El drama de una fundadora. Exclusión y omisión de una ... · Powell en el Orfanatorio y Escuela...

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História Unisinos 21(2):234-245, Maio/Agosto 2017 Unisinos – doi: 10.4013/htu.2017.212.08 Este é um artigo de acesso aberto, licenciado por Creative Commons Atribuição 4.0 Internacional (CC BY 4.0), sendo permitidas reprodução, adaptação e distribuição desde que o autor e a fonte originais sejam creditados. Resumen: Las reconstrucciones que las ciencias sociales, la historia apologética y la teolo- gía han realizado sobre los orígenes del pentecostalismo chileno se han caracterizado por una limitación significativa: la creación de una imagen distorsionada o la simple ausencia de una de sus líderes fundadoras, Elena Laidlaw. El objetivo doble de este artículo es reconstruir y describir el rol que jugó esta mujer en el nacimiento del movimiento pente- costal, así como las condiciones socio-religiosas que generaron su exclusión y omisión del protestantismo y el pentecostalismo chileno. Como perspectiva teórica hemos utilizado la teoría dramatúrgica de Turner, mientras que como metodología hemos utilizado el análisis de fuentes documentales primarias y secundarias. Palabras claves: drama, exclusión, pentecostalismo, Chile, Elena Laidlaw. Abstract: The reconstructions that the social sciences, apologetic history and theology have realized on the origins of Chilean Pentecostalism have been characterized by a significant limitation: the creation of a distorted image or the simple absence of one of its founding leaders, Elena Laidlaw. The double objective of this article is to reconstruct and describe the role played by this woman in the birth of the Pentecostal movement, as well as the socio-religious conditions that generated her exclusion and omission from Protestantism and Chilean Pentecostalism. As a theoretical perspective we have used the dramaturgical theory of Turner, while as a methodology we have used the analysis of primary and secondary documentary sources. Keywords: drama, exclusion, Pentecostalism, Chile, Elena Laidlaw. El drama de una fundadora. Exclusión y omisión de una líder del movimiento pentecostal chileno (1909-1910): Elena Laidlaw 1 The drama of a founder. Exclusion and omission of a leader of the Chilean Pentecostal movement (1909-1910): Elena Laidlaw 1 Agradecemos el apoyo y financia- miento de la Vicerrectoría de Inves- tigaciones, Innovación y Postgrado (VRIIP) de la Universidad Arturo Prat. 2 Investigador del Instituto de Estu- dios Internacionales (INTE). Univer- sidad Arturo Prat. Avda. Arturo Prat, 2120. Iquique CP 100000, Chile. 3 Investigador asociado de la Univer- sidad de Tarapacá, el Grup de Inves- tigacions en Sociologia de la Religió (ISOR) de la Universitat Autònoma de Barcelona, e investigador doctoral del Laboratoire d’Anthropologie Sociale (LAS) del Collège de France/EHESS/ CNRS. Becario doctoral CONICYT (Becas Chile). Av. 18 de septiembre #2222, Arica, Chile. Miguel Ángel Mansilla 2 [email protected] Luis Orellana² [email protected] Carlos Piñones² [email protected] Wilson Muñoz 3 [email protected]

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  • História Unisinos21(2):234-245, Maio/Agosto 2017Unisinos – doi: 10.4013/htu.2017.212.08

    Este é um artigo de acesso aberto, licenciado por Creative Commons Atribuição 4.0 Internacional (CC BY 4.0), sendo permitidas reprodução, adaptação e distribuição desde que

    o autor e a fonte originais sejam creditados.

    Resumen: Las reconstrucciones que las ciencias sociales, la historia apologética y la teolo-gía han realizado sobre los orígenes del pentecostalismo chileno se han caracterizado por una limitación significativa: la creación de una imagen distorsionada o la simple ausencia de una de sus líderes fundadoras, Elena Laidlaw. El objetivo doble de este artículo es reconstruir y describir el rol que jugó esta mujer en el nacimiento del movimiento pente-costal, así como las condiciones socio-religiosas que generaron su exclusión y omisión del protestantismo y el pentecostalismo chileno. Como perspectiva teórica hemos utilizado la teoría dramatúrgica de Turner, mientras que como metodología hemos utilizado el análisis de fuentes documentales primarias y secundarias.

    Palabras claves: drama, exclusión, pentecostalismo, Chile, Elena Laidlaw.

    Abstract: The reconstructions that the social sciences, apologetic history and theology have realized on the origins of Chilean Pentecostalism have been characterized by a significant limitation: the creation of a distorted image or the simple absence of one of its founding leaders, Elena Laidlaw. The double objective of this article is to reconstruct and describe the role played by this woman in the birth of the Pentecostal movement, as well as the socio-religious conditions that generated her exclusion and omission from Protestantism and Chilean Pentecostalism. As a theoretical perspective we have used the dramaturgical theory of Turner, while as a methodology we have used the analysis of primary and secondary documentary sources.

    Keywords: drama, exclusion, Pentecostalism, Chile, Elena Laidlaw.

    El drama de una fundadora. Exclusión y omisión de una líder del movimiento pentecostal

    chileno (1909-1910): Elena Laidlaw1

    The drama of a founder. Exclusion and omission of a leader of the Chilean Pentecostal movement (1909-1910): Elena Laidlaw

    1 Agradecemos el apoyo y financia-

    miento de la Vicerrectoría de Inves-

    tigaciones, Innovación y Postgrado

    (VRIIP) de la Universidad Arturo Prat. 2 Investigador del Instituto de Estu-

    dios Internacionales (INTE). Univer-

    sidad Arturo Prat. Avda. Arturo Prat,

    2120. Iquique CP 100000, Chile.3 Investigador asociado de la Univer-

    sidad de Tarapacá, el Grup de Inves-

    tigacions en Sociologia de la Religió

    (ISOR) de la Universitat Autònoma de

    Barcelona, e investigador doctoral del

    Laboratoire d’Anthropologie Sociale

    (LAS) del Collège de France/EHESS/

    CNRS. Becario doctoral CONICYT

    (Becas Chile). Av. 18 de septiembre

    #2222, Arica, Chile.

    Miguel Ángel [email protected]

    Luis Orellana²[email protected]

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    El drama de una fundadora. Exclusión y omisión de una líder del movimiento pentecostal chileno

    Introducción En los inicios del pentecostalismo chileno (1909)

    encontramos la presencia de dos personajes relevantes: Willis Hoover y Nellie Laidlaw (en adelante Elena, tal como fue conocida). Sobre Hoover se ha construido una leyenda dorada que nada la opaca, pese a los relatos que ensombrecen su aura. Sin embargo, en torno a Elena se construyó una leyenda negra que la transformó en una anti-heroína, para luego ser arrojada al olvido, tanto de las investigaciones en ciencias sociales como de las memorias institucionales, e incluso la teología.

    Por un lado, los investigadores que han escrito sobre la historia del pentecostalismo chileno afirman y reafirman a Hoover como único líder fundacional, olvi-dando a Elena como la primera líder y fundadora del mo-vimiento. Incluso investigaciones históricas especializadas en movimientos carismáticos y pentecostales, ni siquiera la mencionan (Burges y Van der Mass, 2003). En las escasas investigaciones que aluden a Elena (Bullon, 1998; Sepúl-veda, 1999) sólo se hacen breves alusiones, y aquellas que le brindan un espacio la presentan como una mujer infame, vinculada al alcohol, a la morfina, la venta de lotería, la prostitución, esquizofrénica y engañadora (Kessler, 1967; Bullon, 1998). Por otro lado, en la bibliografía apologética de las denominaciones pentecostales, Elena está ausente y a Hoover se le asigna todo el liderazgo y fundación del movimiento (Hoover, 2002). Por último, en la teología encontramos algunas referencias que intentan redimirla del olvido, como es el caso de Salazar, quien destaca que “Elena era la principal líder del movimiento pentecostal que se estaba gestando”, agregando que “existía un clima de hostilidad contra ella, pero también era contra lo que representaba” (Salazar, 1995, p. 67). Sin embargo, pese a la aguda visión de Salazar, tampoco logra desarrollar ni argumentar las condiciones y carácter del liderazgo de esta mujer.

    Más allá de estas ausencias, la reconstrucción de la historia de vida de Elena nos muestra una existencia dramática vivida tanto al alero del protestantismo, como del naciente pentecostalismo. La historiadora metodista Florrie Snow señala que Elena “fue hija de inmigrantes escoceses, que murieron de viruela. Quedó huérfana a la edad de dos años junto a dos hermanitas y recogidas en 1891 por los misioneros metodistas, Roland y Emily Powell en el Orfanatorio y Escuela Industrial de Santiago. Vivió con ellos hasta 1900. Una de sus hermanas volvió a Escocia, la otra se casó en Santiago” (Snow, 2014). A esta historia aludían algunos para decir que “las bendiciones que el Señor está derramando, a través de Elena, son las compensaciones de Dios a la misericordia de dicha iglesia… para con los huérfanos del mundo” (CH.PEN.,

    18/12/1910, p. 3). No se sabe en qué momento y por qué la vida de Elena toma un rumbo de mujer disipadora y otras licencias de las que se le acusa (alcohólica, idolatra o prostituta), pero a los treinta años regresa para liderar el movimiento pentecostal. Más allá de esto, consideramos que su historia no es sólo una experiencia individual, sino más bien una historia vivida por muchas mujeres que han encabezado una revolución o un gran movimiento (Tarducci, 2001), las que al poco andar han sido excluidas, difamadas, olvidadas y borradas de los mitos fundacionales (Tarducci, 2005; Mansilla y Orellana, 2014).

    En esta línea, sostenemos que es de vital im-portancia reconstruir y describir el rol que jugó Elena en el nacimiento movimiento pentecostal, así como las condiciones socio-religiosas que generaron su exclusión y omisión del protestantismo y el pentecostalismo chileno. Este es el objetivo doble de este artículo.

    Consideramos que la perspectiva que mejor se adecúa a nuestra problemática es la teoría dramatúrgica que posee Turner, tanto a nivel ontológico como teórico--conceptual. A nivel ontológico, el antropólogo concibe a la sociedad como “un proceso más que un objeto, un proceso dialéctico con fases sucesivas de estructura y communitas” (Turner 1988, p. 206). Esta concepción nos permite evitar la teoría funcionalista, la cual posee una “concepción cíclica y repetitiva del cambio y una concepción estructural del tiempo” (Turner, 1974, p. 9), y donde la crisis es percibida como caótica y disfuncional. La propuesta de Turner concibe a los actores como seres condicionados, pero activos y autónomos a su vez, muy lejos de aquella imagen de seres manipulados, pasivos o embelesado por las sectas, lo cual es extremadamente útil para nuestro caso de estudio. A nivel teórico-conceptual nos interesa su concepción de drama como un proceso relacional que normalmente implica la emergencia de una propuesta simbólico-ritual, la ruptura de las relaciones sociales, la aparición de crisis sociales, y finalmente la restauración o inclusión del viejo orden (Turner, 1974, 1988). Esta batería conceptual permite iluminar más apropiadamente la crisis, ruptura, transición y exclusión que vivió Elena en el movimiento pentecostal; así como las características de este movimiento religioso liderado por Elena. Finalmente, utilizaremos tres supuestos sobre la religión en nuestro análisis general: su importancia no está en solucionar problemas, sino en brindar el lenguaje para expresar lo indecible; “brinda los recursos simbólicos para hacer los problemas más tolerables, soportables y sufribles” (Geertz, 2005, p. 100); y por último, permite la producción de símbolos y significados que utilizan diversos actores sociales, más allá de la figura clásica del sujeto burgués, masculino y racional, considerando también a un sujeto pobre, femenino y desde una dimensión emotiva.

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    En términos metodológicos realizamos funda-mentalmente un análisis de fuentes documentales, tanto primarias como secundarias. Como fuentes primarias, primero utilizaremos Chile Evangélico (CH.EV.), un periódico independiente vinculado al líder presbiteriano Tulio Morán. Si bien se publicaron sólo 48 números, es la fuente que más información nos brinda sobre Elena, pues se dedicó a publicar y rebatir todas las difamaciones que hacían otros periódicos de la época, como El Heraldo Evangélico (de la Iglesia Presbiteriana), el Cristiano (Iglesia Metodista) o El Mercurio (diario secular). En segundo lugar utilizaremos la revista Chile Pentecostal, un periódi-co perteneciente al movimiento pentecostal hasta el año 1926 (luego cambió de nombre a Fuego de Pentecostés)4. En tercer lugar consideraremos al diario El Mercurio, periódico secular que describió los acontecimientos que involucraron a Elena con la Iglesia metodista, su estadía en la cárcel y su posterior expulsión. Como fuentes se-cundarias utilizaremos el libro de Willis Hoover, el cual comenzó a publicarse parcialmente entre el año 1927 y 1930 en la revista Fuego de Pentecostés, pero se publicó como libro en 1931. Por último, también es importante señalar que incluimos una conversación personal entablada con a Florrie Snow, historiadora y Directora del Centro de Archivos de la Iglesia Metodista, llevada a cabo el 23 de marzo de 2014 en Santiago de Chile. La clave hermenéu-tica que utilizaremos para analizar estos documentos sigue la propuesta de Foucault, quien ha utilizado este tipo de fuentes para poder “llegar a la información a través de las declaraciones, las parcialidades tácticas, las mentiras im-puestas que suponen los juegos del poder y las relaciones de poder” (Foucault, 1996, p. 81).

    A través de este texto esperamos contribuir a cues-tionar la idea, ampliamente instalada en la bibliografía so-bre el pentecostalismo chileno, de que Hoover fue el único líder y fundador del movimiento pentecostal; y proponer que Elena Laidlaw también fue una de las líderes de este movimiento en sus comienzos, pero que fue excluida por el protestantismo y el pentecostalismo, y olvidada por la investigación que ha estudiado este movimiento religioso.

    El contexto social del naciente pentecostalismo en Chile

    La época entre 1909 y 1910 se caracterizó por la intensificación de las manifestaciones populares que exigían los derechos sociales y políticos para los sectores sociales que les habían sido negados. Es la época de la lla-mada cuestión social. Son años en que la prensa, múltiples

    libros y folletos abordaron temas como el alcoholismo, la mortandad infantil, la prostitución, la miseria en las viviendas y las condiciones insalubres de sectores mayori-tarios de la población. La sociedad chilena de esta época se caracterizaba por la existencia de todo tipo de problemas sociales, lo que se reflejaba en abismantes cifras: el índice de analfabetismo era de un 60%; la gran mayoría de los pobres en Santiago vivían en conventillos insalubres; los índices de mortalidad infantil llegaban al 25% (uno de los más altos del mundo); en todo Chile había aproximada-mente 80 hospitales, lo que hacía prácticamente imposible combatir las enfermedades que aquejaban a la población. Ante un panorama tan sombrío como este, la expectativa de vida, tanto para hombres como para mujeres, era de sólo 30 años; en 1910, más del 57% de la población chilena vivía en el campo, una sociedad agraria que mantenía las estructuras de poder heredadas de la Colonia; y a esto hay que sumar las agotadoras jornadas laborales, con más de 12 horas de trabajo al día y sin descanso dominical.

    El pentecostalismo emerge como parte de la protesta popular que se manifiesta en esta época, pero desde el ámbito religioso: una lucha por los derechos a la participación del trabajo religioso, no sólo como “obrero”, sino también como “pastor”. Así, representa una demanda por la movilidad y el ascenso social en el trabajo religioso, así como por la inserción de las expresiones, símbolos, costumbres nacionales y populares en la liturgia protestante. En consecuencia, el pentecostalismo vino a encarnar la “cuestión religiosa” o “cuestión pentecostal” que se transformó en un proceso de chilenización y populari-zación de la religiosidad protestante, que hasta entonces se había caracterizado por su aburguesamiento. Así, los sub-proletarios, las mujeres, los indígenas y los campesinos se constituyeron en productores y reproductores de sus propias creencias religiosas. De ahí en adelante el pente-costalismo será entendido como una religión de los pobres (Browning et al., 1930; Hurtado, 1995; Piñera, 1961), un “esfuerzo por parte de los pobres para tomar el dominio de sus propias vidas” (Deiros y Wilson, 2001 p. 348). Sus pastores eran “pobres, trabajan entre los pobres, viven entre los pobres y comen con los pobres. Sus adeptos son casi todos obreros y campesinos, mujeres humildes, niños de los barrios” (Piñera, 1961, p. 12). Esta conciencia de ser una religión de los desheredados y de los excluidos, fue lo que la transformó en una competencia religiosa, social, política y cultural en los sectores populares.

    Mientras en la sociedad chilena la mujer era parte de un determinismo doméstico y de una posición subal-terna frente al padre y al esposo; en el pentecostalismo la mujer comenzó poco a poco a ser considerada como

    4 Para mayor detalles de las revistas Chile Evangélico y Chile Pentecostal se puede consultar el libro de Orellana (2006).

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    poseedora de dones como la sanidad, la profecía, la visión y el éxtasis. Asumieron la responsabilidad de predicadoras de la Biblia en las calles y en los hogares. Si bien las mujeres pentecostales tenían la prohibición de la palabra en el púlpito, la calle y los hogares se convirtieron en espacios de libertad para ellas. Los relatos muestran a grupos de mujeres “después de los servicios regulares, [quienes] voluntaria y espontáneamente, tomaban la iniciativa de compartir sus testimonios en los conventillos y barriada urbana” (Orellana, 2006, p. 54). Aún antes de que los pentecostales se independizaran, las mujeres guiadas por Elena Laidlaw, se preocuparon de predicar y orar por los enfermos desde el centro (Valparaíso) hasta el sur de Chile (Chiloé). Regiones que se caracterizaron por la presencia de fuertes procesos de industrialización, urbanización y crisis rural, lo que incentivó una corriente inmigratoria campesina que trajo como consecuencia un mayor nivel de marginalidad, con la consiguiente segregación y discri-minación de los habitantes de estas poblaciones. Éste fue precisamente el “campo misionero” donde se expandió el pentecostalismo chileno.

    ¿Qué era lo que atraía al pueblo para aceptar a esta religión despreciada? Probablemente, uno de los recursos más eficientes y atractivos fue la oferta de sanidad desple-gada en una época donde los pobres se morían de hambre, de frío o de alguna enfermedad curable (por la falta de atención). De hecho, los distintos relatos y testimonios “muestran cierta linealidad discursiva de los conversos: enfermedad, crisis individual y familiar, oferta del discurso pentecostal sobre la concepción de las enfermedades, salud y técnicas de sanidad, aceptación de las ritualidades de iniciación y aceptación de las ritualidades de conversión” (Mansilla, 2009, p. 111-137).

    De igual forma el indígena hará propia esta reli-gión. El pentecostalismo llegó a territorios mapuches en el mismo momento de su nacimiento (1910). Lo hizo de tres formas: a través de la predicación en las fronteras urbanas del centro sur (Concepción y Temuco), donde estaban los indígenas expulsados de sus tierras en segundo lugar; en los sectores fabriles y en los fundos (Willems, 1967; d’Epinay, 1968); y también gracias a los mismos mapu-ches convertidos, quienes retornaron a sus tierras con un mensaje milenarista que intentaba compensar la pérdida de sus tierras y el desprecio de su cultura. En general, dentro del pentecostalismo se generó una revalorización del pasado, los mitos, los caciques y las machis (d’Epinay, 1968; Foerster, 1989). También se valorizaban los sueños como una forma de comunicarse con Dios; la utilización del mapudungun tanto en la predicación como en la glo-solalia, por la cual el Espíritu Santo se comunicara con el creyente; que el ser pastor y predicador fueran trabajos donde los nuevos caciques pudieran revitalizar su rol.

    De igual manera la mujer mapuche, activa en su cultura, encontró ese espacio activo al interior de las iglesias. Pero por sobre todo, el sentido comunitario de la religión era homologable al sentido comunitario del indígena, por ello muchas iglesias pentecostales se constituyeron en iglesias étnicas y familiares (d’Epinay, 1968). Por último, también fue funcional el espíritu cismático del pentecostalismo, porque cuando había un conflicto irreparable al interior de las iglesias, se producía la separación y la posibilidad de formar una nueva iglesia, sin que tuviera que partir de cero, ya que el líder contaba con una parte de la iglesia anterior para poder iniciar una nueva.

    Las condiciones miserables de la sociedad chilena, donde existía una estigmatización hacia los indígenas y lo campesino, sumada a la exclusión religiosa del pen-tecostalismo chileno; permiten comprender por qué los pentecostales concibieron a la sociedad como suciedad (Tennekes, 1985), y propusieron una religión comunita-ria donde los pobres, los indígenas, los campesinos y las mujeres, fueran centrales. Aunque opacaron el liderazgo de Elena, su fundadora.

    Elena y las rupturas de las relaciones sociales

    La sombra de la infamia es paradójica, pues si bien sobre Elena cayó todo el poder de los improperios, ella vive y aún existe en una memoria oculta y difusa gracias a esa execración. Es como “si no hubiese existido, pero sobrevive gracias a la colisión con el poder que no quiso aniquilarla o al menos borrarla de un plumazo” (Foucault, 1996, p. 82). Inicialmente el pentecostalismo fue descri-to como un movimiento pandemónico por la sociedad chilena. En sus inicios, la prensa llamó la atención sobre “el escándalo del grupo de fanáticos”, agregando que se encontraba “rodeada por una histérica conocida entre ellos como la “hermana Elena”, y que se entregan a actos de fanática exaltación y pretende tener visiones, hacer cura-ciones, y de todo lo que es usual en estas enfermedades mentales” (El Mercurio, 03/03/1912). Si bien la expresión de fanatismo estaba históricamente vinculada al mundo de lo sagrado, ya sea a los oráculos, porteros o servidores de los templos; con la institucionalización de la religión en la modernidad, el fervor religioso fue considerado como una manifestación de los desenfrenados e ignotos, tolerado para las mujeres y los sectores populares, pero despreciado por los llamados “normales” o gente de bien. Esta posición aparece reflejada en periódicos como El Mercurio, quien describió la situación utilizando conceptos como: “histe-ria”, “enfermedad mental” y “embaucador”. Se realiza una infamia hacia Elena, utilizando metáforas psicopáticas, lo

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    que permite “seleccionar, enfatizar, suprimir y organizar rasgos del sujeto principal, implicando afirmaciones sobre el que normalmente se aplica al sujeto subsidiario” (Turner, 1974, p. 7). Esta estigmatización intensifica el conflicto y empuja a la búsqueda de compensación social y simbólica para enfrentar dicha situación estresante para el individuo y el grupo. Esta des-acreditación y elaboración de leyendas negras, va mostrando paulatinamente “el reconocimiento social y la legitimación del cisma irreparables entre las partes disputadas” (Turner, 1974, p. 17).

    Tal como destacara Foucault para aquellos seres infames de la historia, “las concisas y terribles palabras los destinaron y convirtieron en seres indignos de la memoria de los hombres” (Foucault, 1996, p. 82). Y pareciera que, al igual que la Emily Bronte destacada por Bataille, Elena terminó siendo, “entre todas las mu-jeres… objeto de una maldición privilegiada” (Bataille, 2000, p. 25). No obstante al velo de infamia que la cubría, Elena se transformó en una líder del movimiento pentecostal antes de que fuera autónomo. Fueron las mismas autoridades religiosas quienes la empujaron a esa autonomía, separación, y posteriormente a la fundación de un nuevo movimiento.

    Pese a que en la revista Chile Evangélico tanto hombres como mujeres tenían la oportunidad de enviar su cartas, eran los hombres quienes fundamentalmente enviaban cartas de elogios y respaldo a la labor testimo-nial y expansiva de Elena. Al respecto, una de las misivas destacó lo siguiente: “[…] tuvimos el agrado de oír su mensaje [de Elena], el cual debemos de confesar que hizo un gran provecho a nuestras almas, por venir conforme a la palabra de Dios” (CH.EV., 19/11/1909, p. 2). Siguiendo a Turner, esto ha producido que “nuevas reglas y normas se han generado en los intentos de reprimir el conflicto; viejas reglas han caído en desuso” (Turner, 1974, p. 18): aquí los hombres son capaces de escuchar a una mujer; pese a que su palabra es escudriñada, la legitiman, auto-rizan y promueven.

    Esto se produjo porque aún no existía una lucha por el liderazgo. Una vez que esto último se produjo, fueron ellos quienes la invisibilizaron, obstruyeron o simplemente la excluyeron. Mientras tanto, se promovió el liderazgo de Elena, presentándola “a los demás hermanos que no habían tenido la oportunidad de oírlo en esa noche…” (CH.EV., 19/11/1909, p. 2). Sin embargo fue el Pastor, el Sr. Robinson, quien “habiendo tenido conocimiento que era de Valparaíso, se opuso tenazmente, cantando un himno, a fin de ahogar las súplicas de la hermana [Elena] y de toda la congregación” (CH.EV., 19/11/1909, p. 2). El fundamento de su decisión se basaba en los hechos ocurridos recientemente en la congregación de Valparaíso, donde se llevaba a cabo la manifestación pentecostal.

    Un miedo doble se apoderó de los pastores me-todistas: que el carisma supere la institución y que este nuevo liderazgo lo encarnara una mujer. Por ello excluyen a Elena y a quienes la respaldan. Como señala un testi-monio “habiendo sido objeto de tan abierto desprecio… nos dirigimos a nuestro pastor para interrogarle por el motivo de su proceder… la respuesta fue el abandono inmediato del templo, con la respectiva advertencia, que en ese mismo momento quedábamos destituido de la con-gregación” (CH.EV., 19/11/1909, p. 2). Quienes defendían el liderazgo de Elena, y como tal la pentecostalización del movimiento protestante, fueron expulsados de la congre-gación. Aquí se expresa el paternalismo que desconfía del liderazgo de los líderes nacionales y el patriarcalismo que desconfía del liderazgo de una mujer. Este ejercicio de poder no es un hecho aislado, pues se repitió en otros templos metodistas (CH.EV., 19/11/1909, p. 2). Sin embargo “Elena sintió dos voces de mando: la de nuestro pastor… y la del Espíritu de Dios que le decía: ‘habla, no calles’” (CH.EV., 19/11/1909, p. 2). El dilema que se le presentó a Elena entonces fue la escisión entre la tradición y el carisma, la estructura y la liminalidad.

    Los pastores de la Iglesia Metodistas manifesta-ron su aversión al fenómeno pentecostal y al liderazgo de Elena. Utilizaron una forma poco diplomática para resolver un problema interno: enviaron a sus correligio-narios a la cárcel (CH.EV., 19/11/1909, p. 2). La idea era no dejarla hablar, sin embargo, esta acción también fue un hecho ejemplarizante para que otras mujeres no se atrevieran a hablar ni a liderar el movimiento: “hubo una protesta general, pero que no sirvió de nada para calmar el ánimo del Sr. Rice… pidió fuerza armada para venir y llevar presa a la hermana [Elena] y arrojar a la calle a toda la iglesia” (CH.EV., 19/11/1909, p. 3). No obstante, Elena tenía una notoria influencia: “Una vez en la calle, y viendo desfilar el pelotón de policía llevando a la hermana Elena quisimos acompañarla hasta la Comisaría y así en la retaguardia, nos pusimos a cantar el himno El Fuego y la Nieve (Nube)… Con esto se terminó el memorable 12 de septiembre de 1909” (CH.EV., 19/11/1909, p. 3). Esta frase es clave, pues la calle y la cárcel se convirtieron en el topos donde comenzó el movimiento pentecostal iniciado por Elena. Como muchos movimientos de escisión, nació en la liminalidad, entendido como: “la condición de no ser miembro completo de ningún status: ya no se es lo que era antes, pero tampoco se ha alcanzado el nuevo status” (Turner, 1988, p. 102).

    Durante este periodo liminal se generaron tres re-cursos simbólico-rituales especialmente significativos para el pentecostalismo: la himnología marcial, el relato fun-dacionalista encabezada por Elena, y el culto en casa. En primer lugar, el himno antes mencionado se transformó en

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    El drama de una fundadora. Exclusión y omisión de una líder del movimiento pentecostal chileno

    uno de los más influyentes dentro del naciente movimiento pentecostal. Se trataba de uno de esos “cantos que instan a ponerse de pie, como huestes de soldados dispuestos a la lid que para la fe no hay batalla indecisa” (Galilea, 1991, p. 46). No obstante, también posee otra connotación, pues en él “se presenta una imaginería veterotestamentaria, el pueblo de Israel que peregrina o marcha por el desierto, guiado por su Dios Libertador manifiesto en la ‘columna de fuego y nube’”, como se narra en el Pentateuco” (Guerra, 2008, p. 32). Esto influirá profundamente en la imagen nómada de la vida que tendrá el pentecostalismo chileno durante el siglo XX y su identidad de religión de los pobres y los desheredados.

    En segundo lugar, el relato muestra uno de los elementos más significativos y a la vez desconocidos del movimiento: el “memorable 12 de septiembre de 1909”, considerada como la fecha oficial del nacimiento del pentecostalismo chileno (Orellana, 2006). En ese día, feligreses de la Primera y Segunda Iglesia Metodista de Santiago que apoyaban a Elena y su liderazgo, fueron expulsados de la iglesia. La criminalización del carisma y del liderazgo femenino produjo una experiencia dramática para el grupo pentecostal, al ver cómo sus correligionarios los entregaban a la policía. Mientras una parte de sus con-gregados la acompañan, otros la esperan y la van a buscar al otro día (CH.EV., 19/11/1909, p. 3). Este acontecimiento también fue destacado por los diarios locales, quienes se centraron en la criminalización de la mujer. No obstante, como “la prohibición diviniza aquello a lo que prohíbe el acceso” (Bataille, 2000, p. 37), Elena, patrocinada por los disidentes, comienza a predicar, pese a los impedimentos institucionales que excluyen la expresión de su carisma: “Nos fuimos a celebrar nuestra reunión a la casa del her-mano Carlos del Campo” (CH.EV., 19/11/1909, p. 2). Así, nace el mito fundacional del pentecostalismo, entre la calle y la cárcel, de la mano de Elena.

    En tercer lugar, durante este periodo liminal el pentecostalismo se constituyó como una religión casera y sin templos, una práctica propia de una religión de los excluidos. Esta fue una de las razones que favoreció la congregación de los indígenas, campesinos, hombres y mujeres populares.

    El liderazgo e influencia de Elena es innegable, como lo reconocieron los líderes externos al metodismo y el pentecostalismo (Oyarzún, 1921, p. 50). Hoover fue el pastor de la iglesia, pero Elena fue la líder. El mismo Hoover lo destaca cuando dice que el Superintendente quería tomar decisiones extremas para “hacer cesar la obra en Valparaíso” (Hoover, 2008, p. 44). De hecho, los adver-

    sarios de Elena la consideraban predicadora, profetiza y líder del movimiento pentecostal, algo también destacado por el Obispo Bristol, quien en una entrevista dada a la revista Christian Advocate el 3 de noviembre de 1910, “considera a Elena una líder del movimiento pentecostal, aunque de dudosa reputación” (Hoover, 2002, p. 163).

    Las crisis y el breve liderazgo de Elena Laidlaw frente al movimiento pentecostal

    Los pastores norteamericanos alimentaron el liderazgo de Elena, la aceptaron inicialmente y la pro-movieron a otros templos protestantes. De esta manera el movimiento iniciado por Elena pasó de ser movimiento liminal a uno comunitario, que lindaba entre una religión casera (independiente) y los templos, donde ella era invi-tada a predicar. Así, se reunía en Santiago frecuentemente junto a un grupo de personas que fueron expulsados de la Iglesia Metodista Episcopal.

    Cuando ella viajaba visitando las iglesias del sur de Chile, eran los mismos líderes quienes la promovían. Se trata de una lucha de representaciones propia del fenómeno carismático: los adversarios de Elena la lla-maban “iluminada” y los pentecostalizados la llamaban “profetiza”. Los adversarios concebían tal fenómeno como una experiencia diabólica, mientras los otros la defendían como una experiencia bíblica, al decir: “he aquí el mensaje que nos trae esta maltratada hermana... ¡Oh hermanos, esto es una verdadera bendición de Dios!... no podremos cerrar nuestras bocas ni avergonzarnos…” (CH.EV., 19/11/1909, p. 3). Este mensaje lo firma Enrique Jara Ortiz, uno de los líderes de la pentecostalización, quien posteriormente será nombrado pastor pentecostal. El Sr. Jara aquí hace una defensa de Elena y destaca que ella es “una maltratada hermana”, en este caso, por los periódicos protestantes, seculares y por los pastores metodistas. Otro de sus fervientes defensores fue Tulio Morán5, proveniente de los pentecostalizados de la Iglesia Presbiteriana de Concepción. Lo que demuestra que el movimiento afec-tó, no sólo a la Iglesia Metodista, sino al protestantismo misionero en general: metodistas (Valparaíso y Santia-go), presbiteriano (Concepción) y aliancistas (Valdivia y Castro), todos fueron influenciados por el movimiento pentecostal difundido por Elena.

    En una lucha permanente entre la institucio-nalidad y el carisma, entre la tradición y la innovación, como si fueran dos realidades mutuamente excluyentes,

    5 “Tulio Morán, pastor de la iglesia presbiteriana de Concepción en la época del avivamiento, simpatizante al punto que fundó el periódico Chile Evangélico para difundir sus

    posturas y quien tenía claras habilidades literarias”.

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    los nuevos pentecostales defienden su postura diciendo: “¿qué interés puede haber en nosotros, como evangélicos, en no creer en profetizas, en lenguas, en sanidades, en sueños? De todos modos, es preferible creer demasiado a no creer demasiado” (CH.EV., 12/11/1909, p. 2). Elena tenía, promovía y practicaba los dones de sanidad y de interpretación de sueños, dos de los recursos simbólicos más valorados en el pentecostalismo. Sin embargo, para los adversarios ella sólo era una iluminada, una metáfora psicopática. Así, se “seleccionan, enfatizan y suprimen rasgos de las relaciones sociales legítimas” (Turner, 1974, p. 8). Pero también aplican metáforas de minoridad a los que la siguen, llamándolos ingenuos, ignorantes o heréticos.

    En este tránsito liminal a lo comunitario los vín-culos se estrechan, porque “la communitas es un vínculo entre lo humilde y lo sagrado, de la homogeneidad y el compañerismo, es un tipo de sociedad rudimentaria-mente estructurada y relativamente indiferenciada, de individuos iguales que se someten a la autoridad genérica que controlan los rituales” (Turner, 1988, p. 103). Esta autoridad sagrada la tenía Elena y a ella se debe la expan-sión del movimiento pentecostal (CH.EV., 01/12/1909, p. 2). Elena y Natalia de Arancibia (más tarde esposa del Pastor Arancibia) viajaron visitando distintas congrega-ciones protestantes, fundamentalmente Iglesias Alianza Misionera y Presbiterianas del sur de Chile. Pero fueron las iglesias presbiterianas las que fundamentalmente les abrieron las puertas y les dieron el espacio en el púlpito para que Elena diera su testimonio.

    Pese a la queja de los nuevos pentecostales, la difamación les dio visibilidad: “oímos decir que esa obra de: iluminados, hipnotismo, sugestiones, brebajes… no sabemos si dicen la verdad o es sólo obra de envidia, el despecho, el error o si, los que han escrito son hombres verdaderamente convertidos y espirituales o sólo parti-distas” (CH.EV., 26/11/1909, p. 1). Aquí vemos cómo las metáforas permiten “seleccionar, enfatizar, suprimir y organizar rasgos del sujeto principal, implicando afir-maciones sobre el que normalmente se aplican al sujeto subsidiario” (Turner, 1974, p. 7). Fue esa duda ante el alarde de la información lo que estimuló el deseo de conocer a Elena y por ello fue invitada por las iglesias del sur de Chile (CH.EV., 26/11/1909, p. 3).

    El rol difusor del movimiento pentecostal de Elena tuvo un impacto en los templos metodistas, presbiterianos y aliancistas; no sólo en su crecimiento, sino también en la posterior salida de los nuevos pentecostales en busca de su independencia denominacional. Un caso conocido fue el de “un grupo de 40 integrantes de la Iglesia Presbiteriana en Concepción” quienes “abandonaron la iglesia para or-ganizarse de manera independiente en enero de 1910, li-derado por su pastor Tulio Morán” (Orellana, 2006, p. 37).

    Luego este grupo se unirá a Hoover, junto al de Santiago y Valparaíso. También en Valdivia “un grupo de veinte per-sonas abandonan la Iglesia Alianza Cristiana y Misionera, para unirse el pastor Carlos del Campo” (Orellana, 2006, p. 38), pero no se unieron a Hoover, sino que formaron un grupo independiente conocida como Iglesia del Señor, en diciembre de 1911. En este sentido se puede entender la difamación y posterior expulsión de Elena de parte de los líderes protestantes, por la influencia carismática y el liderazgo femenino que promovía. Pero ¿cómo se entiende el accionar de los líderes pentecostales, si ella produjo el nacimiento y expansión del movimiento? Nos atrevemos a decir que ellos pensaban que el pentecostalismo sería un aggiornamento al interior del protestantismo misionero, como todos lo expresaban, pero nunca la fundación de un nuevo movimiento, ni mucho menos que su fundadora, líder y posible dirigente fuera una mujer.

    Sin embargo, el cambio que estaba produciendo Elena era más que un aggiornamento. No se trataba sólo de una renovación religiosa, sino de una propuesta fundacio-nalista del protestantismo. Por ello, se destaca que “uno de los fenómenos que más ha resaltado en este despertamien-to es la desaparición de las fronteras sectarias y así vemos metodistas de Valparaíso y Santiago con los presbiterianos de Concepción y los Aliancista del Sur en un abrazo de amor cristiano” (CH.EV., 10/12/1909, p. 1). Esto porque durante el proceso de liminalidad y de communitas que se vivía en el periodo de Elena, se tenía la sensación de igualitarismo y de una libertad mítica anhelada, pero que sería limitada luego por la estructuración del movimiento. Se encuentra un “sentido moral de la rebelión surgida de la imaginación y el sueño. Esta rebelión es la del Mal contra el Bien” (Bataille, 2000, p. 33). Es el concebir el mal del carisma contra el bien de la razón o el mal de lo femeni-no contra el bien de lo masculino. El llamado bien de la competencia y el individualismo racionalista protestante, versus el concebido mal de la emoción y la communitas promovidos por el liderazgo de Elena. Así, a este naciente movimiento se le asigna un doble carácter fundacionalista: re-crear un nuevo sentido comunitario y fortalecer las comunidades religiosas existentes. En el fondo, la exten-sión del movimiento pentecostal liderado por Elena vino a revitalizar el espíritu comunitario del protestantismo, pero ellos no lo aceptaron, porque era realizado a partir del carisma y liderado por una mujer. Justamente este doble espíritu fundacionalista es lo que dará su identidad al pentecostalismo, transformándose en un proceso cíclico entre institucionalización y carisma, expulsión y nuevos movimientos, crecimiento y estancamiento.

    En este corto periodo de transición se recono-cen el status social y religioso de las mujeres (CH.EV., 10/12/1909, p. 2). A su vez, el pastor de la Alianza Cristia-

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    El drama de una fundadora. Exclusión y omisión de una líder del movimiento pentecostal chileno

    na y Misionera de Valdivia hizo un elogio y una defensa del rol carismático de Natalia y Elena, resaltando otro aspecto significativo: “Hasta los pastores se humillaron hasta el polvo de la tierra. Los pastores son los primeros que resiste al Espíritu Santo y los últimos que se humillan en el polvo de la tierra” (CH.EV., 10/12/1909, p. 2), enfatizando que son ellos los que resisten el liderazgo femenino y el mover carismático. La refracción o aceptación de los pastores por aceptar el liderazgo femenino es imitado por otros líderes cuando se destaca lo siguientes: “Vacilamos en aceptar que nos visiten las referidas hermanas… por los comentarios del Heraldo Evangélico… ahora queremos que nos visiten, como ya lo manifestó el hermano Weiss. No importa que nos llamen ilusionistas o fanatizados o locos” (CH.EV., 10/12/1909, p. 3). Esta noticia la escribe Manuel Gómez, quien hace referencia a las descalificaciones aparecidas en el Heraldo. Desde el punto de vista de Foucault, se puede señalar que “estos textos que hablan de ellos, llegan hasta nosotros sin poseer más índices de realidad que los que trazan la Leyenda dorada o una novela de aventuras” (Foucault, 1996, p. 82).

    Esto nos ayuda a entender no sólo la postura de difamador de los adversarios, sino también la postura defensiva de los seguidores de Elena. Es un aspecto significativo que el desprestigio que generaron hacia el nuevo movimiento pentecostal, y en particular sobre Elena, afectó la credibilidad. No obstante la defensa que hicieran algunos pastores del Sur, sobre todo de la Alianza Cristiana y Misionera, y la Iglesia Presbiteriana, ayudaron a disipar dudas al respecto: “los mensajes de la hermana Elena Laidlaw han electrizado el corazón… La obra es verdaderamente magnifica, indicando que estamos en el principio de una gran obra que se prepara en este país” (CH.EV., 10/12/1909, p. 3). Era justamente lo que se estaba fraguando, el inicio del pentecostalismo chileno, comandado por Elena y continuado por Hoover y otros líderes. Pero “esa gran obra” olvidó a su fundadora.

    Con Elena se disfrutaba del resurgimiento de una nostalgia religiosa, que por su sentido de communitas “transmite algo del carácter sagrado de la humildad y ejemplaridad pasajeras, a la vez que modera el orgullo de quienes ocupan posiciones o cargos superiores” (Turner, 1988, p. 103). Este vivir religioso, contrastaba con una sociedad chilena marcada por el sentido de raza resaltado por la oligarquía y algo que también se avizoraba en el protestantismo, este ethos de superioridad. La vivencia religiosa de Elena “trataba de otorgar el debido recono-cimiento a un vínculo humano esencial y genérico, sin el cual no podría existir ninguna sociedad. Esto implica que el que está arriba tiene la conciencia de que no podría estar arriba si no existieran los que están abajo” (Turner, 1988, p. 103-104). Porque estar arriba en realidad es estar abajo

    sirviendo. El líder sirve y los liderados son servidos. Sin embargo pronto abandonarán su naturaleza primigenia y se unirán a Hoover para constituirse en una comunidad estructurada de religión. Entendiendo que “la estructura es un tipo de organización social diferenciado y a menudo jerárquico, de posiciones político- jurídico-económicas con múltiples criterios de evaluación, que separan a los hombres entre más o menos” (Turner, 1988, p. 103).

    Cada potencial líder que acompañó o recibió a Elena, se vio beneficiado de su influencia (CH.EV., 03/11/1909, p. 2). En varias iglesias visitadas, salieron líde-res con unas pocas personas convencidas del movimiento. Elena y Natalia, “recibieron numerosas invitaciones… Temuco, Lautaro, Loncoche, Victoria, Osorno, La Unión y Ancud… quisiera el Señor que estas dos siervas humildes puedan seguir juntas en esta obra” (CH.EV., 24/11/1909, p. 2). Al menos quedan estampadas palabras de lo que Elena provocaba con sus visitas y palabras. Uno de los testimonios señala: “tuvimos el gran placer de tener entre nosotros a las hermanas Natalia y Elena Laidlaw. Fueron muy bien recibidas por la congregación y podemos decir que han traído muchas bendiciones a nosotros. Hemos aprendido a orar mejor” (CH.EV., 24/12/1909, p. 3). Y se continúa con el deseo de los distintos líderes protestante de que Elena pase por sus congregaciones: “he despertado un vivo interés por la gira que hacen las hermanas Arancibia y Laidlaw por las iglesias del sur y tendremos a nuestros lectores al corriente de todos los acontecimientos que este suceso produzca en esa región” (CH.EV., 24/12/1909, p. 3). En última instancia, la más beneficiada fue la Sra. Natalia, quien llegará a ser una notable mujer pentecostal, ya que junto a su esposo se harán cargo de la primera Iglesia pentecostal en Concepción en 1911 donde a su vez tendrán una hija que posteriormente llega a ser la primera pastora reconocida por la Iglesia Metodista Pentecostal.

    La propuesta simbólica-ritual de Elena Laidlaw en el movimiento pentecostal

    Elena dio inicio y redefinió cinco recursos sim-bólicos relevantes para el desarrollo del pentecostalismo chileno, los cuales detallamos a continuación.

    (1) Las experiencias carismáticas: Pese a que fueron varias las personas adultas, jóvenes y niños que tuvieron experiencias carismáticas, ella fue la que más sobresalió por sus dotes de liderazgo: “entre algunos de los bautizados [por el Espíritu Santo] se suscitó una cierta desavenencia por causa de la grandeza de las manifestaciones de Elena, lo que causó extrañeza por lo nueva que era” (Hoover, 2008, p. 40). A pesar de ello, decidieron dar libertad a las

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    manifestaciones carismáticas. Aunque era considerada como una mujer viciosa, busca el bien del carisma, en don-de no importa el pasado sino el presente, e incluso cuanto más grandes son los vicios del pasado, más extraordinaria es la redención. Elena simboliza la metamorfosis de vida que experimentarán y vivirán más tarde los convertidos al pentecostalismo, al pasar del anonimato al liderazgo.

    (2) El inicio de la danza extática: Esta danza se manifestaba “cuando el Espíritu la tomaba, con los ojos cerrados iba a cualquier parte de la congregación, sacaba de en medio alguna persona, la hacía hincarse, le decía las cosas que tenía en su corazón, la llamaba al arrepentimien-to, le ponía las manos encima y oraba y bendecía” (Hoover, 2008, p. 41). Elena entraba en éxtasis y danzando con los ojos cerrados y zigzagueando, tomaba a una persona y la llevaba al altar, para hablarle en lenguas o entregarle alguna profecía. Se trataba de un hecho sobrecogedor y estremecedor, encarnado por una mujer considerada de segunda clase e invisibilizada por la sociedad, pero que fue considerada por el Espíritu Santo, haciéndose visible en la comunidad religiosa. Hoover no detiene esta experiencia sino que la toma con cautela, por ello destaca que “en ese tiempo todas estas cosas eran tan nuevas y extrañas, nos hallamos en el deber de estudiarlas; y para eso era nece-sario dejar cierta libertad. Viendo tanto fruto bueno no podíamos condenarlas meramente porque eran fuera de nuestra experiencia… forzosamente las cosas tenían que ser nuevas y extrañas” (Hoover, 2008, p. 41). Sin embargo, las innovaciones propiciadas por Elena se transformaron en prácticas comunes, pero sin nombrarla ni reconocerla a ella, importando más la experiencia y el resultado y no quién la haya originado.

    (3) El testimonio: Elena inauguró el testimonio6, uno de los recursos más importante de la cultura pentecostal, que se transformará en el símbolo del exvoto pentecostal. No se trataba sólo de la transmisión de experiencia de conversión, sino de una nueva experiencia, el bautismo del Espíritu Santo, del milagro de la transformación de vida y del incentivo a los convertidos a la experiencia pentecostal. A ella se le reconocía las habilidades de la testificación y predicadora, pero fue más que eso: fue una líder que inau-guró el testimonio pentecostal. Esta transgresión implicaba un “quiebre en las relaciones sociales regulares y goberna-das por normas entre personas o grupos en el interior de un mismo sistema de relaciones sociales” (Turner, 1974, p. 14). Sin embargo se tradujo en una de las experiencias más significativas para la mujer, a través del testimonio ella tenía un espacio para ser visible y escuchada: su vida era valiosa. Mujeres ancianas, analfabetas y pobres utilizarán

    este recurso, para repetir una y otra vez el mismo testimonio. Otras permanentemente andaban en busca de experiencias para poder dar un testimonio en la iglesia.

    (4) La imposición de manos7: Otro recurso rele-vante para el pentecostalismo que redefine Elena es la imposición de manos, algo también realizado por el protestantismo, pero ahora realizada por un laico, una mujer, una neófita y más aún una mujer que impone las manos sobre el pastor. Esta tradición la seguirá en el pentecostalismo y le brindó a la mujer un poder manual sagrado y legitimado por el carisma: ahora lo podía llevar a cabo cualquier mujer conversa en cualquier lugar, pues detentaba un poder sagrado necesario para una comunidad religiosa. Pese a construir una leyenda oscura sobre esta mujer, a partir de los discursos de “la desgracia o el resentimiento, ella entra en relación con el poder” (Foucault, 1996, p. 82) y dado que la mujer era considerada en un estado permanente de minoridad, la responsabilidad de la osadía de la imposición de manos recayó sobre Hoover. Tanto para Hoover como para los líderes locales, este liderazgo no era usurpación sino una obra del Espíritu Santo que usa a hombres y mujeres. No obstante, para los líderes metodistas esto era una aberración, considerado como “actos graves e indignos en donde la Srta. Laidlaw ocupó el tiempo de la escuela dominical con la imposición de sus manos en la cabeza de muchas personas, y hasta el mismo Hoover, preten-diendo impartir el Espíritu Santo” (Hoover, 2008, p. 68).

    (5) El rol de profetiza: Un quinto recurso inau-gurado por Elena y que hasta hoy se ha desarrollado ampliamente en el pentecostalismo indígena, sobre todo en el mundo mapuche (Willems, 1967; d’Epinay, 1968; Foerster, 1989; Guevara, 2009), ha sido la profecía. Esta se producía en un contexto de amplia exaltación emocio-nal. Sin embargo la tradición religiosa no le permitía a la mujer ser profetiza y por ello se desconfía de tal actuación, porque al “ser profetiza, está enseñando doctrinas extrañas y contrarias a las Escrituras y metodistas, nosotros por la presente rechazamos… en doctrina, métodos o conducta” (Hoover, 2008, p. 70). Elena generó un miedo innovador. El mismo Hoover opaca el rol de esta mujer al decir “Elena Laidlaw nunca ha sido, ni pretendido ser una enseña-dora, ni se ha dado el título de ‘profetiza’. Este término ha nacido entre los enemigos de la obra y ha sido usado solamente por ellos. Ella se limitaba a dar su testimonio de su experiencia donde la invitaban o la permitían” (Hoover, 2008, p. 71). Hoover cedió a las presiones protestantes para disminuir y posteriormente justificar la exclusión de Elena y reducirla a un simple testificadora.

    6 Para una mayor información sobre lo qué es el testimonio en el pentecostalismo se puede ver: Galilea (1991).7 Para mayor información sobre la imposición de manos en el cristianismo se recomienda ver: Barrios (2011).

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    El drama de una fundadora. Exclusión y omisión de una líder del movimiento pentecostal chileno

    Restauración o inclusión del viejo orden: Elena como símbolo de exclusión del liderazgo femenino en el movimiento pentecostal

    Turner destaca que en la última fase del drama social, el grupo social perturbador es integrado, reconocido o legitimado (Turner, 1974). Esto se puede apreciar en el caso del pentecostalismo, el cual se constituyó en una comunidad estructurada, abandonando al plano simbó-lico su condición de communitas y constituyéndose en un deseo sublimado a través de los ritos, mitos y utopías. Es así como entra en competencia con el protestantismo misionero. En este nuevo escenario, ¿qué pasó finalmente con Elena? Kessler logra decir algo al respecto, a partir de testimonios orales de diversos hijos de los líderes inicia-les, como Víctor Pavez Ortiz, quien destacó que “Nellie terminó sus días como drogadicta e irredenta” (Kessler, 1967, p. 121). Si esto es así, ¿por qué sucedió? ¿Por qué Elena dejó de ser líder? ¿Por qué una vez que se consti-tuye el movimiento pentecostal Elena se torna invisible e innombrable? Según el mismo autor, fue Hoover quien dio vida y muerte al liderazgo de Elena, y fue “a final de ese año (1909) [cuando] Hoover finalmente repudió a Nellie” (Kessler, 1967, p. 121).

    El pentecostalismo se apropió de la doctrina pro-testante y la hizo suya. De esta manera “los símbolos cul-turales, incluyendo los símbolos rituales, le sirven de base a los procesos que involucran cambios temporales en las relaciones sociales” (Turner, 1974, p. 28). Pero los comple-mentó pragmáticamente con las innovaciones generadas por Elena. Así, Hoover rompe con el proyecto religioso de Elena, integrando la estructura del protestantismo y evitando así la liminalidad; pero sobre todo se debía poner tope al carisma y al liderazgo de una mujer. Algo que el Obispo Metodista Bristol destacó: “Elena fue repudiada por Hoover y por los otros que la consideraban profetiza” (Hoover, 2002, p. 163). Esto lo hace en consonancia con los otros líderes pentecostales que si bien inicialmente la consideraban un instrumento del Espíritu Santo, luego la percibían como una mujer peligrosa. Elena “después de los acontecimientos de 1909 y su gira por el sur de Chile en 1909-1910, fue discontinuada como miembro en plena comunión de la Iglesia Metodista Episcopal, el 30 de abril de 1910” (Snow, 2014).

    Una vez que Hoover tomó el liderazgo y la dirección del movimiento pentecostal, no sólo excluye a Elena, sino que también redujo el rol de la mujer al mínimo para evitar que en el futuro aparecieran otras líderes que potencialmen-

    te socavaran la autoridad masculina; tomando así “acciones de desagravios” y “poniendo prontamente mecanismos de ajustes y reparación” (Turner, 1974, p. 16). Esto permitió establecer “un patrón de liderazgo: los hermanos tenían que obedecer a los pastores” (Bullón, 1998, p. 66). Fue tal el liderazgo masculino, caracterizado por la fuerza y el autoritarismo que estableció Hoover, el que “creó la ten-dencia de un culto a la personalidad pastoral” (Bullón, 1998, p. 68), eliminando incluso la posibilidad de que “la esposa del pastor sea llamada pastora” (Vergara, 1962, p. 120).

    A medida que el naciente pentecostalismo se iba institucionalizando, comienzan a preocuparse por el rol de las mujeres, para controlarlas y evitar liderazgos femeni-nos revolucionarios como el de Elena. Esto permite que “la maquinaria de compensación sea capaz de manipular y de restaurar las crisis” (Turner, 1974, p. 16). Por ello se preguntaban ¿cuál es el ministerio de la Mujer? Al ser un movimiento nuevo, esta pregunta se responde recurriendo a un artículo publicado en una revista del pentecostalismo norteamericano llamado The Trust, donde se defiende el rol de la mujer como profetiza, predicadora y maestra, al igual y a la par de los hombres; de igual forma tampoco debe importar el status de la mujer, es decir si es soltera o casada, joven, adulta o anciana” (CH.PEN., 06/04/1911, p. 5-6). Se defiende el rol ministerial de la mujer fundamentado en el Antiguo y Nuevo Testamento. Dado el rol misionero de las mujeres, la pregunta es ¿cuál es y debería ser el rol al respecto? Para ello, Willis Hoover, recurrió al The Apostolic Faith: “¿Son llamadas las mujeres a predicar el evangelio? En Cristo Jesús no hay macho ni hembra, porque todos vosotros soy uno en Cristo. El Espíritu Santo profetiza y predica por una y otra persona… pero la Biblia no impide a la mujer dar testimonio ni profetizar en la iglesia” (CH.PEN., 15/01/1912, p. 7). Sin embargo, las mujeres no po-dían predicar desde el púlpito, ni ser líderes pastorales. Esto muestra que “siempre hay algo de altruista, y de egoísmo, en esa quiebra simbólica” (Turner, 1974, p. 14).

    De esta manera los hombres utilizaron a Elena para promover el pentecostalismo entre las iglesias pro-testantes y, una vez que lo lograron. Elena ya no fue útil, fue excluida del movimiento y de su mito fundacional, reconstruido este último con pedazos de historia que ennegrecen y arrojan al vacío su memoria. Quienes la defendían la olvidaron y quienes la desprestigiaban la guardan en la memoria negra. Elena fue transformada en una figura caracterizada por “no haber sido nadie en la historia, no haber intervenido en los acontecimientos o no haber desempeñado ningún papel apreciable en la vida de las personas importantes, no haber dejado ningún indicio que pueda conducir hasta ella. Únicamente tiene y tendrá existencia al abrigo precario de las (pocas) palabras” (Foucault, 1996, p. 82).

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    La vida de esta mujer estuvo marcada por el drama, pero logró transformarlo en un drama teológico, que final-mente devino en un drama cultural y político de los usos del poder. En este drama religioso, “se realizan elecciones de medios y fines y se define la afiliación social, el énfasis se deposita en la lealtad y la obligación, tanto como en el interés, porque el curso de los sucesos puede adquirir un carácter trágico” (Turner, 1974, p. 11). Después de ser excluida del movimiento pentecostal y ser expulsada de la Iglesia Metodista, “el resto de su vida mantuvo contacto estrecho con su hermana y sobrino en Santiago. Se casó pero no tuvo hijos. Falleció el 10 de diciembre de 19528. Falleció en el Hospital Salvador de “absceso pulmonar y absceso del cerebro. Su sepulcro está en el Cementerio General de Santiago” (Snow, 2014).

    Pese a la descalificación de Elena, al menos fue nombrada en la historia y “podemos regocijarnos como si se tratara de una venganza por la suerte que permite que estas gentes absolutamente sin gloria surjan en medio de tantos muertos, gesticulen aún, manifiesten permanen-temente su rabia, su aflicción o su invencible empecina-miento en vagar sin cesar” (Foucault, 1996, p. 82). De otra forma no existiría registro de ella. De manera paradójica, el juego del poder la sacó del anonimato.

    Finalmente, podemos señalar que fueron tres fuentes las que coadyuvaron en la exclusión y omisión de Elena. En primer lugar, fueron los líderes metodistas que intentaron silenciar, excluir y difamar a Elena para delimitar claramente las fronteras de los roles femeninos dentro de la comunidad religiosa. En segundo lugar, los periódicos, tanto seculares como religiosos, participaron haciendo ex-tensiva esta difamación a través de todo tipo de calumnias, prejuicios y estigmas. En tercer lugar, los defensores del movimiento pentecostal también hicieron lo propio, pues si bien la apoyaron inicialmente y la enviaron como emisaria del movimiento para difundirlo entre las iglesias protestan-tes, cuando finalmente lograron el propósito la excluyeron del movimiento. De esta manera sobre la figura de Elena Laidlaw se construyó una imagen ejemplar respecto a un ejercicio prohibido para las mujeres. Sobre ella se generó una leyenda de desprestigio, la cual, más que hacerla invisible, trató de deslegitimarla y arrojarla al olvido como líder y fundadora del movimiento pentecostal chileno.

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    Submetido: 10/03/2016Aceito: 07/04/2017