El balcón en invierno · 2020-02-25 · Ayer comencé a escribir mi nueva novela, y aunque al...

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Apoyado en el balcón de su casa,vacilando entre la vida agitada delexterior y la novela que hacomenzado a redactar pero que noacaba de gustarle, el autor se vesorprendido por la memoria de unacharla que ocurrió hace más decinco décadas, en un balcón distintoa este, con su madre.

«Yo tenía dieciséis años, y mimadre cuarenta y siete. Mi padre,con cincuenta, había fallecido enmayo, y ahora se venía un porvenirdudoso pero al mismo tiempohalagüeño».

Este libro es la narraciónemocionante de una infancia en unafamilia de labradores enAlburquerque (Extremadura), y unaadolescencia en el madrileño barriode la Prosperidad. Es también elrelato —sincero, humorístico,siempre bellísimo— de por quéoscuros designios del azar un chicode una familia donde apenas habíaun libro logra encontrarse con laliteratura y ser escritor. Y de susvicisitudes laborales en comercios,talleres y oficinas, mientrasestudiaba en academias nocturnas,empeñado en ser un hombre de

provecho, tal como le prometió a supadre, pero dispuesto a tirarlo todopor la borda y vivir como artista dela guitarra. Y en ese universofamiliar de los descendientes dehojalateros, entre la sombraominosa del padre exigente y elapoyo de una madre comprensiva,entre los cuentos orales de la abuelaFrancisca y los ingeniosos proyectosdel primo Paco, surge undivertidísimo caudal de historias yanécdotas en el que se reconocenuestro pasado reciente.

Luis Landero

El balcón eninvierno

ePub r1.0Sorel53 10.10.14

Título original: El balcón en inviernoLuis Landero, 2014

Editor digital: Sorel53ePub base r1.1

A Luis y a Francisca,a Cipriano y a Antonia,

a Luis y a Alejandro,a Diego.

1NO MÁS NOVELASSeptiembre de 2013

Ayer comencé a escribir mi nuevanovela, y aunque al principio las cosasiban bien, e incluso me abandoné adeliciosos raptos de euforia por lafacilidad con que despachaba losprimeros compases del relato, luego, alapurar la tercera Mahou de la mañana yal leer de un tirón lo que acababa deescribir, y según leía, me fui poniendocada vez más y más triste, hasta que al

llegar al final me sentí profundamenteabatido, como nunca en mi ya larga vidade escritor.

Tranquilo, me dije, me aconsejé, noseas ingenuo, no te dejes vencer por elpesimismo antes incluso de empezar labatalla, ¿o es que no te conoces? Yaverás como mañana, o quizá dentro deun rato, lo que hoy es horrible teparecerá maravilloso, y luego volverá aparecerte horrible y luego otra vezmaravilloso, hasta que al fin te resignesa lo inevitable, porque esas son lasreglas disparatadas de este oficio. Asíque respiré hondo y volví a leer loescrito, esta vez más despacio y con la

mirada más distante y ecuánime:Las armas de fuego siempre habían

ejercido sobre él una oscura atracción.Muchas veces había pensado que conuna pistola en el bolsillo, aunque fueseuna de esas para señoritas, que parecende juguete, hubiera sido otro hombre,más seguro de sí, más capaz de sustentarlas miradas ajenas, otros andares, otrafilosofía, otra manera de callar, otromodo de ser. Incluso no le tendría yamiedo al dolor ni a la muerte, ni a losdesengaños propios de la vida, porqueen el bolsillo llevaría a todas horas lamejor medicina contra ellos. Y esto yadesde muy joven.

Y ahora tenía cincuenta y ocho[sesenta y tres] años, estaba reciénjubilado, y además de la pistola [¿unaSmith Wesson o una Gluck del siglo XIX,o cualquier otra más moderna, queconsigue en el bar Asturias?] llevabasiempre 10 euros para limosna en losbolsillos, 5 en monedas (dos de 1 y seisde 0,50), y el resto en un billete decinco. En el bolsillo izquierdo delpantalón guardaba las monedas de 0,50,en el derecho las de 1 euro, y en elbolsillín superior de la chaqueta elbillete de cinco. En cuanto a la pistolita,pensó primero en inventar un mecanismopara llevarla oculta en la manga de la

chaqueta y desenfundarla en un visto yno visto, como los antiguos tahúres delMisisipi, pero finalmente optó porhacerse una funda de cuero y esconderladebajo del calcetín derecho, aseguradaal tobillo con una fuerte goma elástica.Con su pistola y sus limosnas se sentíaun hombre sereno, ponderado,secretamente poderoso, capaz de juzgara sus semejantes y de premiarlos ocastigarlos, si llegaba el momento,según su particular y justo parecer. Yeso que el arma la había adquirido comocosa de capricho en una tienda deantigüedades, y aunque la engrasaba amenudo y disparaba en seco para

asegurarse de su funcionamiento, aún nola había probado con fuego real, enparte por miedo de que no funcionase yen parte por no gastar ninguna de lasseis balas que el anticuario le habíaproporcionado. Eso sí, tanto en casacomo en la calle, la tenía y llevabasiempre cargada, con el seguro puesto, ypor las noches se sentía más a resguardodurmiendo con ella bajo la almohada.

Las mañanas las dedicaba a ver latelevisión (series de dibujos animados ydebates de actualidad), a chatear (forospolíticos y eróticos), a hacer prácticasde tiro (agacharse y subirse la perneradel pantalón, deslizar la mano bajo el

calcetín, desenfundar, quitar el seguro,amartillar, apuntar y disparar, todo en unúnico movimiento mecánico [¿ha vistoTaxi driver? Psss]), a las tareasdomésticas, al bricolaje, y poco más.Almorzaba un pedazo de pan del díaanterior tostado y untado con ajo yaceite, a media mañana hacía untentempié de tres nueces y dos rábanoscrudos, y comía siempre en casa, casisiempre sopa de cebolla y pollo asado ocalamares fritos, y de postre una piezade fruta.

Por las tardes, después de la siesta,salía a dar un largo paseo por la ciudad.Siempre iba limpio, bien afeitado y bien

vestido. A veces iba por CuatroCaminos hasta la plaza de Castilla, otrastiraba hacia la Puerta del Sol, o hacia elManzanares, o se desplazaba hasta lasbarriadas del extrarradio, aprovechandosu abono gratis de transporte [¿tienen losjubilados ahora abono gratis detransporte? Preguntar a mi madre o en elbar Asturias].

Y lo que más le gustaba o le atraíaen sus paseos, era fijarse en losmendigos. A veces se paraba largamentea observarlos. Sabía que entre ellos haymuchos mixtificadores e impostores, losholgazanes, los borrachuzos, los que sehincan de rodillas sobre el duro

pavimento con la cabeza gacha y losbrazos en cruz (algún mecanismoocultarán bajo las mangas para resistirtanto), los viejos, y algunos incluso muyviejos, que disfrutan de una pensiónpero que aun así, y por pura ansia, sededican a mendigar y a rebuscar en laspapeleras y contenedores y a hacer colaen los comedores sociales y adisputarles las sobras de lossupermercados a los hambrientos deverdad, los que se inclinan servilmente yte acosan con sus quejumbres yzalamerías y haciendo sonar ante turostro, como un hechicero sus sonajas,un par de monedas de cobre en un sucio

vaso de plástico, los histriones quequieren contarte, venderte, el folletín desus calamidades, los que portan uncartón basto de embalaje donde conmala letra y algunas calculadas faltas deortografía, y en audaz síntesis, dan fe desus miserias, los pacíficos negrosafricanos que venden La Farola (detodos, estos son los que más garantía ysimpatía le ofrecen), y hasta los tullidos,porque hay tullidos que fingen oexageran sus averías, tullidosprofesionales, y hay otros que, aunsiendo tullidos de verdad, y condeformidades que parecen sacadas deuna pesadilla o de una película de

casquería de serie B, no por eso dejande ser unos farsantes, o instrumentos dealguna mafia centroeuropea, que seenriquece a sus expensas y a costa delos buenos sentimientos de la gente debien. No, no todos los mendigos, nimuchísimo menos, son dignos deconfianza, merecedores de piedad. Dehecho, a veces daba una limosna de0,50, o incluso de un euro, y muyraramente —un arranque incontrolablede emoción donde se confundían lasolidaridad y el amor propio—, elbillete de cinco, pero más a menudoregresaba a casa con los diez eurosíntegros en los bolsillos. En general, le

parecía que el hombre no es una especiede fiar.

Un día, intrigado por el misterio querodea a ciertos mendigos, y a uno enparticular al que venía estudiando desdehacía tiempo, decidió seguirlo [¿sedisfraza de mendigo? No, demasiadonovelesco] al final de la jornada paraaveriguar adónde iba y con quién sejuntaba. Con su arma bajo el calcetín, nole tenía miedo a la aventura, y hasta sesentía atraído por el secreto placer delazar y del riesgo.

Este era, pues, el principio de lanovela, y tampoco en esta ocasión mesatisfizo la lectura. Ya en las últimas

frases había vuelto a sentir la mismatristeza y el mismo abatimiento de laprimera vez. Por un lado, me asqueabanmis propias palabras, que un rato anteshabían comparecido ante mí llenas denovedad y de vigor, y que ahora mesonaban falsas y artificiosas, como si yofuese aquel mendigo que agita y hacesonar su vasito de plástico ante el lector,implorando la limosna de su admiración.Y por otro lado, de pronto se merepresentó con total y desolada nitidezlo que habría de ser mi vida en lospróximos años. Dos, tres, cuatro, quizáhasta cinco años, sentado en esta mesa,ante este atril —las cervicales—,

rodeado de plumas y lápices, decuadernos, agendas, cartulinas, foliospara sucio, papelitos con notas tomadasal vuelo, latas aplastadas de Mahou,rachas de júbilo y momentos deangustia, y siempre a vueltas con eljubilado y sus andanzas, mientras afuera,tras el balcón, florecería y semarchitaría la acacia, perdería sushojas, y el viento arrastraría algunahasta mi mesa como advertencia másque como ofrenda, y enfrente, en elinmueble del otro lado de la calle, lavertiente de un tejado con chimeneas yclaraboyas y bohardillas, algún gato,balcones con bombonas de butano y

alegres macetas de geranios, y a vecesuna violinista que se mece de pie ante unatril con gracia de arlequín, al compásde la música. Eso es todo, ese es elpanorama que llevo viendo durante añosdesde mi puesto de trabajo.

Y, mirándolo ahora una vez más, mepregunté, o más bien acudió en tropel uncúmulo de sensaciones que podríaverbalizarse más o menos así: ¿Qué vidaabsurda es esta?, ¿qué vas a hacer conlos años, quizá no muchos, que tequedan por vivir? Porque llevoescribiendo desde la adolescencia yahora soy casi viejo, ya pueden verselas primeras sombras del crepúsculo ~al

fondo del camino. Pronto empezarás aoler a viejo, pensé. Estás en una edad enque las balas pasan cerca y, con suerte,podrás escribir aún otros dos, tres,cuatro libros quizá. Y siempre aquí,junto al balcón, junto a la acacia, y alfondo la estampa inalterable delinmueble vecino. Por si fuese poco, aveces caigo en la tentación de pensarque a mí en realidad no me gustaescribir, que a mí lo que me hubiesegustado es una vida de acción, y quetodo esto de la escritura es el fruto de unespejismo, de un malentendidovocacional que se originó allá en laadolescencia, y que por tanto he

equivocado mi vida y, a fin de cuentas,la he desperdiciado. La literatura me hallevado además a estudiar filología y aser profesor de literatura, a casarme conuna filóloga, también profesora deliteratura, a tener amigos filólogos, aabarrotar la casa de libros literarios, arodearme de un modo casi enfermizo deplumas, de lápices, de sacapuntas, decuadernos de todos los estilos ytamaños, de ingentes cantidades depapel. De adolescente soñaba con habersido pistolero en el Lejano Oeste. Ahoracambio los cartuchos de tinta de laestilográfica con la misma rapidez ydestreza que si recargara el revólver en

una refriega contra los comancheros.Esto es lo que pienso en algunosmomentos, mientras me quedo con losojos suspensos en el aire.

Ya al anochecer, a veces se enciendela ventana de la violinista, tan joven, tanesbelta, y la enmarca en su rectángulo deluz como si fuese algo mágico, la siluetatraviesa de un duende proyectada sobreel espacio irreal de un ciclorama.Cuando se cansa de tocar o hace unapausa, apaga la luz de la habitación ysale a fumar al balcón.

Entonces, al ver desde mi sillón deviejo enardecerse y palidecer en laoscuridad la brasa del cigarro, a veces

siento una nostalgia llena de hondospesares. Es nostalgia y pesar de lajuventud, de la belleza, de la acción, detodo cuanto sucumbió al tiempo, perotambién de lo que no llegó a vivirse, delos alegres decires nunca dichos, de lascorrerías nunca emprendidas, de losamigos que no tuve, del amor apenasentrevisto, de la vida dilapidada envano, y de lo breve e ilusorio de losahoras, de los mañanas y de losentonces, y de todo este pobre negociode años y de afanes de que está hecha lavida.

Y esa misma nostalgia fue la quesentí al leer el inicio de mi nueva

novela. La última la publiqué hace yacasi un año y durante este tiempo me hededicado mayormente a navegar porInternet. He aprendido muchas cosas taninútiles como curiosas, como porejemplo cuáles son las patatas más carasdel mundo y por qué son tan caras, lapotencia en caballos de los grandestrasatlánticos, las andanzas delcocodrilo Gustavo, que se ha papeadoya a doscientas personas, que enSingapur está prohibido masticar chicle,que las hormigas nunca duermen,modelos de pequeñas pistolas, tipos demejillones de agua dulce, tarifas y usosde mujeres famosas españolas que al

parecer no le hacen ascos a laprostitución…

Cosas así. Y de tarde en tarde medecía: ¡Qué! ¿Cuándo vas a ponerte aescribir? Pero yo estaba reñido con laliteratura, saturado de ficción, y hastalos buenos libros me aburrían. Así que,incapaz de escribir ni leer, engolfado enel ordenador por las mañanas y ante eltelevisor por las tardes, la culpa se fueapoderando poco a poco de mí. Hastaque un día al fin me puse a darle vueltasa una historia que me rondabavagamente desde hacía tiempo, y enmenos de un mes armé un esbozo contodas las piezas del relato, argumento,

acción, trama, personajes, tiempo yespacio, de modo que ya solo quedabacomenzar a escribir.

Inventar y estructurar me resultafácil y divertido, casi un juego de niños,y ojalá que la literatura consistieraúnicamente en eso, pero escribir ya esotro cantar. Escribir es lo más creativo,lo más gozoso, el soplo que da vida alas figuras aún inertes, lo que sería en elcine poner la cámara en acción o tomarsus pinceles el pintor tras algunosbocetos, pero también es lo másdelicado y lo más arduo. Yo siempre meacerco al atril con el temblor delenamorado primerizo en los albores de

una cita. Y por querer, yo quisieraescribir como un niño a quien el hombresabio y experimentado, con destrezasadquiridas en muchos años de soledad yde estudio, viene a rendirle pleitesía, aofrecerle presentes, como si el niñofuese un rey caprichoso y tiránico, perolegítimo y único rey al fin. Tantasmañanas de escritura, tantos atardeceresde descansar la mejilla en la mano, losojos escocidos de tanto leer… Qué séyo, todo eso cansa, y a veces aburre ydesanima… Pero el niño es incansable yjuega sin parar, y cuando el sabioduerme con su camisón y su gorro conborla, el niño sigue jugando con botones

y cajas de cartón que son ejércitos yreinos y batallas, poniendo en el mundoun orden nuevo, contando para sí lashistorias secretas que el ciego corazónle dicta. Así es como me gustaríaescribir y así es como sueño que escriboen mis buenos momentos de inspiración.

Por lo demás, yo siempre he sido, yesto no parece que tenga ya remedio, untipo inseguro, que descree de suscualidades y tiende a pensar que suséxitos (un notable en la escuela, unamuchacha que lo quiere, un premioliterario) son solo un equívoco, y que yaaparecerá alguien que lo desenmascare ylo muestre ante el público como lo que

es: un impostor. Señores, he aquí alfullero, al ventajista, no se dejenengañar, vean el as que escondía en lamanga, y vean que lo que parecía talentoes solo habilidad y algo de astucia. Conel tiempo, sin embargo, no es que mehaya curado, pero el mismoconvencimiento de que mi inseguridades incurable, y mi escepticismo, a vecessincero, respecto al éxito y al fracaso,me han ayudado mucho a soslayar, o asobrellevar sin grandes apuros, esaquerencia psicológica. Por otra parte, lapropia escritura, a la que tanto quiero ytemo, y la soledad y el amorinnegociable a la libertad que este oficio

requiere, me hacen a menudo fuerte,orgulloso, soberano y feliz. Señor de mímismo. Mendigo que al tomar la pluma—varita mágica— despierta hecho rey,como en los cuentos populares. Pájaroque canta a su libérrimo albedrío en lasilenciosa profundidad de un bosque.

Total que, pensada y planeada lahistoria, cargada de tinta la pluma,afilados a conciencia los lápices,despejada la mesa, numeradas las hojas,un día me atreví por fin a ponerme aescribir. Había esperado con secretoalborozo y no tan secreto temor esemomento. Es absurdo, yo no creo enDios, y sin embargo, antes de acercar la

mano al papel me hice sobre el rostro elgarabato de la cruz. Es una supersticiónque tengo desde niño, cuando sí creía, yque no he conseguido nunca erradicar.Eso, y alguna que otra morisqueta, es loque queda de mi experiencia religiosa.Por ejemplo, cuando voy conduciendo,de pronto siento la necesidad —el tic—de soltar el volante y tocarme las manosy al mismo tiempo de guiñar un ojo ymirar con el otro un trozo de cielo queesté libre de toda señal de vida o demateria —si hay un avión, un pájaro ouna nube, ya no vale el conjuro—,mientras rechino los dientes y arrugo lanariz, no lo puedo evitar. Es algo muy

breve, un visto y no visto, y lo repitocada pocos kilómetros. Algún amigo meha dicho más de una vez: Un día te vas adar una hostia de campeonato, y todopor gilipollas. Pero el caso es quecomencé a escribir y, la verdad, no haytarea más gratificante que esta cuandolas cosas salen bien, cuando la mente sete llena con la música del lenguaje, y laspalabras y las imágenes acuden solícitasal reclamo de la frase y las frases fluyensin tropiezo, una le pasa el testigo a laotra, como los corredores por equipos, ocomo futbolistas que combinan entreellos amasando la jugada y madurandola ocasión de gol, dame, toma, suéltala,

deja ya de chupar, desmárcate, ofrécete,abriendo a la banda…

Y así seguí, hasta que luego, alreleer lo escrito, donde esperabaencontrar el fulgor de lo ardoroso y delo nuevo, encontré solo baratijassentimentales, remedo de antiguasemociones, rebañaduras de viejosfestines, el brillo rutinario de algúnhallazgo que proclamaba en suspretensiones estéticas la insinceridad delo que se escribe con oficio más que condevoción. Y entonces, mientras mirabatras la ventana, me dije: ¡Oh, no, Diosmío, otra novela no, otra vez no! Otravez el hombrecillo gris y sus grandes o

pequeños afanes, no. Y me sentí deantemano cansado y aburrido de laficción, de los trucos retóricos, de lasfrases bien hechas, de las expectativasbien urdidas, de las penosas dudashamletianas ante un adjetivo o ante elcierre de un párrafo, de la música verbalque acaba siendo canto de sirenas… Enmi oratorio de eremita, a estas alturastan escépticas de la vida, todavía algunavez me recorre la espalda un escalofríode pánico. Son los sucios, los ridículosespantajos que vienen a tentarme con lapromesa de la gloria póstuma o laamenaza de un olvido atroz. Quéabsurdo, qué absurdo es todo esto.

Y, además, ¿tantas fatigas para qué?¿A quién van a interesarle en estostiempos las pobres andanzas de unjubilado maniático con su pistolita y suslimosnas? ¿Es que no ves que hoy casinadie lee novelas, o al menos novelasliterarias, y que hay placeres y modos deentretenimiento, y ofertas de ocio engeneral, más fáciles, baratas einstantáneas, y que tú mismo duranteestos meses te has entregadogustosamente a ellas, como un niño enuna tienda de chuches, feliz quizá sinatreverte a confesarlo? Y no es que unocrea que la novela va a desaparecer,como tampoco desaparecerán el sueño o

el recuerdo, que son las formas másdivulgadas de narración, pero cada vezhabrá menos lectores, y luego menos, yasí poquito a poco hasta que se veanconvertidos en una especie de secta,como los cristianos de las catacumbas.

¿Es ese el destino de la literatura? Yen cuanto al mío, a mi propio destino, elya consumado, el de la vida ya vivida, omás bien malvivida, el tiempo ya usadoy el que aún me queda por usar…

Pero aquí el pensamiento se medistrajo con los gritos de un grupo deniños con babis que corrían por laacera. Me quedé con la vista alelada enel aire hasta que los gritos se borraron

en la distancia. Miré a la calle. Tresseñoras con carritos de la compra y unviejo con bastón de paseo y sombreritotirolés hablaban en corro, y hasta míllegaban débilmente sus voces. Unajoven alta y atlética con chándal ycascos de música pasó como flotando,sin que su larga melena rubia se alteraseapenas con los saltos rítmicos de lacarrera. Vi al dependiente de la tiendade alimentación que cruzó con su pedidoal hombro, su media bata azul, susandares chulapos, y que sin dejar decaminar giró la cabeza para ver alejarsea la joven y que luego saludó a los delcorro con una broma, una frase

ingeniosa y convenida, y quizá picante, ajuzgar por las risotadas escandalosascon que le respondieron las señoras.¿Qué más? Una patrulla de palomas deinfantería avanzando a paso de carga pormedio de la acera. El coloquio, losgritos, las risas, las carreras, ellaborioso ir de unos y otros, el secretolatir de una ciudad en marcha. Estamosen plena crisis, pero mal que bien lavida sigue su curso mientras en lasalturas el vendaval de la historia soplacon dureza.

Y entonces sentí, pero con unaintensidad nueva y juvenil, lo que ya hesentido otras veces, que la vida no está

aquí, sentado ante un atril en la soledadde un cuarto y rodeado de libros ypapeles, sino ahí fuera, en el bicherío dela calle, en la efervescencia de lopúblico, en la prontitud de la acción, enel limpio y humilde batallar de los días.Sí, como casi todos, lo he pensado másde una vez, pero nunca me habíaanimado a más. Ahora, sin embargo,ante la imperiosa llamada de la vida,cogí un puñado de dinero, me pusemientras bajaba ágilmente las escalerasuna cazadora de entretiempo y me echéal mundo, como el jubilado de mihistoria.

Paseé por el barrio, sin alejarme de

él, crucé palabras joviales con algúnconocido, miré escaparates, comparéprecios, compré unos higos, entré atomar algo en el bar Asturias y me acodéal fondo de la barra, que parece la barrade un saloon del Lejano Oeste por lacatadura bronca y solitaria de losparroquianos que se reúnen allí cadamañana, obreros todos en paro, gentecon callo y mala leche, todossilenciosos y mal aseados, proletariadoterminal que bebe licores baratos yescucha la tertulia política de la Cope,tosiendo, gargajeando, esperando a quealgún portero de los alrededores venga asolicitar los servicios de alguno de ellos

(luego ya arreglarán las cuentas por laintermediación), una cisterna, unagotera, una cerradura, un enchufe, unamanita de pintura, cualquier chapuza queles permita perseverar en su ser yproseguir su camino hacia el apocalipsisprometido, y allí estuve un buen rato,porque ¿qué otra cosa sino aquel durosilencio con el guirigay de la tertuliapolítica al fondo, aquel ambiente,aquellos hombres malencarados, era lavida en su estado más puro y actual?Tras un comentario político, alguienblasfemó, miró a los demásconvidándolos a la blasfemia, hubo ungruñido coral y otra vez se hizo el

silencio. Aproveché para salir y seguícaminando, observando, saboreando lasprimeras señales del otoño, ayudé a unciego a cruzar la calle, di una limosna aun acordeonista, en un parque vi jugar alos niños, me senté en un banco, enredéun poco con el móvil, y al rato ya nosupe qué hacer. No supe qué hacer.

¿Qué hago yo aquí?, me dije, ybostecé. Y al rato, ¿cómo he podidodejarme embaucar por el romanticismopueril con que cantan estas otrassirenas? No, la vida no está aquí, y deestar en alguna parte está allí arriba, almenos para mí, en mi cuarto, junto a laacacia y ante el atril, entre mis

cuadernos y mis libros y mi material depapelería, y en las palabras, y en laimaginación que, poca o mucha, me haconcedido la naturaleza, ese es mimundo, a él me debo, y sólo en él metoca laborar.

Regresé primero despacio y despuésmás deprisa, cada vez más deprisa,porque algo me espoleaba por fuera yme reconcomía por dentro, tiré los higosen una papelera, subí a trancos loscuatro pisos, fui derecho a la mesa y leíotra vez de un tirón, respirandoatropelladamente, el arranque de lahistoria. Y no me pareció del todo mal.Pero, dudoso aún, intentando calcular si

tendría o no ánimos y convicción paraseguir adelante con ella, me quedé otravez con la vista perdida en la calle, sinsaber qué hacer o qué pensar. Porque, siabandonas la novela, me dije, ¿quéhaces? Es decir, ¿qué escribes? Porqueno sabes vivir sin escribir. No sabes.¿Algo de tu vida, quizá de cómo lafantasía y el lenguaje fueron arraigandoen tu alma hasta que, casi sin dartecuenta, te convertiste en poeta, allá en laadolescencia? Pero eso, ¿será más fuertey auténtico que la pura ficción? Vamos,vamos, ¿desde cuándo lo vivido, enliteratura, es garantía de la verdad? ¿Yhasta qué punto el carácter imaginario

de la memoria, y tu afición a la inventivay al embuste, no te llevarán fatalmentehacia el derrotero de las patrañasnovelescas? Con razón, ya de pequeño,todos decían de ti: Pero ¡qué mentirosoes este niño!

Y sí, es cierto que desde muy niñointuí que en general las verdadessencillas son poco creíbles, y desdeluego menos que las mentirascomplicadas. He sido profesor durantemuchos años (ya estoy jubilado), y misalumnos, que me conocían bien, sillegaban tarde a clase no contaban quese había retrasado el autobús, ocualquier otro pretexto inverosímil, sino

una breve historia extravagante. Este erael pacto entre nosotros, y cuando alguienentraba a deshora en el aula, todosdisfrutábamos de antemano de lainvención que nos disponíamos ya aescuchar.

¿Qué hacer?, ¿dónde está en verdadla vida?, pensé, y me quedé así, dudosoentre las voces que llegaban de afuera yel rumor de las palabras escritas, queaún seguían resonando en mi mente.

2EL SONIDO MÁS TRISTE

DEL MUNDOSeptiembre de 1964

Salí al balcón, a ese espacio intermedioentre la calle y el hogar, la escritura y lavida, lo público y lo privado, lo que noestá fuera ni dentro, ni a la intemperie nia resguardo, y entonces me acordé de unanochecer de finales de verano de 1964.

Mi madre y yo salimos también albalcón, a tomar el fresco del día reciénanochecido. Yo tenía dieciséis años, y

mi madre cuarenta y siete. Mi padre, concincuenta, había muerto en mayo, yahora se abría ante nosotros un futuroincierto pero también prometedor.¿Cómo era entonces nuestro barrio?Porque entonces Madrid acababa comoquien dice allí, en el barrio de laProsperidad. Más allá, hacia elaeropuerto de Barajas, había edificiosaislados, algunas casas pequeñas ypueblerinas, merenderos conemparrados y el juego de la rana en lapuerta, descampados, montones debasura y de ripio, terraplenes, camposde fútbol de tierra, cuevas donde vivíanfamilias de gitanos. Había también

rebaños de ovejas que pastaban por losmuchos solares del barrio, y quepasaban por nuestra calle al atardecer,camino del canalillo de Isabel II, dondeabrevaban, y luego de recogida hacia lasmajadas que había por aquellosdespoblados. Pero después, primeropoco a poco y luego casi de golpe, comocosa de magia, aquellas extensionesyermas empezaron a poblarse debloques de viviendas, de barriosbonitos, con calles amplias y parquespara los niños, y rascacielos y avenidas,como si un cataclismo milagroso hubieracambiado de repente el paisaje.

Sin querer, pensando en aquel

entonces, imaginándome el silencio quehabría en la casa y en la calle aquellaapacible noche de septiembre, de prontose me vino a la memoria el ruido rudo yacompasado que durante años fue lamúsica de fondo de toda la familia, ysupongo que también de la cercanavecindad. Yo tenía tres hermanas: lamayor, la mediana y la pequeña. De lapequeña lo que mejor recuerdo son unosleotardos rojos y unos zapatos de charolnegro abrochados por una trabilla con unbotón de nácar. También que tenía uncolmillo fuera de sitio y que a veces sepasaba el día llorando y rabiandoporque quería que se lo arreglaran y en

casa no había dinero para tanto. Lamayor y la mediana, junto con mi madre,trabajaban en un taller de punto y decostura que habíamos instalado en casaapenas llegamos a Madrid, cuatro añosantes.

El taller consistía en una enormetricotosa manual, toda de hierro macizo,una devanadora eléctrica, la máquina decoser y creo que poco más. Todo eso enuna habitación interior de unos nueve odiez metros cuadrados. El carro de latricotosa, movido enérgicamente a dosmanos de extremo a extremo del carril,que debía de medir casi dos metros,hacía un ruido abrupto y machacón, ras,

ras, ras, todo el día mis dos hermanasturnándose en aquel trabajo bruto yagotador. Mi madre cortaba, ensamblabay cosía las prendas, jerséis, rebecas,chalecos, cárdigans, niquis, y mi padre yyo nos encargábamos a veces de ladevanadora, lo cual se podía hacersentado y, en el caso de mi padre, sindejar de fumar y pensar. Cuando seenredaba el hilo, o se rompía, él selevantaba esforzadamente de la silla ydesenmarañaba o anudaba entrealentadas de fatiga, blasfemias a medioreprimir y suspiros de contrariedad.Convertidas una o dos madejas enbobinas de hilo con que alimentar a

aquel monstruo que era la tricotosa,aprovechaba para ir al baño y deinmediato a la cocina, a echar un vasode vino y a picar algo, y de ahí albalcón, ese espacio de nadie, a verpasar los coches, a fumar y a pensar ensus cosas.

Entretanto, mi madre y mis hermanastrabajaban sin pausa. Mis hermanas, lamayor y la mediana, que poco tiempoatrás iban en el pueblo a un colegio demonjas con sus uniformes azules y suselegantes capas negras, y que bordabanen bastidor, y que ahora, sin saber cómoni por qué, se encontraban de prontoconvertidas en obreras textiles,

doncellas arrancadas violentamente deun lugar idílico para ser entregadas enofrenda a aquel monstruo insaciable.

De tarde en tarde el ras ras seinterrumpía con un golpetazo tremendo,seguido de un silencio dramático. Elcarro acababa de chocar contra unaaguja que había saltado del peine. Mipadre acudía de inmediato, sus botinesrechinantes de becerro acercándoseamenazantes a todo meter, no tanto paraayudar como para reñir y alborotar, y lomismo cuando el carro golpeaba en lostopes, por qué no ponéis más cuidado,cómo tendré que deciros que esto escosa de maña y no de fuerza, veremos a

ver cómo arreglamos ahora esto, y todoen un tono trágico, como si él fuese elaccidentado, él la víctima principal deaquel percance.

Alguna vez, después de quitarse conmucha ceremonia la chaqueta y quedarseen chaleco, él mismo se ponía al mandode la tricotosa, siempre con el cigarroen Ja boca, unos cigarros de picaduragordos y mal hechos, y a ritmo lento,como si hiciese una demostraciónmagistral, movía el carro de un lado alotro, ¿veis?, así, con firmeza y con jeito,pero nunca más de un minuto o dos, loque tardaba en caerse la ceniza delcigarro o llenársele los ojos de humo. A

él lo que más le gustaba eran lostrabajos finos, lubricar y engrasar,comprobar la alineación correcta de lasagujas en la placa, verificar la exactitudde los tensores del hilo, apretar unatuerca, corregir mínimamente algo, ypoco más.

Tu padre sabía mandar y disponermuy bien, pero no le gustaba nadatrabajar, decía mi madre cada vez quehablábamos de él.

A mí me mandaban a veces a atendera la devanadora o a ir a comprar a lasgrandes tiendas de hilaturas, dos kilosde gris perla, kilo y medio de verdemusgo, ochocientos gramos de lavanda

clara, de azul eléctrico, de rosa rubor denovia o de rojo coral. Por la noche,cuando me levantaba a orinar y measomaba al taller y veía en la oscuridadla tricotosa, el monstruo en reposo, meparecía que de pronto, y furiosamente,se iba a poner a funcionar él solo.

Pero ahora, en aquella noche deverano de 1964, la casa estaba encompleto silencio y mi padre estabamuerto, y enterrado con el mismo trajenegro que usó a diario desde que yo loconocí.

Y había otro ruido que ahoraescucho con un verismo sobrecogedor.Era el golpe de la garrota de mi padre al

colgarla en la percha de entrada cuandoregresaba de la calle. Si pienso en losruidos importantes que ha habido en mivida, aquel es sin duda el más triste detodos. Es una pena. Mi padre hubieraquerido ser un padre cariñoso ycomunicativo, pero no sabía cómo y, sinquererlo, lo único que inspiraba eramiedo. Todos le teníamos miedo, peroyo era el que más motivos tenía paratemerlo, porque era el que más ofensasle había hecho y le seguía haciendo. Supresencia en casa ya era de por síoprimente, siempre entregado a lúgubrese interminables silencios, a sombríascavilaciones, sentado en una silla y

echado hacia delante con el codo en larodilla y el puño en el rostro, suspirandoy gruñendo, fumando amargamente,como un titán de la tristeza, llenando lacasa de vagas amenazas, de reproches,de culpas, de angustiosos sigilos para nollamar su atención ni distraerlo de susabismaciones.

La risa, la alegría, lasconversaciones, el cantar o el silbar, oescuchar música en la radio, todo eso ymás estaba prohibido por una ley tácita,no escrita ni hablada, que regía entrenosotros desde hacía mucho tiempo. Sihablábamos, era por necesidad, y lasvoces se apagaban en el aire muerto de

la casa. Habíamos emigrado, habíamosemprendido una gran aventura paraenfrentarnos a enemigos temibles, parasuperar grandes obstáculos y alcanzarlas más altas metas. Era preciso, pues,concentrarse en esa única y esencialtarea: cada paso que diésemos debíaconducirnos a ella. Entretanto, noteníamos derecho a la risa, al placer. Larisa y el placer había que ganarlos conel mismo sudor con que se gana el pan.Éramos héroes épicos a los que eldestino no les concede apenas lafestividad de un descanso. Al final, esosí, reiríamos más fuerte que nadie, perosolo entonces. La risa sería la señal de

que habíamos llegado al término denuestra misión. Sí, lo nuestro no era unacomedia sino una empresa épica, dondela levedad y el humor no estabanpermitidos.

Pero a media tarde, solía salir apasear laboriosamente por el barrio.Laboriosamente, porque cada poco teníaque pararse a descansar y a tomaraliento para reanudar su solitariacaminata sin rumbo. Como niños en elrecreo, era salir él y entregamosnosotros al regocijo y al bullicio de lalibertad. Hablábamos en alto,discutíamos, jugábamos al parchís,bajábamos a comprar helados o bambas

de nata, cantábamos, metíamos al galloen casa y le dábamos migas de panempapadas en vino por el gusto de versus pasos de borracho, el gato se ponía ahacer piruetas por su cuenta, y solo elmonstruo permanecía ceñudo, vigilante,enfurecido ante el escándalo deldesorden y la algarabía.

Luego, la fiesta iba decayendo segúnse acercaba la hora del regreso, hastaque los botines de becerro en la escaleray enseguida el ruido de la garrota en lapercha nos devolvían a todos a nuestracompostura grave y silenciosa. Porqueusaba garrota desde los cuarenta y cincoaños, cuando la enfermedad que había

de llevárselo cinco años despuésempezó a quebrantarle el cuerpo y aoscurecer aún más su alma, ya de por sísombría.

¿Y no intentó nunca encontrar untrabajo, alguna ocupación?

Y mi madre: ¿Trabajar? ¿Él? ¿Y enqué iba a trabajar si no tenía oficio, niganas de trabajar, y además estabaamargado con la enfermedad?

Una vez, sin embargo, leyó unanuncio en el periódico, porque leía elperiódico todos los días, de cabo arabo, siempre el Ya, y llamó por teléfonoa un hotel de lujo que estaba por dondeel aeropuerto de Barajas para solicitar

el puesto de cocinero jefe. Lepreguntaron qué experiencia tenía y éldijo que a veces durante la guerra seencargaba del rancho de la tropa y que,entre otras cosas, hacía unas patatas conbacalao de chuparse los dedos. Ya veusted. Debió de ser uno de sus arranquessuicidas de euforia, o que aquellamañana se le había ido la mano con elvino. Y yo me lo imaginaba hablandocon su cerrado y sureño y tosco acentocampesino, lleno de seseos en estadopuro, de ásperas aspiraciones y depalabras desusadas, algunas arcaicas.

Ah, y otra vez le ofrecieron pormediación de uno de los curas del

colegio un puesto de vigilante nocturnoen un garaje y él lo rechazó, dijo que noestaba dispuesto a andar todas lasnoches como un grullo y que, además, éltenía capital, y que aquel trabajo se lehacía poco, y que él podía aspirar amás. Y, para mejor demostrarlo, como sifuese una argumentación, solía decir: Sime hubiese enrolado en el ejército delAire ahora sería ya coronel, porquellevaba la cuenta de la graduación quetendría si su vida hubiese tomado aquelrumbo.

Pero ¿llevaba las cuentas ya dejoven?

Sí, y vivió mortificado con eso. Y

cuanto más alto ascendía, más semortificaba él. Ahora sería teniente,ahora sería capitán, siempre con esatarabilla a cuestas. Y se murió decoronel.

Pero ¿por qué el ejército del Aire?¿Él no estuvo en los tanques? Había unafotografía suya con la boina negra y lacalavera de los carros de combate, yantes de eso estuvo en la infantería, desoldado raso, pero por lo demás nollegó nunca a montar siquiera en avión.

No lo sé, decía mi madre, eran cosassuyas, y a él no se le podía llevar lacontraria en nada.

Así que, como no le convenía ningún

trabajo, siempre estaba en casa, yendodel taller a la cocina, y otra vez al taller,y luego a la terraza, donde habíamosinstalado un gallinero, y vuelta aempezar, como un animal bravo en unajaula, hasta que al fin se sentaba a fumary a beber vino y a entregarse a suscavilaciones, a sus suspirosdesgarrados, a sus recuerdos y a susafanes imposibles pero tambiénirrenunciables. Sí, aquel hombre erademasiado padre para mí. O yo pocohijo para él.

Y ahora, en aquella noche deseptiembre, se abría ante nosotros unfuturo incierto pero prometedor. Yo no

sabía entonces que la muerte de mipadre habría de causarme años después—cuando empecé a comprenderlo, aadmirarlo, a compadecerme de él, asaldar la deuda de todo el cariño y lagratitud que le debía— una pena honda einconsolable, la más grande que hetenido nunca, y una pesada culpa quecargaré para los restos, y por esoaquella noche me sentía liberado,liviano, pensando que ya nunca máshabría de oír la garrota en la percha,aquel golpe sobrecogedor, aunqueoscuramente intuía que algo muy grandehabía ocurrido en mi vida, y que allí,con aquella ligereza de espíritu,

comenzaba para mí una nueva edad, unprincipio de madurez que habría dedefinir ya para siempre mi carácter, yacaso también mi futuro.

3NINGÚN LIBRO EN

NINGUNA CASAHacia 1950

A veces me pregunto por qué caminos,por qué atajos, por qué oscurosdesignios del azar he llegado yo a serescritor. ¿Por qué? Además de abogado,y bajando en el escalafón, tu padre teanimaba a ser médico, militar decarrera, o incluso, en el peor de loscasos, un buen artesano o un obrerocualificado, por ejemplo mecánico,

porque él admiraba mucho la mecánica.Pero ¡escritor! Eso no entraba nisiquiera dentro de lo verosímil. Quédiría él si estuviera vivo, si pudieraverte, leer tus libros, reconocerse enellos, convertido en personaje deficción. Quizá a él también le pareceríaabsurdo. Tantos miles de duros gastadosen vano, porque para ser escritor nohacen falta grandes estudiosacadémicos, y eso sin olvidar que losescritores no se casan con las mujeresmás ricas y guapas del lugar, niparticipan en cacerías, ni alternan con lagente gorda, ni llegan a ser alcaldes,gobernadores o ministros.

Sí, es absurdo, y aún más porque latuya fue una niñez sin libros. Todos en tufamilia, sin excepción, eran campesinos.Tus padres, tus abuelos, tus tíos, y hastatus parientes más lejanos. Todos.Labradores, como se decía entonces,para diferenciarlos de los grandespropietarios y de los jornaleros. Porqueen tu familia no había nadie que fueserico, pero tampoco había pobres. Todostenían algunas tierras, o como se decíatambién entonces, algo de capital. Estapalabra, capital hace tiempo que ya nose usa con ese sentido: Fulano tienemucho capital, o Entre el juego y lasmujeres, Mengano se comió todo su

capital, como se oía decir entonces conla mayor desenvoltura. En tu familia,quien más quien menos, tenía su pequeñao mediana finca de secano, sus dos otres caballerías, su hato de ovejas o decabras, a veces con su pastor, sus cerdospara la matanza, su huerta, su casa en elpueblo (aunque casi siempre vivían enel campo), y los más pudientes dos otres criados fijos, a jornal. Criados,criadas, otra palabra que entonces erade lo más corriente, como ocurríatambién con señorito.

Nosotros no éramos señoritos nimenos aún criados. Por lo demás, todosen mi familia vestían más o menos igual,

los hombres chaqueta, chaleco ypantalón oscuros, de pana, de dril o decutí, camisa clara de rayas, sombrerorígido de fieltro, pelliza en el invierno, ybotines de becerro color caoba hechos amedida por los dos o tres maestroszapateros que había en el pueblo porentonces. Y todos aquellos botines, nosé por qué, chirriaban mucho. Quizá seauna licencia de la memoria, pero cuandose juntaban varios hombres de la familiayo recuerdo que los botines hacían allíabajo un concierto del demonio, y habíaque hablar muy alto para entenderse.Puede que sea un capricho imaginario,pero yo lo recuerdo así. Los hombres,

por cierto, creo que como signo deautoridad y emancipación, tenían supropia navaja, que solían guardar en elbolsillo del chaleco y que usaban paracomer o para solucionar pequeñosproblemas prácticos. Y esa navaja no sela dejaban nunca a nadie ni nadietampoco se hubiera atrevido a pedírsela.En la mesa, la sacaban y la abrían a dosmanos con gran solemnidad. Echarse elpan al pecho, trazar un arco de hoz conla navaja y empezar a cortar, era todouno.

En cuanto a las mujeres, casi todasvestían de marrón o de negro, mediasoscuras, pañuelo oscuro, alpargatas

oscuras, como si fuesen penitentes deuna congregación. Con el cabello sehacían moños apretados y duros comoterrones resecos. Cuando se vestían másformalmente, se ponían una pequeñapeineta en el moño. Jóvenes o viejas, lasrecuerdo a todas iguales. Eran ellas ypunto.

En mi familia todos los hombresfumaban tabaco de picadura, y cuando sereunían varios armaban enseguida unagran zorrera, y apenas se les veía la caraentre el humo.

En todas las casas de mi familiahabía una cómoda y un chinero, donde seguardaban intactos los objetos y prendas

del ajuar de la novia y de los regalos dela boda. En el ropero o en la cómodahabía por ejemplo una colcha o unamantelería con muchos primores debordados y encajes. En los chineros seexhibía la cristalería y la vajilla fina, yalgún adorno de lujo, a veces heredadosde generaciones atrás. Y nunca se habíanusado ni se usarían jamás, porque noeran objetos de uso sino símbolos queproclamaban y protegían la prosperidady el orden familiar. Del mismo modo,tampoco se usaba la cocina oficial sinoque se habilitaba un lugar para la lumbreen alguna dependencia del corral, y allíse cocinaba y se comía.

Casi todas las mujeres de mi familiay de otras muchas familias, solo en laedad del emparejamiento habíancuidado algo de su belleza y habíanconocido la alegría de la amistosa ytraviesa juventud, de los secreteos y losapartes, de las risas en la oreja, de lossofocos por nada, del fíjate cómo temira Fulano o qué bien le sienta elsombrero a Beltrano, y otras chirigotasde ese estilo. Luego, contraídas lasnupcias, guardados los trajes y el ajuar,se clausuraba esa breve y gustosa edadpara pasar de golpe a un tiempoindefinido donde cabía todo, la juventudtardía, la madurez, el lento crepúsculo

que va llevando hacia la ancianidad…Y sus encantos, ¿qué fueron de

ellos?, se pregunta uno. Los suyos fueronencantos laborales, acaso nuncarecreativos. Encantos para comer, parir,amamantar y perpetuar la especie, consolo el interludio festivo del que dantestimonio las pocas fotos que quedan deentonces: pánfilas, medio asustadas, convestidos oscuros cerrados desde elcuello hasta los tobillos por unaapretada fila de botoncitos negros yrecios zapatos de paseo, sin saber quéhacer con las manos, con la sonrisaparada en los labios, sin atreverse a serguapas y alegres, ni siquiera

espontáneas.En todas las casas de mi familia se

comía más o menos igual. Solo secompraba en la tienda lo que no sepodía producir en el campo o elaboraren casa. En las casas de mi familia yonunca vi un refresco, ni un bote de lechecondensada, ni un plátano, ni un dulce depastelería. Comíamos casi a diariogarbanzos con repollo, tocino ymorcilla, gazpacho, migas, y a vecesbacalao con arroz, con patatas, contomate, frijones, sopa de fideos conhormigas, sopa de tomate, sopa sorda depoleo, sopa de trapos, guisos de caza,ancas de rana, pan con aceitunas, pan

con tomate, pan con quesadilla de cabra,pan con queso de oveja, queso de ovejacon café negro portugués, aceitunas controncho de col, buche, cachuela,pestorejo, chanfaina, chorizo de ovejamodorra, caldereta, peces de la rivera,perrunillas, bolluelas, rosquillas, dulcesrecios y nutritivos hechos en homo deleña, pepitas tostadas de melón.

En mi familia no había nadie conestudios, ni siquiera el bachillerelemental. Unos habían ido a la escuelael tiempo justo para aprender a leer, aescribir y a hacer las cuentas. Algunoseran analfabetos. Otros habíanaprendido algo, pero por falta de

práctica habían olvidado lo poco quesabían. Había, por ejemplo, quien sabíaleer pero no escribir. Tampoco ninguno,que yo sepa, había visto el mar, aexcepción de mi padre, que durante laguerra lo vio en Barcelona, por primeray última vez. Tampoco ninguno habíaviajado, salvo por el servicio militar.Nadie tuvo nunca coche, ni moto, nibicicleta; solo burros, mulas, yeguas ycaballos. Nadie había estado nunca enun restaurante o en un hotel. Por saber,ninguno sabía ni siquiera nadar.

Así que todos, en mi familia, erancampesinos cerrados. Se les notaba a lalegua. Distintos a la gente del pueblo en

el modo de hablar, un habla rústica,entreverada de vulgarismos, muyseseante y aspirante, de prosodia ruda yhermética, en el modo de vestir, en lapiel y en las manos, embastecidas ycurtidas por la intemperie y el trabajo,en los gestos, en los andares, en latorpeza a la hora de comer, de beber, dealternar. Eran dos mundos, el pueblo y elcampo, y nosotros, inconfundiblemente,éramos del campo. Algunos, incluso,tenían o tuvieron algo de pioneros, defundadores de reinos y de estirpes.

Tu abuelo Luis, por ejemplo. Tuabuelo Luis, como otros de sugeneración y de generaciones anteriores,

civilizaron tierras bravías, desbrozaroncerros, manchas vírgenes de jaras ymaraña, levantaron sus propias casasdespués de arrebatar los materiales a latierra, la pizarra, la piedra, la grava, laarena, la madera, el barro, detransportarlos a lomos de caballerías, detallarlos, de nivelar y trazar a cordel losejes del terreno, de echar los cimientos,y así días y días, con sus noches al rasoen aquellas hondas soledades,durmiendo sobre la albarda o losserones, comiendo de lo que hubiera apunta de navaja, manejando el pico y lapala, la marra, la sierra, la paleta y lallana, con algo de oficio y mucha fuerza

y determinación, movidos por instintosprimarios, por la misma fe ciega delzorro que excava su cubil, del pájaroque entreteje su nido, pero también porla noble y ancestral voluntad dedominio, además del orgullo de vencercon sus propias armas a una naturalezasiempre hostil.

Aún siguen en pie esas casas, todasiguales, de una sola y fuerte planta, lostechos de tejas inclinados a un agua, losmuros algo tuertos y encalados deblanco, con ventanucos poco másgrandes que aspilleras, para airear lasestancias y vigilar el entorno, sin másgracia que la ingenuidad de su diseño, y

sin otra concesión a la estética que unadorno de tejas en la cresta de lachimenea, o un capricho de color en loszócalos. Diríase que esas casas se hanmantenido siempre fieles a un tiempoinconcreto, y entre eso y entre que noprestaron nunca obediencia a un estilo,los años y las modas fueron benévoloscon ellas. Eran viejas ya reciénconstruidas y, aunque hoy casi en ruinas,siguen teniendo la misma edad desiempre. Ellos cavaron pozos y charcas,levantaron paredes piedra a piedra,desbravaron cabezos y cañadas, trazarontrochas y veredas, ahondaron regatos,construyeron albercas, acequias y

norias, plantaron viñas y todo tipo deárboles frutales, endulzaron la asperezade aquellas tierras con huertas queofrecían en la distancia una frondosidadde oasis en los días ardientes delverano.

Ahora, cuando ves desde un alto,desde el castillo por ejemplo, aquellastierras ya amansadas y suavizadas yconvertidas en un paisaje duro perohermoso, te acuerdas de tu abuelo Luis,y de las muchas generaciones que con suempeño y su coraje, y casi siemprehumilladas bajo el yugo de laservidumbre, dejaron allí su huella, suobra, tan anónima y sobrehumana como

la de los artesanos y peones quelaboraron en la sombra para alzar unacatedral. Una obra casi invisible parauna mirada desatenta. Sí, ese es unpaisaje hecho de tiempo, donde puedepercibirse el poderoso latir de lahistoria, y algo del eco de otras historiasmás humildes que se perdieron y que yanadie, nunca, contará.

¿Cómo serían tus antepasados por ellado paterno? Porque más allá de tusabuelos, Luis y Frasca, nada sabes deellos. Pero no es difícil imaginarlos,porque todos en la familia parecensacados de un mismo molde. Casi todoseran soñadores y fantasiosos, urdidores

de proyectos irrealizables, apasionadose infantiles. Bastantes salieron mediomúsicos, muy dados al acordeón, a laguitarra, a la flauta hecha con una navajay una caña, a cualquier cosa que sonara,otros eran medio pintores o escultores,alguno algo torero, y los habíaaficionados a la artesanía fina y a losinventos mecánicos. Lo que no sabíanadie era cantar y bailar. Casi todosestaban dotados para la oratoria, y lesgustaba hablar en alto y gesticular conenergía, y en general preferían soñar lavida que vivirla. Eran solitarios yrencorosos, maniáticos en los temas,impacientes y bruscos, y —sobre todo

los hombres, que eran los llamados paraemprender grandes tareas, losdepositarios de los valores épicos—solían padecer la insatisfacción crónicay la melancolía del desear en vano algúnvago imposible.

Paco, por ejemplo, tu primohermano, y que andando el tiempo seríatambién tu cuñado, quién mejor que élpara ilustrar nuestro modo de ser. Si túandabas entonces por los diez años, éltendría veintidós. Naturalmente, eracampesino, pero tenía la cabeza llena defantasía y un corazón invencible deartista. Todo, hasta las pequeñas cosasdel vivir diario, las hacía con arte. Sus

andares garbosos, sin ir más lejos, quetenían algo de entre torero y de cowboy.Solía usar botas camperas y sombrero, yle gustaba remangarse la camisa hastamuy arriba, casi hasta los hombros. Eradelgado, elástico y muy ágil. Una vez túlo viste trepar a la cogolla de unaenorme encina por el capricho de vercuántos huevos había en un nido deáguila. Y entonces él tenía ya sesentaaños, pero subía como un muchacho decatorce.

Mi padre —como yo, como todos—lo admiraba mucho por sus muchas yraras cualidades. Montaba a caballocomo un rejoneador, dibujaba, esculpía,

tocaba la guitarra, y su primera guitarrase la construyó él mismo siendo apenasun niño, sabía de mecánica y deelectricidad, tenía una puntería infalible,y también de jovencito se fabricó unaballesta con la varilla de un paraguas, ysiempre estaba ideando inventos, sobretodo artefactos mecánicos, y urdiendoproyectos magníficos para un magníficofuturo. Cada día estaba hecho para él demomentos gustosos de vivir. Comerse ysaborear una sardina marinada por élmismo y un vasito de su propio vino,mirar la luna con un catalejo, porquetambién era algo astrónomo, oír yanalizar el canto de un pájaro, investigar

el ir y venir del aire y predecir la lluviao el sereno, arrancar (después de muchoescoger) una rama de olivo y hacerseuna horquilla de zahorí y dedicarse abuscar manantiales ocultos —y tú visteuna vez cómo la horquilla se ponía atemblar y a encabritarse como queriendosoltarse de las manos—, encontrar en elsuelo un trozo de alambre viejo yponerse a pensar qué cosa prodigiosapodía hacerse con él.

O afilar navajas y cuchillos.Tampoco nadie lo aventajaba en esahabilidad. Daba muy lentamente pasadasy pasadas, con un arte de barberotemplando la navaja, por la piedra

arenisca que él mismo había buscado yelegido, y cada poco ponía la hoja enalto y, guiñando un ojo y como haciendopuntería, la exponía a la luz paraaquilatar el filo y la calidad del brillo yno mellar el alma del acero. No mellarel alma del acero. Sin prisas, siempresin prisas. Porque todo, todo, afilar uncuchillo, manejar una lezna, aguzar unpalo, hacer un nudo, ponerse una camisa,posar un vaso sobre la mesa, encenderun cigarro, alzar la mano para deciradiós, cualquier cosa era digna de serhecha con maña y con finura, y en ellapodía y debía dejarse la impronta dequien ha nacido siendo artista.

Una vez te llevó con él a pescar. Sipescasteis algo no lo recuerdas ni teimporta ante la riqueza del rito, de lapuesta en escena, los preparativos, elzurrón y las viandas, la narraciónanticipada de lo que habría de ser unajornada memorable, el viaje, montadoslos dos en un caballo hasta el lugarrecóndito de la rivera que casi nadieconocía y adonde muy pocos sabíancómo llegar, no se te ocurra contarle anadie este secreto, la manera de sostenerlas riendas con tres dedos flojos y elotro brazo en jarra con el puñograciosamente hincado en la cintura, elmodo de preparar y lanzar la tarraya en

los vados y torrenteras, de recogerla, demirar alarmado alrededor y levantar lamano imponiendo silencio para mejordescifrar los signos de la naturaleza, eltemblor de las hojas, los dibujos quehacía el viento en el agua, el paso de lasnubes, mientras remontábamos la riveraagachados, con el sigilo de un par deindios sioux, hasta que llegamos a ungran ojo de agua escondido en unaapretada fronda de sauces, álamos yfresnos, un charco al que no se leconocía el fondo, dijo, de tan profundocomo era, ni siquiera los buzos delejército, y en cuyas simas debía dehaber peces tan grandes como los del

mar, y algunos nunca vistos, quién sabesi monstruos, y allí nos sentamos en lahierba a comer, y él apenas comía por lomucho que hablaba, sus planes de futuro,historias de lobos y de aparecidos, elarte de lanzar cuchillos que estabaaprendiendo por entonces, o te confiabaalguno de sus secretos, porque siempretenía muchos secretos, un nido de búho,un juego de manos o una sombrachinesca, una llave de judo que se habíainventado, una vena de agua con sabor apetróleo, esto que quede entre tú y yo,primo, porque tanto o más que la vida legustaba imaginarla y contarla, añadiendoa la realidad el colorido y el calor un

poco febril de la fantasía. No, acaso nopescasteis nada o casi nada, pero losgrandes peces no pescados pueden en lamemoria mucho más que los pequeños yescasos que quizá llegasteis a pescar.

Mil años que viviera, y no sehubiese cansado nunca de vivir. Susamigos y conocidos, nunca supiste porqué, lo llamaban Henry, y tú todavía loadmirabas más por ese toque exótico ymedio legendario. Henry. Su gran sueño,en cuyo cumplimiento yo creía aún másque él, era ser torero, o bien lograr uninvento mecánico que lo hiciesemillonario y famoso. No sé de dónde levendría la información, pero admiraba

mucho a Torres Quevedo, que habíaideado y construido un funicular parasobrevolar las cataratas del Niágara, y aIsaac Peral, por el submarino. Para él,Torres Quevedo e Isaac Peral eran losprototipos de los inventores anárquicos,que van por libre, y que se sacaban lascosas de su propia cabeza, como élmismo hacía.

Sí, Paco puede ser un buen ejemplodel carácter atormentado e infantil demuchos parientes por parte de tu padre.Tú mismo, no hay que irse lejos, erestambién así. Sin embargo, por parte detu madre, que eran de otro pueblo y cuyanumerosa familia se dispersó luego por

otros lugares, todos sin excepción eranmansos, ingenuos y realistas, alegres ypoco imaginativos, cariñosos perodesapasionados, sencillos y enemigos decomplicarse la vida. También ellos erancampesinos, y en ninguna de las casas deunos o de otros, de toda aquellaintrincada parentela, había libros.Ningún libro en ninguna casa. Tampocoleían periódicos, ni escuchaban lasnoticias de la radio los que tenían radio,y vivían al margen de la actualidad.

Con una excepción. Tu padre leía elperiódico todos los días, estaba suscritoal Ya, y en casa además había un libro.Luego hablaré de él.

4DEMASIADO PADRE

PARA MÍSeptiembre de 1964

Desde hacía un mes, quizá dos, yotrabajaba de auxiliar administrativo enClesa, Central lechera, lo cual para unchaval de dieciséis años, por no decirque para un macarrilla de la Prospe, eraya mucho.

¿Estás contento en la Central?Mi madre ponía en la voz y en el

trato con los demás, y en todos sus

actos, el mismo paciente primor que enla costura. Siempre serena, jamásenfadada, nunca agria ni especialmentedulce. Nunca distante, nunca demasiadoefusiva, siempre apacible en su lugar.

No sé.Alguien me había dicho durante el

funeral: Ahora tú eres el hombre de lacasa, y desde entonces me parecía quemi voz había ganado en tonos graves yen ritmos más pausados. Era una nochetranquila, y a ratos se levantaba unabrisa fresca que traía aún olores deasfalto recalentado tras un díaabrasador. ¿A qué olía el barrioentonces? Quiero acordarme, y me

acuerdo, pero no consigo llegar al fondode aquel olor inolvidable. Olía agaseosa, a cerveza y a vino a granel, aboquerones en vinagre, a gente abrigaday acatarrada, a carbonerías y avaquerías, a zaguanes y a orines de gato,a pobres hervores de cocina, acaramelos medicinales, a ambientadorbarato de cine, a colillas muychupeteadas y apuradas y a tabaco rubioamericano, a los cables eléctricosrecalentados de los tranvías y a gasolinamal quemada, a todo eso olería enaquella noche de verano de hace yatantos años. Enfrente, todavíailuminadas sus ventanitas de cristales

por una luz pobre y sucia, estaba elquiosco del señor Emilio, donde yocompraba cigarrillos sueltos y alquilabapor 50 céntimos novelas policíacas ydel Oeste, además de todo tipo detebeos. Aquellas eran casi todas mislecturas de entonces.

Ahí en la Central tienes un buensueldo y un buen futuro. Ser oficinista esbonito. Es un trabajo fino y para toda lavida. ¡Cuántos quisieran!

Yo ganaba 2400 pesetas al mes.Entonces, el sueldo mínimo era de 1800pesetas, una gabardina costaba entre 250y 300 pesetas, el periódico, 2 pesetas,un cigarrillo rubio americano, 1,20 o

1,50, imposible acordarse.Yo tenía ya para entonces algunas

experiencias laborales. Como era muymal estudiante, y para que comprobasepor mí mismo lo duro que era ganarse lavida, a los catorce años mi padre mesacó del colegio y me puso a trabajar dechico para todo en una tienda deultramarinos que había junto a la plazadel Marqués de Salamanca. Eran unasmantequerías de lujo, acordes con elbarrio, muy grandes, impresionantes enla presentación y abundancia de losproductos. Y qué de cosas había allí.Cosas que yo no había visto nunca, niimaginado, y que ni siquiera conocía de

oídas, acostumbrado como estaba a lasausteras comidas campesinas del puebloy a las menesterosas y nutritivas deMadrid. Muy bien expuestos tras lasamplias y luminosas vitrinasacristaladas de los mostradores, habíacortes maravillosos de ternera asada, derosbif, de chuletas de Sajonia, desalami, de sobrasada, de butifarra, dejamón de Parma y de Virginia, de asadode gallo relleno de bogavante, demortadela, de pavo con melocotones,con pistachos, con arándanos, con bayasde mirto, con trufas, con ciruelas ypiñones, con setas, y había todo tipo desalchichas, de Viena, de Frankfurt, de

Lyon, de Bolonia, de hígado con hierbas,y todo tipo de pasteles y hojaldres, decarne, de merluza, de berberechos, delangosta, de pulpo, de aguacate congambas, de sesos de liebre, de mollejasde alondra, de fricasé, de sardinas consalsa de ostras, y una sección sola paralos encurtidos, y otra para los quesos,que los había de todo el mundo, y otrapara las especias, y aquí y allá se leían,finamente caligrafiados a mano en lasetiquetas, sabores impensables, vinagrede violetas, de frambuesa o de menta,castañas en almíbar de tomillo,cangrejos con rosas glaseadas,pepinillos aromatizados con manzanas

agridulces y lágrimas escarchadas dejazmín, faisán con mermelada decebolla, sopa de galápago con huevos decodorniz, perdices con chocolate,tuétano de jabalí con ajo confitado, ypor todos lados variedades infinitas deconservas, de escabeche, de ahumados,de salpicones, de canapés, de salsas, dezumos, de helados, de pasteles, dedulces y galletas, y otras muchasdelicias insospechadas hasta entonces, yque yo les describía a mis hermanas y ami madre como si les estuviera contandoun cuento de Las mil y una noches.

Pero ¡qué trolero eres!, decían mishermanas, ¿cómo puedes inventarte

todas esas cosas?Y mi madre, sin dejar de coser, en un

tono neutro, como si constatara unaobviedad: Ya de chico era muymentiroso.

¡Y todo allí estaba tan ordenado, tanpulcro, tan brillante! Había nueve o diezempleados, y no sé por qué razón todoseran calvos o medio calvos, y vestíanunas batas blancas que llevaban siempreinmaculadas, y lo mismo ellos, siempremuy aseados, muy amables, muyrelamidos y castellanos al hablar, muydelicados y exactos al tomar un productoa dos manos, con unción sacerdotal, alcortarlo, al pesarlo, al envolverlo, al

ofrecérselo al cliente con una reverenciaque tenía algo de galantería, de paso debaile, de gentileza cortesana. Había entoda la tienda un silencio casi sagrado, ylos empleados se movían por ella consigilo y solemnidad, y siempre estabanocupados, nunca perdían el tiempo, cadauno sabía muy bien su papel y seaplicaba a él, y todos tan concertadosentre sí que parecía que en cualquiermomento se iban a poner a cantar y abailar como en una opereta o unacomedia musical.

Nada más llegar por las mañanas, eljefe de empleados me pasaba revista. ¡Aver las manos!, ¡a ver las uñas!, ¡a ver

esa roña detrás de las orejas!, y tambiénlos dientes, el peinado, el calzado, enfin, que (mía que ir hecho un pincel.Luego me ponía una bata gris, agarrabami carrito y comenzaba los repartos adomicilio. Como el carrito era bastantegrande y estorbaba en las aceras, teníaque ir por la calzada, a veces acontramarcha, empujando a dos manosel manillar de hierro, donde los dedosse te quedaban agarrotados en los díascrudos del invierno, y lidiando luegocon los porteros de los inmuebles delujo, que iban vestidos de uniforme degala y que te miraban con aprensión y teobligaban a limpiarte a fondo las suelas

de los zapatos antes de entrar enaquellos portales de anchas y hondasperspectivas, brillantes de mármol, delámparas, de espejos, con sofás ysillones de cuero y macetones de plantasexóticas, y después subiendo enascensores de carga por oscurasescaleras de servicio y siempre con eltemor y la esperanza de si la doncella tedaría o no una propina, con la sospechay el rencor de que quizá se la quedasepara ella, y si te la daba, con las prisasde estar a solas para descubrir el valorde la moneda con la palma de la mano amedio abrir, y luego con el miedo deencontrarme con algún conocido, o lo

que era peor, con algún compañero decolegio, o aún mucho peor, con algunamuchacha del barrio, y que me viesencon el carrito y con la bata y que se locontasen después a todo el mundo.

Ya con el carrito vacío, me paraba afumar medio cigarrillo rubio, y guardabala pava para luego. Y recuerdo que alprincipio, los dos o tres primeros días,me gustaba ir con el carrito por la calle,sobre todo cuando regresaba de vacío.Me imaginaba que iba conduciendo uncoche o una moto, y hasta imitaba elruido del motor y del cambio demarchas, pero aquello duró poco, lo quetardó en imponerse a la invención el

peso bruto de la realidad.Entre reparto y reparto, y siempre

después de reprocharme lo mucho quetardaba en cada viaje, me mandabanabajo, al sótano, a limpiar el polvo, abarrer, a ordenar los envíos de losmayoristas o a subir artículos que habíaque reponer. El sótano era enorme,fresco, profundo, como la bodega bienestibada de un barco antiguo, lleno debuenos aromas, y surtido de todo enproporciones gigantescas. Y allí fuedonde comencé a realizar pequeñoshurtos. No tanto por mí como por mishermanas y mi madre, para que viesenque no era tan mentiroso como ellas me

decían. Primero les llevé unos yogures.Ni ellas ni yo sabíamos por entonces loque era un yogur, y menos con sabor afresa, a plátano o a piña. Luego les llevézumos de frutas tropicales, algunasconservas exóticas, pasteles dulces ysalados, y otras exquisiteces, como siregresase de un reino lejano confabulosos, mágicos presentes, que ellasrecibían con el mismo maravilladoasombro que yo. Aunque yo conocía muybien, demasiado bien incluso, desdeniño el mundo de los ricos —la gentegorda—, creo que no fue hasta esasfechas cuando lo vi tan claro y tan decerca como si me hubiera asomado

furtivamente a una ventana paradescubrirlos, a los ricos, en todo elesplendor y abundancia de su intimidad.

Esa fue mi primera experiencialaboral. Luego, cuando me echaron delas mantequerías por ladrón y holgazán,mi padre me dio una paliza y me pusootra vez a estudiar, pero por pocotiempo, porque una mañana en que medisponía a ir al colegio, dejó que measeara, que me vistiera, que preparase elmaterial escolar, y entonces, cuando yame disponía a abrir la puerta, élirrumpió en el pasillo desde el salón,donde debía de estar al acecho, y dijo:¡Alto ahí, compañero!, que hoy, mire

usted por dónde, vas a librarte delcolegio. Deja los libros y arrea tras demí, y me tomó la delantera y uno trasotro nos fuimos metiendo por unlaberinto de calles angostas con casasbajas y pobres que había por una partedel barrio que yo no conocía bien, losdos en silencio, él delante, con su trajenegro, su sombrero campesino, elrechinar de sus botines de becerro y elresuello de su respiración, parándosecada poco para sacar la petaca y ellibrito y liar y encender un cigarro opara descansar del camino, y yo a lazaga, temblando de miedo, intentandoimaginarme qué nuevo castigo habría

ideado para escarmentarme una vez más.Alguna vez se volvió y me miró. Me

miró como haciendo puntería sobre mí,como suele ocurrir con genteacostumbrada a otear los horizontes ylas grandes distancias. Al fin entramosen una tienda de ropa laboral. Era unatienda pequeña y oscura donde olía acartón y a barato. Cuando salimos deallí, yo iba vestido con un mono azul demecánico y unas alpargatas de lona conpiso de cáñamo, y mi padre llevaba enuna bolsa de plástico mi ropa decolegio.

Como en todas las vidas, en la míaha habido unos cuantos momentos

esenciales, deslumbrantes de tanreveladores, que te sacan del alma lasverdades más hondas y escondidas, yque de pronto te dicen más de ti mismo ydel mundo que todos los libros y lasabiduría de los maestros, y que ya sequedan en la memoria para siempre,haciéndose fuertes en ella contra todotipo de asaltos de la inteligencia, derazonamientos y remedios, y señoreandoen el pasado a su capricho y a suarbitrio, indestructibles, crueles, sordosa toda súplica. Y uno de esos momentosfue cuando me vi caminando por elbarrio con el mono y con las alpargatas—las alpargatas, que me daban un modo

ridículo de andar, como si fuesedescalzo, casi echando los pasos al azarde la acera, con una ligereza de pies queno lograba controlar—. Yo creo quenunca he sentido tanta vergüenza, tantahumillación, tanto odio contra mi padrey contra el mundo como en esosmomentos.

Uno tras otro, callejeamos otro ratoy enseguida entramos por una larga yhonda rampa en espiral que parecíaconducir a los mismísimos infiernos. Yasí fue como empecé a trabajar deaprendiz en un taller mecánico.

Tantos años después me imagino ami padre, o mejor, lo veo claramente,

casi puedo tocarlo, y escucho el tono desu voz, cuando entra en las mantequeríasy en el taller y pide ver al dueño o aljefe del local. Torpe, con su garrota, consu estampa anticuada y sus excéntricosmodos campesinos, cuenta su historiapor encima, que él es un hombre quetiene capital y un piso en propiedad,para evitar cualquier equívoco, y cómoha emigrado a Madrid con toda lafamilia, porque es aquí, y no en aquellastristes terroneras, donde está el futuro, elprogreso, la oportunidad de que sushijos, tres hembras y un varón, seconviertan en gente de provecho, y nocomo él, que no tiene estudios ni oficio

ni don de gentes, y así, sigue contandosegún el agrado o la impaciencia de suinterlocutor, porque elocuencia no lefaltó nunca, todos decían que en él seperdió un magnífico abogado, hastallegar a su gran tema, al centro mismo desus desvelos y tormentos: el varón, elelegido, el depositario de todas susesperanzas y el beneficiario de todos susesfuerzos, el que llamado a representarel papel de héroe solo daba la talla parahacer de villano o de pícaro… Y así,iría cerrando el trato. Que si querían,que no le pagaran, que solo le hicieranel favor de ponerlo a trabajar en lostajos más duros y que no tuvieran

escrúpulos con él, y tengan cuidado conlo que dice porque es muy mentiroso, yque si no cumplía como es debido hastala última orden que hicieran el favor dellamarlo, aquí les dejo mi tarjeta, que yame encargaré yo de darle un buenrepaso, porque ese es al parecer elúnico lenguaje que él entiende.

Y ese mismo día empecé a trabajaren el taller. Me pagaban 185 pesetas a lasemana, y me acuerdo muy bien de esoporque me quedaba con el sueldo y ledecía a mi padre, si me preguntaba, queno me habían pagado todavía, y conaquel dinero yo tenía para fumar PhilipMorris y para ir los domingos con los

otros tres aprendices del taller, vestidostodos con nuestros trajecillos de fiesta, alos bailongos del barrio o de otrosbarrios, y para consumiciones, y parainvitar y alternar, aunque la grasa demotor enquistada en las manos y entrelas uñas nos delataba y nos ibadesenmascarando según avanzaba latarde de domingo y empezaba uncrepúsculo que era ya parte del amargoamanecer de los lunes.

Y otra vez a bajar la rampa y aponerse al tajo con el mono y lasalpargatas, a montar y a desmontarruedas, a petrolear piezas de motor, aayudar a los oficiales en los fosos, y si

había suerte a buscar repuestos a tiendasque a veces estaban muy lejos, tanto, queuno no acababa nunca de volver, porquecasi siempre ocurría que en una tiendano tenían los repuestos y había que ir aotra, y a otra, y con esas pequeñasmentiras me podía pasar la mañana o latarde en los billares del barrio, jugandoal billar, al futbolín o a las tragaperras,o viendo jugar y fumando con el arteduro y seductor que había aprendido delcine negro americano. Al menos eso meservía para afrontar las miradasburlonas o incrédulas de los conocidos,de las muchachas del barrio que, pormodestas que fuesen, iban siempre tan

limpias, tan bien vestidas, tan pudorosasy por eso mismo tan misteriosamenteprovocativas en sus andares y miradas,tan entregadas al ciego instinto deforjarse un hogar y un futuro con unhombre de bien, y no digamos losamigos notables del colegio, hijos demilitares de alta graduación, dedirectores de empresas, defarmacéuticos, de prósperoscomerciantes, de políticos o de médicosy abogados, con los que tambiéncompartía las tardes de ocio, los gestos,las costumbres, de manera que nuncatuve claro si yo pertenecía al colegio oal taller, a la ciudad o al pueblo, al

mundo moderno o al mundo antiguo, a laclase media o a las clases humildes, o siera una mezcla, un híbrido de dos modosde vida inconciliables, y destinado portanto a la extinción o a la impostura.

Como en el taller me aficioné a lasmotos, y como todos los aprendicessalvo yo tenían la suya, alguna vez mevengué de los amigos notables y de lasmuchachas tan bien educadas para elporvenir pasando a todo gas en unaDerby de 49 centímetros cúbicos y tresmarchas, dejando atrás lo que a mí meparecía una estela rutilante y apenasentrevista de vida libre, sin ley, rebelde,vagabunda y romántica…

Hasta que al fin ocurrió loirremediable. Un día me dijo el jefe deltaller: Dile a tu padre que venga averme. Yo dejé pasar el tiempo, y eljefe: ¡Qué! ¿Has avisado ya a tu padre?Y yo: Mi padre es sereno y duerme porel día. Cuando lo vea se lo diré. En esejuego temerario anduvimos algo asícomo un mes, mi padre, el jefe y yo. Ami padre le decía que el jefe no mepagaba y al jefe que mi padre, por suoficio, no se dejaba ver. Por aquelentonces había días en que ni siquieraiba al taller, como si el taller fuese igualque el colegio. A mi padre lo hanoperado de una pierna, he estado con

fiebre, mi abuela se murió, decía, y eljefe me miraba y callaba. Hasta queluego, y yo lo sabía y lo esperaba no sési fascinado por el terror o resignado ala fatalidad de lo ya irremediable, todose precipitó y se resolvió en un instante.Y recuerdo que cuando mi padre sequitó el cinturón (que, por cierto, no lometía por las trabillas del pantalón sinoque se lo cinchaba sin más por debajode la barriga) y se lo reató en la manopara manejarlo corto y fuerte, yo nosentí tanto miedo como había imaginado.Mi hermana la mayor se interpusoasustada ante tanta violencia y él laapartó de un empellón. Por mi parte

recibí los golpes sin una queja(actuábamos los dos en silencio, comoconfabulados en una tarea común ysolidaria), y al final me sequé la sangrede los labios con el rebujo de trapos deborra que llevaba siempre en el bolsillotrasero del mono, pero no derramé niuna lágrima.

Al rato vino otra vez, me examinó ellabio partido y me dio una moneda decinco duros. Anda, me dijo, lávate yponte de limpio, y vete al cine, y cuandovengas me dices qué es lo que quieresen la vida, si quieres ser un maleante oseguir estudiando y hacerte un hombrede provecho. Y yo me fui al cine a ver

una sesión doble, y al salir, ya de noche,me sentí feliz y como liberado de unaenorme carga, y cuando mi padre mepreguntó si había pensado bien lo queme dijo, yo le respondí que sí, que lohabía pensado y que quería ser unhombre de provecho.

5HUÉRFANO DE MUNDO

Hacia 1950

Así que, como iba contando, el únicolibro que había en todo el ámbitofamiliar estaba en mi casa. Ese libro setitulaba El calvario de una obrera o Losmártires del amor, de León Montenegro,publicado en tres tomos por la editorialMiguel Albero, 1918. De esos trestomos nosotros sólo teníamos uno (deesto me enteré mucho más adelante), ytraía algunas ilustraciones en color

guarnecidas con papel de seda. El libroes la historia de un amor trágico entredos jóvenes pertenecientes a clasessociales incompatibles. Cómo llegó eselibro descabalado a casa es un pequeñomisterio imposible ya de resolver. No losé, cómo me voy a acordar yo de eso,me dice mi madre cuando le pregunto. Alo mejor ya estaba allí cuando vosotroscomprasteis la casa. Pues casi seguroque fue así.

Lo que sí me cuenta es que enverano, en la época de la siega y latrilla, mi padre les leía cada noche a lossegadores un capítulo de aquel libro.Pero de eso yo no me acuerdo. Y el caso

es que quiero acordarme, estoy a punto,pero al final no lo consigo. Es solo unailusión. Muchas veces he tratado deimaginarme a mi padre leyéndoles a lossegadores a la luz vacilante de un candilo un carburo, iluminando con el metalvibrante de su voz —y esa era laverdadera luz en la honda noche delverano— la negra ignorancia deaquellos hombres embrutecidos por lamiseria y el trabajo, que escucharíanentre el desconcierto y la resignación,sin entender gran cosa, pero rendidos deantemano a la magia sagrada del verbo.Y él, el lector, el oficiante del rito,trabucándose de vez en cuando,

esmerándose en la dicción, titubeando,repitiendo una frase dos o tres veceshasta lograr bien su sentido,deteniéndose con un repente espantadizoante una palabra desconocida, perosiguiendo adelante, siempre adelante, enaquella arriesgada travesía, dispuesto aenfrentar y a vencer todos los obstáculosque se le opusieran hasta alcanzar laúltima línea del capítulo.

A lo mejor lo que yo recuerdo no esel contenido del relato ni la imagen dellector rodeado de sus oyentes sino solola música del lenguaje en el silencio dela noche. Y ese humilde y desesperadoacto de dignidad, de secreta redención,

tenía lugar en la soledad de aquellospobres campos de secano, de aquellatriste España de entonces, en la casapequeña y ruin que servía de cocina —un hogar formado con cuatro piedras,una marmita de hierro, unas trébedes,una mesita coja hecha de madera sindesbastar y llena de cicatrices de azuelay unos cuantos asientos de corcho,algunos cacharros de cocina, miles demoscas, clavos en las paredes conaperos y ropa de faena, ristras depimientos secos colgados del techo, unventanuco sin cristal y poco más—, yque construyó también mi abuelo Luisenfrente de la otra, la casa donde vivían

los amos, pero que no por eso era muchomás grande, ni estaba mejor hecha omejor amueblada. La voz de mi padre yamuerta para siempre. Un día losorprendí cantando, a él, a quien nuncanadie oyó cantar. Cantaba en voz baja, ycon mucho sentimiento, «Adiós,muchachos, compañeros de mi vida», yal verme se calló, avergonzado,confundido, y yo tuve miedo de que meodiara por haberle descubierto aquelsecreto.

Total, que tú, el que llegarías a serescritor, no conociste los libros de niño,casi ni siquiera físicamente, salvo Elcalvario de una obrera y quizá los

libros de texto de tus hermanas mayores,si es que tenían libros de texto, y el librodel maestro que te enseñó a leer y aescribir, don Pedro Márquez, y que élmismo, supongo que para protegerlo devuestras manos pecadoras, os colocabaabierto sobre el pupitre y dondevosotros ibais leyendo de uno en uno envoz alta, repitiendo cada frase hasta quequedaba bien dicha, bien entonada yperfectamente comprendida.

De modo que aquellos libros, losúnicos que tú conocías —unoperteneciente al Padre, y el otro alMaestro—, eran para ti los másextraordinarios que podían existir. Así

era todo entonces. Tú creías que vivíasen el centro del mundo, como es desuponer que les ocurrirá a todos losniños de todos los lugares, y más en lostiempos en que no se viajaba ni habíatelevisión. Las cosas entonces seescribían todas con mayúsculas: elPadre, el Abuelo, el Maestro, el Libro,el Médico, el Conductor de automóviles,el Escribiente, el Cura, el Pueblo, laRivera, el Castillo, porque todas eranúnicas e incomparables. ¿Quiénconducía mejor un automóvil, o entendíamás de mecánica, que Pereira o Aníbal?¿Quién cazaba mejor que mi abuelo o mipadre, que era echarse la escopeta a la

cara y salir rodando la liebre o caer aplomo la perdiz? ¿Había en el mundogente más rica que los ricos del pueblo,mejor médico que don Daniel, mejormúsico que don Jacinto Pola? Nadie,imposible siquiera imaginarlo. ¿YValdeborrachos, que era como sellamaba nuestra finca? ¿Podía haber enel mundo un lugar más bonito que aquel?Y eso por no hablar del castillo, de larivera, de la hondura escalofriante delos pozos, de la fiereza y desmesura delos lobos y las culebras y las fierascorrupias que habitaban en lo bravío denuestras sierras, y hasta del tonto delpueblo, que era sin duda el mejor tonto

que pudiera existir. Quizá por eso túcomprendes bien el sentimiento infantilde ciertos nacionalismos, capaces desublimar su aldea hasta convertidlatambién en el centro del mundo, y suscosas en excluyentes y absolutas.

Ah, y qué decir de la PiedraBerrocal. La Piedra Berrocal es unaenorme piedra caballera que hayenclavada en las mismas entrañas delpueblo, y a cuyo alrededor, y bajo sututela, se apiñan casitas graciosas yantiguas, con sus huertos, sus corralespara las gallinas, con sus terrazas ymiradores, cosa digna de ver. Tambiéntu pueblo, por cierto, está apelotonado a

los pies de un castillo. Igual que lospadres les han dicho y les dirán siemprea sus hijos que no se alejen mucho,porque de la lejanía viene el peligro, asítambién tu pueblo está agarradito a lasfaldas maternales del castillo, y no seatreve a apartarse de él. Y aunque luegose ha ido expandiendo, bajando por losbarrancos hasta ocupar lo llano, algodebió de quedarle de su antiguo miedo ala dispersión, porque sus casas tienden ajuntarse, y sus calles a estrecharse, y haycomo cierto horror al vacío, a losespacios despejados. Pues igual que elcastillo, así también la Piedra Berrocal.

Fiel al designio de hacer de ti no ya

un hombre de provecho sino un granhombre, tu padre decidió meterte internocon ocho años en un colegio de curas deMadrid. Entonces, los que más podían,incluida la gente gorda, mandaban a sushijos como mucho a Sevilla. Pero tupadre no, tu padre te mandó a Madrid,que aquel sí que era de verdad el centrodel mundo. Ahí es cuando empezó ahacer sus cuentas —a menudo las hacíacon un cabo de lápiz en el dorso de loslibritos de papel de fumar— de lo quese iba gastando contigo, traducido acebada, a trigo, a lana y a borregos, achivos, a cuartillas o a arrobas o afanegas de esto o de lo otro, todo lo cual

sumaba mucho, casi más de lo que él sepodía permitir. Y cuando tú llegaste aMadrid con tu habla rústica y tus trazasy tus maneras campesinas, en una de lasprimeras clases un profesor os habló delas siete maravillas del mundo. Empezóa enumerarlas, las pirámides de Egipto,el Coloso de Rodas, los jardines deSemíramis, y cada vez que iba a deciruna nueva, tú pensabas, ahora, ahoraviene la Piedra Berrocal. Aquella fueotra de tus experiencias esenciales, eldescubrimiento —la incredulidad alprincipio y la lenta y penosa evidenciadespués— de que nadie allí teníanoticias de la Piedra, ni del Castillo, ni

de Valdeborrachos, ni de don Daniel, nide Pereira ni de Aníbal, y ni siquiera detu pueblo.

Todo un mundo de héroes y de mitosse vino abajo en un instante. De prontote sentiste huérfano de mundo, derealidad. ¿Y cómo llenar ese vacío,cómo aliviar el dolor de aqueldesgarramiento? ¿Fue entonces cuandoempezaste a creer en Dios, a rezar derodillas, a rechinar los dientes y aarrugar la nariz?

Quizá también fue entonces cuandoempezaste a convertirte en un mentirosocasi profesional. Como ahora tenías dosrealidades y vivías en dos mundos, en

Madrid les mentías a tus compañeroscon las maravillas de tu pueblo ypresumías de ellas, mi abuelo mató unavez un oso con solo un cuchillo demonte, a mi hermana la mayor le picóuna vez una víbora, un día vi lloverpeces y ranas, a don Alvaro de Luna loasesinaron en el castillo de mi pueblo, yaquel nombre, don Alvaro de Luna, erapor sí solo ya un prodigio, mi tío Ignaciose comió una vez sesenta huevos fritos,mi padre con su pistola mató una nochea un forajido, en mi pueblo hablabancantando, allí hay culebras que vienende noche y les beben la leche a lasmujeres, y cuando ibas al pueblo

mentías sobre las maravillas de Madrid.Todos, y tu padre el primero, teanimaban a hablar, a contar cosas nuncavistas, cosas que solo podían ocurrir enla capital, y ponían tanta fe y tantaexpectación en lo que tú te disponías acontar, que por no defraudarlos teinventabas los más inocentes disparates,que habías visto un piano tan largo quese necesitaban veinte músicos paratocarlo, que en las calles de Madrid atodas horas había atropellos y atracos, ylos domingos el cielo se llenaba deglobos aerostáticos, o que en un partidoque yo vi, Di Stéfano cabeceó desdefuera del área con tanta fuerza que el

balón dio en el larguero y lo partió. Ytodos reían, y tu padre el primero (tupadre tenía un colmillo de oro que lebrillaba con la risa), y al final mi madre,tan sensata, tan fiel y amorosa con larealidad diaria, siempre decía: Hay quever qué mentiroso ha salido este niño.

Y tú, que antes no sabías si tufamilia y tú mismo erais del pueblo odel campo, ahora tampoco tenías clarosi pertenecías al pueblo o a la capital.Pero la imaginación, con sus mentirastan necesarias y sinceras, venía a anudarlos hilos sueltos de una realidadfragmentaria y caótica.

6IGNOMINIA

Septiembre de 1964

Acuérdate de cuando eras mecánico, losucio que ibas siempre, y con aquel tufoa petróleo y a grasa, y no como ahora,que vas con traje y siempre limpio yelegante. Así que no me digas que no esuna suerte ser oficinista en una empresatan buena y tan grande como la Central.

Su voz era suave y calma, como lamisma noche de septiembre.

Y si te portas bien, dentro de unos

años igual te ascienden, y hasta puedeque llegues a ser jefe. ¿No te gustaríaser jefe, ir a trabajar en coche?

Pero yo odiaba a los jefes, y por lomismo odiaba todos los trabajos porqueen todos los trabajos había jefes. Yosabía, sí, que vivíamos en una dictadura,pero a mí aquel dictador me parecíainofensivo e irreal al lado de losdictadores que había tenido que sufrir ysufría cada día: mi padre, los capataces,los oficiales, algunos profesores,incluso algún que otro amigo que teníatambién vocación de jefe, esos eran losauténticos tiranos, y a los que yo temía yodiaba de verdad.

No sé, ya se verá.Y mi madre: No empieces otra vez

con las quejas y las tonterías, que ya nosconocemos Y sobre todo no vayas ahacer una de las tuyas y que te echen deallí, como de todos lados, que ya sabeslo difícil que ha sido conseguir esepuesto.

Y era cierto. Yo había entrado allípor recomendación, por una amiga de mimadre que trabajaba de cocinera en casade unos marqueses que eran los dueños,o casi, de todo aquel emporio. Así quees verdad que tenía mucha suerte, peroyo no quería ser oficinista, ni ser jefe denada. No sabía lo que quería ser, salvo

poeta. Había empezado a escribir misprimeros versos algo así como un añoantes, cuando tenía quince. Aquello fueun acontecimiento, otro de esosmomentos estelares capaces de cambiarel curso de una vida hacia un nuevodestino.

No sé cómo ocurrió. Supongo queprimero fue mi afición a la soledad y alos ensueños, además de los poemas quevenían en los libros de texto y de unprograma de radio donde después de lamedianoche un locutor con una vozcálida y susurrante recitaba versos deuna belleza abrumadora. Aquellaspalabras en el silencio oscuro de la

noche brillaban como ascuas celestes,eran pura magia. En aquella voz cadapalabra era sagrada. Y también lo eranlas pausas, aquel silencio dentro delsilencio, como una joya deslumbrante ensu estuche. Y cuando acababa elprograma, aún duraba un buen rato lamagia, y uno cerraba los ojos y se sentíafelizmente confundido con el curso delos astros y la secreta armonía deluniverso. Eso fue todo.

Incluso con menos hubiera bastadopara encontrar el refugio que yooscuramente venía buscando con ladesesperación del fugitivo azuzado decerca por sus perseguidores.

Y añádase a eso el desdén de larubia máxima del barrio, y lasconsabidas catástrofes espirituales delos amores nuevos, que te invitaban alsuicidio o al arte, no había otra opción,ese era el único modo de defenderse delo irreparable. Y ya, para rematar elconjunto, añádanse también las suciascanciones románticas de entonces y desiempre que alimentaban nuestraspobres fantasías sentimentales comoantes habían hecho con nuestros padres ynuestros abuelos, toda aquella basuramelódica que nos envenenaba y nosanestesiaba el alma con sus ritmosbailables y sus cadencias dulzonas tan

invitadoras al espejismo y al ensueño,Only you, La balada de la trompeta,Siempre es domingo, Et maintenant,Yesterday, La casa del sol naciente, Túserás mi baby, Adán y Eva, más losboleros, los tangos, las rancheras, quenos hacían sentirnos audaces, únicos yambiciosos, listos para emprender lagran conquista del futuro. Aquelloscantantes fueron nuestros jefessentimentales. ¡Dios mío!, ¿cómo fueposible?, ¿cómo nos dejamos engañaruna vez más por esa vieja farsa, cómocaímos tan inocentemente en la trampamás antigua y famosa del mundo?Algunos de aquellos enamorados

primerizos, ebrios entonces de ilusión,ya han muerto, y hoy descansan del vanosueño de la vida, custodiados aún porunas últimas palabras que a mí mesuenan a música bailable, con suinsidioso compás a media luz: Los tuyosno te olvidan, Siempre en nuestrocorazón, o una frase final de ese estilo…

Y algo más. Yo por entonces creía enDios. Había estado interno con los curasde los ocho a los doce años y hastaquise ser cura, misionero en tierra deinfieles, irme a un seminario, y un díados curas vinieron a casa a hablar conmi padre, a convencerlo, y hasta trajeronlos papeles de la autorización para que

los firmase, y me hubiera ido alseminario si no es porque mi padre lesdijo que se olvidaran del asunto, que élno se había gastado veinte mil durosconmigo para que acabara siendo cura.

El gran sueño de mi padre, su mayorimposible, era que yo fuese abogado, yque entonces volviera al pueblo en plantriunfador, para darle por la cara a lagente gorda, y que me casara con lamujer más rica —que sería también lamás hermosa— de aquellos contornos,propietaria de grandes fincas einnumerables rebaños, y si me daba lagana, que me convirtiera en alcalde, yquizá luego en gobernador, o hasta

ministro, por qué no. Por qué no. Lo queme diera la gana. Ese proyecto, o esafantasía, me la contó más de una vezcuando íbamos montados en la yeguaentre el pueblo y el campo, y me pintabaun futuro espléndido con vozapasionada, tan apasionada ytentadoramente susurrante como ellocutor nocturno de poemas, y con todotipo de detalles —casas de lujo,automóviles americanos, criados ydoncellas, cacerías con personalidades,banquetes exquisitos, y todas lasmujeres que quisiera, y don Fulano poraquí, don Fulano por allá, porque nosería solo el capital sino la cultura, la

mundanía, el saber, el verbo poderoso yfluido, de forma que allí donde tú hablescallarán todos, también la gente gorda,viajes por todas las grandes ciudadesdel mundo, y muchas otras variantes delgozo y del placer, y todo eso mientras layegua avanzaba apartando jaras yechando chispas por aquellos caminospedregosos—, y a mí aquel relato meangustiaba y me llenaba anticipadamentede culpas, porque no me sentía confuerzas ni carácter para llegar a tanto.Por eso, el que yo fuese cura le parecíauna humillación, casi un escándalo.

Y luego, un día, no sé de quémanera, dejé de creer en Dios y me

encontré creyendo en Gustavo AdolfoBécquer. En aquel tiempo, yo solo teníaun libro en propiedad. Ese libro era Lasmil mejores poesías de la lenguacastellana. Quizá lo oí citar en elprograma de la radio, o a algún profesoro a algún amigo, pero el caso es que undía entré por primera vez en mi vida enuna librería y me lo compré. Ya alabrirlo, al olerlo, al leer un verso aquí yotro allá, al ver que el tomo teníasetecientas páginas, primero me sentícomo un ladrón, y tuve miedo de quealguien viniese a reclamármelo o aarrebatarme aquel botín, y luego mesentí admirado, incrédulo ante el

prodigio de que aquel libro fuese mío ysolo mío. Aquello era un auténticotesoro, y yo la persona más afortunadadel mundo.

Durante mucho tiempo yo fui felizcon aquel libro, feliz acaso como nuncaen la vida. Fue un verdadero idilio, elmás hermoso que uno se pueda imaginar.Aquel libro era mi amada y yo suamado, el libro y yo, los dos juntos,inseparables, viviendo no importa cómoni dónde, y condenados a ser dichosospara siempre. Porque a mí me parecíaque con aquel libro era bastante paratoda la vida, y no hacían falta ya máslibros, como tampoco los enamorados

de verdad necesitan de ningún otroamor. Toda la literatura, toda lasabiduría, toda la belleza del mundo,estaban contenidas en aquellassetecientas páginas.

Y un día escribí mi primer poema,temeroso quizá de estar profanandoalgo, de haber ido demasiado lejos, deestar comiendo de la fruta prohibida,tímido al principio, y luego ya másatrevido según las palabras acudíansolícitas al reclamo de algo oscuro queyo quería decir y que no sabía lo que erahasta que ellas, las palabras, venían arevelármelo. Era como un milagro,como los raptos místicos o las

apariciones celestiales, y bastabaconcentrarse en algo —es decir, en laAmada siempre inalcanzable, porqueese era mi gran tema, la Amada, queademás no existía en la realidad, ninecesitaba existir— para que al rato unvocablo saliera a mi encuentro ysurgiese como por arte de magia elprimer verso, y luego otro, y otro, y asíse iba haciendo real, y palpitaba comocon vida propia, lo que sin el soplocreador del artífice no hubiese existidojamás. Ese era el rito, ese era el milagrode la portentosa fecundidad entre laspalabras y las cosas. Ah, las palabras. Aveces ocurría que me enamoraba

perdidamente de una palabra hastaentonces desconocida y durante varios omuchos días vivíamos un amorturbulento, excluyente, febril, y yoescribía poemas donde esa palabra erala protagonista, la estrella invitada, y lasdemás hacían de teloneras. Palabrascomo errabundo, cénit, heliotropo,añoranza, inefable, éxtasis,madreselva, doliente, iridiscente,plenitud, taciturno… Y así llegó el díaen que me sentí poeta de verdad,hermano menor de Bécquer, solitario ytriste como él, elegido por un destinofatal como él, frágil pero tambiénindestructible como él.

La poesía me hizo fuerte y me asignóun lugar en el mundo. Aquello era casicomo ser abogado, y me hubiera gustadocontárselo a mi padre, para que por unavez se sintiera orgulloso de mí. Ya nome preguntaba si pertenecía a la ciudado al pueblo, o si yo era obrero oestudiante, o si mis verdaderos amigoseran los finos o los bastos, porque ahorami sitio estaba en otra parte: un pequeñoreino que ya no era del todo de estemundo, y en el que yo vivía a salvo decontradicciones y amenazas. A salvo porejemplo de los amigos que por suposición social, por sus artes mundanas,por su labia, por sus músculos, por la

elegancia en el vestir, ejercían su podersobre mí, relegado siempre a los últimospuestos de la tribu, y en la que ahora mipapel de poeta me concedía un rangoaparte en la escala jerárquica, supongoque el de hechicero o cosa así.

A salvo también, o al menos no deltodo indefenso, del desdén de lasmuchachas de las que me enamoraba sinremedio y por las que sufría hasta lapostración, porque ahora tenía el orgulloy el secreto poder de los versos, y porsupuesto de la Amada, cómo no, al ladode la cual todas las otras, por hermosasque fuesen, eran solo una sombra, unsimulacro, un puñado de calderilla y

poco más. Y lo que son las cosas,parecía una invención inofensiva einocente, una tontuna de muchacho, y sinembargo aquella Amada de ficciónresultó ser la verdadera, la perdurable,el único amor auténtico que he llegado aconocer en la vida.

Y fuerte también y sobre todo antemi padre, porque después del tallermecánico, y como no parecía que ibacamino de llegar a ser un hombre deprovecho, volví otra vez al mundolaboral, y nuestros encuentros ydesencuentros eran cada vez másviolentos, y cada vez su mirada sobre míse iba haciendo más penetrante, más

aviesa, más vengativa, más llena quizáde oscuros y temibles designios. Paraentonces él había renunciado a hacer demí no ya un gran hombre sino un simplehombre honrado y de provecho, nuestrasrelaciones se habían roto y éramos yaenemigos declarados. Yo personificabapara él el gran fracaso de su vida, y élera para mí la viva personificación delmiedo. Aún hoy, su presencia evocadasigue siendo tan imponente yproblemática como cuando vivía. Pocodespués murió, y aquel es el episodiocentral de mi vida, y el manantial dedonde brota ciego e incontenible midestino. Todo lo que ocurrió después ha

estado presidido por losacontecimientos de esa tarde de mayo. Yhan pasado los años y yo creo que no hahabido un solo día de mi vida en que nohaya rememorado las circunstancias desu muerte. Le doy vueltas y vueltas sinlograr otra cosa que toparme una y otravez contra lo irreparable.

Ese día, el 25 de mayo de 1964, yofui a verlo por la tarde a la clínica, porcompromiso, por consejo y mandato demi madre, no por otra cosa. Fui con tresamigos finos, en un Peugeot 403 quetenía el padre de uno de ellos. Meesperaron abajo, montados en el coche,los codos en las ventanillas, los

cigarrillos humeantes, y yo subí con laidea de despachar rápido la visita. Erauna tarde radiante, ya casi de verano.

En la habitación estaban mi madre ymi hermana la mayor, las dos solícitas yapuradas, queriendo hacer algo pero sinsaber qué hacer ni por dónde empezar,entregadas absurdamente a una actividadtan frenética como infructuosa. Mi padreya había empezado con las ansias de lamuerte. Se sentaba en la cama, iba alsillón, volvía a la cama, se tumbaba, seincorporaba, quejoso y suspirante, comoun animal acorralado intentando huir desus perseguidores. Y en un momentodado, una de las veces que se sentó en la

cama, me miró. Yo no le había vistonunca aquella mirada. Era una mirada demiedo, indefensa, y sobre todoimplorante. Me miraba implorando algo,quizá mi cuidado, mi cariño, miprotección. Fue algo fantástico, como unsueño. De repente yo me habíaconvertido en el padre y él era el hijo, eldesvalido y el desamparado, la víctimaque mendiga un poco de piedad a quientiene poder para otorgarla. Fue unamirada larga, de una intensidadreveladora: en un instante nos dijimosmás cosas que en toda nuestra vida. Peroya era tarde para todo. Desde que entréen la habitación (o quizá antes, no

recuerdo, quizá ya mi madre me habíaalertado de la gravedad) yo sabía que seiba a morir, que se estaba muriendo. Losabía con tanta certeza como si yahubiese ocurrido. Una certezaalimentada quizá por una oscura,recóndita, innombrable esperanza. Perono lo sé, no lo sé. Solo sabía que él seiba a morir y que mis amigos meesperaban abajo y que yo quería irme,huir cuanto antes de allí, encender uncigarrillo, escapar hacia la ansiadalibertad de aquella tarde luminosa demayo.

En ese momento entró una enfermeray yo aproveché la ocasión para irme, sin

despedirme de él, dejando solo para mimadre y mi hermana un vago adiós. Yme fui. Lo que no sospechaba, claroestá, es que el camino que iniciaba enese instante fuese tan largo y tandefinitivo, porque ya no me dirigía a lacalle sino hacia el futuro, era allí dondecomenzaba mi verdadero futuro, el quecon el correr de los años me traeríahasta esta mañana en que escribo estaslíneas, deudoras, como casi todo lo quehe escrito en mi vida, de aquella tardeincesante de mayo. Y es que a veces elpasado no acaba nunca de pasar.

Por lo demás, estuve con los amigoshasta las diez en punto de la noche, y en

todo momento supe lo que me iba aencontrar cuando llegase a casa. Desdela calle vi que, en efecto, las luces delas ventanas estaban apagadas. Subídirectamente al tercero, a casa de doñaSara. Me abrió la puerta mi hermana lamayor y me dijo lo que yo ya sabía queiba a decirme. Solo me quedó porverificar que había muerto poco despuésde irme yo.

A mi madre no le he contado nuncanada de esto. Bueno, ni a mi madre ni anadie, pero lo he escrito muchas veces.Y también muchas veces me hepreguntado si se acordaría de mí en suspostrimerías, o si al salir la enfermera

me buscó con la mirada y descubrió queya no estaba, que había huido, que lohabía abandonado, que hasta el últimomomento había traicionado susesperanzas, y si no moriría con esa pena,también irreparable.

¿En qué piensas?En nada. Bueno, sí, estaba pensando

en cómo murió, cómo fue aquello.Ya te lo he contado muchas veces, no

sé por qué vuelves siempre a lo mismo.Pero ¿qué decía, cuáles fueron sus

últimas palabras?Solo decía: Me muero, me muero.

Iba de la cama al sillón, y otra vez a lacama, se sentaba, se levantaba, como si

tuviera hormiguilla, y no encontrabaninguna postura que lo aliviara deldolor.

¿Y luego?Luego ya se tumbó y parecía que al

fin había encontrado una buena postura.Pero era que empezaba a asfixiarse y yano se podía mover. Abría la boca peroya no le entraba el aire, y se le extravióla mirada, hasta que los ojos se lepusieron en blanco.

¿Y qué más?Pues nada más, qué más quieres.

Entonces entró el cura y le dio laextremaunción.

¿Y él vio al cura, lo oyó rezar?

No creo. No creo que él estuviera yapara ver ni entender nada.

¿Y tú viste cómo se moría, elmomento exacto?

¡Cállate ya, anda, y deja de hablar yade esas cosas! Ahora lo que tienes quehacer es pensar en el futuro, y a vercómo entre todos salimos adelante.

Yo había jurado ante el cadáver demi padre que sería un hombre deprovecho. Que llegaría a ser abogado.Lo habíamos velado en casa, y muy porla noche —la primera noche de sueternidad—, cuando todos dormitaban,yo entré en la habitación donde estabaexpuesto a la luz de los candelabros con

su traje oscuro y una camisa blanca concorbata de luto, y con los botines yacallados para siempre muy biencolocados junto a los pies, porque conla hinchazón no se los pudieron poner, ya solas con él, le hice aquella promesa.

Así que ahora trabajaba de oficinistay después de trabajar iba a unaacademia nocturna donde estudiabaasignaturas sueltas de un bachiller deciencias en el que estuve atrapadodurante años, y que nunca conseguí deltodo superar. Aquello de que yo hicieraciencias fue cosa de los curas. Aunquemi padre quería que yo fuese abogado,ellos dijeron que no, que las ciencias

tenían más futuro que las letras, y queera mejor ser ingeniero que abogado. Ya mi padre no le pareció mal, qué iba adecir él. También de ingeniero mecasaría con quien quisiera —es decir,con la mujer más rica y más hermosa delcontorno— y se cumplirían igual todosaquellos planes que él tenía para míantes incluso de que yo naciera. Así queyo tampoco era de ciencias ni de letras,un dilema más que añadir a los muchosque había ya en mi vida.

Pero mi juramento empezaba aperder empuje por la fatigosa rutina dela vida que yo llevaba por entonces. Erauna vida perra de verdad. A las 6:30 de

la mañana mi madre me despertaba conun susurro apremiante en la oreja:¡Vamos, arriba, que ya es hora!, y allíempezaba la pesadilla laboral de cadadía. La Central quedaba hacia el norte,en las afueras de la ciudad, y había quecoger dos autobuses para llegar allí. Enaquellos autobuses se representaba adiario la maldición bíblica del panganado no solo con esfuerzo y sudorsino también y sobre todo con tristeza.Eso era lo peor. Unos sentados, otros depie agarrados a un hierro, todos allícabeceábamos de sueño y nos mecíamospeligrosamente al borde de un abismo enel que no tardaríamos en precipitarnos.

Y así un día y otro día.A las 8, después de fichar, ya estaba

yo en mi mesa, manejando lacalculadora y rodeado de pilas depapeles. A un lado y al otro, filas demesas con más auxiliaresadministrativos, y enfrente, presidiendo,la mesa del jefe de sección, y el jefe,claro está, trabajando, vigilando,paseándose a veces para comprobar lacalidad y el ritmo de nuestras tareas. Enla misma sala, que ocupaba una plantaentera del edificio y que era de una solavez, desnuda de muros y columnas,había otras cinco o seis secciones, cadauna con su jefe, y muy lejos, allá en lo

remoto, tan espacioso era aquel lugar, yante las grandes cristaleras que cerrabanel fondo, estaba el jefe de todas lassecciones, en una mesa acorde con surango, y al lado una mesa pequeña parasu secretaria. Pero aquel jefe, con sermucho, era solo un jefe menor. Losgrandes jefes no estaban a la vista sinorecluidos en sus grandes despachos, y esde suponer que usaban otras puertas yotros ascensores, y que entraban y salíande la Central por el garaje, en susautomóviles, porque no se les veíanunca, y en el tiempo que yo estuve allí,que fue casi un año, solo una vez vi auno de esos grandes jefes, en Navidad,

cuando entró un momento en la sala ynosotros, ya advertidos, nos pusimostodos en pie, y él, que era calvo, bajo yrechoncho, dio unos pasos y,destacándose de entre el grupo que loacompañaba, con una voz clara eimperativa, como si impartiese unaorden, nos deseó felices Pascuas.

Mi misión consistía en cuadrar elbalance diario, eso era todo lo que teníaque hacer. De la planta de abajo, dondeestaban los almacenes y las dársenas delos camiones, subía de vez en cuando unoperario con un montón de papeles, queeran los albaranes de los repartidores,con las cantidades de cada producto, las

devoluciones, los desperfectos, losprecios correspondientes y el saldototal. Yo tenía que ir sumando esossaldos, y la cifra final (siempre en tomoa las quinientas mil pesetas) debíacoincidir exactamente con otra cantidadque me llegaba por otro conductodurante el turno de la tarde. A vecescoincidía y a veces no (aquel era unmomento de suspense, como cuando unocomprueba un décimo de lotería), ycuando no coincidía, aunque fuese solopor un céntimo, había que revisar lascuentas de todos los albaranes, uno poruno, en busca del error.

Era una tarea ímproba. Y más

porque yo llevaba siempre un retraso devarios días con los balances sin cuadrar,por poco pero sin cuadrar, y los cajonesde mi mesa estaban atestados dealbaranes a la espera de una revisióndefinitiva que se iba haciendo cada vezmás y más ilusoria. La calculadora eramecánica, y tras cada anotación habíaque dar media vuelta de manivela, locual hacía un ruido estridente deengranajes que, ya de por sí, y según lacadencia, delataba mi ritmo en eltrabajo, y al final de la jornada, y trasusar varios rollos, la tira de papelbajaba al suelo y formaba allí un granmontón amorfo y esponjoso que

palpitaba al menor viento, cientos ycientos de sumas y de restas, de cálculosmalogrados, y a veces yo miraba elmontón, el vano fruto de mi trabajo, yme entraba una gran tristeza al pensar enel montón que habría de hacer mañana, yal otro y al otro, y quizá así para toda lavida.

Trabajábamos de 8 a 2 y de 4 a 6 dela tarde. A media mañana subían conunas cestas metálicas y nos daban gratisa elegir entre una botella de medio litrode leche o un botellín de cacao. Cadacual levantaba cuidadosamente elprecinto de aluminio y se bebía lo suyode dos o tres tragos, no más, para que no

pareciera que aquel remanso laboral eraun recreo. De 2 a 4 comíamos en elcomedor de la empresa y luego unoscuantos jugábamos al fútbol en undescampado de los muchos que habíapor los alrededores. Aquellos eran losmejores momentos del día. Como sifuese un reflejo de mi vida, yo jugabavagamente de centrocampista. Siofensivo o defensivo, si creaba odestruía, nunca lo tuve claro. A mí loque me gustaba era correr, regatear,intentar alguna filigrana técnica y tirar apuerta cada vez que podía. Pero miposición, mi juego, eran muyimprecisos. Y tampoco estaba claro si

yo era titular o suplente.Porque formamos un equipo, con

uniforme blanco, claro está, y jugábamoslos domingos contra equipos de otrasempresas. A veces íbamos a jugar muylejos, a lugares de Toledo, deGuadalajara, de Albacete, y en ese casola Central nos dejaba un furgón cerradocon persianas metálicas, que era dondese transportaban las cántaras de lechecruda, y allí íbamos nosotros, sentados oa medio tumbar en el puro suelo y dandobotes por aquellas carreteras de Dios, yhabía domingos en que regresábamos acasa muy de noche, cerca ya de lamadrugada, molidos por el viaje más

que por el juego. Un argentino, quejugaba muy bien, hacía también deentrenador, y tan pronto me ponía detitular como me dejaba de suplente, o mesacaba unos minutos, según el resultado,a veces de defensa, o de extremo, ysiempre dando órdenes dentro delcampo, ¡marcá al calvo!, ¡jugá entrelíneas!, ¡escórate a la izquierda,boludo!, de modo que hasta en el juegoaparecía también el maldito jefe detumo. También allí, en el fútbol, mipapel era de lo más confuso, y ese hasido siempre el signo de mi vida, laambigüedad, el desarraigo, el merodeo,la vaguedad de los contornos, la

indefinición de las tareas.Hacia las siete o siete y media de la

tarde, después de otros dos viajes enautobús —y en ellos estaba intacta latristeza de la mañana, de modo que losque nos conocíamos de vista rehuíamosla mirada para no sentir la vergüenza delfracaso en ciernes de nuestras vidas—,llegaba a la academia nocturna ya casisin fuerzas ni ánimo para escuchar a losprofesores, cuyas voces, convertidasenseguida en abejorreo, invitaban más alsueño y a la divagación que alconocimiento o a la curiosidad. Cuandollegaba a casa, era ya casi medianoche.

… Así que entre la renta de la finca,

lo que tú ganas en la Central y lo quenosotras ganamos en casa, y si somoseconómicos, podemos salir adelantemuy bien. Además, siempre podemosadmitir a un huésped. Y dentro de dosaños nos toca sacar la corcha. Y al rato:A lo mejor el año que viene noscompramos una televisión.

Mi madre era sabia en el manejo deldinero chico, el de todos los días, el quecanta en los mostradores de losmercados, el que se puede contar conlos dedos y esconder debajo del plieguede una sábana. Nada que ver, desdeluego, con el dinero grande del que aveces me había hablado mi padre. El

dinero grande, el incontable, el invisible(el metafísico, hubiera dicho hoy), elque era como Dios, que está en todaspartes pero no se le ve.

Empezaba a hacer fresco. El señorEmilio había apagado y cerrado elquiosco y en la oscuridad —aún seobstinaba en algo— se intuían susmovimientos por la brasa del cigarro enla boca.

Sí, has cambiado mucho. Tu padreestaría ahora orgulloso de ti.

Yo no me atreví a decir nada.Cuando en la conversación salía acuento el dinero y el futuro de la familia,a mí no se me ocurría nada que decir.

Tenía dieciséis años, y un sombríomundo laboral amenazaba con cerrarsesobre mí y atraparme en él para siempre.Así era la vida, y ese era acaso midestino. Como el señor Emilio, porejemplo, que había sido conductor detranvía durante cuarenta años, y queahora tenía una pensión de 1500 pesetasal mes y que se ayudaba con el quioscopara sobrevivir. He ahí un caso dedinero chico de verdad. Más de cuarentaaños sentado ante las manivelas de untranvía y ahora doce horas diariasmetido en aquel chiscón, y así hasta elúltimo aliento útil de su vida. Pero no:algo en mi interior me decía que no, que

algo ocurriría en algún momento parapoder levantar el vuelo hacia otra parte:he ahí un buen asunto para un poema, yla evidencia súbita de mi condición depoeta (¿cómo era posible que a veces loolvidara?) vino a rescatarme deldesánimo en aquella noche deseptiembre. Cuando venga el otoño,pensé, con las primeras lluvias, sumuerte quedará ya lejos. Será casi comosi no hubiese ocurrido.

Habrá que pensar en cenar yacostarnos, que mañana hay quemadrugar.

Pero durante un rato todavíacontinuamos allí, en silencio, respirando

el aire nuevo de la noche, y los dosentregados secretamente a una esperanzacuyo origen no nos atrevíamos anombrar.

7GRANDES

DESCUBRIMIENTOS1936-1939

Hacia 1950 no se estilaban los viajes, ymenos aún entre la gente menesterosa ycampesina, que estaba atada de por vidaa la tierra. El que más lejos se atrevía,llegaba como mucho hasta la capital dela provincia, pero no más allá. Misabuelos paternos y matemos no vieronnunca el mar, y mis tíos y mis tías, solode viejos, y no todos. Mi padre, por

ejemplo, como muchos otros, viajó porprimera vez por el servicio militar, ymás le hubiera valido quizá, dicho seade paso, no haber salido nunca del lugarolvidado del mundo en que nació. Letocó en Seu d’Urgell, y estando allíestalló la guerra, y entonces comenzópara él una experiencia esencial, queforjaría su carácter y lo marcaría paralos restos.

No es mucho lo que he llegado asaber de aquellos años. Entre lo pocoque mi madre me ha contado y las cartasque él escribió desde el frente, sé queuna parte de la guerra la hizo con losrepublicanos y la otra parte con los

nacionales. Sé que los republicanos, porrazones que no he llegado a averiguar, lotuvieron preso catorce meses en elcastillo de Montjuich, a la espera dejuicio. Como en ese tiempo no lodejaron escribir cartas, en casa y en elpueblo lo daban ya por muerto. Miabuela Frasca se pasaba los díasllorando sin consuelo. Cuando por finllegó una carta suya, ya estaba en elbando nacional, en Zaragoza, sano ysalvo, pero ahora los otros lo habíancondenado a muerte, y en cualquiermomento podía cumplirse la sentencia.Entonces mi abuelo Luis, el pionero,partió de urgencia a Zaragoza con cartas

de acreditación y llegó con el tiempojusto de salvarle la vida. Según mimadre (y esa sería sin duda la versiónde mi padre), llegó cuando estaba de pieante el paredón y el piquete de ejecucióncon las armas ya prestas. Pero yosospecho que ese desenlace es unalicencia imaginaria del tipo de las míascuando de niño traía noticiasmaravillosas de Madrid. Lo cierto esque, tanto en un bando como en el otro,salvó el pellejo de milagro.

El resto de la guerra lo hizo en unacompañía de tanques, que era a lo que élaspiraba, un deseo que nada tenía quever con asuntos o intereses bélicos sino

coa la fascinación que sentía por elfuncionamiento y el manejo de aquellasmáquinas formidables. Él ambicionabaser conductor, y no sé si llegó a serlo,creo que sí, porque eso nunca quedó enclaro, pero de cualquier modo lo pasómuy bien en ese destino, o por lo menoseso cuenta, entusiasmado por tantasnovedades y aventuras como estabaviviendo.

Tiene un buen sueldo (el primero yel único en su vida), tiene buenoscompañeros, la comida es buena yabundante, tiene una escopeta muybuena, que debió de obtener como botínen alguna ofensiva, con la que sale a

cazar en días o en horas de permiso.Solo el tabaco es escaso y caro, pero decasa le envían remesas con frecuencia,de modo que nunca ha tenido tanto detodo como ahora. ¿Qué más puedepedir? En Zaragoza va a los toros y sequeja ante su padre de la poca casta delganado y de la mala actitud de lostoreros de hoy, que solo vienen allevarse el sueldo. Cuando escribe enplena batalla de Teruel, cuenta que sonlas dos de la mañana, que han hecho unagran fogarata para calentarse, que estánbebiendo un café riquísimo y que quizámañana, si hace buen tiempo y no hayque combatir, salga con la escopeta a

dar una vuelta por la retaguardia. Habíavisto muchos horrores, y en sus cartasdice que ya los contará a la vuelta, si esque hay palabras para contarlos, asídice, pero añade que ya se haacostumbrado al horror y que lo pasabien, y que está corriendo mucho mundo,viendo muchas Capitales (lo escribe así,con mayúscula), y que no sabe si cuandovuelva al pueblo va a ser capaz deacostumbrarse a vivir en él, después detantas experiencias y correrías y tantoslugares y gente extraordinaria como estáconociendo. A su madre, que tanto sufrepor él, le dice a veces: Usted no seapure, madre, que todavía no se ha

fabricado la bala que me mate, quedebía de ser un dicho rutinario entre loscombatientes.

Las cartas, salvo alguna a lápiz,están todas escritas con pluma, no conestilográfica sino con tintero, palillero yplumín, y la letra es esmerada, con lostrazos un tanto preciosistas de lacaligrafía que le enseñaron en laescuela. En cuanto al estilo, aunque confaltas ortográficas aquí y allá, es pulcro,y se expresa con propiedad y fluidez. Sesuele guiar por el ritmo del lenguajehablado, pero no falta el formalismo yhasta la leve afectación propios de laexpresión escrita. En todo ello se

trasluce la actitud de alguien que tieneun gran respeto por los rituales delsaber. Firma con tanta energía que elplumín despide en torno una lluvia dechispitas de tinta.

Su itinerario fue: Barcelona,Zaragoza, Teruel, Lérida, Castellón,Tarragona, Barcelona otra vez (dondevio por última vez el mar) y Madrid, porno mencionar poblaciones menorescomo Cariñena, Manresa o Alcalá deHenares. Parece ser también (pero estoya son conjeturas) que tenía una noviade guerra, una novia epistolar, enSantander, y que estaba preparando elviaje desde Castellón para ir a verla, a

ella y de paso a la Capital, porque semovía ya por el mundo con una soltura yun atrevimiento insospechados hastaentonces en él. Sí, aprendió rápido, muyrápido, demasiado rápido tal vez.

En tiempos le preguntaba a mi madrelo que todos los jovencitos ansían saberde los que estuvieron en la guerra, simataron a alguien. Él decía que cuandoestuvo en la infantería no tiraba a dar, oque tiraba con los ojos cerrados,contestaba siempre mi madre. Yo piensoque quizá eso es lo que decían todos.Nadie tiraba a dar, o cerraban los ojosal apretar el gatillo, pero caían comomoscas. Para ser una guerra entre

ciegos, la masacre que armaron noestuvo nada mal.

Cuando regresó definitivamente acasa, que yo sepa trajo diez metros detela blanca (a 3,30 pesetas el metro),telas finas para sus dos hermanassolteras (a 13 pesetas el metro), y paraél unos cortes de género con que hacersea medida dos o tres trajes, y dos cajasde pañuelos de bolsillo, además deabundantes telas ordinarias, dos relojes(un pequeño Omega de pulsera y unRoskopf de bolsillo), y una pistola, queyo nunca llegué a ver.

En cuanto a la escopeta, tenía la ideade traérsela y regalársela a su padre, y

así lo dice en una carta, pero por larazón que fuese no llegó a formar parte,la escopeta, de su pobre botín de guerra.

Luego, hasta que lo conocí, apenassé nada de su vida.

8BREVE VIAJE

SENTIMENTAL POR MIBIBLIOTECA

2013

Ayer fue un día que se quedó casi sinvivir. Ya al despertarme, antes inclusode abrir los ojos, me di cuenta de que notenía voluntad ni ganas de hacer nada, nide leer, ni de escribir, ni de salir apasear, ni de curiosear en Internet o verun rato la televisión. Nada. Se abría ante

mí uno de esos días vacíos, huecos, enque uno no tiene ni siquiera ganas devivir. Ya por la tarde se puso a llover ylas horas se hicieron lentas,interminables, como en esos poemas deAntonio Machado en que la monotoníalo anega todo, y todo lo ensucia y loenfanga, y me acordé de aquellos versoscantarines donde los colegiales —es unatarde parda y fría de invierno— recitana coro la tabla de multiplicar mientrasafuera cae la lluvia sobre un mundo queparece haberse quedado comosuspendido en la eternidad.

¿Dónde está la vida?, se preguntauno entonces. Era una lluvia mansa y

otoñal y yo veía las gotas engordar ydesprenderse una a una de las hojasempapadas de la acacia, y cada vez quela hoja se liberaba del peso de una gota,daba hacia arriba un pequeño respingo yotra vez a empezar, y en eso me pasécasi toda la tarde, en oír llover y en verlas gotas que se formaban y caían. Porun momento se me vinieron a la memorialos días de lluvia de mi infancia, cuandotoda la familia se quedaba callada,sobrecogida por aquel misteriosoacontecer que era la lluvia cayendo ysonando sobre el campo. Y comotambién los animales se quedabancallados, extáticos, ante ese acto

primordial de la naturaleza, en todo elcampo se hacía un gran silencio y unagran soledad, y cualquier ruido, porpequeño que fuese, una tos, un suspiro,el crujir de una silla, sonaba atronador eirreverente.

También ahora, a veces creía estar apunto de tener una intuición maravillosao de sentir la inminencia de una tareacapaz de apasionarme, pero bastaba unrumor en el piso de arriba, el gritolejano de un niño, el vago insinuarse deotro pensamiento, para que se meborrara de la memoria lo que tantoprometía, y la distracción se consumaseen olvido. A todos nos ocurre, y esas

súbitas trascendencias vencidas por unaminucia definen bien nuestra cómicacondición humana. Seguí viendo lalluvia. Si al menos apareciese laviolinista, pensé, y se pusiera a tocar y amecerse ante el atril, quizás entoncesaún pudiera salvarse este día, encontrarun mínimo sentido a este vano existir,quedar redimido por ese momento debelleza. Aunque un claro presentimientome decía que no iba a aparecer, así ytodo me obstiné en esperarla y, con laespera, la tarde se fue poniendo más ymás fastidiosa.

Pero de pronto algo —un libro—vino en mi socorro. La olvidadiza

memoria es así. La memoria, siempre lamemoria, su constante oleajerevolviendo sin cesar el pasado, sindejamos descansar de lo ya vivido, y yacasi olvidado. De Antonio Machadosalté a Madame Bovary, donde hay unmomento en que las gotas de lluvia caeny se oyen caer, de una en una, como meocurría a mí en esos instantes. Melevanté, fui a por el libro y no tardé enencontrar lo que buscaba. Es una escenapreciosa. Charles ha ido a la granja delos Bovary. Él, tan ingenuo, tan tonto,aún no sabe que está enamorado deEmma, pero nosotros, los lectores, aquienes Flaubert nos hace tan listos, lo

sabemos de sobra. Lo sabemos desde elprincipio, cuando en la primera visita, yen el momento en que se dispone amarcharse, a Charles se le cae la fustaentre unos sacos de trigo y los dos, él yEmma, se inclinan a buscarla y sinquerer sus cuerpos se rozan un instante.«Ella se incorporó muy colorada y lomiró por encima del hombro al tiempoque le alargaba la fusta». Eso es todo loque nos cuenta Flaubert. ¿Todo? No.Porque el párrafo siguiente comienzaasí: «En vez de volver a la granja a lostres días, como había quedadoconvenido, volvió al día siguiente». Yasabemos por qué.

Y ahora, en una de las visitas, Emmaestá en el umbral de su casa y lleva unasombrilla porque es primavera y lanieve se está fundiendo y caen gotitasdel alero. La sombrilla es de sedatornasolada y «al ser traspasada por elsol iluminaba con reflejos movedizos lablanca tez de su rostro. Y ella sonreíaallí debajo, al amparo de aquellatibieza; se oían caer una por una lasgotas sobre el tenso moaré».

Esta última frase está subrayada alápiz, porque yo soy uno de esoslectores impertinentes que siempre leecon un lápiz en la mano y que no para desubrayar, de escribir notas en los

márgenes, de trazar flechas, de enmarcarpalabras, de remitir a otras páginas, dehacer dibujitos mientras se abandonaplacentera o críticamente a lo que acabade leer. Y así, en aquella lectura dibujéun capricho geométrico mientras veíalos tornasoles filtrados por la seda. ¿Luzdesvaída de oro viejo?, ¿luz vehementede crepúsculo o de libro miniado?, ¿dehoja de acacia en pleno invierno? Encualquier caso, esa es la luz que haelegido Flaubert, y con qué obsesivocuidado lo haría, para que Charles seabandone incondicionalmente al amor, ypara que nosotros veamos cómo y porqué se enamora de Emma. Oímos caer y

estamparse las gotas heladas sobre laseda tensa, vemos la sonrisa de Emma,su cutis pálido levemente dorado,sentimos la atmósfera tibia de intimidadque se crea bajo la sombrilla, como unrefugio contra la cruda realidad deafuera, y como un anticipo del hogar yde los mansos y cálidos placeresconyugales… Hay una nota escrita almargen: «Esas gotitas cayendo sobre lasombrilla son los latidos del corazón deCharles. Esa es la banda sonora de laescena que anuncia y proclama el triunfodel amor. La música tramposa y fatal delamor».

Una vez más pensé que por qué no

escribo un libro que se titule algo asícomo Breve viaje sentimental por mibiblioteca. Y es que hay días en que notengo ganas de leer pero sí de releer, omás bien de hojear, de pasearme entremis libros y buscar en ellos fragmentossubrayados o anotados, lo cual equivaleen efecto a hacer un viaje sentimentalpor mi pasado imaginario, por mimemoria de lector. En muchos librosencuentro líneas o párrafos resaltados alápiz con una pasión que a veces todavíacomparto pero que en otras me resultaya extraña y como ajena. ¿Por qué quisedestacar esa frase, esa escena,atesorarlas con tanto fervor, defenderlas

contra el olvido, dejar allí constancia demis desvelos de lector? No lo sé, no losé. Como en la historia de nuestrosamores, puede ocurrir que el anhelo deayer no nos inspire ya otra cosa que unpoco de nostalgia, de tristeza por algoque en su día fue intenso y aspiraba a serdefinitivo, y que al cabo solo nos dejó eltestimonio hiriente del tiempo que sefue, y la alegría maltrecha de unentonces que, a pesar de todo, se obstinaaún en palpitar. En los libros leídos estála sombra, el rastro de lo que fuimos,los diversos bocetos de nuestroaprendizaje estético y de nuestraevolución vital, los vestigios de ciertos

afanes que un día nos conmovieron y queluego, tras ser devastados por el tiempo,con los materiales de sus ruinasconstruimos nuestro modo de ser y desentir, y lo más valioso y secreto denuestro bagaje cultural.

También en la vida real la memoriafunciona así, con pasajes subrayados ynotas marginales, con detalles cargadosde sugerencia, a veces convertidos ensímbolos. Hay épocas de nuestra vida delas que apenas recordamos nada. Añosque, por intrascendentes y rutinarios,que son casi todos, la memoria ha idoabandonando hasta entregarlos al másatroz de los olvidos. ¿Qué hice yo

cuando tenía treinta y cuatro, veintiséis,cuarenta y ocho años? Imposiblesaberlo, fuera de algún episodioexcepcional o del vago contorno de lastareas habituales, de las costumbresfuertemente arraigadas. Fuera de eso, ysalvo que se escriba, porque lo que nose escribe se pierde sin remedio,recordamos si acaso un olor, un sabor,un gesto, un rostro, la pesadumbre deuna lejana tarde de lluvia, y a menudoqueda tan solo una sensación casiinefable, una sensación que es laexperiencia destilada en el alma y hechaya sentimiento. Y los sonidos, cómo no,la banda sonora de la memoria, porque a

veces del pasado no nos llegan tanto laspalabras y las cosas como las voces, losruidos —el golpe de una garrota en lapercha—, las risas, los murmullos, lahonda significación del silencio enciertos momentos definidosprecisamente por las pausas, comoocurre a menudo en la música, en elteatro o en el cine.

Todo esto, estos párrafos de saborproustiano, es algo que he sabido desdecasi siempre, y sobre lo que hedisertado y escrito en más de unaocasión, pero ahora, al enfrentarme deun modo tan directo con mi pasado, loveo con una claridad nueva,

deslumbrante. Y ayer, mientras ya medisponía a iniciar un breve viajesentimental por mi biblioteca, de prontomiré a mi alrededor y, también con unrepente de extrañeza, me quedéasombrado de la cantidad de libros quetenía. ¿Cuántos habría en la bibliotecade Emma Bovary? Ah, sus manospecadoras en los libros, mordiéndoselos labios mientras lee,mordisqueándose las uñas, deshilándoseun mechón de cabello, preludiandocaricias y suspiros que dentro de pocose consumarán en la realidad…¿Cuántos? Yo debo de tener 4000 o5000 libros, y eso sin contar los del

trastero y los que he ido dejando,cientos y cientos, en los bancos de lasplazas públicas para que los curiososlos hojeen y se lleven a casa los quequieran, como quien adopta a un animalabandonado.

Cuatro o cinco mil libros, se dicepronto. Quién me iba a decir a mí queiba a llegar a tener tantos y tantos libros.Entonces me acordé de los primeros quetuve en propiedad, del inicio de estabiblioteca, como el hilo de agua delmanantial que llega a convertirse en unrío caudaloso. Y de aquellos libros deentonces, me acordé especialmente deuno, que compré en 1969, que no llegué

a leer pero que fue esencial para midestino de lector y escritor. Sí, aquel fueun año singular, uno de esos años delque uno conserva muchos recuerdos,quince o veinte recuerdos por lo menos,y con una nitidez que parece que los vivíayer mismo.

Pensé que el día, tan llamado a serun vano ayer, aún podía ser rescatadopara la vida, aunque solo fuese pormediación de la memoria, de lareminiscencia de otros días que sífueron vividos con plenitud, y que ahoraacudían al rescate de un presente sinalma.

9CAPRICHOS DEL AZAR

Primavera de 1969

Volví al sillón, cerré los ojos y alcompás de la lluvia me concentré enaquellas fechas tan lejanas. Poco a pocofui cayendo en la cuenta de que, hasta1969, mi vida fueron años confusos deactividades revueltas, lío de velas yjarcias, vientos huracanados einconstantes, y un navegar sin rumbodando bandazos hacia ninguna parte. Yde pronto ocurrió un hecho mínimo y

decisivo que vino a poner orden y luz yun norte fijo para siempre a mi vida.Debió de ser a últimos de febrero oprincipios de marzo. Yo iba camino dela inevitable academia nocturna, dondecursaba Preuniversitario, y de repenteentré en una librería de la callePreciados y me compré un libro. Eso fuetodo. Durante varios días me habíaparado ante el escaparate, pensando,dudando, comparando títulos, precios,posibilidades, imaginándome sus oloresy las maravillas que se encerrarían ensus páginas, hasta que al fin aquellatarde me decidí a entrar en lo que aúneran para mí recintos extraños,

reservados a gente que no tardaría endetectar en la inseguridad de mismaneras al advenedizo, al intruso, acasoal impostor.

Sí, eso fue todo. Supongo que así escomo combina sus bazas el destino,donde a menudo un naipe de poco valores la llave para cerrar y culminar unajugada magistral. Claro que, en aquellosaños, comprarse un libro era todo unacontecimiento. ¿Cuántos libros tendríastú entonces? ¿Quince, veinte quizá? Nomuchos más en cualquier caso. A Lasmil mejores poesías de la lenguacastellana fueron siguiendo muylentamente otros, Sinuhé, el egipcio,

Qué verde era mi valle, las Rimas deBécquer, Los versos del Capitán,Romancero gitano, una antología deJuan Ramón Jiménez, y otros que norecuerdo, que yo atesoraba en el estantede mi mueble cama, un pocodesordenados para que ocuparan mayorespacio y parecieran más de los queeran. Cuando tuve seis o siete, yo mecreía ya rico en libros, y no digamos conquince o veinte. Los conocía por el olory no me cansaba de olerlos (ah, lafragancia balsámica de algunos enrústica fuertemente encolados), y losleía y los releía con unción religiosa ygravedad profesoral.

Fuera de eso, había devoradocientos y cientos de novelas policíacas ydel Oeste, muchas de un tirón, porqueentonces yo no me cansaba de leer, yotros muchos libros llegados de aquí yde allá, y sobre todo de la biblioteca deuna vecina del tercero que era viuda deun alto funcionario de Hacienda, doñaSara, y que fue además la primera detodo el inmueble en tener televisión.

Yo subía a veces a su casa a verpartidos de fútbol y a tomar de prestadoalgún libro, siempre que mi presencia, yesto era sagrado, no incordiase a loshuéspedes. Siempre me lo recordaba,muy seria, con su pelo blanco y su

toquilla malva, mucho cuidado, mejor esque te encierres en el salón y que no tevean, y no se te ocurra hacer el menorruido.

Porque doña Sara tenía doshuéspedes ilustres a pensión completa.Uno era Francisco Regueiro, el directorde cine, que entonces estaba empezandosu carrera, y el otro era un anciano frágily excéntrico con el pelo blancoelectrizado a lo Einstein y vestidosiempre con una elegancia y unapulcritud exquisitas, y que solo añosdespués llegué a saber que se trataba deAbel Bonnard, poeta y ensayista célebrey laureado, miembro de la Academia

Francesa, de la que llegó a ser decano,ministro de Educación con el gobiernode Vichy, además de otros muchoshonores, y que después de la guerra fuecondenado a muerte, y finalmente alexilio, y que por esas cosas de la vidavino a parar al barrio de la Prospe, anuestro inmueble, al piso de doña Sara,a una habitación desde la que solo seveía un triste patio de manzana, a saberqué es lo que pensaría aquel granhombre viendo ese pobre paisaje yrecordando sus tiempos de gloria, derefinamiento, de esplendor, de poder,cuando se codeaba con lo más selectode la sociedad occidental… La gente

gorda de la sociedad occidental.La televisión, la biblioteca, los

huéspedes, todo era prometedor yexcitante en aquel lugar. El señorBonnard no se fiaba de los extraños.Temía que un esbirro de De Gaulle, quese la tenía jurada, viniera a asesinarlo.Y ese asesinato sería porenvenenamiento. Para prevenirlo, elseñor Bonnard tenía un péndulo de platacon sustancias mágicas en su interior yque, puesto en el plato recién servido,con sus movimientos detectaba elveneno. Que un hombre así, francés yacabadamente racionalista, y a quien ensu juventud aclamaron como a un nuevo

Voltaire, tras rendirse a la magia de losbárbaros, llegue finalmente a confiar suvida a un péndulo, yo creo que nos dicemucho, casi todo, sobre el misterio de laexistencia humana.

Total, que yo llegaba con gran sigiloy veía el partido con el volumen muybajo o entraba de puntillas en labiblioteca y elegía un libro al azar.Supongo que era una bibliotecadisparatada, donde alternaban autores delo más variopinto. ¿Qué libros habíaallí? Imposible acordarse, porqueademás yo entonces apenas reparaba enlos títulos y en los autores y leía como elhambriento que engulle con ansia y sin

otro afán que colmar su apetitoinsaciable. Pero no es difícil imaginarqué lecturas serían aquellas, quizá algode Ortega y de Spengler, biografías degrandes hombres, tratados de historia,cuentos de Dickens o de Chéjov, novelasde Blasco Ibáñez, de Lajos Zilahy, deFrank Yerby, de Gironella, de Simenon,de Baroja… Todos aquellos librosconstituyeron algo así como el sustratoinicial sobre el que fuerondepositándose con los años lechossedimentarios de otras muchas lecturasmás pacientes y atentas hasta borrar porcompleto, o eso parece al menos, todovestigio de aquella edad arcaica.

Esa fue mi educación literaria hastalos veintiún años. Como nunca tuveamigos cultos ni traté con genteaficionada a los libros, como no huboningún maestro que pusiera un poco deorden en el caos, y como mi penosobachillerato de ciencias me privó tantode una elemental formación científicacomo humanística, yo vivía al margen detodo canon cultural, en una especie deestado silvestre, y así, desinformado ydescanonizado, entré en la libreríaaquella tarde del 69 y compré el libropor el que suspiraba desde hacía algúntiempo.

La transacción fue rápida y enérgica,

quizá presumiendo de cultura y dinero,de quien está habituado a comprar librossin titubear en el título ni reparar en elprecio. ¿Se lo envuelvo? No.

Ahí sigue, cuarenta y cuatro añosdespués. Ya ha perdido sus aromasoriginales, sus efluvios balsámicos, yahora huele solo a papel viejo, que esmás o menos como olían los campospolvorientos del verano que recorría enmi infancia. Muchas hojas, casi todas,están sin cortar, y no hay ni una solaanotación marginal, ni siquiera unsubrayado. Ayer lo abrí, imaginándomea mí mismo con veintiún años, y leí:

BalmesEl criterio. Seguido de laHistoria de la Filosofía

Ediciones Ibéricas, 1959.Octava edición

50 pesetas

Yo no sé cómo me había aficionadoa la filosofía. Lo mismo que con lapoesía, también me enamoraba depalabras especulativas, de términos cuyapotencia metafórica abrían de golpe unfilón nuevo de conocimiento, el regalomaravilloso, imprevisto, de la lucidez.Palabras como ámbito, naufragio,fermentar, coyuntura, devenir,

inmanencia, irradiar…, que parecíaninvitarte a explorar y a descubrir tesorosconceptuales que se escondían en lasima de sus significados.

Y así, atravesé la Puerta del Solhacia la calle Postas, donde estaba laacademia, sin sospechar que aquel libroera la llave que abriría mi futuro haciauna nueva edad.

10LAS CUENTAS DE LA

VIDAHacia 1940

Siempre me ha intrigado, como un rasgosignificativo y misterioso de lapsicología humana, que la vida de diarioencuentre un cauce para seguir fluyendocomo si tal cosa durante las guerras, quelos niños sigan jugando, los músicoshaciendo música, los bailarinesdanzando, los escritores (que acaso nisiquiera hacen mención en sus libros al

momento histórico que viven)escribiendo, las muchachas poniéndoseguapas, los novios bailandoincansablemente a media luz… Esinquietante, y reveladora de los fondosturbios de nuestra alma, la facilidad quea veces tenemos para convivir con elhorror y para reajustar o acomodar a lascircunstancias, de un día para otro,nuestra tabla usual de valores.

En estos casos, siempre me acuerdode la siguiente historia. Dos jóvenesfilósofos alemanes se encuentran un díade finales de julio de 1914. ¿Te hasenterado ya de lo sucedido?, preguntaFalkenfeld, trémulo de ansiedad. Sí,

claro, Sarajevo, dice Herbert Marcuse,que es quien cuenta el suceso. No, no,dice Falkenfeld, escandalizado, quemañana se suspende el seminario deRickert. ¿Qué pasa, que está enfermo?No, es por la amenaza de la guerra. Yprecisamente mañana me tocaba a míexponer el trabajo sobre Kant.Falkenfeld fue llamado a filas. Me vabien, como siempre, le escribe aMarcuse desde las trincheras, solo queel ruido de los cañones me ha dejadocasi sordo. Más abajo dice: Sigoopinando que la tercera antinomia deKant es más importante que toda estaguerra mundial. Más abajo especula

sobre la posibilidad de que una granadafrancesa hiera su cuerpo empírico, yacaba diciendo: ¡Viva la filosofíatrascendental! A Falkenfeld lo mataronen el frente poco tiempo después.

Cuando conocí esta historia, penséde inmediato en mi padre, que regresóde la guerra derrotado no por la armassino por las letras, por la visiónalucinada de una realidad desconocida yni siquiera imaginada o soñada hastaentonces por él. Descubrió el anchomundo, y con él el progreso, losprodigios de la modernidad, lascomplejidades y el brillo de la vidaurbana, la invitación a la aventura de los

barcos que zarpan hacia los confinesoceánicos, y la ilustración y el saber,claro esta: el hombre que sabía hablaren francés o en inglés, el que sabía tocarel acordeón o la guitarra, el que sabíahacer versos, el que sabía expresarsecon una elocuencia que te embelesaba ypersuadía ya de antemano, el que sabíaescribir a máquina con todos los dedos ala velocidad del rayo, el que sabía seringenioso, el que sabía pintar, el quesabía juegos de manos, el que sabía demecánica, de medicina, de leyes, depolítica… Y todo eso, las melodías delacordeón, los trazos de un dibujo, elalegre teclear de la máquina de escribir,

los trucos de magia, las Capitales, lamúsica exótica de otras lenguas, todoeso (como las antinomias kantianas parael infortunado Falkenfeld) fue para élmucho más importante que la guerra, contodos sus horrores rutinarios y estérilesy su fragor ensordecedor de cataclismohistórico. (Dicho sea al margen, muchosaños después a su hijo le ocurriría algosimilar, pero con la literatura. El mundoobjetivo palidecía y se desvanecía antela vivida realidad de los libros y de laescritura).

Y todos aquellos compañeros, quetanto sabían, venían a tener más o menossu misma edad. Entonces cayó en la

cuenta, y aquel fue un descubrimientotrágico, de que él no sabía nada, o quelo poco que sabía carecía de valor, deque había desaprovechado la juventud yde que estaba condenadoinexorablemente a desperdiciar tambiénel resto de su vida, porque cuandovolvió al pueblo retomó sin más susquehaceres campesinos, sus rutinas deantaño, y todo volvió a ser como antesde la guerra, como si esos años deandanzas y saberes no hubieran existido:la soledad de los campos, sin máscompañía que los animales o el trato congañanes, con gente que desconocía elancho mundo y las maravillas de la

modernidad y que carecía de cualidadesy hasta de coraje para soñar yambicionar, el ocio en la taberna, lamonotonía mortal de los días, de lasestaciones, y el pobre ámbito urbano delpueblo, que enseguida se le quedó muypequeño para sus ansias de mundo y deconocimiento. Y así para siempre,porque eso era todo cuanto el futuro letenía reservado. Parecía una burla deldestino, como en aquel cuento delmendigo al que convierten en rey por undía para devolverlo luego, confundido yescarnecido, a las miserias de suverdadera realidad.

Tu padre lo que quería era vender

todas las tierras y las casas y comprartaxis en Madrid. Vino de la guerra conesa rutina en la cabeza, y le estuvodando la matraca a tu abuelo Luisdurante mucho tiempo, venda usted todo,padre, y compre taxis en Madrid, yvámonos todos para allá, no sea tonto,que allí es donde está el futuro, pero tuabuelo decía que la tierra era sagrada yque vender era pecado, y que elloshabían sido siempre campesinos y notenían nada que ver con las ciudades nilos taxis. Bah, se pasaron toda la vidadiscutiendo sobre eso.

Pues no le faltaba razón, decía yo.Seguro que con los taxis nos hubiéramos

hecho ricos.Y ella: Pues a lo mejor. Tu padre

sabía muy bien lo que decía. Sería comoquiera que fuese, pero era un hombremuy inteligente.

Y, en efecto, eso fue quizá lo peor,que en la guerra había descubierto(descubrimiento trágico también) que élera un hombre listo, un hombre contalento, y a veces no había desmerecidoal alternar y retrucarse con compañerosurbanos e ilustrados, y que hubierapodido llegar lejos, ser por ejemplo,empezó a echar cuentas, siempre anduvoa vueltas con sus cuentas, un granmecánico y hasta un gran abogado, o

haberse reenganchado en el ejército delAire y llegar a oficial, pero que por faltade oportunidades, y por la desgracia dehaber nacido en aquel mísero rincónolvidado del mundo, se había quedadoen nada, buena simiente caída en malatierra, un fruto malogrado, un caso dignode piedad. Todo el genio y laclarividencia que yacían en su alma,hasta entonces incultos, ociosos ydispersos, debieron de reunirse en unpunto para relumbrar un instante yrevelarle de una vez por todas eldesolado paisaje de su vida.

Así que la guerra inoculó en él elgermen de un afán sin objeto, que sería

ya fuente inagotable de frustración y demelancolía, y de una hiriente concienciade fracaso ante lo que pudo ser y no fue,lo que estuvo al alcance de su mano y nollegó ni siquiera a tocar. La guerra, quetanto le dio, fue finalmente para él unaderrota personal. A ese horror, no seacostumbró nunca.

Su carácter se fue haciendo cada vezmás huraño y sombrío, con raptos deeuforia que solían acabar en relámpagosde violencia, o en interminablesjomadas de postración anímica.

¿Y qué hacía cuando se poníaeufórico?

Pues de pronto decía: Mañana voy a

cavar un pozo, o a levantar una pared, oa plantar una viña… Y al otro día selevantaba muy temprano y se ponía atrabajar como loco, a veces solo y aveces con algún criado. Pero enseguidase aburría y lo dejaba, a lo mejor esemismo día, o al rato de haber empezado,porque él no tenía paciencia para nada.

¿Y qué hacía entonces?Se sentaba en el corral o debajo del

eucalipto a fumar, a escupir y a mirar alo lejos. O se ponía a hacer números enel librito de papel de fumar. Si lepreguntabas, decía: Estoy echandocuentas. ¿Y qué cuentas son esas? Ay,compañera, las cuentas de la vida,

decía. Sí, las cuentas del Gran Capitán,le decía yo.

Y es verdad, yo lo recordaba así,fumando y escupiendo, porque entonceslos hombres escupían mucho, yrevolviendo la tierra con los pies,debatiéndose en el cieno de su tediovital, y en esos casos siempre meacuerdo de algo que mi padre le dijo undía a mi hermana la mayor. Cuandocumplas veintiún años te tengo que deciruna cosa muy importante que no le hecontado nunca a nadie. Ese fue el trato.Pero mi hermana cumplió los veintiunotres días después de que él muriera, demanera que nos quedamos sin saber qué

secreto sería aquel que tan celosamenteguardaba para sí.

En esos momentos depresivos, ledaba por dormir con la pistola bajo laalmohada. Tenía al parecer oscurasesperanzas depositadas en esa pistola, ymás de una vez le dijo a mi madre:Cualquier día de estos me pego un tiro,porque a mí ya me da igual vivir o no.Así que ahora entiendo algo delsignificado de aquel tango («Adiós,muchachos, compañeros de mi vida»)que un día le oí cantar en soledad conmucho sentimiento. Ahora sé quécompañeros eran aquellos a los quetanto añoraba, y la honda tristeza del

adiós.Y pasaron los años, y solo cuando

empezaron a llegar los primeros ecosdel turismo, y de la emigración, y delboom urbano e industrial, encontró al finuna empresa digna de su ambición. Erael momento de ponerse de nuevo encamino hacia la gran ciudad, la tierraprometida, el lugar propicio para lasutopías, el centro del mundo, allí dondelos sueños, por altos que sean, puedenllegar a hacerse realidad.

11FARÁNDULA

1964-1969

Atravesé la Puerta del Sol hacia la callePostas presumiendo de libro, tan joven yya tan adentrado en el arduo camino dela sabiduría. También de figura: habíadado un estirón y ahora era esbelto yatractivo, y el ser y saberme poeta medaba un aire solitario de extranjero sinpatria que era un motivo más deseducción. Ya había tenido dos novias yahora andaba por la tercera, a la que le

escribía poemas tristes de amor, aunquequizá de quien tú estabas enamorado deverdad era de la poesía más que de lasnovias, y las novias eran solo unpretexto para componer versos. Sí, erasatractivo, y además, desde hacía un parde años, ya casi tres, eras tambiénguitarrista profesional. Estudiante, poetay guitarrista. Una vez, una de tusenamoradas, que trabajaba en unaimprenta, te hizo gratis y por sorpresapara tu cumpleaños cien tarjetas devisita, donde debajo de tu nombre poníaen cursivas doradas: Poeta. Guitarrista.Y tú te sentiste orgulloso, feliz, aunquete daba vergüenza enseñarle las tarjetas

a nadie, y un día las rompiste en un actoteatral de desesperación romántica, dehéroe incomprendido, por miedo a quealguien, tus hermanas por ejemplo, lasencontraran y se rieran de ti. Pero ¡quémentiroso y presumido eres!

Lo de la guitarra fue otro de lostantos azares de que está hecha la vida.Cuando llevaba cinco o seis mesestrabajando en la Central, y cuando yaaquel mundo amenazaba con engullirmepara siempre (y crecería, y ascendería aoficial, y me casaría, no con la Amadasino con cualquier mujer, elegidatambién al azar, unas sonrisas tímidas alprincipio, algunas miradas atrevidas

después, encuentros casuales, un nosaber qué decir, unas risitas tontas, yluego la costumbre, la consolidaciónsentimental de las tardes de domingo, delas películas, de los paseoscrepusculares, de los bailes lentos amedia luz, y después vendrían los hijosy las celebraciones familiares, y eltiempo entonces se iría remansando enun manso fluir sin otro sobresalto que elvago y amargo recuerdo de algo quepudo ser y se quedó en nada, de unsueño que no sobrevivió a los primeroshervores de la juventud), y así las cosas,un día se presentó en Madrid mi primoPaco, al que yo tanto admiraba desde

muy niño. Mi primo Paco, el escultor, elpintor, el inventor, el guitarrista, eltorero, el zahorí, el cazador y elpescador, el electricista, el mecánico, elque todo lo sabía y todo lo podía, elversado en misterios, el que no secansaba nunca de soñar y vivir.

Como tantos otros emigrantes, seinstaló en nuestra casa, que era la casade todos, que siempre estaba abiertapara los que llegaban del pueblo…

… y ahora de pronto recuerdo queyo siempre creí que nuestra casa eramuy grande, de tanta gente como cabíaen ella. A veces, además de algúnhuésped a pensión completa, se juntaban

diez o doce emigrantes que iban de pasopara Bilbao, para Barcelona, paraAlemania, y que se quedaban allí unosdías a la espera de algo, de unos papeleso de un tren, o que venían a Madrid ytenían que encontrar una pensión o unpiso, y recuerdo que se hacían turnospara comer y que por la noche dormíanen cualquier parte cuando ya no cabíanen las habitaciones, en la cocina, en elpasillo, en la terraza, y todo lleno demaletas y bultos (esta casa parece unafonda, solía decir mi madre en un tonoteatral de protesta), y quizá por eso,cuando supe algo de los tamaños yproporciones de los pisos, me quedé

asombrado de que nuestra casa tuviesepoco más de setenta metros cuadrados.Los tiempos eran sombríos, es verdad,pero aquella gente no estaba dispuesta adejarse derrotar por los tiempos. Veníande la servidumbre del secano y la mula yahora se abría ante ellos un mundonuevo cargado de promesas. Casi todoseran jóvenes, alegres, con muchas ganasde trabajar y de vivir y muchas cuentaspendientes que ajustar, y no habíadomingo que no compusiéramos ungrupo festivo y bullanguero para ir adisfrutar de la modernidad reciénconquistada. Unas veces íbamos alRastro, otras al Retiro a montar en barca

o a la Casa de Fieras, en el buen tiempoa bañarnos al Jarama, y más de una vezhacíamos un chozo con cuatro palos yunas ramas y pasábamos allí la noche, obien nos acercábamos a una barriada delextrarradio a ver el piso en construcciónpor el que alguien había pagado ya laentrada y del que solo acaso estabanpuestos los cimientos y unas tristes vigasde hormigón, pero que era bastante paraimaginarnos con toda suerte de detallesmagníficos cómo sería aquello cuandoestuviese terminado.

Sí, eran tiempos sombríos, tiemposbrutos, de infamia y de ignorancia, perotiempos irrepetibles y mágicos para

quienes no tuvieron otros que vivir.Dentro de todo, no lo pasábamos malentonces, ¿verdad?, le pregunto a vecesa mi madre. Y ella: Claro que no,porque íbamos de peor a mejor, y eso legusta a todo el mundo. Así es la vida.

No sé por qué cuando se habla de laemigración aparecen siempre eldesarraigo y las maletas de cartónpiedra amarradas con cuerdas, los trenesde carbón, las caras de miedo de losniños, las lágrimas de las despedidas, yapenas se menciona lo que aquelladesbandada hacia las grandes ciudadestuvo de alegre y de liberador.

Y en una de esas oleadas llegó Paco.

Con él, la casa se llenó de la másalborotada fantasía. Tenía veintiochoaños, y aunque ya era tarde para sertorero, aun así lo intentó, y llegó a tenerun apoderado y un contrato a la vistapara debutar de novillero en algúnpueblo de los alrededores de Madrid,pero luego, entre que se ennovió con mihermana la mayor, entre que no se fiabadel apoderado (quedaban los domingospor la mañana para hablar de toros ycontratos en ciernes mientras tomabancerveza y raciones de ensaladilla rusa,de callos, de calamares fritos, degambas al ajillo, y siempre le tocabapagar a Paco, lo cual daba que pensar),

y entre que quizá andaba sobrado de artepero no tanto de valor, el caso es que undía decidió olvidarse de los toros ysacarse de la manga otra de sus muchascartas ganadoras. Sería guitarristaprofesional. Aunque también era tardepara eso, al menos en ese arte ya llevabaandado un trecho del camino, y el restolo haría a fuerza de afición y de fe.

Dicho y hecho. Se buscó un maestro,se puso a tocar a destajo y en menos detres años se sacó el carné de guitarristaprofesional. Se examinó para el carné enel teatro de La Latina, una mañana deprimavera de 1967, y tocó ante eltribunal unas alegrías y una farruca, y me

acuerdo bien de esa fecha y de esosdetalles porque también yo me saqué elcarné ese mismo día. Aquí lo tengodelante, el carné. Aquí están los coloresy las insignias de la Falange en las tapasde cartoné, y dentro pone:

Teatro, Circo y VariedadesSubgrupo: Folklore

Profesión: GuitarristaMadrid, 22 de mayo de 1967

Y firma el jefe del Sindicato local yotro jefe, y hay tres sellos, y otros datosy números que le dan al carné un aireimportancioso, de gran pompa oficial.

No sé si quedará entre las reliquiasfamiliares alguna foto del evento, la cajade la guitarra asentada en el muslo y elmástil muy alto, casi apuntando al cielo,y en el anular de la mano izquierda lagruesa sortija chapada en oro con unapiedra de color granate que se comprócon las ganancias de su primer contrato.Porque el artista tenía que dejar su trazaen todo cuanto hiciera, el modo desaludar al público y de corresponder alos aplausos, de entrar y salir delescenario, de sacar la guitarra delestuche, de limpiarla con una gamuza,todo sin prisas, de sentarse, decolocarla, de mirarse las uñas y darse un

toque con la lima, y no quedar contento yvolver a la lima, y no digamos yaafinarla, que aquello era el cuento denunca acabar, o incluso la manera desubir o bajar de un coche, así, conagilidad y un poco de desdén, como espropio de quien está acostumbrado amoverse con la mayor naturalidad en losmás refinados ambientes. Y también alprincipio, mucho antes de tocar consoltura, se compró un par de pecherinesblancos, con botones de perlas y muchaschorreras y festones, por el gusto detenerlos ya listos para cuando llegase laocasión. Por mi parte, en cuanto pude yme lo merecí, me compré dos trajes

hechos a medida, uno azul marino y otromarrón. (Ah, mi traje marrón con rayasblancas, con chaleco, y el pantalónacampanado. Al salir con él ya puestode la sastrería… No, lo diré de otromodo: que Dios maldiga a todas lasmuchachas que, debiendo haberseenamorado de mí y de mi traje marrón,pasaron por mi lado sin siquieramirarme).

Así que el acto de sacarse el carnéfue la culminación de un sueño muydeseado y perseguido. Cuando llegó aMadrid y se enteró de que yo trabajabade oficinista, se echó las manos a lacabeza, escandalizado ante aquella

locura. Pero, primo, ¿cómo vas a ser túoficinista?, puso el grito en el cielo. Esoes lo último en la vida, estar siempresentado en una mesa llena de papeles.¿Es eso a lo que tú aspiras? Dime laverdad, ¿es eso lo que quieres, irechando barriga sentado siempre anteuna mesa?

Y no, yo no quería ser oficinista, nicasarme ni echar barriga sentado anteuna mesa, yo quería ser vagabundo ypoeta, o marino mercante, o maquinistade tren, cualquier cosa menos oficinista.Entonces, dijo, métete a guitarrista.Déjame ver tus manos: fíjate, son unasmanos finas y delgadas, totalmente

nuevas, unas manos de artista, y no comolas mías, que las tengo ya un pococeporras de trabajar a lo bruto en elcampo. Y cuando poco después renuncióa ser torero para dedicarse a la guitarra,enseguida se puso a hacer planes (esdecir, a soñar) sobre el futuroespléndido que nos esperaba a los dosde guitarristas. Por una parte yoconfiaba ciegamente en él, y por otra eratanta la fe y el ardor que ponía en elrelato, y tanta la autoridad romántica desus palabras, que uno creía en él, y serendía a su ensalmo, como si se tratarade una repentina conversión religiosa.Nos enrolaríamos en una gran compañía

de baile y viajaríamos por todo elmundo, hoy aquí y mañana allí, de hotelen hotel, por tierra, mar y aire,ganaríamos dinero, nos haríamosfamosos, saldríamos en la televisión yen los periódicos, aparecerían nuestrosnombres y fotos a todo color en losafiches, los aplausos, la gloria, losautógrafos, hablaríamos el lenguajeuniversal de la música y viviríamoslibres y contentos, y hasta es posible quecon el tiempo formásemos un dúo, yaveríamos qué nombre artístico nosponíamos, qué oficinas ni oficinaspodían compararse con una vida así. Sinnombrarla, detrás de todo ese discurso

latía tal vez la vieja obsesión familiar:volver al pueblo en plan triunfador ymirar de tú a tú, y hasta por encima delhombro, a la gente gorda, que al fin y alcabo eran solo campesinos cargados dedinero. Así de fácil era, y no habíaninguna razón, salvo la cobardía, parapensar que sus planes fuesen atrastocarse.

¿Y qué iba a hacer yo ante undiscurso así? Era lo que en el fondoestaba esperando desde hacía tiempo, unmilagro, un golpe de suerte que viniera arescatarme de mi desdichado mundolaboral. Visto desde hoy, mi primo Pacoera Dédalo instruyendo al joven Ícaro

para volar y escapar juntos —hacia elsol— del mísero laberinto en quevivíamos cautivos los dos.

Pero ¿cómo vas a dejar ahora laCentral, un puesto tan bueno y tanseguro, para dedicarte a la guitarra? Enla voz de mi madre había ya sin embargoun tono de rendición ante lo inevitable.Hablaba sin dejar de coser, aunquecosiendo más despacio. Ya sabía yo queese Paco no tardaría en llenarte lacabeza de pájaros.

Yo intentaba ilusionarla con losmismos argumentos con que Paco mehabía ilusionado a mí. Y además yo noquiero ser oficinista, yo no he nacido

para eso, y le pintaba con tonos grises yvoz desencantada el triste porvenir delos oficinistas, lo de la mesa, lospapeles, la barriga y demás. Y ellacabeceaba y suspiraba.

Todo eso que me cuentas me loconozco de memoria. Es la historia quevengo oyendo desde hace muchos años.Te oigo hablar y parece que es tu padreel que habla. Paco y tú sois igualitos queél, y espero que todo esto no acabecomo yo ya me sé.

Total que, durante unos meses,compaginé la Central, los estudios y laguitarra, hasta que, de las tres cosas,adelanté tanto en la guitarra y retrocedí

tanto en lo demás (en la Central llevabaya dos apercibimientos oficiales dedespido, que yo había firmado con ungarabato sin siquiera leerlos, y en cuantoa la academia, un día, sencillamente,dejé de asistir), que cuando la situaciónse hizo insostenible, mi madre volvió asuspirar y dijo algo que debía de haberdicho muchas veces ya en su vida: Mira,haz lo que más te guste y que sea lo queDios quiera.

Empezó entonces una época febrilque recuerdo como un sueño lleno dehumo y de un soniquete que aún sigueinvicto en la memoria. Los dosfumábamos mucho, Celtas selectos, un

duro el paquete, y nos levantábamosantes del amanecer, nos encerrábamosen una habitación y armábamos allí unaenorme zorrera mientras hacíamosescalas, trémolos, rasgueados yarpegios, con una sordina que era untrozo de esponja o de gamuza, horas yhoras sin parar, con un tesón y una furiainvencibles, seguros de nuestro empeño,poseídos por una pasión que yo no hevuelto a sentir más que en mis mejoresmomentos de escritura, y así meses ymeses, machacando el compás yaprendiendo falsetas, hasta que cuandodominamos los palos básicoscomenzamos a merodear por academias

de baile y por peñas flamencas, dondeaprendimos a acompañar el baile y elcante y donde ganamos nuestrosprimeros sueldos de artistas, y luegosiguieron galas y bolos, y giras estivalescon compañías de medio pelo por salasde fiestas de la costa, en aquellostiempos del turismo, y entoncesaparecieron los primeros afiches connuestros nombres, y clases particularesen invierno, y mal que bien, así fuimosganándonos la vida durante algunos añosy alimentando el sueño de un futuromagnífico que, según nuestros cálculos,o más bien los cálculos de Paco,acabaría llegando, porque él no

imaginaba entonces que las cosaspudieran ocurrir de otro modo.

Cada actuación, cada aplauso, cadapequeño logro, era para él un escalónmás en el ascenso hacia la gloria, y laconfirmación de que el sueño se ibahaciendo real. Recuerdo una matiné enel circo Price, acompañando a unintérprete de rumbas muy popularentonces, Santi Castellanos, él delante,de pie, vestido con un traje blanco,moviéndose a ritmo por la pista, ynosotros dos detrás, arropándolotambién a ritmo con nuestras figuras,nuestras sonrisas y nuestras guitarras.Recuerdo un solo que hacíamos a dos

voces, un zapateado fácil y bonito, conun histérico rasgueado final in crescendoque contagiaba al público y desataba susaplausos. Recuerdo nuestra primera yquizá única aparición (y de este acto síque queda una foto, y allí está toda lacompañía de baile y allí estamosnosotros, tan guapos y tan jóvenes) en unprograma de televisión que supongo quese llamaría Galas del sábado, o Sábadonoche, o cosa así. Pasados los años, mehe preguntado muchas veces cómo pudoocurrir, cómo fue posible, de dóndesacamos la fe y la osadía paraemprender aquella aventura tan confusay fantástica. Quizá fue por la repentina

mezcla de tiempos y estilos pasados ymodernos, por el poderoso empujehistórico de aquella España sombría ysin embargo ya turística y prometedora,y donde toda esperanza encontraba algúnlugar en que arraigar. Porque nuestrotoque era más bien menesteroso:rasgueos de compás y, entre medias,alguna variación amena y sencilla, y esosin contar que nuestro repertorio estabaya anticuado cuando empezamos aaprenderlo. Tan jóvenes y, sin saberlo,militábamos ya en la decadencia.

Fueron tiempos aquellos de cambiosbruscos e imprevistos. Un díaescuchamos en la radio a Paco de Lucía.

Habíamos oído hablar de él, pero no lohabíamos escuchado hasta ese momento.Creo que nos quedamos mudos por elasombro y la incredulidad, pero tambiény sobre todo por el terror. Aquello noentraba en nuestros cálculos. De prontoempezamos a sentirnos forasteros ennuestro propio mundo, y comoexpulsados de un paraíso que habíaestado allí hasta ayer mismo, y en el quenosotros creíamos habitar con plenoderecho y para siempre. En un momentocomprendimos, aunque no nos dijimosnada, que nuestro tiempo había pasado,y más cuando de la noche a la mañanaempezaron a surgir jóvenes, niñatos, de

un virtuosismo inverosímil, que secomían la guitarra con picadosvertiginosos mientras los dedos de lamano izquierda subían y bajaban ytrasteaban como diablos desde elprincipio hasta el final del mástil. Ahoracomprendo que aquella aventura fueposible no solo, con ser ya mucho, porel coraje personal, sino también por lasingularidad de la época que nos tocóvivir.

Y un día, igual que vino, el sueño seesfumó. Se esfumó. Mi primo Paco,aunque siguió fiel a su designio y nodejó de tocar la guitarra ningún día de suvida con la esperanza cierta de llegar a

convertirse en un gran guitarrista, poco apoco se fue alejando del mundo delflamenco. Pero fue sobre todo el amor,el gran embaucador y enemigodeclarado de los ímpetus y desafuerosde la libertad y de la fantasía, lo que loempujó a buscar la misma vida segura,gris y barrigona, que tanto habíacriticado en mí cuando se enteró de queera oficinista. No sé en qué momentoempezó a hablar de Torres Quevedo y deIsaac Peral, de lo bonita que es la vidaen el campo comparada con la de laciudad, de lo maliciosa y pancista quesolía ser la gente del arte, de que ya nose valoraba la verdadera pureza del

flamenco y de que las esencias se habíanperdido para siempre.

Luego se casó con mi hermana lamayor y volvieron al pueblo, al secano ya las labores campesinas. Y allí retomósu antigua vocación de inventor parallenar el enorme vacío que había dejadola música en su vida. Siempre, siempreel viejo, el incansable afán.

12LA EMOCIÓN DEL VIAJE

Hacia 1950

El viaje a Zaragoza fue el único deimportancia que hizo mi abuelo Luis entoda su vida. Asombra pensar en cómoha cambiado el mundo en tan pocotiempo y en cómo los viajes, incluso alugares exóticos y remotos, se hanconvertido ya en una rutina y uncapricho. Quién me iba a decir a mí queiba a viajar tanto, o que mi madre, y sushermanas, llegarían a viajar también lo

suyo. Y eso que yo soy, como casi todosen la familia, poco o nada viajero. Lofui, y no demasiado, en mi juventud,pero luego enseguida me hicesedentario.

A veces, raramente, escucho denuevo la vieja llamada del viaje, ysiento que debería salir de casa, delbarrio, de la ciudad, de mi país, y losiento con tanto apremio y convicciónque me espanto ante la inminencia de mipartida, ante una fuerza superior a mí ycontra la que nada puedo hacer. Pero enel último instante, cuando ya estoy listopara partir hacia una agencia de viajes,me digo: ¡Alto ahí! ¿Dónde vas y con

qué objeto? Considera que, vayas dondevayas, tarde o temprano habrás deregresar, entrar por esta misma puerta,arrastrando el equipaje, y entoncesvolverás a encontrarte aquí, justo dondeestás ahora, sucio y agotado, y feliz deestar de nuevo en casa. De modo quehago como si ya hubiera vuelto, y meimagino el cansancio del viaje, lascomidas a veces indigestas, la inhóspitaanchura del mundo, las vocesdistorsionadas en los megáfonos de losaeropuertos y estaciones de trenes, lanostalgia de la ausencia, la pazacogedora del hogar, y entoncescomprendo cuán prudente es la decisión

de suspender la partida y quedarme encasa cuando ya me disponía a trasponerla puerta.

Y es curioso. Al cabo de los años,mis mejores viajes, los que recuerdocon más emoción, y los más llenos deaventuras y experiencias, son los quehacía de niño entre el pueblo y elcampo. Viajes aquellos comparables enmi corazón a las andanzas míticas de laantigüedad, las de Simbad, las deOdiseo, las de Moisés y su puebloelegido, las de Marco Polo, las de lospríncipes y jóvenes animosos que ibanen busca del dragón o el tesoro, o Ahaby la ballena, o los conquistadores y

descubridores, o los viajes científicosde Humboldt o de Darwin… Comolector sigo conservando el mismoincansable y gozoso espíritu viajero quealguna vez tuve en la infancia.

Nuestra finca, la que mi padrerecibió del abuelo Luis cuando se casó,se llamaba, y se sigue llamando,Valdeborrachos, y dista unos quincekilómetros del pueblo. Aquella distanciaentonces era mucha, porque el viaje sehacía casi siempre en caballerías, o encarretas de bueyes o de mulas, y a vecesa pie, con la chaqueta al hombro. Elcamino era de tierra, lento y pedregoso,y se tardaba mucho en llegar de un sitio

al otro. Pero lo importante era que eltrayecto estaba lleno de aventuras, deportentos, de hallazgos.

Uno no dormía pensando que al díasiguiente habría de emprender ese viajeextraordinario. Y cuando se ponía encamino, ah, qué de maravillas nos salíanal paso a cada instante. Entre dospiedras una araña había urdido su tela,que con las gotas del rocío prendidas enlos hilos brillaba de lejos como la plataviva de los cuentos. Al pasar el vado,una pequeña rana verde se lanzaba alagua y dejaba un surtidor de burbujassucias de fango manando del lugardonde acababa de esconderse. Esa

alondra que con cortos vuelos te tomauna y otra vez la delantera en el caminoy se posa en el suelo y mueve la cola yel copete y da unos trinos, parece quequiere saludarte, o advertirte de algo.De pronto, el salto y el fogoso pataleode huida de una liebre encamada. ¡Ahíva, ahí va! Ladrar y correr de perros,gritos y risas de ánimo, la alegría joven,incomparable, del camino.

Cuando se encuentran dos viajeros, aveces se paran a hablar un buen rato, sinprisas, sin agobio. Encienden tabaco yhablan de pie, apoyados en una pierna;al rato, como puestos de acuerdo, seestriban en la otra. Ah, la gracia de los

viajeros campesinos: la chaquetacolgada de un hombro, en la cinta delsombrero una espiga, una hebra dehinojo, un aroma de poleo, en la manouna vara de viaje tallada a navaja concaprichos geométricos, un capote delluvia hecho todo de juncos, unassandalias cortadas y trenzadas a manocon goma de neumático. Hablan congravedad, y solo muy de vez en cuandoríen. Nosotros, según la estación,buscamos grillos, nidos, lagartos,alacranes. Les tenemos mucho miedo alas serpientes y a las grandes arañas, ypor eso las buscamos con más ahíncoque ninguna otra cosa. Luego,

continuamos el camino. Allá vamos denuevo, a veces montados y a veces a pie,adelantándonos, retrasándonos, atentos atodas las maravillas del viaje.Pasábamos ante un cortijo con cantos degallos, balar de ovejas, ladrar de perrosy humo en las chimeneas. ¡Adiós!,¡adiós!, y nos dábamos con la mano.Luego se cruzaba el puente sobre larivera, donde estaba el santuario de laVirgen, el puesto de la Guardia Civil,una cantina que era también colmado ydonde se vendía de todo, y era un gustoentonces presumir de viajero ante lagente que te veía pasar. Vamos allá, tedecían; vamos allá, contestabas tú.

Y había dos momentos inolvidables.Uno, cuando al remontar un altoaparecía a lo lejos, en lo alto de unserrijón y muy bien recortado contra elcielo, el castillo, salpicado alrededorpor las manchitas blancas de las casas.Otro, y este era el más emocionante,cuando al ir del pueblo al campo serevolvía una curva (¡Ahora!, ¡ahora!, ibayo diciéndome con los ojos fijos en elcamino) y nos encontrábamos de golpeen Valdeborrachos. Hasta entonces elpaisaje había sido monótono y callado, yahora se hacía expresivo y locuaz, ytenía muchas y hermosas cosas quecontar.

No había en el mundo lugar másbonito que aquel. Allí, en lo alto de laloma, estaban las dos casas que habíahecho con sus manos mi abuelo Luis, elpionero, la casa de vivir y, enfrente, lacocina, las dos presididas por eleucalipto tutelar. El gallinero, hecho deadobe y bálago. El tinado y el horno consu cúpula blanca. Y aquí, por donde ibael camino, la vega que hacía el regato,verde y mullida de buenos pastos, y alfondo las frondosidades —el paraísoterrenal— de la huerta. Una paredantigua de piedra corría alegrementecircundándola por completo, y aquí yallá rebosaban las ramas y el follaje de

un granado, de un laurel, de una higuera.Aquel camino, que en verano criabamucho polvo, un polvo fino de colorcanela, iba a Portugal. Si uno se subía aun alto, o caminaba un kilómetro más, yapodía divisar tierra portuguesa.

Y aunque todas las estaciones teníansu encanto, ninguna podía compararse alverano, aunque solo fuese porque julio yagosto los pasábamos siempre en elcampo. Era una época de libertad, caside impunidad. Los días eran largos, lasnoches claras, había mucha gente yendoy viniendo por los caminos y veredas,las cuadrillas de segadores sedesplegaban con sus camisas blancas y

sus grandes sombreros de paja por lostrigales amarillos, y uno podía vivir a sualbedrío, subirse a los árboles, bañarseen la alberca, cazar ranas y grillos,perseguir perdigones, correr y correr sincansarse jamás, incluso bajo el solimplacable de la siesta, el joven corazóninvencible enamorado de la vida comoquizá no volvería a estarlo ya nunca…

Era también en verano cuandopululaba más gente por aquellos lugaresfronterizos. Además de loscontrabandistas y los guardias civiles,un día por ejemplo aparecía un músico,otro día un vendedor de sardinas, otrodía un curandero o un ensalmador que

ofrecía sus servicios por la comida ypoco más, y otros que se limitaban a ir ya venir, y con ese deambular se ganabanla vida. Unos llegaban andando, otros enburro, otros en bicicleta. Los que veníanmontados en grandes yeguas y caballoseran los merchantes y los recoveros. Losrecoveros compraban huevos, pollos ypavos, pellicas de conejo y cordero,chacina, quesos, legumbres, hortalizas.Los merchantes vendían telas, materialde costura, tabaco, mecheros, navajas,botellas de licor, bisutería, relojes,golosinas para los niños. No había cosamenuda que ellos no trajeran en susalforjas. Y siempre tenían algo que

contar, cosas que habían ocurrido en elcontorno y noticias del mundo que nohabían llegado todavía al campo. Unoshablaban en español, otros en portugués,y la mayoría en una síntesis babélicadonde una lengua ponía la letra y la otrala música. Daba gusto escuchar aquellahabla cantarina y graciosa, llena depalabras y de giros que unos tomaban deotros y de cuyos orígenes ya nadie seacordaba.

No, no había un lugar más bonito enel mundo. Como mi padre no quería quesus hijos fuesen campesinos y se criaseny embastecieran en aquellas tristessoledades, en cuanto tuvimos edad para

ir a la escuela nos instalamos portemporadas en el pueblo, o bien ellos seiban al campo y nos dejaban a nosotrosal cuidado del abuelo Luis y la abuelaFrasca. Pero mis mejores recuerdos, ycreo que lo mismo les pasa a mishermanas, no pertenecen al pueblo sinoal campo, y en definitiva a la naturaleza,tan llena de belleza, de historia, demisterio.

13LOS HIJOS DE LOS

HOJALATEROSHacia 1950

Y es que la naturaleza conservabaentonces algo de su magia ancestral. Unose fue impregnando de esa mentalidadantigua junto con el uso de razón en losinterminables coloquios familiares.

Hablaré primero de los coloquios yluego de la magia.

En mi familia todos somos muyhabladores, y algunos algo charlatanes,

aunque con largas y malhumoradasrachas de silencio. Nos gusta muchohablar, casi más que vivir. Y siempre lesdamos mil y mil vueltas a las cosas.Quizá sería bueno comprar un burrojoven para la noria, por ejemplo, o uninfiernillo de petróleo. Estamosreunidos en torno a la lumbre (enaquellos tiempos apenas existían losespacios privados), y tanto en el campocomo en el pueblo, si es de noche, hayencendido un candil, un carburo, unacapuchina o un quinqué, porque en elpueblo la única luz eléctrica que hay esla que da el generador de la fábrica deharina —que pasó de inmediato a

llamarse la fábrica de la luz— durantedos horas, y que es una luz tan mustia yvacilante que las bombillas apenas sebastan para defender del acoso de lassombras su pobre titilar. Cada cualrepite al menos cuatro o cinco veces elmismo argumento, las mismas frases. Nosabemos si en el pueblo venderán o noinfiernillos, y en cuanto al burro, hayopiniones encontradas sobre el tamaño,el pelaje, la edad, la necesidad decomprarlo, el nombre que se le pondrá.En tomo a esas dudas deliberamos sindesmayo, sin el menor indicio de tedio.Quizá, casi seguro, no compremos elinfiernillo ni el burro, pero eso no

importa, porque lo que nos gusta no es laacción sino las palabras, el hablar porhablar y hacer castillos en el aire.

En mi familia, a los mayores lesgustaba sorber la sopa, y hasta elgazpacho, pero la generación que vinodespués ya no soportaba aquellossorbetones, y más de una vez se armabangrandes debates sobre la cuestión. Unodecía: ¿Es que no puedes comer sinsorber? Y el otro: ¿Y qué tiene de malosorber? Parece un asunto somero, perogeneró mucha casuística y más de undesencuentro.

A los niños, apenas nos dejanintervenir. Si lo intentas, es muy posible

que te digan: ¡Tú cállate, que eres muynuevo! Y es que allí se está tratando ypolemizando sobre asuntos muy serios,los hablantes tienen una granexperiencia, el tono es grave, y a losniños solo nos queda escuchar yaprender.

Pasan las horas, y nosotros seguimosallí, escuchando, conversando ydiscutiendo interminablemente sobrecualquier nimiedad. Son conversacionesque pueden durar, y casi siempre duran,días y días, retomando, interpretando,detallando, glosando, remachando, y quea veces fraguan en temas clásicos,válidos ya para siempre. Acuérdate de

cuando el infiernillo, si quieres tevuelvo a repetir lo que ya dije sobre elburro, se dice, a modo de cita oreferencia de autoridad, años después, yotra vez se vuelve a aquella vieja,inagotable cantinela. Hay toda una vastaerudición en torno a los coloquiosantiguos y modernos. Por eso ahora,cuando escucho las tertulias de la radioo de la televisión, tan proclives a loscírculos viciosos, me acuerdo denosotros, de aquellas veladasincansables.

La dialéctica nos apasiona. Valga unejemplo. Mi tío Ignacio y mi tía Santa,hermana de mi padre y padres de mi

primo Paco, se pusieron a discutir un díasobre las ventajas e inconvenientes delas lumbres altas y de las lumbres bajas.A mi tío Ignacio lo que más le gustabaen el mundo era sentarse a la lumbre yno levantarse ya en todo el día, siemprecon los botines, el traje y el chalecopuestos, y a menudo también con elsombrero. Así, sentado, fumando, sinmoverse para otra cosa que paratizonear y echar más leña al fuego, erafeliz a su manera. Total, que a él legustaban las lumbres altas y a mi tíaSanta las bajas. Yo creo que los amos dela lumbre eran los hombres, pero él lashacía tan altas y desaforadas que según

mi tía Santa un día iba a salir la casaardiendo. Uno echaba más y más leña yla otra, en cuanto podía, la achicaba conagua.

Aquella y otras discrepancias de eseestilo los fueron distanciando cada vezmás, hasta que llegó un momento en queya no se hablaban, o se hablaban porpersona interpuesta: Dile a tu madreesto, dile a tu suegro aquello, dile a tuabuelo lo de más allá, pero el espíritude la disputa seguía tan vivo comosiempre, y a veces hacían una tregua enlas hostilidades para volverapasionadamente a ella, cada cual fijoen su opinión. En el curso de esos

agravios y desavenencias, por cierto, ycomo testimonio de ellos, mi tío Ignaciodecidió comer aparte de los demás. Sumujer y sus hijos, y los nietos cuandollegaron, comían en la mesa familiar losgarbanzos con su tocino y su morcilla, elgazpacho y el queso, y él se ponía en unrincón, sentado en una mesa y un asientode corcho muy pequeños, tan pequeñosque parecían de juguete, y comíasiempre cosas ricas, guisos y albóndigasy filetes de borrego, de cerdo, de chivo,de ternera, un pollo, una perdiz, bacalaocon tomate. Sentado en su rincón yvuelto hacia la pared, como si estuvieracastigado, sacaba la navaja y comía de

lo suyo. Y todo desde que llegó un día acasa con la noticia irrefutable de que unmédico le había ordenado que comierasolo de lo que le gustara, prescripciónque él mantuvo fielmente hasta el fin desus días. Sus nietos, apenas tuvieron deél uso de razón, le llamaban elPoderoso.

Hay momentos, en esos coloquiossin medida, en que uno piensa: Ya me hemuerto, ya nos hemos muerto todos, yesta es la eternidad, estamos no sabemosdónde, si en el infierno o en el paraíso, yeste era todo el misterio de ultratumba.¿Cuánto tiempo llevaremos así,hablando sin descanso alrededor de la

lumbre? ¿Siglos quizá? ¿Desde que lafamilia judía de hojalateros ambulantesde la que descendemos se instaló en elpueblo, allá en el siglo XV? Y haymomentos también en que uno está apunto de levantarse y de escapar deaquella maldición hacia cualquier partedonde poder purificarse con el silencio,pero si aguantas, si resistes, terminasresignándote a la fatalidad de aquellacondena, y encontrando de nuevo en ellael sabor gustoso de la vida.

¿Por qué no os calláis ya?, dice mimadre que les decía a veces, exasperadaante aquellas porfías interminables. Y sí,ellos se callaban, pero apenas un

instante, porque enseguida alguien tirabade uno de los muchos cabos que habíanquedado sueltos y otra vez se reavivabala polémica. Y así todos, mis abuelos,mi padre, mis hermanas, mis tíos y mistías, mis primos y mis primas, todos, ylo mismo entonces que ahora. Aquelloshojalateros llevan cinco siglos hablandoy discutiendo sin parar. Luego, a lomejor de pronto sobreviene un silencioque es ya definitivo, un silencio cargadode pesares y de malos augurios que yaes muy difícil de romper. Eran silenciosesforzados donde todos se entregaban asus cavilaciones, todos pensando y a lavez viendo y sintiendo cómo pensaban

los otros, como una orquesta de silenciodonde cada intérprete podía percibirvislumbres, ecos, vagos presagios de lamúsica interior de los demás.

En el ambiente pesaba entonces lapresencia sombría de una vieja amenaza.En mi familia, como en tantas familiascampesinas del sur, había siempre unmiedo difuso, primario, no se sabía muybien a qué.

Miedo a la autoridad, por ejemplo,pero no tanto a la autoridad que sesustenta en las armas y en la violenciacomo en los papeles. En cualquiermomento, por un descuido, por un error,por una denuncia anónima, por un viejo

pleito que se cerró en falso, podía llegaruna citación que nos atrapara en unenredo judicial. Todos los términos quetenían que ver con la justicia, con lasleyes, con la política, con losdocumentos, se pronunciaban en vozbaja y aprensiva. Quizá elanalfabetismo, además del trabajo bienhecho de las tiranías en la memoriacolectiva, propiciaban esos vagosespantos ante la palabra escrita ohermética.

Pero, si no eran los papeles, nuncafaltaban amenazas que venían decamino. Miedo a una tormenta con laparva en la era. Miedo a que se arruine

la cosecha de garbanzos por una plagade gorgojo o de moscas mineras. Miedoa la mucha lluvia, que podía pudrir eltrigo en su raíz, a las crecidas de lasriveras y regatos. Miedo a los rayos, algranizo, a la sequía, a que los patos sepongan bravos y vuelen a los tejados yformen allí arriba un gran estropicio detejas. Miedo a que las ovejas se ponganmodorras o a que se les amollezcan laspezuñas. Miedo a los desconocidos,porque quizá (casi seguro) eranportadores de malas noticias o no veníana nada bueno. Miedo a las enfermedadesy a los curas. Miedo a que la zorra y eláguila se lleven a los pollos. Miedo a

que las naranjas salgan amargas. Miedoa que el lobo salte el redil y arme unaescabechina de ovejas, a que elmerchante les venda el pimentónadulterado y se malogre la matanza.

Y miedo —que era ya purasuperstición— a las mudanzas. Lascosas no debían cambiarse. Tenían queser como habían sido siempre, porqueese era su modo natural de ser. Los usosantiguos eran ley. Si la tinaja del aguaestuvo en ese rincón desde el principio,o si los bueyes habían rumiado siemprebajo la misma encina, por algo sería, yahí tenían que seguir hasta el fin de lostiempos. La antigüedad era sabia, y los

cambios solo podían venir para mal.Miedo también a los viajes, a otrascostumbres, a otra gente, a otras tierras.

Todos o casi todos los descendientesde los hojalateros hemos crecido bajo elmagisterio del temor. Quizá de ahíprovenga nuestra incapacidad para serfelices, para entregamos a un presenteque bien sabemos nosotros desde niñosque va a dar al futuro, que como nopuede ser de otra manera será atroz.

Ya entrada la noche (miedo tambiéna la oscuridad), acabado el coloquio ylos largos y orquestados silencios, hechala lumbre brasas, mi padre daba ungolpe con los nudillos en la mesa. Cada

mochuelo a su olivo, decía, y soplaba elcandil.

14MUNDO MÁGICO

Hacia 1950

Pero a veces los coloquios se hacíanalegres y creativos, y adquirían un brilloy un encanto como yo no he conocidootros. Alrededor del fuego, aprendíraros saberes de labios de mis mayores.Ellos tenían un vasto y viejo repertoriode refranes, canciones, adivinanzas,cuentos, leyendas, versos, fábulas,chistes, anécdotas, decires, habladurías,sucesos famosos y verídicos ocurridos

desde antiguo en el pueblo o en suscontornos, y uno no se cansaba nunca deescuchar aquellas historias, porque larepetición les daba una pátina que, comoa ciertos objetos, las hacía aún másvaliosas. Y mientras se contaba, seestaba libre de miedos y amenazas.

Todos sabían contar muy bien,porque todos contaban en el molde enque a ellos les contaron, pero la mejornarradora, y la que más cosas sabía, queparecía un pozo sin fondo, era mi abuelaFrasca. Mi abuela Frasca había sidopastora desde la niñez hasta elmatrimonio y era totalmente analfabeta,pero dominaba como nadie el arte de

contar, y eso se notaba enseguida en eltono, en la línea melódica de la voz, enlas pausas, en el movimientoacompasado de las manos, en cómo uníaentre sí las frases, que parecía que unaatraía como un imán a la siguiente, y lomismo los episodios, donde uno hacíade larva, otro de crisálida, otro demariposa, y en el ritmo del relato, ahoralento, ahora rápido, ahora viene unadescripción, ahora se crea un suspenseque pone en tensión toda la historia,ahora nos ponemos cómicos y ahoratrágicos, ahora fingimos que no nosacordamos de un lance crucial delrelato, ahora interrumpimos la narración

para intercalar una poesía o una canciónque vienen muy al caso y de las que deningún modo se puede prescindir, ahoraresulta que en plena aventura el héroe sesienta a la sombra de un níspero amerendar de su fiambrera, y ahí tenemosque seguir esperando a que ella digaexactamente lo que comió y lo quebebió, ahora se da una palmada en lafrente porque se ha olvidado de contaralgo que era muy importante para elcuento, qué mala memoria va teniendoesta vieja, o de pronto nos preguntaba dequé color era el caballo del héroe ocómo se llamaba un personaje que habíaaparecido al principio solo de refilón y

que ahora iba a cobrar una granimportancia, porque resulta que ellatampoco se acordaba, y sin saber elnombre o el color era imposible seguiradelante con la historia, a ver si entretodos logramos acordarnos…

Nosotros la escuchábamos comosuelen escuchar los niños lo que lesmaravilla, con los ojos ayudando a laoreja a oír y con la oreja ayudando a losojos a ver. Y así, todo un mundo defantasía y de palabras malabares vino apoblar mi infancia. Aquellos dichos yrelatos fueron los libros que no tuve. Yde entre los narradores, recuerdotambién a mi tío Ignacio, el de las

lumbres altas y el comer apartado, quetenía muchas cosas que contar, todasverídicas y extraordinarias, pero quenunca acababa de contarlas, porque alrato de ponerse a hablar se paraba, entreimpaciente y descorazonado, y decía:Bah, para qué voy a contar nada si totalvosotros no lo vais a entender, y ahíconcluía la historia. Mi tío Ignacio eramuy lacónico, y hablaba en sentencias.Una vez, de joven, visitó unas famosasruinas romanas que había en la región yvolvió asombrado de que las ruinasfuesen, en efecto, solo ruinas, edificiosrotos, piedras caídas, trozosdescabalados de arcos y columnas,

hoyos que un día fueron viviendas… Nosupo cómo interpretar aquello. Cuandole preguntaron al llegar, y ya parasiempre, tras mucho meditar dijo unasola frase: Aquello es un desastre, y deahí no hubo ya quien lo sacara. Así erancasi todas sus intervenciones,magistrales, breves y rotundas.

Y en la sucesión de esos coloquiosfueron llegando también noticias de unanaturaleza llena de enigmas y prodigios.No eran leyendas ni caprichosfantásticos sino hechos fundamentadosen la realidad y avalados por laexperiencia de muchas generaciones.Cosas que venían de muy antiguo.

¿Cómo se hizo el universo, cómo se creóla vida? ¿Cómo vino por ejemplo elratón a parar a este mundo? Porque nosgustaba también encarar esos temassublimes. Nuestra audacia oratoria seatrevía con todo, aunque solo fuese parasentir el delicioso miedo a loinsondable. De lo único que no sehablaba nunca era de Dios, ni para bienni para mal. Dios era cosa de la gentegorda y nosotros no teníamos nada quever con EL Pero, con Dios o sin Dios, elmundo estaba lleno de misterios. Sehablaba de la exactitud de los astros yde las estrellas, de la diversidad de losanimales y las plantas, del secreto orden

del sol y de las lluvias, de mares y detierras, de cómo lo que hoy se agostareverdece mañana para volver de nuevoa marchitarse, de cómo nacemos ymorimos y cómo al día sigue la noche, yasí siempre, y al decir siempre nosquedábamos callados y extáticos ante laidea inabarcable de un tiempo infinito,sin principio ni fin.

Daba miedo pensar en esas cosas. Sitú dejabas un pelo de vaca en el charcode lluvia formado en la pisada de lavaca, a los quince días el pelo se habíatransformado en un ser vivo, unapequeña y delgada culebra del tamañodel pelo. No eran supersticiones ni

artificios de brujos, no, eso lo habíanvisto con sus propios ojos mi tía Santa ymi primo Paco (mi tío Ignacio no quisonunca participar en el experimentoporque era muy perezoso para moversey prefería quedarse junto a la lumbre,pero atestiguaba el prodigio con laautoridad que le otorgaba su sabiolaconismo). El que no lo creyera, quehiciese la prueba y se convenciera por símismo.

¿Y la víbora? Eso también lo habíanvisto muchos, no se iban a poner todosde acuerdo en la misma mentira. Lavíbora, cuando va a beber, deja antes elveneno a buen recaudo en una piedra

limpia para que no se le mezcle y se lerebaje con el agua, y después de bebervuelve a la piedra y recoge su veneno.Pero si entretanto tú vas y le pisas y leestropeas el veneno, ella entonces sepone rabiosa, enloquece, y se da delatigazos contra el suelo, y se retuerce,echando espuma por la boca, hasta quese le parte el espinazo y se acabamuriendo. Y todo porque, sin su veneno,a la víbora no le sale a cuenta vivir. Nole sale a cuenta. O, por ejemplo, el torobravo. Si lo atas a la sombra de unahiguera, en pocos días se vuelve mansocomo un perro. Y el que planta un laurel,muere joven, eso también está

demostrado desde antiguo. Comotambién es un hecho que en el campo lasnoticias se difunden con mucha rapidez.Todo se sabe en el momento. Porejemplo, si se produce alguna novedad,el grillo y el pájaro carpintero latrasmiten por telégrafo a un viejo búho,que tiene su casa y su oficina en unolivo, y que con un parpadeo que lecoge toda la cara se da por avisado, ycon sus gritos pasa la información a untejón que acaba de abandonar su cubil, oa una liebre que va ya con retardo a sucasa. Los animales, entre ellos, tienentambién sus coloquios, sus secreteos ycambalaches.

Sí, el mundo era todo él un misterio.¿Por qué se destronan los gallos?, ¿porqué las hormigas saben de las tormentasy los caballos de los terremotos? ¿Porqué la ortiga no te pica si no le tienesmiedo? Y eso por no hablar de loslobos. El lobo, solo con la mirada, yahace daño. Fulmina, sentenciaba tíoIgnacio. Hay quien se queda mudo, otonto, o se echa a llorar, o le entra fiebrede repente. El lobo era cruel, maléfico,y por eso se llamaba lobo, igual que elzorro, por su astucia, se llamaba zorro.La condición y cualidades de las cosasvenían pregonadas ya en los nombres.Un día un acordeonista portugués vino a

amenizar un baile en un cortijo del ladoespañol, y al regresar de noche un lobocon los ojos de lumbre empezó a seguirsus pasos, cada más cerca, y los dosojos fueron luego cuatro, y con el miedode lo irreparable dio un tropezón y elacordeón sonó y los lobos se pararon alpronto como admirados o asustados porla música, de modo que ya todo eltrayecto, unos veinte kilómetros, los hizotocando fuerte el acordeón, su repertorioentero de piezas bailables tristes yfestivas, lentas y movidas, mientrassubía cabezos y bajaba cañadas, con loslobos detrás, siguiéndolo de cerca perosin atreverse nunca a acometerlo.

Una vez, siendo yo muy niño, tuvefiebres tercianas, y entonces mi abueloLuis atrapó un lagarto y lo correteó porla era hasta dejarlo exhausto, y actoseguido lo partió en dos con su navaja yme frotó el pecho y la espalda con susangre caliente y espumosa, me dio unabuena friega y luego me arropó bien y aldía siguiente me desperté ya curado deltodo.

Pero eso, ¿lo viste tú?, le preguntabade niño a mi madre.

Claro que lo vi. Tú estabas muyenfermo y yo era tu madre, ¿cómo no loiba a ver?

¿Y estuve a punto de morirme?

No lo sé, pero en aquellos tiemposla gente se moría de esas fiebres.

Y yo me imaginaba a mí mismomuerto, metido en una pequeña cajablanca y con muchas flores tambiénblancas alrededor. Y siempre que mecontaba ese episodio, me contaba otroaún más extraordinario.

Durante la guerra, iba con unaamiga, cada una montada en su burro, yal pasar unas junqueras junto a un arroyose levantó una nube de pequeñasmariposas blancas, y la amiga dijo muycontenta: Voy a recibir carta de minovio. Y, en efecto, ese mismo díarecibió la carta, pero no la que esperaba

sino la del comandante del batallóndonde le comunicaba oficialmente lamuerte de su novio.

Y después de cada historia se hacíaun silencio donde los misterios de laficción eran aún más inquietantes porqueahora pertenecían de pleno derecho alos dominios de la realidad. El corazónde la doncella que oye acercarse lospasos del malvado palpitaba con lamisma ansiedad que el tuyo, y la manodel sacamantecas estaba a punto derozarte la piel ya erizada de espanto.

Entretanto, había anochecido deltodo. Sobre las ruinas del día se ibahaciendo la noche. Primero era el

escándalo de los pájaros en el eucaliptoy en los naranjos de la huerta, ladridosde perros en majadas lejanas, la pálidaluz anaranjada que antes de apagarse seenardecía de pronto con un últimoesplendor espectral. Y según seextinguían los ruidos y las luces se ibahaciendo el silencio, cada vez más ymás profundo, hasta que solo quedaba elaire entre las hojas, y luego ya no se oíanada, y también la oscuridad en elcampo era total. Se producía entonces unmomento de tregua en el infatigabletrajín de la vida, y uno contenía larespiración ante aquel portento único enque el mundo parecía volver a los

instantes iniciales de su creación. Unatregua breve, porque enseguida (y yoesperaba ese momento con todos lossentidos alerta) cantaba el sapo, unasola nota todavía indecisa, comointerrogando al silencio, y luego otramás larga, y aquella era la señal paraque empezara el concierto nocturno, ycon él de nuevo el feroz tumulto de lavida.

Junto al fuego, ajeno a todo cuantono fuese su propio mundo, dormía sumajestad el gato. En el silencio se oía suronroneo gustoso. El gato tenía asignadoun lugar junto al fuego, del mismo modoque disponía en las puertas de gateras

para entrar y salir según susconveniencias. También tenía derecho asu escudilla de cocido. Cuando mimadre (tal como hizo antes la suya)medía los garbanzos para el díasiguiente, iba diciendo: Este puñadopara ti, estos para tus hermanas, este£ara tu padre, este para Fulano, y elúltimo puñado, más pequeño, erasiempre para el gato. Y lo mismo con eltocino y la morcilla.

El mundo campesino de entonces eraa menudo bruto y zafio, y era mucho eltrabajo, mucha la miseria, mucha laservidumbre, pero también tenía losrefinamientos propios de una cultura

milenaria. Entre unos y otros sabíanhacer primores con el barro, con elcáñamo, con el esparto, con el mimbre,con el corcho, con las cañas, con lasjuncias y juncos, con la madera, lapiedra y la pizarra. Con mimbres finoshacían unos garlitos que tenían unempaque de catedral y que parecíanpensados para pescar salmones ymerluzas y no los humildes peces de larivera o del regato, que así y todo teníantambién sus nombres bonitos y exactos:jaramugos, burdallos, cachos,colmillejas.

O tu abuelo Luis, por ejemplo, queera un hombre valiente, pero también

rudo y cruel (he ahí una virtud quenecesitaba de dos vicios paramanifestarse), que trataba a los animalesde tú a tú, sin otra ley que la del másfuerte, que mató lobos con su escopetade un solo caño, pero que daba gustoverlo cuando se ponía a recargar suscartuchos trabajando sin prisas, con elcigarro en la boca (la exactitud en lacolocación de los pistones, la pólvorabien medida, los granos de plomo biencontados, el cuidado con que recortabalos topes de cartón o remoldeaba al finalla boca del cartucho), o la maña con quefrotaba las palmas de las manosdesmenuzando las hojas del tabaco que

él mismo había plantado y cosechado,como también se procuraba su pedernalpara chiscar el eslabón y encender elcigarro, sus almendras amargas para laartrosis, sus hurones de caza, su vino ysu aguardiente, su carne y sus peces, supan. Por tener y procurar, hasta tenía sulápida ya lista, comprada de ocasión,con todos los datos grabados y a faltasolo de la fecha final. Yo jugué muchasveces junto a la lápida de pizarra, que laguardaba en el corral de su casa a lasombra de un árbol del paraíso. A susombra dormía también un gato, que enprimavera se despertaba alucinado porel olor de las flores y se ponía a hacer

cabriolas y a ejecutar raros pasos dedanza.

Finuras campesinas eran también loslaberintos de tablares por dondediscurría el agua en los sembrados de lahuerta, el arte de tirar y esparcir lospuñados de semillas en la tierra reciénlabrada, de aventar la parva con lahorca, de uncir los bueyes al yugo, deenjaezar una mula, de levantar un chozocon unos cuantos palos y unas brazadasde paja de centeno, de hacerse un pitopara chiflar una canción con el tallohueco de una hierba silvestre. Mi tíoIgnacio tenía un pastor portugués queafinaba con una lima las esquilas para

que el rebaño hiciese buena música.Junto al gato, dormía un perrillo que

también tenía derecho al fuego. Era unperro de careo para cuidar y vigilar alas gallinas y arbitrar pequeñosconflictos de convivencia en losalrededores de la casa. A veces unagallina daba un vuelo y entraba en lahuerta. De inmediato salía el perrillo atodo correr, saltaba la pared y laobligaba a volar de nuevo al otro lado.Esa era una de sus misiones. Otraconsistía en avistar águilas. Cuandoavistaba una, se ponía a ladrar y aperseguir su vuelo hasta que conseguíaahuyentarla. Luego estornudaba, hacía la

rosca y se tumbaba otra vez a la sombradel eucalipto y emitía un gruñido roncoque parecía decir: Je, a mí con esas.

A mí me gustaba abrir el gallineropor la mañana y darles larga a losanimales, que ya esperaban impacientes,alborotando con sus cantos. Salíanamontonados y en tropel, unos porencima de otros, y enseguida sedispersaban por el campo buscándose lavida. Solo los pavos permanecían juntosy pendencieros, aguerridos, siemprebuscando camorra, con el plumaje enpompa y arrastrando el ala por el suelo,haciéndose la rueda unos a otros, o ensolitario, por puro lucimiento. Así les va

en la vida. Cuando dos pavos se poníana reñir, ya se pasaban todo el díariñendo, y a la mañana siguiente, con laprimera luz, reanudaban lashostilidades. Podían estar así variosdías, porque hasta donde les durase lamemoria les duraban también lasafrentas. Hechos un Cristo, la cabezaconvertida en un amasijo sanguinolento,allá seguían peleándose sin descanso.Como nuestros coloquios, sus rencillaseran también interminables.

En verano, las gallinas y los pavosdormían al fresco en las ramas de unenorme alcornoque. Se les ponía unaescalera rudimentaria hecha con palos y

ellos subían, un saltito a dos patas porcada peldaño, y se acomodaban en lasramas. Cuando habían subido todos, seretiraba la escalera y quedaban a salvo.Sin embargo, a veces en plena nochecomparecía la zorra, se situaba bajo elalcornoque y se ponía a chascar losdientes y a mover el rabo de un modovistoso, y como a los pavos les gustamucho averiguarlo todo, al oír el ruido,y aún más al entrever aquella cosamoviéndose abajo, no podían resistir lacuriosidad y de vez en cuando alguno selanzaba al vacío. Por eso era un gustosalir con los pavos de pastoría. Encuanto encontraban algo que les llamaba

la atención —un nido, un zapato viejo,un hueso, un trozo de trapo o de lata—,se ponían todos alrededor cantandocomo locos. Pau, pau, hacían. Uno, depavero, siempre encontraba muchascosas curiosas.

La vida campestre estaba llena decuriosidades c imprevistos. Un díaapareció una cigüeña en el gallinero,cosa digna de ver. Se había dañado unala, sus compañeros habían migrado yella, deambulando a pie en busca decobijo, se encontró con el gallinero ydebió de pensar: Aquí me quedo. Lasgallinas, los pavos, los patos y losgansos, el perrillo, sin la menor

extrañeza ni reparo, la aceptaron como auno más. Allí pasó el invierno, haciendovida doméstica, acudiendo dócilmentecada tarde a comer su salvado, su granoy su verdura, hasta que un día deprimavera levantó el vuelo ydesapareció.

Esas cosas extraordinarias solopodían ocurrir en el campo. En elpueblo la vida era más cómoda, sí, perotambién más consabida y más vulgar. Ysin embargo, a pesar de tantasmaravillas, a la gente no le gustaba viviry trabajar en el campo. A la gente legustaba el pueblo, y a ser posibletrabajar bajo techado. Más tarde

comprendí que los campesinos, comotambién les ocurre a los niños, no sabenlo que es la belleza campestre. Dondeotros ven un paisaje, ellos solo ven unsembrado, una dehesa, un erial buenopara cabras, un cerro o un barbecho. Nose han parado a contemplar lanaturaleza, sino que viven revueltos,confundidos con ella. Recuerdo miestupor y mi alegría cuando leí en loslibros de texto los primeros fragmentosliterarios donde se describía la bellezadel campo, y las ganas locas que sentíde ver a mis padres y a mis abuelos y amis tíos y a mis primos mayores paracontarles lo bonita que era la naturaleza,

sus muchos colores y tonalidades, elhorizonte, el canto de los pájaros alamanecer, la paz y el silencio, el rumordel arroyo.

Ahora sé que se hubieran reído demí, del mismo modo que ahora, cuandorecuerdo los campos de mi niñez, porencima de la belleza, se me revela antetodo un paisaje hecho de historia; esdecir, de tiempo y de dolor.

15UNA MANO AMIGA

SOBRE EL HOMBRO1969

Cuando mi primo Paco y mi hermana lamayor se casaron y se volvieron alpueblo, yo me quedé huérfano de ilusióny descubrí enseguida que no quería serguitarrista ni andar en el mundo de lafarándula. Yo solo quería ser poeta yestudiante. De pronto me entraron unasganas locas de estudiar, de saber.

Mi madre volvió a suspirar ante lo

irremediable. Ya se había liquidado eltaller de punto y ahora hacía trajes denovia. Se pasaba el día entero y granparte de la noche ante la máquina decoser, y a veces cuando me despertaba alas 2 o a las 3 de la mañana yoescuchaba, lleno de culpa y de ternura,el trajín de la máquina, siempreincansable y siempre sigiloso.

Así que ahora, que ya sabes tocar laguitarra, resulta que tampoco te gusta yque lo que quieres es volver a loslibros. Eres como tu padre, queempezaba muchas cosas y no acababanada porque enseguida se cansaba detodo. En fin, que sea lo que Dios quiera.

Y lo que Dios quiso fue que, aunqueseguí tocando profesionalmente paraganar algo de dinero, retomé losestudios, tras cambiar las Ciencias porlas Letras, de forma que ahora yo eraestudiante entre los flamencos yguitarrista entre los estudiantes, y en esoestaba cuando aquel día de febrero omarzo de 1969 atravesé la Puerta delSol luciendo El criterio, de Balmes,recién comprado, sin sospechar que algoimportante —otro de esos momentosestelares— estaba a punto de ocurrir enmi vida.

La academia nocturna, como todaslas academias nocturnas que conocí,

estaba en un piso interior oscuro ylaberíntico. Las aulas daban a lúgubrespatios de vecindad, y no era raro que lavida académica alternase con escenasíntimas de familia, una madre dándole lapapilla a su bebé mientras le decíamimoserías que se entreveraban con lasfrases de un profesor en trancemagistral, altercados conyugales,escenas amorosas de sofá, gentecenando, un padre de familia cortándoseviciosamente las uñas de los pies. Aveces, el dueño de la academia, y sufamilia, vivían también allí, enhabitaciones privadas que, si uno abríapor error, podían ofrecer recónditas

estampas de la vida hogareña, y yorecuerdo haber visto, por ejemplo, cómouna profesora de latín ya casi matrona,que un rato antes nos había dado clasevestida con sobrias prendas asexuadas einvestida de la más grave autoridad,ahora se volvía indefensa y con unpronto anheloso de turbación al versesorprendida ante el espejo de cuerpoentero en actitud voluptuosa y endeshabillé.

Todo invitaba en aquellos antros maliluminados y peor ventilados al devaneoy al sueño. Esa es la imagen, y laatmósfera, que mejor definen yesclarecen en mi memoria no solo a las

academias nocturnas, sino también a laEspaña de entonces.

Entré en el aula y dejéostentosamente sobre el pupitre Elcriterio, de Balmes. Teníamos clase deliteratura con un profesor bajito yregordete, con bigote y dientes deconejo, que se llamaba, cómo podríaolvidarlo, Gregorio Manuel Guerrero.Ya alguna vez me había devuelto unexamen con una nota al margen dondeme decía que escribía bien, pero quedebía esmerarme en escribir muchomejor. Sin duda, había detectado misecreta pasión literaria. Fue mi primerelogio de escritor, ese dulce veneno

adictivo del que uno ya nunca sedesengancha totalmente. Un día,animado por sus palabras, le dejéalgunos de mis poemas. Me los devolviócon comentarios alentadores peroambiguos, de modo que me quedé sinsaber lo que pensaba realmente de ellos.

Era un hombre elegante en todo, ensu manera de vestir —trajes impecableso conjuntos formales muy bienarmonizados, zapatos relucientes,corbata, pañuelito de adorno en lachaqueta—, de moverse, de hablar, deescuchar, de tratarnos, y sobre todo —yahí es donde más resplandecía suinteligencia, que era mucha— en el

sabio manejo y dosificación de la ironíay de los silencios. O, si se quiere, en elarte de sugerir, de acompañarnos en lacomprensión de las cosas no hasta elfinal, sino únicamente hasta el punto enel que ya nosotros podíamos hacer solosy por nuestra cuenta el resto del camino.Él nos enseñó a comprender sinpreguntar demasiado, y evitandosiempre las obviedades.

Fue el primer intelectual, en elsentido pleno de la palabra, que conocí,y el mejor profesor que haya tenidonunca. Y no tanto por la trasmisión desus conocimientos, que eran tambiénextensos y a la vez matizados, como por

su persona, por su ejemplo viviente.Según se rumoreaba entonces y pudeconfirmar muchos años después, eradueño de varias cafeterías importantesde Madrid, y si daba clases de literaturay de historia era solo por pura y gustosavocación de enseñar. Y también él teníauna pasión secreta: la lexicología.Veinte años más tarde, averigüé sudirección, lo llamé por teléfono y meinvitó a visitarlo en su casa. Me enseñóentonces los archivos de toda su vida.Miles y miles de fichas escritas a manocon una letra aplicada y menuda dondeiba anotando los avatares históricos demuchas palabras después de rebuscar en

periódicos y obras menores, la mayoríade ellas olvidadas, del siglo XIX.

Nada más entrar, se dirigió alpupitre y tomó el libro con unción en susmanos. Lo estuvo mirando muchotiempo. Tanto, que yo empecé asospechar que algo allí no iba del todobien. ¿Por qué no me decía nada? ¿Esque acaso no era Balmes un granfilósofo, comparable a Aristóteles, aDescartes, a Kant y a los más grandes dela historia? Finalmente dejó el librosobre el pupitre, sonrió levemente consu bonita sonrisa de conejo, fue hasta elestrado y se puso a dar clase. Y nunca,ni ese día ni nunca, me dijo nada sobre

Balmes.Pero un tiempo después, días o

semanas, no sé de qué manera, me loencontré en la calle, cerca de laacademia, y me invitó a tomar un café.No recuerdo la conversación pero sí séque la fue llevando hasta donde élquería llegar. En un momento dado, ypuesto que yo quería ser escritor, mepreguntó por mis lecturas, por misautores y libros favoritos. Le hablé conorgullo de mis poetas, que era donde yome sentía fuerte, Bécquer, Juan Ramón,Antonio Machado, Lorca, Tagore,Neruda…, aunque por instinto nomencioné Las mil mejores poesías de la

lengua castellana. Él asentía, muyserio, aunque con su bigote y sus dientessaltones parecía siempre que sereservaba para sí una leve sonrisa.

Acto seguido, como yo bien temía,del verso pasamos a la prosa. Y ahí mesentí avergonzado, sin saber qué decir.

Mi memoria de lector de prosaestaba llena de novelas baratas dequiosco y de unos cuantos best sellersde la época, con solo algunasexcepciones de las que no era muyconsciente. Puesto que no tenía nadafiable que contar, hablé del Quijote. ElQuijote era uno de los pocos libros queme había comprado, y no por el texto

sino por los grabados de Doré. Yo leíantes el Quijote de Doré que el deCervantes —era el texto el que ilustrabalos grabados, no al revés—, y esalectura hecha imagen se quedó tanarraigada en mi memoria que aún hoy,cuando leo el Quijote, no puedo, niquiero, evitar las interferencias deaquella primera lectura juvenil. El librome costó 400 pesetas (lo cual era muchopara entonces), que ahorré con misprimeros trabajos de guitarrista. Mepasaba seis, siete, ocho horas diarias, a25 pesetas la hora, en una academia debaile, acompañando siempre lo mismo,una y mil veces, sevillanas, soleares,

alegrías, guajiras, y al regresar a casaveía el libro abierto en la vitrina de unapequeña mercería (qué hacía un libroallí, entre bobinas de hilo, tijeras,botones y demás, no lo sé, pero no meextrañaba mucho, porque la épocainvitaba a esas anomalías), y me fuienamorando de él, hasta que al fin me locompré.

Lo leí antológicamente, guiado porlos grabados, y creo que más o menoscon la misma inocencia y desenfado queen los tiempos en que el Quijote no eratan fiero como después nos lo pintaron.

Muy educadamente, mi profesorcambió de conversación, pero a partir

de ese día me fue dejando algunoslibros, así, como quien no quiere lacosa. Mira, hace poco me compré estelibro, que aún no he tenido tiempo deleer. Ve leyéndolo tú, a ver qué teparece. Y a lo mejor ese libro eran unoscuentos de Borges, una sonata de Valle-Inclán, una novelita de García Márquez,algo de Melville o de Kafka. O merecomendaba, y me hacía apuntarlos,libros y autores de los que yo nuncahabía oído hablar. Y con aquellos libros,que yo leía línea a línea en un estadofebril de estupor, enseguida se hizo laluz, y las piezas caóticas de miformación literaria adquirieron un orden

y un sentido, y se consolidó parasiempre mi vocación irrenunciable deescritor.

Fue por entonces, o poco después,cuando conocí la palabra canon, y merendí de inmediato a su claro y enérgicosignificado cultural: aquellos librosescogidos de una vez para siempre porla tradición, por la autoridaduniversitaria, por el buen gusto de losmejores, por el escrutinio implacable —y no siempre justo— que hace el tiempo,y en ese momento vi con claridad lo quehabía sido mi vida hasta entonces. Teníaveintiún años y estaba completamentedescanonizado, y mi profesor había

asumido, sin decirlo, casi sin hacersenotar, la responsabilidad de guiarme, desugerirme, de echarme una mano por elhombro y cambiar suavemente el rumbode mi marcha y acompañarme un trechopor el buen camino de la literatura y elsaber.

Aquel verano de 1969, el año de micanonización, comencé uno de losfestines literarios más ávidos y pródigosque pueda imaginarse. Estuve un mes enSitges, tocando cada noche la guitarra enuna sala de fiestas para turistas, pero elresto del tiempo me lo pasaba leyendo yreleyendo, con una voracidadinsaciable, y como cada libro me

llevaba a otro libro, y cada pasadizo sebifurcaba en otros muchos, y aquelloparecía no tener fin, yo vivía felizmenteextraviado en ese laberinto, con laesperanza de no salir jamás de él.

Luego, ese mismo verano, estuvetres semanas en Moscú, en el FestivalInternacional del Cine, con un pequeñocuadro flamenco —bailaor y bailaora,cantaor y guitarrista— cuya únicamisión consistía en amenizar la fiestaque la delegación española ofrecía a lasdemás. Tres semanas para solo una horaescasa de trabajo. Yo me pasaba losdías encerrado en la habitación delhotel, leyendo y releyendo (porque había

frases, párrafos, escenas, que noacababa nunca de saborear), ajeno atoda realidad que no fuese la de laspalabras.

El día de la fiesta, después de laactuación, un grupo de compatriotas demedio pelo nos hicimos fuertes en unrincón y comenzamos a beber más de lacuenta. En una de esas, alguien dijo:¿Alguien se atreve a sacar a bailar aSarita Montiel? Sara Montiel —que ibamuy en plan estrella— y otros artistasfamosos del cine formaban la parteilustre de nuestra delegación. Yo estabaentonces leyendo Rojo y negro y mesentía totalmente identificado con Julien

Sorel. Quizá él sí se atreviera, pensé, oal menos se obligaría a atreverse parano tener que cargar luego con lavergüenza de su cobardía. Por unmomento estuve al borde de latemeridad, por no ser menos, pero alfinal nadie en el grupo se atrevió, y asíquedó la cosa.

Sin embargo, en mi imaginación yome vi trasmutado en Julien Sorel, y mesentí audaz ante Sara Montiel como élante Madame de Rénal. No seré yomenos, pensé. ¡Allá voy!, dije, y melevanté, y con mi precioso traje marróny mi pecherín de perlas y chorrerascrucé el enorme salón lleno de

celebridades —allí estaban, entre otrosmuchos, Marcello Mastroianni, VirnaLisi, Julie Christie, Alain Deion—,caminando entre la gente gorda en alasde mi viejo complejo de clase haciadonde me esperaba la mujer más ricadel lugar, que era también la máshermosa, etcétera, etcétera, y meacerqué a Sara Montiel y, con unareverencia, la saqué a bailar, y ella medespidió con apenas un gesto defastidio. Y yo me quedé allí, expuesto alridículo, toda la gente gorda mirándomecon odiosa piedad, y al darme la vueltapara volver a mi sitio, al que mecorrespondía, vi al otro lado del salón a

Sofía Loren, ella misma en persona,porque es verdad que estaba allírodando Los girasoles, y sin pensarlofui hasta ella y, esta vez sin reverencia,la saqué a bailar y ella aceptó, y aunqueyo no sé bailar, bailamos gentilmentebajo las lámparas cenitales, dandovueltas y vueltas entre lasexclamaciones de asombro, deadmiración, de complicidad, de laconcurrencia…

Y mi invención me pareció tanlógica, tan ajustada a las circunstanciasreales, que cuando regresé a Madrid mesentí alegremente autorizado a hacer eseañadido imaginario y a contar a quien

quisiera oírlo que yo había bailado enMoscú con Sofía Loren. Y lo hacía contan buena voluntad, y con detalles tanprecisos, que a veces la versión ficticiame parecía, y hasta me sigue pareciendo,más verosímil, y desde luego más justacon Sorel y conmigo, que el suceso real.Un oscuro mundo de inciertas verdades,de verdades intermedias, apuntaba en mialma.

Solo mis hermanas, apenas comencéa contar la historia, me interrumpieronde una vez por todas: Pero ¡quémentiroso y presumido eres! Y mimadre, en un tono neutro de voz: Yadesde chico era muy mentiroso.

Y sí, aquel fue el año inolvidable demi canonización.

16VIDAS OSCURAS

1925-1940

Ayer, 16 de enero de 2014, mi madre medijo: Tu padre podía vivir perfectamentetodavía.

Mi madre vive en el piso desiempre, el que compró mi padre cuandovinimos a Madrid. Pero ahora vive sola,y a mí se me hacen raros esta soledad yeste silencio en un lugar que estuvosiempre tan lleno de gente y de bullicio.A mi madre, sin embargo, le agrada

tanto la soledad de ahora como el trajínde ayer. Vengan bien o mal dadas, de unmodo o de otro, a mi madre siempre leha gustado la vida. Fuera de algún enojomomentáneo, jamás la he visto enfadadani abatida por las adversidades. Yo nosé de dónde ha sacado esta gente, estageneración infortunada, su temple y suentereza. Una generación, casi dos, quesufrieron la guerra y la posguerra, quevieron truncados sus proyectos de vidaen plena juventud, que trabajaron comomulas y lo sacrificaron todo para quesus hijos corrieran mejor suerte queellos y cuya obra, no sé si humilde ogrande, es esa, el bienestar de los suyos:

esa fue la causa por la que lucharon, yesa su recompensa. Fueron vidasoscuras, anónimas, de las que ya casinadie quiere acordarse, aunque fuese almenos para agradecerles los serviciosprestados.

Bueno, dije yo, él nació en febrerode 1914.

Y qué.No, nada, que el mes que viene

hubiese cumplido cien años.Mi madre pasó por alto la objeción.Era tres años mayor que yo, y

todavía podía vivir, ¿por qué no?Estaría orgulloso de vosotros, de lo bienque os habéis situado todos. Vosotros

fuisteis su pasión. Bien o mal hecho,todo lo que hizo lo hizo por vuestrobien.

Se sienta en un butacón de mimbre ymira a la calle por donde hace muchosaños pasaban tranvías azules y rebañosde ovejas.

¿Te acuerdas?No me voy a acordar. También

pasaban los basureros tocando lacorneta en carros tirados por burros.

Luego, como siempre, nos pusimos adarle vueltas al pateado, a las pequeñascosas del pasado. Años y años después,seguimos rebuscando en él, intentandodescubrir algo nuevo, algún mínimo

resto del naufragio. A menudo pienso enlas muchas biografías que he leído sobrepersonajes más o menos ilustres.Biografías a veces noveladas, y no poreso menos verídicas, y a veces rigurosasy monumentales, donde se lograreconstruir con gran minucia hasta losaños más recónditos de una vida, y serescata así lo que parecía condenado sinremedio al olvido. Y sin embargo, tantosdatos como atesoramos de políticos,militares, escritores, filósofos,científicos, profetas y magnates, y aveces apenas sabemos nada, ni nospreocupamos por saberlo, quizá porquelas damos por sabidas, de las personas

que tenemos cerca, y a las quequeremos, y que un día, cuando mueren ytranscurren los años, y cuando ya estarde para remendar los rotos delolvido, descubrimos con pena y estuporque no conocemos casi nada de ellas, yentonces nos preguntamos por qué noindagamos más en sus vidas cuando aúnera tiempo de hacerlo, y no solo pornosotros, sino también por lasgeneraciones venideras. Ah, lo que yodaría por tener una buena biografía demi padre, y no digamos de la historiacompleta de los hojalateros y sudescendencia.

Por eso, ahora que puedo, interrogo

exhaustivamente a mi madre sobre elpasado. Van quedando muy pocos de sugeneración, y pronto no habrá nadie aquien preguntar sobre aquellas vidasanónimas y humildes, y a punto ya deextinguirse del todo en la memoriacolectiva. Me gusta mucho conversarcon mi madre, escucharla. Da gusto oírlahablar. Habla de un modo natural ysencillo, con la viveza y el vigor delantiguo lenguaje oral, el que ella oyó deniña, y que sería más o menos el mismoque aprendieron su madre y su abuela deotras generaciones anteriores. Hablomucho con ella, y sin embargo apenas sénada de su infancia y de su juventud. Le

pregunto y le pregunto, un año tras otro,pero ella no me cuenta. No porque no seacuerde o no quiera contarlo, sinoporque su vida no le parece interesante.Pero si no hay nada que contar, me dice.

Y quizá sea así. Quizá, en general,haya poco que contar acerca de la vida,tan monótona casi siempre, y por esoexisten y nos gustan tanto las novelas ylas películas, donde los años, aligeradosde su carga de tedio y reducidos a loesencial, se organizan armónicamente entorno a un argumento con su principio,su desarrollo y su final trágico o feliz. Ynos parecen reales, o al menosverosímiles, porque nuestras vidas,

vagamente, se parecen a esas historiascompletas y cerradas. (El caso de mipadre, dicho sea entre paréntesis, es aúnmás singular, porque la suya fue unavida trágica sin argumento, sin historia,sin otra cosa que la tristeza de desear envano, que es tanto como decir que lapura tristeza de existir).

Lo único que he llegado a saber delos años oscuros de mi madre, son unaspocas anécdotas dispersas que ella meha referido muchas veces, junto condetalles que permiten imaginarse elescenario, y el tumulto vital de fondo,donde ocurrieron esas peripecias.

Hasta su matrimonio, sé que vivió en

una finca arrendada, que se llamaba LosBarros, y de la que hablaba en un tonotan añorante que durante años yo creíque aquel lugar idílico debía de quedarmuy lejos, allá por el pueblo donde ellanació, hasta que un día me enteré de queestaba junto a la rivera y que lindabacon Portugal, a solo unos pocoskilómetros de Valdeborrachos. Allívivió con sus padres, Ángel y Felisa, ycon sus cuatro hermanos, tres hembras yun varón, pero también con treshermanos de Ángel y con un hermano deFelisa, todos con sus esposas y sushijos, de modo que entre unos y otroseran más de veinte, y formaban una

pequeña tribu pacífica y feliz. Nuncahubo desavenencias ni enfados entreellos, no como en la familia del ladopaterno, que a las dos por tres se poníana discutir y salían tarifando, y quesiempre tenían deudas pendientes quenunca acababan de saldar.

Vivían en unas casas que habíaconstruido Ángel para todos ellos,alineadas en dos filas, como un trozo decalle.

¿Y las hizo él solo?No sé si lo ayudaría alguien, pero

las hizo él, y también los tinados, losgallineros, el homo y las zahúrdas.

Cada familia tenía su casa y su

gallinero, y del mismo modo que lasgallinas se mezclaban todas de día peroa la hora de comer y dormir cada unasabía cuál era su casa, así también ellos,su tío Román, su tío Gumersindo, su tíoAntolín, su tío Eugenio, su tía Cruza, sutía Petra, sus primos Toribio, Federico,Teodoro, Román, Emiliana, Eladia,Francisca…, nombres que vengo oyendodesde niño evocados como si fuesenpersonajes de cuento o de leyenda. Unavez pasó por allí un merchante con unapartida de instrumentos musicales y unamáquina fotográfica, y parte de ellos seretrataron formando una orquestina de lomás jovial y pintoresca. Es la única foto

que se conserva de esos tiempos, y creoque también la única de mi madre antesdel matrimonio. Son todos tan jóvenes, yse les ve tan alegres y desenfadadosposando de músicos, que quizá esa fotocontribuyó a forjarme la imagen idealque yo tenía de ellos y de esa épocadichosa.

De su padre recuerda muy poco,porque murió de una pulmonía concuarenta y cuatro años, cuando ella teníadiez. Pero lo poco que recuerda tieneuna intensidad vivida y perenne. Una vezllevó a sus tres hijas mayores, Eufemia,ella y Tomasa, en una tartana tira da poruna yegua blanca a ver por primera vez

el tren. Mi madre se acuerda muy biende todo: el madrugón, el viaje, que durótodo el día, la tartana, la yegua, el tren,el miedo delicioso del regreso ya caside noche, por senderos solitarios detierra entre bosques vírgenes de encinas.Su padre quería arrendar una finca cercade un pueblo grande para que sus hijospudieran ir a la escuela y fuesen gentefina. Pero no pudo ser. Un vejete queandaba por aquellos cortijos dejados dela mano de Dios, y que sabía leer yescribir, hizo el oficio de maestro enLos Barros. Reunía en un chozo a losniños de los alrededores y les enseñabalas letras y los números. Fuera de eso,

mi madre asistió por temporadas a laescuela pública de su pueblo. Esa fuetoda su instrucción escolar.

De la guerra recuerda que, una deesas temporadas que vivió en el pueblo,se oía el campanillo del camión quepasaba dos o tres noches por semanacon los presos que iban a fusilar. Al oírel campanillo, me cuenta, a mí meentraba una temblina que mi madre metuvo que llevar otra vez al campo.Desde allí, algunas noches se oía a lolejos el retumbo de los cañones en elfrente y el resplandor de las descargas.En aquellos campos solitarios, por lodemás, ni siquiera pasó la guerra. Ni

siquiera la guerra.Una vez, hace pocos años, fuimos a

ver Los Barros. No había vuelto allídesde que se casó. Era primavera. Nosmetimos con el coche por un largocamino de tierra. A ambos lados,grandes llanos incultos colmados dehierba y de flores. A nuestro paso, salíanvolando alegres bandadas de jilgueros.

¿Es por aquí?Sí, por aquí.Entonces, ¿ya estamos en Los

Barros?Sí. Todo lo que se ve aquí estaba

sembrado de trigo y de avena.No se veía a nadie, ni siquiera un

animal.¿También entonces era así?No, qué va. Entonces había gente por

todos lados. Pero ahora ya nadie quieretrabajar ni vivir en el campo.

Luego el terreno se fue ondulando yempezaron a aparecer los primerosmatorrales y encinas. Al rebasar unaloma, vimos al fondo la línea arboladade la rivera.

Métete aquí a la izquierda.Pero si no hay camino.Porque se ha borrado. Pero tú tira

por ahí y enseguida, detrás de aquel alto,están las casas.

Y sí, allí estaban las casas, ya muy

estropeadas, sin hojas ni marcos en lasventanas y en las puertas, los murosagrietados, los tejados rotos y vencidos,que ahora servían de refugio para losanimales. Me fue señalando dónde vivíacada familia, el horno común, del quesolo quedaba la horma, el sitio dondeestaba el chozo en que aprendió a leer ya escribir, el lugar donde organizabanlos bailes y donde un día todos sevistieron con trajes de papel, la cuadradonde dormía la yegua blanca que a ellatanto le gustaba montar.

No te ahogaste de milagro, le dije.Ni sé cómo me salvé, con la de

veces que crucé con ella la rivera por

los sitios más hondos.Entramos en la casa donde vivió con

los suyos.Cuánta fusca, dijo. Luego nos fue

señalando con la mano: Aquí es dondecriaba a la liebre que acabó en lacazuela, aquí es donde Eufemia y yo lepusimos al gato zapatos hechos conmedias cáscaras de nuez rellenas decera, aquí tenía mi madre el arca delbacalao.

Tantas veces había oído hablar delgato, de la liebre, de la yegua blanca ydel arca del bacalao, que el encuentrocon los vestigios de la realidad no alteróen absoluto las figuras que yo guardaba

de siempre en la imaginación. Mepregunté si para ella no sería lo mismo,si sus recuerdos tan lejanos, y tan usadosdurante tantos años, no habrían fundadoya su propio reino, con sus propiasleyes, y si aquel espacio no le resultaríaextraño, carente de emoción, ajeno casia su pasado, a la que había sido la épocamás feliz de su vida. Nos fuimos, y ellano se volvió para mirar atrás.

Eso es todo lo que he llegado aconocer de los años oscuros de mimadre. De mi padre, sin embargo, no séabsolutamente nada. ¿Cómo fue su niñezy su adolescencia y su primeramocedad? Imposible saberlo. Solo hay

una fotografía de mi padre niño. Es unretrato donde mi padre y el abuelo Luisposan solemnemente en un escenariopreparado al efecto con maceteros ycolchas historiadas. Los dos vistencuidadas prendas campesinas. Mi padrelleva boina y mi abuelo sombrero. Mipadre sostiene entre los brazos unaliebre muerta. Debe de estar fechadahacia 1922. Eso es todo. Luego, hastalas cartas de la guerra, no sé nada de él.Ni siquiera una anécdota.

Respecto al noviazgo, cómo seconocieron, cómo se declaró él, cómofue el cortejo, de qué hablaban, quédecían los versos que él le escribió

alguna vez, de todo eso no sé nada. Aveces vuelvo de nuevo a preguntarle,por si suena la flauta, pero mi madresiempre dice que no se acuerda de esascosas. Su sobriedad sentimental,además, le impide tratar esos asuntos.Lo que sí sé es que se casaron en elpueblo de la novia, como era normaentonces. Por parte del novio soloasistieron a la boda el abuelo Luis y mitía Juana, hermana de mi padre. Losdemás no fueron porque en aquellostiempos las cosas eran así. Viajarresultaba caro, y sobre todo no estabadentro de las costumbres campesinas.Quién iba, además, a cuidar del ganado,

de las gallinas, de la hacienda.Durante un rato nos quedamos

callados y como perdidos en la lejaníade aquellos tiempos.

¿Sabes de quién me acuerdo mucho?,le dije, para mantener la intensidad delmomento.

¿De quién?De tía Cipriana.Ah, yo también, dijo ella. ¡Era tan

buena! A mí me quería como a unahermana.

Yo le comenté que no había tenidomucha suerte en la vida.

Es verdad, dijo mi madre. Sufriómucho, y sin embargo nunca perdió el

humor. ¡Qué buen genio tenía!Y así la recuerdo también yo, alegre

y dicharachera, aunque con silenciosprofundos que debían de escondermuchas penas inconsolables. Volvimosuna vez más a recordar su vida, mimadre y yo. Mi tía Cipriana era lahermana mayor de mi padre, quetambién se llamaba Cipriano, nunca supepor qué. Mi madre sí lo sabía, pero yano se acuerda, y yo no me ocupé deaveriguarlo cuando aún estaba a tiempode hacerlo. Quizá entonces yo no eramuy consciente de los estragosirreparables que producen los años.Ahora miro atrás y solo veo un paisaje

de escombros. Un desastre, como dijotío Ignacio al ver las ruinas romanas. ¿Yqué puede hacer la memoria pararemediar ese desastre?

La casaron a la fuerza, ¿no?Sí. Ella estaba enamorada de otro,

de uno que era sastre, pero su padre laobligó a casarse con un hombre oscuro ymuy raro, al que ni siquiera conocía. Sellamaba Angel. Ella tenía entoncesquince o dieciséis años, ya ve usted.

El hombre oscuro y raro vivía en lasoledad de un toril con un hato de cabrasy unas cuantas gallinas. Toril es unapalabra que no viene en el diccionariocon el significado que yo conocí de

niño, y que es algo así como un campomontuno, bravío, con chaparros, jaras ymaraña. Y allí se fue a vivir ella con elhombre oscuro y raro al que no quería,ni apenas conocía.

Aquel hombre hablaba muy poco ypensaba mucho. Apenas iba al pueblo, ycuando iba no se juntaba con nadie, noalternaba ni frecuentaba las tabernas, legustaba la soledad y el silencio, y eso eslo poco que se sabe de él. A los veintiúnaños, mi tía Cipriana era ya viuda ytenía cinco hijas, además del toril y lascabras, que eran su único medio de vida.Un día, estando en el pueblo en casa desus suegros, el hombre oscuro y raro se

desnudó, se vistió solo con una sábana,se reató una toalla a la cabeza a modode turbante, salió al balcón y se puso aechar un discurso. Estuvo mucho tiempoallí discurseando, y es de suponer queabajo se formó un mediano auditorio,pero de ese discurso no se sabe nada.Como muchos pergaminos que sequemaron en la biblioteca deAlejandría, también ese humildediscurso se perdió para siempre. Yo lepregunté más de una vez a mi tíaCipriana, pero ella siempre decía quecómo iba a acordarse de eso, quebastante tenían ya con la desgracia de sumarido, que se le había vuelto loco de

repente, y del escándalo público queestaba armando en el balcón.

Aquella fue sin duda una locuralargamente incubada, y quizá también eldiscurso fue largamente planeado. ¿Quédiría? ¿Qué extrañas intuicionesalumbrarían su mente en ese rapto deelocuencia, y qué palabras, y qué hiloargumental, por difuso o mal anudadoque fuese, elegiría para expresar y dejarconstancia ante el mundo objetivo de sumundo particular e intransferible?

¿Y tú nunca preguntaste qué fue loque dijo desde el balcón?

Y qué iba a decir, pues las tontunasque dicen los locos, dice mi madre, pero

yo creo que algún vislumbre de extremalucidez, el vago contorno de una ideajamás pensada, algo quizá terrible,debía de sustentar el discurso que elhombre oscuro y raro legó vanamente ala posteridad. Lo llevaron a unmanicomio y allí murió poco después.No, tampoco debía de ser pequeño elafán de aquel hombre.

Las cinco hijas de tía Ciprianatuvieron una vida poco afortunada. Algodel padre quedó latiendo en ellas, en unamirada, en un tic, en una fraseextraviada, en una distraccióninsondable. Dos murieronprematuramente, y las otras enviudaron

pronto y vivieron de los milagros deldinero chico. Y lo mismo mi tíaCipriana. La renta del toril era escasa yla repartía con sus hijas, hasta que alfinal lo vendió, y entre unos y otros secomieron enseguida aquel pequeñocapital.

Mi tía Cipriana vivía muypobremente en el caserón de sus padres.Cuando se quedó sola, ya era mayor,porque había nacido con el siglo, comole gustaba decir, y concertó con unavecina que todas las mañanas allevantarse abriría el postigo para darnoticia de que seguía viva y activa, y deque si alguna vez no se abría, una de

dos, o no podía valerse o había muerto.Siempre que íbamos al pueblo, lo

primero que hacíamos era visitarla yllevarle algunos regalos. Luego nossentábamos alrededor de una mesacamilla y ella y mi madre se ponían ahablar durante horas y horas con muchogusto y sin ningún cansancio, y esahubiera sido para mí una fuenteinagotable de información, pero al ratoyo me levantaba y me perdía en busca dearañas gigantes y de sensacionesolvidadas por los patios, traspatios,corrales y dependencias medioarruinadas de aquel casumbo en el quehabía vivido largas temporadas durante

mi niñez. Hoy me arrepiento de no haberasistido a aquellas conversaciones, y deno haber promovido muchas más.

Nuestros regalos eran siempre más omenos los mismos: botes de lechecondensada, paquetes de galletas, unpollo, una rebeca gruesa para elinvierno. Ella no estaba acostumbrada arecibir regalos y se emocionaba tantoque se ponía fea de ternura y hacía comoun puchero, el llanto pintado en elrostro, y no solo por la emoción sinotambién por la tristeza de no podercorresponder en igual medida. Esapalabra, corresponder, la tengo marcadaa fuego desde niño. Si te hacían un

favor, un regalo, una invitación, habíaque corresponder. Si no eras capaz decorresponder, se agradecían mucho losofrecimientos pero no se aceptaban, nopodían aceptarse. Por eso nuestrosregalos eran siempre modestos, para noofenderla y crearle un cargo deconciencia.

Pero ¡si yo no puedo corresponder!,nos decía siempre, agradecida, sí, perotambién quejosa del apuro en que laponíamos.

Una vez, en su afán de corresponder,les dijo con mucho misterio a mis hijos,que debían de tener siete u ocho años:Os voy a hacer un obsequio. Recuerdo

que para entonces el habla se lederramaba por una mella que tenía.

Entró en una alcoba fresca y oscura,que había servido siempre de bodega, laoímos y entrevimos trastear entre unastinajas y poco después salió con dosnaranjas, una en cada mano. Se inclinósolícita hacia los niños y se las ofreció,como si realizase un juego de magia.Esto, dijo, en un tono rumboso, paravosotros. Los niños se quedaronperplejos, sin entender, mirando cadacual su naranja. Sin duda, ignoraban queuna naranja pudiera ser un obsequio. Yoles dije luego que quizá nunca habíanrecibido, ni recibirían, un regalo tan

sincero y espléndido como aquel. En ladespedida, volvió otra vez a ponerse feade ternura. Este es el último año que nosvemos, decía siempre, y se asomaba a lapuerta para vemos partir por última vez.

¿Seguro que no sabes nada de aqueldiscurso?

Seguro que no.Así que ayer mi madre y yo

volvimos a repasar los viejos tiemposen busca de algún pormenortraspapelado. Pero no encontramos nadaque no supiéramos ya.

¿Por qué te ha dado últimamente porpreguntar tanto?

Le dije que estaba escribiendo un

libro sobre la vida de todos nosotros.Con lo mentiroso que has sido

siempre, habrá que ver lo que cuentasahí.

No, esta vez no hay mentiras. Es unlibro donde todo lo que se dice esverdad.

Ella se quedó dudosa y comoausente, y solo tras un buen rato dijo:

Él podía vivir perfectamentetodavía, ¿por qué no?

17ELOGIO DEL CUBIL

Hacia 1950

El otro gran momento de suspense en losviajes entre el campo y el pueblo eracuando, al rasar un alto, aparecía elcastillo a lo lejos. Ah, granuja, ya estásaquí de nuevo, escuchabas su voztruculenta desde lo alto del canchaldonde estaba encaramado, ya eres otravez mío, y su mirada ceñuda y rencorosaya no se apartaba un momento de ti, teiba siguiendo y rastreando por las

sinuosidades del camino. Era como sientre mi padre y el castillo hubiera unasecreta afinidad, una conjura de los doscontra mí. Y, según nos acercábamos, yome iba llenando de miedo y de tristezaante las exigencias de la realidad:demasiada realidad para asumirla todade una vez.

Porque allí acababa el tiempo de lainocencia y de la impunidad, donde elpresente lo era todo, y comenzaba elfuturo, tan amenazante como el perfilbruto e inflexible de las torres yalmenas. Pronto acabarían lasvacaciones y yo tendría que volver aMadrid para forjarme un porvenir y

llegar a ser algo grande en la vida. Otravez el largo viaje nocturno en tren, eldormitorio colectivo, los madrugones, elolor a cura, a lejía y a sopa de fideos,las luces insomnes de los coches yendoy viniendo en la oscuridad por laautopista de Ba rajas, el rumor de fondode la ciudad, las cometas de losbasureros, la pesadumbre y el tedio dela misa diaria y del rosario de despuésde comer, el sopor de las clases, elmiedo siempre latente a defraudar lasilusiones de mi padre, a no sabercumplir la misión que él me habíaencomendado, y a todas horas elrecuerdo sin consuelo del campo, del

gato, del perrillo, de las gallinas y lospavos, de los coloquios alrededor delfuego, de los cuidados de mi madre, delos días largos y despreocupados delverano…

Luego, por un sendero pedregosoentre chumberas y pequeñas huertas muybien cuidadas, entrábamos en lasprimeras calles del pueblo. Llegados encarros o en caballerías, sucios delcamino, parecíamos la reencarnación delos hojalateros ambulantes, nuestrosprimeros padres. Y allí comenzaba otromundo. De golpe los colores, los oloresy los sonidos pasaban a ser otros, y conellos despertaban otros modos de

emocionas y asombros. Los sentidos,saturados por tantas y tantasincitaciones, no sabían a lo que atender:el blanco cegador de las casas, el verdede los naranjos y palmeras, el ocre delos tejados, de tantos tejados juntos, loscolorines de las tiendas y de loszaguanes de las casas, con su alegre yfresca geometría de azulejos y su fila deaspidistras en altos maceteros de forja,el olor a dulces recién hechos, a cervezay a vino agrios al pasar ante lastabernas, al escabeche y al bacalao y alpapel de estraza de las lonjas, a acerasmuy bien fregoteadas, y el quiconeo delas cigüeñas, las campanadas del reloj,

el motor de un coche o de una moto, lamúsica celestial de las fraguas y de lasherrerías, y el habla cantarína y refinadade la gente, cómo no, que nada tenía quever con la prosodia de los campesinos,tan cerrada y oscura.

No había comparación posible. Lomismo que en el campo era lafascinación ante los misterios y encantosde la naturaleza, en el pueblo era elfervor (promovido y extremado por mipadre) ante los prodigios de lacivilización y la modernidad, y ante lasgentes que las representaban. Porquemás que admiración era fervor, creencia,fanatismo. Y no solo hacia el médico, el

ingeniero, el abogado o el maestro, sinotambién hacia los expertos, a los quedominaban un arte o una técnica. Losconductores de automóviles, porejemplo, que entonces gozaban de ungran prestigio entre las clases populares(no entre la gente gorda, claro está,donde no pasaban de ser meros criados).Conducir, guiar un coche, como se decíaen aquellas fechas, tenía algo de magia,de un saber arcano solo al alcance deunos pocos.

Mi padre me llevaba a veces con éla los talleres de los artesanos que eranamigos suyos para que los viese trabajary me fuese aficionando a las labores

finas y mañosas. Y de todos ellos —lazapatería, la herrería, la sastrería, eltaller de mecánica—, el que más megustaba era una carpintería regentadapor un hombre que era muy alegre, muyhablador y muy borracho, que sellamaba Hilario pero al que todosconocían como el maestro Agujero.Había sido en su juventud sargento de laGuardia Civil y tenía un agujero hondoen la mejilla y parte del cuello de un tiroque le dieron en una trifulca de honorcon un teniente, o eso era al menos loque se contaba. El teniente murió en latrifulca y a él lo echaron del cuerpo.Entonces se metió a carpintero. Ahora

bien, el agujero en la cara no le impedíaser un hombre atractivo, que hacíasuspirar a las mujeres, aunque quizáfuese más por su labia que por su figura.

El maestro Agujero trabajaba poco ymuy despacio y tardaba muchísimo enhacer los encargos, pues casi todo eltiempo se le iba en hablar, en beber vinoy en jugar con sus pájaros amaestrados.Pero todo el mundo le perdonaba lasinformalidades porque no había manerade enfadarse con él, de lo desmesuradoy bromista que era. Y eso es lo que megustaba a mí de la carpintería, elambiente festivo y el que estuviese llenade pájaros que iban de un lado para

otro, entrelazando sus vuelos, que salíany entraban de la calle, que cantaban ygraznaban, que se posaban en el hombroo en la cabeza del maestro Agujero, quedecían picardías y frases absurdas,porque a algunos —la urraca, el grajo,el mirlo, el estornino— los habíaenseñado también a parlotear. Y luegoaquella manera que tenía de quedarsecon el martillo o el serrucho en el aire,en actitud de usarlos pero sin decidirsetodavía, mientras hablaba a voces ymiraba a sus contertulios, más atento alcoloquio que al tajo, sin prisas, sinpreocupaciones, y siempre con laherramienta alzada, hasta que al fin a lo

mejor retomaba el trabajo, aunque biense veía por sus maneras inconstantes queno tardaría en hacer otro alto pararemachar algún punto de la conversacióno abrir en ella un nuevo frente. Ysiempre con el vaso de vino al lado y elpelo lleno de plumas y virutas.

Cuando salíamos de allí, mi padreme preguntaba si me había gustado aquelmodo de ganarse la vida, y yo siemprele decía que sí. Entonces él se ponía ahablar apasionadamente y con muchaelocuencia de lo bien que iba a vivircuando fuese abogado. Y nada demonos, ni de mandiles ni de pringue,porque yo iría siempre con traje y

corbata y solo tendría que hablar y quefirmar. Un buen abogado, con una firma,ganaba más en un día que un carpinteroen todo el año. Eso era el dinero grande.Pero yo lo que quería de verdad eraamaestrar pájaros, hablar a voces,reírme y beber vino, y de vez en cuandotrabajar un poquito. Ese era el destinoque hubiese elegido para mí. Por eso megustaba el maestro Agujero, y no elmodo de ser de algún que otro experto,que tenía todos los síntomas alarmantesdel hombre eficaz. Y así, nos íbamosyendo a casa, dando el día por bienaprovechado.

Pero a quienes yo admiraba

secretamente de verdad, y envidiaba yodiaba en secreto, era a ciertaspandillas de muchachos que tenían máso menos mi edad, y cuyos modosurbanos me intimidaban y me producíanun sentimiento de inferioridad cuyosrescoldos aún humean. No losmuchachos de mi calle, y menos aún losde mi vecindad, que eran casi de lafamilia, y tampoco los del colegio deMadrid, con los que a mí no se meocurría compararme porque eran ajenosa mi verdadero mundo, sino los hijos debuena familia del pueblo, los vástagosde la gente gorda, o mediana, o quizá nieso, pero cuya realidad fantasmagórica

había grabado a fuego en mi corazón laautoridad paterna. Ellos eran losejemplares de la fauna que mi padrehabía creado en su imaginación infernal.Heraldos de la casta a la que yo algúndía, según sus cuentas, habría depertenecer. Y en cuanto a las muchachas,me parecía imposible llegar a merecer aninguna de ellas. Y no solo entoncessino ya para siempre. En laadolescencia, en la juventud y en lamadurez: en todas las edades he sabidoreconocer al instante a las muchachas, alas mujeres prohibidas, inalcanzablespara mí.

Ahí están, valga este aparte literario,

descritas de una vez para siempre desdelos ojos enloquecidos de Sorel y deGatsby, esos dos grandes desclasados acuya causa yo me adhieroincondicionalmente. Como en la vidareal, cuando leí El gran Gatsby lasreconocí también de inmediato. Sellaman Jordán y Daisy. En losmovimientos de Jordán hay «la agilidadde quien ha aprendido a andar encampos de golf y durante mañanastransparentes y frías», y sobre su labiosuperior se insinuaba «un transparentebozo de sudor cuando jugaba al tenis».La voz de Daisy está «llena deresplandores y de música», y en una

tarde de lluvia «un húmedo mechón depelo parecía una pincelada azul sobre sumejilla». En ellas está todo el esplendor,toda la magia y todo el encanto quealimentan los más altos y delirantessueños del amor. Inalcanzables, siempreinalcanzables. ¿Cómo no recordar laprimera vez que aparecen en la novelaante los ojos atónitos del narrador y dellector? Es un espacio de un luminosocolor rosado en una gran mansión deWest Egg. Las ventanas estánentreabiertas. «La brisa atravesó lahabitación, hinchando los visillos…, enun lado hacia el interior del cuarto y enel otro hacia afuera, y luego los retorció

para levantarlos hacia el techo, queparecía una barroca tarta nupcial;después agitó un tapiz color vino,creando ondulaciones como las delviento sobre el mar».

Ese es el espacio en el que entra elnarrador, y nosotros con él, para asistirahora al prodigio de la belleza en todasu dolorosa plenitud: «El único objetocompletamente inmóvil que había en elcuarto era un enorme sofá en el que dosjóvenes estaban encaramadas como si setratara de un globo cautivo. Ambas ibande blanco, y sus vestidos se agitaban yllameaban como si la brisa acabara dedevolverlas al punto de partida después

de un breve vuelo en tomo a la casa.Debí permanecer inmóvil unosmomentos escuchando el restallar de losvisillos y el chirrido de un cuadro contrala pared. Luego se oyó el ruido violentode las ventanas traseras al cerrarlas TomBuchanan, con lo que el vientoaprisionado perdió fuerza, y los visillosy los tapices y las dos muchachasdescendieron lentamente hasta el suelo».

Así de leves y de maravillosas erantambién las muchachas, las niñas, a lasque yo espiaba de lejos en sus alegrescorrerías y por las que sufría como unpequeño Gatsby, y por las que ya nodejaría nunca de sufrir. Jamás, jamás

podría pertenecer a aquella castadominante y feliz.

Por eso me gustaba recluirme encasa, donde estaba a salvo de envidias yrencores. Las casas de mi familia erangrandes y destartaladas casas delabranza, con hondos zaguanesabovedados y con piso de piedra crudapor donde pasaban ruidosamente lascaballerías hacia el corral, donde estabala cuadra. En la penumbra de losdesvanes se guardaba el grano, yextendidos sobre el suelo seconservaban calabazas, melones,camuesas, membrillos, de modo queaquellos lugares, con sus buenos

aromas, estaban hechos como apropósito para acoger la soledad de unniño. Allí me sentía seguro, porqueestaba en casa pero a la vez estaba asalvo de la familia y de los deberesfamiliares. Doblemente seguro pues.

La ensoñación de un lugar secreto,de un refugio, siempre me ha subyugado.Un día deberías escribir algo sobre elrefugio como motivo literario, Elogiodel cubil podría titularse, porque losmejores y más seguros escondrijos loshas encontrado siempre en los libros.Todo buen lector ha compartido ysaboreado con los náufragos de La islamisteriosa el refugio inaccesible que se

hacen en la pared vertical de unacantilado, o con Robinson Crusoe lostres que llega a tener, cada cual másrecóndito que el anterior. Aunque el quemás me gusta, y al que siempre regresoen las noches en que algo vagamenteinquietante no me deja dormir, es lamadriguera que excava Lawless, elinolvidable personaje de La flechanegra, de Stevenson. «Aquí tenéis, pues—dijo Lawless—, la madriguera delviejo Lawless… Mucho he rodado deaquí para allá y por todas partes, desdeque tenía catorce años y huí por primeravez de mi abadía con la cadena de orodel sacristán y un misal, que vendí por

cuatro marcos. He estado en Inglaterra, yen Francia, y en Borgoña, y en Españatambién, en peregrinación por mi pobrealma, y en el mar, que no es país denadie. Pero mi sitio está aquí. Mi patriaes esta madriguera en la tierra. Ya lluevao ventee…, ya luzca abril y canten lospájaros…, o venga el invierno y mesiente sólo con mi buen compadre elfuego mientras gorjea el petirrojo en laselva, aquí está mi iglesia y mi mercado,mi mujer y mi hijo. Aquí es dondesiempre regreso, y aquí, ¡háganlo lossantos!, quisiera morir».

No hay mejor placer, tras unajornada de fatigas y de peligros, que el

refugio seguro, y la comida y la bebida,y el calor del fuego y de la plática.Narradores desde el refugio son losjóvenes del Decamerón. Y así tambiénse hace el Quijote: una aventura, y luegoel ameno descanso de un coloquio. Siruge afuera la tormenta, o aúlla el lobo,o acechan los salvajes o los bachilleres,todavía mejor.

Y entretanto el lector, como lospersonajes en el seguro de una cueva ode un cerco de estacas, encuentra surefugio en el libro. Esconderte en unlibro, en el cálido cubil de las palabras,eso es lo que has hecho tantas veces,como de niño en los desvanes.

El olor a polvo de cereal y a oscurasesencias naturales, y el patio perfumadode jazmines y dondiegos, y el zumbidode las avispas en las horas mortales dela siesta. Allí, al fondo del zaguán, juntoal portalón abierto de par en par, sesentaba tu padre por las mañanas a leerel periódico, y así estaba atento a lasnoticias del mundo y a las de la calle, yallí mismo, tras correr la cortina paratamizar el fulgor del corral, tu madre yalgunas vecinas hacían por la tarde uncorro de costura. Yo subía y bajaba porla casa, salía a jugar a la calle, podíaemprender cualquier aventura con laseguridad de que, mientras el corro

continuase allí, con sus alegres yapacibles susurros, no iba a pasarmenada malo, porque ellas, las mujeres, mecuidaban, me protegían de cualquierpeligro con su sola presencia. Entoncesno había agua corriente. A lo mejorentraba sofocado por el calor e ibaderecho a la tinaja —me gustaba sentiren la barriga la frescura cóncava delbarro—, retiraba la tapa de madera yhundía en el agua dormida con la manoel vaso de lata que había para beber. Alsalir otra vez al zaguán, las mujeres delcorro levantaban los ojos de la costura ode la conversación y me miraban uninstante y me veían allí, secándome la

boca con la manga, todavía con larespiración agitada, representando anteellas el papel de niño grande, de niñoatareado, de niño camino de ser hombre,y ellas acaso sonreían un instante, soloun instante, y eso era suficiente para queyo, no sé cómo, no sé por qué, no sé dedónde, fuese feliz. El seguro refugio delas mujeres, la felicidad sin ton ni son.Las mismas mujeres que se reunían encasa alguna mañana para hacer dulces.Toda la mañana dedicada a los dulces, yesos días estaban también libres depecado y de culpa.

Pero en septiembre llegaban losprimeros y aciagos anuncios del otoño.

Vendrían las lluvias y las nieblas y yo noestaría allí, pensaba, como tampocooiría el crepitar de la lumbre ni elronroneo del gato ni las historias de miabuela Frasca, ni estaría ya bajo laprotección del corro de costura o de lasalegres mañanas consagradas a ladulcería. Estaría lejos, haciéndome unhombre de provecho. Y según seacercaba octubre, y con él el duromundo del mañana, iba como manandode mí una tristeza cuyo sabor amargosigue intacto en el alma. Me sentía soloy desamparado, y aquel sentimientoquizá se marcó con sello indeleble enalgún oscuro rincón de mi carácter. De

esto no he hablado nunca con mi madre.Ella no le daría importancia. Son laspequeñas penas de los niños, queenseguida se pasan y se olvidan. Pero nosé, no sé. Quizá algo de mi modo de sery de sentir se forjó en el moldedefinitivo de aquellos días que iban delverano al otoño, y quizá ahora, cuandoen septiembre se levanta una súbitabrisa precursora de los fríos invernales,algo en mi cuerpo actualiza, pone al día,lejanas vivencias del ayer. Me pregunto(sin ánimo desde luego de obtenerrespuesta) si los sentidos, desazonadospor un escalofrío a deshora, no alertarána la conciencia de la llegada recurrente

de aquella primera tristeza infantil.¿Somos así de casuales, así de frágiles,de simples? ¿Somos, entre otras cosas,el niño cuya ánima en pena andarásiempre errante por las otras edades dela vida?

Y, según se acercaba octubre, eracomo si me fuese alejando de mi casa yde nuestra calle hacia un mundo que seiba haciendo cada vez más hostil.Nuestra calle era la más alegre que heconocido nunca. A todas horas se oíanlas voces de las vecinas que se hablabande lejos, los pregones de quienes ibanvendiendo fruta, telas, helados, quesos,ranas, del afilador, del hojalatero, los

gritos de los niños, los cascos de lasbestias rebotando en el duro suelo deadoquines, los avemarias inquisitivos dequienes se anunciaban desde el umbralpara advertir de su presencia, laalgarabía de los corros que se hacían enla acera en el buen tiempo hasta altashoras de la noche. De día, las puertasestaban siempre abiertas, y la fronteraentre lo privado y lo público era untanto difusa, de modo que la calle eracasi una extensión de la propia casa.Pero, más allá, el paisaje urbanoadquiría para mí formas inquietantes, eincluso amenazadoras cuando llegabas ala gran plaza del pueblo y veías allí,

sentados a la puerta del casino de losricos, a los notables, a los letrados, y ala gente gorda, cómo no, los dueños deldinero grande, los que solo semezclaban entre ellos y vivían en casasenormes cuyas puertas permanecíancerradas todo el día.

Cuando subía a la plaza losdomingos, mis padres me daban dosperras gordas y una chica, un real, yaquellas monedas, bien administradas,duraban para toda la tarde. Cincocéntimos de altramuces, que te losdespachaban en un cartucho de papel deestraza, cinco de pipas, diez para unhelado, y aún te quedaban cinco antes de

regresar a casa al anochecer con lasmanos felizmente vacías. No sé dedónde me viene a mí, dicho sea de paso,la obsesión por el dinero. No porposeerlo y gastarlo sino solo por saberde él y de sus relaciones con la gente.Me gusta que me hablen de cifrasexactas, como hacen por ejemplo Balzaco Dickens, lo que gana cada cual, lo quecuestan las cosas, el montante de unaherencia, de un robo, de un tesoro. Deldinero (del chico y del grande, perosobre todo del chico) quiero saberlotodo.

También me gusta saber conexactitud lo que come la gente. Valoro

mucho en el Lazarillo las uvas, el vino,la longaniza, el nabo, los bodigos, lacabeza de carnero, las uñas de vaca, losmendrugos de pan. Esos detalles son oropuro para mí. Sin ellos, además, elLazarillo sería otro tipo de libro, no elque es. En el Quijote se deja muy clarodesde el principio qué es lo que comenuestro héroe, y de todos los yantaresque hay en el libro, el que yo prefiero esel que hace Sancho con los moriscostras el descalabro de la ínsula: pan,caviar, huesos mondos de jamón, rajasde queso, nueces, aceitunas y vino. Esoes exactamente lo que comen. Galdóscuenta no sé dónde que aquel día había

en el mercado una merluza de buen ver,a no recuerdo cuántos reales el kilo. Mesé de memoria los menús de RobinsonCrusoe, las fatigas del Buscón, y casitodas las hambres y los festines de losgrandes carpantas y tragaldabas de laliteratura universal. Deberías escribir unlibro sobre el dinero chico y susmilagros cotidianos, comenzando poraquel real que te daban para que tedurase toda la tarde de domingo.

Y, más allá de la plaza, el mundo sehacía todavía más hostil. A unos treintakilómetros por un camino de tierra,estaba la estación del ferrocarril, ymucho más allá, Madrid y el colegio, en

una fuga que me iba alejando cada vezmás de mis abrigados y seguros refugiosinfantiles.

Hasta que un día de octubre de 1960,desmantelamos la casa y nos fuimostodos a Madrid. Y allá iba mi padre consu cayado, abriendo marcha, Moisésconduciendo a su pueblo hacia la TierraPrometida. Había vendido un buenpedazo de la finca para comprar enMadrid un piso y una sepultura de seiscuerpos. Lo demás lo llevamos casi tododel pueblo. Porque cuando emigramos,nos trajimos a Madrid nuestro mundorural, nuestro modo de ser, nuestroscachivaches campesinos —calderos de

cobre, orzas de barro, barreños y fuentesde loza con motivos florales, cuchillosde matanza, ollas y sartenes de hierro, lapiedra de afilar, el hacha, damajuanasrevestidas de caña o de esparto, sacosde arpillera, los altos y barrocosmaceteros de forja—, además del gato, yseis gallinas y un gallo con el queformamos un gallinero en la terraza paraestupor y escándalo del vecindario. Ytambién nos fuimos con nuestro acentorústico y con nuestras palabras, quefuimos dejando de usar poco a poco ennuestra relación con los demás pero queconservamos, y seguimos conservando,cuando hablamos entre nosotros. Entre

nosotros decimos por ejemplofarraguas, triunfear, gaspartillo,peruétano, arrepío, farrajar, fechadura,arrancharse, milgueras, mérula, poipa,brutarate, perrengue, morgañera, safar,empicarse, panfarta, jreguesta,morrocate, falagar, y muchísimas más.Son palabras viejas, que se usabanantiguamente, que cada vez conocenmenos los propios jóvenes del pueblo yque no tardarán en olvidarse porcompleto, como todas las cosas delmundo campesino de entonces. Todo,todo se perderá.

Y pasó el tiempo, y el pueblo y elcampo fueron quedando atrás, cada vez

más atrás, pero ya inalterables en elámbar de los recuerdos y sentimientosinfantiles, ajenos a las mudanzas deltiempo, congelados en la memoria parasiempre.

18UN GRANO DE ALEGRÍA,

UN MAR DE OLVIDOMarzo de 2014

Hace poco me propusieron dar unacharla y, buscando tema, se me ocurriócontar algo de lo que he escrito en losúltimos meses. Lo comenté con miinterlocutor. Hablé muy por encima demi infancia sin libros, de las lecturascaóticas de mi adolescencia y deldescubrimiento, ya con veintiún años, demi primer canon literario. Interesante,

dijo él. ¿Y cómo lo vas a titular?Hombre, dije yo, Del caos al canon,¿no? Quizá podríamos añadir, mesugirió, Del caos al canon, dos puntos,años de aprendizaje. Y a mí me pareciómuy bien. Porque de eso es, entre otrascosas, de lo que tratan estas páginas, decómo fui encontrando un sentido a mivida en el oscuro y errático devenir delos años. Lo demás es casi todo la vidaremansada, los vagos y dispersosanhelos ya encauzados: el hogar, eltrabajo, la escritura, la mansedumbre delos hábitos, el rumbo puesto hacia unnorte seguro. Algún día debería escribirun libro sobre los momentos esenciales

de algunos personajes literarios. Esosmomentos creadores, fundacionales,capaces de torcer el destino, de cambiaro corregir en un instante el curso de unavida, como me ocurrió a mí al descubrirque mi pueblo no era el centro delmundo, o cuando me vi vestido con elmono y las alpargatas de mecánico, ocuando me compré El criterio, deBalmes, sin sospechar que allícomenzaba para mí una vida nueva. Yeso por no hablar de la muerte de mipadre, fuente de todo afán. En casi todaslas novelas aparece alguno de esosmomentos estelares, y a veces en ellosestá la clave para acceder al sentido

profundo de la historia. En fin, supongoque ese, al igual que la novela deljubilado que abandoné a las pocaspáginas para contar esta deshilvanada yverdadera historia de recuerdos, es otrode los muchos libros que nuncaescribiré.

Hoy es 8 de marzo de 2014 y, desdeque se me ocurrió el título de la charla,siento que estoy llegando al final de estelibro. ¿Qué más podría añadir? Empecéa escribirlo en septiembre y ahoraestamos ya casi en primavera. Dentro deun mes, mi madre y yo iremos al pueblo,como todos los años por estas fechas.Tenemos por allí muchos parientes,

además de mi hermana* la mayor, yestos días hablamos más que nunca deellos, hacemos planes de visitas, decomidas colectivas, de vernos aquí oallá, y luego, inevitablemente,recordamos también a los que ya noestán. Mi madre entonces se queda tristey pensativa. Ya se le han muerto doshermanas y un hermano, y solo quedanella y Felisa, que es la más pequeña. Delos primos con los que vivió en elcampo hasta su matrimonio no sabe sivivirá alguno. Alguno quedará, dice,pero hace años que no sé nada de ellos.También murieron las hermanas de mipadre. Y también doña Sara y todos los

vecinos de aquel entonces. Mi madre haido aceptando todas esas muertes sinprotestas, casi sin lágrimas. Así es lavida, es todo cuanto dice, y los dos nosquedamos con los ojos perdidos en elaire, viendo apenados ese lento desfilede espectros desvaneciéndose en ladistancia.

Lo peor es cuando la muerte llega adeshora, cuando aún quedaban añosbuenos para vivir. Entonces yo meacuerdo siempre de Paco. Su muerte mesigue conmocionando como si fueseayer. Y eso que ya hace años que murió,el 16 de abril de 2005. Lo recuerdo muybien porque a principios de ese mes yo

estaba internado por primera vez en mivida en un hospital y ellos me llamabanpor teléfono todas las noches al filo delas diez. Primero se ponía mi hermana lamayor. Qué pasa, cómo va eso. Bien,bien, le decía yo, cualquier día de estosme darán el alta. Y vosotros, ¿qué tal?Como entre mi hermana y yo hay unavieja complicidad que nos obliga ahablar únicamente de las cosas que nosinteresaban de niños y dejar al margentodo lo demás, ella me contaba que unjilguero había hecho el nido en la mismaparra de la puerta, que estaba criandouna pareja de patos bravos reciénnacidos con la idea de amansarlos, que

la zorra se había llevado un ganso y queandaban buscando la forma de acabarcon ella y con sus fechorías, que el otrodía salió por detrás de la casa y en unmomento cogió dos kilos de criadillas.

A ver si vienes a vernos, me decía alfinal, ya verás qué bien lo vamos a pasarpor aquí. Yo le decía, sabiendo lo queiba a contestar, que por qué no veníanellos a Madrid. Y ella, en efecto,respondía: No puedo, tengo que cuidarlos chivos. Esa es una frase ya clásicaentre algunos de la familia. A mihermana la mayor le gusta poco salir decasa, y por eso, cuando no tiene ganasde ir a un sitio, siempre pone el mismo

pretexto: No puedo, tengo que cuidar loschivos. Mi hermana la pequeña y yousamos a veces esa frase para declinaruna invitación. Lo decimos en broma,claro está, pero a mí me gustaría decirloen serio cuando me veo en elcompromiso de inventar excusas paradecir que no, que lo siento pero que no,y que los demás entendieran y aceptarancomo una razón suficiente esa frase tansencilla como rotunda: No puedo, tengoque cuidar los chivos.

Luego se ponía Paco. Mira lo que tedigo. Tú lo que tienes que hacer esvenirte para acá que yo aquí me encargode curarte. Porque se había hecho un

poco curandero. Sabía de hierbas y deotros remedios naturales. Que te dolía labarriga, se ponía a reposar una pella dearcilla blanca en un tazón de loza conagua pura de manantial, y con un vasitode esa agua se te pasaban los trastornos.Que te hacías una herida, un apósito decorteza de aloe sobre ella y problemaresuelto. Te tengo que enseñar tambiénun truco que he aprendido de uncurandero portugués por si te da uninfarto. Haces una figura con los dedosentrelazados de la mano izquierda, comosi hicieras una garra, ya te explicarécómo es, y con eso se te pasa el dolor.Déjate de médicos ni médicos y vente

para acá.Yo los había visitado muchas veces

desde que decidieron irse de Madrid einstalarse en el campo. Vivían allí comorobinsones, apartados del mundo, a lamanera antigua, y en la misma casa quesupongo que habría construido su padreo su abuelo al modo y al estilo rústicosen que se hacían todas por allí. Erancasi autosuficientes y apenas iban acomprar al pueblo. Preferían hatear enun caserío portugués de La Raya dondehabía un boliche que vendía de todo.

Primero tuvieron ovejas, que era loque habían criado allí desde antiguo,pero un día Paco dijo: ¡Al carajo las

ovejas!, ahora nos vamos a dedicar a loscerdos. A los pocos años dijo: Loscerdos dan mucho ruido, ¡al carajo conellos!, y se pasó a las vacas. Luegolicenció también las vacas y pensó enmontar una granja de avestruces, y asíandaba siempre, tejiendo y destejiendoproyectos, y aguardando el futuroespléndido que la esperanza le teníaprometido. Lo que nunca dejaron detener fueron unas cuantas cabras yalguna oveja para el queso y la leche.

En cierta época decidieron, mihermana y él, aunque supongo que elartífice intelectual fue él, formar con susdos hijos una pequeña compañía

musical, por el gusto de hacerlo perotambién, si se terciaba, para ofreceractuaciones por los pueblos de losalrededores, y quizá alguna gira, y quiénsabe si… etcétera, etcétera. El hijotocaba bastante bien el acordeón, la hijatenía buena figura y no bailaba mal, y mihermana la mayor tocaba tanto elacordeón como la guitarra. Así que sepusieron a ello, y llegaron a tener unmediano repertorio de obras populares yamenas, hasta que luego, como vino, elsueño se esfumó.

Pero seguían adelante, siempreadelante. Paco seguía tocando laguitarra, cómo no. Todos los días se

levantaba antes del alba, armaba unabuena lumbre, hacía café y se ponía atocar con el mismo entusiasmo desiempre. Frecuentaba muchas peñasflamencas de la provincia, dondealiviaba su nostalgia por la farándula yel arte. Y en aquellos años de retirocampestre, también tuvo tiempo deponer a prueba sus dotes de inventor.Entre otras muchas cosas, inventó unartilugio para ordeñar las cabras en alto,sin tener que agacharse. La cabra subíapor una rampa de madera, era afianzadaarriba por una trampilla y una especiede collar de hierro, a la vez que se laentretenía con un poco de pienso en un

comedero hecho al efecto, se abría luegoel collar y la trampilla y la cabra, yaordeñada, bajaba por una segunda rampaque había al otro lado del ingenio. Tantoles gustaba el invento a las cabras, quela que bajaba se ponía otra vez en lacola para repetir la operación. Eso sí,mientras Paco ordeñaba una cabra, mihermana ordeñaba a todas las demás.Pero Paco era así, un artista para el queel tiempo no contaba. Las cosas, o sehacían con finura y con jeito, o nomerecía la pena hacerlas. Inventótambién diversas trampas para la zorra,una parrilla gigante con un espetónmovido por un viejo motor de lavadora

para asar cochinos enteros, un sistemade cables de acero para arrancar sinapenas esfuerzo troncones de encina yraíces de jara, un carro basculantebasado en las leyes de la palanca…

Ahora sí que toco bien la guitarra,me decía en aquellas noches de abril.Creo que ya he descubierto el secretodel toque. Se trata de dejar las manossueltas, que ellas solas hagan su oficio.Todo el negocio del arte está en lasmanos. Ellas son las que saben. Peroesto es solo un resumen; ya te contaré lodemás. Y vente pronto para acá, queahora el campo está más bonito quenunca.

El día 16 de abril, sábado, se acercópor la mañana al pueblo para comprarun poco de pescado y marisco. Teníaninvitados y querían hacer una buenacomida, un arroz con todo tipo deingredientes, y antes unos aperitivos convino de su propia cosecha, un vinoturbio y muy sabroso, de cepas viejas entierra de arenisca, y después de comersacarían las guitarras y los acordeones yentre todos formarían una buena jarana,que duraría hasta bien entrada ya lanoche. Se aparejaba, pues, uninolvidable día de primavera.

Fue al pueblo, vinieron losinvitados, sacaron el vino y los

aperitivos, y hubo un momento en que miprimo Paco, con un vaso de vino en lamano y un altramuz en la boca, se acercóa la puerta de la cocina para ver elcampo, o quizá para escupir el pellejodel altramuz. De pronto se encogiósobre sí mismo y se volvió con lamuerte, que era de color verde, pintadaen la cara. Hizo con los dedos de lamano izquierda la figura en forma degarra que le había enseñado elcurandero portugués contra el infarto,pero de nada le valió.

Lo enterramos al día siguiente. Elalbañil que tapió el nicho era cantaoraficionado, muy amigo de Paco, y

trabajó entre lágrimas, pero conprecisión y con finura. Yo pensé que aPaco le hubiera gustado verlo trabajar,hacer las cosas lo mejor que uno sabe, sino con virtuosismo por lo menos conarte. Tal como él fue: un artista de lavida. Una de las últimas veces queestuve con él, viendo a unos atletas en latelevisión, dijo y sentenció: No he demorirme yo sin dar un salto mortal. Ytenía ya bien corridos los sesenta.

Dentro de un mes visitaremos en elcampo a mi hermana la mayor ytendremos ocasión de ver de nuevo lasguitarras de Paco, los inventos de Paco,y de echar un vaso del vino que elaboró

Paco: los escombros de un sueño.Con algunos parientes, en la salita

de estar y alrededor de la mesa camilla,volveremos a nuestros viejos einterminables coloquios y a nuestrosbien orquestados silencios, inspiradostodos en la memoria colectiva. Elbrasero de picón ahora es eléctrico,donde está el televisor antes había unaradio, que fue el objeto más lujoso quetuvimos nunca, con botones de nácar yun dial que al iluminarse parecía unretablo cuyas divinidades eran lasgrandes Capitales del mundo y sumúsica celestial los ecos de las ondasque llegaban de aquellos lugares

remotos, y los muebles son ya otros,pero lo que queda de entonces essuficiente para preservar la estampainconfundible del ayer: en las paredeslas grandes fotos enmarcadas de mispadres jóvenes y de sus hijos en el díade la Primera Comunión, el dormitorioadjunto, separado por una leve puerta decristales velados con visillos de encaje,donde mi madre nos trajo al mundo, ydonde, además de la cama, de la cómoday del ropero, en otros tiempos había unsillón y, a sus pies, una preciosa piel dezorro. A aquel sillón lo llamaban ladescalzadora, y no se usaba nunca, nisiquiera para descalzarse. También en el

chinero de la cocina quedan algunaspiezas antiguas de loza y de cristaleríasin estrenar. Hablamos y hablamos hastaque es casi de noche y las caras apenasse distinguen en la bruma de lapenumbra, pero nadie se decide aencender la luz, tal como se hacíaantiguamente, y en la oscuridad lasvoces suenan lejanas, comodistorsionadas, y la conversación vadeclinando al compás de la tarde.

También el zaguán conserva (aunquelo que antes era tosco y campesino ahorase ha convertido por obra y gracia deltiempo en estilo sofisticadamenterústico) las mismas lanchas crudas de

granito, y en él hay empotrada en lapared una alacena con celosía donde,entre muchos cachivaches pertenecientesa épocas diversas, está El calvario deuna obrera o Los mártires del amor,que a mí me gusta abrir al azarqueriendo oír en la escritura la vozvibrante de mi padre leyéndoles a lossegadores en una noche de verano dehace sesenta años. Y ahí siguen elcorral, las viejas cuadras, las paredesdescalichadas por los fríos y las lluvias,el pozo, una hornacina hirviente deflores, las canales de latón, las tejascubiertas de verdín. Y de aquí para allá,transitando ingrávidos y errantes por

estos espacios que son a la vezvericuetos de tiempo, los pálidosfantasmas del ayer. Las voces del ayersonando por un momento en la memoriacon la misma nitidez que las campanasdel reloj y los chillidos de lasgolondrinas. Pero como le pasó a mimadre cuando fue a visitar muchos añosdespués los campos y casas de suinfancia, estos lugares pertenecen ya a losoñado más que a lo real. En elpresente, carecen de sentido, como esosarmatostes que un día fueron útiles y queahora solo sirven de estorbo o decuriosidad decorativa. Solo meemocionan, estos lugares, si cierro los

ojos y los veo en el pasado, habitadospor sus antiguos moradores.

Y en cuanto al camino, ahoraasfaltado, que va del pueblo al campo, ypor donde yo emprendía de niño los másfabulosos viajes que uno se puedaimaginar, ya solo existe en la memoria, ysolo en ella es posible volverlo arecorrer.

Si me asomo a la calle, igual. Todosigue tan bullicioso y alegre comoantaño, pero apenas queda nadie de lostiempos de mi niñez. Casi todos hanmuerto, y los jóvenes emigraron hace yamuchos años. Uno siente entonces queesa alegría y ese bullicio no tienen nada

que ver con él. Uno es un forastero; omejor, un fantasma que vivió hacemuchos años y que ahora camina por unmundo que le es ya casi ajeno. Lascasas, las calles, los caminos, losrincones tan queridos en otro tiempo, laplaza. ¿Y la gente gorda, por cierto, quéha sido de ella? ¿Y qué fue de la mujermás rica y hermosa del contorno? Elcasino de ricos, con sus terciopelos ysus grandes espejos, hace ya tiempo quees una cafetería moderna abierta a todoel mundo, y donde antes habíacamareros serviciales con lúgubresuniformes de gala ahora hay muchachascon vaqueros, camisetas con logotipos

exóticos y zapatillas deportivas.Parece que todo ocurrió hace ya

mucho tiempo y en un país lejano, comose dice o se decía al empezar loscuentos, y en efecto, las cosas hancambiado tanto desde mi infancia que aveces tengo la sensación de habervivido muchos, muchos años, casi unsiglo de historia, o quién sabe si más.Los campesinos de ahora ya no separecen en nada a los de antes, ni enusos, ni en lenguaje, ni en estilo, ni enmentalidad. Los campesinos de ahorason todos medio urbanos. Las finezas deaquella cultura milenaria handesaparecido casi por completo, y en

cuanto a las leyendas y decires quesustentaban una visión mágica de lanaturaleza, sencillamente ya no existen.Todo eso ha pasado a disposición dehistoriadores, sociólogos, antropólogos,lexicólogos, etnógrafos, folcloristas ydemás estudiosos, que ya han empezadoa remover las primeras ruinas de aquellaépoca, que fue la postrera delinmemorial mundo campesino. Esasensación de estar fuera del tiempo, nosolo existencial sino también histórico,agrava el sentimiento de extranjería queme asalta cuando regreso al pueblo.Definitivamente, solo cuando vuelva aestar lejos podré recuperar y amar de

nuevo estos lugares.Caminando por ellos, recuerdo con

una tristeza que ya no duele los años enque vivían todos los que murieron y queestán ya a punto de volver a morir amanos del olvido. Muertos y rematados.Del mismo modo que no sé nada de misbisabuelos, y menos aún de ahí paraatrás, los que nazcan dentro de veinte otreinta años no llegarán tampoco a sabernada de nosotros. No seremos nisiquiera fantasmas. Quizá ni siquiera unnombre flotando a la deriva de lostiempos. Pienso entonces que acasoestas páginas puedan servir para que lovivido no se pierda del todo, y para que

algún día los futuros descendientes delos hojalateros ambulantes puedancaptar un destello, un eco, de las vidasanónimas de sus antecesores… Qué seyo. Que se oiga, o se imagine oír, elalegre o triste repicar de la vida a travésde los siglos. Que se sepa, y no solo conel pensamiento sino ante todo con lacercanía de los sentidos y del corazón,que se vivió, y se soñó, y que si en esedesear y afanarse ningún acto llegó a serdel todo provechoso, tampoco fue deltodo en vano. Y que la sangre quecircula por nuestro cuerpo circulatambién por los siglos pasados ycirculará por los venideros hasta el fin

de los tiempos…Mi madre sigue con sus planes para

el pueblo. Misterios hay muchos en elmundo, pienso yo al escucharla. Elsimple hecho de vivir es uno de ellos.Pero de todos, el más profundo quizá esver cómo la gente en general vive deespaldas a los misterios mientras hablacon gran autoridad y erudición de lascosas menudas de la vida. Tenemos quehacer esto y lo otro, dice, ver a Fulano ya Mengano, comprar salchichas y tocinoviejo, que le da muy buen sabor a lasopa, coger un poco de laurel y deorégano, buscar a un hombre queblanquee el corral este verano y que

arranque las hierbas, comprar cuatro ocinco quesos, mirar las humedades,llevar un obsequio a prima Angelita, queella siempre que vamos nos manda unasdocenas de huevos y unos dulces y hayque corresponder, y otro queso y otrokilo de salchichas para la médica y laenfermera que la atienden en elambulatorio, y poner en las ventanas deldesván una tela metálica para lospájaros, que lo ensucian todo y todo loestropean, ir a buscar cardillos ycriadillas, y si es buen año de habascomprar cinco o seis kilos, y oyéndolayo pienso que así es la vida, que así hasido siempre, y está bien que sea así. En

cada instante, en cada frase, en cadasuspiro, en cada pequeño acontecer, lotrivial y lo misterioso van a partesiguales. Eso es todo, y no hay más quecontar. Un grano de alegría, un mar deolvido.

LUIS LANDERO nació enAlburquerque, Badajoz, el 25 de marzode 1948, en el seno de una familiacampesina extremeña, que emigró aMadrid a finales de la década de loscincuenta. Realizó los estudios deFilología Hispánica en la UniversidadComplutense. Una vez licenciado, dio

clases de literatura en el InstitutoCalderón de la Barca. En 1995 fuecontratado como profesor en laUniversidad de Yale para impartir uncurso de literatura española. Ejercecomo profesor en la UCM, en la Escuelade Arte Dramático (RESAD) y escolaborador habitual del diario El País.

Landero es uno de los grandesnarradores de la literatura españolacontemporánea, la aparición de suprimera novela Juegos de la edadtardía, publicada en 1989, fue unacontecimiento en el mundo de las letrasy recibió una extraordinaria acogida porparte de la crítica y del público.

Galardonada con el Premio de la Críticay el Premio Nacional de Literatura,Juegos de la edad tardía convirtió aLandero en un nombre fundamental de lanarrativa en español y le dio unprestigio que la escasez de su obra no hamitigado.

Luis Landero compagina la ficción conel periodismo, que le lleva a obtener elPremio Mariano José de Larra por ¡Aaprender al asilo! en 1992.Posteriormente publica Caballeros defortuna y El mágico aprendiz, novelacon la que obtiene el PremioExtremadura a la Creación en el año2000. Dos años más tarde publica El

guitarrista y, en 2008, queda finalista enel Premio Nacional de Narrativa DulceChacón con la obra Hoy, Júpiter. Al añosiguiente vio la luz su obra Retrato deun hombre inmaduro.

Landero, admirador de los clásicos, dela novela del siglo XIX, desde Stendhala los rusos, de Flaubert a Dickens, deCervantes y Valle, escribe con un estilolleno de precisión y, al mismo tiempo,de hallazgos verbales. La inspiracióncervantina en su obra se ve acompañada,como se ha puesto de manifiesto sobretodo con respecto a su segunda novela,por la influencia del mejor realismomágico latinoamericano.

Su breve obra (traducida al francés,alemán, holandés, noruego, griego,sueco, danés y japonés, entre otraslenguas) ha sido suficiente paraconfirmar un talento ampliamentereconocido de un escritor de profundavocación y personalísimo estilo,fascinado por la precisión y el lenguaje.

En su honor se dio nombre al CertamenLiterario de Narraciones Cortas LuisLandero, que se convoca a nivelinternacional para todos los alumnos desecundaria de los países hispanoparlantes.