El Control Político Sobre Los Jueces

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El control político sobre los jueces Juan Carlos ARCE Profesor de Derecho del Trabajo y Seguridad Social. Universidad Autónoma de Madrid. Académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación Diario La Ley, Nº 7731, Sección Doctrina, 8 Nov. 2011, Año XXXII, Editorial LA LEY LA LEY 17252/2011 El texto describe cómo, con qué grado, en qué casos y por qué vías de penetración el Parlamento influye legal y efectivamente sobre el Poder Judicial y se cuestiona si todo contacto con la política implica necesariamente una amenaza a la independencia del poder judicial hasta el punto de contaminar la función jurisdiccional Normativa comentada LO 6/1985 de 1 Jul. (del Poder Judicial) LIBRO II. DEL GOBIERNO DEL PODER JUDICIAL TÍTULO II. Del Consejo General del Poder Judicial CAPÍTULO PRIMERO. DE LAS ATRIBUCIONES DEL CONSEJO GENERAL DEL PODER JUDICIAL Artículo 109 I. LA TEORÍA INICIAL Y SU APLICACIÓN PRÁCTICA Al principio, se trata de saber si la independencia del Poder Judicial, que se predica frente a todos ( art. 117 CE, y art. 2 LOPJ), esto es, también frente al Poder Legislativo e incluso, ad intra, entre los propios jueces ( art. 13 LOPJ), impediría al Parlamento controlar la actividad jurisdiccional. Esto es, si el Parlamento debe abstenerse de influir políticamente en la función jurisdiccional o si, por el contrario, puede el Parlamento extender su control político al terreno de la jurisdicción. Ciertamente, la Constitución adjudica al Poder Legislativo y al Poder Judicial posiciones separadas, independientes y limitadas. Naturalmente, la separación de poderes no exige ni pretende la absoluta distancia superlativa entre los mismos. De hecho —y de Derecho— los tres poderes no son más que tres pilares del mismo Estado y en ese sentido no pueden desconocerse, negarse la palabra, estar recluidos consigo mismos ni dejar de colaborar entre ellos. Ahora bien, cabe preguntarse también hasta qué punto esa separación no debería ser lo suficientemente porosa como para impedir que el Poder Judicial, por esa vía separada, se convierta —contra las previsiones constitucionales— en el 1/17 Diario LA LEY Diario LA LEY Diario LA LEY Diario LA LEY 16/11/2012 16/11/2012 16/11/2012 16/11/2012

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El texto describe cómo, con qué grado, en qué casos y por qué vías de penetración el Parlamento influye legal yefectivamente sobre el Poder Judicial y se cuestiona si todo contacto con la política implica necesariamente unaamenaza a la independencia del poder judicial hasta el punto de contaminar la función jurisdiccional

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El control político sobre los jueces

Juan Carlos ARCE

Profesor de Derecho del Trabajo y Seguridad Social. Universidad Autónoma de Madrid. Académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

Diario La Ley, Nº 7731, Sección Doctrina, 8 Nov. 2011, Año XXXII, Editorial LA LEY

LA LEY 17252/2011

El texto describe cómo, con qué grado, en qué casos y por qué vías de penetración el Parlamento influye legal y

efectivamente sobre el Poder Judicial y se cuestiona si todo contacto con la política implica necesariamente una

amenaza a la independencia del poder judicial hasta el punto de contaminar la función jurisdiccional

Normativa comentada

LO 6/1985 de 1 Jul. (del Poder Judicial)

LIBRO II. DEL GOBIERNO DEL PODER JUDICIAL

TÍTULO II. Del Consejo General del Poder Judicial

CAPÍTULO PRIMERO. DE LAS ATRIBUCIONES DEL

CONSEJO GENERAL DEL PODER JUDICIAL

Artículo 109

I. LA TEORÍA INICIAL Y SU APLICACIÓN PRÁCTICA

Al principio, se trata de saber si la independencia del Poder Judicial, que se predica frente a todos ( art. 117 CE, y art. 2 LOPJ), esto es, también frente al Poder Legislativo e incluso, ad intra, entre los propios jueces ( art. 13 LOPJ), impediría al Parlamento controlar la actividad jurisdiccional. Esto es, si el Parlamento debe abstenerse de influir políticamente en la función jurisdiccional o si, por el contrario, puede el Parlamento extender su control político al terreno de la jurisdicción. Ciertamente, la Constitución adjudica al Poder Legislativo y al Poder Judicial posiciones separadas, independientes y limitadas. Naturalmente, la separación de poderes no exige ni pretende la absoluta distancia superlativa entre los mismos. De hecho —y de Derecho— los tres poderes no son más que tres pilares del mismo Estado y en ese sentido no pueden desconocerse, negarse la palabra, estar recluidos consigo mismos ni dejar de colaborar entre ellos. Ahora bien, cabe preguntarse también hasta qué punto esa separación no debería ser lo suficientemente porosa como para impedir que el Poder Judicial, por esa vía separada, se convierta —contra las previsiones constitucionales— en el

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único poder supremo, en verdadero poder absoluto, porque no se puede ignorar que la auténtica realidad del Derecho, esto es, el sentido vigente de las normas depende de sus intérpretes —los jueces— y no de sus creadores. Si además se tiene en cuenta que es en los legisladores y no en los jueces donde la Constitución deposita la legitimad de la creación del Derecho, no sería razonable que el Poder Judicial asumiera una posición de protagonismo que redujera el Derecho solamente a decisiones judiciales (1) .

Hasta aquí, simplemente, dos posiciones. Acaban de señalarse y se vuelven a presentar ahora, de otro modo, las dos posturas contrarias que emergen ante la posibilidad de un cierto control político del Legislativo sobre el Judicial. Por un lado, ateniéndonos al art. 66.2 CE, las Cortes «controlan la acción del Gobierno». Y añade ese mismo art. 66.2 que las Cortes tienen «las demás competencias que les atribuya la Constitución». De acuerdo con esto, resulta que entre «las demás competencias» que la Constitución atribuye a las Cortes no se encuentra ninguna en la que el texto constitucional utilice la palabra «control». Así pues, se puede pensar que el Poder Judicial se encuentra exento de dicho control parlamentario por voluntad de la Constitución. Y ello es así, sin duda, de acuerdo con la necesaria independencia de los jueces en el ejercicio de sus funciones. Por otro lado, se puede pensar también, contrariamente, que si el Parlamento realiza una función política y crea el Derecho, y los jueces una función jurídica y aplican ese mismo Derecho creado por el Parlamento, esto es, por la soberanía nacional, parece que el Poder Legislativo no debería permanecer indiferente ante la aplicación de las normas por los jueces, sino que podría, y aun debería, realizar una labor de control de la actuación judicial para garantizar la efectiva realización del Derecho en los términos en que el Parlamento lo ha creado.

El principio de separación de poderes no responde ya, en ninguna latitud de nuestro entorno, a la forzada y artificial impermeabilidad con la que Montesquieu lo planteó en su momento (2) . Cuando Montesquieu escribe que «el juez es la boca que pronuncia las palabras de la Ley», lo convierte en un mero instrumento auxiliar y tal concepción de la actividad judicial es hoy insostenible. Más bien puede pensarse que, con esa expresión, Montesquieu revelaba que confiaba ciegamente en la Ley y desconfiaba excesivamente del juez. Ambas actitudes son exageradas y también actualmente insostenibles.

Como se ha dicho, el art. 117 CE, al referirse a los jueces y magistrados, señala que son «independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la Ley». El juez, por tanto, no hace política. En teoría, no se duda de que el ejercicio de la potestad jurisdiccional no debe estar sometido a directrices políticas (3) . Pero sabemos que, a veces, los partidos políticos centran su acción sobre un proceso judicial sobre el que tienen interés porque les permite desgastar al adversario político, tratando de influir en la opinión pública y en los propios jueces. Por tanto, se trata de conocer cuáles son sus cauces, dónde se encuentra esa posibilidad, cómo puede el Parlamento, efectivamente, ejercer un control político sobre los jueces. Es claro, por supuesto y no se insistirá más, que el poder político influya sobre los jueces no significa que influya en las decisiones judiciales de cada juez, sino que sobre el Poder Judicial, como función del Estado, el Legislativo tiene intereses políticos, trata de satisfacerlos y lo hace en muchas ocasiones. Así pues, de la teoría inicial hemos llegado a su aplicación práctica, cuyas particulares concreciones se examinan seguidamente.

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II. INFLUENCIA POLÍTICA DE LAS COMISIONES DE INVESTIGACIÓN

Las Comisiones de Investigación son instrumentos parlamentarios de control referidos a «cualquier asunto de interés público» ( art. 76.1 CE). No cabe duda de que al ser «el interés público» una noción indefinida, difusa y opinable, la constitución de una Comisión de Investigación no depende de ningún otro criterio distinto al hecho mismo de que la mayoría del Parlamento decida crearla. Además, ese interés público ni siquiera precisa ser apreciado porque, desde luego, la sola decisión o incluso la sola propuesta de crear una Comisión de Investigación sobre un asunto cualquiera, ya convierte a ese asunto, por definición, en una materia de interés público. Por tanto, cabe afirmar que la creación de una Comisión de Investigación depende solo de la voluntad del propio Parlamento.

Cuando se apertura un procedimiento judicial penal que encausa a determinados sujetos por razón de determinados hechos (en realidad, hechos por determinar) y existe ex ante o al mismo tiempo una Comisión de Investigación en las Cámaras para investigar esos mismos hechos y a las mismas personas, se está en presencia de una concurrencia de ambos poderes que puede condicionar el proceso judicial y poner en riesgo las garantías procesales y de defensa de las partes en litigio.

El art. 76.1 CE determina que las conclusiones de las Comisiones de Investigación «no serán vinculantes para los Tribunales, ni afectarán a las resoluciones judiciales, sin perjuicio de que el resultado de la investigación sea comunicado al Ministerio Fiscal para el ejercicio, cuando proceda, de las acciones oportunas». Podría parecer que, con esta norma, la Constitución separa realmente ambos poderes de acuerdo con los principios democráticos de independencia y de reserva de jurisdicción. En realidad, si se toma en cuenta el Derecho comparado, se percibe a primera vista que la previsión constitucional española es corta. Por poner solo un ejemplo, en Francia, lo que la Constitución declara no es que las conclusiones parlamentarias de las Comisiones no tendrán efectos en el terreno judicial, sino que ambas investigaciones —la penal y la parlamentaria— son incompatibles. Esto es, no coinciden ni pueden hacerlo por expresa prohibición constitucional. Además, esa incompatibilidad, en la Constitución francesa de 1958, está por otra parte garantizada con una regla adicional según la cual prevalecerá siempre la instrucción judicial sobre la Comisión de Investigación.

No obstante, el problema de la influencia política en el Poder Judicial a causa de las Comisiones parlamentarias de Investigación no está salvado tampoco plenamente en Francia. Porque ocurre que lo que parece una incompatibilidad absoluta quiebra desde el inicio si se tiene en cuenta que la Comisión encargada de examinar la solicitud de creación de una Comisión de Investigación está legitimada para apreciar a su propio criterio si esa coincidencia material entre el objeto de la instrucción judicial y el de la Comisión de Investigación propuesta existe o no realmente. Y, de hecho, puede apreciar que no existe tal coincidencia o que las actuaciones judiciales, en el momento procesal en que se encuentran, no constituyen un impedimento para la constitución de la Comisión de Investigación. Como se ve —y esto interesa ponerlo de relieve— el problema del asalto político al poder judicial no es un solo español, sino un problema de la estructura constitucional actual y del modo en que pervive el concepto de separación de poderes en la mayor parte de los países de

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nuestro entorno.

Gran parte de la doctrina señala que las Comisiones de investigación no representan una zona oscura en la línea de separación de funciones del Estado porque los fines son distintos: en un caso, exclusivamente políticos; y, en el otro, de naturaleza judicial. Es cierto, sin duda. Pero los efectos que se producen (aún cuando no tengan eficacia en sede jurisdiccional) se producen efectivamente y trascienden al procedimiento judicial, si quiera como reflejo, esto es, como influencia que inevitablemente tendrá resonancia política en el interior de proceso.

III. CONTROL POLÍTICO Y MEMORIA ANUAL DEL CONSEJO GENERAL DEL PODER JUDICIAL

El cauce natural de información del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) hacia el Parlamento está constituido por la Memoria anual que eleva a las Cortes Generales. El art. 109 LOPJ señala que «el Consejo General del Poder Judicial elevará anualmente a las Cortes Generales una Memoria sobre el estado, funcionamiento y actividades de propio Consejo y de los Juzgados y Tribunales de Justicia. Asimismo incluirá las necesidades que, a su juicio, existan en materia de personal, instalaciones y de recursos, en general, para el correcto desempeño de las funciones que la Constitución y las Leyes asignan al Poder Judicial. Incluirá también un capítulo sobre impacto de género en el ámbito judicial».

El objeto de la Memoria es facilitar información a las Cámaras. Pero no cabe duda de que va más allá. El propio art. 109.2 LOPJ señala que «las Cortes Generales, de acuerdo con los Reglamentos de las Cámaras, podrán debatir el contenido de dicha Memoria y reclamar, en su caso, la comparecencia del presidente del Consejo General del Poder Judicial o del miembro del mismo en quien delegue. El contenido de dicha Memoria, de acuerdo siempre con los Reglamentos de las Cámaras, podrá dar lugar a la presentación de mociones, preguntas de obligada contestación por parte del Consejo y, en general, a la adopción de cuantas medidas prevean aquellos Reglamentos». Esta obligación que establece el citado art. 109 LOPJ está complementada en sus términos por las Resoluciones de la Presidencia del Congreso de los Diputados de 4 de abril de 1984 y de la Presidencia del Senado de 23 de mayo de 1984. En cuanto a la resolución del presidente del Congreso de los Diputados, sobre la tramitación parlamentaria de la Memoria del CGPJ, señala que la Mesa del Congreso la remitirá a la Comisión de Justicia «para trámite de información». Pero, acto seguido, dicha resolución da un paso más, que no es estrictamente una consecuencia necesaria de la disposición legal, al permitir que dicha Comisión designe una Ponencia que elabore un informe que será sometido a debate y votación de la Comisión. Se tiene así, por tanto, una Comisión que debatirá y votará sobre el contenido de la Memoria del Consejo que, inicialmente, llegó allí para «trámite de información». Aquí se plantea si las palabras debate y votación no son ya, en sí mismas, propias de una verdadera función de control político ya que un debate, un informe y una votación en sede parlamentaria expresarán siempre una posición política del Parlamento sobre el contenido de la Memoria del Consejo.

Así, pues, el estado, funcionamiento y actividades del CGPJ pueden ser sometidos en sede parlamentaria a opinión y censura y esto no es distinto de ser sometidos a control. Aún cuando el resultado de tal votación o el contenido del informe no tengan eficacia jurídica, como de hecho no la

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tienen, y aún cuando no sea posible mediante la misma exigir ningún tipo de responsabilidad política al Consejo ni a ninguno de sus miembros, es lo cierto que tal actividad parlamentaria sí tendrá valor político por sí misma y necesariamente, por tanto, influencia política, especialmente en quien es sometido a ese control, esto es, el CGPJ, una institución creada con el objetivo de preservar al Poder Judicial de las interferencias del Ejecutivo y de la política (4) .

Pero, más allá de que exista o no Ponencia, de que se realice o no el informe y, por tanto, el debate y la votación, lo particularmente influyente es que, de acuerdo con la referida resolución, puedan presentarse propuestas de resolución ante la Mesa de la Comisión, que las remitirá a la Mesa del Congreso a efectos de su inclusión en el orden del día de una sesión plenaria. Por su parte, en el debate en el Pleno, dichas propuestas de resolución pueden ser objeto de enmiendas y los acuerdos finalmente adoptados se remitirán al CGPJ que resulta así ser el órgano sometido a control. Es decir, que de la simple remisión de la Memoria a las Cortes, de la mera colaboración institucional, se pasa sin transición a poder someter el contenido de la misma a Ponencia, Informe, votación, deliberación, propuestas de resolución, enmiendas y acuerdos en sesión plenaria, esto es, a adoptar una auténtica posición política (5) .

Se puede argumentar, desde luego, que es el art. 109.2 LOPJ el que abre la posibilidad de debatir el contenido de la Memoria y que es también ese artículo el que abre la posibilidad de presentación de mociones y preguntas de obligada contestación (6) . Así es, sin duda. Esa actividad parlamentaria tiene amparo legal, por supuesto. Pero aquí no se está señalando que dicho control sea subrepticio o que no sea legalmente posible. Muy al contrario, la LOPJ, en su art. 109.2 prevé que, en relación con la tramitación parlamentaria de la Memoria del Consejo, se adopten «cuantas medidas prevean» los Reglamentos de las Cámaras, expresión ciertamente amplia. Lo que se dice es que, precisamente con amparo legal, no cabe duda de que las resoluciones del Pleno del Congreso de los Diputados relativas a la Memoria del CGPJ, de apoyo o de censura, sobre determinados aspectos de la Justicia o «sobre el estado, funcionamiento y actividades» del Consejo son materia política, son influencia política, son, claramente, control.

IV. INFLUENCIA DEL PARLAMENTO EN LA ACCIÓN DE JUZGAR Y EN LA EJECUCIÓN DE SENTENCIAS

El Parlamento no puede juzgar. La Constitución atribuye esa función exclusivamente a los jueces y Tribunales. Ahora bien, esto no es exactamente así. Porque lo que en realidad no puede el Parlamento es dictar sentencias o resoluciones judiciales, pero sí puede adoptar una posición que obligue al juez a emitir un determinado juicio o llevar a cabo acciones que conduzcan a que lo juzgado no pueda ejecutarse. En primer lugar, un modo de influencia del Parlamento ante la iniciación de un proceso sobre cuyo resultado pueda tener interés puede ser la modificación de las Leyes. Naturalmente, un cambio en las normas procesales no afectará al resultado final del proceso. Pero sí pueden afectar a la posición de las partes, de uno u otro modo, aún cuando las normas procesales que sustituyen a otras anteriores deben normalmente respetar los procesos ya iniciados, estableciendo reglas transitorias que reservan para tales procedimientos en curso la aplicación de las normas vigentes en el momento en que se iniciaron.

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Sin embargo, en el terreno de las normas sustantivas, un cambio de legislación sí puede incidir directamente en el resultado del proceso y en el signo de la sentencia. Normalmente, una modificación realizada ex profeso con la deliberada intencionalidad de intervenir en el resultado del procedimiento sería probablemente un supuesto que, al final, resultaría inconstitucional. Pero con independencia de ese juicio de constitucionalidad, al margen de ese resultadofinal, el Parlamento habría conseguido, sin duda y siquiera temporalmente, un cierto efecto político, acaso, precisamente, el deseado. Normalmente, los cambios normativos en materia contencioso-administrativa, social y civil, respetarán la legislación anterior, transitoriamente, para aplicar la normativa vigente en el momento en que se produjeron los hechos que se juzgan y un cambio en las normas aplicables no sería especialmente relevante. Pero en materia penal, donde el Parlamento podría tener notable interés en el resultado de un procedimiento judicial, la regla es exactamente la contraria y todo aquello en que la nueva legislación favorezca al imputado, será plenamente aplicable desde el primer día de su vigencia, aún cuando el procedimiento se hubiera abierto con anterioridad y los hechos se hubieran producido vigente la anterior legislación. Esta retroactividad de la Ley penal más favorable sí podría constituir un modo de influencia política en el resultado final de un procedimiento. Pero, en realidad, el juez sería invulnerable a este planteamiento político porque no se trataría, técnicamente, de una invasión del terreno acotado a la exclusividad jurisdiccional del Poder Judicial en la medida en que el juez se limitaría a enjuiciar de acuerdo con el Derecho aplicable.

Otra posibilidad de influencia, ya puesta en práctica en nuestro país, es la que permite al Parlamento aprobar medidas que favorezcan la decisión de las partes de un proceso acerca de la conveniencia de apartarse del mismo. Puede pensarse que esto no es una incidencia sobre el proceso mismo sino la apertura de vías alternativas para la resolución del conflicto. (7) No obstante, se trata de una influencia política, indudablemente, porque el hecho de que el Parlamento pueda disponer alternativas al proceso mismo, ya iniciado, que, a cambio de ofertas más o menos negociadas, susciten estímulos para desistir de la acción judicial ya ejercitada con el objeto de excluir de enjuiciamiento la responsabilidad del Estado, por ejemplo, es una acción de influencia política de notable trascendencia.

Por otra vía, de acuerdo con el art. 117.3 CE, solo a jueces y Tribunales corresponde hacer ejecutar lo juzgado. El mismo artículo señala que el cumplimiento de las sentencias y demás resoluciones judiciales firmes es obligado para todos. Pues bien, hay casos en los que la condenada es la Administración. Tal es el supuesto de las sentencias en materia de responsabilidad patrimonial de la Administración. La ejecución de estas sentencias condenatorias al pago de una cantidad líquida es objeto de regulación en la Ley 29/1998, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, de 13 de julio (LRJCA), donde en su art. 106.1 se señala que «cuando la Administración fuere condenada al pago de cantidad líquida, el órgano encargado de su cumplimiento acordará el pago con cargo al crédito correspondiente de su presupuesto que tendrá siempre la consideración de ampliable. Si para el pago fuese necesario realizar una modificación presupuestaria, deberá concluirse el procedimiento correspondiente dentro de los tres meses siguientes al día de notificación de la resolución judicial». Este precepto, como se ve, pretende conciliar el principio de legalidad presupuestaria con el deber de ejecución de sentencias. En efecto, el pago debe hacerse con cargo al correspondiente crédito presupuestario y el cumplimiento de tales sentencias

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condenatorias requiere, por tanto, con frecuencia, la aprobación de créditos extraordinarios que debe aprobar precisamente el Parlamento.

El Parlamento puede, desde luego, influir en la ejecución de la sentencia, llegando a demorarla e incluso a conseguir que no se ejecute. Un ejemplo de esta posibilidad que impide a la Administración cumplir la sentencia puede verse en el caso que el Tribunal Supremo resolvió por sentencia de 25 de junio de 1985. Se condenó a la Administración a dos actividades, una de hacer: inscribir al Diario Madrid en el Registro de Empresas Periodísticas y otra de dar una cantidad líquida: el pago de una indemnización. Señala el Tribunal Supremo que «de las actuaciones resulta por tanto la Administración haber acordado el cumplimiento en sus propios términos de la sentencia, procedió a su inscripción en el Registro de Empresas Periodísticas de la parte dispositiva de la sentencia y después de concretada la cifra indemnizatoria inició los trámites correspondientes para el pago de la cantidad líquida y de sus intereses que, por imperativo de la legalidad vigente, requieren para su efectividad su inclusión en la Ley de Presupuestos de suerte que podemos concluir precisando que de los dos pronunciamientos de la sentencia, el de inscripción ha sido cumplido y la demora, aunque en parte obligada por las Leyes, es susceptible de ser abonada con el pago de intereses (...) El Ministerio de Hacienda ha acreditado en autos que practicó las diligencias necesarias para la ejecución habilitando la cantidad precisa en presupuestos para materializar dicho pago y la habilitación de un crédito precisa de unas dilaciones y transcurso de tiempo (...)» Esto es, la posición del Parlamento determina la ejecución de la sentencia, posición del Parlamento que mediante dilaciones puede influir, por causas políticas y con efectos políticos, en la ejecución de la sentencia.

También puede el Parlamento convertir el fallo de una sentencia en una condena inejecutable por imposibilidad legal modificando la legislación. El art. 105. LRJCA y el 18.2 LOPJ permiten declarar inejecutable una sentencia por causa de imposibilidad legal. Si la modificación legal que impide la ejecución del fallo judicial ha sido, en realidad, una acción legislativa con la intención de eludir el cumplimiento de la sentencia, estaríamos en presencia de una norma inconstitucional. Pero esta declaración de inconstitucionalidad deberá ser declarada en otro procedimiento y ante otro Tribunal: el Constitucional, con la posible eficacia dilatoria que ello tuviera. Porque aquí no ocurre lo que ocurriría en caso de que fuera la Administración quien modificara reglamentariamente una norma de tal rango con el propósito de no cumplir una sentencia. En este caso, cuando la Administración dicta una norma con el objetivo de eludir el fallo de una sentencia, el art. 103.4 LRJCA señala que tales actos son nulos de pleno derecho y que corresponde tal declaración de nulidad al órgano judicial al que corresponde la ejecución de la sentencia. Pero en el caso que se señaló más arriba, cuando la modificación normativa que hace imposible el cumplimiento del fallo proviene del Parlamento, esta norma de la LRJCA no es aplicable. Además, el órgano judicial encargado de la ejecución no tiene competencia alguna para controlar los actos del Legislativo y, en consecuencia, el fallo deviene de imposible ejecución, si quiera transitoriamente.

V. OTRA VEZ, JULIO CÉSAR

Uno de los autores que con mayor penetración ha tratado el tema de la interferencia política en los jueces es Shakespeare. En su obra Julio César (8) , lo que se ventila es la justicia o injusticia de una acción: el asesinato de César que, por lo demás, tiene lugar ante los propios ojos del espectador.

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Lo que se presenta como material dramático en la obra es si había o no había motivos legítimos, atenuantes o eximentes, para ese asesinato. Dicho de otra manera, si los jueces deben absolver o condenar a los senadores que le quitaron la vida. Lo normal en otras obras literarias escritas por genios menores que Shakespeare, hubiera sido que el espectador supierade antemano quién lleva razón y se limitara a contemplar cómo, sobre el escenario, esa razón, que él ya conoce, acaba imponiéndose. Pero Shakespeare no elige ese camino fácil. Lo que hace, en cambio, es convertir al espectador en juez, literalmente en quien debe decidir sobre los hechos que conoce: los senadores han matado a César. Para ello, solo dispone de los argumentos de las partes, Bruto y Marco Antonio. Y, desde luego, el espectador no sabe a qué atenerse. Porque la obra le obliga a cambiar de criterio alternativamente. El espectador va cambiando de opinión no solo una vez, sino muchas, porque la política romana (Bruto) y el Derecho romano (Marco Antonio) tienen sus razones propias. Lo que Shakespeare consigue es que las diversas alternancias de opinión que la representación produce en el espectador se produzcan efectivamente. Esto es, no adquieren la forma de la duda, de la suspensión del juicio hasta que el objeto del mismo esté clarificado por el conjunto de los hechos sino que, por el contrario, a cada una de esas alternancias de opinión le acompaña la más rotunda convicción de que ésa es, definitivamente, por fin, la verdad (9) .

La clave radica en que Shakespeare juega con dos verdades, la verdad judicial y la verdad política o de partido. Bruto se dirige al pueblo —los jueces— y demuestra que César era un tirano ambicioso que merecía la muerte. Acto seguido, Marco Antonio se dirige a los jueces y prueba que César era noble, generoso y valiente, y que su asesinato ha sido injusto. Y así, sucesivamente, durante todo el tercer acto. Bruto o la política ha conseguido introducir en el debate elementos de complejidad política con los que consigue influir en los jueces (el pueblo, el espectador) de modo que ya no se juzgan los hechos —el asesinato— sino si había o no razones políticas para matar a César o, al menos, para no condenar judicialmente a quienes le mataron (10) . Antonio o el Derecho, por su parte, ya no puede dirigirse a los jueces con el Derecho desnudo, como si no hubiera razones políticas porque Antonio debe contar, delante de los jueces, con esa influencia política ya establecida antes por Bruto, una influencia que, de alguna manera, preexiste. Y aunque solo sea para intentar que se ignore, aunque solo sea para superarla, incluso en esos casos, debe contar con ella, porque está presente, porque está teniendo influencia (11) . Por lo demás, la obra, finalmente, parece adjudicar la razón, esto es, la verdad, a Marco Antonio. Una apariencia solo teatral, desde luego, porque la Historia enseña que de aquel juiciopolítico a los asesinos derivaron diecisiete años de guerra civil.

Es claro que si el Poder Judicial es parte del sistema político democrático, y además lo garantiza, está, desde luego, actuando en un marco político porque la aplicación del Derecho por los jueces es ya, por sí misma, la aplicación de un determinado Derecho puesto en vigencia por el Legislativo, una instancia política. Y es eso, precisamente, que el Derecho sea creado en sede parlamentaria, lo que dota a las normas jurídicas de un aspecto político que el juez no puede eludir al aplicarlo rectamente. Así pues, enjuiciar en el interior de un proceso es, para el juez, una labor de reducción jurídica de las determinaciones políticas del Parlamento. Todo es claro mientras las expresiones legales sean determinadas y unívocas, por ejemplo, cuando el art. 36 del RDL 1/1995, de 24 de marzo, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, determina que «se considera trabajo nocturno el realizado entre las diez de la noche y las seis de la mañana». Pero lo normal es la presencia de la incertidumbre, la incertidumbre del Derecho sobre el

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que la política encuentra el mejor campo para interferir en el Poder Judicial. Esto abre un amplio tema, también sujeto a debate, acerca de la creación judicial del Derecho que, sin embargo, las dimensiones de este estudio no permiten contemplar.

En ocasiones es imprescindible someter a los jueces un conflicto político. Nos referimos a un conflicto claramente político, no a un litigio en el que haya simplemente interés político. Por ejemplo cuando, ejerciendo la acción pública, un partido político se persona en el procedimiento penal para acusar a un miembro del Gobierno, o a un miembro relevante del partido rival. O también cuando se presenta un recurso de inconstitucionalidad de una Ley que afecta a los postulados de los partidos que votaron en su contra. Y esta circunstancia —como en la obra de Shakespeare— despliega unos efectos que, en concurrencia con acciones políticas paralelas al proceso, pueden generar en la opinión pública la identificación del juez, y por extensión, del Poder Judicial, con una opción de partido o una tendencia política, lo que casi siempre es una labor que se realiza a través de los medios de comunicación y no pretende cosa distinta que interferir en la jurisdicción mediante una presión mediática que puede llegar a ser incluso intimidatoria cuando se convierte en un modo de utilización del proceso judicial como un arma para la directa contienda partidista (12) . La influencia es máxima cuando se intenta generar en la opinión pública un juicio paralelo, un clima de opinión que promueva la duda o eleve a verdad definitiva, antes de la sentencia, la inocencia o culpabilidad del procesado. Los medios de comunicación son, más que «el cuarto poder», un instrumento de poder mediante el que se libran muchas de las batallas que atañen a la política (13) . Y, como instrumento de poder, es utilizado por quienes saben cómo hacerlo, dado que no es difícil que los medios de comunicación de amplia audiencia, relevantes, sean portadores de intereses políticos (14) .

VI. CONTROL POLÍTICO Y CONSEJO GENERAL DEL PODER JUDICIAL

La LOPJ de 1985 varió el sistema de designación de modo que el Parlamento asumió la plena competencia para nombrar a la totalidad de los miembros del CGPJ. En 2001, el mecanismo de designación volvió a cambiar como consecuencia del Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia de 28 de mayo y estableció que los doce vocales de procedencia judicial fueran designados por las Cámaras entre 36 candidatos propuestos por las asociaciones judiciales y por los jueces no asociados. Éste es el sistema actual establecido en la Ley Orgánica 2/2001, de 28 de junio, sobre Composición del Consejo General del Poder Judicial, por la que se modifica la LOPJ. Se ha pasado, por tanto, por tres sistemas, el originario, el de 1985 y el de 2001, y el resultado, siempre, ha sido la división del Consejo en grupos de tendencia, de afinidad, de opinión. Sea cual sea la expresión —tendencia, afinidad, opinión u otras posibles— se trata de grupos identificados políticamente.

El problema no es, desde luego, la designación parlamentaria, perfectamente legítima (15) . La STC 108/1986 señala que «la posición de los integrantes de un órgano no tiene por que depender de manera ineludible de quienes sean los encargados de su designación, sino que deriva de la situación que les otorgue el ordenamiento jurídico». Lo que viene a decir la sentencia citada es que todo depende de las personas concretas que se elijan, un argumento mucho más que sencillo, una evidencia. Al intervenir el Parlamento, los partidos eligen a quienes mantienen coincidencias con su propia ideología porque hay una radical perspectiva parcial en la acción política, según la cual la verdad es uno mismo y los partidos son los demás. Cuando se nombran vocales del Consejo se

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intenta tender pasarelas entre la política de partidos y el Poder Judicial con el objetivo de obtener un control parlamentario inicial que cabe ser proyectado después, consecuentemente, en el ejercicio de las importantes competencias que el Consejo ejerce en la estructura del Poder Judicial, señaladamente las contenidas en el art. 107 LOPJ (16) . Al escribir esto no se comete un error de apreciación personal ni se traslada sin matices un estado de opinión general. Es que la propia LOPJ es consciente de ello y en su Exposición de Motivos señala que «se debe fortalecer el mérito y la capacidad como las razones esenciales del nombramiento y acceso al Tribunal Supremo y a las Presidencias de los Tribunales Superiores de Justicia, evitando la aplicación de un sistema de mayorías que no contribuye a crear Justicia de calidad, pues perjudica su imagen, puede enturbiar la independencia y comprometer el diseño constitucional sobre la posición del Tribunal Supremo». No quedan dudas, por tanto, de que si la propia Ley manifiesta esta situación es porque la situación existe. Pero aún más allá de esta declaración de la Ley, el Tribunal Constitucional es también consciente del problema que implica la politización del órgano de gobierno de los jueces y en la reiterada sentencia 108/1986, en su fundamento jurídico séptimo, señala que los nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario son aquellas materias «que más pueden servir al Gobierno para intentar influir sobre los Tribunales: de un lado, el posible favorecimiento de algunos jueces por medio de nombramientos, y ascensos; de otra parte, las eventuales molestias y perjuicios que podrían sufrir con la inspección e imposición de sanciones».

De acuerdo con la LOPJ (art. 107.1; 107.2 y 107.4), corresponde al CGPJ nombrar a los altos cargos de la jurisdicción: presidente del Tribunal Supremo, presidentes de Sala, magistrados del Tribunal Supremo y presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia, presidentes de Audiencias Provinciales y otros altos cargos judiciales. Como se ha dicho, al reproducirse en el interior del Consejo, si quiera como reflejo, el espectro político general que se da en sede parlamentaria, las decisiones sobre la designación de los altos cargos corresponde a la aritmética de las ideas presente en el Pleno del Consejo y eso hace que el órgano de gobierno se rompa siempre en dos partes y siempre por la misma línea de fractura, de acuerdo con la procedencia o adscripción de los Vocales. La promoción en la carrera judicial, por tanto, está mediatizada por estas designaciones para las que el Consejo no tiene un criterio objetivo que obre en norma legal o reglamentaria y son, por tanto, de índole absolutamente decisionista. Recuérdese aquí lo que la STC 108/1986, en su fundamento jurídico séptimo, se encargaba de advertir cuando señalaba que los nombramientos y los ascensos, pueden servir «para intentar influir en los Tribunales».

De este modo, el Parlamento, que se ocupó de designar a los Vocales, puede penetrar políticamente una capa más, ya en vía puramente jurisdiccional, en el interior mismo del Poder Judicial —más allá de su órgano de gobierno— situando, de forma mediata, longa manu, en los vértices de la estructura judicial, a jueces y magistrados apoyados en su designación por quienes el propio Parlamento nombró en su día, acaso con la previsión de los futuros nombramientos que el Consejo tendría que realizar. Por supuesto que no se está aquí diciendo que los altos cargos judiciales pierdan por eso independencia o carezcan de neutralidad en el ejercicio de sus funciones, porque la independencia judicial (es decir, la de cada juez o Tribunal en el ejercicio de sus funciones) debe ser respetada tanto en el interior de la organización judicial ( art. 2 LOPJ) como por «todos» (art. 13 de la misma Ley). No se duda, en absoluto, de la imparcialidad de los jueces, imparcialidad que, no puede ser de otro modo, se presume de cada uno de ellos. Se dice, exactamente, lo contrario. Se está diciendo que la presunción de imparcialidad, la obligación de neutralidad y la independencia de

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cada uno de los jueces deberían hacer que tales nombramientos fueran ideológicamente indiferentes. Y no lo son. No lo son cuando la propia LOPJ, consciente del reparto por cuotas de dichos nombramientos, intenta corregir la situación establecida declarando, como se dijo antes, que «se debe fortalecer el mérito y la capacidad como las razones esenciales del nombramiento y acceso al Tribunal Supremo y a las Presidencias de los Tribunales Superiores de Justicia, evitando la aplicación de un sistema de mayorías».

En este punto conviene hacer una referencia a las asociaciones judiciales que tienen una particular importancia ya que, de conformidad con el art. 112 LOPJ, son las asociaciones las que proponen a los candidatos que el Parlamento elegirá para formar parte del CGPJ. Y, por otra parte, también para las designaciones de los órganos superiores de la jurisdicción es muy importante, casi decisivo, el apoyo asociativo. La Constitución señala en su art. 127.1 que los jueces y magistrados no pueden pertenecer a partidos políticos ni a sindicatos. La Constitución presenta así a las asociaciones profesionales de jueces —si quiera formalmente o así pudiera parecer— como el remedo, la alternativa sucedánea a la prohibición de pertenecer a partidos políticos y a sindicatos. Es la LOPJ, en su art. 401.2, la que dispone que sus fines serán «la defensa de los intereses profesionales de sus miembros en todos los aspectos y la realización de actividades encaminadas al servicio de la Justicia en general». Y añade que: «No podrán llevar a cabo actividades políticas ni tener vinculaciones con partidos políticos o sindicatos».

La concreta práctica del asociacionismo judicial presenta perfiles notoriamente contrarios a esta previsión legal. Porque las asociaciones guardan mucha correspondencia, o alguna correspondencia, o cierta proximidad, con las posiciones de los partidos políticos, hasta el punto de que esa cercanía política es la gran diferencia entre ellas: su orientación o tendencia ideológica, la parte del arco parlamentario con el que mantienen coincidencias o al que podrían estar ideológicamente vinculadas. Lo cual es perfectamente lógico y quizás inevitable si se considera que el proceso de identificación política es anterior al proceso de definición de los propios intereses asociativos, que lo incluye y que constituye, también, un objetivo en sí mismo cuando se prohíbe a los jueces la militancia sindical o de partido. Integradas así las asociaciones en un universo que les solicita candidatos a vocales del Consejo para presentarlos a la designación del Parlamento y que les pide apoyo para el nombramiento de altos cargos jurisdiccionales, pueden llegar a convertirse en elementos instrumentales de la penetración política in extenso en el Poder Judicial, operando como una malla impregnada de instancias partidistas que se filtra así en el interior de la jurisdicción.

Hay, además, otra vía de penetración política del Legislativo en el Poder Judicial que aquí se considera realmente importante porque no se trata ya de poder influir, sino de establecer, dentro de los órganos jurisdiccionales, magistrados con directo apoyo parlamentario. El art. 13.2 de la Ley 38/1998, de 28 de diciembre, de Demarcación y Planta, dispone que «el presidente del Tribunal Superior de Justicia lo es también de su sala de lo civil y penal. De los demás magistrados que la componen, uno de ellos, en el caso de ser dos, o dos de ellos, en el caso de ser cuatro, son nombrados a propuesta en terna de la Asamblea legislativa de la Comunidad Autónoma, en la forma prevista por el art. 330 de la Ley Orgánica del Poder Judicial». Así, dicho art. 330 LOPJ, en su apartado 4, señala: «En las Salas de lo Civil y Penal de los Tribunales Superiores de Justicia, una de cada tres plazas se cubrirá por un jurista de reconocido prestigio con más de diez años de ejercicio

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profesional en la Comunidad Autónoma, nombrado a propuesta del Consejo General del Poder Judicial sobre una terna presentada por la Asamblea legislativa».

Esto es, la influencia política en el Poder Judicial, en este caso, es de gran escala, directa, plena, completa. Es precisamente el Parlamento autonómico quien presenta tres candidatos al CGPJ para que este órgano elija a uno de ellos que se integrará en la Sala de lo Civil y Penal del TSJ correspondiente, como magistrado. En las Salas constituidas por cinco magistrados, esta cuota autonómica se dobla y serán dos los magistrados nombrados a propuesta del correspondiente órgano político de la Comunidad Autónoma correspondiente. No existe tal previsión, sin embargo, para las Salas de lo Contencioso-Administrativo ni para las Salas de lo Social de los TSJ, probablemente porque las competencias de estas Salas son también distintas, en especial en lo que se refiere al enjuiciamiento de políticos autonómicos.

VII. EL ESTADO DE LA CUESTIÓN. ALGUNAS COMEDIAS Y FINAL

El Pacto para la Reforma de la Justicia, de 2001 señala en dos ocasiones que dicha reforma es «una cuestión de Estado». Aquí se hablará, sin embargo, del estado de la cuestión. En Italia, el Consiglio Superiore della Magistratura —equivalente al CGPJ— está presidido por el presidente de la República y ocho de los veinticuatro componentes son elegidos por el Parlamento; en Alemania, la mitad de los magistrados de la Corte Federal son nombrados por el Bundestag y la otra mitad por el Bundesrat, y se ha establecido la práctica de asignar determinados puestos en cada Sala a determinados partidos de modo que, al cesar un magistrado en su cargo, el partido respectivo propone a un sucesor; en Suecia, los dieciocho magistrados del Tribunal Supremo son elegidos por el Gobierno; en Francia, la totalidad de los magistrados del Consejo Constitucional se nombran por el presidente de la República y por el presidente de la Asamblea Nacional; en Suiza, todos los magistrados del Tribunal Supremo son nombrados por el Parlamento y es frecuente —y no controvertido, sin embargo— que los elegidos mantengan fuertes vínculos explícitos con los partidos políticos. Más allá de Europa, el presidente de los Estados Unidos nombra a los nueve miembros del Tribunal Supremo. Así que, el estado de la cuestión no es quién nombra a quién. Porque, como se sabe, hay muchos países democráticos donde el poder político nombra a los altos cargos judiciales y donde no existe un órgano como el CGPJ para garantizar la independencia judicial y, sin embargo, no puede afirmarse en ellos que el Poder Judicial no sea independiente o que esté politizado.

Pero la política siempre está presente. En todos los ámbitos de la sociedad (17) . Es un hecho. El juicio sobre si ese hecho es o no es conveniente pertenece a otro debate. Aquí se señala que es un hecho, como fue un hecho tras la muerte de Julio César. La influencia y el intento de control político sobre los jueces no se presenta como algo que dependa de nuestra individual adhesión, sino que, por el contrario, son indiferentes a nuestra adhesión: están ahí. Y, por tanto, los partidos políticos recurren a ella como a una instancia de poder en la que apoyarse. Ante el verdadero estado de la cuestión, esto es, el contacto con la política como un donné, la independencia judicial respecto del poder político se ha encomendado en el sistema español a fórmulas de garantía consistentes en desarrollar artificiosas defensas en punta, escudos impenetrables que finalmente son, como todas las defensas, siempre vulnerables hasta que son vulneradas. Existe una general opinión preestablecida de que el Poder Judicial necesita ser especialmente protegido, en cada minuto, como

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portador de la independencia, una frágil independencia, como las damas de Calderón portaban su virtud, una frágil virtud en las comedias.

Recuerda esto el modo en que los clásicos del Siglo de Oro español guardaban la honra o la virtud de una dama, siempre amenazada, vigilando sus paseos, compañías y conversaciones, aislándola, apartándola, defendiéndola de cualquier contacto natural con el mundo real. Las damas de las comedias calderonianas no pueden estar balconeando, sino apartadas en el interior de la casa, como parece que no pueden tampoco los jueces mirar ni ser mirados por la política. Calderón de la Barca dio a algunas de sus comedias en las que, como correspondía a la época, se describen asaltos y defensas de la virtud femenina, títulos que hoy se ajustarían perfectamente a esa manera, tan parecida a aquélla y tan absurda, de entender la independencia judicial: El médico de su honra, El pintor de su deshonra, La inmunidad del sagrado y, quizá ya entonces, pensando Calderón en el CGPJ, Casa con dos puertas, mala es de guardar.

Así protegida artificiosamente la independencia judicial del hecho cierto del contacto político, se corre efectivamente el riesgo de que no pueda ser plenamente definida, de convertirse en un numen o un abstracto, en una dama constitucional, un intangible del que solo se habla. Y siempre en términos casi teológicos. Incluso si el nivel de penetración política o de contacto es muy elevado, como ocurre en otros países democráticos donde, a pesar de ello, la independencia judicial no se cuestiona, el Poder Judicial no precisa abrir un espacio químicamente esterilizado, actuar siempre en condiciones de asepsia quirúrgica que nunca se producirán. El Poder Judicial puede relacionarse con el poder político precisamente en términos de poder, precisamente en términos de igualdad porque cuenta, en sí mismo, constitucionalmente y con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho, con la eficaz capacidad de reacción judicial a la concreta acción política de interferencia interesada o espuria, en la medida en que es, esencialmente, un contrapoder o un poder para el equilibrio: un poder para la Justicia. Un poder independiente que no se sostiene en el apartamiento monástico en inexistentes espacios donde lo judicial pueda estar a solas consigo mismo y sin confrontación con la realidad. La independencia crece y se hace firme en el interior de la realidad, no en la cueva del ermitaño.

Celos aun del aire matan, El tesoro escondido y, sobre todo, Enfermar con el remedio, son tres títulos calderonianos que enseñan que esa idea de independencia como intangible acabará por ser tocada por la realidad inevitablemente y, entonces, ¿necesariamente contaminada o desvirtuada? Cabría plantearse si una noción así de quebradiza no está confundiendo los aspectos visibles de la independencia judicial con su verdadera naturaleza, con su raíz propia, muy de otra índole. La verdadera independencia judicial actúa a la luz del día. Y actúa cada día. Actúa como valor. Y los valores no son, sino que valen.

En los Estados Unidos, por poner un solo ejemplo, la American Bar Association señala en su Código de Conducta que «el juez puede hablar, escribir, dar lecciones y participar en actividades extrajudiciales (...)» Y se añade que el juez no solo tiene derecho a ello, sino que debe ser alentado a participar en el debate público sobre todas las cuestiones de la Justicia. Sin embargo, entre nosotros, el art. 395.1 de la LOPJ señala que los jueces y magistrados tienen prohibido concurrir a «cualesquiera actos o reuniones públicas que no tengan carácter judicial». Los términos son bien

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distintos.

En 1952, Hans Kelsen dio en Berkeley un discurso de despedida como profesor de la Universidad de California. Señaló, entre otras cosas, lo siguiente: «Verdaderamente, no sé ni puedo afirmar qué es la Justicia, la Justicia absoluta, ese hermoso sueño de la humanidad. Solo puedo estar de acuerdo en que existe una Justicia relativa y puedo afirmar qué es la Justicia para mí». En el mismo sentido, si este texto pone de manifiesto que la interferencia política existe, cómo se produce y qué vías puede utilizar, es porque se propone suscitar la opinión de cada lector ante este hecho. El juicio sobre si ese hecho es o no es conveniente y sobre si debe o no debe, puede o no puede evitarse o restringirse, pertenece a otro debate. Lo demás, es silencio.

«Las previsiones de aquello que los Tribunales efectivamente harán y no otra cosa más

pretenciosa es lo que yo entiendo por Derecho», señala el juez Holmes. Oliver W. Holmes fue juez

del Tribunal Supremo de los EEUU. Sorprende que ocupara el mismo cargo que había dejado

vacante el famoso juez John Marshall, que en una sentencia afirmó: «Los Tribunales son meros

instrumentos del Derecho y no pueden querer nada». Entre ambas manifestaciones habían pasado

sesenta años en los cuales la Constitución de EEUU no había cambiado. Sin embargo, sí había

cambiado la sociedad donde el mismo Derecho se aplicaba. FASSO G., Historia de la Filosofía del

Derecho, Tomo 3, Pirámide, Madrid, 1979, págs. 217 y 218. Ver Texto

LOEWENSTEIN modificó, para lo modernidad, la doctrina de la separación de poderes, señalando

que «el concepto de poderes, pese a lo profundamente enraizado que está, debe ser entendido en

este contexto de una manera meramente figurativa». Lo destacable es que esto lo escribe el

autor en un epígrafe que lleva por título: «Una antigua teoría: la separación de poderes». (Teoría

de la Constitución, Ariel Derecho, Barcelona, 1986, pág. 55). Ver Texto

«Expulsamos la Justicia de la esfera administrativa, en la que el antiguo régimen la había dejado

indebidamente introducirse; pero, al mismo tiempo, el gobierno se mezclaba en la esfera natural

de la Justicia, y lo consentimos, como si la confusión de poderes no fuera tan peligrosa y aún peor

en ésta que en aquélla, porque la intervención de la Justicia en la Administración perjudica los

asuntos, mientras que la intervención de la Administración en la Justicia deprava a los hombres».

TOCQUEVILLE; A., El Antiguo Régimen y la Revolución, Ediciones Istmo, Madrid, 2004. Ver Texto

Esta posibilidad no se encuentra en la resolución del presidente del Senado de 23 de mayo de

1984. No podrá esta Cámara, por tanto, realizar tal informe. Ver Texto

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En el Diario de Sesiones —por poner un solo ejemplo— de la Comisión de Justicia e Interior, de 23

de noviembre de 1993, pág. 2.297, durante la presentación de la Memoria, puede leerse la

intervención de un diputado en estos términos: «No consideramos que éste sea un simple acto

protocolario ni meramente informativo, sino que forma parte, como no podía ser de otra forma

en un Parlamento en el que no existe la neutralidad aséptica de la pura información, de los actos

de verdadero control parlamentario sobre el Consejo General del Poder Judicial». Ver Texto

Hoy, los diputados no se limitan ya a plantear preguntas con el objetivo de obtener más

información o aclarar la que disponen sobre las actividades del Consejo, sino que ensalzan o

censuran sus actividades y en ocasiones solicitan opiniones, ni siquiera datos, del presidente del

CGPJ, incluso sobre aspectos que no tienen relación con el contenido de la Memoria. Ver Texto

Al convalidar el RDL 4/1993, de 26 de marzo, sobre resarcimiento de daños causados por la

rotura de la presa de Tous, se autorizó la celebración de transacciones con los damnificados que

desistieran de la acción de responsabilidad por daño. Ver Texto

En realidad, el título completo de la obra es El asesinato de Julio César, lo que ya implica una

posición también política de Shakespeare respecto a aquel acontecimiento, porque podía haber

elegido un título neutral como La muerte de Julio César. Pero Shakespeare no era un político ni un

juez, afortunadamente. Ver Texto

Para un tratamiento más amplio de esta idea, MARÍAS, J., El monarca del tiempo, Alfaguara,

Madrid, 1978. Ver Texto

«Razones políticas», razones de Estado, se han escuchado en nuestra historia reciente para

juzgar o no juzgar, para condenar o para absolver. Para ilegalizar o no a una formación política,

para juzgar una guerra sucia contra el terrorismo, para juzgar a un ex ministro, a un ex director

general de la Guardia Civil, a un ex presidente del Gobierno, a un dictador sudamericano, a un

presidente de Comunidad Autónoma, a un juez estrella (...) o para no juzgarlos. Y más allá de

eso, para absolverlos o condenarlos. En todos los casos, junto a los hechos enjuiciables estaba, a

la vez, al mismo tiempo, su dimensión política. Ver Texto

Hay un amplio argumentario teórico que nace en la crisis del Renacimiento y se consolida durante

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las guerras civiles europeas de los siglos XVI y XVII del que surge un concepto de la política que

serviría de soporte inicial a lo que luego se denominó «razón de Estado» y que, en el fondo,

significa dotar de absoluta primacía al poder sobre cualquier otra consideración o valor de cualquier

tipo, político, social o de otra índole. Ver Texto

En el caso Gómez de Liaño, un periódico titulaba su información: «Gómez de Liaño: Juez y hez».

En el caso Filesa, terminado el juicio, a la espera de sentencia, se acusó en la prensa al presidente

del Tribunal de haber falseado una sentencia del Tribunal Constitucional, es decir, de ser capaz de

obrar interesadamente en sus decisiones judiciales. Ver Texto

El escritor británico George ORWELL, también periodista y corresponsal, gran conocedor de

nuestro país, escribió: «Tempranamente noté en mi vida que ningún hecho es informado en forma

correcta en los diarios. Pero en España leí por primera vez reportajes que no guardaban relación

alguna con los hechos, ni siquiera la relación que suele existir en una mentira común y corriente». Ver Texto

«Con excepción del parte de precipitaciones atmosféricas, no puede existir la noticia

verdaderamente objetiva. Aun separando cuidadosamente comentario y noticia, la elección misma

de la noticia y su confección constituyen elemento de juicio implícito». ECO, U., Sobre la prensa,

en Cinco escritos morales, Lumen, Barcelona, 2000, pág. 61. Ver Texto

Si se echa una mirada a la Historia, precisamente la mirada que propone Guglielmo FERRERO en

su obra Poder. Los genios de la ciudad, Tecnos, Madrid, 1998, se puede comprobar que si se

hubiera preguntado en el siglo XVIII a un veneciano por qué el dogo era el jefe de la República, la

respuesta hubiera sido que había sido elegido por el Consiglio Maggiore, donde se sientan, por

derecho hereditario, los hombres de las cuatrocientas familias nobles inscritas en el Libro de Oro

de Venecia. De igual modo, si hubiéramos preguntado a un ruso, a un prusiano o a un austriaco a

principios del siglo XIX por qué un ministro impone su voluntad, diría que la razón era que lo había

nombrado el rey o el emperador. Y todas esas respuestas son, formalmente, equivalentes en la

teoría jurídico-formal de cada momento histórico. Solo se busca un principio de legitimidad que

pueda ser aceptado por todos. Ver Texto

La expresión «tender pasarelas entre la política de partidos y el Poder Judicial» es rigurosamente

apropiada al referirnos al intenso contacto entre poderes separados. Algunos vocales del Consejo

ocupaban previamente un escaño de partido en el Congreso de los Diputados y otros vocales

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abandonaron el Consejo durante su mandato para ocupar carteras ministeriales, una

intercambiabilidad que hace evidente la fácil conexión entre política y Poder Judicial. Ver Texto

En una intervención ante las Cortes Constituyentes, el 4 de septiembre de 1931, Ortega y Gasset

decía: «Yo recuerdo que una de mis primeras impresiones de profesor, cuando, mozo, ingresé en

la cátedra, fue que al asistir por primera vez a la Junta de Facultad de Filosofía y Letras (...),

apenas se discutió sobre si había de darse o no una orden a un bedel, la honorable Facultad se

dividió, hasta la raíz, en derechas e izquierdas. La política lo penetra todo» ORTEGA Y GASSET, J.,

Discursos políticos, Alianza Editorial, Madrid, 1974, pág. 164. Ver Texto

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