EL LAIRD DESNUDO - … · todo el dolor, aquella voz le trajo recuerdos de risa, de yacer en el...

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SALLY MACKENZIE NOBLEZA AL DESNUDO, 00 (PRECUELA) E E L L L L A A I I R R D D D D E E S S N N U U D D O O

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SSAALLLLYY MMAACCKKEENNZZIIEE

NNOOBBLLEEZZAA AALL DDEESSNNUUDDOO,, 0000 ((PPRREECCUUEELLAA))

EELL LLAAIIRRDD DDEESSNNUUDDOO

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ÍNDICE

Capítulo 1 ........................................................................... 3

Capítulo 2 ......................................................................... 11

Capítulo 3 ......................................................................... 20

Capítulo 4 ......................................................................... 28

Capítulo 5 ......................................................................... 36

Capítulo 6 ......................................................................... 43

Capítulo 7 ......................................................................... 51

Capítulo 8 ......................................................................... 59

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA ................................................ 70

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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Capítulo 1

Eleanor, condesa de Kilgorn, se hundió aún más en la bañera de cobre. Después

del largo viaje en carruaje, el agua caliente era maravillosa. El nudo de tensión en la

espalda empezó a aflojarse.

Pero no así el nudo que tenía en el estómago, que seguía duro y tenso. Cerró los

ojos e intentó respirar hondo.

Durante todo el largo viaje desde Escocia, había tenido ese pesado nudo en el

vientre. Había deseado dar marcha atrás durante cada kilómetro que la había traído a

esta tierra aburrida y antinatural. Su sitio no estaba aquí, entre esos toscos invitados.

Su sitio estaba en casa, entre los despeñaderos y los lagos, a salvo en Pentforth Hall.

Se aferró a los bordes de la bañera. Pero en el Hall ya no estaba a salvo, gracias

a ese gusano de Pennington. Ese bastardo baboso. ¿Por qué lo había contratado Ian?

¿Acaso no había podido encontrar a algún administrador más adecuado —menos

patán— cuando el señor Lawrence, aquel dulce viejecito, se retiró? ¿Es que…?

Dios santo. Se movió con brusquedad y un poco de agua fue a parar al suelo.

Estaba en Inglaterra, muy cerca de Londres. ¿Acaso Ian…? Él no podía estar aquí,

¿verdad? ¿Era por eso que la habían invitado? ¿Para que esos sassenach pudieran

reírse de ella mientras observaban como el conde de Kilgorn rechazaba públicamente

a su inoportuna esposa?

Se obligó a relajar los dedos y aflojar la presión que ejercían sobre el borde de la

bañera. No, por supuesto que no. Ian declinaría cualquier invitación que la incluyera

a ella. Seguro que tenía tan pocas ganas de verla como ella de verlo a él.

—Los lacayos eran muy atractivos, ¿verdad, milady? Para ser sassenach, claro —

Annie, su joven criada, sonrió ampliamente y le dio el jabón—. ¿Se ha dado cuenta de

cómo me miraba el de los ojos azules?

—No, no me he dado cuenta —¿Annie no iba a ponerse a perseguir a los

lacayos de Lord Motton, verdad? Aquella reunión ya era lo bastante mala sin eso—.

No creo que a tu madre le gustase oír cómo te fijas en lo atractivos que son los

lacayos de Lord Motton, Annie.

—Oh, a mamá no le importaría. Ella sabe que tengo ojos en la cara —resopló

Annie, arrugando la nariz mientras miraba a su alrededor—. Y ahora lo que estoy

viendo es esta pequeña ratonera. Creía que le darían un dormitorio más elegante,

milady.

La habitación era… acogedora, estaba ocupada casi en su totalidad por una

cama de cuatro columnas.

—Es perfectamente adecuado para mí.

—Pero usted es una condesa. Se merece lo mejor.

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—Eso son tonterías —Una condesa sin un conde era más una figura motivo de

diversión que de respeto. Sólo esperaba que no se la quedaran mirando como tontos.

Se le revolvió el estómago. Quizás era que aparte de los nervios, también tenía

hambre. Habían pasado horas desde que habían comido—. ¿No habías dicho que

ibas a bajar a traerme el té?

—Sí, es verdad —Annie se miró en el espejo y se alisó la falda.

—El té, Annie. Sólo el té. No vayas a mirar a los lacayos.

Annie se rió.

—Se preocupa usted más que mi madre.

Nell suspiró cuando se cerró la puerta y se giró hacia el fuego de la chimenea.

Era muy probable que se preocupara más que Martha que había criado a cinco hijas,

mientras que Nell no había sido capaz ni de dar a luz a su pobre hijito.

Con los dedos formó remolinos en el agua de la bañera. ¿Cómo habría sido su

vida si no hubiera perdido al bebé?

Ahora tendría una hija —o un hijo—, un fuerte jovencito de diez años, un niño

con extremidades firmes y ágiles, sonrisa inteligente, y un agudo ingenio que se

pasaría las horas escalando árboles y nadando en Kilgorn Loch. Sonrió. Seguro que

tendría más hijos, dos o incluso tres. Ian y ella…

¿En qué estaba pensando? Detestaba a ese hombre. No había llorado a su pobre

hijito, sólo había querido ponerse enseguida a hacer otro. Desde luego no había

perdido el tiempo después de que le hubiera dejado, y en seguida había encontrado a

otra mujer que le calentara la cama.

Bueno, de acuerdo, no su cama en el castillo. No había llevado a ninguna mujer

a su casa, pero era una puntualización sin importancia. Había visitado muchas camas

sassenach en Londres. Era un hombre, sólo tenía una cosa en la mente.

Se frotó con fuerza con el jabón. Era como Pennington. Ese baboso la tenía

cogida por la cintura cuando el señor MacNeill había irrumpido en la biblioteca. ¡Ah,

para una vez que el mayordomo había visto algo! Los ojos del anciano se

desorbitaron. Apostaría el dinero de un mes para sus pequeños gastos a que el

hombre nunca había tardado tan poco como aquella noche en enviar un mensaje a

Ian sobre su supuesto flirteo.

Pennington no era el primer hombre apasionado al que había tenido que eludir,

durante todos aquellos años los rumores le habían proporcionado al señor MacNeill

mucho material que rumiar. Algunos hombres parecían tomar su extraña situación

matrimonial como un desafío… ¿pero el señor Pennington? ¡Le debía su empleo al

hombre al que al parecer quería ponerle los cuernos!

Fulminó con la mirada la pastilla de jabón. Y no es que a Ian le importara, por

supuesto. Si los rumores en los periódicos eran ciertos, ya había escogido a la viuda

del conde de Remington para reemplazarla… y le había hecho a la mujer una

cuidadosa inspección entre las sábanas.

Bueno, para ser justos, él ya había alcanzado la treintena, por lo que debía de

pensar en la sucesión. Necesitaba un heredero, y para conseguir uno necesitaba una

esposa, una esposa de verdad, no la muchacha con la que se había casado demasiado

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joven.

Se hundió más en la bañera. Oh, Dios, qué lío.

Debería escribirle hoy mismo. Esto duraba ya demasiado tiempo.

Ahora los dos eran adultos, aunque no lo hubieran sido cuando se casaron y

luego se habían separado. Sin duda alguna podrían solucionar este… problema de

una forma racional. Él no era mala persona.

La puerta se abrió y se cerró. Annie debía de haber vuelto con el té. Nell se echó

agua en la cara. Si tenía los ojos rojos, la muchacha supondría que le había entrado

jabón.

—¿Has visto al lacayo de los ojos azules, Annie?

—¿De los ojos azules… qué diablos?

El corazón se le paró.

Oh Dios, oh Dios. Esa voz. Incluso después de diez años, se deslizó hasta su

corazón como ninguna otra lo había hecho jamás. Después de todas las lágrimas,

todo el dolor, aquella voz le trajo recuerdos de risa, de yacer en el brezo calentado

por el sol con la brisa de verano rompiendo la calma del lago. De sábanas retorcidas,

cuerpos sudorosos, calor, humedad y…

No, no podía ser.

—¿I-Ian? —Forcejeó hasta ponerse de rodillas, girándose para agarrarse a la

parte de atrás de la bañera. Era Ian. Había cambiado, por supuesto. Aquel muchacho

alto y delgado ahora era más corpulento. Sus rasgos eran más pronunciados; había

líneas alrededor de la boca y de los ojos que antes no estaban. Sin embargo los ojos

eran iguales, del mismo verde turbulento de un mar azotado por la tormenta. Y

estaban clavados en…

Nell miró hacia abajo. El agua goteaba por sus pechos desnudos.

—¡Agg! —Dio un salto para coger la toalla, pero estaba un poco demasiado

lejos y la bañera estaba un poco demasiado resbaladiza. Cayó de bruces—. ¡Ay! ¡Aaa!

Se golpeó con fuerza la rodilla y la espinilla con el borde de la bañera, pero se

iba a golpear aún con más fuerza la cara contra el suelo.

—¡Nell! —Una manos fuertes la sujetaron antes de que llegara a caer de bruces

y la rodearon en un abrazo duro como una roca. La tela áspera del abrigo de Ian le

rozó los pechos, el estómago, el… Dios santo.

Cerró los ojos con fuerza. Iba a morirse de vergüenza. Estaba desnuda en los

brazos de Ian.

—¿Estás bien, Nell? ¿Puedes mantenerte en pie?

Sintió el aire frío en la piel mojada. La había apartado y estaba —abrió un ojo

para echar una mirada— sí, la estaba mirando. Los pezones se le pusieron duros…

tenía frío, sí, eso era todo. No ardía. Su sexo no se derretía y aquel lugar entre sus

muslos, tanto tiempo muerto, no le palpitaba ni se le hinchaba.

Se habían casado cuando ella tenía diecisiete años. En aquel entonces lo amaba

como una loca y no podía esperar para ir a su cama.

Se tragó un sollozo, pero no lo bastante rápido.

—¿Te has hecho daño?

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—No, es…

—Sí, te has hecho daño, muchacha. Te he oído gritar —La levantó apretándola

contra él otra vez, la mantuvo sujeta con un brazo mientras deslizaba el otro por la

espalda desnuda y mojada. ¿Quería consolarla? No la estaba tranquilizando

precisamente. Más bien alimentaba las llamas de un fuego que hacía tanto tiempo

que estaba apagado que creía que incluso los rescoldos estaban helados.

—Dime donde te duele ¿Es la pierna? ¿Puedes mantenerte en pie, amor?

Ella había sido su amor una vez, hacía mucho tiempo, antes de haber perdido a

su bebé. Contuvo otro sollozo y notó sus labios rozándole la frente.

—Oh, cariño. No llores. Déjame verte la pierna.

—No, yo…

Pero Ian ya se inclinaba, deslizando la mano por el muslo, la rodilla, la

pantorrilla. Tenía la cara al mismo nivel que…

Por favor, que pensara que la humedad de los muslos era por el baño.

—Agárrate a mis hombros Nell.

¿Su voz era más ronca?

—No, estoy bien, Ian. Sólo quiero que me acerques la toalla. Estoy desnuda, por

si no te habías dado cuenta.

Él se rió, aunque fue una risa muy breve y contenida.

—Me he dado cuenta, Nell —Deslizó las manos por su cuerpo, hacia arriba,

rozándole los pechos con los pulgares al pasar. La sujetó por la mandíbula y la miró a

la cara con ojos… hambrientos.

También tenía esa mirada de hambre a los diecinueve años, pero ahora en cierta

forma era diferente. ¿También había dolor mezclado con un toque de desesperación?

Ella desde luego estaba desesperada y se humedeció los labios; los ojos de él

siguieron el movimiento de la lengua e inclinó la cabeza.

En unos momentos Nell volvería a sentir otra vez sus labios, después de tantos,

tantos años. La recorrió un escalofrío de expectación.

—Lo siento, Nell, tienes frío, y yo estoy… estoy —Alzó la cabeza de repente y

dio un paso atrás—. ¿Qué diablos estoy haciendo?

Dios Santo, había estado a punto de besar a Nell. La necesidad, la abrumadora

lujuria, todavía lo sacudía como las olas de la tormenta estrellándose contra la costa.

Nunca había sentido esa intensidad con ninguna otra mujer. ¿Cómo había

conseguido detenerse?

Pero gracias a Dios que lo había hecho. Aunque si no lo hubiera hecho él, lo

habría hecho Nell. Ella le odiaba. Ahora lo estaba fulminando con la mirada.

Ian la miró con el ceño fruncido. ¿Es que no iba a ponerse la maldita ropa?

¿Acaso no comprendía cómo lo atormentaba estando allí de pie desnuda? La luz del

fuego brillaba sobre su piel desnuda —era aún más bella que cuando era una

muchachita— algo más redondeada, un poco más llena. Sus pechos…

Se obligó a apartar los ojos y subirlos hasta su cara. No debía mirarle los pechos.

Ella por fin se envolvió en la toalla. Debería habérsela dado él, pero para ser

sinceros, no confiaba en sí mismo. Apretó los puños. La maldita lujuria era como una

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violenta fiebre. Si se movía, caería sobre ella como el animal en celo que Nell pensaba

que era.

Le había dejado bien claro hacía diez años que nunca lo volvería a querer en su

cama. En todos los años pasados desde entonces, no le había dado ninguna

indicación de que hubiera cambiado de opinión, aunque MacNeill le hubiera dicho

una y otra vez que no era reacia a la compañía masculina. Diablos, si no hacía ni dos

semanas que el hombre le había enviado un mensaje diciendo que la mujer

coqueteaba con el maldito administrador. MacNeill los había pillado en la biblioteca

al parecer sólo momentos antes de que Pennington hubiera tenido tiempo de quitarle

el vestido a Nell y tumbarla en la alfombra.

¿Es que no iba a ponerse algo de ropa?

Ahora, por fin cogía la bata. Sostenía la maldita prenda delante de ella como un

escudo. Cuanto antes se lo pusiera, mejor.

Tendría que girarse de espaldas y darle privacidad para que acabara de

cubrirse. Si se diera la vuelta, no seguiría mirándola.

Pero no podía moverse. Era peor que un adolescente excitado, esperando echar

otra ojeada a su perfecto…

Malditos sean todos los infiernos, era un hombre de treinta años. Había visto a

muchas mujeres desnudas. No debería de estar jadeando, casi ciego de deseo, por el

mero hecho de estar allí en el dormitorio, solos Nell y él. Nell desnuda.

Le iba a dar una apoplejía si ella no se ponía algo de maldita ropa en ese mismo

instante. Quizás hablar ayudaría. Articular palabras y quizás algunas frases le

apartaría los pensamientos de contemplar a Nell, desnuda y…

—¿Qué demonios haces en mi habitación?

—No grites —Nell frunció el ceño. Ian también la miraba con el ceño fruncido.

—De acuerdo —Esta vez la voz sonó como si estuviera hablando entre

dientes—. ¿Qué malditos infiernos estás haciendo en mi habitación?

—No maldigas —¿Acaso eso que oía era el rechinar de dientes de Ian?—. Y ésta

no es tu habitación, es la mía —Se alejó un poco dando media vuelta luchando por

ponerse la bata, luego volvió a girarse, apretando bien el cinturón mientras lo

fulminaba con la mirada—. Como habrás notado, estaba bañándome. Te sugiero que

respetes mi intimidad y te vayas a buscar al ama de llaves. Es obvio que te has

perdido.

Sí, estaba bañándose… y también deseándolo.

¿Qué le estaba pasando? ¿Es que ese hombre era un maldito prestidigitador?

No había sentido ese… deseo desde hacía diez años. No quería sentirlo. Estaba

contenta con su vida. No necesitaba más angustia.

—Ésta es mi habitación —La voz de Ian era dura y terca.

Ése era el hombre que recordaba. El hombre que había insistido en que ella

volviera a su cama una vez que se hubo recuperado. El hombre que le había dicho

que ése era su deber de esposa.

Quizás tenía razón según la ley, pero ella no podía hacerlo. Si se hubiera

rendido a sus exigencias, algo importante habría muerto dentro de ella. Algo además

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del bebé que ya estaba muerto…

—No es tu habitación.

—Sí que lo es —rebatió él con la mandíbula hacia fuera. Ian podía ser

increíblemente obstinado. Todo el mundo solía decir que era sólo obstinado con ella

porque era la única que tenía el suficiente carácter para hacerle frente.

—Ésta es mi habitación —Nell señaló la bañera y después se ruborizó. Hubiera

preferido que él no volviera a acordarse de la bañera, pero ésa era la manera de

demostrar que tenía razón—. Los lacayos de Lord Motton no me la habrían subido

aquí si ésta no fuera mi habitación.

Ian miró la bañera con el ceño fruncido.

—Deben de haberse confundido. Te digo que el ama de llaves lo tenía muy

claro. No hay duda que ésta es mi habitación. No me he equivocado.

—Pues es obvio que sí lo has hecho.

—No, yo… —soltó un gruñido—. Espera aquí —Abrió la puerta y salió al

pasillo.

Nell se acercó al fuego. Por supuesto que esperaría allí. ¿Dónde sino iba a

esperar? Ni siquiera estaba vestida, por el amor de Dios. Cogió el peine y con

brusquedad empezó a desenredarse el pelo.

Pasaron cinco, diez minutos. ¿Qué le estaba llevando tanto tiempo? ¿Se había

marchado Ian? Pero su equipaje estaba allí…

La puerta se abrió de golpe e Ian entró con la señora Gilbert, el ama de llaves. Él

estaba frunciendo el ceño, y la señora Gilbert se retorcía las manos.

—Lo siento muchísimo, milord.

—Dígale a mi… —Ian hizo un ruido raro, una mezcla de tos y gruñido—.

Dígale a Lady Kilgorn lo que me ha dicho a mí.

Nell se acercó con rapidez a la señora Gilbert. La pobre mujer parecía muy

desgraciada.

—Señora Gilbert, por favor, no se preocupe. Le aseguro que el ladrido de Lord

Kilgorn es mucho peor que su mordisco.

—Espera a oír lo que tiene que decir, Nell.

—¿Qué? —Nell fulminó a Ian con la mirada. ¿Por qué se estaba mostrando tan

cruel? ¿Acaso no veía que estaba asustando a la señora Gilbert? Antes no solía

descargar su cólera sobre los sirvientes—. Oh, basta. Estás haciendo sufrir a la pobre

señora Gilbert —Se giró para acariciar el hombro de la mujer—. ¿Qué ocurre? Seguro

que no será tan malo como parece.

—Oh, milady, mucho me temo que haya habido un malentendido.

—¿Un malentendido? —A Nell se le revolvió el estómago—. ¿Qué clase de

malentendido?

—Ya sabe que la señorita Smyth, la tía de Lord Motton, actúa de anfitriona.

—No, no lo sabía.

La señora Gilbert hizo un gesto afirmativo.

—Lo es. Ella es quien ha asignado todas las habitaciones. Por lo general no

comete errores.

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—¿No? ¿Y esta vez lo ha cometido?

—Yo… —La señora Gilbert le dirigió una mirada nerviosa a Ian—. Sí, milady, al

parecer sí.

Entonces Ian tenía razón. Ésa era su habitación. Bueno, no tenía importancia.

No le preocupaba, aunque insistiría en que se le diera tiempo para vestirse antes de ir

a su nueva habitación.

—Todo está bien, señora Gilbert. No me importa.

—¿No le importa? —Parecía como si la señora Gilbert estuviera a punto de

echarle los brazos al cuello de Nell y llorar de alegría. La reacción era algo

desproporcionada para la situación.

—No creo que hayas comprendido bien el alcance del error, Nell.

—¿No? —Nell miró primero a Ian y después al ama de llaves—. Quizás sería

mejor que me lo explicara con más detalle, señora Gilbert.

La señora Gilbert palideció. Se llevó las manos a la cara y luego las dejó caer,

como gorriones agonizando, sobre la falda.

—La señorita Smyth no ha debido de haber entendido… no debe de haber

sabido que usted y milord…

¿Ella y milord? Nell sintió un inesperado revoloteo en su interior y se armó de

valor.

—Vamos, señora Gilbert, dígamelo.

—La señorita Smyth me dijo que pusiera a Lord y Lady Kilgorn, a ustedes dos,

milady, en la habitación del Cardo —la señora Gilbert carraspeó. Debía de pensar que

la inteligencia de Nell era más bien poca, algo nada sorprendente ya que Nell se

sentía bastante estúpida en aquel momento, porque volvió a repetir—. Juntos milady.

En una habitación. Aquí.

—Oh —La situación era algo incómoda, pero seguro que lo embarazoso del

asunto sería algo momentáneo. No era necesario que la señora Gilbert pareciera tan

afligida. Nell esbozó una débil sonrisa—. Pero eso es fácil de arreglar, ¿verdad? Basta

con que traslade usted a uno de nosotros. Y ya que Lord Kilgorn parece reacio a

cambiar de habitación, no me importa ser yo la que lo haga, sólo déjeme vestirme y

reunir mis cosas.

Era extraño que Ian no se comportara como un caballero y se ofreciera a coger

otra habitación, pero debía de tener sus razones. Se le hizo un nudo en el estómago

cuando la razón obvia le vino a la mente. Debía de haber organizado ya una cita con

alguna amante, con Lady Remington probablemente.

La boca de la señora Gilbert se movió, pero al parecer la pobre mujer no podía

articular palabra. Fue Ian el que habló.

—La solución no es tan sencilla, Nell.

—Ah. ¿Por qué no? —Nell se giró otra vez hacia la señora Gilbert. Parecía como

si el ama de llaves estuviera a punto de desmayarse.

—El problema es… —La señora Gilbert tragó saliva con tanta fuerza que ellos

pudieron ver cómo se le movía la garganta—. La complicación… el problema es…

bueno, verá usted… —La mujer se quedó callada y buscó a Ian con la mirada. Nell

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también le miró. Tenía los labios contraídos en una media sonrisa extraña, casi

desesperada.

—El problema es —dijo Ian—, que no hay ningún otro dormitorio disponible.

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Capítulo 2

Nell todavía lo miraba boquiabierta cuando la puerta se cerró detrás de la

señora Gilbert, pero el chasquido del picaporte la sacó de su estupor. Cerró la

mandíbula de golpe, cruzó los brazos con fuerza, y fue hacia la chimenea con paso

majestuoso.

Maravilloso. Ian observó su espalda tiesa. Lo mismo podría llevar puesto un

letrero con letras grandes diciendo: PROHIBIDO EL PASO.

¿Qué diablos iba a hacer él ahora? Ian echó una mirada a la diminuta

habitación. Luego miró la cama. ¿Cómo se las iban a arreglar? Era el único maldito

mueble sólido de ese pequeño agujero.

No podía quedarse aquí. Y desde luego no podía dormir ahí. ¿Dormir? ¡Ja!

Dormir era lo último que quería hacer en aquella cama.

Era un idiota, un total y completo idiota. Uno pensaría que después de todo ese

tiempo…

Volvió a mirar a Nell. Ella todavía tenía la mirada perdida en el fuego,

ignorándolo tal como lo había hecho en los últimos diez años.

Maldición y mil veces maldición.

Quiso gritar, tirar algo, hacer algo para obligarla a reconocer su existencia.

Cuando la siguió a Pentforth Hall —había esperado un par de semanas,

pensando que ya se habría recuperado— se encontró con la puerta cerrada. A él, al

conde de Kilgorn, al dueño de la propiedad, lo habían mandado al cuerno. No

MacNeill, por supuesto, el mayordomo sabía quién le pagaba el sueldo. Fue la señora

MacNeill quien le dijo que Nell se negaba a verlo.

¡Se negaba a verlo! Apretó con fuerza los puños. Pensar en ello todavía tenía el

poder de enfurecerle. La señora MacNeill había dicho mucho más, pero él estaba

demasiado enfadado —bueno, y también dolido— para escucharla. Entonces tiró

algo, después de todo sólo tenía veinte años, y ese dolor era algo nuevo. Había

lanzado algún horrible adorno a la chimenea. Le pareció escuchar música celestial

cuando se rompió en mil pedazos.

Se desabotonó el abrigo. ¿Por qué le había rechazado Nell? Aún ahora seguía

sin entenderlo. Era su esposa. Había jurado obedecerle. Las leyes de la Iglesia y del

Estado la obligaban a someterse a él, y ella no había tenido siquiera la cortesía de

verle. No es que él fuera un libertino. El aborto no había sido culpa suya. Maldición,

él no era culpable.

Se quitó el abrigo y lo lanzó sobre la cama. Y la había amado. Ella había sido su

primer amor, su único amor. Tenía diecinueve años, era poco más que un niño,

cuando se casaron. Y también era virgen. Había descubierto el cielo en los brazos de

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Nell. Se había sentido feliz, orgulloso —y para ser sinceros, malditamente

arrogante— cuando su semilla había echado raíces con tanta rapidez. Sí, se sintió

decepcionado cuando ella perdió al bebé, pero creía que podrían volver a intentarlo.

Negó con la cabeza. No conseguía entender porque había tenido que perder a

su hijo y a su esposa. ¿Acaso Nell nunca lo había amado? ¿Era eso?

Dios, él sí la había amado. Ella se había llevado su corazón al marcharse. Nada,

nunca, había vuelto a ser lo mismo.

Empezó a desabotonarse el chaleco. Estaba sudado, cansado y sucio por el

trayecto desde Londres. La bañera con agua estaba allí. Él también podría usarla.

Seguro que a Nell no le importaba; ella ya se había bañado. Todavía seguía allí,

delante del fuego, peinándose el pelo largo y negro.

Dios, era tan hermosa. Él le solía decir tonterías como que su cabello era tan

oscuro como una noche sin luna. Qué jovencito más tonto era, creyéndose casi un

poeta. Pero era verdad. Sus cabellos eran tan negros como una noche sin luna y sus

ojos tan azules como las aguas del lago Kilgorn.

Pero no fue sólo por su cuerpo por lo que él la había cortejado. Estaba tan llena

de vida cuando era joven, tan llena de alegría.

Dejó caer el chaleco encima del abrigo. Y él había sido tan tonto. Había dejado

Pentforth enfadado, lívido, pero la ira se había desvanecido con rapidez. La había

añorado tanto que casi se convirtió en un dolor físico. Había sentido tanto su

ausencia que le había escrito, carta tras carta durante aquel primer y horrible año,

poniendo el corazón en cada palabra, incluso, a pesar de que le avergonzaba tener

que admitirlo, había llorado sobre algunas de ellas. Nunca había recibido una sola

palabra en respuesta.

Cómo debía de haberse reído de él, si se había molestado en leer lo que le había

escrito.

Le había enviado a Nell una última nota en su decimonoveno cumpleaños.

Cuando la respuesta también fue el silencio, la apartó de su mente.

O eso le hubiera gustado creer. Ella le atormentaba, incluso cuando estaba en la

cama con otra mujer. Y ahora la imagen de Nell desnuda en la bañera, con el agua

deslizándose por aquellos pechos preciosos y exuberantes, quedaría grabada a fuego

en su cerebro para toda la eternidad.

Quizás fuera algo bueno el verla otra vez. Con un poco de suerte, la experiencia

sería tan dolorosa que por fin se curaría de su obsesión por ella.

—¿Lady Remington no ha llegado aún?

—¿Qué? —preguntó él alzando la mirada. Nell todavía tenía los ojos clavados

en el fuego y había logrado hacer desaparecer de su voz cualquier emoción. ¿Por

qué? ¿Sabía que Caro era su amante? Sin duda alguna no le importaba.

—Lady Remington. ¿Aún no está aquí?

—Lady Remington no va a venir —dijo él desatándose el pañuelo. Caro se había

puesto pesada también con eso. Había intentado obligarle a conseguir una invitación

para ella, pero Ian se había dado cuenta de que le gustaba la idea de estar sin ella

durante unos días, lo que era un signo definitivo que había llegado el momento de

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dejar de verla.

—Oh.

Observó a Nell. Ese tono… parecía complacida por la ausencia de Caro.

—¿Qué más te da si ella está aquí o no?

Nell se encogió de hombros.

—Sólo me interesaba saber si iba a tener que sentarme en la mesa con la amante

de mi marido.

—Ah —Así que sabía lo de Caro. No debería estar sorprendido. No se había

esforzado mucho en ser discreto. Caro era viuda, y a él no se le había ocurrido que a

su esposa le importara si a él le daba por fornicar en los jardines de Almack’s. Bueno,

ella no estaba libre de culpa como para tirar la primera piedra—. ¿He de entender

que yo no voy a encontrarme con Pennington?

Intentó que no se le notara el veneno en su voz. No quería que Nell pensara que

estaba celoso, que le importaba lo más mínimo lo que ella hiciera en su cama. Se sacó

con brusquedad la camisa de la cinturilla del pantalón.

—¿El señor Pennington? —Por fin se dio la vuelta para mirarlo—. Es el

administrador de Pentforth. ¿Por qué iba a estar aquí?

—MacNeill dijo que se ha convertido en algo más que un empleado —Le era

imposible detener las palabras—. O que está empleando su tiempo en… algo más

que en administrar la finca.

—¿Cómo te atreves? —Los ojos de Nell centellearon y se apartó del fuego—. Y

no me gusta que hagas que los criados me espíen.

Él gruñó y agarró el bajo de la camisa.

—MacNeill no es un espía, es el mayordomo.

—Es un espía, como tú muy bien sabes y… ¿qué estás haciendo?

—¿No es obvio? —Se quitó la camisa por la cabeza. Cuando se libró de la

prenda se dio cuenta que Nell le miraba el pecho como si estuviera consternada y

fascinada a la vez. Él bajó la mirada. Su pecho se veía igual que siempre, pero otra

parte de su cuerpo respondía a su atención de una manera totalmente inadecuada.

Sería mejor que Nell no bajara más la mirada o de verdad se quedaría consternada.

Volvió a alzar los ojos hacia ella—. Tú ya no vas a usar el agua otra vez, ¿verdad? —

Puso las manos en sus pantalones. Nell chilló.

—¡Te estás quitando la ropa!

—Lo normal es que uno se quite la ropa antes de tomar un baño —Esa mujer

actuaba como una tímida virgencita. ¿Qué hacía Pennington, o no hacía para ser más

exactos, con ella? Seguro que el hombre no hacía el amor con la ropa puesta,

¿verdad?

—Pero no puedes… quiero decir… no debes… No irás a meterte en esa bañera,

¿verdad?

Nell no debería estar tan nerviosa. Debía de ser una actuación. Incluso aunque

Pennington fuera un amante aburrido, según MacNeill ella se había entretenido con

bastantes más hombres como para mostrarse alarmada por verlo desnudo.

—Acabo de llegar. El agua está aquí, y no voy a presentarme ante los invitados

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de Motton todo sucio.

Ella miró a su alrededor.

—¿No deberías esperar a tu ayuda de cámara?

¿Es que acaso pensaba que había escondido al hombre en la maleta? Se encogió

de hombros… y se dio cuenta de cómo los ojos de Nell se dilataron ligeramente al

ver el movimiento.

—Crandall no se sentía muy bien, así que lo dejé en casa. Me las arreglo bien yo

solo.

Que lo condenaran si los ojos de Nell no volvieron a quedarse clavados en sus

hombros y su pecho.

Dio un paso hacia la bañera y la lengua de ella se deslizó por su labio inferior,

humedeciéndolo.

Desde luego toda aquella atención lo excitaba. Una parte de él estaba muy

estimulada. Si dejara caer ahora la ropa que aún llevaba puesta, Nell podría echarle

un buen vistazo.

Acaso podría… sería posible… ¿Debería intentar seducirla? Lo más probable es

que lo rechazara de nuevo, pero podría valer la pena el riesgo. Era diez años más

mayor; ahora su corazón estaba bien protegido.

Si pudiera llevarse a Nell a la cama, él se daría cuenta por fin que ella no era

diferente a cualquier otra mujer. Y se curaría de aquella enfermedad.

Esbozó una ligera sonrisa. Valía la pena intentarlo. Como Nell había indicado,

Caro no estaba allí. Y ellos estaban confinados en ese cuartito con su camita.

—Puede que Crandall no esté aquí, pero tú sí. Así que puedes ayudarme.

—Oh, no, yo… —Agarró con firmeza el peine con las manos y retrocedió hacia

el fuego de la chimenea.

—Cuidado. No creo que quieras que esa preciosa bata acabe envuelta en llamas.

—Ay —exclamó alejándose de la chimenea de un salto.

Ian se sentó en la silla y estiró las piernas. Nell todavía lanzaba ojeadas a su

pecho.

—Ven a ayudarme a quitarme las botas.

—¿Las botas?

—Sí —dijo él alzando una pierna—. Esas cosas de cuero que llevo en los pies.

Ella frunció el ceño.

—Sé lo que son unas botas.

—Sí, eso suponía, pero empezaba a dudarlo —Intentó poner la expresión más

lastimera posible—. ¿Me haces el favor? Conseguiría quitármelas forcejeando con

ellas, pero sería mucho más fácil si tú me ayudaras.

Ella echó una ojeada hacia la puerta.

—Annie entrará de un momento a otro.

—Lo dudo. Creo que la señora Gilbert ha decidido que necesitamos tener

intimidad.

—¿Intimidad? ¿Desde cuándo les importa a los criados la intimidad de uno?

—Desde que ese uno ha estado alejado de su esposa durante diez años —

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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contestó él con suavidad—. Yo puedo hacerte de criada. Lo hice bastantes veces al

principio de nuestro matrimonio.

Nell se ruborizó.

—Era diferente. Y no haremos nada que requiera intimidad.

Los detalles del acto que requería más intimidad invadieron de golpe la mente

de Nell. Cerró los ojos durante un momento. No había pensado en esa… actividad

durante años. Y no quería pensar en ella ahora, pero era como si una presa

construida con esmero hubiera reventado. Los recuerdos la inundaron, arrasando

con cualquier pensamiento racional. Casi podía sentir sus dedos en la piel, su boca en

los pechos…

El fuego de la chimenea debía de haber prendido en algún leño aún sin quemar;

la temperatura había subido de golpe.

Recorrió con los ojos el pecho masculino —y los hombros y los brazos— otra

vez. ¿Había tenido esos músculos tan bien definidos cuando era más joven? Seguro

que no. No recordaba unas curvas tan esculpidas.

Pero sí recordaba la sensación de sus brazos rodeándola con fuerza, haciendo

que se sintiera segura. Recordó el consuelo que le habían dado cuando la comadrona

le dijo que había abortado.

¿Cómo había podido olvidarse de eso? Ian la había abrazado mientras ella

sollozaba, habiendo perdido, junto a su bebé, sus sueños y la confianza en el mundo.

Parpadeó para contener las lágrimas. No quería recordar. Los recuerdos dolían

demasiado.

—¿No? ¿No necesitaremos intimidad? —se medio rió Ian de ella, con un atisbo

de brillo en los ojos—. Qué pena.

Oh, Dios, esa sonrisa. Convertía al laird duro y severo en un hombre malicioso y

seductor. Le hacía parecer diez años más joven, demasiado parecido al muchacho del

que se había enamorado.

Qué ridiculez. Ese muchacho, al igual que la muchacha que ella había sido,

hacía tiempo que había desaparecido. Si tenía que recordar, debería considerar todas

las amantes que él había tenido. Se apretó con más fuerza el cinturón y lo fulminó

con la mirada.

—No me mires con el ceño fruncido, Nell —Los ojos de Ian parecían invitarla a

compartir algún secreto con él.

—Pues no… —¿No qué? ¿Que no la provocara? ¿Que no se burlara de ella?

¿Que no la sedujera?

¿Era eso lo que le daba miedo? ¿Pero por qué? Ya no se la podía seducir; el

placer había muerto cuando murió su bebé. Cerró los ojos, esperando que la

inundara aquella terrible tristeza tan familiar.

No sucedió.

Lo que pasaba es que estaba cansada y alterada. Distraída. No había esperado

encontrarse con Ian.

Volvió a echar una ojeada a su pecho… y luego se obligó a bajar y clavar la

mirada en sus botas.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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Sería infantil no ayudarle. Le ayudaría ahora, y después se alejaría y se sentaría

en la cama… bueno, quizás no en la cama. Separaría la silla lo más posible de la

bañera y leería hasta que él se hubiera bañado, se hubiera vestido, y se hubiera

marchado, dándole a ella la intimidad para vestirse.

—Oh, está bien —Se acercó a él, agarró la bota y tiró. Durante un momento no

pasó nada y luego salió con más facilidad de lo que había esperado.

—¡Ay! —gritó al trastabillar hacia atrás y caer de culo.

—¿Estás bien? —Era obvio que Ian se esforzaba por aguantarse la risa. Más le

convenía no reírse, porque si lo hacía, le abriría la cabeza con esa maldita bota.

—Estoy bien —Se puso en pie y agarró la otra bota, tirando de ella con más

cuidado—. Eso es. Ya está.

—Gracias —dijo él y se puso en pie sin darle tiempo a retirarse a una distancia

segura. Ella volvió a trastabillar y de nuevo perdió el equilibrio. Ian la sujetó con

fuerza pero con suavidad.

Lo tenía tan cerca ahora. Ella era alta, pero él lo era aún más. Si se inclinase muy

ligeramente hacia adelante podría rozarle el pecho con los labios. Si se estirase justo

un poco hacia arriba podría besarle la clavícula. Si…

Retrocedió y él la dejó ir, pero había una luz en sus ojos que le provocó

sensaciones inquietantes en su estómago.

—De nada —contestó ella dando media vuelta y apartándose. La inquietud que

sentía era muy comprensible. El haber visto a Ian —el estar con él en aquel reducido

espacio— había sido toda una conmoción. Una vez que se adaptara a la situación,

estaría bien.

Sí. Y también estaría bien compartiendo con él aquella cama tan, tan pequeña.

Ian solía estirarse, ocupando todo el espacio. ¿Lo haría todavía?

No iba a averiguarlo. Seguro que la señora Gilbert se equivocaba. Seguro que

había alguna otra habitación a la que él, o ella, pudieran trasladarse. Quizás ella

misma podría dormir con alguna de las otras mujeres.

Podría pedirle a Ian que colocara la silla al otro lado de la habitación, y más

tarde, cuando se hubiera vestido, buscaría a la señora Gilbert.

—Ian… —Se dio la vuelta sin pensar y se encontró mirando el trasero desnudo

de su marido mientras él rebuscaba en su equipaje. Un culo prieto y musculoso.

—¿Qué? —Se giró para mirarla y ahora tenía delante de los ojos algo más, algo

que creció bajo su mirada, poniéndose grueso, largo y…

Tuvo que obligarse a apartar los ojos y mirarlo a la cara. Ian tenía una expresión

sombría y… ardiente y poco a poco sus labios se curvaron en una media sonrisa.

—Muchacha, puedes mirar todo el tiempo que quieras.

Ella se giró hacia el fuego.

—No seas ridículo.

Ian siempre se había sentido cómodo con su cuerpo. Nunca le había importado

pasearse desnudo por la habitación.

Sería mejor que no creyera que allí podía hacer lo mismo.

Tenía que conseguir otra habitación. Estando allí con Ian, se sentía indispuesta.

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Dolorida. Necesitada.

No quería sentirse así. No quería sentir nada. Sentir dolía demasiado.

Oyó el ruido del agua contra los costados de la bañera.

—¿Me puedes dar el jabón, Nell?

—Cógelo tú —Se negaba a mirarlo otra vez. Debería irse de allí ahora mismo,

pero no estaba vestida, y desde luego no iba a vestirse con Ian en la habitación.

—No llego. ¿Me harás el favor, Nell?

Oh, por el amor de Dios.

—¿Dónde está?

—En el suelo, debajo de la silla. Seguramente salió volando cuando te caíste.

Ella se ruborizó. ¿Había algo más embarazoso que arrojarse desnuda al suelo al

ver por primera vez a tu marido después de una década?

—¿Estás seguro de que no llegas?

—Sí. Está demasiado lejos… y si te das la vuelta, verás que ya estoy metido en

la bañera.

—Ya sé que estás en la bañera. ¿No puedes salir y cogerlo?

—Dejaré todo el suelo mojado. Cualquiera diría que te estoy pidiendo que

vayas a Glasgow, Nell.

—Oh, está bien —Desvió la mirada lo justo para poder ver el jabón, cogerlo y

empujarlo hacia Ian. Él se rió entre dientes.

—¿Qué pasa, Nell, te has vuelto tímida? Antes no lo eras. Solías mirar con

bastante entusiasmo.

—¡Basta! —Ahora sí que lo miró. Estaba lo bastante enfadada como para no

tener ningún problema en dirigir la mirada sólo a la cara—. No puedes volver a mi

vida por una casualidad y actuar como si los pasados diez años no existieran.

La expresión de su rostro se volvió fría y en sus ojos apareció una mirada dura.

—Fuiste tú la que me dejaste, Nell. Intenté verte; te escribí una carta tras otra. Y

tú me rechazaste una y otra vez.

Nell apretó los labios. Había estado tan enfadada el primer año, enfadada y

enloquecida. Pero no tenía importancia. Ian no había entendido, nunca entendería

por qué ella había llorado tanto a un diminuto trocito de carne, a un bebé que había

muerto incluso antes de que su vientre hubiera empezado a hincharse.

Ahora no podía hablar de ello.

—Yo… —Negó con la cabeza—. Es… Ha pasado demasiado tiempo. La herida

es demasiado profunda para que la cure algo tan frívolo como esta fiesta casual, este

encuentro fortuito.

—Quizás este encuentro es una oportunidad.

Él no iba a perturbar su paz de esta manera. A Nell le había costado demasiado

dolor y demasiado tiempo conseguirla.

—¿No será acaso estás buscando a alguien que caliente tu cama mientras Lady

Remington no esté disponible? ¿Es de eso de lo que se trata? —Vio cómo Ian se

ruborizaba. Ah, así que había dado en el clavo. Ignoró el vacío que le provocó aquel

pensamiento. Lo que quería sentir era ira. La ira siempre la había salvado en el

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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pasado—. Por cierto, ¿dónde está Lady Remington? ¿Tenía otro compromiso? Lo

lógico sería que lo rompiera para venir aquí contigo.

Ian entrecerró los ojos.

—Lady Remington no ha sido invitada.

—¿No? Vaya, me sorprende —continuó ella, echando más leña al fuego de la

ira. Había perfeccionado el arte del sarcasmo durante años. Era un modo excelente

de repeler avances no deseados—. ¿No lee Lord Motton las páginas de sociedad? ¿No

conoce las identidades de Lord K. y Lady R.?

La expresión en el rostro de Ian se volvió más rígida y su voz sonó más inglesa,

precisa y fría.

—No tengo ni idea de lo que hace o deja de hacer Lord Motton. No sabía que tú

leyeras esas tonterías.

—Pues lo hago. Me gusta estar al corriente de tus galanteos. Es tan entretenido

mantenerse al día de tus aventuras —La ira le hacía bien, y se daba cuenta que estaba

enfureciendo también a Ian—. Me parece que hubieras podido conseguirle una

invitación.

—Quizás se la hubiera conseguido, si lo hubiera intentado.

—Oh, entonces no deseabas que tu amante te estorbara. ¿Esperabas encontrar

una sustituta en esta fiesta, alguien más joven, más divertida? Pobre Lady Remington.

El rostro de Ian estaba rojo por la rabia. Era asombroso que no hiciera que el

agua de la bañera empezara a echar vapor.

Bajó la mirada hacia el agua… y la volvió a levantar de inmediato hacia su cara.

El agua estaba excepcionalmente clara. Podía ver… todo. Al menos aquella parte de

él se había calmado, a diferencia del resto de Ian. Tenía la mandíbula tensa, así que

debía de estar apretando los dientes. Desde luego las palabras que pronunció,

sonaron como si lo hiciera.

—Quizás eche un vistazo a ver si encuentro algo interesante. Normalmente no

tengo problemas en encontrar compañeras de cama… y supongo que nuestra

situación en un espacio tan reducido ayudaría, ¿verdad? ¿Estás segura que no te

interesa? Aunque supongo que una esposa no puede ser una amante, ¿verdad?

Nell le hubiera abofeteado con gusto.

—Tú, engreído, arrogante…

—Piénsatelo bien. Así sería mucho más cómodo compartir la cama. Cómo muy

bien has dicho, yo no tengo a Caro… y tú no tienes a Pennington…

—¿Pennington? —Ella misma también podría generar un poco de vapor.

¿Cómo se atrevía a lanzarle a aquel asqueroso y baboso… pulpo a la cara?

—MacNeill dijo que te estaba abrazando en la biblioteca.

—Exacto. Él me abrazaba, yo no le abrazaba a él. Tú fuiste quién enviaste a ese

hombre a Pentforth. ¿En qué estabas pensando?

—¡Desde luego no estaba pensando en enviar un amante a mi esposa!

—¿De verdad crees que… Pennington y yo… en serio piensas que nosotros…?

Ian se encogió de hombros.

—Eras una muchacha muy lujuriosa. No soy ningún ingenuo… sé que las

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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mujeres tienen necesidades. Han pasado diez años desde que nosotros… —Su voz se

suavizó—. Asumo que durante estos años has tenido amantes, Nell, sólo que tú has

sido muy discreta, y no me has presentado al mocoso de otro hombre, algo por lo

que te estoy agradecido, por cierto.

Nell se había quedado con la boca abierta. Quería llorar y gritar al mismo

tiempo. Quería ahogar a ese perro callejero despreciable, ruin e ignorante. ¿Es que no

entendía nada?

Le golpearía, le estrangularía, le…

Todavía tenía la pastilla de jabón en la mano. Pensó en lanzársela a la cabeza,

pero se la arrojó a la bañera, haciendo que toda el agua salpicara.

Esperaba de todo corazón haber dado en el blanco.

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Capítulo 3

Al parecer lo había estropeado todo.

Ian abrió la puerta del dormitorio para salir al corredor y dejó pasar delante a

Nell. Ella le había exigido que saliera en cuanto se hubiera puesto la ropa, pero él le

había recordado que tenía que ayudarla a vestirse. Había sido algo bastante

incómodo, parecido a ponerle la ropa a una estatua. No habían intercambiado ni una

sola palabra innecesaria desde que ella había intentado castrarlo con la pastilla de

jabón. Ian se estremeció. Gracias a Dios que el agua había amortiguado la velocidad

de aquel misil. Era inquietante lo buena que había sido su puntería.

—¿Vas a cogerme del brazo?

Ella le dirigió una mirada helada y empezó a recorrer el pasillo, sola.

Maravilloso. Ian alargó el paso. No iba a perseguirla hasta el salón de Motton.

—¿No te parece que estás siendo un poco infantil?

Ella le fulminó otra vez con la mirada, con los ojos entrecerrados y las fosas

nasales ensanchadas.

—Si aprietas más los dientes, te romperás la mandíbula.

Nell hizo un ruidito, una mezcla entre siseo y gruñido, y caminó aún más

rápido.

¡Diablos! No era culpa suya si habían acabado juntos a esa habitación tan

pequeña. Él era tan víctima del retorcido humor de la señorita Smyth como ella.

Ian le ofreció el brazo cuando llegaron a la escalera. Nell agarró el pasamanos.

¡Dios! ¿Y qué si había coqueteado con ella? Él era un hombre. Maldita fuera,

todavía era su marido ante la ley. Podría haber insistido en que ella se subiera a esa

cama y cumpliera con sus deberes de esposa. No lo haría, por supuesto. No

necesitaba una compañera de cama reacia.

Aunque no hubiera sido reacia. Demonios, si había sido casi incapaz de apartar

los ojos de él. Él había estado conteniendo el aliento, esperando que lo tocara, que

pasara los dedos por su piel desnuda…

Podría haberla seducido. Seguro que ella lo sabía, Nell nunca había sido tonta.

Y no tenía por qué subirse a la parra. Puede que él hubiera tenido amantes, pero ella

había tenido muchos "amigos" masculinos.

La miró de reojo. La cara de Nell parecía esculpida en piedra. No se dignaba ni

a mirarle.

Debería divorciarse de ella. Caro había estado bromeando con eso casi desde la

primera vez que se había metido en su cama. El motivo era obvio, por supuesto, ella

quería ser su siguiente condesa. El infierno se helaría antes de que eso pasara.

La verdad es que había estado usando su estado de casado como protección,

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para evitar a las madres a la caza de maridos y a sus hijas. Cualquier mujer que

decidiera enredarse con él sabía desde el principio que un anillo de boda no entraba

en el juego. Era perfecto para él. No tenía ningunas ganas de volver a pasar por la

vicaría.

Pero ahora tenía treinta años. Ya no podía ignorar la realidad de su posición,

necesitaba un heredero. No tenía hermanos o primos masculinos esperando entre

bastidores. Y para tener un heredero, necesitaba una esposa, una esposa de verdad.

Una mujer que, aunque no le diera la bienvenida, al menos le permitiera meterse en

su cama y en su cuerpo. Era obvio que Nell no haría ninguna de las dos cosas.

Le insistiría a Motton para que arreglara esa situación infernal del dormitorio y

luego la evitaría durante los días que durara la fiesta. Cuando regresara a Londres, se

ocuparía de dar fin a su matrimonio.

Malditos infiernos, tenía la sensación de que su estómago se le había llenado de

plomo. Le gustaría golpear algo. A alguien. Tal vez a Motton, no estaría bien que

pegara a la señorita Smyth.

El lacayo los vio y se apresuró a abrirles la puerta, apartándose de su camino

casi de un salto.

Allí estaba Motton, al lado de la chimenea, hablando con dos mujeres jóvenes

idénticas. Por él como si fueran monas amaestradas.

—Motton.

El hombre arqueó una ceja. Las mujeres dejaron de parlotear, sorprendidas.

Claro que él no se había mostrado cortés precisamente. Bien, no se sentía cortés.

—Si puedes atenderme un momento —hizo un gesto señalando a Nell—, hay

algo urgente de lo que tenemos que hablar.

—Ah —La sonrisa de Motton permaneció en su rostro, pero la mirada de sus

ojos se volvió vigilante—. Qué…

—Lord Kilgorn, Lady Kilgorn, es encantador verles.

Ian estaba seguro que no había nada encantador en él en aquel momento. Se dio

la vuelta para ver quién había hablado. Una mujer bajita de pelo gris le sonreía.

El ceño fruncido de él se hizo más profundo; la sonrisa de ella se volvió más

amplia. De hecho, sus ojos azules resplandecían.

—¿Me permiten presentarles a mi tía, la señorita Winifred Smyth? —dijo

Motton. Le dirigió a la mujer una mirada bastante sarcástica. Ella le dio unas

palmaditas en el brazo.

—Tienes un poco de indigestión, ¿verdad, Edmund? No te preocupes. Tengo

justo el remedio para eso. Si quieres, te daré un poco más tarde.

—No, gracias —Motton esbozó una sonrisa—. La última vez que probé uno de

tus remedios de curandera, tía Winifred, tuve que ir al médico para que me curara de

tu cura.

—Qué disparate. Lo más probable es que tomaras demasiado, o no lo suficiente.

La señorita Smyth se volvió hacia Ian y su sonrisa fue aún más brillante, si eso

era posible.

—Siento muchísimo no haber estado para darle la bienvenida cuando ha

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llegado. Confío en que todo lo haya encontrado a su gusto.

Motton se atragantó con el jerez.

—La verdad es, señorita Smyth, que las cosas no están a mi gusto.

—Oh, lamento mucho oír eso, Lord Kilgorn. ¿Qué es lo que no le gusta?

¿Es que se había metido en un manicomio sin darse cuenta?

—Quizás podríamos hablar de eso en algún lugar más privado. Es un asunto

algo delicado —No es que todo el salón no supiera ya que Nell y él estaban

distanciados. Desde luego Motton lo sabía o no tendría esa expresión vacía

cuidadosamente pegada a la cara. La señorita Smyth debía de ser la única mujer en

toda Inglaterra y Escocia que no era consciente de su situación, si es que de verdad la

ignoraba.

—Por supuesto —La voz de la señorita Smyth sonaba tan alegre como si

estuvieran charlando sobre un suave día de primavera—. ¿Vamos al salón verde?

Edmund, ¿por qué no traes un poco de jerez?

—Una idea magnífica —Motton cogió un decantador e hizo señas a Ian y a las

señoras para que le precedieran.

El salón era una salita sencilla con un sofá, dos sillas tapizadas, mesitas

esparcidas por todos lados… y sin ningún atisbo de verde.

—Antes era verde —dijo Motton, cerrando la puerta tras él—, pero mi madre

odiaba el color, así que la pintó el día siguiente de casarse con mi padre. ¿Un poco de

jerez?

—Por favor —Sería preferible un whisky, pero llegados a este punto, Ian

tomaría cualquier cosa que tuviera alcohol.

Observó a la señorita Smyth. ¿Cómo se enfadaba uno con una mujer

excesivamente cordial que por su edad podría ser su propia madre? Nell estaba

sentada en el sofá dorado junto a ella. Quizás tendría que ser ella la que se encargara

de este asunto.

O quizás no. La señorita Smyth se inclinaba y acariciaba la mano de Nell.

—No diga ni una palabra hasta que haya tomado un poco de jerez, Lady

Kilgorn. Pobrecita. Parece usted necesitar un reconstituyente.

—Sí, bueno…

—Y yo también me tomaré uno, Edmund, una copita llena, por favor.

—Por supuesto —Motton les dio sus bebidas a las damas.

La señorita Smyth tomó un sorbo y miró a Nell con una amplia sonrisa.

—¿Sabe? Me hace mucha ilusión que conozca a Theo, Lady Kilgorn. Es usted la

clase de persona alegre que disfrutaría con él.

—¿Alegre? —Ian parpadeó. Últimamente, Nell era todo menos alegre.

—Theo no, tía Winifred —gimió Motton.

—¡Y a Edmund! —la señorita Smyth se rió—. Oh, no este Edmund, otro Edmund.

Motton volvió a gemir, esta vez más alto.

—Edmund tampoco. Sin duda alguna, Edmund no. Antes ha estado dando

muchos problemas.

—¡Oh, vamos! —La señorita Smyth agitó una mano desdeñosa hacia Motton—.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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¿Dónde está tu espíritu aventurero?

—No en un salón con un mono suelto.

—¿Un mono? —Nell casi se ahogó con el jerez.

—Sí, así es. Un pequeñín dulce, bien educado…

Motton bufó.

La señorita Smyth lo miró indignada.

—… un mono muy simpático, pero nunca llegaré a comprender por qué le puse

el nombre de mi sobrino. Mi Edmund no es ningún torpe.

—¿Y Theo? —preguntó Nell sonriendo. Incluso parecía que hasta podría echarse

a reír.

—Theo es el loro de la tía Winifred —Motton puso los ojos en blanco—. El Loro

Parlante.

—Oh —Y entonces Nell soltó una risita.

A Ian se le ocurrían muchas cosas que decir, pero ninguna de ellas era

apropiada para el salón de una dama. Por lo visto habían ido a parar a un zoo y a un

manicomio a la vez. Pero al ver que Nell se lo estaba pasando bien, a él también se le

levantó el ánimo.

La señorita Smyth tomó un sorbo de jerez.

—Pero no hemos venido aquí para hablar de mis mascotas, ¿verdad? Han dicho

que tenían un problema. ¿Cuál es, Lady Kilgorn?

Cualquier signo de alegría desapareció de la expresión de Nell.

—Es por nuestra habitación, señorita Smyth —dijo ella.

—Están ustedes en la Habitación del Cardo, ¿verdad? —La señorita Smyth

sonrió—. Creí que era una idea muy buena, ya que son ustedes escoceses.

—Sí, pero…

La señorita Smyth frunció el ceño.

—¿Es demasiado pequeña? Seguramente no es a lo que están acostumbrados.

Les pido disculpas.

—El problema no es el tamaño, señorita Smyth, es… bueno… sin duda usted ya

lo sabe —Nell se encogió de hombros de forma elocuente.

La señorita Smyth la miró parpadeando.

—¿Sin duda sé qué, Lady Kilgorn?

—Que Lord Kilgorn y yo estamos… —Nell se encogió de hombros otra vez.

—Lo siento. No comprendo —La señorita Smyth cometió el error de mirar a

Ian.

¿De verdad que aquella mujer no lo sabía?

—Señorita Smyth —dijo él—, sin duda es usted consciente del hecho, del por

todos conocido hecho, de que Lady Kilgorn y yo no hemos vivido juntos durante los

últimos diez años.

—Oh —La señorita Smyth frunció el ceño—. Pero todavía están casados,

¿verdad?

—Sí, técnicamente sí, pero…

Fue como si el astro rey hubiera salido de detrás de una nube.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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—Bien, entonces es perfecto. Será una excelente oportunidad para conocerse de

nuevo.

Nell tomó otro sorbo de té, mientras escuchaba a medias a Lady Wordham, una

dama de pelo blanco, la abuela del divorciado Lord Dawson, y a Lady Oxbury, una

mujer delicada de unos cuarenta años, que estaba allí con su sobrina, Lady Grace

Belmont, la hija del conde de Standen. Estaban hablando de gente de la que Nell

nunca había oído nombrar.

Los hombres entrarían en el salón dentro de poco, en cuanto acabaran sus

copas. ¿Podría escaparse ahora e ir a refugiarse a su habitación?

No, no era su habitación, era suya y de Ian. Era más una trampa que un refugio.

¿Cómo iba a sobrevivir los días que duraba aquella fiesta? La comida había sido

una tortura, sentada entre Ian y el señor Boland, un hombre delgado y algo calvo de

edad indeterminada que se mostró más interesado en la carne de cordero de su plato

que en sus compañeros de mesa. Uno pensaría que el pobre hombre no había comido

en un mes. Había intentado darle conversación —incluso hablando de la carne que

tenía en el plato— pero él contestaba a cada una de sus tentativas con un gruñido,

una mirada furiosa y masticando con energía.

Cerró los ojos por un momento. Había sido demasiado consciente de Ian.

Hubiera jurado que sentía el calor que emanaba de su cuerpo. Habían estado

sentados muy juntos. Alguien, probablemente la señorita Smyth, había decidido

poner una silla adicional en la mesa justo a su lado. No podía moverse sin rozarlo.

Había sentido su muslo pegado al de ella. Había observado cómo aquella mano

grande y fuerte cogía la copa y envolvía el tallo con los dedos largos, y el anillo de

sello de oro macizo que brillaba a la luz de la vela. La manga de su chaqueta —con el

musculoso brazo dentro, un brazo que ella había visto desnudo en toda su gloria sólo

unas horas antes— le rozó el brazo más de una vez.

La primera vez que había pasado, ella intentó poner más espacio entre los dos,

inclinándose hacia el señor Boland. El señor Boland la había fulminado con la mirada

como si sospechara que Nell le arrebataría las gambas untadas con mantequilla del

plato.

—¿Le gustaría un poco más de té, Lady Kilgorn?

Nell pegó un brinco, salpicándose el corpiño con unas gotas del líquido. No

había visto acercarse a la señorita Smyth.

—No, gracias. Está bien así.

—¿Usted también, Lady Kilgorn?

—Yo también… ¿qué?

—Si también está bien así —Y movió las cejas de arriba a abajo. Era obvio que

no hablaba del té.

—Bueno, yo…

—Quizás éste es el momento de un cambio —La señorita Smyth se inclinó hacia

ella, esbozando una pequeña sonrisa—. A veces se encuentran oportunidades en los

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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lugares más inesperados, ¿verdad?

—¿Cómo?

—Piénselo, querida Lady Kilgorn —le dio a Nell unas palmaditas en la mano—.

Le pido disculpas por mi… error. Hablaré con la señora Gilbert mañana por la

mañana y veré que se puede hacer. Ahora, si me disculpa.

—Sí, por supuesto —Nell observó como la señorita Smyth se escabullía por la

puerta.

Era muy difícil creer que una casa de aquel tamaño no tenía habitaciones de

sobra, pero la señorita Smyth había puesto excusas del tipo de techos agujereados,

molduras estropeadas, moho, chimeneas obturadas, incluso invasión de roedores.

Echó una mirada a su alrededor. No parecía que el conde descuidara hasta ese punto

su casa, aunque en la sala verde no había protestado ante la historia de su tía, sino

que se dedico a acabarse el jerez con toda tranquilidad y a observar un florero negro

y dorado colocado sobre una inmaculada mesita.

—¡Ahí vienen! —Las dos señoritas Addison dieron un brinco sobre sus asientos

cuando la puerta se abrió y el primer confiado varón cruzó el umbral.

Lady Oxbury frunció el ceño.

—No entiendo por qué la señora Addison no controla más a sus hijas.

—Probablemente porque está en su habitación con una botella de brandy —La

señora Wordham movió con pesar la cabeza—. Me temo que ya ha dado por

imposible el intentar controlarlas. Una pena. No puedo aceptar de buen grado el

modo en que persiguen a mi nieto.

Sin embargo, Lord Dawson mostró ser un experto en esquivar a las gemelas.

Consiguió mantener a Ian entre él y las Addison, luego se deslizó tras la bandeja de

té para llegar hasta Lady Grace.

—Bueno, si yo tuviera una hija… —Lady Oxbury se interrumpió de golpe.

Primero se puso de un rojo encendido y luego pálida como un fantasma.

—¿Se encuentra bien? —Nell puso una mano en el brazo de Lady Oxbury. Tenía

la piel casi húmeda. ¿Iba a desmayarse?

—S-sí. Estoy bien.

—Perdóneme, pero no tiene buen aspecto. ¿Quiere que le traiga un vaso de

agua?

—Lady Kilgorn tiene razón, querida —Lady Wordham parecía casi tan

preocupada como Nell—. Parece que fuera usted a desmayarse de un momento a

otro. Quizás deberíamos ir a buscar las sales.

—No, no, de verdad, estoy bien —Lady Oxbury esbozó una débil sonrisa—. Por

favor, no se preocupen más.

Nell intercambió una mirada con Lady Wordham. La anciana se encogió de

hombros.

—De acuerdo, pero tenga cuidado. Sé que yo soy una anciana, pero usted ya no

es tan joven como antes. Ha de cuidarse.

Lady Oxbury hizo un ruido raro, una mezcla entre una risa nerviosa y un

sollozo.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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—Sí, lo haré. Discúlpenme, pero creo que iré a tomar un poco de té acabado de

hacer.

Nell observó como Lady Oxbury se servía el té y luego deambulaba hacia el

señor Wilton. ¿Por qué la mujer había reaccionado de una manera tan rara? Estaban

hablando de los Addison y sus hijas…

—Tal vez Lady Oxbury ha perdido un bebé —Nell no se dio cuenta que había

hablado en voz alta hasta que Lady Wordham contestó.

—¿Se refiere a un aborto? Quizás. Es algo muy común, aunque no creo que su

pérdida sea reciente. Oxbury estuvo mucho tiempo enfermo antes de morir.

—¿Los abortos espontáneos son algo común?

Lady Wordham asintió.

—Muy común. Yo perdí a mi primer bebé justo cuando me enteré de que estaba

embarazada. Después tuve un hijo muy robusto y tres hijas.

—Pero Lady Oxbury no tiene ningún hijo.

—Cierto, pero Lord Oxbury era treinta años mayor que ella. Sospecho que ése

fue el problema. Hombre viejo, semilla vieja, ya sabe.

—Oh.

—Pero un hombre joven, como Lord Kilgorn —Lady Wordham calló por un

momento, mirando a Nell con ojos penetrantes.

Ella notó que se sonrojaba y apartó la mirada.

—Lord Kilgorn y usted están enemistados, ¿verdad, Lady Kilgorn?

—Sí, pero no deseo hablar de ello.

—Y no curiosearé. Créame, conozco el distanciamiento muy bien. No he tenido

el placer de conocer a mi nieto debido a una pelea con mi hija pequeña —Lady

Wordham se inclinó hacia delante y asió la mano de Nell—. Créame, Lady Kilgorn,

cuando le digo con toda sinceridad que sólo las transgresiones más atroces merecen

el dolor de alejarse de un ser querido. Considere bien los pecados de Lord Kilgorn.

¿Son de verdad tan graves como para que se condene usted a una vida solitaria? ¿O

el perdón es una mejor opción?

Nell estaba segura de que iba a morirse de vergüenza.

—Lady Wordham, aprecio su…

Por suerte se vio interrumpida por una conmoción en la puerta del salón. Era la

señorita Smyth con…

—Oh, Dios mío.

—¿Qué ocurre? —Lady Wordham se giró y se rió—. Oh, Dios mío, en efecto.

La tía de Lord Motton había regresado con un loro gris bastante grande en un

hombro y en el otro un pequeño mono color marrón, vestido con librea negra y

plateada como los lacayos de Motton.

Lord Motton no parecía muy contento. Dejó de hablar con el señor Wilton y fue

decidido hacia su tía.

—¡Atención! ¡Problemas a babor! —chilló el loro agitando las alas, el mono

chilló y las tontas gemelas Addison gritaron.

Nell se llevó una mano a la boca para amortiguar la risa.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

- 27 -

—Nunca había oído hablar a un pájaro.

—¿No? —Ian se acercó con tranquilidad con una taza de té en la mano y saludó

con la cabeza a Lady Wordham—. Uno de mis compañeros de clase tenía un pájaro

como éste. Son criaturas muy listas.

—¿De verdad, Lord Kilgorn? —preguntó Lady Wordham sonriendo—. Por favor

siéntese con nosotras.

Ian se sentó en la silla que Lady Oxbury había desocupado. Nell intentó no

clavar los ojos en él, en el profundo pliegue que formaron sus mejillas cuando sonrió.

Se le había olvidado de cómo le brillaban los ojos cuando rememoraba algún

asuntillo o travesura. El cabello le brillaba a la luz de la vela con un cálido color

castaño y, si lo miraba con atención —lo que debía dejar de hacer antes de que él se

diera cuenta de su interés— vería la sombra roja y dorada de su barba que recorría la

fuerte línea de la mandíbula.

—Mi compañero le enseñó al pájaro a recitar las declinaciones latinas —decía

él—, para que el profesor pensara que estaba estudiando, cuando en realidad lo que

hacía era ir de… —Ian se sonrojó y carraspeó—. Divertirse un poco.

—Ya veo. Qué… inteligente por su parte —dijo Lady Wordham con sequedad.

Nell se estudió las manos. ¿Qué les pasaba a los hombres? No parecían darle

ninguna importancia a meterse en la cama con cualquier mujer. Lo mismo les servía

una mujer que otra. El amor era irrelevante. El señor Pennington desde luego no la

amaba, pero habría estado encantado de hacer… eso con ella. E Ian…

Lo miró de reojo. Ahora estaba mirando con el ceño fruncido al mono, que se

había subido al dintel ornamental y miraba hacia abajo chillándole al vizconde.

—Esa cuerda ridícula va a soltarse —dijo él—. No está bien atada.

Ella miró la correa de cuero roja.

—¿Acaso no crees que la señorita Smyth sabe cómo manejar a su mascota?

Él la miró con las cejas levantadas y la incredulidad asomando a sus ojos.

—¿Tú crees que esa mujer sabe manejar algo?

—Bueno…

Justo en aquel momento la señorita Smyth tiró del extremo de la cuerda. Tal

como Ian había predicho, el cuero rojo se soltó de la pierna del mono. Liberada, la

criatura chilló otra vez y saltó hacia las cortinas, trepando más de medio metro por la

tela dorada. Lord Motton fulminó a su tía con la mirada y luego fulminó al mono.

La señorita Smyth dirigió a todos los reunidos una brillante sonrisa.

—¿A quién le gustaría dar un rápido paseo por la terraza?

Ian resopló.

—Me apuesto algo a que a Motton le gustaría enviar de vuelta a Londres a su

tía de un rápido galope —Movió pesaroso la cabeza—. Veré si puedo ayudarle a

capturar a esa pequeña bestia. Quizás como agradecimiento me busque un

dormitorio vacío.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

- 28 -

Capítulo 4

—¿Cree que él vendrá pronto? —preguntó Annie, echando una ojeada a la

puerta mientras ayudaba a Nell con el vestido.

—¿Quién se supone que va a venir? —Tan pronto como las palabras salieron de

su boca, Nell supo que debían de sonar increíblemente estúpidas. Había sólo un

hombre a quien se esperase en aquel dormitorio.

Annie puso los ojos en blanco.

—Su señoría, por supuesto —aclaró y en su boca se formó una amplia sonrisa—

. Le he visto esta noche. Es un viejo pedacito de…

—¿Viejo? ¿Es que estás ciega, Annie? Si acaba de cumplir los treinta años.

—Sí, pero apenas se le notan.

Nell apretó los labios. Quizás a los dieciocho años alguien de treinta era ya un

viejo… Por supuesto que sí. Ahora a ella alguien de dieciocho le parecía muy joven.

Nell tenía diecisiete cuando se casó con Ian. Estaba tan llena de amor. En aquel

entonces la vida era sinónimo de felicidad. Se fulminó a sí misma con la mirada a

través del espejo.

Qué tonta. Bueno, no cabía duda de que ahora era más vieja… y más sabia.

—Le vi en el pasillo —Annie soltó una risita—. Y tengo que admitir que

esperaba que se pasara por aquí —Recogió la ropa de Nell—. Es muy atractivo.

Puede estar segura de que yo no lo habría echado de mi cama si fuera mi marido.

—¡Annie! —No le gustó nada tener una criada que deseaba a su marido,

estuviera o no enemistada con él.

—Ya sé, ya sé, no debería decir cosas así. El aspecto físico puede engañar. ¿La

golpeaba?

—¡No! Por supuesto que no me golpeaba.

Annie le echó una mirada de soslayo.

—Ya sé que tendría que estar en mi lugar y no preguntar, pero nosotros —los

criados— siempre nos hemos preguntado por qué estaba usted en Pentforth. Incluso

mi madre no parecía saber el motivo.

—Es… —No le debía ninguna explicación a Annie, pero tenía que decir algo.

Ian era el laird, después de todo, y el problema recaía tanto en ella como en él. ¿Pero

qué podía decir?—. La cosa no resultó, Annie. A veces las cosas de la vida son así.

Annie resopló.

—“Las cosas” no se resuelven solas, milady. Hay que moverlas. Mamá siempre

ha dicho que era una vergüenza que ustedes vivieran solos, cada uno por su lado. Y

milord necesita un heredero. Ésta puede ser una ocasión de oro —Annie sonrió

alegremente—. Sé que pensaría así si tuviera un marido tan espléndido como el suyo.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

- 29 -

Nell no podría ponerse más roja, de eso estaba del todo segura.

—Sí, bueno, hmm —Miró a su alrededor. ¿Dónde iba a dormir Annie?—. No

veo ningún catre para ti.

—Bueno, ustedes no podrían aprovechar la oportunidad, conmigo por aquí en

medio, ¿verdad? —¡Y la muy descarada le guiñó un ojo!—. No se preocupe. La

señora Gilbert me ha dado una cuartito la mar de cómodo junto con la doncella de

Lady Oxbury.

—Pero…

Annie ya había cerrado con firmeza la puerta tras ella.

Nell suspiró y recorrió la cama con la mirada, una cama que parecía muy

estrecha. No creía que aquella noche consiguiera dormir nada.

La imagen de Ian, la imagen muy detallada de él desnudándose para meterse

en la bañera, apareció de pronto en su cabeza.

El calor la inundó. Eso sólo quería decir que iba a estar demasiado nerviosa,

demasiado consciente de él, como para dormir.

Se pasó los brazos alrededor de la cintura y se mordió los labios. No había

pensado en eso durante años. Estaba demasiado sumergida en el dolor del aborto, de

la conmoción y el miedo que había sentido primero al ver la sangre goteando por las

piernas, la angustia y la desesperación que la habían llenado cuando por fin tuvo que

admitir que había perdido a su bebé. Luego había llorado hasta quedarse sin

lágrimas, hasta que su corazón quedó agotado y ya no pudo sentir nada en absoluto.

Y así era cómo decidió —cómo quiso— seguir viviendo, en paz, con sosiego.

Nada de pasión, nada de amor, nada de dolor. Tranquila.

Pentforth Hall había sido su refugio. Los vecinos hacía mucho que habían

aprendido a dejarla en paz. Los criados eran corteses, pero mantenían la distancia

apropiada. Todo era tranquilo.

Hasta ahora. Ahora Pennington la había obligado a dejar Pentforth. Annie había

empezado a darle consejos. E Ian…

Dios querido, ¿qué iba a hacer con lo de Ian?

Él nunca había llorado, nunca había derramado ni una lágrima por su bebé. No,

lo que quería era volver a la cama lo antes posible e intentarlo otra vez. Había dicho

algo estúpido sobre volver a montar a caballo inmediatamente después de haberse

caído.

La señora MacNeill le había dicho que Ian había ido tras ella, pero no había

querido verle. Rompió todas sus cartas hasta que dejó de enviárselas. Había ido

contando sus amantes durante todos aquellos años, cada una de ellas era una

evidencia de que él no tenía corazón, de que nunca la había amado, ni a ella ni a su

bebé.

Pero ahora que ella le había visto…

Se sentó en la silla al lado del fuego y se metió los pies debajo. Las llamas

parpadeaban y danzaban. Un tronco se partió; aspiró el olor a madera y cenizas.

El verlo había hecho que volviera a sentir. No quería volver a sentir… ¿verdad?

Su vida era tranquila… y vacía.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

- 30 -

Echó una ojeada a la cama. Ian estaba aquí, estaría en la habitación dentro de

poco. Y Lady Remington no estaba.

¿En qué estaba pensando? ¿Se había vuelto completamente loca? Por supuesto

que ella no iba a hacerlo… ¿O sí lo haría?

Lo deseaba. Ya está, ya lo había admitido. ¿Era algo tan malo? Si los hombres

deseaban a las mujeres, ¿No podían las mujeres… desearlos a ellos?

La verdad es que la lujuria no era realmente sentir. Era una respuesta a un

instinto animal… y por lo visto Ian podía hacer aflorar los instintos animales que

había en ella. Y si Lady Wordham tenía razón… bueno, quizás ella pudiera

solucionarle uno de sus problemas más acuciantes. Quizás podría darle un heredero.

No tendrían que volver a lo que habían tenido una vez. Era imposible. E incluso

no tendrían que vivir en la misma casa. Muchos matrimonios de la sociedad no lo

hacían. Pero podrían compartir esta cama y ver si salía algo de ello.

¿Y si salía algo? Si Ian le diera un hijo y ella lo perdiera otra vez… No, no iba a

pensar en eso. Esta noche iba a tomarse los asuntos de cama como lo hacía Ian. Como

lo hacían todos los hombres.

E Ian al parecer estaba muy dispuesto. Muy, pero que muy dispuesto. Se

mordió el labio al recordar exactamente lo muy dispuesto que parecía. Muy largo,

grueso y ansioso.

Juntó las piernas apretando y se estremeció. Estaba húmeda y dolorida, y eso ya

era un pequeño milagro. Nell apoyó la mejilla en la mano. Tenía la piel muy

caliente… seguro que era por el fuego.

Ian había estado tan gracioso persiguiendo a ese monito por el salón de Lord

Motton. Él era tan grande, y aquel mono tontaina tan pequeño, ruidoso y, sí, tan

arrogante. Había estado chillando y balanceándose en la barra de la cortina mientras

Ian y Lord Motton se quitaban las chaquetas y discutían un plan de captura. Sonrió al

recordarlo. Hacía años que no se reía tanto.

A él se le veía muy guapo en mangas de camisa. Aunque estaba aún mejor sin

la camisa. O sin los pantalones. Desnudo, tal como había estado…

Se abanicó la cara con la mano. El fuego estaba muy fuerte esta noche.

Debería acostarse. Era tarde y estaba cansada.

Cansada, pero nerviosa. Miró la cama. Se le hizo un nudo en el estómago. Era

demasiado pequeña, demasiado estrecha, demasiado… demasiado parecida a una

cama.

¿Dónde estaba Ian? ¿Acaso Lord Motton le había encontrado otra habitación?

Se le cayó el alma a los pies.

Y eso sólo demostraba que estaba loca. No debería estar decepcionada, debería

sentirse aliviada. Estaba aliviada. Se había salvado de una vergüenza inmensurable.

Seguro que Ian se hubiera reído de ella si hubiera mencionado a los bebés.

Abrió las sábanas y se metió en la cama. Se puso a temblar. Las sábanas estaban

frías. Ian siempre calentaba la cama.

¡Idiota! Ian no había estado en su cama desde hacía años. Estaba acostumbrada

a dormir sola. Era…

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

- 31 -

¿Qué había sido eso? Parecía como si… Oh, Dios mío, no, no podía ser.

Lo era. Miró con una expresión horrorizada cómo la puerta que daba al pasillo

empezaba a abrirse.

—¿Brandy? —El vizconde Motton se detuvo con la botella en la mano.

—No tendrás por aquí algo de whisky, ¿verdad? —Ian se recostó en la enorme

silla de cuero y estiró los pies hacia el fuego del estudio. Todos los demás se habían

retirado ya para acostarse, incluida Nell. Malditos infiernos. Sería mejor que cogiera

una buena borrachera si quería sobrevivir a esta noche.

—Estás de suerte —le contestó Motton con una amplia sonrisa y movió algunas

botellas, sacando una en cuya etiqueta se leía: TÓNICO ESPECIAL DEL DR.

MACLEAN—. Me queda justo un poco.

—No creo que justo un poco sea suficiente a menos que me encuentres otra

habitación para pasar la noche.

Gracias a Dios, Motton consiguió sacar un buen chorro. Ian cogió la copa que le

ofrecían.

—Te pido disculpas por la confusión. Aquí tienes —Motton puso la botella en la

mesa al lado del codo de Ian—. Para ti. Tengo uno o dos más en el mismo sitio de

donde he sacado éste, y puede que un tonel guardado en el sótano—. Sacó otra

botella mientras hablaba y se sirvió una abundante dosis.

Ian le dio vueltas a su copa y observó el brillo dorado de whisky bajo la luz de

las velas. El whisky olía a mar y a turba de Escocia, de casa. El primer sorbo se

deslizó por la lengua suave y ardiente inundándolo de calor a lo largo de su pecho.

—Vaya, hombre, tienes un whisky muy bueno. ¿Dónde lo has conseguido?

Motton se encogió de hombros y se medio tumbó en la silla frente a él.

—Tengo algunos amigos en Escocia.

Ian bebió otro trago y cerró los ojos. Delicioso.

—Buenos amigos. ¿También tienes amigos entre los recaudadores de

impuestos? —Abrió los ojos para examinar al vizconde—. ¿O no debería preguntar?

—Seguro que no deberías. Has de saber que apoyo incondicionalmente los

esfuerzos de nuestros recaudadores —Motton lo miró con una amplia sonrisa—.

Menos cuando no lo hago.

—Hmm. Es un hecho conocido que yo no soy un amante de los recaudadores.

Sólo diles a tus amigos escoceses que el conde de Kilgorn les envía sus afectuosos

saludos y que cree que podría tener una clara necesidad de su tónico en el futuro.

Motton asintió.

—Creo que estarán encantados de oír eso. Estoy seguro que desean que

continúes sano y vigoroso.

—Sí —Vigoroso. Maldición, ¿por qué eso le hacía pensar en Nell y en la maldita

cama de arriba? Tomó otro trago—. Resulta raro que un vizconde inglés conozca a

un destilador de whisky escocés. No es que me queje, ya sabes —Paladeó un poco de

whisky con la lengua. Mmm—. De hecho, olvida incluso que lo he mencionado.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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Motton esbozó una ligera sonrisa.

—Sólo te diré que pasé algún tiempo en Escocia, mezclándome con el entorno.

Ian se enderezó.

—¿Espionaje para la corona? —Él vivía entre los sassenach, incluso tenía muchos

amigos entre ellos, pero ante todo era un laird escocés. Si Motton había traicionado…

—No, no. Nada tan elaborado, te lo aseguro. Y mi interés eran los ingleses, no

los escoceses.

Ian gruñó y estudió a Motton, luego asintió. Sus tripas le decían que el hombre

no mentía, y él confiaba en sus tripas. Nunca antes se habían equivocado… excepto

con Nell. ¡Dios, Nell! ¿Qué iba a hacer con Nell?

Se volvió a llenar el vaso.

—Ten cuidado —le dijo Motton—. El whisky es fuerte.

—Sí, y necesito que el whisky sea fuerte para poder superar esta noche.

Motton medio sonrió.

—Le he dejado la organización a la tía Winifred. Quizás ella encuentre algo

mañana por la mañana.

—Quizás encuentre algún método nuevo para torturarme. No quiero ser

irrespetuoso, Motton, pero tu tía es un poco corta de entendederas, ¿no crees?

—En absoluto. Creo que acabarás comprendiendo que es increíblemente sagaz.

—¿Sagaz? ¿Cómo puedes decir eso? Todo el mundo sabe que Nell y yo hemos

vivido separados los últimos diez años. No puedo entender cómo es que tu tía no lo

sabe.

Motton se encogió de hombros con un maldito brillo en los ojos y los labios

curvados en una sonrisa satisfecha.

—Tal vez deberías aprovechar la oportunidad que te ha dado la tía Winifred.

No me ha dado la impresión que odies a Lady Kilgorn.

—¿Odiar a Nell? No, por supuesto que no odio a Nell —Ian se bebió el whisky

que quedaba en el vaso y cogió la botella para servirse lo poco que quedara. No salió

nada. Puso la botella boca abajo. Nada.

—Toma —Motton empujó hacia él su botella.

—No hombre, no quiero beberme tu whisky.

—Por favor. Tengo mucho —Le mostró su vaso como prueba. Todavía estaba

medio lleno—. Y como te he dicho antes, tengo más si la sed es demasiado fuerte.

—Ah, bueno, si es así, gracias —Ian no necesitaba que se lo repitieran—. De

verdad que es un whisky magnífico.

—Me alegro de que te guste —Motton sonrió, luego bajo los ojos mirando como

hacía rodar el whisky por el vaso—. ¿Así que no odias a Nell?

—Och, no. La amo. La he amado siempre. Nunca he dejado de amarla —Ian

inhaló por la nariz y se tragó el whisky. Normalmente el alcohol no le hacía ser un

sensiblero. Tal vez era por la edad. Ya tenía treinta años, se veía obligado a afrontar

el hecho de que no viviría para siempre.

—Y a mí me ha dado una impresión bastante clara que ella siente cariño por ti.

—No, en eso estás equivocado. Ella me odia. Me dejó hace exactamente diez

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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años —Ian cerró los ojos. Dios, no quería volver a vivir aquel día. Por la mañana

había bajado la escalera y se la encontró en el vestíbulo delantero rodeada de baúles

de viaje y sombrereras, esperando el carruaje que la sacaría de su vida.

Habían discutido la noche anterior. Él había dicho tantas cosas que no había

querido decir. Estaba sexualmente muy frustrado, sí, pero era más que eso. No había

tenido ni idea cómo tender un puente para cruzar el abismo que se abría entre ellos.

No podía traer al bebé de vuelta… y la verdad era que no había llegado a ser un

bebé. Su vientre ni siquiera había empezado a hincharse.

Esas cosas pasaban. Ella no era la única mujer que había perdido un niño al

principio del embarazo. Lo único que se podía hacer era volver a intentarlo, pero ella

no dejaba que la tocara.

Había terminado la discusión diciéndole que si no iba a ser una esposa para él,

debería marcharse. Había lamentado las palabras en el mismo momento en que

salieron de su boca, pero ya no podía retirarlas. Vio como los ojos de Nell se

endurecían, cómo se había retraído aún más en sí misma.

Creyó que a la mañana siguiente ella estaría mejor. No bien —empezaba a

pensar que nunca volvería a estar bien— pero mejor. Nunca imaginó que se

marcharía de verdad.

Ella se iba sin destino fijo. El corazón todavía se le retorcía al pensar en qué

habría ocurrido si no hubiera bajado. Aunque estaba seguro que el cochero nunca la

habría dejado en una posada, no si quería conservar el trabajo. Ian había intentado

persuadirla para que se quedara, pero al no conseguirlo, le dijo a Seamus que la

llevara a Pentforth.

Creía que ella regresaría al cabo de pocos días, una semana como mucho.

—No creo que te odie —dijo Motton.

—Och, hombre, ya lo creo que sí. Si hubieras visto la expresión de sus ojos el

día que se fue… —Había sido tan fría como el lago en lo más crudo del invierno.

Había mirado a través de él, como si Ian no estuviera allí, o como si fuera el más

despreciable de los insectos.

—He visto la expresión de sus ojos esta noche en la cena. Allí no había odio,

había deseo.

—No. No, estás equivocado —Ian se quedó mirando el whisky. ¿Podría ser que

Motton tuviera razón? ¿Sería posible que se hubiera ablandado con respecto a él?

¿Que lo hubiera perdonado?

¿Perdonado el qué? Él no había hecho nada malo. No había hecho que perdiera

al bebé. Si después él no había mantenido sus votos matrimoniales, pues ella

tampoco. Nell lo había abandonado, y se había liado con Pennington y los demás.

No, él le había sido fiel hasta que lo abandonó, pero después, bueno, ¿qué se

imaginaba ella? ¿Que viviría como un monje cuando le había excluido de su cama? Y

una mierda.

—¿Te gustaría reconciliarte con Lady Kilgorn?

—¿Qué? —Maldición, había olvidado incluso que Motton estaba en la sala.

—Lady Kilgorn, ¿te gustaría reconciliarte con ella? —Motton lo miró a los ojos,

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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después examinó su propio whisky—. Lady Remington ha estado diciendo que vas a

divorciarte de tu esposa y casarte con ella.

—Lady Remington no está entre mis personas de confianza —Y era

condenadamente seguro que no iba a estar en su cama otra vez—. No tengo ni idea

de donde sacaría ella una idea tan ridícula.

—¿Ni idea?

Ian notó como se ruborizaba. Sí, había ido a demasiados acontecimientos

sociales con Caro. Estaba aburrido y había sido más fácil permitirle que se aferrara a

él que cortar la relación. Nunca más. Si la maldita arpía tenía la desfachatez de

acercarse de nuevo a él, iba a dejarle bien claro qué opinión le merecía.

—No tengo ningún interés en Lady Remington. Ninguno en absoluto.

Motton asintió.

—Tal vez deberías decírselo a Lady Kilgorn —La mirada de Motton era firme—.

Tal vez podrías llevar a cabo una reconciliación.

—No-no —¿Podría hacer las paces con Nell? No se lo hubiera planteado antes

de esta maldita fiesta, pero ahora… ¿Motton tendría razón? ¿Nell sentía cariño por

él? ¿Lo deseaba incluso?

Desde luego se lo había quedado mirando en la habitación cuando él estaba

desnudo. No había podido apartar los ojos. Y había estado celosa de Caro…

Debería intentarlo. Lo intentaría.

Se terminó las últimas gotas de whisky y se puso en pie tambaleándose.

—Buenas noches, Motton.

Motton lo miró con el ceño fruncido.

—¿Estás seguro que no has bebido demasiado whisky? Quizás un poco de

café…

—Soy capaz de aguantar perfectamente el alcohol que me haya bebido.

—Sí, pero en este momento te has bebido una buena cantidad. No estoy

seguro…

—Yo sí estoy seguro, y además estoy impaciente por irme a la cama —Meneó

las cejas—, si entiendes lo que quiero decir.

—Me temo que sí. Escucha, Kilgorn, puede que quieras estar menos, hmm,

alegre antes de acercarte a Lady Kilgorn.

Ian alzó una mano para detener a Motton, y luego la usó para sujetarse

apoyándola en la librería. Habló con cuidado.

—Me ha gustado lo que me has aconsejado antes, y creo que lo pondré en

práctica inmediatamente.

—Oh, Dios mío.

Ian le dirigió una amplia sonrisa. La melancolía había desaparecido.

—El rezar está muy bien, Motton. Te dejaré para que continúes con tus

oraciones —Se dio la vuelta cuidadosamente y se dirigió hacia la puerta,

aprovechando las sillas, el escritorio y las librerías para encarrilarse y mantenerse

recto en su camino.

¿Nell estaría ya en la cama? Mmm, sí, lo más seguro. En la cama. Acostada bajo

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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las mantas, con el cabello suelto, ¿no se lo habría trenzado, verdad? Bueno, si lo había

hecho, él se lo soltaría y lo extendería sobre la almohada.

Calculó mal la altura de un escalón y tuvo que agarrase del pasamanos para no

caerse por las escaleras. Para que luego dijeran, sus reflejos eran excelentes. Siempre

había sido capaz de aguantar todo lo que bebiera. Podía beber más que muchos

hombres. Por supuesto que no estaba borracho. Tal vez un poco alegre, bueno, eso se

lo concedería a Motton, pero sólo un poco. Lo justo para suavizar las cosas.

Llegó al final de las escaleras y giró hacia el pasillo. Maldición, alguien había

colocado de forma descuidada una mesita apoyada en la pared. ¿No sabían que la

gente tenía que pasar por aquí? Atrapó el florero antes de que cayera del todo, pero

las flores quedaron desparramadas por el suelo. Bueno, tenía fácil arreglo. No se

había derramado toda el agua. Sólo tenía que recoger las flores y meterlas dónde

estaban antes.

Ah, aquí estaba la habitación, la habitación de ambos. Buscó a tientas el pomo

de la puerta, abrió la puerta… ¡Magnífico! Nell ya estaba en la cama. Sonrió con

amplitud.

—Estoy aquí, muchacha, y vengo completamente preparado.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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Capítulo 5

—Ian —A Nell el corazón se le subió de golpe a la garganta. Intentó tragar para

hacerlo bajar al sitio donde debía estar. No se movió. Tuvo que susurrar las palabras

a través del nudo que se le había formado—. ¿Preparado? ¿Preparado para qué?

Él parecía tan… grande. Llenaba toda la entrada. Levantó la colcha como

escudo.

¿Sus ojos tenían una expresión algo aturdida? ¿Había estado bebiendo?

—Preparado para la cama —Se metió en la habitación y cerró la puerta tras él—.

Y para dormir —La miró con una amplia sonrisa—. Al final.

Nell sintió temblores en el lugar más embarazoso y se subió aún más el

cubrecama.

—¿Qué quieres decir exactamente?

—¿Exactamente? —repitió mientras se desabotonaba el chaleco—. Hmm, ¿qué

quiero decir exactamente? —El chaleco cayó al suelo—. Déjame pensarlo —Sacó la

camisa de debajo del cinturón y se la quitó por la cabeza.

Oh, Dios santo. Nell no podía dejar de contemplarlo. Se le había secado la

boca… pero otra parte de su anatomía estaba muy húmeda. Esa parte tembló otra

vez, deseosa, impaciente.

¿El estómago se le estremeció de… miedo?

¿Debía hacer esto? ¿Podría sentir sólo sensaciones físicas o sentiría algo más?

¿Quería sentir más? Y si ella… si su semilla… si quedaba embarazada…

No podía pensar.

El fuego jugó con la piel de Ian, revelando y luego escondiendo. Desde luego

era más grande de lo que recordaba. Bueno, era apenas un muchacho cuando se

casaron. Ahora cada centímetro de él era el de un hombre. Los músculos esculpidos

se hinchaban en la parte superior de los brazos y del pecho bajando hasta el

estómago plano y…

Oh, Dios. Los músculos no eran la única parte hinchada. ¿Siempre había sido

tan grande allí o su… su… su eso también era más grande?

—¿Quieres mirar más de cerca, muchacha?

—¿Qué? —Nell apartó los ojos de su…, hmm, bueno… apartó los ojos para

mirarle a la cara. El maldito hombre sonreía con satisfacción. Y se estaba acercando a

ella.

Se dio media vuelta para observarlo mientras se acercaba, dejando que los pies

le colgaran a un lado de la cama y sujetando todavía la colcha delante de ella.

Ian se rió y de un tirón le quito la tela de los dedos. Apestaba a whisky.

—Estás borracho.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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—No —Él sonrió, el maldito hoyuelo que no había visto desde hacía una

eternidad apareció en su mejilla derecha—. Bueno, tal vez un poquito aturdido.

Más que un poquito. Ella acabaría bien aturdida sólo inhalando aquellos

vapores. Todo esto era una mala idea.

Él le cogió las manos y se las puso sobre el pecho desnudo. Tenía la piel

caliente; el vello bajo sus dedos era suave y esponjoso, y pudo sentir cómo le

palpitaba el corazón.

—Tu cabello es como la noche; tu piel como la crema, tan suave y tersa —Le

apartó el pelo de la cara, enredando los dedos en toda su longitud.

Nell cerró los ojos para concentrarse en sus caricias.

Los dedos de Ian le rozaron la frente, las mejillas, y bajaron hasta la barbilla. Él

inclinó la cabeza hacia abajo, querida Madre de Dios, ¿iba a besarla? Sintió como los

labios se le henchían y los abrió, expectante.

La boca del él tocó la de ella, la lengua se deslizó dentro.

Mmm. La llenó de fuego y whisky y un sabor que era sólo de él. El deseo se

concentró en un punto entre sus piernas, ardiente y húmedo. Los labios allí, también

se hincharon. Separó las rodillas y la pierna de Ian se introdujo entre ellas. Con los

dedos tiró de la falda del camisón levantándolo hasta los muslos para poderle

separar más las rodillas. Se acercó más a ella.

Era tan placentero. Era delicioso sentir como el aire de la noche enfriaba el

ardor que sentía.

Ahora los dedos la acariciaban por delante, desabotonándole el camisón. Eso

también era placentero. Tenía mucho, muchísimo calor. Apenas podía esperar para

sentir el aire frío también allí.

Ella deslizó las manos por los contornos musculosos del torso masculino, por

aquellos hombros tan anchos, por el cuello. Enterró los dedos en su pelo y le sujetó la

cabeza.

Oh. Ahora él le separaba los dos lados del camisón, exponiéndola…

Mmm. Las palmas de Ian se deslizaron por sus pechos, rodeándolos con las

manos, levantándolos mientras con los pulgares…

—Ahh —Ella se liberó de su boca—. Oh.

—Te gusta esto, ¿verdad, Nell? Tus pechos estaban siempre tan sensibles. Me

encantaba tocarlos, me encantaba oírte gritar —Ian le acarició el cuello con la nariz,

en el punto justo debajo de la oreja—. ¿Todavía gritas?

—Ah, no, ah, ¡¡ahhhh!! —Ian dio un golpecito al pezón con el pulgar

transformándolo en un brote duro y ansioso, después se rió entre dientes y la besó en

la mandíbula.

—Sí, todavía gritas —susurró acariciando los dos pezones.

—Ohhh.

—Y también gimes —Le puso las manos en la mandíbula, sujetándole la cara

para poder mirarla a los ojos—. Dios, Nell, como te he echado de menos.

Los ojos de Ian eran tan… ardientes.

No habían cambiado. Oh, sin duda había algunas arrugas en las comisuras,

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

- 38 -

pero su mirada era tan irresistible como siempre. La había mirado así antes, cuando

eran jóvenes y estaban enamorados.

Ella apartó los dedos del pelo de Ian y los llevó a su cinturón.

—Ah, eso es, muchacha —Ian apoyó la frente sobre la de Nell. No debería haber

bebido tanto whisky. Lo sabía de una manera vaga. Ahora lo veía todo como en una

neblina. Ojalá no fuera así. Quería recordar cada momento.

Aquella preciosa muchacha le estaba desabrochando los pantalones. Los dedos

eran tan blancos sobre la tela negra. Tan esbeltos. Le rozaron el vientre. Ah, tan

suaves. Metió para dentro el estómago para darle más espacio con los botones.

Gracias a Dios que prescindía de los calzoncillos cuando viajaba. Una vez que

hubiera acabado de desabrocharle…

¿Le había desabrochado los pantalones a Pennington?

No, no iba a pensar en aquel bastardo.

Quizás era una suerte que estuviera borracho. La niebla del whisky hacía la

espera menos… agonizante. Podría arrancarse él mismo la ropa, ¿verdad? Pero no

sería muy caballeroso por su parte.

No, era una suerte que estuviera un poco aturdido por la bebida. No quería

saltar sobre Nell como un sátiro, ¿verdad?

No. No, no lo haría. Nada de sátiros. Sólo sex…sexo com…compartido.

Lo habían hecho bien tantos años atrás, ¿verdad? Recordaba lo que gozaban,

¿pero cómo podía estar seguro? Los dos habían sido tan jóvenes. Y él era virgen.

¿Ella había encontrado más satisfacción con Pennington? Malditos infiernos.

Ah, pero él había aprendido algunos trucos durante aquellos años. Haría que se

olvidara de Pennington.

Si no estuviera tan borracho… pero se aseguraría de hacerlo bien para ella.

Se humedeció los labios. Paciencia. Tenían toda la noche por delante. No había

ninguna prisa. La espera era parte del placer…

Ah… qué delicia. Un sueño hecho realidad.

El maldito whisky hacía que todo se pareciera demasiado a un sueño.

Nell dejó de luchar por un momento con el botón para cubrir con la mano su

pobre miembro confinado. La caricia quedó amortiguada por la maldita tela de los

malditos pantalones, pero de todas formas se sintió agradecido. Una vez que

estuviera desnudo, una vez que esta maldita nube se quitara de su cabeza —y la

maldita tela de su miembro— ah, sería una delicia.

Muchacha inteligente, había conseguido desabrochar otro botón.

Dios, como la había echado de menos. Él había hecho esto innumerables veces,

bueno, quizás no innumerables, pero sí muchas veces. Había estado en muchos

dormitorios diferentes durante aquellos largos y solitarios años —Londres estaba

lleno de mujeres dispuestas a entretener a un caballero que estaba solo— pero nunca

había sido como esto. Nunca había habido aquel deleite. Liberación, sí, pero ningún

placer y ninguna verdadera satisfacción. Sólo eran cuerpos.

Bueno, había sido justo lo que había buscado. Sólo liberación física, nada de

amor, nada de cualquier otra cosa.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

- 39 -

Pero con Nell… con Nell nunca se había tratado de sólo cuerpos. Se había

tratado también corazones y almas. Aunque en aquel entonces no lo hubiera

entendido.

¡Ah! La preciosa Nell por fin había conseguido desabrocharlo del todo. Le bajó

los pantalones hasta los muslos. El aire frío y aquellas manos preciosas y suaves lo

acariciaron.

Él se estremeció de deseo y placer. Era maravilloso. Más que maravilloso. Ella le

cubrió su erección y la acarició con suavidad como si fuera un… perrito.

Bueno, desde luego él deseaba ponerla en su santuario.

Se habían casado tan jóvenes, estuvieron casados tan poco tiempo. Ni siquiera

un año antes de que ella concibiera. Se habían amado con tal intensidad que no

habían sido necesarias ni la habilidad ni la sutileza.

Ah, esta noche tampoco eran necesarias, al menos para él. Los dedos de ella

recorrieron toda la erección y él juraría que aumentó otro centímetro. Esperaba que

Nell sintiera la lujuria con tanta fuerza como él porque en este momento la habilidad

y la sutileza estaban fuera de su alcance.

Oh, los inteligentes dedos de Nell se habían movido para explorarle los

testículos. Tuvo que morderse el labio. Dios, nunca había sentido nada tan

maravilloso.

Se estiró y agarró el cabecero de la cama. Ella ahora se frotaba la mejilla contra

él. Qué placer. Qué inmenso placer.

¿Usaría después los labios? No habían puesto en práctica este juego cuando

estaban casados; él lo aprendió de su primer amante, la condesa de Wexmore. La

condesa había sido exuberante, fascinante, pecaminosa, y con mucha experiencia.

Bueno, era diez años mayor que él y se había casado con un hombre muy rico y muy

mayor. Había probado la mayor parte de los miembros masculinos de la sociedad,

un juego de palabras intencionado. Había aprendido muchos juegos de cama

interesantes en su tocador.

Frunció el ceño. ¿Acaso Nell había aprendido este juego de Pennington o de

alguno de los otros hombres con los que se había liado?

Ah. Cerró los ojos, mordiéndose otra vez el labio. Ahora lo estaba besando. Y

ahora… sí… el movimiento tentativo y húmedo de su lengua.

—¿Te gusta esto?

¿Qué si le gustaba? ¿Pero es que no veía que estaba a punto de explotar de

entusiasmo?

—Sí. Es maravilloso —Le acarició el pelo—. ¿Te lo ha enseñado Pennington?

—¿Qué?

Era obvio que el preguntarlo había sido algo muy estúpido. Muy estúpido. No

necesitaba oír la furia en la voz de Nell, lo notaba en cómo lo agarraba. La muchacha

apretó los dedos alrededor del sensible trozo de carne que sujetaba. Por suerte, no

tenía el apretón más fuerte del mundo, pero sí lo bastante fuerte. Ian jadeó, el dolor le

subió por el cuerpo hasta meterse en su embotado cerebro.

Al menos ella no lo había tenido en la boca. Si le hubiera mordido…

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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Quizás todavía le mordiera. Parecía bastante enfadada. Él se echó hacia atrás,

fuera de su alcance. Por desgracia los pantalones estaban todavía a medio quitar. Por

suerte no se golpeó nada con demasiada fuerza al caer al suelo.

Por desgracia, el cambio de altitud no llegó a aclarar el embotamiento de su

cerebro borracho.

—¿Así que no has hecho esto con Pennington?

Una almohada le golpeó directamente en la cara.

¿Cómo era posible que Ian hubiera dicho aquello? ¿Cómo podía pensar tal

cosa? Puede que él hubiera tenido carretadas de amantes, pero ella había mantenido

sus votos matrimoniales.

Nell fulminó con la mirada al hombre despatarrado en el suelo del dormitorio.

Estaba roncando el muy fanfarrón, había estado roncando toda la noche. Ella apenas

había conseguido dormir.

Se había compadecido de él en uno de sus muchos períodos de vigilia —el

porqué, no lo sabía— y le había tirado de un puntapié una de sus mantas. Quizás

esperaba que durmiera más profundamente y acabara con aquel alboroto. No

roncaba así cuando era más joven, aunque claro, nunca había estado tan borracho

cuando era más joven. Y solía dormir boca abajo. El suelo no era una cama muy

suave, tal vez por eso estaba despatarrado de espaldas.

La manta había resbalado hasta su cintura, mostrando los brazos musculosos y

el amplio pecho desnudo. No era raro que las mujeres hicieran cola para meterse en

su cama. El hombre era una estatua clásica, un dios que había cobrado vida. Cada

centímetro de él —todos y cada uno de los centímetros— era impresionante.

Y ella no debería haber acariciado anoche aquellos centímetros. ¿Qué le había

pasado? Nunca antes había sido tan atrevida.

—Bruñgf.

Santo cielo, no iría a despertarse ahora, ¿verdad? No debía encontrarla

observándole. No, sólo se daba la vuelta sobre…

Oh, Dios.

La manta se deslizó. En algún momento durante la noche, Ian se había

deshecho de los pantalones. Aquel culo precioso y musculoso quedó a la vista para

su inspección, y si echara un vistazo por encima de la cadera, casi vería…

No estaba echando una mirada. Claro que no.

Se levantó con rapidez de la cama, por el lado contrario a donde se encontraba

ese diablo durmiente y se lavó la cara con agua. El frío líquido le fue muy bien a su

piel acalorada. Se ocupó de algunas tareas íntimas y luego se puso un vestido

bastante usado y una capa, y se dirigió hacia la puerta para ir a dar un buen paseo.

En Pentforth se había acostumbrado al ejercicio, y estaba bien claro que tenía que

poner algo de distancia entre ella y Lord Kilgorn.

Le recorrió con la mirada, conservando cuidadosamente los ojos clavados en su

cara… bueno, después de echar una miradita a… ejem. Le miró a la cara con la mano

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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puesta en el pomo. Ian parecía tan joven, tan inocente. ¡Ja! Tendría que llevar puesto

un cartel que proclamara “mujeriego”. Bueno, y “borracho”. Y “seductor”.

Eso era redundante. Él había pasado mucho tiempo en Londres, ¿verdad? Y allí

había sido corrompido. Todos en la sociedad británica eran unos calaveras y unos

violadores, y unas rameras y unas putas. Lobos vestidos de cordero. Todos y cada

uno de ellos.

Se escabulló por la puerta… y casi chocó con la señorita Smyth.

—Buenos días Lady Kilgorn —La señorita Smyth le echó una mirada astuta—.

Espero que haya dormido bien.

¿Dormido bien? ¿Por qué de pronto sintió la cara acalorada? Debía de parecer

tan culpable, pero era inocente. Completamente inocente.

Bueno, quizás no completamente inocente. Estaban aquellos pocos momentos

de atrevimiento en los que había tocado a Ian…

¡La señorita Smyth la estaba mirando con satisfacción!

Pues no tenía por qué. Cerró la puerta tras ella con firmeza y enderezó la

espalda.

—La verdad es, señorita Smyth, que no he dormido nada bien. Es muy

embarazoso compartir un espacio tan pequeño con Lord Kilgorn. ¿Ha conseguido

usted encontrar una habitación vacía para alguno de nosotros?

La señorita Smyth observó la puerta cerrada.

—Lo siento mucho. De verdad que es muy difícil —Se encogió de hombros—.

Es complicado, ya sabe usted.

—No, no lo sé.

La señorita Smyth frunció el ceño.

—¿Está segura que no ha tenido una, er, noche agradable? —¿La mujer estaba

meneando las cejas? ¿Qué estaba insinuando?

Nada, por supuesto.

—Estoy completamente segura. De hecho apenas he podido pegar ojo —¿La

expresión de la señorita Smyth se había iluminado?—. Me moví y di vueltas toda la

noche.

—Eso debe haber mantenido despierto a Lord Kilgorn.

No había ninguna razón para ocultar los hechos. Quizás si la mujer fuera

consciente de la extensión del problema, se mostraría más diligente en encontrar una

solución.

—No le sabría decir. Lord Kilgorn ha sido todo un caballero —Quizás eso no era

del todo verdad—, y ha dormido en el suelo.

—¡En el suelo! —La señorita Smyth parecía completamente impresionada y

bastante, bueno, abatida. Bien. Quizás eso haría que se espabilase—. Eso no puede

ser.

—Exacto. Como puede ver es muy importante que encuentre una habitación

libre para uno de nosotros. Quizás alguno de los otros invitados no se oponga a

compartir dormitorio. El señor Wilton, por ejemplo. ¿No podría él compartir

habitación con su sobrino, el señor Dawson?

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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La señorita Smyth negó con tanta energía que el pulcro moño gris parecía en

peligro de perder las horquillas.

—No, imposible. Me temo que no funcionaría en absoluto.

Nell apretó los labios. Una persona más fornida agarraría a la mujer por los

hombros y la sacudiría, pero ella no iba a olvidar la buena educación. Estaba muy,

pero que muy tentada de ponerse a gritar, pero también se tragó aquel impulso.

Podría despertar a Ian, y no quería hacer eso. ¿Y qué iba a conseguir gritando? Sólo

por qué dos caballeros con lazos familiares no pudieran compartir la misma

habitación…

Respiró hondo y forzó una sonrisa.

—Estoy segura que encontrará usted una solución antes de esta noche. Ahora,

si me perdona. Estaba a punto de salir a pasear.

—Fuera hay humedad, ya sabe. Está nublado. Incluso llovizna.

—Espléndido. Me recordará a mi hogar. Si me disculpa. —Pasó por delante de

la señorita Smyth y prosiguió pasillo abajo. No iba a apresurarse. No huía de la tía de

Motton o, peor aún, de Ian. Sólo quería hacer un poco de ejercicio y despejarse la

cabeza.

Echó una mirada hacia atrás cuando se giró para bajar la escalera. La señorita

Smyth estaba todavía donde ella la había dejado, contemplando la puerta del

dormitorio, afirmando con la cabeza y dándose golpecitos en la barbilla. No iría a

entrar en la habitación para averiguar exactamente dónde había dormido Ian,

¿verdad?

Nell se detuvo. ¿Debería decir algo? Si la mujer se arriesgara a entrar se iba a

quedar bastante escandalizada. E Ian estaría, si no avergonzado, desde luego sí

alarmado. No sería una escena agradable.

Aunque fuera cual fuese la escena no era asunto suyo. Si la señorita Smyth

entraba en las habitaciones sin ser invitada, tendría que prepararse para enfrentarse a

cualquier cosa que descubriera allí. Y si Ian se iba a comportar como un estúpido

cabeza de chorlito —un estúpido cabeza de chorlito desnudo— bien, no iba a sentir

nada de compasión por él.

Agarró con firmeza el pasamanos y bajó las escaleras.

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Capítulo 6

Era un idiota, un imbécil, un estúpido cabeza de chorlito, un gilipollas, un…

—Buenos días, Kilgorn —Motton alzó la mirada del periódico y los restos del

desayuno. Sus ojos se detuvieron y luego recorrieron de arriba a abajo la imagen

bastante desaliñada de Ian.

—¿Demasiado whisky anoche?

Ian gruño y se giró hacia el aparador. Cogió un plato y se sirvió riñones. Sí,

anoche se tomó demasiado whisky que lo había llevado a actuar como un colosal

asno. La verdad es que había estado pensando con la polla y no con la cabeza.

—¿Y cómo está Lady Kilgorn? Espero que mejor que tú.

Ian rechinó los dientes y añadió algunos arenques al plato. Le gustaría tirar algo

a la cabeza de Motton, pero el hombre era su anfitrión. De todos modos, el tipo

normalmente era inteligente. Debería saber que esa broma no era bienvenida.

—Estamos un poco malhumorados esta mañana, ¿verdad? —La ceja derecha de

Motton se alzó.

Ian contó hasta diez. No iba a tirar sus arenques ahumados y sus riñones sobre

el vizconde, no importaba lo tentado que estuviera.

—Tengo sueño —Diablos, ¿se estaba sonrojando?—. El reparto de habitaciones

no es nada placentero, ya lo sabes. ¿La señorita Smyth ha hecho algún progreso

buscando una habitación para mí solo?

—Después de lo que los dos hablamos anoche, tenía la impresión de que ya no

hacía falta un cambio.

—Pues sí, hace falta. Lady Kilgorn no encuentra nada cómoda la situación actual

—Ni tampoco él, por supuesto. No le gustaba dormir en el suelo.

Motton volvió a centrar su atención en el diario.

—Hablaré con la tía Winifred cuando la vea. No creo que se haya levantado

aún.

—Debe de haber alguna cama vacía en alguna parte de este enorme edificio —

dijo Ian entre dientes. Gritarle al vizconde no era una buena idea, pero su humor no

estaba en su mejor momento.

Motton se encogió de hombros y se puso en pie.

—Sería lógico que así fuera, pero la tía Winifred ha sido bastante categórica en

este asunto.

Ian mantuvo los dientes apretados con fuerza.

—Si me disculpas —estaba diciendo Motton—. Tengo que ocuparme de un

asunto de la finca —Le tendió el periódico—. ¿Te gustaría leer The Post?

—Gracias —Lo que le gustaría sería enrollar el periódico y darle con él a

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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alguien, la señorita Smyth le vino de inmediato a la cabeza.

Se sentó en una bendita soledad y contempló el plato. El estómago le advirtió

que tal vez una tostada podría haber sido una mejor elección. Se sirvió un poco de

café.

Llegó Dawson, pero tuvo el sentido común de permanecer mudo, al igual que

Wilton, que apareció no mucho después.

Pero entonces llegó la señorita Smyth y la paz se acabó. Estaba tan

malditamente alegre. Y hablar con ella —intentando conseguir una respuesta

racional sobre una nueva habitación— fue imposible. Fue como intentar dialogar con

su loro loco o su tonto monito. Ian se marchó tan pronto como le fue posible, y salió

al fresco aire matinal. Era frío y húmedo y le recordó su hogar.

Caminó con pasos rápidos y largos por el césped. Había oído que Motton tenía

un lago en alguna parte de su finca. Una zambullida en el agua clara y fría le vendría

de perlas para aclararse la cabeza.

Nell caminó y caminó, pero no encontró paz.

¿Cómo podía pensar Ian que había hecho… eso con el señor Pennington?

¿Cómo podía pensar que había hecho eso con alguien? No podía ser que se creyera

las locas historias del señor MacNeill en donde ella se liaba con todos los hombres de

los alrededores del Pentforth Hall, ¿verdad?

No, Ian creía que ella había sido infiel porque él había sido infiel. Muchas,

muchas veces, empezando por la condesa de Wexmore. Y aunque su amante actual

era viuda, muchas de las mujeres con las que se había acostado estaban casadas

cuando él se metió debajo de sus sábanas. ¿Pensaba que Nell era como ellas? ¿Que su

esposa era tan… pérfida como esas putas sassenach? ¿Tan poco la conocía?

Ian se podía quedar con las mujeres de Londres. Ella había sido más que

estúpida por considerar el permitirle que la dejara embarazada. El divorcio era una

solución estupenda para el problema que tenían. Apenas podía esperar para verse

libre de él.

Siguió un camino a través de unos árboles y apareció un lago precioso. Un cisne

se deslizaba por la superficie del agua. Era muy hermoso… pero los cisnes podían ser

bastante desagradables. Igual que muchas damas de Londres. Mejor mantenerse

alejada de esas criaturas.

¿También había sido ella un poco desagradable?

No, por supuesto que no. Había tenido una buena razón para abandonar a Ian.

Ella…

Ella se había negado a verle cuando él fue a Pentforth Hall, pero es que la

herida entonces era demasiado reciente. Y él no había vuelto otra vez. ¿Pero le había

dado algún aliento para que volviera? Había quemado todas sus cartas sin leerlas.

Ella nunca le había escrito, el correo entre Escocia y Londres funcionaba bien. Podría

haberle escrito.

No, si era honesta consigo misma —total y dolorosamente honesta— tendría

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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que confesar que al menos un poco de culpa la tenía ella. Se sintió feliz cuando oyó

hablar de la condesa. Bueno, la verdad es que feliz no. Se había sentido traicionada,

pero también un poco aliviada. No quería a Ian en su cama. No había estado

preparada para volver a ser una esposa para él.

Entonces, ¿la había traicionado él, o lo había abandonado ella?

¿Eso que oía allá delante era un chapoteo? Qué… oh. Se agachó detrás de un

gran sauce y miró desde detrás del tronco. Alguien —un hombre— estaba nadando.

Ian. Sus brazos brillaban fuera del agua mientras se deslizaba por el lago. Luego se

zambulló bajo la superficie y la espalda, las nalgas, y las piernas emitieron un

destello blanco antes de desaparecer.

El agua debía de estar muy fría, pero eso a Ian no le importaría. Siempre le

había gustado nadar en Kilgorn, donde el lago estaba casi helado. Solía intentar

atraerla para que se uniera a él, pero ella sólo iba si el día era muy cálido. E incluso

entonces no solía durar mucho.

Nell alzó la cara hacia el sol con una sonrisa curvándole los labios. Mmm. Las

veces que ella había ido a nadar, Ian había sido muy, muy eficiente en hacerla entrar

en calor, una vez que hubieron salido del agua. Se tumbaban al sol en una manta

entre el brezo, con una suave brisa que jugueteaba con sus extremidades acaloradas,

entrelazadas, y hacían el amor antes de que el frío del anochecer les hiciera entrar en

la casa.

Como lo había amado. Él había sido toda su vida hasta que perdió a su bebé.

Después de aquello… bueno, el corazón se le había quedado tan frío como el lago,

demasiado frío para que el sol o Ian pudieran calentarlo.

¿Todavía lo tenía así?

Él empezó a nadar hacia la orilla. Saldría en sólo unos minutos y ella vería…

¿Qué era eso? ¿Una ramita que se partía? Miró a su izquierda. Un camino subía

a través de los árboles y al final, a unos veinte metros de distancia, estaba Lady Grace.

¡La muchacha no podía ver a Ian! Grace era soltera y, bueno, Nell no quería que

otra mujer viera a su esposo —al esposo del que se había separado— desnudo.

Ian todavía estaba nadando. Tenía tiempo de interceptar a Lady Grace. Salió

como una flecha de detrás del sauce y se apresuró a ir a su encuentro.

—Lady Grace, que agradable verla.

Lady Grace sonrió.

—Lady Kilgorn. La estaba buscando.

—¿Ah, sí? —¿Qué podría querer la mujer de ella? La cogió del brazo y la

condujo de vuelta al camino por donde había venido—. Llámeme Nell.

—De acuerdo, Nell. Yo —Lady Grace carraspeó—, yo me preguntaba… Bueno,

quería… en fin, pensaba que quizás…

Nell frunció el ceño. ¿A qué venía todo esto?

—¿Sí? ¿Hay algo de carácter privado de lo que desee hablarme?

Lady Grace se veía claramente aliviada.

—Sí. Es decir si no le importa… si no le parezco una impertinente.

—¿Impertinente? Por supuesto que no —¿De qué podría tratarse? Estaba segura

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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de no haber intercambiado más que unas cuantas cortesías con Lady Grace ya que se

conocían sólo desde ayer. ¿Por qué había ido a buscarla?

—Verá, hay un asunto que me llena de dudas. No se lo puedo preguntar a mi

tía ya que ella tiene sus propios problemas, pero necesito el consejo de una mujer

más mayor, con experiencia.

—Ah —Eso fue todo lo que a Nell se le ocurrió decir. ¿Más mayor y

experimentada? Habría sólo tres o cuatro años de diferencia entre ellas. Tragó saliva

intentando concentrarse—. ¿Y ese asunto sería…?

—El amor —Lady Grace soltó la palabra y luego se puso roja como la grana.

—Oh.

Al parecer esa horrible palabra fue el disparo que, una vez hecho, derrumbó

todas las murallas.

—Sí, amor. No sé qué hacer. Lord Dawson ha sido muy atento, y yo le am…me

gusta muchísimo, pero mi padre le odia.

No era un problema pequeño.

—¿Sabe si su padre tiene una buena razón para sentir eso? —Nell nunca se

hubiera imaginado que Lord Dawson fuera un canalla, pero bueno, ¿qué sabía ella?—

A veces los hombres son más conscientes que nosotras del trasfondo de otro hombre

y… —¿cómo lo diría?— de sus hábitos desagradables.

Lady Grace negó con la cabeza.

—Estoy segura que papá no sabe nada sobre Da… Lord Dawson. Ni siquiera le

conoce.

—¿Qué? —Bueno, quizás conocerlo no era necesario. Las reputaciones

precedían a las personas—. ¿Por qué cree que su padre le odia? Quizás esté

equivocada.

—Oh, no, no estoy equivocada. Segurísimo que papá odiaría a Da… Lord

Dawson si le conociera. Odia a todos los Wilton por principio desde algo que ocurrió

hace años, cuando papá era joven.

—Oh —Una enemistad familiar al estilo Romeo y Julieta, quizás. Pero por muy

entretenida que fuera la obra de teatro, no sería una buena función en la vida real—.

Eso no parece muy inteligente.

—No, no lo es, pero papá no es particularmente inteligente. Es obstinado y

testarudo y, bueno, algo autoritario. Pero es mi padre. Mi madre murió cuando yo

era muy joven, así que hemos estado los dos solos durante mucho tiempo —La voz

de Lady Grace tembló un poco—. Le quiero mucho. No quiero hacerle daño.

—Por supuesto que no.

Grace miró a Nell y luego desvió la vista mirando a lo lejos.

—Me ha concertado mi matrimonio con un vecino —Mostró tan poco

entusiasmo que lo mismo podría estar hablando de zurcir calcetines.

—¿El vecino es viejo y gordo?

Grace se puso a reír.

—Oh, no. John tiene un aspecto presentable. Muy normal. Sería un marido

excelente para cualquier mujer.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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—Pero no para usted.

—No, hmm, el caso es que para mí también sería un marido conveniente y

adecuado. Me gusta cuando no se pone a hablar sobre sus plantas.

—Hmm. ¿Está segura que no le puedes hablar de eso a Lady Oxbury? Ella ha

sido la que la ha llevado a pasar la temporada a Londres. Debía de creer que podría

encontrar un marido más adecuado para usted.

Lady Grace movió la cabeza negando con vehemencia.

—Oh, no. De ninguna manera. Como le he dicho, la tía Kate tiene sus propios

problemas, y no es que los haya compartido conmigo. Pero algo va mal entre ella y el

tío de Lord Dawson, el señor Wilton.

—Ya veo —Estaban a punto de llegar a la casa y Nell seguía sin tener ni idea de

por qué Lady Grace le estaba contando todo esto—. Bueno, debería saber que no soy

la más apropiada para dar consejos de naturaleza conyugal.

—Pero es por eso precisamente por lo que quería hablar con usted, Lady

Kilgorn. Es decir, no tengo intención de curiosear, pero, bueno, el amor en el

matrimonio… no dura, ¿verdad? —Lady Grace frunció el ceño—. No tengo la

experiencia de mis padres para servirme de guía ya que mi madre murió siendo yo

tan joven, pero por lo que sé del matrimonio de la tía Kate, no le fue del todo mal con

Lord Oxbury aunque ella no lo amara. Y si me fijo en la sociedad… allí no hay

muchos matrimonios por amor.

—No lo sé. Nunca he estado en Londres —La casa estaba ahora muy cerca.

¿Podría echar a correr y terminar con esta conversación tan incómoda?

—Pero… sé que no es de mi incumbencia, soy muy consciente de ello, pero…

¿el suyo fue un matrimonio por amor, Lady Kilgorn?

—Sí —No había ninguna duda sobre eso. Ella había estado completa y

apasionadamente enamorada de Ian como quizás sólo una muchacha de diecisiete

años podría estarlo. Él había sido casi un dios para ella, y con toda seguridad un

héroe. Había estado ciega a todos sus defectos… al igual que él había estado ciego a

todos los de ella. Nuca había dudado de que él la amara. Y si la vida hubiera sido

diferente…

Pero la vida era como era.

—Entonces el amor no es suficiente —Lady Grace le dirigió una triste sonrisa—.

Eso es lo que pensaba.

—Quizás —Ya habían llegado a la puerta. Nell alargó la mano para detener a

Grace—. Pero es mucho. Todavía amo a mi marido —Era cierto. El amor estaba

mezclado con el dolor y la decepción, pero todavía estaba allí.

—Y a pesar de ello no tiene usted un verdadero matrimonio —Grace rozó la

mano de Nell—. No es mi intención criticar. Le agradezco con toda sinceridad su

franqueza. Pero no creo que yo pudiera vivir una vida como la suya. Es demasiado

solitaria.

Ah. La soledad. Eso era algo de lo que Nell podría hablar con toda autoridad.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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Ian cortó la carne de venado de su plato en trozos exactos. El agua helada del

lago le había ayudado a clarificar sus pensamientos. Había tomado una decisión.

Aguantaría esta maldita fiesta y luego se ocuparía de iniciar los trámites del divorcio.

Se quedó con la mirada clavada en el plato. No tenía apetito. Miró a su derecha

de reojo. Nell parecía tan afligida como él. Y no le hacía ningún caso a su comida.

Recorrió la mesa con la mirada. De hecho, se estaba consumiendo muy poca

comida. Bueno, Motton y su tía estaban haciendo un digno trabajo con la suya y las

gemelas Addison se llenaban los platos por segunda vez —para no mencionar la

atención que le prestaba el señor Boland a sus vituallas— pero Wilton y Lady Oxbury,

Dawson y Lady Grace usaban los tenedores para lo mismo que los usaban Nell y él,

para empujar la comida por el plato de un lado a otro.

Bebió un sorbo de vino. Esta noche no iba a probar ni una gota de whisky. Iría a

aquella condenada habitación bien sobrio. Cogió un trozo de venado con el tenedor y

se lo llevó a la boca… y lo volvió a dejar en el plato. Era como si tuviera una piedra

en el estómago.

No quería divorciarse de Nell, ¿pero qué podía hacer? Necesitaba un heredero.

No tenían un verdadero matrimonio, y ninguna esperanza de tenerlo, ahora. La

noche pasada había pisoteado a conciencia todas sus posibilidades.

Desdeñó las judías verdes. Nunca hubiera creído que pudiera ser tan estúpido.

—¿Hay algún problema con las verduras, Lord Kilgorn? Espero que no haya

encontrado un tallito o algún otro trozo indigesto. Las criadas de la cocina de vez en

cuando se ponen a chismorrear y no ponen la debida atención a su tarea —La

señorita Smyth se inclinó hacia delante, apuntando con su tenedor el plato de Ian,

como si le fuera a coger algunas judías para averiguar por sí misma si todo estaba

bien.

Él alzó su cuchillo preparado por si era necesario hacer retroceder —o al menos

apartar de un empujón— el utensilio de la mujer.

—No, no, no hay nada malo. Las judías están buenas. Perfectas —Sin duda no

era culpa de la cocinera que todo lo que probaba aquella noche le supiera a ceniza.

—¿Está seguro? Apenas ha tocado la comida.

Dios Santo, la señorita Smyth sonaba como su niñera.

—Le aseguro, señora, que la comida está buena. Es sólo que no tengo el

suficiente apetito para hacerle justicia.

—¿No se habrá puesto enfermo, verdad?

Debería decir que sí, pero la mujer parecía de verdad preocupada.

—No, sólo estoy cansado —Sonrió—. Estoy seguro que dormiré mejor y mi

apetito volverá cuando me encuentre usted otro dormitorio.

Maldición. Los ojos de la señorita Smyth centellearon. ¿Era un malicioso

destello de picardía lo que había visto? ¿No sería capaz de hacer algún comentario

lascivo sobre la carencia de sueño y el compartir una cama con Nell, verdad? Pues

parecía que estaba a punto de hacerlo. La mujer abrió la boca y el horror le estrujó el

alma.

—Señorita Smyth, ¿puede pasarme las mollejas?

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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Gracias fueran dadas a Dios por la señorita Addison, cualquiera de las dos que

hubiera hablado. Hubiera jurado que nunca le agradecería al Todopoderoso por

honrar al mundo con esas molestas jovenzuelas, pero la petición no podría haber

sido hecha en mejor momento. La señorita Smyth se detuvo, se encogió de hombros y

cogió el plato solicitado.

—Por supuesto, señorita Addison. Me complace mucho que tenga tan buen

apetito.

Nell se atragantó.

—¿Estás bien? —¿Debería darle algunos golpes en la espalda? Levantó la mano,

pero ella también levantó la suya para detenerlo.

—Lo siento —susurró ella cuando recuperó el aliento—. Me temo que un poco

de vino se me ha ido por el lugar equivocado. Ya estoy bien —dijo y volvió a poner

su atención en colocar con mucha habilidad las judías verdes.

Maldición. La cara de ella era cortésmente inexpresiva. Ya se había cerrado a él

otra vez.

Si pudiera volver atrás el reloj. Cuando Nell era joven, había estado tan llena de

alegría, de vida, que no podía contenerse. Él se había sentido atraído por ella, al igual

que todos los muchachos. Pero él era el laird…

Pinchó con fuerza otro trozo de venado. No, no había sido su posición por lo

que le había preferido a él. Bueno, podría ser que su posición hiciera que los demás

muchachos se retiraran al darse cuenta que él la quería, pero a Nell no le importaba,

no le hubiera importado que hubiera sido el mozo de cuadras más humilde. Ella le

había amado por sí mismo.

Se obligó a masticar la maldita carne. Aunque lo mismo podría haber sido la

suela de un zapato.

Cuando Nell le amaba, él se sentía más fuerte, más inteligente, más rápido. Más

feliz.

—Lord Kilgorn, ¿le apetecerían unas patatas?

—No, gracias, señorita Smyth.

¿Por qué, en nombre de Dios, había perdido el bebé? Ella era joven y saludable.

No debería haber tenido ningún problema. No había habido ningún aviso. Sólo el

calambre y luego la sangre.

Cogió la copa y bebió un buen sorbo. Ése fue un día que no querría volver a

vivir nunca. Nell no había hecho más que llorar como si se le hubiera roto el corazón.

Él se había sentido tan condenadamente impotente.

Se metió otro trozo insípido de comida en la boca y masticó de forma mecánica.

Sólo se le ocurrió una solución —darle otro niño— y ella se había negado. Más

que negado. Le había gritado, había sollozado… Se sintió como un completo

monstruo.

Y luego anoche…

Pinchó una alubia y se la metió en la boca.

Nell parecía interesada al principio, seguro que no estaba tan borracho como

para equivocarse en eso. Más que interesada. Le había cogido el pene con la mano.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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Dios, había sido tan maravilloso. La vacilación de sus dedos, luego el roce suave y

delicado de su mejilla, la caricia delicada de la lengua…

—Lord Kilgorn, ¿le apetece una molleja?

—¿Qu…? —La señorita Smyth le estaba mirando y sostenía un plato de…—.

No, no, gracias, señorita Smyth. La verdad es que no quiero nada más. Ya estoy

satisfecho.

La maldita ceja de la mujer se alzó con rapidez y miró a Nell de modo

significativo. Si hubiera un Dios en el cielo, Nell estaría todavía con los ojos clavados

en el plato. Al parecer su fe no era lo bastante fuerte.

—Oh, dudo que esté usted satisfecho, milord.

Una cierta parte de su anatomía, por suerte oculta debajo de la mesa, estuvo de

acuerdo con ella con mucha vehemencia.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

- 51 -

Capítulo 7

Se estaba escondiendo. De acuerdo, lo admitía. Era una cobarde.

Nell subió aún más las mantas e intentó encontrar una posición cómoda. Las

criadas debían haber llenado el colchón de piedras durante el día.

Se puso boca arriba y observó el dosel. Tenía que dormirse, no quería estar

despierta cuando subiera Ian. Con un poco de suerte llegaría tan tarde como la noche

anterior, y sin estar borracho.

¿Cuántos días más tendría que quedarse en esta fiesta infernal? Apenas podía

esperar para volver a casa.

Un bulto duro se le clavó en la parte de abajo de la espalda. Se puso de lado y

volvió a tirar de las mantas.

Oh, ¿por qué mentía? No quería volver a Pentforth Hall, y desde luego no

quería volver a los avances amorosos del señor Pennington.

Se puso boca abajo. Si Ian pensaba de verdad que ella se dedicaba a tales

actividades con ese hombre, ¿por qué había permitido que ese sapo asqueroso

mantuviera el empleo?

La respuesta era dolorosamente obvia, no le importaba. Le era por completo

indiferente la posibilidad de que su esposa separada tuviera un lío con el

administrador de la finca.

Y no estaba llorando. Estaba enfadada, eso era todo.

Se limpió la cara con la almohada. Tenía que dormirse antes de que llegara Ian.

Quizás él había decidido hacerle compañía a Lord Dawson. El barón parecía

bastante desolado después que Lady Grace saliera del salón. ¿Tendría razón la

muchacha al decidir casarse con su vecino? Era obvio que amaba a Lord Dawson, y

que él la amaba a ella.

Sí, por supuesto. No había duda que Lady Grace era muy sabia. El amor no

garantizaba la seguridad. Ella había amado a Ian más allá de toda razón y aquí

estaba, en este limbo infernal, casada y a la vez no casada. El amor daba más

problemas de lo que valía.

Se puso boca arriba otra vez. Seguro que podía encontrar una postura lo

bastante cómoda para dormirse, ¿verdad?

Cerró los ojos y respiró profundamente, pero el sueño seguía eludiéndola.

Quizás el problema no era tanto el colchón lleno de bultos como, bueno, los

bultos de su conciencia. ¿De verdad era el amor la causa de su desgracia… o era el

miedo? ¿Tenía miedo de volver a dejar entrar a Ian en su corazón y arriesgarse al

dolor de concebir y perder otro niño?

Sí. Sí, tenía miedo. Y ahora ya era demasiado tarde. Si al menos anoche hubiera

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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controlado su carácter cuando la lujuria había acallado el terror…

¿E estaba girando el pomo de la puerta? Dios querido. Alzó la cabeza para

observar la puerta. Ian no podía subir tan pronto, ¿verdad? No era posible…

Sí, lo era. La puerta crujió al abrirse. Cerró los ojos dejando caer la cabeza en la

almohada. Ya que no podía dormir, lo fingiría. Oyó otro crujido.

—Sé que estás despierta, Nell —La voz venía de muy cerca.

Abrió los ojos de golpe.

—¡Ack! —El hombre estaba de pie justo al lado de la cama, con el pecho

desnudo para que lo viera todo el mundo. O al menos para que lo viera ella. La luz

de la vela oscilaba sobre la piel dorada y cubría de oro el vello que se le rizaba en el

pecho, en el vientre, bajando hasta…

Al menos todavía llevaba los pantalones puestos.

—Estaba dormida.

Su maldita ceja se alzó. Nunca había podido mentirle de manera convincente.

—¿Qué haces aquí?

Él esbozó una ligera sonrisa.

—¿No es obvio? Me preparo para meterme en la cama.

—¿En la cama? —La voz le salió con un tono agudo. Intentó respirar

profundamente para tranquilizarse—. No debes querer decir que… no irás a… —

Otra respiración profunda—. No estarás planeando compartir esta c-cama conmigo,

¿verdad?

Debería reunir un poco de coraje, pero el corazón le palpitaba demasiado

rápido para pensar.

—Pues sí —Echó una ojeada hacia el otro lado—. Anoche descubrí que el suelo

es muy incómodo.

—Bueno… —Nell desvió los ojos hacia la otra almohada. Estaba demasiado,

demasiado cerca. La cama era demasiado pequeña.

—A menos que quieras cambiarte de sitio y dormir en el suelo. Aunque te

advierto que es absolutamente necesario que Motton cambie la alfombra. Es

demasiado delgada.

Nell miró la alfombra.

—N-no.

—Eso pensaba —Ian se encogió de hombros. Sus músculos se movieron,

distrayéndola. Se moría por tocarle tal como había hecho la noche anterior.

Dios santo. Bueno, la culpa era de él, paseándose sin ni siquiera un trocito de

tela cubriéndole el pecho. Había razones para que los hombres —los hombres

educados— se dejaran puestas las camisas. Bueno, los hombres como Ian.

Pennington era un caso completamente diferente. Pensar en su pecho flaco y

huesudo sin camisa, chaleco y chaqueta provocaba sus sentidos de una manera muy

diferente, de una manera muy desagradable.

¿Y si se daba la vuelta en mitad de la noche y acababa encima de Ian? ¿Y si con

la cara le tocaba la piel cálida del pecho? ¿Y si la mano desnuda se encontraba con

aquella espalda tan fuerte y tan suave? ¿Y si…?

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

- 53 -

¿Y si se dejara de preguntas y se lanzara sobre él ahora mismo?

¿Hasta qué punto podría ser descarada? Quería rodear aquel encantador

órgano que había tocado la noche anterior. Quería sentirlo enterrado profundamente

dentro de ella. Se estremeció.

—¿Tienes frío, Nell?

—No-no.

—Hmm. Pareces bastante acalorada. No te habrás puesto enferma, ¿verdad?

Dios santo, Ian le puso la mano en la frente y luego en las mejillas. Los dedos

eran grandes y algo ásperos.

—No estás caliente.

Oh, seguro que sí que lo estaba. Era un milagro que no se le incendiara la mano.

—Uh —Debería decir algo… ¿qué?—. Hmm —Apartó la cabeza, rompiendo el

contacto.

Recordó con una claridad estremecedora la sensación de aquellos dedos en su

cuerpo, acariciándole los brazos, los pechos…

Él solía dormir abrazado —bueno, enredado— desnudo, caliente y relajado

después de la cópula. ¿Todavía era así?

Se humedeció los labios. ¿Ian podría oler su deseo? ¿Podría oírlo en la forma en

que se le entrecortaba la respiración?

Él retiró la mano.

—¿Entonces tienes miedo? —La voz era áspera—. ¿Te preocupa que te fuerce?

No, lo que le preocupaba es que ella lo forzara a él. Pero no podía decirlo. Sería

muy mortificante. Así que sólo negó con la cabeza y mantuvo los ojos clavados en las

manos incluso cuando Ian soltó un pequeño sonido de disgusto.

—¿Con esto te será más fácil dormir? —Fue hasta la chimenea, cogió el atizador

y lo puso en el centro de la cama. Era oscuro y rígido; restos de ceniza cayeron sobre

las sábanas blancas—. Y me dejaré puestos los pantalones, y me quedaré encima de

las sábanas.

—Oh —La desilusión le hizo un nudo en la garganta del tamaño de un huevo,

pero no podía dejar que Ian pensara que lo deseaba como hacían todas las mujeres de

Londres—. Espléndido. Quizás, después de todo, esta noche pueda dormir.

Alzó la mirada. La cara de Ian parecía de granito. Frunció el ceño cuando

ambos se miraron a los ojos.

—Anoche tú tenías la cama. Creía que habías dormido profundamente.

Nell notó como se sonrojaba.

—Es difícil dormir compartiendo la habitación contigo.

La expresión de la cara del hombre se hizo aún más sombría, si es que eso era

posible.

—Bien, con suerte, esta será la última vez que te verás obligada a ello. Mañana

voy a insistirle a la señorita Smyth para que me encuentre otra habitación.

—Bien —Se le hundió el estómago sólo de pensarlo. ¿Cómo iba a volver a

Pertforth Hall y encontrar alguna vez algo de felicidad?

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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Iba a explotar y volverse loco de atar.

Ian atravesó a grandes pasos el bien cuidado césped de Motton. Si no

abandonaba ese maldito dormitorio, iba a empezar a echar espuma por la boca. El

manicomio no sería lo bastante grande para contener su locura.

Aquella noche había sido un infierno total. Apenas había dormido. Cada vez

que empezaba a adormecerse, Nell hacía un ruidito. Ella no había dejado de dar

vueltas. Ian casi había sospechado que intentaba atormentarlo deliberadamente. No

había sido tan inquieta durmiendo cuando eran jóvenes.

Fulminó con la mirada a una inocente ardilla que había tenido la osadía de

pasar por su camino. Un poco más cerca y habría pisoteado al estúpido roedor.

Cuando eran jóvenes, si ella hubiera estado inquieta, él hubiera tenido una

manera muy eficiente —una muy agradable— de calmarla. Un exhaustivo combate

sexual siempre les había dejado maravillosamente relajados. Pero era obvio que

anoche esa solución no había estado disponible, malditos fueran todos los demonios.

El maldito atizador no había sido el único objeto duro en aquella cama.

Llegó hasta un enorme roble y se dio la vuelta caminando hacia la casa. Todo

esto era ridículo. Ya había sacado a su caballo y cabalgado durante una hora, y

todavía estaba tan… tenso que dolía.

Su caballo no era lo que —a quién— ansiaba montar.

¿Y si probaba en la posada? Sin duda encontraría a una mujer para poder

aliviar el problema que tenía…

No, maldita fuera. No deseaba a una puta, deseaba a Nell. Dios, la deseaba

tanto. Pero ella no le deseaba a él.

Esto era un maldito desastre. Verla otra vez —olerla, oírla, tocarla— había

hecho volver el antiguo anhelo. Por eso no había vuelto a visitar Pentforth. Sabía que

el único modo que podría vivir sin ella era tratando de olvidar que existía. Nunca lo

había conseguido del todo, incluso después de todos estos años, pero había sido

capaz de mantener la necesidad en un nivel manejable de insatisfacción.

Ahora se había convertido en una maldita y furiosa fiebre. No iba a poder

sobrevivir a esta condenada fiesta.

Tenía que divorciarse de ella. Era la incertidumbre de la situación —de acuerdo,

la esperanza— la causa del problema. Una vez que tomara las medidas para terminar

con su matrimonio… bueno, sería el final. Como la muerte.

Si hoy no conseguía su propia habitación, acabaría muerto.

Se acercó a la casa. Hmm. Había un carruaje en la entrada. ¿Cómo iba a

encargarse de esto la señorita Smyth? Tendría que reajustar la distribución de los

dormitorios o encontrar por arte de magia una habitación vacía. Esbozó una ligera

sonrisa. Iba a ser interesante.

Un corrillo de gente obstruía la entrada, Dawson, Lady Grace, la señorita Smyth,

Motton… Nell. Sus ojos se vieron atraídos hacia ella como el hierro al imán.

Maldición. Se obligó a concentrarse en la escena. Había un buen altercado allí.

El conde de Standen había llegado para arrastrar a su hija a casa. El porqué lo

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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hacía era un misterio y, la verdad, a Ian no le importaban los motivos que tuviera el

hombre. Si Lady Grace se marchara, su habitación quedaría de repente libre para él,

aunque no le extrañaría en absoluto que la señorita Smyth encontrara alguna

estúpida razón para que él no pudiera ocuparla. Bien, no le iban a engañar otra vez.

Insistiría con más energía.

—Pero la fiesta aún no ha terminado —decía Motton, sonriendo a Standen—.

¿Por qué no se queda con nosotros? Estoy seguro que podemos encontrarle una

habitación.

¿Encontrarle a Standen una habitación? Malditos todos los infiernos.

—Ah, ¿entonces hay habitaciones de sobra?

Ian iba a conseguir por fin su habitación. Ella estaba encantada, por supuesto.

Había sido muy incómodo y embarazoso compartir un espacio tan pequeño —así

como una cama tan pequeña— con él. Apenas había conseguido dormir un momento

desde que había llegado. Estaba…

No estaba encantada. Se sentía cansada y deprimida.

Nell cerró los ojos y se inclinó en el banco del jardín, un poco hacia atrás,

alzando la cara al sol. Las abejas zumbaban cerca. Los olores mezclados de las flores

flotaban en el aire. El día estaba lleno de vida.

La vida que pasaba de largo ante ella. Cerró los ojos con más fuerza. Éste era el

final. Lo presentía. Cuando Ian se fuera de la fiesta tomaría las medidas necesarias

para empezar con el divorcio. Intentó tragar el enorme nudo que le había aparecido

de repente en la garganta.

¡Estúpida! Eso era lo que ella quería, ¿verdad? Era algo bueno el que Ian tomara

por fin las medidas necesarias para acabar con esta farsa de matrimonio. Había

llegado el momento de que ella siguiera con su vida normal.

Una vida que se extendía gris y solitaria, año tras año, durante tanto tiempo

como ella pudiera imaginar.

—¿Se encuentra bien, Lady Kilgorn?

—¿Qué…? —Nell abrió los ojos de golpe. Lady Oxbury estaba ante ella con una

mirada de preocupación en la cara.

—¿Se encuentra bien? No pretendo ser curiosa, pero, bueno, veo que ha estado

llorando.

—¿Llorando? —Nell se llevó las manos a la cara. Tenía las mejillas húmedas—.

Oh, no. Sólo estoy… demasiado acalorada. Después de todo, hoy hace sol y he estado

sentada aquí un buen rato.

—Lady Kilgorn… —Lady Oxbury suspiró y movió un poco la cabeza como si

apartara las reservas por lo que iba a decir—. ¿Le importa si me siento con usted?

Nell aceptó, por supuesto. No es que estuviera deseando que le obsequiaran

con consejos no solicitados, pero no fue capaz de reunir el tacto —o la energía— para

rechazar con cortesía la compañía de Lady Oxbury. Y además la mujer ya se había

sentado en el banco, al lado de ella.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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—Normalmente no… no suelo… ¡oh, qué tontería! —Lady Oxbury miró a Nell

directamente a los ojos.

Nell bajó la vista como un conejo asustado para contemplarse las manos

entrelazadas en el regazo. Todo esto era muy incómodo.

—Debe saber que todo el mundo, incluso me atrevería a incluir a la señorita

Smyth, es consciente de su extraña y desafortunada situación.

—No estoy segura de lo que usted me…

—Por supuesto que sabe lo que quiero decir. Ha vivido usted separada de su

marido durante toda una década.

—No es tan extraño. Muchas parejas de la sociedad viven separadas, ¿verdad?

—Sí, pero no muchas de esas parejas se casaron tan jóvenes… y por amor.

—Er… —De verdad, de verdad que no deseaba hablar de esto, sobre todo con

una casi desconocida—. Nosotros éramos muy jóvenes, demasiado jóvenes para…

Lady Oxbury soltó un sonido de menosprecio.

—Y estaban muy enamorados, ¿verdad?

No había ninguna razón para mentir.

—Sí. Pero como usted dice, éramos jóvenes, demasiado jóvenes para tener más

juicio. Demasiado jóvenes para mantener…

Esta vez Lady Oxbury resopló de disgusto.

—¡Tonterías! Todavía están ustedes enamorados.

Nell miró boquiabierta a la mujer mayor. ¿Es que no se le iba a permitir

conservar algo de orgullo?

—¿Cómo puede decir tal cosa?

—Porque es la verdad —Lady Oxbury la taladró con una mirada que no

toleraba tonterías—. No se moleste en disimular. He visto el modo en que mira a su

marido. Sus sentimientos no son un secreto para nadie, excepto para él, por lo visto.

—Ohh —Cerró los ojos. Iba a morirse de vergüenza.

—Y él la ama.

—¿Qué? —Los ojos de Nell volvieron a abrirse de golpe y casi se le salen de las

órbitas—. Debe de estar usted, no, está usted equivocada.

—No, no lo estoy —Lady Oxbury se inclinó hacia delante. Nell pensó por un

momento que la agarraría de los hombros y la sacudiría. Y de verdad que las manos

enguantadas de la mujer se alzaron por un momento de la falda.

¿Qué podía decir uno ante tal declaración?

—Oh —Una respuesta débil, para la única que se le ocurría a Nell.

—En efecto —Lady Oxbury movió la cabeza con decisión—. Pero, como la

mayor parte de los hombres, es probable que se niegue a reconocer sus sentimientos

a menos que se le fuerce a ello.

—Oh —Nell se sintió tan monótona como el loro de la señorita Smyth. Más

monótona. Al menos las declaraciones de Theo eran siempre contundentes.

—Sí —Lady Oxbury apoyó las manos en las de Nell—. Por favor entiéndame,

Lady Kilgorn, normalmente no soy tan atrevida, pero esta vez creo que debo hablar

con claridad. No puedo dejar que cometa el mismo error que yo.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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—¿Error? No creo…

—Por supuesto usted no sabe de lo que hablo. Es demasiado joven, y la…

situación nunca llegó a ser un escándalo —La mujer frunció el ceño—. Si hubiera

sido más valiente, y hubiera tenido el valor de seguir a mi corazón…

¿Lady Oxbury lamentaba no causar en escándalo? Era difícil de entender.

—La verdad es que no creo que…

La mujer más mayor le apretó con más fuerza la mano.

—Hace veintitrés años conocí y me enamoré del señor Wilton.

—¿Del señor Wilton? Pero usted se casó con…

—Exacto. Me casé con Lord Oxbury. Los porqués no son importantes. Lo

importante es que amaba a Alex y no luché por ese amor. Dejé que las circunstancias

me arrastraran, y lo he lamentado, he lamentado mi cobardía cada momento de cada

año que hemos estado separados —Suspiró y bajó la mirada hacia sus manos que

todavía tenía apoyadas en las de Nell—. No es que no le tuviera… cariño a mi

marido, pero… —Miró a Nell a los ojos—. Sólo diré que la tristeza obstaculizó

cualquier felicidad que pudiera haber logrado.

—Ya veo —La tristeza. Sí, esa era una emoción familiar.

Lady Oxbury sonrió.

—Afortunadamente, tengo una segunda oportunidad. Vamos a casarnos lo más

pronto posible.

—Ah. Mis felicitaciones más sinceras —Nell intentó sofocar una punzada de

celos.

Lady Oxbury rechazó con un gesto sus buenos deseos.

—Gracias, pero lo importante aquí es usted. No cometa el mismo error que yo.

Sea valiente. Sea decidida. Si ama usted a Lord Kilgorn, luche por él. Puede que no

sea tan afortunada como yo, puede que esta sea su última oportunidad. No deje que

se le escabulla de los dedos.

Lady Oxbury había estado conmovedora, pero no conocía los detalles de su

separación.

—Aprecio de verdad su interés, Lady Oxbury, pero creo que es usted víctima de

un malentendido. Ian no me ama.

—¿Se lo ha preguntado usted?

—¡Claro que no! —Lady Oxbury no estaba conmovedora, estaba loca, total y

completamente loca.

—Y más concretamente, y a esta pregunta sí que puede responder, ¿le ama

usted?

—Y-yo… no es posible que pueda…

—Sea valiente, Lady Kilgorn. ¿Qué puede usted perder? ¿Y no es mejor saber

con seguridad los sentimientos de Lord Kilgorn que pasarse el resto de su vida

preguntándose qué habría pasado si hubiera tenido usted más coraje?

Lady Oxbury miró más allá, y de repente sonrió con tanta alegría que el rostro

casi resplandeció. A Nell no le hubiera sorprendido ver que el señor Wilton había

salido a la terraza.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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—Si me disculpa —Lady Oxbury se había alejado dos pasos hacia la casa antes

de detenerse y volver atrás por un momento—. Recapacite sobre lo que le he dicho,

Lady Kilgorn. Créame. La tristeza no es una grata compañía.

Nell asintió con cortesía y observó como la mujer se apresuraba para reunirse

con el señor Wilton.

—Ella tiene toda la razón.

—¡Aaahhh! —Nell se giró de un salto. La señorita Smyth estaba a la sombra,

apenas a un metro de distancia—. ¿Cuánto tiempo hace que está aquí?

—No hace mucho. He llegado cuando Lady Oxbury la animaba a que reuniera

algo de valor, y de verdad que espero que lo consiga pronto. Lord Kilgorn se

trasladará a su propia habitación esta tarde. Ya no podía hacerlo esperar más.

—Oh —Así que la tía de Lord Motton tenía motivos ocultos al organizar la

distribución de dormitorios. Debería estar enfurecida.

Pero sólo estaba aún más deprimida.

—Oh, en efecto —La señorita Smyth soltó un bufido—. Estaba segura que tenía

usted algo más de brío. Le he proporcionado la oportunidad perfecta para limar

asperezas con su esposo, y por lo que veo, lo ha estropeado todo. ¿Es qué no sabe

cómo seducir a un hombre, Lady Kilgorn?

—Uh…

La señorita Smyth puso los ojos en blanco.

—Pues bien, espero que lo resuelva con rapidez, porque se le ha acabado el

tiempo. Es ahora o nunca. Como ha dicho Lady Oxbury, la tristeza no es una

compañía grata… es una compañía condenadamente desagradable.

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Capítulo 8

¿Qué debería hacer?

Nell estaba sentada a solas en el banco del jardín. La señorita Smyth había

entrado en la casa desentendiéndose de aquella torpe y estúpida cobarde.

Suspiró. Había salido al jardín para tener un poco de paz. Había pasado un

buen número de tardes en la tranquilidad de los jardines de Pentforth, disfrutando

de la quietud, la soledad, la… tristeza.

¿Era la risa de Lady Oxbury la que se oía a través de los árboles? Y luego el

murmullo quedo de una voz masculina y un silencio repentino…

Maldición. Podía imaginarse con todo doloroso detalle lo que el señor Wilton y

Lady Oxbury hacían exactamente entre los arbustos del vizconde de Motton. Debería

estar horrorizada. Pero no lo estaba. Estaba celosa, angustiosamente celosa.

Se presionó con fuerza la frente con las palmas de las manos. Quería, ansiaba el

sonido de la voz de Ian, el roce de sus manos, el sabor de su…

Maldición, maldición, maldición.

Si se presionaba un poco más fuerte la frente, el cráneo se le rompería. Se estaba

ocasionando un terrible dolor de cabeza.

Así que se agarró las manos.

Todo era culpa de la señorita Smyth. La vida le estaba yendo bien hasta que esa

mujer la había invitado a esta terrible fiesta. ¿Por qué sentía la tía de Lord Motton la

necesidad de meterse en las vidas de los extraños? Lo lógico sería que la mujer

tuviera el sentido común —el decoro— de limitar sus oficios a sus propios parientes.

El vizconde ya era mayorcito y estaba soltero. ¿No debería la señorita Smyth estar

ocupada seleccionando una esposa apropiada para él?

Bueno, ya no podía quedarse más tiempo en el jardín. Ya no tendría paz aquí,

no con Lady Oxbury y el señor Wilton escondidos entre los arbustos. Oírlos ya era

bastante malo, encontrárselos sería algo más que embarazoso. Tendría que entrar en

la casa.

¿Y qué haría? ¿Leer un libro? No tenía ganas de leer. ¿Coser un poco? No,

estaba demasiado agitada. Se clavaría la aguja. Si estuviera de regreso a Pentforth

Hall… estaría esquivando las molestas atenciones del persistente y molesto señor

Pennington.

Oh, ¿a quién trataba de engañar? Sería más cierto decir que su vida no iba bien

antes de recibir la misiva de la señorita Smyth. La verdad es que no iba en absoluto.

Había estado tan congelada como el lago en invierno.

Durante los últimos diez años sus días habían sido una procesión monótona de

obligaciones mecánicas. Ni siquiera obligaciones. Nadie dependía de ella. Nadie

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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echaría en falta cualquiera de las pequeñas tareas que hacía para llenar el tiempo.

Le habían dado esta última oportunidad para escoger un camino nuevo. Podía

seguir teniendo miedo y limitarse a vivir —existir— como lo estaba haciendo. O

podía ser valiente y arriesgarse para encontrar la felicidad que había tenido una vez.

Lady Oxbury y la señorita Smyth tenían razón. Ella no tenía nada que perder.

Ian recorrió con la mirada el cuartito. ¿Cómo diablos había sobrevivido los dos

últimos días? Y para ser más específicos, ¿cómo malditos infiernos había sobrevivido

las dos últimas noches? Observó aquella cama tan estrecha. Era un milagro que no se

hubiera vuelto loco. Cada vez que Nell se había movido, él lo había sentido; cada vez

que ella había hecho el ruido más leve, él lo había oído. La había deseado tanto que le

había dolido.

Cambió la postura, colocándose los pantalones. Todavía le dolía, pero había

llegado el momento de pasar página. De cerrar una época. Había pasado una década

deseando y sufriendo, y esas emociones inútiles no le habían traído ni siquiera un

poco de felicidad. O de satisfacción. O incluso de resignación. Ya había acabado de

desear que se pudiese cambiar el pasado. No podía ser. Ya era hora de seguir

adelante.

Y que se fuera todo el mundo al infierno por el maldito vacío que sentía en el

estómago al pensar en ello.

Al menos había obligado a la señorita Smyth a admitir lo obvio. Con la marcha

de Lady Grace sólo el más idiota de los idiotas se creería que no había ninguna

habitación disponible, y él todavía no lo era. Oh, la mujer había intentado colarle

algún cuento acerca de que les llevaría varios días preparar el cuarto, pero él no lo

aceptó. Luego había intentado sermonearle acerca de Nell, algo que tampoco aceptó.

La había cortado antes de que ella hubiera podido decir tres palabras.

Cogió la bolsa. Así que por fin se trasladaba. Por fin tendría algo de paz. Por

fin…

Oyó un susurro de tela detrás de él, el roce de un zapato en la alfombra. Se dio

la vuelta.

Nell estaba en la puerta.

Dios. Sintió como si le hubieran dado una patada en el estómago… o más abajo.

Apretó los dientes. Así que se había estado mintiendo a sí mismo. Todavía

deseaba que el pasado pudiera deshacerse. No importaba. Nell había terminado con

él.

—Nell —Seguro que la voz sonaba correcta y distante. Había tenido años de

práctica para esconder sus emociones.

Ella entró —trastabilló, para ser más exactos— en la habitación y cerró la

puerta. ¿La muchacha estaba enderezando los hombros? Desde luego por la

mandíbula parecía muy decidida. De repente le vino a la cabeza una imagen de ella

de joven, insistiendo en que podía subir al árbol más grande del lago, si bien él sabía

que Nell le tenía terror a las alturas.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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¿Qué es lo que estaba pasando?

—¿Te estás trasladando, Ian?

Él se encogió de hombros.

—La señorita Smyth por fin ha accedido a darme mi propia —carraspeó—

cama. —Maldición. ¿Por qué no había dicho “habitación”? No, tenía que decir cama.

Estaba igual de mal que un colegial enloquecido por la lujuria. ¿Lo habría notado

Nell? No lo parecía—. No podía negármela, con Lady Grace allí, marchándose.

Nell se estaba mordiendo el labio.

—No, supongo que no podía —Le echó una mirada a la cama—. Estarás más

cómodo —dijo y se sonrojó.

—La cama —Por el amor de Dios. No podía ser que él también se estuviera

sonrojando, ¿verdad?—. Quiero decir, esta habitación es bastante estrecha.

Ella asintió. Se estaba mordiendo otra vez el labio y con las manos se retorcía la

falda. Debería irse ya. Ambos estarían más cómodos cuando esta conversación —esta

conversación en extremo embarazosa— se acabara.

Una vez que hubiera traspasado esa puerta, dejaría atrás el pasado. La

juventud.

El corazón.

Ridículo. Sonaba como un actor en una función de las malas. ¿Y qué si se sentía

como si le cortaran una parte de él? A veces la amputación era necesaria para salvar

al paciente. Dio un paso hacia la puerta.

Nell no se movió. Si acaso, parecía aún más decidida. Dejó de retorcerse las

manos y en vez de eso agarró el vestido cerrando los puños. El pobre vestido iba a

quedar bastante arrugado.

Lo miró con el ceño fruncido y con la mandíbula tan rígida como el granito.

¿Iba a tener que apartarla para salir de la habitación?

—¿Quisiste al bebé, Ian?

El estómago le dio un vuelco.

—¿Qué? ¿El bebé? —¿Por qué hablaba ahora del bebé? Nunca antes habían

hablado de este tema.

—¿Quisiste al bebé? —Su voz ahora era tenue, tensa, tambaleándose al borde de

las lágrimas.

Él también sintió que se tambaleaba. Como si tuviera los ojos vendados,

obligado a atravesar un abismo con sólo una cuerda delgada como puente. Un paso

equivocado y se precipitaría con rapidez a un pantano de emoción, dolor y

arrepentimiento.

—Por supuesto. Por supuesto que quise al bebé, Nell.

Ella todavía estaba allí de pie, rígida, bloqueando la puerta.

—Nunca lo dijiste.

—Yo… —¿Nunca lo había dicho? Seguro que sí. Bueno, quizás no. Los

recuerdos de aquella época eran oscuros y confusos. Se había entristecido cuando fue

obvio que Nell perdería al hijo de ambos. Se había sentido tan orgulloso por haberla

preñado, como el arrogante cachorro que había sido. Pero entonces creía que lo

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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intentarían otra vez.

Era verdad, no había sentido la pérdida tanto como Nell. Había estado más

alterado por su dolor. Había odiado verla tan perturbada. Había querido con

desesperación arreglar las cosas, curarla y que volviera a ser feliz otra vez.

Ahora Nell estaba llorando, con las lágrimas deslizándose por las mejillas, las

manos todavía agarrando la falda y el cuerpo rígido.

—Por supuesto que quise al bebé, Nell —Quizás este momento era como tenía

que ser. Debían compartir esta verdad antes de separarse—. Pero a ti te quería más.

Me dejaste fuera —Oyó el dolor de su propia voz. Sorbió por la nariz; tenía los ojos

mojados. Estúpido. No era ningún petimetre sensiblero para llorar por el pasado—.

Nunca entendí, y sigo sin entenderlo, por qué te tuve que perder a ti también.

Ella negó con la cabeza mientras se llevaba las manos a la cintura.

—No me perdiste.

—Sí que lo hice. Me echaste fuera, fuera de tu cama, de tu vida y de tu corazón.

—No. E-es sólo que dolía tanto. Y tenía tanto miedo —Ella estaba llorando

ahora con fuerza, hablando con voz rota—. Todo fue culpa mía. Lo siento tanto, Ian.

Él dejó caer la bolsa y se acercó un paso a ella. Seguía sin soportar verla sufrir.

—Nell, no fue culpa tuya.

—Sí que lo fue. Perdí a nuestro bebé, Ian.

—No.

—Sí. Te falle a ti, a tu clan… a todo el mundo.

—No —Quería consolarla, pero esperaría a que ella cerrara la distancia entre los

dos. Era su decisión—. Tú no fallaste. Fue sólo el destino o la mala suerte o… —¿O

qué? ¿Cómo podía explicar él las tragedias de la vida? ¿La voluntad de Dios? ¿La

maldición de Dios? No, él nunca creería que Dios fuera tan cruel—. Son cosas que

pasan, Nell. A veces las cosas sólo pasan.

—Pero perdí a nuestro bebé.

El niño de los dos, nacido del amor, un amor joven, dichoso, lleno de

esperanzas, salvajemente romántico. ¿Habían tenido solamente suficiente amor para

un niño? Nunca se lo había planteado así.

—Nuestro bebé murió, Nell. Tú no lo perdiste. Algo fue mal. No fue culpa tuya

—Calló por un momento y tragó—. Nunca he llegado a entender por qué no

pudimos probar otra vez.

Ella sacudió la cabeza como si quisiera lanzar a lo lejos los recuerdos.

—No estaba preparada.

—¿Y yo te presioné? —¿Las cosas habrían sido diferentes si hubiera esperado

un poco más para volver a su cama? Pero había esperado lo que parecía una

eternidad… al menos para un muchacho de veinte años.

—No. Sí. No lo sé. Y-yo tenía tanto miedo —Negó con la cabeza—. Me

equivoqué.

—Eras joven. Los dos éramos jóvenes. Deberías, deberíamos, perdonarnos.

Probablemente se habían casado demasiado jóvenes. Muchos de sus amigos le

habían dicho que cometía un error, que debería primero correrse algunas juergas.

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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Pero él había estado tan seguro.

Se pasó una mano por el pelo.

—Fui detrás de ti, Nell, pero te negaste a verme. Me dolió. Te escribí, pero no

contestaste, y volvió a dolerme. Ya no sabía qué más hacer.

—Lo sé, lo sé, lo siento —Nell se limpió las mejillas con los dedos—. Era tan

desgraciada, estaba tan absorta en mi dolor, que era incapaz de pensar en nada, o en

nadie, excepto en mí —Sorbió y después se enderezó. Aquella mirada extraña y

decidida había vuelto a sus ojos—. Pero si estás dispuesto, si puedes perdonarme, me

gustaría volverlo a intentar.

¿La había entendido bien?

—¿Intentar otra vez el qué?

—Hacer un bebé.

—Ah —Las rodillas estaban a punto de doblársele. Iba a desplomarse como un

guiñapo a sus pies. A ella le gustaría intentar otra vez hacer un bebé. Bien. Él desde

luego estaba impaciente por hacerlo. Más que impaciente. Si ella se acercara un poco.

Había jurado que dejaría que fuera ella la que cerrara la brecha que había entre ellos,

pero si Nell no lo hacía pronto, se temía que rompería aquel voto.

Una parte muy insistente de él intentaba saltar la brecha ella solita.

Ella se movió… sólo para colocarle una mano en el pecho, manteniéndolo

alejado.

—Pero debes comprender algunas cosas, Ian.

—Sí —Mantuvo las manos en los costados por una ejercicio extremo de

voluntad—. ¿Qué cosas?

—Nunca he tenido nada, nada, ni con el señor Pennington, ni con nadie. Tú has

sido el único hombre que se ha metido en mi cama.

—Bien —Eso era importante. Se decía a sí mismo que era importante. Y le decía

a su impaciente órgano que fuera paciente. Estaba encantado de haber sido el único

amante de Nell, pero lo que de verdad, de verdad quería era dejar de hablar y

empezar la parte de amante—. Te creo.

—Y a partir de hoy voy a ser la única mujer en tu cama. No habrá más amantes.

—Ah.

—¿Me lo prometes? —Lo estaba mirando con el ceño fruncido, pero también

parecía insegura—. ¿Me lo juras?

Tal vez él también tuviera una pregunta que hacerle. Por mucho que le gustaría

meterse en aquella cama con Nell, tal vez había algo más importante.

—¿Vas a ser una esposa para mí? Esto no se trata sólo de tener un hijo,

¿verdad? También se trata de tener una vida juntos. Porque he de decirte que

perderte una vez ha sido suficiente. No puedo pasar por eso otra vez. No

sobreviviría.

Ella alzó la otra mano y la unió a la primera, y dio el primer paso para juntar los

dos cuerpos.

—Sí. Quiero ser tu esposa, Ian, y la madre de tus hijos, si Dios quiere.

—¿Y si Dios no quiere, Nell? ¿Si no somos bendecidos con chiquillos, seguirás

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siendo mi esposa?

—Sí. Sí, Ian, lo seré.

—Entonces te juro que no habrá otras mujeres. Es fácil jurarlo, Nell. Nunca he

deseado a otras mujeres, excepto a ti. Cuando me metí en otras camas, y lo hice, pero

sólo después que me abandonaste, siempre deseaba que fueran tú. Nunca he dejado

de amarte. Nunca.

Ella cerró los ojos por un momento. Le creía. Le creía de verdad.

—Yo tampoco he dejado de amarte, Ian —Levantó una mano de su pecho para

acariciarle la mejilla—. Te he echado tanto de menos. Durante mucho tiempo no sentí

nada. Nada en absoluto. Estaba tan congelada como el lago Kilgorn en invierno. Pero

ahora… el verte otra vez ha derretido el hielo que me envolvía el corazón.

Él esbozó una ligera sonrisa, pero sus ojos eran decididos, casi tensos.

—Me gustaría derretirte más, Nell. Me gustaría… Desearía… ¿crees que

podríamos ir a la cama ahora?

—Ahora —Ella se sonrojó—. Pero si apenas ha pasado el mediodía.

Él le cubrió la mano con la suya.

—Eso nunca nos detuvo antes.

—No —Nell sintió que se ruborizaba aún más. Las palpitaciones en la parte de

debajo de su cuerpo habían empezado otra vez—. Pero ahora somos más viejos.

—Más viejos, pero no viejos. No decrépitos.

Ella se puso a reír.

—No, no decrépitos.

—Y ha pasado tanto tiempo desde la última vez que te toqué. Estas dos últimas

noches han estado a punto de volverme loco. Y ahora estás aquí. Diciendo que deseas

—su voz se volvió más baja, más ronca, más profunda— intentar hacer un niño.

Calor y humedad se unieron en la parte baja de su vientre y entre las piernas.

De repente estaba ardiendo. La ropa la apretaba demasiado, la restringía demasiado.

¿Por qué estaban esperando?

—Por favor, Nell. Por favor deja que te haga el amor ahora.

Y entonces ella sonrió. Había prometido ser valiente; ahora sería atrevida. Era

su esposo y tenía razón. Había pasado demasiado tiempo desde que él había sido un

esposo de verdad para ella. Dejó caer las manos y empezó a desabrocharle los

botones del chaleco.

—De acuerdo, si insistes —Sus dedos se detuvieron. Habían sido jóvenes e

inexpertos la última vez que lo habían hecho. Ella tenía todavía poca práctica, pero

él…—. Han pasado diez años. Quedarás desilusionado.

—¿Cómo puedo quedar desilusionado, Nell? Por fin estoy con mi esposa, a la

que amo.

—Pero no sé nada; no he aprendido nada…

Él le puso los dedos sobre los labios.

—Hace dos noches fuiste muy inventiva.

¿Él se refería a…? Nell se sonrojó.

Ian sonrió.

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—Hemos razonado, hablado y discutido bastante, Nell. Ahora toca sentir —Y

sustituyó los dedos por los labios. Eran cálidos y firmes y… reconfortantes.

Acogedores—. Recuerda —murmuró cuando movió los labios hacia los párpados—.

Tenemos toda la tarde y toda la noche para aprender juntos. Tenemos toda una vida.

No hay prisa.

Deslizó los labios hasta la mandíbula y luego a ese lugar tan sensible detrás de

la oreja. A Nell se le aflojaron las rodillas, tuvo que aferrarse a él o se hubiera

desplomado.

Ian volvió a besarla en la boca y metió la lengua dentro. La caricia era urgente,

devoradora.

Ella se apretó contra él. Quería ser devorada. Deseaba con todas sus fuerzas

estar tan unida a aquel hombre que nadie pudiera saber donde terminaba ella y

donde empezaba él. Nunca, nunca volvería a separarse de él.

Estaban separados por demasiada ropa.

Ian debía haberle leído la mente.

—Este vestido es precioso, Nell, pero sería aún más precioso en el suelo —

susurró mientras movía las manos para encargarse de los botones.

—Mmm —Sus dedos eran muy ágiles. Si había aprendido… no, no iba a pensar

en las otras mujeres. Y la verdad es que le quitaba la ropa tan rápido como al

principio de estar casados.

El vestido cayó al suelo, seguido rápidamente por el corsé y las enaguas. El aire

frío de la habitación se deslizó por su piel, endureciéndole los pezones.

—Nell —Ian intentó cogerla, pero ella le detuvo poniéndole otra vez la mano en

el pecho, mejor dicho, en el chaleco. En su muy elegante, y también muy inoportuno

chaleco. Nell sólo había conseguido abrir un botón cuando se había distraído.

Él frunció el ceño.

—¿Qué?

Ella lo miró con una sonrisa, encantada de la mirada ardiente y apasionada de

Ian.

—Es mi turno —Y pasó al segundo botón.

—Puedo hacer que esto vaya más rápido.

—Oh, entonces de lo que se trata es de la velocidad. Me parece recordar… muy

vagamente, ya sabes… una vez me dijiste que lo más rápido no era siempre lo mejor.

Él soltó una carcajada breve y jadeante.

—¿Yo dije eso? No creo que tuviera tanto juicio cuando era apenas un

muchacho.

—Eras más que un muchacho.

Él pegó un brinco, inspirando con brusquedad cuando las manos de Nell,

después de desabrochar el último botón del chaleco, rozaron la considerable

protuberancia bajo los pantalones.

—No, apenas era más que un niño.

Ian trazó un círculo alrededor de uno de los pezones cuando ella tiró de la

camisa para sacarla del cinturón. Fue su turno para inspirar con brusquedad. Un

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calor húmedo inundó la parte de ella que estaba más ansiosa de sentir sus caricias.

Quizás ir lento no sería posible esta vez, pero Nell lo intentaría mientras pudiera.

—Quítate la camisa.

—Será un placer —Ian dejó caer el chaleco por los hombros y agarró el bajo de

la camisa, tirando de ella con fuerza, se la quitó por la cabeza y la tiró a un rincón.

Luego cogió a Nell y la acercó a él, deslizándole las manos por todo el cuerpo, desde

los hombros bajando por la espalda, a lo largo de la cintura hasta las nalgas

redondeadas y vuelta atrás hasta rozar los costados de los pechos que estaban

apretados contra su torso.

Las manos de Nell también estaban ocupadas, explorando. La piel de Ian era

suave, pero los músculos eran fuertes. Apoyó la cara en su pecho y respiró

profundamente. Él olía a… hogar. No a Pentforth, ni siquiera a Kilgorn Castle, sino

como el brezo y el sol, como Escocia. Como Ian.

Ian, que todavía llevaba puestos los pantalones. Los notaba ásperos al rozarle la

piel, y la cresta dura escondida en ellos le presionaba con urgencia el vientre.

Ella se movió, e Ian dejó que se apartara sólo lo justo para llegar a los botones.

—Ah, muchacha, estaba esperando que llegaras ahí.

—Me sería imposible olvidarlo, ¿verdad? Estás empujando con bastante

insistencia.

—Sí. Estoy muy, muy… —se le cortó el aliento cuando ella liberó el último

botón— impaciente. Oh, Nell.

Ella lo rodeó con las manos. Era largo y grueso. Y cálido. Frotó una gota de

humedad que había en la punta.

—Nell —Su voz ahora parecía muy tensa. Estaba jadeando. Bien, ella también

jadeaba—. Este juego es encantador, pero es hora de terminarlo. Ya no puedo esperar

más.

Ella se estiró, restregándose los pechos contra él.

—Sólo estaba haciendo tiempo hasta que asumieras el mando, Ian, tal como

siempre hacías.

De la garganta de Ian salió un profundo gruñido.

—Y yo que creía que era un caballero, sometiéndome a los deseos de una dama.

—Oh —Nell le besó la mandíbula—. Bien, pues esta dama desea ser llevada de

inmediato a la cama.

—Ya veo —dijo él con una amplia sonrisa—. Entonces estaré encantado de

obedecer. —La levantó en brazos y la dejó sobre la estrecha cama.

Se detuvo un momento para mirarla. Nunca hubiera pensado que la vería así

otra vez, con el pelo negro extendido sobre la almohada, los hombros blancos y

cremosos. Amaba la mente y el corazón de Nell, pero también amaba muchísimo su

cuerpo, las elegantes elevaciones de sus pechos con aquellos preciosos pezones

rosados, la curva delicada de la cintura que se deslizaba hasta la expansión generosa

de las caderas, los hermosos rizos oscuros que marcaban el lugar donde él entraría

dentro de un momento.

Ian se inclinó para quitarle los zapatos y bajarle las medias, pasando despacio

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las manos por las rodillas y las pantorrillas. Inspiró el olor almizcleño de su

necesidad.

Ya no podía resistir más. Se inclinó con rapidez y la besó allí, bebió…

—¡Aaahhh! —Nell le agarró del pelo e intentó apartarle—. ¿Qué haces?

Él movió la lengua sobre su sexo.

—¿Te gusta, Nell? —Deslizó las manos bajo las caderas, levantándola para

poder beber con más profundidad, lamiendo el pequeño punto de carne tan sensitivo

que estaba escondido allí.

—Oh. Ah. Ohh.

—Dime, ¿te gusta?

—Sssí.

Ella estaba ardiendo, jadeando, retorciéndose entre las sábanas. Olía a mujer, a

pasión y a Nell. No recordaba haber sido nunca tan feliz.

Un órgano en particular insistente le recordó que muy pronto sería aún más

feliz. Mucho más pronto si seguía con esto.

Nell, muchacha sabia, por lo visto estaba de acuerdo.

—Ian —Le tiró otra vez del pelo—. Ahora. Por favor. No quiero esperar más.

Él le bajó las caderas y se recostó sobre ella.

—Yo tampoco quiero esperar más —La besó en la boca con lentitud, luego pasó

a los pechos, a los pezones. Mmm. Chupó mientras deslizaba un dedo sobre la carne

mojada y sensible de la entrada a su sexo.

Las caderas de Nell se estremecieron con fuerza y ella gritó.

—Ian, quítate los pantalones ahora. No puedo esperar más.

—Sí, milady. Cómo usted desee —Salió de la cama y del resto de su ropa.

Nell lo miraba entre una neblina de deseo. Ella literalmente padecía por él. El

pasado, el presente… todo se reducía a este cuarto, esta cama, la pequeña abertura

entre sus muslos que lloraba por él. Estaba loca de lujuria, y de amor.

Ian vino hacia ella y Nell abrió las piernas para darle la bienvenida. En el

momento en que él la tocó ahí, ella empezó a deshacerse. Cuando la penetró, su

cuerpo se estremeció y se apretó alrededor de él. Ian se movió una vez, dos veces… y

entonces ella sintió cómo su semilla cálida la llenaba.

¿Le había dado él la vida? ¿Habían empezado un niño?

Habían empezado de nuevo su amor, su matrimonio. Si los hijos venían, sería

una bendición adicional. Ella suspiró y con las manos le recorrió la espalda mojada

por el sudor. Le pareció que iba a estallar de tanto amor que la llenaba.

Ian se rió entre dientes.

—Ha sido rápido.

—Mmm.

—Por lo general no soy tan rápido, ¿sabes?

—Mmm. Yo también he sido rápida.

—Dios, Nell —suspiró él con los ojos cerrados y apoyó la frente en la de ella—.

Te he extrañado.

Nell le acarició la mandíbula.

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—Yo también.

—¿No cambiarás de opinión? ¿No me dejarás otra vez? No podría soportarlo si

lo hicieras —Susurró las palabras sobre su boca.

—No, Ian, he aprendido bien la lección —aseguró ella, pasándole los dedos por

el pelo—. Voy a aferrarme a ti como una enredadera.

La comisura de la boca de Ian se curvó y movió las caderas.

—¿Una enredadera? ¿Te parece que ahora estamos bastante juntos? ¿Quieres

que te mantenga adherida a mí de esta manera?

Nell soltó una risita y notó como se iba poniendo más duro dentro de ella.

—Sí, por favor.

—Mmm —La besó otra vez, y luego levantó la cabeza—. ¿Qué pasa? —Frunció

el ceño al tocarle las lágrimas con los dedos—. Estás llorando.

—Son lágrimas de alegría —dijo ella limpiándose las mejillas—. He estado tan

preocupada desde que he venido aquí… desde antes de venir —Soltó otra risita—.

No he estado durmiendo muy bien que digamos, ya sabes.

—Sí —La otra comisura de la boca se curvó también hacia arriba—. Sí lo sé muy

bien. Yo tampoco he estado durmiendo mucho —Se inclinó para besarla en la nariz y

movió otra vez las caderas—. Iremos a… —Calló de golpe y luego salió con rapidez

de su cuerpo, tapándolos a los dos con la colcha.

—No te…

Ian le puso un dedo en los labios y la miró con una amplia sonrisa.

—Tengo el oído muy fino… el resultado del tiempo que he malgastado lejos de

ti. Estamos a punto de tener compañía.

—¿Qué? —Nell desvió la mirada hacia la puerta. Sin duda se estaba abriendo.

Nell se metió más bajo el cubrecama cuando Annie entró con un montón de ropa.

—La señorita Smyth me ha dicho que usted estaría aquí, milady, así que… —

Annie por fin miró hacia la cama. Se quedó boquiabierta… y luego les dedicó una

amplia sonrisa—. Bueno, ¿hay alguna novedad?

Nell estaba segura que se iba a morirse de vergüenza. Miró a Ian, ¡el hombre se

desternillaba de risa! Era obvio que no sería de ninguna ayuda. Carraspeó.

—¿Querías algo, Annie? Lord Kilgorn y yo estábamos… —Ian todavía estaba

riéndose a carcajadas. Estaba claro que ella no iba a contar lo que estaban haciendo,

aunque sólo un idiota no adivinaría la respuesta—. Bueno, ¿necesitas algo?

Annie también se había echado a reír.

—No, milady. Ya me voy. Le diré a la señora Gilbert que no tiene que

preocuparse por preparar la habitación para milord —Abrió la puerta—. Mamá estará

tan contenta.

Nell se dejó caer sobre las almohadas en el momento en que se cerró la puerta.

Ian se reía tanto que unas gruesas lágrimas le bajaban por las mejillas y respiraba con

dificultad.

—Oh, basta. En unos minutos toda la casa sabrá con exactitud lo que estábamos

haciendo.

Eso le hizo reaccionar. Dejó de reírse y le puso una de sus enormes manos sobre

SALLY MACKENZIE EL LAIRD DESNUDO

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un pecho.

—Espléndido. Voy a asegurarme de estar a la altura incluso del chismorreo más

escandaloso.

—Pero… oh. Hmm. Mmm.

Nell decidió que en realidad no tenía ganas de discutir.

** ** **

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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

SALLY MACKENZIE

Sally MacKenzie decidió que quería ser escritora siendo niña.

Sin embargo, optó por estudiar la carrera de Derecho, aunque no

estaba muy convencida de querer ejercer como abogada. Se casó con

su novio, compañero de facultad, y cuando tuvieron su primer hijo

Sally decidió dar el gran salto y empezar a conseguir su ansiado

sueño. Pero sus quehaceres como madre no la dejaron tiempo para

prácticamente nada que no fuera cuidar de sus «retoños». Cuando

sus hijos fueron a la universidad, ¡por fin!, Sally se dedicó de lleno a

la escritura.

EL LAIRD DESNUDO

La fiesta en casa del vizconde prometía ser una de las mejores de la temporada,

y Lord y Lady Kilgorn están encantados de asistir. Ojalá este matrimonio separado se

hubiera dado cuenta de que ambos estaban invitados, y que se les había asignado el

mismo dormitorio…

SERIE NOBLEZA AL DESNUDO

*The Naked Laird (2009) - El laird desnudo

1. The naked Duke (2005) - El Duque desnudo (2005)

2. The naked Markis (2006) - El Marqués desnudo (2007)

3. The naked Earl (2007) - El Conde desnudo (2007)

4. The naked Gentleman (2008) - El caballero desnudo (2008)

5. The naked Baron (2009) - El Barón desnudo (2009)

7. The naked Viscount (2010)

** ** **

Título original: The Naked Laird

© 2009 Sally MacKenzie

Dentro de la antología Lords of Desire

Editorial original: Kensington, Marzo/2009

ISBN original: 0-7582-2965-8