El lugar del hombre en el universo

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1 EL LUGAR DEL HOMBRE EN EL UNIVERSO “Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú has establecido, digo: ¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, y el hijo del hombre para que lo cuides?” (SALMOS 8: 3-4) Es tarea necesaria que los herederos del Reino Venidero ofrezcan al mundo científico de hoy respuestas acerca del propósito Divino de la creación del universo y de las verdades espirituales de un ser que, hecho a imagen y semejanza de Dios, se cuestiona cuál es su razón de ser, qué lugar ocupa como criatura beneficiaria de un rincón de un universo tan excelso, y cuál es la esperanza que cabe albergar en el contexto de una civilización seriamente preocupada por su destino. Cuestiones sobre la pequeñez del hombre como criatura física, la efímera duración de sus días en comparación con los fenómenos cosmológicos, y aspectos fascinantes relacionados con la exuberante generosidad energética provista por Dios en el universo darán paso a una interpretación teológica de la naturaleza espiritual del hombre y su perspectiva eterna por medio de la redención de Jesucristo. La dimensión espacio-temporal Los intentos del hombre por averiguar su lugar como parte del universo que le rodea llevan asociados la experimentación de sensaciones de estremecimiento ante lo excelso e inefable de la grandeza del cosmos. Parte de nuestro esfuerzo por comprender nuestro universo nos ha obligado a diseñar unidades de medida que nos sirvan para operativizar los datos procedentes de la investigación científica (año luz, unidades astronómicas, pársec). ¿Cómo, de otra manera, podría el hombre expresar distancias como 2.200.000 años luz, equivalente a la distancia de nuestra galaxia más cercana, Andrómeda? Dispongámonos para un fascinante viaje a través de un universo infinitamente grande y, a la vez, infinitamente pequeño e intentemos asimilar la siguiente cifra: 10.000 millones de años. Parece un tiempo “ligeramente” superior a la esperanza de vida de un hombre. ¿No es así? Ahora imaginemos un objeto moviéndose a la velocidad de la luz (aproximadamente 300.000 Km/s) durante aquellos 10.000 millones de años. Si hemos sido capaces de imaginarnos aquel escenario, habremos llegado a cubrir casi la distancia que nos separa de las radiogalaxias más lejanas descubiertas hasta ahora (Villar y Pérez, 2006). Estamos hablando de una distancia que supera con mucho la imaginación humana (10.000 millones de años recorriendo 9.460.990.821.000 Km. cada año). Aquel será entonces el tiempo que necesita la luz de las mencionadas radiogalaxias para llegar a nosotros. Si redujésemos aquella distancia hasta alcanzar el diámetro terrestre, es decir, 12.756 Km, y en consonancia redujésemos el diámetro terrestre en la misma proporción, encontraríamos que ¡su diámetro queda en una medida prácticamente inexistente en comparación con el diminuto diámetro de un átomo! (10 -8 cm). Jugando con las proporciones y una vez reducido nuestro planeta a dicha escala, ¿cuál sería el tamaño de un hombre? La ciencia ha encontrado que el hombre es absoluta y literalmente insignificante físicamente hablando en el contexto de un universo de magnitudes descomunales. Si trasladamos nuestro argumento a la dimensión temporal, comparando la duración de la vida media del hombre con los datos más fiables disponibles actualmente sobre la edad del universo (13.700 millones de años reconocidos por la comunidad científica internacional), no es necesario aplicarse en arduos cálculos para determinar que la

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EL LUGAR DEL HOMBRE EN EL UNIVERSO

“Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú has establecido, digo: ¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes, y el

hijo del hombre para que lo cuides?” (SALMOS 8: 3-4)

Es tarea necesaria que los herederos del Reino Venidero ofrezcan al mundo científico de hoy respuestas acerca del propósito Divino de la creación del universo y de las verdades espirituales de un ser que, hecho a imagen y semejanza de Dios, se cuestiona cuál es su razón de ser, qué lugar ocupa como criatura beneficiaria de un rincón de un universo tan excelso, y cuál es la esperanza que cabe albergar en el contexto de una civilización seriamente preocupada por su destino. Cuestiones sobre la pequeñez del hombre como criatura física, la efímera duración de sus días en comparación con los fenómenos cosmológicos, y aspectos fascinantes relacionados con la exuberante generosidad energética provista por Dios en el universo darán paso a una interpretación teológica de la naturaleza espiritual del hombre y su perspectiva eterna por medio de la redención de Jesucristo. La dimensión espacio-temporal Los intentos del hombre por averiguar su lugar como parte del universo que le rodea llevan asociados la experimentación de sensaciones de estremecimiento ante lo excelso e inefable de la grandeza del cosmos. Parte de nuestro esfuerzo por comprender nuestro universo nos ha obligado a diseñar unidades de medida que nos sirvan para operativizar los datos procedentes de la investigación científica (año luz, unidades astronómicas, pársec). ¿Cómo, de otra manera, podría el hombre expresar distancias como 2.200.000 años luz, equivalente a la distancia de nuestra galaxia más cercana, Andrómeda? Dispongámonos para un fascinante viaje a través de un universo infinitamente grande y, a la vez, infinitamente pequeño e intentemos

asimilar la siguiente cifra: 10.000 millones de años. Parece un tiempo “ligeramente” superior a la esperanza de vida de un hombre. ¿No es así? Ahora imaginemos un objeto moviéndose a la velocidad de la luz (aproximadamente 300.000 Km/s) durante aquellos 10.000 millones de años. Si hemos sido capaces de imaginarnos aquel escenario, habremos llegado a cubrir casi la distancia que nos separa de las radiogalaxias más lejanas descubiertas hasta ahora (Villar y Pérez, 2006). Estamos hablando de una distancia que supera con mucho la imaginación humana (10.000 millones de años recorriendo 9.460.990.821.000 Km. cada año). Aquel será entonces el tiempo que necesita la luz de las mencionadas radiogalaxias para llegar a nosotros. Si redujésemos aquella distancia hasta alcanzar el diámetro terrestre, es decir, 12.756 Km, y en consonancia redujésemos el diámetro terrestre en la misma proporción, encontraríamos que ¡su diámetro queda en una medida prácticamente inexistente en comparación con el diminuto diámetro de un átomo! (10-8 cm). Jugando con las proporciones y una vez reducido nuestro planeta a dicha escala, ¿cuál sería el tamaño de un hombre? La ciencia ha encontrado que el hombre es absoluta y literalmente insignificante físicamente hablando en el contexto de un universo de magnitudes descomunales. Si trasladamos nuestro argumento a la dimensión temporal, comparando la duración de la vida media del hombre con los datos más fiables disponibles actualmente sobre la edad del universo (13.700 millones de años reconocidos por la comunidad científica internacional), no es necesario aplicarse en arduos cálculos para determinar que la

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duración comparativa de la vida de un hombre es más fugaz que una millonésima de segundo. Y no solo la duración de nuestra vida, sino la existencia de nuestra especie como tal; un tiempo insignificante, irrisorio para la cosmología. Acabamos de llegar. En un tiempo miles de veces más pequeño que un abrir y cerrar de ojos se ha producido toda la historia de la civilización humana. Así pues, el universo tiene una masa y unas proporciones que dejan a nuestro planeta –y por extensión a nosotros mismos– en la más diminuta expresión de la existencia física. Y no solo eso, sino que la duración de dicha existencia se reduce a un instante temporal tan efímero como incuantificable en comparación con los fenómenos cosmológicos. Una vez más dirijamos nuestro pensamiento hacia otro aspecto de la creación; la energía. ¿Cuál es la razón por la que nos preocupamos tanto por la energía? ¿Será que todo cuanto se hace en nuestro mundo consume energía? Todos nuestros actos, el mantenimiento de lo que hemos logrado, el movimiento necesario para la vida, todo requiere un trasiego de energía sustentadora sin la cual nada se puede hacer. La civilización actual está obsesionada por la obtención de energía ignorando que la disposición energética del universo es sobrecogedora e ilimitada, la cual pertenece al creador de dicho universo: Dios. Bastaría con hacer una lectura simple del extraordinario hallazgo de Einstein (E=mc2, la energía es igual al producto de la masa por la velocidad de la luz al cuadrado) para entender cuán insondable generosidad ha puesto Dios en cada mota de polvo del universo material que conocemos. Aún la masa más diminuta que podamos pensar es susceptible de generar una energía extraordinaria. Dado que “c2” (la velocidad de la luz al cuadrado) es una cantidad tan grande, no importa lo diminuta que sea la masa; el resultado de la multiplicación de la fórmula será un despliegue energético terrible (la energía nuclear se basa en este principio). Si a esto sumamos la cantidad de masa contenida en el universo, no tendremos más remedio que

concluir que la energía disponible en el cosmos rebasa toda capacidad humana de entendimiento y todo esfuerzo de imaginación, por grande que sea. La perspectiva eterna El hombre es una criatura tan peculiar que puede preguntarse el por qué de tal despliegue energético en un universo tan extenso y a lo largo de tantos miles de millones de años, sabiendo que su significación humana en el tiempo y en el espacio es tan exigua físicamente hablando, y responderse que tal cosa es un accidente de la naturaleza que se repetirá indefinidamente allí donde el universo cree las condiciones propicias y mientras no ocurra un cataclismo cósmico. Aún después de haber contemplado semejante despliegue de generosidad, sabiduría y magnificencia en el cosmos, el hombre ha pronosticado el fin de la humanidad de múltiples maneras: bien por el impacto de grandes rocas procedentes del espacio, bien fagocitados por un sol agonizante al final de un ciclo finito de combustión, bien por muerte térmica del universo, bien por una inversión en la expansión del universo debida a la gravedad, etc. Parece que el incremento de la malignidad de las previsiones catastrofistas sobre el fin de la humanidad es directamente proporcional al desarrollo de la ciencia, y que cuanto más descubrimos, más males podemos predecir contra los logros de nuestra civilización. Pero lo cierto es que en su infinito amor, Dios ha ofrecido sustentar nuestras vidas para siempre, y no solo en la dimensión espacio-temporal que, como veíamos, es fugaz tal y como la conocemos hoy, sino también en la espiritual, revestida de naturaleza eterna y no corruptible. Es cierto que todo cuanto hoy vemos está destinado a cambiar radicalmente, pero no será producto del azar cósmico sino de una nueva creación de Dios, de forma que al remover lo conmovible, Dios reafirmará lo inconmovible (Hebreos 13: 26-29), y una vez más creará nuevos cielos y nueva tierra (Isaías 65:17, Rev.21:1).

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Es a partir de esta fe que el hombre puede comenzar a comprender su lugar como parte del universo que le rodea, y no tanto desde los planteamientos científicos actuales, los cuales, desgajados de los planteamientos puramente filosóficos y religiosos, buscan la significación existencial y la ubicación cósmica del hombre desde la vertiente física (en relación a las galaxias y los variados sistemas estelares) y la biológica, tal y como pone de manifiesto la creación de diversos institutos y agencias de investigación sobre vida extraterrestre (sea a nivel microbiológico, sea evolucionada). Claras pruebas de ello las encontramos en el famoso proyecto SETI de radiodetección de señales inteligentes procedentes del espacio, y en el instituto de reciente creación NAI (Nasa Astrobiology Institute) en 1998. Aquí termina, hasta nuevo aviso, toda la contribución que las ciencias experimentales pueden ofrecer a los interrogantes de la existencia humana y su ubicación en el contexto de la creación del universo.

En cambio, la perspectiva bíblica ofrece a la humanidad un paradigma interpretativo que le permite entender qué aconteció en los orígenes de la creación del hombre, cuál es su verdadera naturaleza (no solo física, sino también espiritual y eterna) y cuál es el destino de aquella criatura que una vez fue creada perfecta y seguirá siendo perfecta dada la redención y los propósitos de un Dios que no fracasa. Pero no es un propósito que pueda reducirse temporalmente a las eras de una civilización humana, sino un propósito que abarca la plenitud de la creación física y espiritual a lo largo de la eternidad. Y aquí es donde llegamos al concepto clave que nos permitirá alcanzar esa visión cósmica e integral de la existencia del hombre; una eternidad que, aunque hoy escapa a la capacidad de comprensión humana, nos ha sido revelada y regalada, por medio de la cruz, para salvación de cuantos la anhelen.

Por Alberto Gabás Esteban Doctor en Psicología Evolutiva

y de la Educación

Referencias: ● Aretxaga Burgos, R. y Campo Pérez, R. (2006). Vida extraterrestre; de la especulación a su búsqueda científica. Astronomía, 88 (II Época), pp. 35-40.

● Broadman & Holman (Publishers) (1995): Biblia de estudio arcoiris. HBP: Nashville ● Pérez, A. y Vidal, M. (Eds) (2004): Historia universal I; los orígenes. Madrid: El País.

● Torres Arzayús, S. ¿Cuál es la edad del universo?. Adaptado del artículo de Innovación y Ciencia, Vol. IV, No. 3, pp. 26-32, 1995 [Recuperado de la Web: http://home.earthlink.net/~umuri/_/Main/B_edad.html]

● Villar Martín, M. y Pérez Torres, M.A. (2006). Radiogalaxias lejanas. Astronomía, 87 (II Época), pp. 26-33.