El bosque de Villamora

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Cuento sobre la naturaleza.

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A pocos metros de Villamora, un pueblecito sencillo situado en la falda de una colina y surcado por las límpidas aguas de un arroyo, se encuentra el bosque más importante del lugar. Su importancia está no sólo en la cantidad de especies vegetales únicas que lo forman y que le hacen ser diferente, sino también en la magia que los lugareños creen que posee.

Desde tiempos remotos los padres cuentan a sus hijos leyendas, cuentos e historias fantásticas ocurridas en él.

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Los niños del pueblo acostumbran a pasar gran parte de la tarde en un claro del bosque, alfombrado con fina hierba salpicada de florecillas menudas y olorosas en tiempo de primavera.

Son muchos los juegos que organizan para lograr

la diversión, pero siempre hay alguno, que desoyendo la voz de la naturaleza, se sube a los árboles, se cuelga y balancea de sus ramas y golpea despiadado el cuerpo del primer árbol que encuentra.

Una tarde, cuando un grupo de ellos caminaba

por la senda que les conducía a la zona de juegos, se quedaron algo confusos al percibir a lo lejos algo que no recordaban haber dejado la tarde anterior.

- ¿Qué es aquello? – preguntó Juan.

- No sé, pero parecen cuerdas – respondió

Ramón -. ¿Quién las ha puesto ahí?

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- Yo no – contestó raudo el más pequeño antes de que los demás pudieran culparle como hacían habitualmente.

Echaron a correr para descubrir pronto la incógnita y al llegar pudieron comprobar que una artesanal hamaca pendía de los dos árboles más robustos de la orilla.

- ¡Es genial! ¿Quién habrá puesto esto aquí?

- ¡No he visto cosa igual!

Los más pequeños subieron rápidamente a balancearse sobre ella; se pelearon por ser los primeros en probar cómo se movía.

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Los mayores, en cambio, seguían preguntándose de quién sería aquello y cuándo lo habría instalado. Unos decían que debía de ser obra del Ayuntamiento; otros apostaban porque algún montero había pasado la noche allí y había olvidado quitarla.

Pasaron la tarde divirtiéndose con aquel sencillo

entramado de cuerdas tejidas en torno a unas maderas.

De regreso al pueblo, preguntaban a los lugareños si conocían la procedencia del hallazgo, pero no encontraron dueño ni persona que les diera noticias.

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- Seguro que algún duende del bosque nos la ha puesto aquí para que juguemos - anunció convencido Alberto, uno de los más imaginativos del grupo.

- Calla tonto, eso no te lo crees ni tú – le

interrumpió algo alterado Jaime, que seguramente lo había pensado antes que él y había sentido miedo.

Aquella noche, en muchos hogares de Villamora, el único tema de conversación giró en torno a la hamaca que pendía entre dos árboles.

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Al día siguiente, bastante tiempo antes de lo que acostumbraban, se dirigieron todos apresuradamente para ser los primeros de la fila y montar en el juguete. Gritos alborozados rompieron la serenidad del bosque y hasta los pájaros intentaban que sus trinos se escucharan por encima de las voces infantiles.

Se balanceaban de tres en tres, sentados,

echados, de pie y cuando ya habían calmado un poco su ansia y acallado sus voces y gritos, resonó una voz profunda y grave, que asustó a los mayores y dejó paralizados a los más pequeños.

- ¿No es mejor divertirse así, sin hacer daño a

nadie? – pareció decir un gran monstruo desde las entrañas de la tierra.

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Se miraron unos a otros sin dar crédito a lo que oían.

- No busquéis al dueño de la hamaca; ha sido

construida por mí para vosotros. Ese columpio no hace crujir mis ramas, ni me hace sufrir.

Mientras escuchaban estas palabras, Jaime observó que las primeras y más tiernas ramas del roble de la izquierda se movían y no por acción del viento, ya que reinaba una profunda calma.

- ¡Es el árbol el que habla! – gritó desconcertada Sara.

- Tú no estás bien – le dijeron los demás al unísono.

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- Tiene razón, soy yo quien después de siglos me atrevo a dirigirme a gritos. Os he hablado siempre, pero nunca abristeis los oídos para escucharme. Quebraron mis ramas en muchas ocasiones, resurgí de las cenizas de una hoguera, combatí las enfermedades que entraron a través de las heridas hechas en mi corteza... a punto estuve de desaparecer para siempre de entre vosotros. Los muchachos enmudecieron y retrocedieron

unos pasos, atemorizados por lo que estaban viendo y oyendo. Todos menos el más pequeño, que se abrazó a él en un afán de consuelo.

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- ¿Por qué teméis? Soy yo quien tiene miedo de vosotros y sin embargo aquí estoy sin hacer daño.

Los chicos habían fijado sus pupilas en él y con la máxima atención escuchaban.

- Y pese al daño recibido –prosiguió el viejo

roble –he tenido mejor suerte que algunos de mis hermanos, que han ido a parar a vuestros hogares para calentar las frías tardes de invierno. Y que otros, que fueron transformados en cunas y camas para velar vuestros sueños.

Los hay con peor destino aún: sirvieron para ser engalanados con paquetes y cintas y alegrar un rincón del salón en tiempos navideños.

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La voz del viejo roble se quebró al recordar otros tiempos en los que apenas quedaba espacio para extender las ramas sin topar con un compañero. Le embriagó la nostalgia y se hizo el silencio. Una tímida lágrima resbaló por la mejilla de Jaime al oír aquellas palabras, que le hicieron darse cuenta de la necesidad de cuidar el bosque.

En el pecho de la mayoría latía un sentimiento de culpa, por lo que todos ellos dieron media vuelta y cabizbajos emprendieron el camino de regreso a casa, no sin antes volver la vista atrás para contemplar y admirar la inmensidad y belleza del regalo que tenían en el pueblo.

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REMEDIOS ALONSO

CIUDAD RODRIGO, 1995