El arbol de las lagrimas · algo: otra vela, pequeños ataúdes de mazapán con los nombres de...

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9 S i alguna vez te encuentras por el camino un cadáver o unos restos humanos, llámanos y danos con tanta precisión como puedas las indicaciones sobre el lu- gar del hallazgo, porque todo ser humano tiene derecho a ser enterrado dignamente. La llamada es gratuita. Teléfono: 866-376-3010.» Por segunda vez, Luca leyó el llamamiento de la Comisión Internacional de los Derechos Humanos mientras aferraba la mochila contra su pecho. ¿Ser enterrado dignamente? Se imaginó a la gente de la Co- misión atravesando el desierto en un 4x4 después de recibir su llamada, deteniéndose tras la segunda duna junto al arbusto equis y empezando a cavar. Ya no encontrarían gran cosa y, además, no sabría decir con exactitud dónde estaba situada la tumba. Solo lo sabía su hermano Emilio y él se arrancaría la lengua antes que hablar por segunda vez del muerto del desierto. Luca se había acercado al tablón de anuncios del patio de la Casa del Migrante de Tijuana, donde le habían acogido hacía ya varias semanas, y estaba estudiando los distintos carteles que la gente había ido colgando. 1

Transcript of El arbol de las lagrimas · algo: otra vela, pequeños ataúdes de mazapán con los nombres de...

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    Si alguna vez te encuentras por el camino un cadáver o unos restos humanos, llámanos y danos con tanta precisión como puedas las indicaciones sobre el lu-gar del hallazgo, porque todo ser humano tiene derecho a ser enterrado dignamente. La llamada es gratuita. Teléfono: 866-376-3010.»

    Por segunda vez, Luca leyó el llamamiento de la Comisión Internacional de los Derechos Humanos mientras aferraba la mochila contra su pecho.

    ¿Ser enterrado dignamente? Se imaginó a la gente de la Co-misión atravesando el desierto en un 4x4 después de recibir su llamada, deteniéndose tras la segunda duna junto al arbusto equis y empezando a cavar.

    Ya no encontrarían gran cosa y, además, no sabría decir con exactitud dónde estaba situada la tumba. Solo lo sabía su hermano Emilio y él se arrancaría la lengua antes que hablar por segunda vez del muerto del desierto.

    Luca se había acercado al tablón de anuncios del patio de la Casa del Migrante de Tijuana, donde le habían acogido hacía ya varias semanas, y estaba estudiando los distintos carteles que la gente había ido colgando.

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    «¡Si cruzas la frontera hacia EE. UU., estás poniendo en peligro tu vida!», advertía un folleto del Gobierno mexicano.

    Que en el desierto la temperatura podía llegar a subir a los 35 grados durante el día pero luego, por la noche, la tempe-ratura bajaba a solo 5 grados y uno se moría de frío, Luca lo sabía por propia experiencia. También había experimentado personalmente que podían desvalijarte, y tenía asimismo una historia que contar sobre los guías que, supuestamente, te ayu-daban a llegar a salvo al otro lado de la frontera. En compara-ción, las serpientes y los escorpiones eran inofensivos, porque solo atacaban cuando se les provocaba.

    «En los últimos diez años, más de 3.500 mexicanos han fallecido mientras intentaban cruzar la frontera y entrar en EE. UU.», volvía a advertir el Gobierno.

    Uno de ellos era el padre de Luca, aunque probablemente a él habría que incluirlo más bien entre los numerosos muertos que nadie había apuntado en una lista.

    —¿No quieres poner un anuncio de búsqueda tú también?Luca se sobresaltó al ver a Benito de repente a su lado, se-

    ñalando con el dedo los múltiples papeles del tablón en los que parientes y amigos buscaban a amigos y parientes desapa-recidos. A Luca le gustaba Benito, que trabajaba en la cocina de la Casa. Era uno de los seis voluntarios que eran reclutados anualmente para ayudar en la Casa del Migrante.

    —Lo digo porque tu padre y tu hermano también están desaparecidos, ¿no?

    —Están muertos —dijo Luca y agarró con fuerza la mochila.—¿Cómo puedes estar tan seguro? ¡Piensa en Bernardo! A él

    también le daban todos por muerto. Y luego alguien vio su foto aquí y ahora, al menos, su familia sabe que está bien y que está viviendo en Los Ángeles. Logró hacerse una vida al otro lado.

    —Yo sé que están muertos. Mi padre porque lo he visto y mi hermano… también está muerto, por lo menos, para mí.

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    Al oír las últimas palabras de Luca, Benito le miró sorpren-dido, pero como Luca no era el primero ni el único en la Casa que arrastraba consigo un recuerdo espantoso del que no que-ría hablar, regresó a la cocina para preparar la cena sin decir nada más.

    Luca se sentó en un banco del patio y esperó. Los ruidos de la calle se oían muy lejanos. El chirrido de los neumáticos, los cláxones, las voces. El patio en el que aguardaba Luca estaba rodeado de un edificio de tres plantas. Había unas escaleras que llevaban a los distintos pisos, donde estaban una junto a la otra las puertas que daban a las habitaciones, con espacio para sesenta inmigrantes sin techo. En la planta baja estaban la lavandería, una cocina grande y el comedor. Sobre la entrada, en grandes letras rojas, se leía:

    «¡La patria del inmigrante es el país que puede alimen-tarle!»

    Cada vez que atravesaba la puerta, se paraba un momen-to y leía aquellas palabras. Había vuelto a México por propia voluntad, pero ¿encontraría un trabajo que le alcanzara para mantenerse? Eso era más que dudoso.

    Los ojos de Luca pasaron del patio al enorme y viejo árbol que se elevaba en el centro, cuyas ramas, que llegaban hasta el tercer piso, se extendían en ademán protector.

    «El árbol de las lágrimas», lo llamaban en la Casa. Después de comer y al anochecer, la gente se reunía allí para fumar y charlar.

    —No le hace falta que llueva —le había explicado su amigo Manuel—. Crece alimentándose únicamente de nuestras histo-rias y de las abundantes lágrimas que derramamos aquí.

    También Luca había pasado todas las tardes bajo ese árbol desde su llegada y había escuchado a los demás. Cada uno tenía su propia historia sobre cómo había cruzado la frontera, una vez, dos o muchas veces. Había una cosa que todas las

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    historias tenían en común: hablaban de intentos que habían acabado en fracaso, porque los que se sentaban bajo aquel árbol eran los que no lo habían conseguido.

    Luca les escuchaba, pero él mismo no había contado toda-vía su historia. Todavía no había encontrado las palabras para relatar lo que había vivido.

    Luca esperaba a Manuel, que trabajaba en una gasolinera durante el día. Dentro de dos horas se abriría la verja de la entrada para dejar entrar no solo a Manuel, sino a todas las personas que llevaban horas aguardando frente a la Casa. Ni-ños, jóvenes y adultos.

    La Casa estaba situada en una calle secundaria, a menos de doscientos metros de la frontera entre México y Estados Unidos. La valla metálica de dos metros, cuya altura solo era sobrepa-sada por los reflectores del lado estadounidense, discurría en paralelo al río, que representaba un obstáculo más para los fugitivos.

    La Casa abría a diario a las 15 horas para todos los que necesitaban ayuda. Les ofrecían una cama limpia, podían du-charse, comer por la mañana y por la noche, les daban ropa para cambiarse y les dispensaban asistencia médica, algo que la mayoría, que llegaba de la cárcel o directamente del desierto, necesitaban asimismo con urgencia. También les brindaban ayuda en la búsqueda de empleo o en las gestiones para en-contrar a familiares desaparecidos.

    Durante el día, la Casa estaba cerrada. Se esperaba que to-dos se buscaran un trabajo, puestos temporales en la construc-ción o en una gasolinera. Más posibilidades no había, porque la mayoría se quedaban solo un par de días antes de intentar cruzar la frontera otra vez, o bien regresar decepcionados a su antiguo hogar en algún lugar de México o de Latinoamérica.

    Luca había podido quedarse de manera excepcional allí porque esperaba noticias de su madre, que podían llegar en

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    cualquier momento. Y también por ese motivo pasaba las ho-ras sentado, aguardando, con la mochila sobre el regazo. Esa mochila, que no perdía de vista ni por un momento y cuyo contenido solo conocía Manuel, aparte de él mismo...

    Al principio, cuando llegó a la Casa hacía dos semanas, Ma-nuel se había burlado de él durante toda la tarde porque Luca se había negado a quitársela mientras comían.

    —¿Llevas un tesoro aquí dentro? —preguntó y empezó a darle palmadas a la mochila hasta que Luca la cubrió con sus manos para protegerla.

    Más tarde, en cuanto Luca llegó a la habitación que com-partía con otros cinco muchachos, Manuel apareció con sus amigos.

    —Aquí no hay secretos. Para eso podrías haberte quedado fuera. Aquí todo se comparte —dijo, y en un abrir y cerrar de ojos, sus compañeros agarraron a Luca y le inmovilizaron. En-tonces, Manuel abrió la mochila. Cuando vio el papel de perió-dico que había sobre las demás cosas, miró a Luca sonriendo y dijo—: Muy frágil tu tesoro, ¿no?

    Sostuvo el papel en alto y miró durante un segundo el inte-rior de la mochila. Luca vio que se le abrían los ojos y la sonrisa desaparecía de su rostro. Sin decir ni una palabra más, volvió a colocar la hoja de periódico con mucho cuidado encima y cerró la cremallera.

    —¿Y el tesoro? —preguntó uno de sus amigos, impaciente—. ¿Qué pasa con él?

    —Nada que tenga que ver contigo. Soltadle.Los chicos se quejaron indignados, pero Manuel era una

    especie de líder, así que, murmurando protestas, empujaron a Luca a un lado.

    —¿De qué va esto? ¡Primero montas una película por la mo-chila y luego...!

    Manuel se dirigió a la puerta.

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    —Dejadle en paz y punto. ¡Está bajo mi protección!Cuando el grupo se marchó de la habitación, Luca respiró

    aliviado. —Gracias —susurró, aferrándose a su mochila.A partir de ese momento, Manuel empezó a cuidar de Luca,

    sin mencionar jamás lo que había visto.También fue Manuel el que había tenido la idea de celebrar

    una fiesta esa noche, como hacía todo el mundo en México la tarde y la noche del 1 de noviembre. Su nuevo amigo había prometido procurarse todo lo necesario cuando volviera del tra-bajo.

    Luca cerró los ojos. Aunque él mismo no podía atravesar las calles de Tijuana, sabía qué aspecto tenían ese día: como todo México desde hacía semanas. Guirnaldas multicolores, restaurantes con decoración festiva, aquí y allá gente alegre y disfrazada callejeando y haciendo bromas con los transeúntes, gente risueña rodeada de un ambiente de fiesta.

    Manuel llegó poco antes de la cena, cuando la Casa hacía ya mucho tiempo que estaba llena de personas hambrientas y cansadas. Llevaba bolsas de plástico en ambas manos, repletas de todo lo necesario para la fiesta.

    Dejó las compras en la cama de Luca: guirnaldas de papel amarillo, rojo y verde, panecillos, incluso había pensado en unas flores amarillas. Por último, sacó dos calaveras de azúcar de un cucurucho, en las que se leían los nombres de Luca y Manuel, como símbolo de su amistad.

    Por la noche, cuando la mayoría estaba ya en su habitación, construyeron un altar con piedras y trozos de madera bajo el árbol. Colgaron las guirnaldas de las ramas y, al lado, coloca-ron las calaveras bañadas de azúcar y el pan de muerto.

    Alrededor del árbol, Luca creó un círculo con velas de mesa. A continuación, abrió su mochila y sacó el periódico. Con mu-cha precaución, extrajo la calavera y la colocó en el centro del

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    altar. Manuel esparció flores amarillas sobre la cabeza, en las cuencas de los ojos y en la nariz.

    —¿Fumaba este tío? ¿O es una tía? —preguntó después.—¡Un tío! —dijo Luca—. Y sí, fumaba siempre que tenía

    dinero, pero eso no sucedía a menudo en los últimos tiempos.—¡Hoy estamos de fiesta aunque mañana volvamos a es-

    tar arruinados! —exclamó Manuel—. ¡El Día de Muertos! —sacó un cigarro del bolsillo de su pantalón, lo encendió y se lo metió a la calavera en la boca—. Para que lo celebre con nosotros.

    Tampoco ahora preguntó Manuel a quién pertenecía la ca-lavera. Era suficiente saber que era importante para Luca, que la llevaba consigo a todas partes como un valioso tesoro.

    Poco a poco fueron llegando otras personas, atraídas por la luz de las velas. El espacio bajo el árbol se llenó. Todos traían algo: otra vela, pequeños ataúdes de mazapán con los nombres de amigos o familiares, y cosas por el estilo.

    Colgaron del árbol un esqueleto de alambre que relucía en la oscuridad y se balanceaba de forma espectral adelante y atrás.

    Jorge llegó con un acordeón que le había prestado Benito y empezó a cantar:

    «Hoy cruzo la frontera,sobre mí el cielo azul,

    y por debajo, la amarilla arena del desierto.»

    Jorge tenía una bonita voz y los demás tararearon la melo-día suavemente, aunque era evidente que quien había escri-to el texto nunca había atravesado la frontera por el desierto. En ninguna estrofa se mencionaban los peligros que le cos-taban la vida a tantos “espaldas mojadas”.

    —¡Tenías que haber sido mariachi! —dijo Costa.

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    —Mi tío siempre cantaba esa canción. Tocaba en una banda y un día decidieron cruzar la frontera porque pensaron que en EE. UU. podrían hacer más dinero…

    Nadie preguntó qué había sido de ellos, el silencio de Jorge era respuesta suficiente.

    —En mi casa, ahora mismo, están todos juntos también… en el cementerio —dijo Gabriel rompiendo el silencio que se había hecho de repente—. Todos los años la gente de mi pue-blo se reúne y contrata a una banda de mariachis para que toquen en el cementerio.

    —¡Mi abuela hace los mejores panes de muerto! —contó Francisco—. Durante todo el año no hay tanto para comer como en esa noche del cementerio.

    Hacía ya muchos años que Luca no celebraba el Día de Muertos con toda la familia. En aquella época, cuando la fami-lia todavía estaba unida, se disfrazaba de esqueleto y bailaba con sus amigos entre las tumbas, durante toda la noche.

    —Mucha gente en Bolivia —dijo Roberto— pone las calave-ras de sus muertos en el salón. La calavera de mi abuelo está todo el año expuesta en un pequeño relicario de madera en el armario. Así puede compartir con nosotros todo lo que nos pasa y protegernos. Todos los años, el ocho de noviembre mi madre saca la calavera y la adorna con flores. Luego la lleva-mos a la iglesia, donde el cura nos bendice a todos, y después celebramos en el cementerio un festejo con banda de música incluida en el que comemos y bebemos un montón. La Fiesta de las Ñatitas.

    Roberto se quedó callado. Por la expresión de su cara, se veía que estaba muy lejos, inmerso en sus pensamientos, muy lejos, en Bolivia, donde sus parientes se reunirían dentro de un par de días para esa celebración familiar… sin él.

    —En mi pueblo lo mejor son las peleas de gallos —contó Jason—. Una vez, el patrón me permitió entrenar a su gallo.

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    Le até a las patas las cuchillas de afeitar más afiladas que encontré. Venció y gané un montón de pesos.

    Luca disfrutaba escuchando a los demás hablar sobre las fiestas de sus familias y sus pueblos. A él la que más le gustaba eran las Posadas, una fiesta a la que su madre invitaba a todos los miembros de la familia, a amigos y vecinos. Todos canta-ban y comían juntos. Su madre hacía los mejores tamales de todo el pueblo. Al pensarlo, a Luca se le hizo la boca agua.

    De pronto, de la oscuridad surgió un esqueleto que ejecutó una danza salvaje alrededor de las velas y, al acabar, tomó a Manuel de las manos y bailó con él en torno al árbol de las lágrimas. Era Raúl, que se había traído un traje de esqueleto de la ciudad.

    Al final todo bailaron en torno al árbol una danza salvaje, loca, y luego cayeron agotados al suelo. Permanecieron juntos, allí sentados, hasta altas horas de la mañana, riendo y contán-dose mutuamente las coloridas y alegres fiestas de sus familias, hablando sobre una época anterior a sus largos viajes hacia la frontera.

    «¡No te arriesgues!», advertía el Gobierno en grandes le-tras. «Solo si sigues vivo podrás ayudar a tu familia».

    Luca leyó el folleto que Manuel sostenía frente a su nariz.—Estos ya pueden escribir y escribir. De palabras uno nunca

    se harta. Uno se harta solo al otro lado de la frontera. La sema-na que viene lo voy a intentar otra vez. ¿Quieres venir? —Ma-nuel miró a su amigo con expresión interrogativa—. Si vamos juntos podría resultarnos más fácil.

    Luca meneó la cabeza.—¿Acaso te dan miedo esos avisos del Gobierno? Estos solo

    quieren tranquilizar su mala conciencia, porque no nos dan ninguna oportunidad para poder vivir aquí —Manuel arrugó el folleto y lo lanzó trazando un alto arco por encima de la verja.

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    Luca volvió a menear la cabeza. Lo que decía el Gobierno ya no podía asustarle. Había vivido cosas peores. Y aun cuando hubiera sabido antes todos los peligros que le esperaban, en aquella época hubiera ido de todos modos. Igual que su padre y su madre, su hermana y sus dos hermanos. Excepto su padre, todos habían sobrevivir al intento.

    Cuándo le preguntaban si había merecido la pena Luca no sabía qué responder. Al menos no por el momento. El hecho de que no quisiera intentarlo de nuevo no tenía nada que ver con tener miedo.

    Golpeó con el martillo en la cabeza del clavo para introdu-cirlo en la mitad de la cruz que acababa de construir con dos delgados listones de madera. Una y otra vez su martillo cayó sobre el clavo hasta que una astilla de la blanca madera se des-prendió y salió volando hacia su frente. La pequeña astilla, que ni siquiera le había hecho daño, no hizo más que aumentar la cólera de Luca. Golpeó los listones hasta que se rompieron y la cruz quedó hecha pedazos.

    Manuel, que había estado observando todo el tiempo en silencio, apartó los trozos de madera con el pie y le pasó dos nuevos listones.

    —Estos son los últimos —dijo—. ¿Para quién es la cruz? ¿Para la calavera?

    Luca asintió. Luego clavó, en esta ocasión con mucho cuida-do, ambos listones por el medio. Mojó el pincel en el tarro del color negro y escribió: «Pedro Rodríguez, muerto por traición».

    —¿Traición? —Manuel le miró sorprendido.Luca alzó la vista hacia él.—Traición… en el desierto.Y mientras observaba la cruz, la cólera volvió a invadirle.

    Durante ocho años había soñado reencontrarse con su padre, y todo lo que quedaba de ese sueño era una calavera y una cruz blanca.

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    —Mi abuela es azteca —dijo Manuel en un susurro—. Y siempre dice que la muerte no es el final, sino solo el principio de una nueva vida, porque el alma nunca muere. Y mientras nos acordemos de él, el muerto no está realmente muerto. Su muerte se produce solo cuando se le olvida.

    Luca dejó la cruz al sol y se sentó junto a Manuel debajo del árbol. Se enjugó las lágrimas del rostro sudoroso y mientras aguardaban a que se secara el color negro, empezó a contar…