparecieron una variedad de jerarquías, clasificaciones y descalificaciones de los sujetos, cristalizando la diferencia como inferioridad, discapacidad o incapacidad, ignorancia, incorregibilidad. El curriculum que se diseñó a fines del siglo XIX estuvo centrado en conceptos como homogeneidad cultural y neutralización de la diferencia (McCarthy, 1998:19). En el caso argentino, además, no fue posible dejar espacio para subculturas o culturas alternativas al patrón común, o aún en “identidades compuestas” (hyphenated identities) como fue el caso estadounidense (cf. Lesser, 1999). La inclusión propuso una homogeneidad con jerarquías, con diferenciaciones, incluso con expulsiones, y sobre todo con bases muy limitadas para el disenso. Quienes fuimos a la escuela pública tenemos anécdotas que ilustran esta dualidad: por un lado, la convivencia con otros sujetos diferentes a los habituales en el entorno familiar, pero también la presencia de una

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pedagogía que sospechaba de la originalidad, que se sentía amenazada por la libertad, y que escasamente preparaba para algún debate o discusión plural.

¿Qué pasó con este discurso homogeneizante sobre la igualdad escolar? De nuevo, voy a remitirme a la Argentina, que es el país que mejor conozco. Este consenso comenzó a quebrarse en la etapa posterior a la dictadura militar que terminó en 1983, cuando se hicieron más visibles las marcas más autoritarias de esta forma escolar. Los discursos democratizadores y participativos de la década del ’80 lograron impactar en articular otras formas de convivencia y en replantear, con el apoyo de las psicologías constructivistas, al sujeto de aprendizaje como protagonista activo de la enseñanza, aunque fueron menos efectivos en cuestionar la estructura básica del sistema escolar. Julia Varela (1995) ha escrito agudas reflexiones sobre el peso del constructivismo en la definición de sujetos ahistóricos y aislados, y la carga de clase (de la pequeña burguesía) de sus definiciones de actividad, interés y participación. Aunque también debe admitirse que ayudaron, en algunos casos, a reconocer que niñas y niños eran sujetos dignos de ser escuchados, y que no eran tablas rasas donde se imprimía sin más el deseo adulto. Empieza a surgir con fuerza la pregunta ética sobre qué derecho tenemos a pretender ciertas conductas y conocimientos de la infancia.

Pero es sobre todo en los ’90 que se abrió paso una impugnación más fuerte de la tradición homogeneizante, esta vez unificando proclamas participativas y anti-burocráticas con el eficientismo del discurso managerial. Como lo ha señalado Beatriz Sarlo (2001), la ruptura de un imaginario que se pensaba republicano e igualador es quizás uno de los legados más fuertes que dejó la década del ´90 en la Argentina. La aceptación de la diferencia y de los caminos sinuosos y originales en el aprendizaje empezó a traducirse, para algunos, como resignación frente a la desigualdad. “Nos acostumbramos a que la sociedad sea impiadosa” (Sarlo, 2001: 133), afirma la ensayista, tomando como parte de un paisaje estático e inmodificable lo que fue resultado de políticas concretas, de la acción humana.

Es en esta coyuntura que la “atención a la diversidad” asume un lugar privilegiado en las políticas educativas. Desde mediados de los ’90, muchas de las políticas educativas se ejecutaron con la premisa de atender a la diversidad, combinando la focalización de las prestaciones con ecos del discurso multicultural que proclama la celebración de las diferencias. Vemos aquí, como lo señalaba al inicio de la clase, alianzas impensadas aún para sus propios protagonistas. Lo llamativo es que, a diferencia de algunas políticas de acción afirmativa o discriminación positiva realizadas en otros países en relación con sectores tradicionalmente excluidos, por ejemplo la integración de las minorías étnicas al sistema de educación superior en los EEUU a partir de los años ’60, estas políticas focalizadas no interrogaron las condiciones institucionales y sociales que producen la exclusión ni se propusieron exceder la forma de la caridad pre-política o del clientelismo político (Auyero,

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2000). La “atención a la diversidad” se volvió muchas veces un eufemismo de la educación para los pobres, de la distribución compensatoria de recursos en una situación de desigualdad que se dio por sentada.

Ello se evidencia en los sentidos sobre la diversidad que pueden escucharse entre los docentes. La “diversidad” es leída, por muchos de ellos, como un indicador de extrema pobreza o de discapacidad manifiesta; no engloba a la diferencia inscripta en cada uno de los seres humanos, sino la desigualdad total sobre la que hay poco por hacer. “Yo sí que trabajo con alumnos diversos”, se escucha en los cursos de formación cuando se comienza a trabajar el tema, y allí inevitablemente surgen relatos terribles y dolorosos sobre la miseria y la exclusión. ¿De qué está hablando la apelación a la “diversidad” cuando se trata de desigualdades e injusticias? Como bien señala José Contreras, la diversidad es el problema de “los otros”: es claro que esta pedagogía no abre ningún cuestionamiento a las políticas de normalización y exclusión de las diferencias. Pero además está el agravante de que “la pobreza” deja de ser una desigualdad que debe denunciarse, remediarse o al menos provocar cierto escándalo moral, para convertirse en una “diversidad” que debe ser tenida en cuenta como los puntos de partida inmodificables que “traen” ciertos alumnos “porque forma parte de la sociedad”.

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3. La educación, entre la asistencia, la piedad y la justicia

¿Qué se hace con la diversidad entendida de este modo? ¿Qué espacio hay para que cada historia pueda aparecer en su singularidad, para que pueda abrirse y desplegar otra cosa que el estereotipo? En este apartado, me gustaría poner a discusión algunas de las respuestas pedagógicas que se fueron estructurando en estos años para “atender a la diversidad”.

La primera cuestión que destacaría es que hay un uso de la palabra (me refiero al “hablar/dar voz” y al “escuchar”) que me resulta, de a ratos, bastante problemático. A diferencia de otras épocas en que hablar de política, de economía o de pobreza no estaba bien visto, hoy en las escuelas la realidad irrumpe todo el tiempo, y no hay más fronteras claras y definidas sobre lo escolar y lo no escolar. El declive de las instituciones con programas institucionales fuertes (Dubet, 2003) hace que cobren importancia las dinámicas particulares, los afectos y las personalidades de quienes las habitan, y que eso esté en el primer plano todo el tiempo (algo de lo que habla, de otras maneras, el citado Ian Hunter). Pongo un ejemplo un tanto extremo, pero real. Hace pocos años, en una escuela muy pobre en el conurbano bonaerense, una docente señalaba cómo un alumno le contaba que había participado en un secuestro express. Lo que más llama la atención, en la Argentina de hoy, no es que un alumno regular participe de actividades delictivas, sino más bien que las cuente abiertamente frente a la clase sin temor a ser sancionado aunque sea moralmente. No está claro qué buscaba ese adolescente al contar esto (¿aval o sanción? ¿apoyo o freno?), pero lo cierto es que la escuela sigue siendo una de las pocas instituciones estatales que, aunque débil, sigue en pie, que está obligada a escuchar dolores, padecimientos y demandas de una manera mucho más abierta que otras instituciones, y que tiene que navegar en esas turbulencias.

Decimos que la escuela está “obligada a escuchar” porque, al menos en Argentina, la atención a la diversidad se conjuga con los verbos incluir y asistir. Los “diversos”, los pobres, los excluidos, deben ser asistidos y contenidos antes que la fractura social se agrande. La escucha, la contención social, la atención alimentaria, sanitaria y social de los marginados, son las enormes demandas que se ponen sobre una escuela que ya está bastante maltrecha en sus recursos materiales y simbólicos. Algunas veces desde los discursos de la seguridad ciudadana (construir escuelas para evitar que estos chicos se transformen en delincuentes) y otras veces desde discursos que les reconocen derechos ciudadanos igualitarios, los docentes se ven compelidos a hacer algo con estos chicos, algo que la sociedad no ha resuelto en la medida en que no ofrece a las nuevas generaciones una perspectiva de futuro de pleno derecho, pero que pretende que las escuelas resuelvan por sí mismas.

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No hay dudas que éste no es un problema meramente educativo o que vaya a resolverse solamente desde la pedagogía. Pero me vienen a la mente algunos ejemplos de acciones pedagógicas concretas que sí construyen otros espacios y otras políticas a partir de “lo que escuchan”. Una escuela media en una villa urbana, ante reiterados episodios de abuso policial a los adolescentes del colegio, se propuso realizar reuniones periódicas entre las madres activistas y los jefes policiales de la zona para promover más protección para los alumnos. También reorganizó la enseñanza de la formación ética y ciudadana alrededor de la idea de sujetos de derecho y derechos vulnerados. Hay otra ética en estas pedagogías que buscan incluir y asistir de una manera que no desprecie a quienes recibe.

Otras escuelas y docentes, sin embargo, no tienen necesariamente estas estrategias o actores a mano. Una de las preguntas que nos aparece últimamente es qué escuchan los docentes “obligados a escuchar” –valga la redundancia- el dolor y la injusticia que enuncian sus alumnos: ¿escuchan una historia? ¿escuchan un destino? ¿Qué significa incluir al otro, con todo lo que trae? Más aún, nos preguntamos: ¿qué necesitan saber hoy los docentes para educar de otra manera? ¿Necesitan saber todo sobre la historia de sus alumnos, o más bien necesitan saber que pueden educar? Algunos docentes nos manifestaban hace poco: “prefiero no saber tanto de mis alumnos. Prefiero no enterarme, si no, no puedo trabajar.” Escuchar, en estos casos, es confirmar un diagnóstico sociológico ya determinado: un estigma. Es preferible no escuchar, pero también en ese caso tampoco parece haber lugar para conmoverse, para algún encuentro con el otro. Otros docentes, con trescientos o quinientos alumnos por semana, literalmente ni saben a quién tienen enfrente, y, casi anestesiados frente al sufrimiento ajeno, perciben a sus alumnos como amenaza o como enemigos. El tema de la escucha, por otro lado, viene a caracterizar cada vez más a las profesiones que están en contacto con poblaciones con alto grado de padecimiento social. Didier Fassin (2004), en un estudio sociológico sobre los psicólogos y asistentes sociales que trabajan en zonas marginales, señala la dificultad en que se encuentran estos profesionales que pueden hacer poco más que escuchar el dolor de los demás. Es aquí donde la frase de Sarlo sobre la impiedad vuelve a cobrar sentido: por un lado, la impiedad del desamparo, de los alumnos que portan historias duras y terribles pero también de los docentes que no saben qué hacer con ellas, muchas veces igualados en el desamparo.

¿Hay maneras de “escuchar” o “ver” la diferencia de otro modo? Tomo, por ejemplo, una imagen tomada por un fotógrafo francés, Olivier Culmann, que tiene un ensayo fotográfico sobre las “escuelas del mundo”.

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BOLIVIA. Esta mañana, en un rincón de la clase, fotografié a un alumno que se aburre. Es el hermano de un alumno mayor. Se encuentra allí porque sus padres trabajan en el campo. Está esperando a ser más grande para poder aprender. Le han dado un papel. Quizás, para que se acostumbre. Este chico es bello como una postal de América del Sur. Tengo miedo de esta foto, y de la ambigüedad de esta forma de estetización. Tengo miedo de que en otros lugares, la gente no vea más que un niño pobre de otro país pobre de una América del Sur forzosamente pobre. Sin embargo, yo no quise más que fotografiar a un alumno que se aburre. (Olivier Culmann, Les mondes de l’école)

Trabajo esa foto en actividades de formación docente, y frente a la pregunta de qué ven en esta foto, aparecen los siguientes descriptores: pobreza (precariedad del entorno, chuyo del niño, banquito en vez de banco y silla escolar), cansancio (la posición del lápiz), espera (idem), soledad (tendría que haber un otro que no hay en esa imagen, la educación siempre tiene que ver con más de uno), opresión. También algunos, generalmente una minoría, “ven” belleza, felicidad, una situación extraordinaria y hasta violenta (invierte la disposición habitual de los cuerpos en el aula, al estar de espaldas al pizarrón), esperanza, “a pesar de”. En un encuentro reciente, surgió también la cuestión del artificio de la representación, lo forzado de la composición, y hasta la bronca porque aparece la misma mirada “antropológica” de la diferencia y la pobreza.

En mi opinión, lo valioso, o hasta lo extraordinario de esta foto, no es lo que muestra, sino el epígrafe que la acompaña. Veamos lo que dice. BOLIVIA. Esta mañana, en un rincón de la clase, fotografié a un alumno que se aburre. Es el hermano de un alumno mayor. Se encuentra allí porque sus padres trabajan en el campo. Está esperando a ser más grande para poder aprender. Le han dado un papel. Quizás, para que se acostumbre.Este chico es bello como una postal de

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América del Sur. Tengo miedo de esta foto, y de la ambigüedad de esta forma de estetización. Tengo miedo de que en otros lugares, la gente no vea más que un niño pobre de otro país pobre de una América del Sur forzosamente pobre. Sin embargo, yo no quise más que fotografiar a un alumno que se aburre.(Olivier Culmann, Les mondes de l’école)

Este epígrafe, en cierta manera, desmiente la foto, y trae nuevos sentidos que abren otras preguntas. El ejercicio de ver la foto y discutir su epígrafe permite una primera entrada a lo que “vemos” cuando “vemos” imágenes de niños pobres. ¿Qué sentidos estamos acostumbrados a poner, y a encontrar, en esas imágenes de infancia? ¿Puede un niño pobre aburrirse? ¿Puede estar cuidado aunque esté solo? Y también, en línea con lo que dice Jorge Larrosa en su clase, ¿puede esa violencia de la representación artística ser, sin embargo, más amable y más hospitalaria que el pretendido realismo?

Habría mucho más para decir, y para traer al debate, sobre el “escuchar” y el “ver” que se despliega en nuestras pedagogías de las diferencias. Digamos por ahora que, como ha venido sosteniéndose a lo largo de este curso, son dos verbos que no habría que tomar a la ligera.

La otra cuestión, con la que me gustaría ir terminando este apartado, es otro tipo de respuesta que surge frente a tanta impiedad: la tentación de ser piadosos, y de vincularse a los alumnos desde una piedad que sólo los ve como víctimas, nunca como iguales. La compasión es un sentimiento bien antiguo, ya discutida por Aristóteles en su Retórica, y que asume otras connotaciones desde su articulación al discurso religioso del cristianismo. Lo que es menos habitual es considerarla parte de las políticas “progresistas”, inauguradas con la Revolución Francesa. Recurro aquí al texto de Hannah Arendt, “Sobre la revolución”, donde ella describe la política de la compasión que estructuró los lazos sociales sobre las premisas del sufrimiento y la conmiseración (Arendt, 1990). La emergencia de la esfera pública burguesa centrada alrededor del “espectáculo del sufrimiento” (les malheureux, los infelices/pobres cuyo dolor debe ser reparado por la revolución) establece un modo de relación con los otros que privilegia una política de la compasión (Arendt, 1990). Arendt oponía una política de la compasión (conmiserar a los pobres, y hacerlo desde un punto de vista distante y externo, un punto de vista “del espectador”, que convierte al sufriente en una víctima), a una política de la justicia, que se centra en una lógica de la equivalencia y los derechos.

Hace unos años, el sociólogo Richard Sennett publicó un libro en el que habla del respeto y la dignidad en las sociedades desiguales; allí señala que la compasión por los pobres conlleva en general un fondo de desprecio, y que sustituye a la justicia (Sennett, 2003: 146 y ss.). Por eso me parece importante interrumpir el discurso de la diversidad desde la pregunta por la justicia. Esta es una pregunta política y ética

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que atraviesa al conjunto de la organización escolar y al curriculum, que no se resuelve en el espacio de la “educación para los pobres” sino que exige que nos replanteemos el horizonte de igualdad ciudadana que estamos proponiendo a las nuevas generaciones, e involucra al sistema en su conjunto. Desarmar el discurso de la diversidad implica, antes que nada, sacarlo del coto de “los otros/los diferentes” y transformarlo en un discurso pedagógico sobre el conjunto, y sobre cada uno de nosotros.

4. Entre la justicia y el amor

Veamos, entonces, algo de lo que quería traer con mi subtítulo. Las lógicas de la justicia y del amor en la educación, ¿podrán decirnos algo nuevo sobre la escuela y sobre la pedagogía de la diferencia? En el curso, ya se ha discutido sobre la relación educativa como relación amorosa y su relación con el “don”, el “dar” como elemento intrínseco al acto de educar. También se habló de la justicia, porque las pedagogías de las diferencias se articulan fundamentalmente a partir de la voluntad de una educación más justa.

En lo que sigue, me gustaría tratar de poner juntas las lógicas de la justicia y las del amor, para ver si pueden ayudarnos en esta tensión entre igualdad y diferencia en la pedagogía escolar. El filósofo Paul Ricoeur, en un agudo ensayo sobre ambos términos, dice que el amor tiene que ver con la dinámica desproporcionada del dar, del preocuparse por el bienestar del otro sin esperar nada a cambio; la justicia, a su vez, se vincula a una dinámica del distribuir, de pensar en el reparto, de la reparación y de la igualdad de los seres humanos (Ricoeur, 2001).

Propongo, para eso, revisar una serie de imágenes de la justicia, porque quizás haya que volver a abrir esos términos para poder pensarlos conjuntamente. Tomo como base el trabajo del historiador de la cultura Martin Jay (1999), que con una gran erudición recorre la iconografía de la justicia en la cultura occidental. Empieza por una imagen romana de la diosa Justitia, personaje femenino que tenía una espada en una mano, representando al poder del Estado, y la balanza en la otra, imagen que- señala Jay- ya estaba presente en el Libro de los Muertos de los egipcios y que simbolizaba la claridad de juicio sopesando los méritos de ambas partes.

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La segunda imagen, “La erupción de la Justicia en causas imaginarias: El juicio a Satán y la Reina Ratio”, es una representación del siglo XV. La justicia sigue siendo un ícono femenino, como hasta nuestros días; lo que llama la atención es que esta justicia basa su habilidad en la evidencia visual que puede recolectar, en su capacidad de vincularse a lo sensible.

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Una tercera imagen, de 1494, muestra a la Justicia con los ojos vendados, en lo que Jay refiere como “el modo más enigmático de los atributos de la Justicia”. Esta imagen está tomada de un libro en alemán, El barco de los locos, y se hizo muy popular rápidamente. Lo curioso es que en esta versión, el hecho de estar tapados sus ojos significa que le han robado la capacidad de entender bien las cosas, de sostener bien su espada y de ver qué hay en su balanza.

Jay señala la relación entre este vendaje en los ojos y la iconografía de muchas otras figuras medievales, igualmente vendadas: la Muerte, la Ambición, la Ignorancia, la Ira. Incluso Cupido era representado como un niño con ojos vendados, “no sólo porque el amor oscurece el juicio sino porque Cupido estaba en

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el lado equivocado del mundo moral” (Jay, 1999:20). Un caso emblemático es la representación de los judíos. En una escultura de la Catedral de Estrasburgo, del siglo XIII, llamada “La sinagoga”, puede observarse cómo la ceguera o incapacidad de ver es connotada negativamente como “la resistencia a la iluminación de la luz divina, (…) contrastada con la Iglesia de ojos abiertos.” (Jay, 1999:21)

Jay sigue la pista de esta asociación y encuentra un cambio con la Reforma protestante, que toma seriamente la prohibición de las imágenes y se vuelve iconofóbica. “Ahora era nuevamente una virtud resistirse a lo que San Agustín había llamado célebremente “la lujuria de los ojos”. Una justicia vendada podía evitar así las seducciones de las imágenes y alcanzar la distancia desapasionada necesaria para dictar veredictos imparcialmente.” (Jay, 1999:22). La ceguera de la justicia es la forma en que se la piensa neutral e imparcial, resistente a las tentaciones de la debilidad de la carne, y para no perderse en el mundo. Pero parece que eso se hubiera logrado a costa de invalidar una parte de la humanidad, de dejar de lado la sensibilidad, de no ver el rostro de los otros.

Martin Jay reconoce que esta imagen de los ojos vendados tenía algunos antecedentes en Plutarco y en otras imágenes egipcias donde la ceguera implicaba neutralidad; esa serie, sin embargo, había sido minoritaria por muchos siglos. A partir de la reforma protestante, la iconografía –incluso en los países católicos- empieza a ser más austera, y la imagen de la justicia comienza a ser emplazada dentro o cerca de los edificios públicos, invistiendo al emergente Estado de los valores ético-políticos del protestantismo. La justicia empieza a ser subsumida por la ley, que quiere reducirla a una cantidad perfectamente mensurable, dominada por un principio de intercambios equivalentes -como si la ética y la política

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pudieran reducirse a eso-.

Cabe aclarar que Jay sigue de cerca, en estas reflexiones, la “Dialéctica del Iluminismo” de Adorno y Horkheimer. Un enunciado me parece particularmente interesante para la reflexión en este curso:

“El vendaje sobre los ojos de Justitia no sólo significa que no debería haber ningún asalto sobre la justicia, sino que la justicia no se origina en la libertad…” (citado por Jay, p. 25)

La libertad está vinculada, en opinión de Adorno y Horkheimer, a la capacidad de ver. Y Jay cree que en esta capacidad de ver, el hecho de que la Justicia sea un ícono femenino no es un dato aleatorio. Sin esencializar las diferencias de género, remarca que hay una construcción histórica en torno a la forma de dominación patriarcal y la abstracción visual, que contrasta con la mirada “femenina” en las asociaciones que la cultura occidental ha construido en torno a ella, esto es, con una sensibilidad más aguda y refinada a los detalles y los contextos específicos. Es esta sensibilidad lo que la visión legalista de la justicia quiere tapar o apagar, y por eso le venda los ojos.

5. Otra vuelta sobre el amor y la educación

Jay termina abogando por una justicia que pueda habitar una tensión creativa entre las particularidades concretas y contingentes y algunos criterios prescriptivos abstractos que nos protejan de los “malos legisladores y juristas”. Lanzados al libre arbitrio de los jueces, es probable que mucha injusticia sucediera; pero una justicia ciega a lo singular es también pasible de tremendas injusticias –como expresamos en la primera parte de esta clase-. La erudición de Martin Jay viene al rescate para proponer una imagen de la justicia que combine “el rigor de la subsunción conceptual con la sensibilidad a la particularidad individual” (a la singularidad, diríamos nosotros). Es una imagen de los Países Bajos, de 1567, tomada de un libro de J. de Damhoudere, “Praxis rerum civilium”, y muestra a la justicia con dos caras.

Jay la describe así:

“La primera cara tiene los ojos abiertos, capaz de discernir la diferencia, la alteridad y la no identidad, mirando hacia la mano que sostiene la espada, mientras que la otra, mirando hacia la mano que tiene la balanza de la imparcialidad de las reglas, tiene los ojos vendados. Porque sólo la imagen de una deidad de dos caras, una criatura híbrida y monstruosa, una alegoría que resiste la subsunción en un concepto general, sólo esa imagen puede hacer, por así decirlo, justicia a la dialéctica negativa, quizás incluso aporética, que vincula a la ley y la justicia.” (Jay, 1999:35).

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Esta imagen de la justicia, entonces, asume algo de la lógica del amor de la que habla Ricoeur en la cita mencionada al principio de este apartado. Es una lógica que no es sólo la de las equivalencias, aunque las tenga que incluir en tensión permanente. Es una mirada atenta a lo singular, una mirada sensible y una mirada implicada en el mundo. En ese sentido, me parece evidente que es una mirada amorosa. Es una justicia que se pregunta por la igualdad sin desatender la diferencia.

Llego, entonces, al último punto del recorrido que quiero proponerles aquí, y que se suma a las conversaciones que vienen sosteniendo en el curso sobre la cuestión del amor. Recurro a la literatura: se trata de un ensayo de palabras e imágenes escrito a dúo por las chilenas Diamela Eltit (escritora) y Paz Errázuriz (fotógrafa), sobre la experiencia del amor entre los enfermos mentales del hospital chileno de Putaendo: Cito (disculpen la extensión):

“Las parejas se me confunden. Hay gran cantidad de enamorados. ¿Hay enamorados? Margarita con Antonio, Claudia con Bartolomé, Sonia con Pedro, Isabel y Ricardo, y así y así y así. ¿Cuál es el lenguaje de este amor?, me pregunto cuando los observo, pues ni palabras completas tienen, sólo poseen acaso el extravío de una sílaba terriblemente fracturada. Entonces, ¿en qué acuerdo?, ¿desde cuál instante?, ¿qué estética amorosa los moviliza? Veo ante mí la materia de la desigualdad cuando ellos rompen los moldes establecidos, presencio la belleza aliada a la fealdad, la vejez anexada a la juventud, la relación paradójica del cojo con la tuerta, de la letrada con el iletrado. Y ahí, en esa descompostura, encuentro el centro del amor. Comprendo ejemplarmente que el objeto amado es siempre un invento, la máxima desprogramación de lo real y, en ese mismo instante, debo aceptar que los enamorados poseen otra visión, una visión misteriosa y subjetiva, Después de todo los seres humanos se enamoran como locos. Como locos...“Anteanoche y anoche y esta mañana... Anteanoche y anoche y esta mañana” canta una de las asiladas por los pasillos del corredor de una de las secciones. Canta una tonada, una tonada que me parece simétrica a su cuerpo que se dilata, que se tuerce por una parálisis lateral, un cuerpo parcialmente impedido pero no por eso menos afectuoso. Canta con una voz sentimental que me sobrecoge. Sobrecogida por su canto, saludo a la última pareja de la mañana. No se acuerdan cuánto tiempo están juntos: “Mucho... mucho”, dicen. No saben ver la hora, no saben leer, no saben cuántos años están internados en el hospital, no saben nada de sus familiares. Pero él le da el té y el pan con mantequilla. Ella lo cuida......El amor aparece en el hospital del pueblo de Putaendo apenas como una cita tercermundista de un modelo ya cesado. Resurge entre los cuerpos que transportan las más ásperas huellas carnales de su desamparo social. Revoltosos, ágrafos, confinados, los pacientes del hospital atrapan y birlan el mito depositado en el lugar, para poner en movimiento la poderosa máquina amorosa, con la

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certeza de apelar a un modelo ya irreconciliable porque está anclado únicamente en la imposibilidad, un modelo que está aferrado a las ruinas de una arquitectura dada de baja por el consenso que produce el amplio acuerdo de todos los diversos tiempos.Pero obstinadamente reaparece.Entonces, hablemos pues del amor: Me enamoro. Me arriesgo a perder mi calidad ciudadana. Ah, un día tú y yo habremos de llegar como enfermos hasta el gran cementerio del amor. Las montañas serán las carceleras.”

(Eltit, Diamela y Errázuriz, Paz, El infarto del alma, Francisco Zeigers Editor, Santiago de Chile, 1999)

Este extracto seguramente podría organizar otra clase, pero no resistí a la tentación de ponerlo básicamente porque creo que es muy sugerente para pensar en una ética y una estética del amor no sentimentalista, por fuera de los clichés que suelen acompañar al discurso amoroso. Creo que habla de la posibilidad de “escuchar” y “ver” algo más que pobreza, marginación, soledad (la serie que se asocia a los discursos sobre la diversidad), y encontrar la fuerza vital que nos sostiene a todos, en muy distintas circunstancias. Me gusta, sobre todo, esa idea de arriesgarse a perder la calidad ciudadana en la entrega amorosa. No es una lógica de equivalencias la que se pone en acto en una relación afectiva, y la educación tiene que ser un acto de implicación con el otro y con uno mismo. El lenguaje de la justicia es muy importante en la educación, y creemos, como venimos sosteniendo desde el principio de la clase, que la preocupación por las injusticias y la desigualdad no tendría que abandonarse. Pero también es importante empezar a hablar algún lenguaje del amor (ojalá nos saliera tan bien como a Diamela Eltit), donde la “calidad ciudadana”, los discursos de los deberes y los derechos, no lo son todo, porque se juegan otras cosas: la dependencia mutua, lo irracional, la risa, el llanto, el estómago, el placer, en fin: las pasiones menos gobernables pero más poderosas.

Ahora bien, ¿es eso todo? No es que sea poco, por supuesto; pero me da la impresión que a veces nos instalamos demasiado cómodamente en los discursos amorosos, y parece suficiente con “amar a los niños”, “amar al diferente”. Insisto con la sensación de incomodidad e inquietud del principio, y a la idea de que hay que vivirla como “tensión creativa” –en las palabras de Martin Jay-.

El punto es que creo que en la educación, junto al aprendizaje amoroso, se trata del aprendizaje de las distancias, de las reglas, de algunos criterios o principios más abstractos y generales con los cuales poner en tensión (sopesar, como los balancines de la justicia) nuestras decisiones. Y vuelvo a las preocupaciones iniciales explicitadas en esta clase, en torno a las condiciones histórico-políticas en las que estamos. La cuestión de la distancia aparece valorada, crecientemente, como un contrapeso valioso a la hora de despegarnos de tanto impacto directo que

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generan las industrias culturales. La distancia sería, para una línea que reconoce en Bertoldt Brecht a uno de sus mejores teorizadores, la posibilidad de la singularidad, del “disculpe, pero preferiría no hacerlo”, al decir de Carlos Skliar/Bartleby-Melville. La posibilidad de la libertad, nada más y nada menos.

Pienso, por ejemplo, y no es un tema menor, en el “efecto fusional y confusional” de las pantallas de hoy. Para una analista francesa, Marie-José Mondzain, la violencia de los medios reside precisamente en “la violación sistemática de la distancia. Esta violación resulta de estrategias espectaculares que embarullan, voluntariamente o no, la distinción de los espacios y los cuerpos para producir un continuum confuso donde se borra toda chance de alteridad. La violencia de la pantalla comienza cuando no hace más pantalla.” (Mondzain, 2002: 53-4). Me parece que este aspecto es algo a tener en cuenta para discutir qué debería enseñar hoy la escuela, porque ése es un saber que no está disponible en otros lados. Como dice el crítico de cine Angel Quintana, la escuela debería promover menos directo televisivo y más distancia crítica, que tiene que ver con que todos tengamos más posibilidades de tener una aproximación justa, que no es una aproximación indiscriminada. La alteridad tiene que ver con la distancia. El encuentro con otros tiene que ver con la distancia entre ellos y uno mismo, distancia que debo recorrer de maneras siempre nuevas e impredecibles.

El tema de la distancia ya había aparecido en esta clase cuando hablamos de los docentes que pedían “saber menos” de sus alumnos, o cuando, ante el abuso policial, estructuraban espacios protegidos y mediados por la palabra (esto es, por la construcción de una cierta distancia) entre policías y las familias de los adolescentes en conflicto con la ley. Creo que tenemos que trabajar más en esta dirección. Muchas veces, en la urgencia del trabajo escolar y también urgidos por la demanda amorosa (la propia y la ajena), cuesta tomar esta distancia justa, que no es negligencia ni es indiferencia, sino es precisamente la posibilidad de ser uno y ser otro dentro de una relación amorosa. De paso, volvería a leer al escrito de Diamela Eltit, que dice que al enamorarse se arriesga a perder su calidad ciudadana, no que se pierde del todo. Toma ese riesgo, y en esa decisión, reafirma su libertad. Algo de ese gesto debería repetirse en la pedagogía escolar, para que la tensión entre igualdad y diferencia se mantenga como espacio incómodo pero productivo en la búsqueda de distancias amorosas, de justicias sensibles.

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