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El extraño regalo y otros cuentos Luis Bernardo Pérez Ilustraciones de Silvana Ávila

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El extraño regaloy otros cuentosLuis Bernardo PérezIlustraciones de Silvana Ávila

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Día, redondo día

Ocurrió un sábado de finales de agosto. De eso me acuerdo bien porque el lunes siguiente en­traría a la secundaria y aún no me compraban el uniforme.

Mamá y yo salimos de casa temprano con la es peranza de que hubiera poca gente en la tien­da, pero cuando llegamos el lugar estaba a reven­tar. Tu vimos que abrirnos paso a codazos entre los clien tes. Por lo visto aquellas personas tam­bién habían esperado hasta el último momento para adquirir el uniforme de sus hijos. Todos iban de un lado a otro revolviendo la ropa de los exhibidores, discutiendo con los empleados y arrebatándose la mercancía.

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Fue un lío conseguir prendas de mi talla. Las dos blusas y los tres pares de tobilleras blancas estaban bien, pero la única falda que encontra­mos me quedaba enorme (era dos números más grande) y el suéter tenía el escudo de otro cole­gio. Protesté. Le dije a mamá que no iría a la se­cundaria vestida así. Ella me respondió que no fuera exigente, que con un par de costuras

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arreglaría la falda. Y, en cuanto al suéter, nadie se iba a fijar en esa insignificancia. Preferí que­darme callada; respiré hondo y conté hasta diez en silencio para tranquilizarme, aunque ya sé que eso no sirve de nada.

La fila para pagar era larguísima. Nos tomó casi dos horas llegar a la caja. Cuando al fin es­tuvimos an te la ventanilla, mamá comenzó a buscar su monedero. Buscó dentro de su bolsa durante varios mi nutos, pero el monedero no aparecía. Entonces recordó que lo había dejado en casa, sobre la mesita del teléfono. La gente de la fila se impacientaba. Todos lucían cansados y de mal humor.

Mamá sacó su tarjeta y se dispuso a pagar con ella. Sin embargo, la tienda sólo aceptaba tarjetas de crédito, no de débito. Discutió con el empleado, pe ro fue inútil. Algunas personas co­menzaron a mos trar su enojo, así que nos vimos obligadas a sa lir de la fila. En esta ocasión fue mamá la que respiró hondo y contó hasta diez, aunque también sabe que no sirve de nada. ¿Qué podíamos hacer? ¿Ir a casa por el dinero?

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Habíamos perdido horas en la tienda y ahora perderíamos otra más en el traslado.

Existía una solución más sencilla: sacar di­nero de un cajero automático. Un empleado de la tienda nos informó que había uno muy cerca. Tardaríamos menos de cinco minutos en ir y re­gresar. Así pues, dejamos encargadas las pren­das que habíamos elegido y salimos a la calle.

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Resultó que el cajero automático no estaba tan cerca como nos dijo el empleado. Camina­mos tres largas cuadras antes de dar con él. Hacía calor y es tábamos cansadas.

Era un cajero como cualquier otro: una con­sola azul con su teclado y una pequeña panta­lla. Estaba dentro de una cabina transparente afuera de un banco. Entramos. Mamá sacó la tarjeta de la bolsa, la introdujo por la ranura y tecleó su NIP. A con ti nuación eligió una can­tidad y presionó la tecla “acep tar”. El aparato emitió algunos clics, varios clacs y tres largos brrrrbrrrrs. Finalmente se abrió la ven tani­ta a través de la cual se supone que salen los billetes.

Dije “se supone” porque lo que salió no fue dinero, sino un papelito alargado con algo escri­to. Muy extrañada, mamá lo tomó para leerlo. En su rostro se dibujó una expresión de descon­cierto. Permane ció inmóvil, como tratando de entender lo que ocu rría. Luego lanzó un bufi­do, hizo una bolita con el papel y lo arrojó al suelo con fastidio.

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Mientras mamá volvía a pre­sionar las teclas del cajero, me

incliné para recoger el misterioso papel. Lo desarrugué y leí:

¡Día, redondo día, luminosa naranja de veinticuatrogajos,

todos atravesados por una misma y amarilla dulzura!

Octavio Paz

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No supe qué pensar. ¿Era una bro ma? En aquella época no sabía quién era Octavio Paz. Volví a leer varias veces la frase. La encontré her­mosa. Me gus taba la idea de un día redondo co­mo una naranja. Pero, ¿por qué había salido de un cajero automático?

Mamá volvió a presionar la tecla “aceptar”. El cajero emitió sus clics, sus clacs y sus largos brrrrbrrrrs, y expulsó otro papelito. “¡Esto es una burla!”, exclamó furiosa después de leerlo y le dio un par de patadas al cajero. El calor y la fatiga la habían puesto de pésimo humor. Cuando estaba a punto de arrojar también el nuevo papel al piso se lo quité de las ma nos pa­ra leerlo:

Te amo más allá de puertas y esquinasde trenes que se han ido sin llevarnos.

Homero Aridjis

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También esas palabras me gustaron. Había algo ex traño en ellas. Aunque no comprendía bien su significado (¿qué tenían que ver las “puertas” y las “esquinas” con el hecho de amar a alguien?), me hi cieron sentir rara, como si es­tu vieran diciéndome algo importante en un idioma misterioso; un idioma extranjero que, sin embargo, seguía siendo español.

Salimos de la cabina. Mamá quiso entrar al ban co ubicado junto al cajero para quejarse, pe­ro como era sábado el lugar estaba cerrado.

Solamente teníamos dos opciones: buscar otro cajero o regresar a casa por el dinero.Ma­má prefi rió la segunda posibilidad. Una vez allí tomaríamos un taxi para trasladarnos a la tien­da de uniformes.

Antes de partir, propuse que hiciéramos un nue vo intento con el cajero. No es que creyera que esta vez sí iba a funcionar. Lo que en reali­dad quería era seguir leyendo aquellas frases. “Por favor, sólo una vez más”, supliqué.

Mamá no estaba de humor, dijo que no servi­ría de nada, pero al final accedió a mi petición,

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así que volvimos a la cabina. También esta vez la máquina arrojó un papelito. “Te lo dije”, excla­mó mamá y emprendió la marcha rumbo a casa. Yo tomé el papel y lo leí mientras la seguía.

El que se va se lleva su memoria,su modo de ser río, de ser aire,

de ser adiós y nunca.Rosario Castellanos

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A pesar del intenso sol y del cansancio —y sin saber muy bien por qué— me sentí feliz. Re cuer­do que comencé a dar saltitos detrás de mamá.

El lunes siguiente comenzaron las clases. Llegué a la secundaria vistiendo aquella horri­ble y enorme falda y el suéter con el escudo de otro cole gio. Ninguna de las dos cosas me ayu­dó a ganar po pularidad entre mis nuevos com­pañeros.

En cuanto a los tres pedazos de papel, los leí muchas veces. Con el tiempo averigüé quién era Oc tavio Paz, Homero Aridjis y Rosario Caste­llanos. También supe quién era José Emilio Pacheco, Sor Juana Inés de la Cruz, Rubén Da­río y Federico Gar cía Lorca. Leí poemas de todos ellos y de muchos más. Luego me animé a es­cribir algunos versos.

Un día le pedí a mis padres que me abrie­ran una cuenta de ahorros y obtuve mi propia tarjeta de débito. Y cierta tarde, al salir de la es cuela, fui has ta la esquina de Ciprés y Pino, pero la sucursal bancaria había cerrado y el ca­jero automático ya no estaba.

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En la actualidad, cada vez que utilizo uno de esos aparatos, espero con ansia otro verso. Por des gracia, lo único que sale de la máquina es di nero.

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El invento del tío Esteban

Mi tío Esteban es un gran inventor. El jueves pasado llegó a casa para mostrarnos su más re­ciente creación. Estaba muy emocionado.

—Vengan —dijo—. Está afuera. Mis papás, mi hermana Marisa y yo salimos

a la calle para ver de qué se trataba. —¿Qué opinan? —preguntó mi tío lleno de

orgullo mientras señalaba un pequeño auto ro jo. —Está muy bonito —dijo papá—, pero no me

parece algo original. Los automóviles se inven­taron hace mucho tiempo.

—Éste es diferente. No existe otro igual en el mundo.

A mí me pareció un auto común y corriente, como todos los que circulaban en ese momento

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por la calle. Pero mi tío explicó por qué el suyo era tan particular:

—No utiliza gasolina.—¿Funciona con energía solar? —pregunté.—No.—¿Es eléctrico?—Tampoco.El tío Esteban nos reveló entonces que había

fabricado un auto cuyo combustible era único y maravilloso. Además, no contaminaba el am­biente ni costaba dinero.

—Este auto se mueve con risas —dijo.Todos nos quedamos callados. No sabíamos

si lo decía en serio. Y es que, además de ser un gran inventor, mi tío tiene fama de bromista.

—No me creen, ¿verdad? —dijo al ver la ex­presión de nuestros rostros—. Se lo demostra­ré. Ustedes serán los primeros en probarlo.

Los cinco subimos al pequeño auto rojo. Estábamos un poco apretados, pero nadie pro­testó.

Nos abrochamos los cinturones de seguridad y, una vez listos, mi tío explicó que para poner

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en marcha el motor era necesario que los pasa­jeros rieran. Así lo hicimos, pero el vehículo no avanzó ni un centímetro.

—Esas risas no sirven, suenan forzadas. ¿Quién se sabe un chiste?

Mi hermana Marisa levantó la mano. Tiene seis años y le gusta contar chistes, el problema es que ella los inventa y son muy malos. En aque­lla ocasión narró algo sobre una vaca y una hor­miga. Cuando terminó, fingimos que nos ha bía hecho mucha gracia con tal de que Marisa no se ofendiera. El auto continuó inmóvil.

Mi papá dijo que él conocía un chiste. Era el del hombre que llega a un restaurante y pregun­ta si tienen sopa de tornillos. Él nunca ha sabi­do contar historias cómicas y en esa ocasión lo hizo tan, pero tan mal que todos nos quedamos callados.

Entonces le tocó el turno al tío Esteban, quien comenzó a hablar de un preso tartamu­do que quiere escapar de la cárcel. Nunca nos enteramos qué sucedía con el preso tartamudo, porque se le olvidó el final. Mi mamá, por su

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parte, ni siquiera lo intentó; dijo que no cono­cía ninguna historia graciosa.

Sólo faltaba yo. Después de pensar un poco, me aclaré la garganta y dije:

—Una manzana está esperando el autobús. En eso llega un plátano y le pregunta: ¿Hace mucho que usted espera? Y ella le responde:

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Nunca he sido una pera. ¿Acaso no ve que soy una manzana?

Hubo algunas risas, no muchas pero sí las suficientes para que el coche comenzara a mo­verse.

—¡Funciona! —exclamó mi papá.—¡Eres un genio, Esteban! —dijo mi mamá

y todos le aplaudimos.El vehículo siguió avanzando, pero al poco

rato perdió velocidad.—Rápido, cuenta otro chiste antes de que

nos detengamos —me pidió mi tío. Todos voltearon hacia donde yo estaba. Eso

me puso nervioso.—¡Vamos, vamos! —me decían todos.Me rasqué la cabeza y recordé otro chiste:—Un señor llega a una farmacia —dije— y

le pregunta al empleado: ¿Tiene pastillas para hacer caca? Y el empleado le contesta: Ya se nos terminaron... pero si quiere se la podemos dar ya hecha.

Las carcajadas estallaron dentro del auto. Só­lo mamá se quedó seria al principio, como si no le

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hubiera gustado mi chiste (quizá porque apare­cía la palabra “caca”), pero al final no pudo re­sistirse. El vehículo aceleró a 60 kilómetros por hora. Entonces, sin que nadie me lo pidiera, vol­ví a tomar la palabra:

—Una señora llega con un doctor y le dice: Le traigo a mi hijo porque no puede pronunciar la

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erre. Entonces el médico le pregunta al niño: A ver niño, ¿cómo te llamas?, y él responde: Pedo.

Las risas fueron ahora más fuertes y la velo­cidad aumentó a 90. Aquello era muy emocio­nante, así que continué con los chistes. Decía uno tras otro —algunos un poco groseros— mientras íbamos cada vez más rápido.

—¡Detente! —me ordenaron.Todos lucían un poco asustados, pero como

al mismo tiempo seguían riéndose, yo continué. Aquel día me sentía inspirado.

Así hubiéramos seguido durante más tiem­po, pero cuando la aguja del velocímetro mar­có 120 se me acabaron los chistes. Por más es­fuerzos que hice no pude recordar ningún otro. Entonces repetí algunos de los anteriores, pero ya no provocaron la misma gracia. Poco a poco, la velocidad disminuyó.

Ahora que lo pienso, creo que corrimos con mucha suerte, pues a pesar de haber ido tan rá­pido no ocurrió ningún accidente ni nos detu­vo un agente de tránsito.

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Cuando el invento de mi tío Esteban al fin se detuvo, nos dimos cuenta de que estábamos muy lejos de casa. El motor no quiso arrancar de nuevo y tuvimos que empujar el auto de re­greso. Ya no se nos ocurría nada gracioso y tam­poco nos quedaban ganas de seguir riéndonos.

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