El hijo del farero con marca de agua

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EL HIJO DEL FARERO Y OTROS CUENTOS DE MAR JAVIER PÉREZ GOSÁLVEZ anarias eBook ____________________________ Muestra para los posibles mecenas __________________________________

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El hijo dEl farEroY

oTroS CUENToS dE Mar

JAVIER PÉREZ GOSÁLVEZ

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El mar, infinito, el mar.El mar, el océano, el mar.El mar azul o negro, el mar.El mar llamado mar.El mar con su pequeño burbujeo,el mar.

Ana Castro, 10 años.

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PrÓloGo Solo Para jÓvENES…

¿Recordáis los ocho años o los diez? ¿Quién no creía a fe ciega lo que te contaban los mayores? ¿Quién no lloró más de una vez? ¿Quién no tuvo miedo?Tengo cuarenta y tantos años y sigo creyendo en algunas ideas universales de liberación, justi-cia, cooperación… Lloro de vez en cuando, sobre todo en los aeropuertos, cuando veo decenas de abrazos y besos a los seres amados que llegan. Tengo miedo, tengo miedos (en plural) de las malas maneras de los desalmados, de mi im-paciencia, de un accidente, de perder a alguien cercano, de no haber hecho lo suficiente… Por tanto, creo que no he cambiado mucho desde aquella temprana edad. Sigo creyendo, llorando y teniendo miedo.

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Así se forjó esta historia, siendo niño. Sentado sobre la alfombra de mi cuarto, en las eternas tardes de invierno, junto a un libro gordo de cuentos, un muñeco articulado, una pelota de tenis (nunca jugué al tenis, pero amaba el tacto fibroso de aquella bola), unos cuadernos, lápices que afilaba hasta pincharme, una lamparilla que daba escasa luz, suficiente en las noches, zapa-tillas de andar por casa, un sombrero verde con pluma de algún disfraz olvidado, el banderín de mi colegio, una medalla por participar en algo… y la imaginación. Suficiente.Atrapado en ese cuarto durante las tardes de tantos años, me liberé. Escapé sin moverme de allí, siguiendo los viajes de mi padre, anotan-do sus rutas en el atlas, boquiabierto, ante los documentales de la tele en blanco y negro, con el libro de animales salvajes que una vez al mes llegaba a casa (era una suerte: nos había tocado otra vez o ¿alguien los mandaba…?), me perdía en los cromos de la colección «Vida y Color» de mi hermano mayor, en el intercambio de tebeos con mi primo Miguel, en descubrir las entrañas de una radio-transistor de mamá, en la merienda repetida día tras día de pan, aceite y sal… El mundo se abría ante mis ojos cada tarde. Lo des-

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cubría en cada mapa, en cada ilustración de un cuento viejo, en las canciones que me regalaba la radio, en la expedición de mi muñeco articulado a lo alto del armario… Sin embargo, los sábados por la mañana, en el comedor del colegio, proyectaban películas de Abbot y Costello, Charlot, la Familia Monster, Ma-ciste… para las risas y escándalo de los chiquillos. Era maravilloso, era cine.No importa dónde estés, amigo lector, ni dónde hayas estado. Estás empezando un libro. Enho-rabuena, eres especial, valiente, seguro que tam-bién crees, lloras y tienes miedos… Quizá por eso estás en este renglón, comenzando otra pelí-cula ahí dentro, en tu mente inquieta.Recuerda que lo importante reside en la creati-vidad. No, lo importante es la imaginación. No, no, lo importante es buscar, saber. Lo importan-te, a veces, no es importante.Eso sí, aprendiste a leer. Ahora, lee para aprender.El encabezamiento de cada capítulo pertenece a la novela del mismo nombre. Seis obras mara-villosas que retorcieron mis sueños, cada una en un momento distinto, como si estuvieran espe-rando a ser leídas, mejor dicho, descubiertas por

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un buscador de tesoros. Lo son, sin duda. No dejes de buscarlas, no te van a defraudar.De cada una extraje un párrafo. Léelo con aten-ción. Es el pretexto, tal vez la razón de lo na-rrado. Es posible que no encuentres ninguna coincidencia, quizá sí. Solo los que imaginan lo inimaginable, como vicio, lo percibirán… Ven conmigo a esa edad temprana, a una isla con una sola casa y un faro. No hay nada más, pero está repleta de… Bueno, averígualo.Sigue leyendo… el autor

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ila iSla dEl TESoro

Entró en la taberna casi a media noche. Llovía con intensidad. Estaba empapado pero no le importaba. Sus ojos eran blancos. Un bastón le ayudaba en su ceguera y una cicatriz le recorría el cuello de oreja a oreja. Era evidente que había sido ahorcado, pero algo o alguien lo liberó del sacrificio. Su voz rota rugió como un trueno. Pidió de comer y una botella de ron… Yo sabía quién era aquel pirata ciego…

–Hijo, es la hora… –dijo en voz alta mi padre des-de el comedor.

–Voy, padre… –respondí rápido.anariaseBook

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Padre me llamaba todas las tardes a la hora de en-cender el faro. Él conocía mi pasión por esa má-quina, una linterna gigante que producía un rayo de luz que se perdía en la inmensidad de la noche. Solo la podía manipular en su presencia. El resto del tiempo tenía prohibido subir.

–Esto puede salvar vidas, hijo, pero también las puede quitar si alguien inexperto toca lo que no debe… Somos la salvación del perdido, no pode-mos fallar nunca… –me hablaba mientras mani-pulaba las palancas más pesadas, el resto del rito de encendido, lo dejaba en mis manos.

Deslizándome por la baranda como un pirata al abordaje, bajaba del piso superior de la casa. Co-rría hacia la puerta del faro. Sí, amigos, de la única casa que existía en esta isla, nuestra casa, construi-da junto a un faro, el faro de la Isla del Monje.

Entraba en la torre y subía por la escalera de ca-racol saltando los escalones de dos en dos. El pe-queño motor de gasoil era arrancado con la fuerza de padre. Mi cometido era limpiar los vidrios de la linterna, ajustarlos y engrasar con la aceitera todo el mecanismo. Lenta, la gran bombilla comenzaba

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a encenderse con la electricidad que generaba el motor. En su interior, un filamento grueso como un cordón se prendía despacio al rojo vivo. La ma-gia de la luz aparecía ante mí. Era un momento especial. No decíamos nada. La claridad crecía, inundaba la sala encristalada. El resplandor pron-to cegaba. Los destellos comenzaban a dibujarse a través de los vidrios cóncavos. El rayo de luz se marchaba por el mar…

Padre, mi padre, era el farero, la persona encarga-da de encender, cuidar y apagar el faro en la parte norte de esta isla, islote, diría ahora. En aquellos años, para mí era sobradamente grande, repleta de rincones por explorar, cuevas descubiertas al bajar la marea y un único montículo, hueco por dentro, ¿volcán apagado o guarida de algún secreto…? La Isla del Monje, así se llamaba. Su nombre vino por las antiguas colonias de foca monje que parían a sus crías en estas aguas. Nunca vi alguna. Padre nos contaba que años atrás «los bancos de sardina y jurel pasaban por aquí llevados por las corrientes frías del norte. La foca monje los devoraba con locura, dando brincos fuera del agua con la boca llena de pescado... Luego, los años de pesca des-

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controlada acabaron con la sardina y, por lo tanto, con el regreso de la monje…, así que no se la vol-vió a ver más, pues buscaron otro lugar de cría».

Solo hay una casa, mi casa, unida a la torre del faro. Una pequeña playa con un pequeño muelle, donde amarra un barco chico, no más... Todo era diminuto en este pedacito de tierra, tierra rodeada de oleaje. Aquel puertito era el único acceso al islote. El resto de su costa era rocosa e impracticable para cual-quier embarcación.

Cada quince días llegaba una flotilla del puerto de Atlantia, capital del archipiélago de Llanaria. No era más que un antiguo pesquero reconvertido en barco de la autoridad del puerto.

Nos traía provisiones: alimentos, jabón, agua, ga-soil, utensilios, herramientas, pintura, aceite…, además de periódicos, todos los que podía conse-guir Pepe Sánchez, el agente portuario amigo de padre. Era un hombre enorme, fuerte, con un ba-rrigón redondo que daba saltitos cuando reía. Pepe Sánchez era muy divertido, contaba chistes… Les contaré uno de aquellos…

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–¿Sabes cuál es el animal que tiene las patas en la cabeza…? –preguntaba muy serio dando tiempo a pensar– El piojo, hombre, el piojo… es el único animal que tiene las patas en «tu cabeza…», ¡ja, ja, ja! –reía a carcajadas, contagiaba esa risa a cual-quiera, su barriga daba saltitos…

Y algo más, Pepe Sánchez, además de alegría, traía libros, decenas de títulos que le pedía padre.

Vivir aislados, sin más personas que tu familia, implicaba no pisar una escuela, entre otras cosas. Eso no significaba que no aprendiéramos nada, no. Padre nos enseñaba cálculo matemático, trazo de rumbo, manejo de la brújula, localización de una posición guiado por estrellas, manejo del sextante, grados, minutos y segundos, escritura de un cua-derno de bitácora, geografía mundial de océanos, mares y costas, puertos, ciudades importantes, ciu-dades peligrosas, las mágicas, las olvidadas.

Nos enseñaba historia, pero la historia de los hombres y mujeres que dedicaron su vida a un sueño, como Ulises el viajero; Ícaro y sus alas de cera; Marco Polo en su larguísimo viaje a China; Cristóbal Colón en las islas de los indios Cari-

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be; Juan Gutenberg y su máquina de copiar libros; Ibn Battuta el gran viajero y geógrafo musulmán; Galileo Galilei y su telescopio; Copérnico y su teoría de que la Tierra giraba alrededor del Sol y no al revés como le obligaron a reescribir; Scott y Amundsen, los primeros en llegar al Polo Sur ca-minando por el frío insoportable de la Antártida; Mallory e Irvine, otros esforzados que alcanzaron la cima del Everest, pero no volvieron para con-tarlo…; mujeres como Mary Henrietta Kinsley, la primera mujer que se adentró en África para ex-plorarla, Marie Curie, científica y Premio Nobel por sus descubrimientos sobre la radioactividad; Mary Wollstonecraft y su libro, Reivindicación de los derechos de la mujer, donde habló por primera vez de la igualdad entre hombres y mujeres en mil setecientos y pico…

Pero lo que más le apasionaba a padre era leer. Leer libros de viajes, viajes arriesgados a lugares lejanos, conocer a personajes valientes, a malvados, a tipos astutos, a cobardes detestables, a supervivientes, a náufragos, a hombres de honor, a mujeres lucha-doras, a muchachos osados… Además, devoraba

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libros de mecánica, diccionarios, atlas, libros de plantas, de medicina, libros de los últimos inven-tos, estudios arqueológicos de lugares escondidos, libros de culturas y tradiciones allende los mares, recorridos históricos, libros de las absurdas gue-rras, arte fotografiado, libros de belleza en poesía, todo ello acompañado por algo de música, en for-ma de disco de pizarra para el gramófono… Esa pasión por la lectura me la impuso a la fuerza, sí, algún que otro golpe me llevé por descuidar mis tareas lectoras. Después, se convirtió en una ne-cesidad… Algo indispensable cada día, como el comer o moverse.

Vivíamos aislados, pero conocí a tanta gente, es-tuve en tantos lugares… Soñaba rodeado de per-sonas, fantasías, visiones, ensueños con personajes de ficción…

Sabía que muchos de ellos no existían, pero los traía ante mí, aparecían al leer. Cerraba el libro y desaparecían. Magia. No importaba. Los observaba de cerca. Tuve el honor de conocer bien a Crusoe, Hood, Fogg, Jeckyll, Holmes, Simbad, Manuel el pescador, a Nemo, al doctor Livingstone, a Baghee-

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ra y Mowgli, a Don Quijote y Panza, al Amadís de Gaula… ¡Había viajado tanto sin salir de mi isla!

Hice un recorrido de cinco semanas en globo por África, casi caigo herido en los territorios salvajes de las Minas del Rey Salomón, el miedo me helaba la sangre al caminar por las oscuras calles de Londres detrás de Míster Hyde; sorteé terribles tormentas en medio del océano, fui náufrago durante varios años en una isla desierta, creí ver más de una vez un par de liliputienses corriendo entre las estanterías de la buhardilla…

Los libros que me daba padre me permitieron transitar por esos lugares, sin salir de la Isla del Monje. No me importaba, conocía tantos sitios que podía describirlos a ojos cerrados.

Sin embargo, mi hermano mayor, Roberto Luis, dibujaba. Lo hacía tan bien que madre tenía las paredes de la casa repletas de sus dibujos. Leía los mismos libros que yo, padre lo obligaba también, pero se escabullía al menor descuido, con los car-boncillos y un enorme cuaderno de dibujo. Se es-condía en el Risco Asiento, una roca que el mar había labrado dejando la forma de un mullido si-

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llón. Allí pasaba horas, hasta que la voz poderosa de padre lo arrancaba como una centella de su es-condrijo.

Roberto Luis hablaba poco conmigo, bueno, no hablaba con nadie. Era introvertido. Tenía cerrada su voz. No se quejaba nunca de nada. Hacía caso siempre a lo que padre y madre le pedían. Creo que sus dibujos hablaban más que él. Si estaba triste, di-bujaba algo triste, si estaba aburrido, dibujaba algo fácil, si tenía miedo, dibujaba imágenes oscuras de calles lluviosas con puertas entreabiertas. También dibujaba a menudo la figura de una chica de cabe-llos largos, siempre de espaldas, no mostraba nunca su rostro… Ya les contaré…

Era el dibujo que más veces repetía. Nunca col-gó ninguno de ellos en las paredes, ni en nuestro cuarto, los guardaba en una carpeta. Le pregunta-ba a menudo por qué hacía eso. Él no respondía. Me miraba y alzaba un lado de su boca, como una sonrisa sin risa… Seguía sin entenderle.

Yo admiraba a mi hermano. Intenté imitar alguno de sus dibujos, pero era imposible… Ni se pare-cían. Así que desistí en mi empeño.

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Roberto Luis ayudaba a padre en todas las tareas del faro, lo hacía perfectamente. Tenía la fuerza suficiente para arrancar el motor de gasoil. Raspa-ba y pintaba las fachadas que el salitre iba comién-dose y lijaba los óxidos exteriores de la linterna colgado de una cuerda. El óxido se pega en todo lo que sea metálico, hay que raspar a mano, lijar, pin-tar… y volver a comenzar por el otro lado, raspar, lijar y pintar… raspar, lijar y pintar...

A mí nunca me dejaron utilizar la brocha ni col-garme de la cuerda para raspar, lijar y pintar… No sé por qué. Así que me dedicaba más a ayudar a madre en las labores de la casa: barrer el salón y la cocina, colocar y recoger la mesa, limpiar los cris-tales de las ventanas que el maldito salitre volvía turbios. No se llegaba a ver nada si no se limpia-ban en tres días.

A veces pensaba que era el viento, que se enfada-ba con nosotros soplando con vigor durante largas jornadas. No se oía otra cosa. Nos envolvía. Arran-caba gotas al mar y las estrellaba en todas partes, incluso en mi cara. En días así me imaginaba na-vegando en un galeón que crujía al azote de las

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olas, zarandeándose lento, perezoso, a merced de las montañas de agua que a veces volcaban sobre la cubierta dejando toda la nave bajo el agua durante unos segundos eternos, emergiendo al poco como un gigante que quiere respirar…

Los navegantes, los piratas, los hombres de la mar, todos miran a proa siempre, siguiendo el rumbo previsto. No quieren sorpresas, como colisionar con otro barco, con un arrecife, con un iceberg o encallar en la arena de un islote que no apareciera en las cartas de navegación.

El mar es infinito, pensaba. Nunca acaba ni em-pieza, estuvieras donde estuvieras, siempre estabas en medio si no veías tierra. Imaginaba estar toda la vida navegando, dando vueltas al globo terráqueo. Aunque, perderse era fácil, más de lo que uno cree. Las brújulas a veces se vuelven locas, decía padre, el sextante no sirve cuando las nubes tapan el sol y las estrellas. Solo ves agua a tu alrededor. Todo es igual y llega la noche, la noche cerrada, no se ve más allá de un metro, navegas a tientas, con el corazón palpitando como un tambor, las horas se detienen…

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Cuando caía la tarde, volvía a la casa. Cenaba y retomaba el libro que estuviera leyendo. Recuerdo La isla del tesoro. Aquella novela me atrapó entre sus páginas como el cepo a un zorro inglés. Creí que estaba en el mejor lugar del mundo para leer la mejor historia de piratería que jamás se escribió. ¡Por todos los rayos y diablos de la mar!, era tan real que por aquel entonces dormí una temporada con un ojo abierto por si aquel pirata cojo aparecía por la puerta de mi alcoba…

Roberto Luis llegaba también del Risco Asiento con su cuaderno de dibujos. Lo miraba pregun-tándole qué había dibujado esta vez sin decir pa-labra, pero él me contestaba con su mueca…

Al rato, llegaba la noche, la noche mojada de sal. El faro ya estaba alumbrando. Padre también entraba. Cenaban él y madre. Ella solía servir sopa caliente, queso y pan para los dos. Recogía al acabar, lavaba la loza y se sentaba junto a él a bordar. A la luz de la bandeja de velas gastadas y nuevas, padre abría su libro. No había silencio. Viento quería entrar igualmente, como uno más de la familia. Llamaba a la puerta, golpeaba las ventanas, silbaba por las

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esquinas, pero solo conseguía colar un hilo de su cabello invisible por la rendija de la ventana.

Los dos hermanos ya estábamos arriba, en la bu-hardilla, con nuestros libros, alumbrados por el fa-rol de petróleo, tranquilos, cada cual en lo suyo. So-plaba, susurraba, ráfagas como enfados, iba y venía, brisa y poniente, noches al abrigo de la lectura… En vigilias como esa, me sentía flotando. Se escu-chaba el estallido de las olas contra el muelle de la playa, así sonarían contra el casco del galeón. Na-die hablaba. Ya estaba en cubierta, quiero decir, en mi cuarto. Allí seguiría sobre las olas, navegando.

Bueno, leyendo.

Después, soñando… las aguas de gracia y vida

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ii

robiNSoN CrUSoE

Caminé por la playa absorto, contemplando mi salvación, mientras pensaba en todos mis compañeros que se ahogaron, no se salvó ni un alma, excepto yo, ya que no volví a verlos ni encontré rastro de ellos, salvo tres sombreros y dos zapatos de distinto par.

Padre nos decía qué libros debíamos leer. Él se hacía cargo de nuestra formación. Cada noche comen-tábamos lo que habíamos leído. Roberto Luis lo dibujaba. Nos preguntaba sobre los lugares visita-dos. Si no los conocíamos abría un viejo atlas y nos mostraba el mapa de aquel lugar lejano. Cómo lle-

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gar hasta allí, qué ruta elegir, los vientos favorables, las estrellas que deberíamos ver, su posición en el firmamento. Nos hacía calcular los grados, minutos y segundos de las coordenadas. Prever adversidades y peligros. Calcular provisiones de agua y alimentos para la tripulación. Costes en distintas monedas. Arreglos de averías en plena navegación…

Padre había sido pescador de altura durante años. Conocía todos los secretos de ese trabajo tan duro. Desde muy joven se embarcó como aprendiz. Du-rante meses navegaban buscando los mejores ban-cos de peces en la pesca del bacalao, la merluza negra, el abadejo, el cangrejo rey… De este modo, visitó todos los continentes, incluso la Antártida, en la triste pesca de la ballena. Lo contaba realmente con pena: «Esos enormes animales no se defendían, no podían hacerlo. Mirar su ojo, del tamaño de un balón y verte reflejado, te provocaba una tremen-da tristeza. Te miraba preguntándote ¿por qué, por qué me matas, yo no te he hecho nada, no molesto a nadie? Creí ver lágrimas, pero eran las mías», decía con sentimiento…. Abandonó esa pesca en el pri-mer regreso a puerto y volvió a la pesca tradicional.

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Años después, consiguió el empleo de farero por-que un atún de doscientos kilos le sajó los tendo-nes del antebrazo izquierdo en plena lucha. «Ese sí que es un valiente, pelea hasta la muerte, pierde su sangre en cubierta, coleteando hasta la extenua-ción. Me acerqué demasiado y ya veis cómo que-dó este brazo… Ya no podía ser pescador. Con un único brazo útil, no sirves para el oficio…», decía con enfado.

Pero él amaba el mar. Este trabajo le permitía estar cerca de su olor azul…

Sus manos eran fuertes, poderosas, llenas de cicatri-ces, al igual que su sabiduría. Tantos años de viaje, le concedieron mucha experiencia en buenos, ma-los, peligrosos y placenteros momentos. Padre sabía, sabía de todo. Era el hombre más instruido que he conocido en mi vida. Había leído cientos, quizá mi-les de libros, incluso en inglés, francés o portugués. Tanto tiempo en un barco, te presta horas infinitas para leer, leer todo, hasta el más extraño libro. Solía decirnos…: «El tiempo que pasas navegando, digo, leyendo, no se descuenta de tu vida…». Para él, na-vegar y leer eran una misma cosa.

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Cuando desembarcaba en algún puerto extranjero, buscaba una librería o visitaba la biblioteca de la ciudad. Pedía prestados libros que devolvía al año siguiente cuando retornaba en la nueva temporada de pesca. Compraba otros, usados, viejos, decenas de ellos. Los cargaba en su saco junto a tabaco de pipa y alguna botella de licor más de la zona. Le gustaba probar todo. Comió, nos contaba en las largas noches de invierno, alrededor de la bandeja de velas gastadas y nuevas, saltamontes y hormigas fritas, ratas y murciélagos a la brasa, la deliciosa car-ne de serpiente, incluso, cerebro de mono crudo… ¡Qué asco, solo imaginarlo…! Él reía a carcajadas al ver nuestras caras de aprensión.

Lucía una cabellera larga, que los años había teñido de color blanco y plata viejos. Encendía su quemada pipa de espuma de mar. Se la compró a un pescador turco a orillas del Mar Negro. La espuma de mar es un mineral blanco que solo se encuentra en aquella zona del este de Europa. Como una roca de mármol sin brillo, los artesanos la tallan con hermosos ador-nos geométricos o con la cara de una sirena o la de un viejo pescador… «Fue en la pesca del esturión, ese

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enorme pez del que se extrae la hueva que llaman caviar, el oro negro del mar, porque es negro aun-que también lo hay rojo. Esa exquisitez se vende más cara que el propio oro amarillo en cualquier parte del mundo. Se pagan verdaderas fortunas…», decía.

Nos instruía con todo su saber. También nos dio algunos buenos bofetones cuando no cumplíamos con nuestras tareas. Después, se encerraba en su cuarto. Un día lo oí llorar, no soportaba pegarnos… Creo que le dolía más a él que a nosotros. Pero lo peor estaba por venir…

Madre nos volvía a dar con el cucharón de made-ra por hacer sufrir a padre. Cuando hacíamos algo mal, cobrábamos doble ración… Era una justicia difícil de entender para un niño.

Ser padre es difícil. Nadie nace con el oficio apren-dido. Ahora, a mis cuarenta y tantos, mientras es-cribo estas páginas, miro a mi hija. Tiene dos años, juega en la alfombra con un peluche y una caja de cartón. Me pregunto si seré capaz de enseñarle todo lo que padre, mi padre, me enseñó.

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No me he presentado todavía. Soy el hijo del farero, Julio. Ese es mi nombre. Y esta que lees es la novela de mis primeros años en aquella pequeña isla, la Isla del Monje. Cuando crecí, supe por qué padre puso de nombre Roberto Luis y Julio a sus dos hi-jos, pero eso te lo contaré otro día…

No cambiaría ni un solo minuto de los vividos en aquel islote por otros en cualquier lugar. Como Ro-binson Crusoe, allí aprendí muchísimas cosas de la vida, sobre todo, a no sentirme aislado. Fabricaba todo lo necesario para vivir, mis juegos, mis herra-mientas, mis mapas, mi catalejo de cartón, mi espa-da pirata, mi sombrero de tres picos, el tesoro (una lata de galletas) escondido, marcado con una equis en uno de mis mapas. En él, conchas, un collar de madre roto, vidrios gastados, una pipa de padre, una lupa y lo mejor, una brújula dorada. Le sacaba brillo siempre que destapaba el cofre, bueno, la lata oxida-da. Era la mejor pieza… Todavía la tengo.

Mis sueños hechos realidad. Mejor dicho, realidad hecha de sueños… ¿Qué debe hacer un niño si no?

Ser niño…

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