El Excesivo Austero. Dos Notas Sobre Jaime Rest
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El excesivo austero
Dos notas sobre Jaime Rest
I1
Toda crítica es autobiográfica, o una forma eminente de la autobiografía: lo
habían declarado Oscar Wilde y Enrique Pezzoni. Cito este nombre
deliberadamente porque guarda para mí relación estrecha con este acto. En su
brillante prólogo a El laberinto del universo, de Jaime Rest, Maximiliano Crespi
retoma aquella agudísima definición de los excéntricos de la crítica argentina
escrito por otro excéntrico: Nicolás Rosa. El lugar de Rest en la crítica
argentina se halla cercano o es homólogo al de Enrique Pezzoni, no sólo por
esa vinculación de origen que mezcla el homme de lettres vinculado al ensayo
y reunidos en Sur a través de un vértice que no estaría en Victoria Ocampo
sino en Pepe Bianco, o bien por la fuerte impronta borgeana en ambos, sino
también por la superación de ambos modelos, su formación universitaria, su
franca asunción de la pedagogía y sus rasgos ideológicos –que se hallan en
cierto liberalismo de izquierda, aunque no en la izquierda de Contorno- y, en
fin, lo que podríamos denominar la actitud, que une un extraordinario saber
móvil y abierto, jamás cristalizado, a una enunciación que siempre es sigilosa
en el caso de Pezzoni, y lateralizada, como el que se sitúa, la imagen es de
Rest, en el lugar que se reserva en la gran mansión de la literatura a un
espacio lateral: el cuarto en el recoveco, ya que, escribe Rest, “en algún
recoveco hay un cuarto muy activo en el que sin cesar se amontonan nuevos
materiales de la especie más dispar”. La labor del crítico, que sería el que
mantiene la pulcritud y organización de la casa, también se sitúa allí. Crespi
habla del descentramiento y la dispersión del proyecto de Rest, retomando
aquella descripción de Rosa, que habla de excentricidad y exceso: “no sólo es
un excéntrico con respecto a su formación original, sino que constituye un
verdadero exceso en relación a la literatura argentina. (…). Es un exceso con
respecto a la crítica erudita de la que proviene (…), es un exceso instalado
entre el ensayo y la crítica. Un exceso entre literatura argentina y literaturas
europeas, un exceso entre crítica y ficción. La crítica es un relato donde el
1 Texto leído en la presentación de Jaime Rest, El laberinto del universo. Borges y el
pensamiento nominalista, 10 de mayo de 2009, Buenos Aires, librería Eterna Cadencia.
rastreo de fuentes (recurso filológico) es una tarea de pasión detectivesca (y la
metafórica constante de perpetrar, tramar un texto) para llegar a reconstruir la
obra en su experiencia humana transpuesta estéticamente.”
¿Quién era Rest para mí? Era esa foto de un hombre inexplicablemente
feo que acaricia un gato delante de una biblioteca. Ese es un recuerdo lateral.
Tal vez sea un recuerdo sentimental pero aquí Rest funciona como límite ya
que se autoimponía no sentimentalizar las lecturas. Digamos que en mi propia
recepción de Rest hay una historia íntima y otra pública, vinculada
especialmente a los años de la dictadura, que no voy a relatar aquí, pero que
fue para mí en extremo significativa respecto de un episodio de censura y
obligada autocensura vinculado al libro Tres autores prohibidos, que se halló
paradójicamente en la lista de libros prohibidos por la Municipalidad de la
Ciudad de Buenos Aires, cuyo intendente entre 1976 y 1982 fue el brigadier
Osvaldo Cacciatore.
La personalidad de Rest es compleja por elusiva, por no situarse en
primer plano y es dable recuperarla en ese sitio de la excentricidad lateral y en
los entresijos del exceso. ¿Dónde habla el yo del crítico? Voy a tomar algunos
ejemplos laterales para hablar de Rest en torno de tres nociones: la noción del
lector común, la noción de texto único, y la noción de la concepción liberal de la
tolerancia.
El interés de Rest por Virginia Woolf es muy temprano. Tengamos
en cuenta que su el tema de su tesis de licenciatura y en el año de su
graduación, 1953, publicó el ensayo “Notas sobre Virginia Woolf” en el Boletín
10 de Estudios Germánicos. “Virginia Woolf y la crítica”, recogido en Mundos
de la imaginación, data de 1956. Allí Rest recupera la noción del common
reader. "El lector común" alude, como lo indica Virginia Woolf en la primera
página de su libro, a una frase de Samuel Johnson hallada en uno de los textos
de Lives of the Poets (1779-81). El Dr. Johnson, que abjuró reiteradamente del
criterio de autoridad y la arbitrariedad consiguiente de los críticos y eruditos
(defectos que él mismo ejerció con maestría en una prosa deslumbrante) había
escrito en su demoledor artículo "Minim, the critic": La crítica es una disciplina
por la cual los hombres se tornan importantes y formidables con muy poca
pérdida. El poder de invención ha sido conferido por la naturaleza a unos
pocos, y el trabajo que da aprender aquellas ramas del conocimiento que sólo
pueden obtenerse por el mero trabajo es demasiado grande para ser soportado
de buen grado; pero cualquier hombre puede ejercer la opinión que tiene sobre
las obras de otros; y aquel al que la naturaleza hizo débil y el ocio conserva
ignorante, puede sin embargo sobrellevar su vanidad con el nombre de crítico
(The Selected Writings of Samuel Johnson, New York, New American Library,
1981, p. 126)
En el fondo de esta diatriba se halla el ideal de la crítica de Johnson
que Woolf rescata y que Rest vindica: la articulada, fundamentada
representación del sentido común en la lectura, enriquecido por la experiencia
vital. Ello no significa que el lector común sea un lector ingenuo o antojadizo, ni
que lo que prevalece en su lectura es la mera opinión o el gusto enteramente
preformado por las tradiciones, los modelos o los preceptos: su naturaleza es
más compleja. Esta concepción supone a la vez ironía y modestia; una
modalidad eminente de la lectura cuyo ejercicio comparten la crítica literaria y
la literatura misma: el uso libre de la imaginación formadora que se halla en el
origen de la actividad artística.
Jaime Rest apuntó algunos rasgos determinantes de ese nada
común Common Reader: El carácter inusual de la genuina lectura común no
apela cínicamente a una aristocracia del espíritu, sino acaso al reconocimiento
de que toda lectura común, ejercida en la honestidad de una imaginación no
cautiva, accede a un orden epifánico donde el texto re-aparece. “Woolf –
escribe Rest– viene a recordarnos un hecho sencillo y extraordinario: que la
belleza es accesible en el común transcurso de nuestra vida, en la común
experiencia, en la hora común del tránsito ordinario. Algo de esto comunicaban
sus novelas: la contingencia de los hechos exteriores, por mínimos que sean,
convocan una sucesión de impresiones que fluyen en la conciencia con una
libertad y una soltura que trascienden el tiempo vivido del presente y, a la vez,
lo enriquecen.”
Sin embargo, el espacio de la lectura común no es el reino solipsista
de un individuo: Virginia Woolf era conciente de que toda lectura tiene su
correlato social. En su ensayo "The patron and the crocus" planteaba, de un
modo a la vez humorístico y poético, una de las preguntas que un escritor debe
hacerse: ¿para quién se escribe? Cuando Rest se hace cargo de esa cuestión
piensa la respuesta al texto literario como una relación dinámica entre un autor
significativo y un receptor lúcido y al mismo tiempo como una relación
dialéctica entre texto, autor y contexto histórico. Para ello no reflexiona desde
generalidades sino mediante una actitud simpática para captar la singularidad
del texto –su autonomía relativa- y asimismo la inserción del artista con el
mundo sociohistórico que elige y lo elige. Esta singularidad es primigenia para
Rest: “creo que son los hombres individuales y las obras individuales los que
tienen una capacidad orientadora decisiva”. Pero de inmediato, aunque las
obras no pueden examinarse desde una moral, el crítico tiene una
responsabilidad moral y social: la de utilizar sus ideas para examinar y
comunicar su entendimiento a los lectores, ya que la literatura funciona como
una fe compartida. Esta fe trasciende la historia o se encarna en ella para
declarar su malestar y su ansiedad. “Aun contra toda ilusión, contra toda
certeza –escribe Rest– hasta la literatura más nihilista manifiesta una
desesperada voluntad de creer en sus propios enunciados. Cada texto poético
declara una manera de aferrarse a la vida.; su ausencia, en cambio, no es más
que un circunloquio de que se vale la muerte –el anonadamiento– para
anunciarse en nosotros.” Para Rest esto revela una urgencia anterior a la
crítica y la interpretación que consiste en la necesidad elemental del hombre
de sobreponerse a su propio desamparo con el auxilio de una enunciación
provisoria sobre lo real. Aquí irrumpe su convicción nominalista, que le era afín:
la persecución del significado exacto para dar cuenta de lo real precede a la
certeza de hallarlo y, de hecho, el lenguaje siempre es insuficiente, todos los
enunciados son ficciones momentáneas que organizan nuestra experiencia –
de tal modo que basta contentarse con estas traducciones inapropiadas u
optar por el silencio–. Pero este recelo sobre el instrumento verbal tiene un
correlato político. Al examinar la emotividad verbal en el totalitarismo y sus
enunciados de verdad, Rest observa que precisamente ese recelo crítico sobre
el lenguaje implica una abierta recepción de verdades parciales y alternativas,
de relativizar toda lógica autocrática del sentido único y de situarse en una
discursividad de la diferencia. El recelo sobre el lenguaje, el pensamiento
nominalista, se conecta directamente con una concepción liberal de la
tolerancia, donde la única doctrina que cabe rechazar es la que rehúsa la
tolerancia.
La idea del texto único se relaciona con la proyección en el presente
del pasado cultural. ¿Por qué Rest podía combinar de inmediato planos
históricos diversos, como una proyección del pasado en el presente? Mediante
la hipótesis del texto único. Debo a la poeta Mercedes Roffé la transcripción
de algunas clases donde Rest manifestaba esta idea que sostiene los
epígrafes de Mundos de la imaginación. “La posteridad me es indiferente.
Escribo para hoy” reza el epígrafe en alemán atribuido a Kart Weill. Y el de
Desmond MacCarthy, en inglés, dice: “La dirección de nuestros intereses, ya
sea intelectuales o estéticos, es decidida por el tiempo en el cual vivimos”.
La noción del texto único es repetida con insistencia. Por ejemplo:
“Yo les diría, inclusive, que hay un texto no muy estudiado en Clásicas, como
es la Biblioteca de Apolodoro, que es una de mis lecturas predilectas, porque
resulta que allá por el año ’20, cuando se publicó una nueva edición de esta
obra, una cantidad de escritores que estaban buscando formulaciones sobre
problemas de la cultura europea de la postguerra del ’14, tomaron a Apolodoro
en busca de interpretaciones antropológicas de la realidad que vivían.
Resultado: Eliot utiliza en The waste land la interpretación que Apolodoro da
en la Biblioteca del mito de Tiresias y, por lo tanto, la clave de cómo está
construido el poema está en Apolodoro. Es decir, Eliot construye dos
secuencias aparentemente desconectadas que son la figura de Tiresias, por un
lado, y el canto de las aves, por otro. Y Apolodoro nos cuenta que Tiresias
profetizaba a partir del canto de las aves. Es muy curioso, pero sabiendo bien
The Waste Land se conoce prácticamente toda la cultura europea. (…). Y con
respecto a esto voy a recordar una tesis de Borges: la tesis del texto único. Es
decir, la literatura es un texto único que hay que leer hacia todos lados. Y
cuando digo “literatura” no digo sólo literatura. (…). En otras palabras, si vamos
a asumir la hipótesis del texto único, que no es solamente la literatura sino que
es el arte, tenemos que valernos de todos los elementos para ir encontrando
los vínculos entre el pasado y el presente.”
Rest estaba fascinado con la idea de totalidad borgeana, según la
cual toda la literatura puede ser leída como un texto único. De hecho, es una
concepción semiótica por la cual ese texto –la literatura- sería una sola frase
que leemos parcialmente, pero que podemos seleccionar y combinar de
diversos modos. Ello significa, además, que todo texto puede remitir
metonímicamente al conjunto. Para Rest el texto único permitiría una doble
acción interpretativa: el pasado está en el presente pero sólo cuando el
presente lo ilumina (¿acaso aquí hay un resabio del tiempo concebido según la
dureé bergsoniana o la noción de imagen dialéctica de Benjamin?) En esta
iluminación, en esta atención dada a un momento por el cual una zona del
pasado se ilumina en el presente, coincide o se yuxtapone –construida a partir
de una trama de datos, de informaciones, de valores, de versiones, en suma,
de textos– el presente transparenta una serie donde el pasado toma lugar en
el momento en que se lo comunica: “Lo importante que ustedes deben adquirir
en una Facultad de Humanidades es, además de una serie de datos, de
conocimientos, la conciencia de cómo todo eso que vivimos casi
intemporalmente nos muestra el pasado, el presente e incluso la concepción
del futuro. Además de saber todo eso lo tenemos que saber comunicar. Y
además, saber percibir. Yo no tengo la tesis romántica de que la obra de arte
existe desde el momento en que veo la puesta de sol. No, la obra de arte
existe desde el momento en que yo la comunico.”
Un claro ejemplo de esto es su prólogo y traducción del único texto
literario de John Lennon en el momento en que The Beatles estaban en plena
producción musical. Rest conecta en el prólogo el texto de Lennon con Joyce,
con Beckett, con la tradición de las portmaneau words de Lewis Carroll, los
limericks de Edward Lear y las nursery rhymes y en la lengua española con las
jitanjáforas, la culta latiniparla de Quevedo y el humor de César Bruto (vía
Cortázar en Rayuela, que había sido publicada un año antes de Lennon in his
own words). Las ideas de traducción y de bricolage comparecen con esta
noción del texto único: el crítico traduce fragmentos de una totalidad a otra
parte de ella misma; el crítico es un bricoleur que toma elementos de diversas
partes de la totalidad y las reúne para formar nuevos significados.
2 2
Estamos aquí para celebrar una memoria y a la vez para constatar una vida. En
los innumerables documentos que aquí se han ordenado hay horas numerosas,
días, experiencias, breves iluminaciones, incertezas afirmativas, hay días y
días vividos y olvidados de los que sólo quedan estas huellas. Nadie es indigno
del interés de las huellas que deja para otros, pero en este caso son las que
dejó un hombre extraordinario y a la vez injustamente ignorado, olvidado a
menudo, viviendo todavía en la literatura argentina con una modestia que
convenía a su propia presencia. La alta generosidad de Jaime Rest siempre
era lateral, siempre parecía borrarse en favor de otro, del arte o el pensamiento
de otro, que con sabiduría un poco impersonal presentaba ante quienes
quisieran conocerlo. Y como a menudo ocurre con los críticos, un modo de
recurrir a su yo elusivo es atender a algunos de los pliegues íntimos en los que
se ocultaba, como si pudiésemos proyectar invertidamente su fantasma. La
lectura es la actividad eminente del crítico, la escritura de sus lecturas, como un
modo sofisticado de la autobiografía. Como afirmaba Bachelard, en ciertas
lecturas que nos simpatizan a fondo, somos parte interesada en la expresión
misma: esa lectura nos concierne. Por ello, ya que inauguramos aquí la
memoria de una vida en archivos de biblioteca se me ocurrió buscar a Rest en
algún personaje que podía regresarlo, que podía ofrecerse aquí como la
mediación de su generoso fantasma. ¿Dónde buscarlo, dónde buscar en otro
su propio perfil, su propio reflejo, aquello que también podía predicarse de su
propia persona?
Una posibilidad era hacerlo en esos nombres tan recónditos y exquisitos
como Rest mismo, en esos autores que casi sólo él conocía y que ahora mismo
parecen alejarse en el horizonte de ceniza del tiempo pasado. Buscarlo, por
ejemplo, en alguien que frecuentaba archivos, bibliotecas, memorias para
constatar vidas. Rest eligió para la colección de Ediciones Librerías Fausto los
cuentos de un apacible victoriano cuya frenética y peligrosa actividad durante
2 Texto leído en la Presentación de la Colección Jaime Rest, Biblioteca Max von Buch de la
Universidad de San Andrés, el 21 de octubre de 2009
cincuenta años había sido ésta: Bibliotecario del Museo Británico. Rest prologó
y tradujo una obra memorable y erudita, a la manera de los cuentos de Marcel
Schwob y de Historia universal de la infamia: El ocaso de los dioses, escrita por
ese hombre con el cual simpatizaba por completo, nacido en 1835 y muerto en
1906: se llamaba Richard Garnett. En las quince páginas que Jaime Rest le
dedica a Garnett podríamos jugar a entrever una imagen especular del mismo
hombre que hoy homenajeamos, cuya memoria tratamos de conservar y
reconstruir en estos archivos. El juego es estimulante y satisfactorio, porque es
muy posible reconocer en lo que Rest afirma de Garnett muchos de los rasgos
que lo complacían y que sin duda podían definirlo, porque así lo eligió. Así todo
se vuelve vertiginoso: el bibliotecario y erudito Garnett se duplica en el erudito
Rest que se repite en las huellas que dejó y atesora hoy esta biblioteca.
Juguemos por un momento este juego de espejos.
“Un retrato de este hombre –escribió Rest– debe subrayar en primer
término el carácter apacible de este personaje (…) el escritor halló incontables
oportunidades para ir entretejiendo (…) un amplio círculo de relaciones
vinculadas estrechamente a sus propios intereses y gustos, que al decir de sus
conocidos, eran las preferencias típicas e inconfundibles del ratón de biblioteca,
si bien en su caso se trató de uno que no se limitaba a permanecer en sombría
reclusión, amurallado de anaqueles, sino que además disfrutaba del aire libre y
del contacto humano.” Vemos una fotografía de Rest en un banco de plaza, en
1976, de espaldas: gasta un sobretodo oscuro, está un poco cargado de
hombros, con una pila de libros, leyendo: allí también reconocemos un erudito
al aire libre.
En el prólogo a Garnett, Rest registra un testimonio que de nuevo lo
devuelve en espejo: “Me resulta imposible suponer que en el curso de los
últimos cincuenta años haya habido en Londres alguien dotado de una
información tan profunda y cabal de la historia literaria en su aspecto personal.
Era tan versado en esto como el doctor Johnson lo había sido con respecto a
su época. (…). No compartía en absoluto la aspereza de Johnson, pero poseía,
en cambio, su ternura y muchas de sus inclinaciones. En especial, como todos
los hombres generosos, era un devoto enamorado de los gatos.” Recordamos
esa fotografía –la única que personalmente había visto en mi vida salvo éstas
que ahora conocemos en este archivo– en la que Rest sonríe acariciando un
gato y constatamos que en esta colección se conservan sus libros y tarjetas
sobre gatos, “animal que adoraba.”
Rest anota que para el bibliotecario y erudito Garnett los libros no eran
objetos meramente inventariados, sino fuentes de placer y de información en
las que él mismo se deleitaba. Su amplio manejo de lenguas extranjeras le
permitía sumergirse en los textos con regocijo “y estimaba que su misión era
comunicar a los demás cuanto había adquirido en sus lecturas personales. Por
consiguiente su inagotable paciencia y su firme generosidad lo inducían a no
desechar cualquier esfuerzo que pudiera resultar útil a quien necesitaba ayuda
para resolver un problema. Se dice que estaba dispuesto a aconsejar sobre la
manera más adecuada de encarar un artículo o a corregir el estilo de una
exposición sometida a un examen.” Muchos de quienes lo conocieron
testimoniaron “acerca de su excepcional cordialidad y sabiduría.” Basta
recordar los testimonios de sus estudiantes para verificar este reflejo. Beatriz
Sarlo ha relatado una experiencia como ésta cuando habló de sus maestros,
Hugo Cowes y Jaime Rest.
“Ciertamente es la persona mejor documentada que jamás haya
conocido. (…). Posee una incomparable capacidad para acrecentar su saber y
es tan concienzudo como ilustrado; su memoria exhibe una singular retentiva”,
decía Butler de Garnett, mientras oblicuamente reconocemos a Rest. Ese
aspecto totalizador coincide con la noción que sólo mentes extraordinarias
como la suya podían sostener, afín por ejemplo a la de un Aby Warburg: la
idea de la cultura como un texto único, que toma de Borges. El arte puede ser
leído como un texto único de modo tal que cualquier elemento comunica con
cualquier otro a través del presente y el pasado y aun en su proyección futura,
a través de una constante continuidad y contigüidad. Pero además esta obra
existe en el momento en que se la comunica. Dicho carácter sólo podía ser
cabalmente llevado a cabo por hombres como Garnett, como Auerbach, como
Rest. Pero esa erudición no debía ser ejercida como soberbia áulica, sino
como una facultad ejercida con una tolerancia democrática, aunque no exenta
de ironía. Una óptica, como la de Garnett, esencialmente humanista. A
menudo Rest sienta las bases de su propia ética hablando de otros, y
reiterando de ese modo su propia concepción liberal de la tolerancia, donde la
única doctrina que cabe rechazar es la que rehúsa la tolerancia. “A esto se
agrega –escribe– una reflexión sobre el hombre, cuyas aspiraciones están
condenadas a la frustración o al desencanto, a los tropiezos, a las desventuras
y la muerte, así como es muy difícil escapar al deterioro moral y a la
desmedida ambición; pero, simultáneamente, se nos advierte que cada uno de
nosotros puede tener la razonable certidumbre de que, por su propio esfuerzo,
se encuentra capacitado para hallar en sí mismo el empuje necesario que le
permita colmar la existencia de sentido y de esperanza (…), como si se abriera
el camino hacia el incontrovertido aserto de que las imperfecciones de nuestra
naturaleza ocultan un caudal de virtudes que exigen ser estimuladas, pero que
con excesiva frecuencia desatendemos por pereza o insensibilidad.”
Jaime Rest escribió esto en plena dictadura, cuando cumplía
cincuenta años. Murió dos años después, en 1979. Esas palabras dedicadas a
Garnett el bibliotecario resuenan ahora en esta biblioteca de la Universidad de
San Andrés que guarda sus huellas, regresan desde aquel vacío al que la
Argentina oscura lo destinaba, una Argentina terrible y miserable en la que fue
enterrado. Esas palabras de creencia, de tolerancia democrática no sólo no
eran ingenuas en ese año de 1977: eran profundamente verdaderas, eran su
porvenir, eran hoy mismo su memoria que habla en el presente a través de
cada una de las huellas que celebramos preservar, divulgar y sostener, como
un obligación ética. La misma ética que nos enseñó con el pudor de una
inteligencia que se ocultaba en el espejo de otros, esos hombres generosos y
eruditos, los “sabios austeros” que amaban los gatos, los libros abiertos y el
aire libre de la libertad.
Jorge Monteleone