El castillo, "un mundo interior"
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Transcript of El castillo, "un mundo interior"
El castillola persona
Una fortaleza labrada de diamante y delicado cristal; un alcázar con puentes levadizos, rodeado de un foso que defiende su entrada; un palacio formado por infinitas estancias, adornado de fuentes y jardines y laberintos. Pero no
para ser admirado pasivamente, sino para correr en él una aventura en la que nos jugamos la vida. Para llegar al centro, un centro que atrae
irresistiblemente, bodega de licores deliciosos, pero sobre todo, morada donde habita el Amigo, el Amado: «mejores que el vino son tus amores»
(Cant 1, 3). Ese es el castillo de Teresa.
Y este es el ser humano, como ella lo concibe: cincelado de hermosura y dignidad, de grandeza y de misterio. Lleno de
gracia, por obra de Aquel que agracia cuanto mira y cuanto toca. Aquel que no solo espera, sino que sale al encuentro, que silba dulcemente como pastor para guiar los pasos extraviados y ha preparado de antemano la mesa para el festín del encuentro.
La persona es el castillo: ámbito de relación con el Huésped que la habita.
Pero la persona es también esa buscadora enamorada que recorre
las moradas, que atraviesa las estancias en
busca del que ama, sorteando
dificultades, esquivando alimañas, orientándose
por el silbo del pastor..., revoloteando, tr
ansformada en mariposa, cerca ya de la última estancia, donde encontrará su glorioso
final.
Este castillo es Teresa,porque la historia que en él
sucede es la suya, su aventura de mujer. Pero eso mismo está
reservado para cualquiera que, impulsado por su mismo
anhelo, esté dispuesto a sortear dificultades y obstáculos. Quizá
es más cómodo quedarse sentado a la puerta, esperando
que suceda algo. Nada más lejano del talante de esta mujer. Luchadora nata, como aquellos caballeros de las novelas que le
robaban el sueño de jovencita, se adentrará en el
castillo dispuesta a afrontar lo que viniera.
Y sin embargo (valga la paradoja), de este libro se desprende una certeza: avanzar en busca de Dios no es únicamente fruto de un empeño humano, sino, ante
todo, la respuesta a un don. Las moradas representan a la persona como capacidad: el ser humano es “capaz” de Dios, puede disponerse a la acción de la
gracia que lo habita. Los símbolos que vamos a encontrar: la irresistible belleza del castillo que atrae..., la docilidad de la cera, la sed que empuja hacia el agua
viva, son imágenes que nos hablan de la receptividad con que se acoge un amor mayor:
«Verdad es que no en todas las moradas podréis entrar por vuestras fuerzas, aunque os parezca las tenéis grandes, si no os mete el mismo Señor del
castillo» (Concl. 2).
Las últimas etapas del
proceso, las moradas más interiores, son aquellas en las
que solo cabe ya la osadía de
dejarse llevar, de atreverse a
confiar en ese Señor que
seduce, y nos lleva a donde no
sabemos.
El castillo significa también que el acento ha de ponerse en el interior de la persona. «No nos imaginemos huecas en lo interior» -había subrayado Teresa en Camino de Perfección. La riqueza verdadera no reside en lo que el ser humano posee fuera de sí. Y nada fuera de uno mismo puede obstaculizar esta aventura de encontrarse a solas con Dios, en la morada más principal del Castillo, allí donde pasan «las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma» (1M 1, 3).
Ella lo expresó luminosamente en unos versos que pone en labios de su Señor:
«Y si acaso no supieres
donde me hallarás a mí,
no andes de aquí para allí,
sino, si hallarme quisieres
a mí buscarme has en ti».
1. Su imagen y semejanza: «Comprender la hermosura»
Noble o plebeyo, cristiano viejo o descendiente de judíos, indio o colonizador, varón o mujer, clérigo o laico... La España del siglo XVI pone
el acento en la diferencia, marcada e irreconciliable, entre unos seres humanos y otros. Frente a esta cultura de la segregación que divide y
margina, encontramos en Moradas una valoración nítida y sin fisuras de la extraordinaria dignidad de toda criatura humana.
Todos creados, como relata el Génesis, a imagen de Dios:«Y creó Dios al ser humano a su imagen, a imagen de Dios lo creó;
varón y mujer los creó» (Gen 1, 27).
Ser humano varón y mujer: ambos están
llamados a emprender la
misma búsqueda, imantad
os por el mismo Amor, convocados
al mismo banquete: «Que tampoco no hemos de quedar
las mujeres tan fuera de gozar las
riquezas del Señor» –afirmará en las
Meditaciones sobre los Cantares (1, 8).
Asegurar la «gran capacidad» de la mujer es algo, ciertamente, contestatario en su tiempo, cuando prevalecía la idea de la inferioridad racional en las mujeres. Con ello se concluía
que eran fácilmente engañadas en la oración, pues carecían del necesario discernimiento y resultaban especialmente proclives a ser
tentadas por el demonio.
Hermosura, dignidad y gran capacidad. Esas tres cualidades las percibe Teresa y las deja consignadas ya desde el primer párrafo de Moradas. En el libro de los Proverbios encontró ella un verso que le resonó con fuerza; en él se decía que Dios «gozaba con los hijos de los hombres»
(Prov 8, 31).
Dios se regocija, disfruta estando con cada criatura. Teresa quiere que sus hermanas carmelitas, y cualquiera que tenga acceso a este
tratado, caiga en la cuenta de que todo ser humano –también por el hecho de ser imagen de Dios, que es comunidad-Trinidad–, es creado
para la relación: con el Otro, con los otros
Un ser humano que Teresa descubre como un misterio, trasunto del Misterio que es el mismo Dios. Nunca se le acabará de conocer de un modo absoluto.
Al constatar esa grandeza, necesariamente, brota la alabanza al que es el origen, el Creador. Y su belleza no se puede perder, aunque sí puede dejar de
verse, cuando la persona opta por la tiniebla, y no por la luz, a la que está llamada. Torciendo su camino, abusando de su libertad, la persona puede
elegir el mal y malograr la vida.
• «…se me ofreció lo que ahora diré para comenzar con algún
fundamento, que es: considerar nuestra alma como un castillo todo
de un diamante o muy claro cristal adonde hay muchos aposentos,
así como en el cielo hay muchas moradas; que, si bien lo
consideramos, hermanas, no es otra cosa el alma del justo sino un
paraíso adonde dice Él tiene sus deleites. Pues ¿qué tal os parece
que será el aposento adonde un Rey tan poderoso, tan sabio, tan
limpio, tan lleno de todos los bienes se deleita? No hallo yo cosa
con qué comparar la gran hermosura de un alma y la gran
capacidad; y verdaderamente apenas deben llegar nuestros
entendimientos, por agudos que fuesen, a comprenderla, así como
no pueden llegar a considerar a Dios, pues Él mismo dice que nos
crió a su imagen y semejanza. Pues, si esto es como lo es, no hay
para qué nos cansar en querer comprender la hermosura de este
castillo; porque, puesto que hay la diferencia de él a Dios que del
Criador a la criatura, pues es criatura, basta decir Su Majestad que
es hecha a su imagen para que apenas podamos entender la gran
dignidad y hermosura del ánima» (1M 1, 1).
2. Conocimiento propio:«Veo secretos en nosotros mismos»
No es un castillo de siete estancias solamente. Tiene un millón, que es
como decir infinitas. Y no están colocadas en hilera, sino a la manera de las hojas que rodean el cogollo de
un palmito –dirá Teresa. La complejidad de la persona, de este castillo, no permite simplificaciones.
Teresa afirma que «tiene muchas coberturas». Buena conocedora de la interioridad humana, descubre que en la persona hay múltiples capas
hasta llegar a lo “muy muy interior”, donde son posibles las
relaciones auténticas con uno mismo, con el Otro, con los otros.
«Camina lento, no te apresures, que a donde tienes que llegar es a ti mismo» –dijo Ortega y Gasset. Y, alcanzando lo hondo de uno mismo, –descubre Teresa– es como se llega a Dios: «El Padre está en lo escondido» –había afirmado Jesús (Mt 6, 6). Teresa sonríe irónicamente ante aquellos que creen poder prescindir del propio conocimiento:
«Pues pensar que hemos de entrar en el cielo y no entrar en nosotros, conociéndonos y considerando nuestra miseria y lo que debemos a Dios
y pidiéndole muchas veces misericordia, es desatino» (2M 1, 11).
Ya en la antigua Grecia, el filósofo Sócrates habíaacuñado como principio de la sabiduría el lema«conócete a ti mismo». Esto en un doble sentido:conoce tu interior, tus cualidades, ytambién, conoce tu condición, que no eres undios sino un ser mortal. También Teresa extraerádel propio conocimiento la humildad, que sitúa ala persona ante su desnuda verdad de criatura.De ahí la importancia de «las pruebas», donde sepalpa la realidad de uno mismo:«¡Pruébanos, Tú, Señor, que sabes las verdadespara que nos conozcamos!» (3M 1, 9).
El ser humano ha «conquistado» el espacio exterior, pero no su propio interior:existe en muchas personas un temor invencible a quedarse en silencio consigomismas. «Acostumbrarse a soledad es gran cosa» –sentencia Teresa en Camino.Y ella descubre la dificultad de muchos para «entrar» en el propio castillo, porlo que viven en la superficie: vidas carentes de intimidad. Se dejan vivir por lasociedad, sin vivir en plenitud.
Para conocerse, Teresa propone algo más que un narcisista mirarse a uno mismo. Aconseja
“volar” –como la abeja– a considerar la grandeza de Dios. Si estamos hechos a su
imagen y semejanza, su
grandeza será también la nuestra. Su virtud despertará nuestra
virtud dormida.
No se trata, por tanto, de permanecer en «nuestro cieno de miserias», dando vueltas en él. Se trata de arrimarnos cada vez más
a ese Bien que nos habita. Él no es un Dios lejano y desentendido de sus criaturas. Tiene su morada dentro de cada uno.
«Pues tornemos ahora a nuestro castillo de muchas moradas; no habéis de
entender estas moradas una en pos de otra como cosa enhilada, sino poned
los ojos en el centro, que es la pieza o palacio adonde está el Rey, y
considerad como un palmito que, para llegar a lo que es de comer, tiene
muchas coberturas que todo lo sabroso cercan. Así acá, en rededor de esta
pieza están muchas y encima lo mismo; porque las cosas del alma siempre
se han de considerar con plenitud y anchura y grandeza, (…) que no la
arrincone ni apriete; déjela andar por estas moradas, arriba y abajo y a
los lados; pues Dios la dio tan gran dignidad, no se estruje en estar mucho
tiempo en una pieza sola; ¡uf!, que si es en el propio conocimiento, que con
cuan necesario es esto, ¡miren que me entiendan!, aun a las que las tiene el
Señor en la misma morada que Él está, que jamás, por encumbrada que
esté, le cumple otra cosa ni podrá aunque quiera: que la humildad siempre
labra como la abeja en la colmena la miel (que sin esto todo va perdido);
mas consideremos que la abeja no deja de salir a volar para traer flores.
Así el alma en el propio conocimiento; créame y vuele algunas veces a
considerar la grandeza y majestad de su Dios. (…)Y créanme que, con la
virtud de Dios obraremos muy mejor virtud que muy atadas a nuestra
tierra» (1M 2, 8).
3. Humildad: «Cimiento» de este edificio
Tiene mala prensa la humildad en nuestro tiempo, porque se la conecta
falsamente con el servilismo, con la dependencia, con la baja autoestima.
Sin embargo, no es una virtud más entre otras, para adornar a la persona
espiritual. Las más de 40 referencias directas a la humildad en esta obra dan fe de la vital importancia que Teresa le
concede en la relación con Dios, con uno mismo, con los demás. No es
decorado del castillo, es su fundamento: «todo este edificio, como
he dicho, es su cimiento humildad» (7M 4, 8).
Solo es posible establecer relaciones sanas desde la más honda verdad de uno mismo, desde el reconocimiento de la propia realidad, también de esa menos
brillante, del lado oscuro de nuestra personalidad. Aprender a integrar esa verdad es el cauce necesario para la relación. Y eso es la humildad, para Teresa, eso es
«andar en verdad». Así, afirma: «Quiere nuestro Señor que no pierda la memoria de su ser, para que siempre esté humilde» (7M 4, 2).
El propio conocimiento –si se hace bien– desemboca en la humildad. Y, por eso, había escrito ella en Camino de Perfección
que la humildad es la dama del ajedrez que da jaque mate al Rey. Y aquí insiste: «humildad, humildad; por esta se deja vencer el
Señor a cuanto de Él queramos» (4M 2, 9).
En una sociedad, la del siglo XVI, –y en una iglesia– esclavizada por la
obsesión de la honra, la humildad que no mira el falso reconocimiento
social, sino la autenticidad humana, es camino de libertad y
constructora de relaciones de fraterna igualdad. Teresa aprende a
ser humilde mirando a Cristo, el humilde, el humillado, el que se
hace esclavo por amor: «Poned los ojos en el Crucificado» (7M 4, 8).
La humildad llevará a dejar a Dios ser Dios, es decir, a dejarle tener el
protagonismo, y no decidir nosotros por dónde nos ha de llevar. Siempre
desde la certeza de que todo es regalo. La soberbia es exigente; la humildad, siempre es agradecida.
No queriendo nos tengan por mejores«Yo quisiera poder dar más a entender en este caso, mas no se puede decir.
Saquemos de aquí, hermanas, que, para conformarnos con nuestro Dios yEsposo en algo, será bien que estudiemos siempre mucho de andar en estaverdad. No digo solo que no digamos mentira, que en eso, ¡gloria a Dios!, ya veoque traéis gran cuenta en estas casas con no decirla por ninguna cosa, sino queandemos en verdad delante de Dios y de las gentes de cuantas maneraspudiéremos, en especial no queriendo nos tengan por mejores de lo quesomos, y en nuestras obras dando a Dios lo que es suyo y a nosotras lo que esnuestro, y procurando sacar en todo la verdad, y así tendremos en poco estemundo, que es todo mentira y falsedad y, como tal, no es durable» (6M 10, 6).
Humildad es andar en verdad«Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de
esta virtud de la humildad y púsoseme delante, a mi parecer, sin considerarlosino de presto, esto: que es porque Dios es suma Verdad y la humildad es andaren verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino lamiseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. A quien más loentienda agrada más a la suma Verdad, porque anda en ella. ¡Plega aDios, hermanas, nos haga merced de no salir jamás de este propioconocimiento, amén!» (6M 10, 7).
Texto:AMOR CON AMOR. Páginas escogidas de
las Moradas de Teresa de Jesús.Madrid, Editorial de
Espiritualidad, 2012, 150 págs. 43-54