El mal absoluto jose luis munoz

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Eva Steiger, periodista de la ZDF,especialista en temas deactualidad, entrevista para undocumental de televisión almagnate del acero Günter Meissner.Durante la guerra mundial fue untemible y cruel oficial de la SS deAuschwitz pero ahora se haconvertido en un respetado yreputado empresario. Durante laentrevista, el ex oficial nazitrasmite en todo momento laimagen de un tipo elegante,educado y encantador; nada quever con un torturador o un verdugo,

aunque a Eva le inquieta mucho lafrialdad con la que contesta suspreguntas, rebate sus acusacioneso intenta justificar sus crímenes.Días después, la periodistamantiene también un extensa ydetallada entrevista con YehudaWeis, superviviente del campo deextermino que la afecta y remueveprofundamente. Cuando la ZDFemite el documental por televisiónWeis reconoce en Meissner alhombre que lo condenó y salvócuando estuvo confinado enAuschwitz. Pero éste se sienteincapaz de llevar a cabo su

venganza.

José Luis Muñoz

El mal absoluto

ePUB v1.0Rayul 09.06.11

Editorial AlgaidaColección NovelaPrimera edición: febrero de 2008© José Luis Muñoz, 2008© Algaida Editores, 2008

Un jurado compuesto por CarmenFernández-Daza, Marta Rivera de la

Cruz, Fernando Marías, ManuelPecellín y Miguel Ángel Matellanes,concedió a la novela El mal absoluto,de José Luis Muñoz, el XI Premio deNovela Ciudad de Badajoz, que fue

patrocinado por el Excmo.Ayuntamiento de Badajoz.

Para Verónica Vila-San Juan, amiga quesiempre

creyó en esta novela y fue su máximadefensora

Para mí, Auschwitz no es unaexperiencia excepcional. Es la máxima

verdad sobre la degradación del serhumano en la historia moderna.

IMRE KERTÉSZ

Capítulo 1

Herr Günter Meissner esperabaaquella tarde a los periodistas en sucasa de campo a las afueras de Múnich.La residencia de los Meissner habíapasado de padres a hijos y laspropiedades habían ido creciendo a lolargo de los años en progresióngeométrica. Los casi dos mil metroscuadrados de robusta construcción y lastres plantas de aspecto graníticohubieran sugerido un castillo feudal sino fuera por los más que ampliosventanales que llevaban la luz de los

jardines al interior de la casa, y estabanrodeados, en perfectos círculosconcéntricos, por viñedosmeticulosamente cuidados que dabanuna excelente uva blanca que luego setransformaba en vino con cuerpo yafrutado, ideal para degustar con truchaso salmones. Los Meissnercomercializaban, como hobby, unavariedad de caldo bajo la etiquetaLangonfeldersen, perfectamenteequiparables con los Reh Kendermann,Lingenfelder y St. Ursula, en botellaalargada que inducía a cierta confusiónal relacionarla con los vinos de lacuenca del Rin. Pero los Lingenfelderen,

especialmente los de la añada 2002, quehabían adquirido un precio interesanteen el mercado y habían obtenido unresultado sobresaliente en cuantas catasa ciegas se sometieran, eran vinos secosa años luz de los azucaradosLiebfraumilch y similares, causantes deldesprestigio de los caldos alemanes y deque la cuota alemana en el mercadobritánico hubiera descendido del veintepor ciento a menos del diez por cientoen los siete últimos años. Por esa razón,por ese amor al vino, que para la familiaMeissner era como una segunda religión,el visitante que se acercaba a laresidencia era inevitablemente invitado

a saborear una copa y a exponerlibremente su opinión.

Los Meissner eran una acaudaladafamilia alemana tradicional, de origenbávaro y católica practicante, que desdeprincipios del siglo pasado habíanorientado sus negocios —el vino erasolo un exquisito hobby que daba lustrea la familia— a toda la industriarelacionada con el acero, desde laextracción hasta la fabricación, pasandopor la comercialización y la exportacióna terceros países. Vivía GünterMeissner con su esposa Greta, unaantigua actriz de teatro ya retirada quetuvo algunas opciones en el cine alemán

de la UFA y en la posguerra, y elmatrimonio formado por Johan Meissnery Melissa Henreid, que tenían dosencantadores hijos pequeños: Vilhelm,de siete años, y Adler, de diez, blancosambos de piel, más ario el segundo queel primero, que arrastraba una ligeracojera y un leve atraso mental; un clanfamiliar orgulloso, desde la cuna, delucir el patronímico familiar como unadivisa patriótica.

—¿A qué vienen esos periodistas,Günter?

Greta, pese a la edad, conservaba lahermosura de antaño. Hay dos clases de

mujeres: las que son bellas cuando sonjóvenes —tremendamente hermosas,hasta quizá en exceso: hay una bellezaque daña la vista, que ahoga a quien lacontempla—, pero que luego tienen unamadurez decadente, frustrante,convirtiéndose lo que orgullosamenteexhibían en su época de juventud en unapesada losa para esos años de madurez;y hay mujeres que no han sido tan bellas,pero cuyo deterioro, involución físicaineludible pese a los parches que se lequieran poner a la degradación de laedad, se ha desarrollado dentro de unaspautas de armonía consigo misma, y eneste segundo grupo entraba la señora

Meissner con sus algo más de ochentaaños, una edad más visible en las manosy en el cuello que en el rostro o en elcuerpo, que seguía manteniendo unaenvidiable agilidad. No era ajena a eseperfecto estado de conservación, aménde los muchos cuidados que tenía con sufísico —rigurosas horas de sueño al día,alimentación metódica y sana exenta degrasas y azúcares, estancias enbalnearios, veraneos buscando el sol enlas alejadas Canarias o en el exóticoTú-nez, tratamientos de talasoterapia enel Mar Muerto, etc.— las recurrentesvisitas que hacía al cirujano plástico dela familia, el doctor Künstler, amigo de

la infancia, hombre de absolutaconfianza, que eliminaba arrugas, grasasuperflua y manejaba el bisturí con unahabilidad asombrosa, sin dejar una solahuella de su paso por la piel.

De ahí el aspecto altivo,aristocrático, de la señora Meissner y elque sus amistades se dirigieran a vecesa ella denominándola, familiarmente,nuestra Silvana Mangano, pese a seresta una actriz italiana, estar muerta yhaber sido, en su juventud, voluptuosa,cosa que nunca fue la delicada yfemenina señora Meissner de cuello decisne y andares de bailarina.

—No me has contestado, querido.¿Por qué esos periodistas?

Günter Meissner dejó de mirar através de la cristalera de aquel enormesalón.

Sus dimensiones eran palaciegas, sudecoración, versallesca, aunque eldinero invertido en él y, en general, enel resto de la mansión, no pudieraocultar un cierto mal gusto: el de quien,a pesar de nadar en fortunas y habersecriado entre algodones durante buenaparte de su vida, no consigue asimilarconceptos estéticos y eso se haceespecialmente evidente en la baja

calidad de los cuadros —lienzoscomprados en subastas de segunda fila,en anticuarios poco escrupulosos,botines de desahucios— que tapizabanliteralmente paredes con motivoscinegéticos, paisajes, bodegones, algúnretrato de prohombre desconocido, o enla ausencia de armonía que existía en lospapeles que cubrían los muros de lamansión —demasiados ornamentosflorales, volutas, vasijas helenísticasque simulaban relieve para salir de lapared en donde permanecían pegadas—,o en las desmesuradas y poco prácticasarañas de cristal que colgaban de techosexcesivamente altos. Günter retiró la

vista del ampuloso y bien cuidado jardínque daba la vuelta a su casa para fijarlosen los retocados y algo inmóviles ojosde su esposa, a quien recientemente elcirujano plástico había liberado deojeras que los afeaban, lo que habíarebajado su edad aparente en cinco añospor lo menos. Avanzó dos pasos, ensilencio, sobre la mullida alfombra conmotivos de tapiz oriental, una típicaescena de serrallo con mujeres desnudasy un turco violento armado de alfanje —una compra a precio de ganga tras casiun día de regateo en el zoco deEstambul, hacía diez años, con dosvendedores ariscos que le atiborraron

de té—, abrió el mueble bar y se sirvióun Porto Vintage.

—Querida, creo que te lo dije ayer,durante la cena. Me llamó el director deinformativos de la cadena ZDF, estuvomuy amable conmigo y me pidió que meprestara al tormento paciente de susperiodistas... someterme a una entrevista— paladeó el Porto, hizo un gesto deagrado mientras daba la espalda a suesposa y fijó su mirada en el jardín—.Quieren saber cosas de la guerra. Eso estodo. No somos muchos lossupervivientes, según van pasando losaños, y dentro de poco ya no habrátestimonios directos de lo que pasó. Y

me imagino que quieren contrastaropiniones, trazar un fresco de eseperíodo, lo que no me parece mal.

—Pero, Günter. ¿Qué te aporta? ¿Aestas alturas de la vida te emociona salirpor televisión? —la señora Meissner seacercó a su marido y tomó su mano libreentre las suyas—. Esa caja estúpida esmás bien fuente de desprestigio que deotra cosa. ¿La ZDF no está organizandouno de esos espectáculos grotescos, unGran Hermano? Yo no hubiera aceptado.Además ya sabemos qué clase deindividuos son los periodistas y cómo lodistorsionan todo a conveniencia, parahacer subir la audiencia de sus

programas. ¿Vas a hablar de tus vinos?Eso sí sería positivo.

—Puedo colar referencias alLangonfeldersen entre pregunta ypregunta —dijo, sonriendo, pero luegocambió la expresión de su cara y laadecuó a lo que trató de expresar acontinuación—. Creo servir a mi paíscon mi testimonio; eso es historia.

Yo hice parte de esa historia y fui,fuimos, responsables de los aciertos ylos errores.

Si quieres que te diga la verdad, eseso lo que me ha convencido —vació lacopa y la dejó sobre una mesita redonda

con un solo pie barroco, en forma depezuña de dragón—. Y además, losreportajes de la cadena ZDF secaracterizan por su rigor.

La señora Meissner se deslizó por elsalón y llegó a donde morían lascortinas de cretona que caían a amboslados del enorme ventanal mirador,como la melena rojiza de un enormerostro cuadrangular. Su mano, delgada,ornada por anillos y pulseras de oro,cuya piel, eso sí, era incapaz detraicionar la edad que tenía —manchas,arrugas, venas resaltadas— acarició lacaída de la cortina y, sin mirar a suesposo, sentenció.

—Confío en que sepas lo que haces,querido. Al príncipe de Hannoversiempre le sacan fuera de contexto.

—Es que ese borracho está todo élfuera de contexto, mi querida Greta.

—Creía que era pariente tuyo.

—Lejano, muy lejano. Un primosegundo al que nunca invitaría a visitarmis bodegas porque las secaría con supésima educación enológica.

—Y se mearía en tu jardín —terminó Greta, riendo nerviosamente.

Capítulo 2

Pueden escoger el lugar que más lesapetezca para la grabación —dijo HerrMeissner tras estrechar amablemente lamano de la periodista Eva Steiger, y delos cámaras Adolf Koesler y BergenSzavo. Saludó a distancia —pues se diocuenta de que no podía atender a todos,estar con cada uno de ellosexquisitamente amable— a lamaquilladora, a los técnicos de sonido,a todo el inmenso equipo de grabaciónque se ponía en marcha detrás de cadaevento, por pequeño que fuera.

—¿Podemos subir al piso de arriba?

—Por supuesto —contestó HerrMeissner a la señorita Steiger—.Disponen de toda la casa. Confío en suprofesionalidad. Se pueden mover contotal libertad. La escalera está al fondo.Lo único que les ruego es que no entrenen las habitaciones en donde está miesposa. Si ven unos niños alborotadorespor allí, son mis nietos.

La señorita Eva Steiger se volvió alos dos cámaras y les dijo:

—Investigad qué posibilidades hayde grabar arriba. Adolf Koesler, treintaaños, grueso, pelo largo, barba de

vikingo y aspecto desaliñado, es decir,de artista, y Bergen Szavo, hijo dehúngaros, bajo, delgado, ojeroso, con elpelo muy corto y un aro vistosoperforando su oreja derecha, subieron azancadas y sin ruido —ambos llevabanzapatillas deportivas Nike— lasescaleras de doble tramo, después dedejar las pesadas cámaras de vídeodigital en el suelo del vestíbulo, enequilibrio sobre los trípodes.

—Pero, señorita Steiger, de todasmaneras yo creo que el lugar idóneopara celebrar la entrevista es el salón.¿Me acompaña? Quiero que lo vea.

Siguió al amable anfitrión. EvaSteiger se había documentado durantelos quince días anteriores al encuentro,sobre la personalidad de GünterMeissner. Había muchos GünterMeissner en el país, pero quizá ningunohabía llegado a escalar tan alto despuésde estar en el bando de los perdedores ysin hacer ostensibles actos de contriciónsobre su pasado, lo que era todo undesafío. No militaba en el NPD, perotenía algunos de sus mejores amigos enla cúpula del partido, lo queveladamente le hacía simpatizante delnacionalsocialismo, pero no teníaconstancia de que asistiera a esas

concentraciones nostálgicas de losantiguos miembros de las SS en donde lacerveza corría a raudales, sedesempolvaban los elegantes uniformesgrises y se cantaban viejas canciones decamaradería. El magnate del acero, juntoa los Krupp, Thyssen, Schindler, Lazlo yalgunos otros, representaban el poderíoindustrial alemán, que había sobrevividoa la derrota y había renacido de lascenizas. Manejaba el empresario desdeesa lujosa finca próxima a Múnich, a laque se llegaba por una carreteraparticular y después de atravesar unhermoso y tupido bosque de cedros, unimperio de siete fábricas con sus

fundiciones enclavadas en los cuatropuntos cardinales, hasta en la antiguaAlemania del Este, y extendía sustentáculos financieros fuera del país, porotros lugares de Europa en vías dedesarrollo, como Rumania, y captandoclientes dentro del mundo árabe, losúnicos capaces de pagarse manufacturascaprichosas y únicas con los ingentesbeneficios del petróleo. Era un maridoejemplar, no se le conocía ningún tipode escándalos sexuales, buen padre ymejor abuelo, y allí estaban,certificándolo por toda la casa, sus fotoscon los nietos cuando eran reciénnacidos, sus fotos con ellos cuando

empezaban a andar, paseando por losbosques de la Selva Negra o navegandoen un barco de vela por el Rin. Unpersonaje ejemplar cuyo interésperiodístico, al margen de sus éxitosempresariales, residía en que hizo laguerra, la perdió y siempre se negó ahacerse cómplice del revisionismo hastael punto de que no le avergonzaba decirque apoyaba al vecino Haider deAustria. Y de eso iba ese programa quepretendía entrevistar, en la Alemania delsiglo XXI, a los supervivientes de laúltima gran contienda, para revelar loque hacían en la actualidad, cómohabían encauzado sus vidas después de

ese enorme desastre que dejó enfangadode sangre los campos de media Europa,y mostrarlo a los ojos de las nuevasgeneraciones.

—¿Qué le parece el salón?

Era difícil no asombrarse. Lamagnitud del salón definía al personaje.El fuego ardía en una chimenea demármol de Carrara y las cortinasabrazaban un amplio ventanal quemostraba el precioso jardín con cerezoscuidadosamente podados por jardinerosparisinos. Allí había luz, a pesar de queel día estaba gris y caía una fina y fríalluvia a punto de empezar a cristalizar

en copos de nieve.

—Es perfecto —afirmó Eva Steigerdespués de deambular con gesto deadmiración por aquel amplísimo salón.

—Antiguamente era sala de esgrima—precisó Günter Meissner—. De ellaguardo los espejos que hay en lasparedes. Yo llegué a practicar esedeporte en mis años de juventud. Es unaforma elegante de bailar, es una nobleforma de luchar.

—Muy bien. Voy a avisar a miscompañeros para que dejen de hacerprospecciones por su casa y bajen alsalón. Definitivamente aquí se grabará

la entrevista.

—¿Le gusta el vino?

Eva Steiger se detuvo sorprendidacuando ya iba a salir de la habitación enbusca de sus compañeros.

—Sí, me gusta.

—Una copa no le hará daño.Permítame.

Günter Meissner sacó del botelleroclimatizado un vino de la añada 2002 yse lo mostró a su invitada.

—¿Conoce esta marca?

—De vinos blancos conozco losRiesling, pero no me haga decir marcas.

—Este le gustará —dijo GünterMeissner descorchando la botella yllenando la copa de Eva Steiger—. Loproduzco yo en mi heredad.

La periodista enarcó las cejas,sorprendida, tomando la copa ymirándola al trasluz: era un blanco casitransparente, limpio, con una ligeratendencia a mostrar una coloración algoverdusca según la inclinación dellíquido.

—El servicio de documentación nome dijo nada de sus aficiones vinícolas.

—Son mi orgullo —suspiró—.Brindemos.

La copa del octogenario GünterMeissner chocó con la de la veinteañeraEva Steiger. Luego, ambos bebieron conla solemnidad de los entendidos,degustando más que bebiendo,demorando el paso del líquido fresco yafrutado por la garganta.

—¿Qué le parece?

—Hum —murmuró la entrevistadorade la ZDF—. Creo que es exquisito.

—Perfecto. ¿Sabe una cosa? No soycapaz de entenderme con alguien que nosepa de vinos, no soy capaz de hablarcon alguien que no beba, con unabstemio, a los que aborrezco en

silencio. El vino es cultura, es savia dela uva, es sangre de la tierra. Meidentifico con mi vino como lo hago conesta casa, heredada de mis tatarabuelos.Recuérdeme, cuando acabe deentrevistarme, de darme su dirección: leenviaré una caja de la cosecha de 2002,la mejor añada.

—Gracias, Herr Meissner —acertóa decir Eva Steiger, algo confusa poraquella súbita complicidad.

Capítulo 3

Dos hombres, a quienes HerrMeissner solo saludó de lejos,encendieron dos focos situados en losextremos del salón y la luz convergiósobre su rostro. Entró en acción lamaquilladora, una mujer madura,menuda y enérgica, que le rogó quecerrara los ojos mientras extendía porfrente, nariz y mejillas polvo suficientepara que la piel no brillara. AdolfKoesler, el cámara con aspecto devikingo que se encargaría de obtener losprimeros planos de su rostro, se acercó

a medir la luz e hizo un gesto desatisfacción profesional. Bergen Szavose encargaría de los planos generales ymedios y se entretenía, mientras tanto, engrabar detalles del salón, como lasdesmesuradas arañas de cristal, losdibujos de la alfombra persa o la luz queentraba por el amplio ventanal.

—Ya está —dijo la maquilladora,después de extender el polvo con elalgodón por la cara de Herr Meissner.

—¿Cómo se encuentra? —lepreguntó, amablemente, la periodistaque le iba a hacer la entrevista.

—Pues un poco tenso después de

toda esta parafernalia. Me siento actorante una primera representación. Seguroque mi esposa, que fue actriz en tiemposde la UFA, estaría mucho más tranquilaque yo en estos momentos.

—¿Su esposa era actriz?

—Sí, pero dejó la interpretaciónpara dedicarse a sus hijos. Somos unafamilia tradicional.

—Bueno —Eva Steiger situó elmagnetófono encima de una pequeñamesa de caoba, a pocos centímetros dedonde estaba sentado Herr Meissner—.Creo que nuestro director de programasya le dijo de qué iba a ir la entrevista. Y

también yo le hablé de ello.

—Me informó de forma genérica.Pero sí, me insinuó que había querevivir el pasado doloroso de Alemania,el de una época oscura sobre la quepocos de los que intervinieron de unaforma más o menos directa, estándispuestos a hablar.

—Exacto. Estamos haciendo esteprograma entre los supervivientes de laúltima gran guerra, para que no seolvide lo que pasó y nosotros, la gentede mi generación precisamente, quehabla de oídas, reciba directamente sustestimonios.

—Me parece perfecto. No debeolvidarse nunca ese momento histórico ycreo que habría que analizarlo enprofundidad, omitiendoapasionamientos. Este tipo de análisis esahora precisamente cuando se puedenhacer, con la perspectiva de los añostranscurridos.

—Y su caso, Herr Meissner, es uncaso paradigmático, por cuanto es ustedun triunfador desde el punto de vistasocial —empresario de éxito, dueño deuna de las más importantes industriasdel acero con un gran volumen deexportaciones—, un ejemplo de esaAlemania que nació de sus cenizas, sin

complejos de ningún tipo, que noreniega de su pasado como sí hacenotros que prefieren olvidar el papel quejugaron, las responsabilidades quetuvieron.

—Perdone la pregunta de un lego enla materia. ¿Es esto la entrevista?

—No, todavía no he pulsado elbotón de grabación, señor Meissner. Lascámaras obtienen planos generales perono estamos grabando sonido.

Dos niños hicieron irrupción en lasala, gritando alocadamente, y sedetuvieron estupefactos cuando vieron asu abuelo rodeado de semejantes

aparatos de filmación e iluminado porunos focos que a ellos los deslumbrabany les hacían cerrar los ojos.

—¿Qué es eso, abuelo?

Adler, el de diez años, era el másarrojado de los dos. Era alto, delgado,llevaba el cabello muy corto y lucía untípico traje bávaro de peto y pantalóncorto color pardo. Clavó los ojos en laperiodista y, acercándose a su abuelo, lepreguntó:

—¿Qué hace aquí esta chica?

—Perdonen la interrupción —seexcusó Herr Meissner cogiendo almuchacho en brazos y sentándole sobre

las rodillas mientras Vilhelm, que teníauna ligera defor-midad física, el pechohundido, la espalda sobresaliente, nadagrave que no pudiera enmendarse congimnasia y natación diaria, y una levecojera que se hacía más evidente alcorrer, miraba a ambos—. Esta señoritaes periodista y va a preguntar a tuabuelo sobre cosas de la guerra.

—¡Qué bien! ¿Podemos quedarnos?

—Me temo que no. Esta es unareunión entre adultos y será muyaburrida. Id con la abuela. Los dos.Vamos. Idos.

—¡Pero nos gustaría verte, abuelo!

—protestó Adler.

—Lo podrás ver —acudió Eva, parasolventar la situación— dentro de diezdías, en la televisión, y podrás sentirteentonces orgulloso de lo que dice tuabuelo. Pero ahora sé obediente y hazlecaso, coge a tu hermano y ve con laabuela.

—¡Muy bien! Nos vamos. Hastaahora.

Se marcharon corriendo por lapuerta del fondo. Estuvieron a punto detirar al suelo y hacer añicos una hermosaescultura de alabastro que representabaa una dama que se cobijaba de la lluvia

bajo un paraguas mientras se recogíacon la mano libre la punta del vestido,para no mojárselo.

—Tiene usted unos nietosobedientes —reconoció la periodista.

—Han salido a su abuelo. Sobretodo Adler, el mayor. Son muchachosdisciplinados.

—¿Y el otro? ¿Por qué no habla?

Por primera vez apareció unaexpresión de dureza en el rostro amabledel señor Meissner; duró unos segundos,luego se relajó para responder.

—Nació con una serie de

malformaciones, pero esperamosrecuperarle. Va a una escuela especial yestoy seguro de que dentro de tres añosserá un chico perfectamente normalcomo lo es su hermano.

—Perdone —se excusó laentrevistadora de ZDF— no se lo habríapreguntado si lo hubiera sabido.

—La creo, señorita Steiger. Es ustedmuy educada. Es usted, si me lo permite,el prototipo de una buena alemana:fuerte, hermosa y decidida. Y el queentienda de vinos —la amplia sonrisa deHerr Meissner evidenció la calidad desus prótesis dentales— la acerca a la

perfección.

—Me hace ruborizar, señorMeissner. En fin. Cuando quiera,empezamos.

—Me someto gustoso a suinterrogatorio. Sé que este tipo deentrevistas es, al fin y al cabo, unaespecie de cuestionario policial.Hablaré libremente, pese a la tortura.

Y Eva Steiger pulsó el botón degrabación del magnetófono.

Capítulo 4

Tras vanos intentos —se notaba queella estaba ausente, hubiera sido comohacer el amor a una estatua, y en el amorse exige un cierto entusiasmo por partede la pareja, porque es un juego deplaceres compartidos, y si no, para esoestá el onanismo que es amarse a unomismo—, Pete desistió y se tumbó allado de Eva.

—Hoy no es mi día. Ya lo veo —protestó mientras buscaba debajo de lassábanas el slip oscuro y metía laspiernas de nuevo en él.

—Oh, Pete. Lo siento. De veras, losiento. No me odies.

—No, si te comprendo. Hay días quese tienen ganas, y días que no.

Se volvió hacia él y le tocó con losdedos la mejilla.

—Si vas a estar muy malhumoradotoda la noche, puedes hacerlo. Cierrolos ojos y dejo que me hagas lo quequieras.

—No me voy a morir porabstenerme, Eva. Gracias. Eres muyamable, pero no voy a aprovecharme detu invitación.

—Eso me dijo él. Que era amable,hermosa y fuerte, prototipo de la mujeralemana. Me estremezco al pensarlo.

—Creo que exageras, Eva —Pete,sentado en la cama, se disponía alevantarse; alargó el brazo para rescatarel pantalón y, con él puesto y anudado ala cintura, recorrió la habitación enbusca de su camisa.

—Tenías que haberlo visto. Bueno,lo verás si no se corta. Veremos lo quedice el jefe de producción. Temo sustijeras y que al final quede como algolight, y odio todo lo light en televisión.

—No sé por qué te extrañas, cariño.

El país está lleno de gente como eseGünter Meissner: adorables monstruos.Es un estereotipo que siempre se repite.Los asesinos en serie tienen un aspectoinofensivo, alguien a quien invitarías acenar y con el que departirías durante lasobremesa. ¿Qué es lo que dicen susvecinos cuando los entrevistan? Parecíauna bellísima persona. Sí, claro, perodescuartizaba y se comía a sus víctimas.Esa gente suelen ser grandes seductores.

—Meissner, Günter Meissner.

—Es un enfermo. Un paranoico.

—No, Pete, no lo es, y eso es lo másespantoso. Es un señor educado,

elegante, juicioso, bien situado, con unafamilia maravillosa que le adora, unnegocio familiar que le funciona, esinmensamente rico y es feliz a pesar detodo, lo que puede provocarindignación. Y además cosecha un vinoextraordinario del que me ha prometidoenviarme una caja de su mejor añada.

—Bueno, pues estupendo. ¿No tehabrás enamorado de un octogenario?

—No sé cómo puedes frivolizar conesos asuntos.

—La culpa fue mía al enamorarmede una periodista de informativos. Creíaque cuando te sacaron de la guerra de

Irak ya estabas fuera de peligro. Perono, tú vas de un asunto espinoso a otromás.

—No, Pete. Günter Meissner nosupone ahora ningún peligro, es unhombre encantador. Lo espantoso es supasado, del que no renuncia. Pero yotengo la teoría de que en un cuerpoviven, a lo largo de la vida, variaspersonas y se suceden una serie de vidasencadenadas.

—Me aturdes con esa teoría. ¿Quédemonios quieres decir?

—Muy fácil. Tú ya no eres el niñode cinco años, esa persona murió

cuando pasaste a ser adolescente, y eseadolescente que fuiste murió al accedera la madurez, y este hombre joven y queme atrae en estos momentos, que aguantamis neuras con paciencia, lo que quizásea una señal inequívoca de que mequiere, será un maduro al que noreconozca, quizá, un anciano que pocotendrá que ver, salvo que heredarecuerdos, con aquel niño del principio.Vivimos muchas vidas a lo largo denuestra existencia y hasta el cuerpo esdistinto en cada uno de esos períodos.No sé hasta qué punto se le pueden pedirresponsabilidades éticas al octogenarioHerr Meissner en el año 2005 de lo que

hizo el joven teniente Meissner en ladécada de los años cuarenta.

—Te entiendo. Yo adoro a la joveny guapa Eva Steiger. No me heplanteado qué es lo que haré con laanciana y gruñona Frau Steiger que sedesplazará con muletas por un frío pisocon pañales a causa de su incontinenciaurinaria.

—¡Idiota! Me dijo incluso, aldespedirme, que él y su esposa estaríanmuy contentos de que fuera un fin desemana a su casa, que tienen una fincade caza.

—No caces con ellos —se

abotonaba la camisa ante el espejo y lametía luego por debajo del pantalóncerrándose, a continuación, el cinto—.Podrían tomarte por su pieza. ¿No teníanninguna cabeza humana junto a la de unciervo o un jabalí?

—Una espera, cuando tropieza conesa clase de personas, tener ante sí undeleznable y repugnante criminal y no aalguien simpático y amable que te ofreceuna copa de buen vino. No cuadran lascosas. Llevo días pensando en ello y pormucho que me esfuerzo no consigoexplicarme qué maléfico mecanismoconvierte a un ser humano comonosotros en un monstruo.

—Nació monstruo.

—No, Pete. Le hicieron monstruo.Seguro que tuvo una infancia terrible,que su padre le maltrataba...

—Eso son tópicos, Evita. Mi padrebebía más de la cuenta y no era muyagradable con nosotros. Yo noreproduzco sus hábitos, todo locontrario, me alejo de ellos. No sé, hayvarias teorías acerca de eso. El germendel crimen lo lleva uno desde elnacimiento, como el de la belleza, lasensibilidad, la bondad. No tieneentonces mérito en ser lo que se es.Estamos predeterminados fatalmente.

Pero hay otra teoría más inquietante:todo individuo lleva dentro de sí elgermen de la maldad y solo necesita latierra de cultivo necesaria para queaflore. Nuestros antepasadosencontraron el campo abonado delTercer Reich. La maldad es natural. Elhombre reprime, mediante la educación,una serie de respuestas violentas desdeque nace. Si alguien te insulta, le pegas;si alguien te pisa, le estampas una buenapatada. A un tipo cuya geta te desagrada,de buena gana le tirarías un tiesto en lacabeza cuando pasa por debajo de tuventana. A los vecinos que te incordiancon el tocadiscos pues vas, llamas,

entras, lo coges y lo destrozas. Pero noshan enseñado que todo eso no es bueno,no es práctico hacerlo, no hay quedejarse llevar por los impulsos naturalesque suelen ser bastante pérfidos. Losniños matan a los pájaros, y si un niñono actúa de esa forma es que hasta lomiran mal, como un bicho raro. Pues losnazis, mi querida Eva, autorizaron laexpresión más violenta de esos oscurosdeseos que anidan en lo más profundodel ser humano pero que reprimimos poreducación, porque está mal visto,porque ya hay unas leyes que regulantodos estos supuestos.

Llegan los nazis y dicen que todo

está permitido contra los judíos, desdequemar sus tiendas, insultarlos,apalearlos, quedarse con sus viviendas yecharlos de las ciudades. ¿Qué hace lagente? Se suma alborozadamente a esaforma de dar escape a sus pasiones másbajas y primarias que, encima, estánbendecidas por el nuevo orden social.Creo que podría escribir un libro sobretodo esto.

—Yo jamás hubiera sido nazi.

—Eso no lo podrás saber nunca. Yono soy tan categórico. Algunos turcos,con los que me cruzo, me caen bastantemal y yo creo que a ellos les produzco

el mismo efecto. Estos turcos están enAlemania, tienen pasaporte alemán, perocantan, comen, bailan, se casan comoturcos y viven entre turcos. ¿Quién tedice que no acabarán siendo los nuevosjudíos?

—¿Hay que matarlos, Pete, porqueno te guste cómo cocinan?

—No, pero les pediría un poco másde respeto por la cultura alemana, quehagan un esfuerzo de integración comonosotros haríamos si fuéramos a vivir aEstambul.

—Me sales racista, Pete. Pete es delNPD —chilla Eva desde la cama

apuntando a su novio con el índice de sudiestra.

—¿Follarías con un turco? ¿Temeterías en la cama con un tipo que,después de hacerte el amor, tedespreciara por haberte entregado tanfácilmente a él y te llamara puta? Sonellos los intransigentes.

—Me estás dando dolor de cabeza,Pete —se queja Eva sepultando sucabeza debajo de la almohada para nooírle—. Anda, dame una aspirina.

—¿Te vas a quedar en la cama? Teinvito a cenar y seguimos estaapasionante conversación en un

restaurante. Podemos ir, incluso, a unrestaurante turco.

Eva se sentó en la cama y pidió aPete que le pasara el sujetador y lasbragas.

Luego se cerró la falda a la cintura ymetió la cabeza por un grueso jersey delana negra que la despeinó.

—Me gusta tu pelo así, salvaje —bromeó Pete, hundiendo sus manos en sucabellera y dándole un mayor aspecto deabandono.

—Ese hombre, Günter Meissner,forma parte del tejido empresarial deeste país, es un miembro destacado.

Hizo lo que hizo, pero no le afecta. Haymás arrepentimiento en un violador, enun asesino que esté purgando su culpa enuna cárcel, que en él. Y eso me fascina:el que no sienta nada. Él cree que esaforma de ser insensible le hace superior.

—Deja a ese Günter en paz.Dedícate a montar la entrevista yentregarla. A lo mejor te dan el Pulitzerpor ella.

—Solo hay algo que no entiendo.Bueno, no entiendo nada. Pero hay algoque no deja de darme vueltas a lacabeza, una y otra vez.

—Eva —Pete la cogió por los

hombros y la zarandeó suavemente— tehe dicho que lo dejes. Te invitó a ungoulash en un restaurante húngaro.Cambiamos el turco por la papikra deBudapest.

—¿Por qué habló? No me loexplico. Podía haber callado, no haberrespondido, pero habló. ¿Por qué?Admitió cosas espantosas, Pete. Tú nolo has oído, pero yo sí.

Una cosa es saberlo, haberlo leído,pero muy distinto es escucharlo porboca de uno de ellos. Me dejó en estadod e shock profundo. Había pasado unasemana y tenía ganas de vomitar

recordando algunas de sus respuestas. Yfui muy dura con él, no creas. Enrealidad no estoy muy segura de que meenvíe esa caja de botellas de su mejorañada.

—En fin. Creo que no hay másremedio que este para cerrarte la boca.

Pete la ciñó por la cintura y la besóen los labios. No la dejó hasta muchomás tarde.

—¿Has olvidado a GünterMeissner? No quiero oír hablar de esetipo hasta los postres. ¿Has oído, mipequeña Eva?

Capítulo 5

Eva Steiger y Karl Kelmer —a quiencariñosamente los colegas de los mediosde comunicación llamaban GordoKelmer, o Cervezas Kelmer una vezposaban los ojos en el perímetrotorácico de su estómago—, seencerraron una vez más, la tercera en loque iba de día, en la sala de montaje, yse aprestaron a diseccionar la entrevistaque una semana antes, ni un día más niun día menos, la joven y prometedoraperiodista, especializada en temas decandente actualidad, había realizado al

magnate del acero, el empresario GünterMeissner. Para Eva era la séptima vezque veía íntegro aquel reportaje de casidos horas de exhaustivas preguntas,elocuentes silencios y cuestiones quequedaban sin respuesta con el quesoñaba una noche sí y otra también.Cuando empezaron a proyectarse lasimágenes, por enésima vez, en el enormemonitor de la sala de montaje de la ZDF,Gordo Kelmer tuvo a bien encender uncigarrillo, para calmar su estrés hacia loque consideraba, no sin razón, unabomba informativa. Se hizo el silencioen aquel cuarto oscuro y quedaron,resaltados, los matices de esa tensa

conversación que, conforme ibaavanzando, se convertía casi en uninterrogatorio policial y tenía momentosálgidos en los que parecía que elinterrogado-entrevistado fuera alevantarse y dar por zanjada aquellaconfesión pública. De forma casiobsesiva, Eva Steiger escudriñó elrostro de Günter Meissner tratando dever en él, en algún momento de esas doshoras de conversación, algún gesto queindicara pesar, vergüenza, dolor, ascoque le hubiera pasado inadvertidocuando le entrevistó. No lo vio. Enninguno de los momentos, ni tan siquieraen los más dramáticos y

comprometedores, en los másrepugnantemente obscenos de esacatarsis privada que, sin embargo,dejaba totalmente indiferente a uno desus principales actores, tembló su voz,se cubrió la frente de sudor oparpadearon sus hermosos ojos azulesque aún mantenían el mismo brillo deantaño, esa determinación que exhibíaen la foto sepia en la que aparecíavestido de militar y que no tuvo ningúnpudor en mostrar ante las cámaras, paraque la recogieran.

—Señor Meissner, el objeto de estereportaje, en el que la ZDF le entrevistaa usted como lo hace con otros

supervivientes de la Segunda GuerraMundial, es recabar testimonios veracesde personajes anónimos que, con mayoro menor responsabilidad, intervinieronen hechos dramáticos que han marcadopara siempre la historia de nuestro paísy de los que no nos sentimosespecialmente orgullosos.

Usted, según consta al equipo dedocumentación de la cadena para la quetrabajo, se enroló voluntariamente en lasSS, la fuerza de elite militar delnazismo. ¿Qué le movió a ello?

—El profundo idealismo y el amor ala patria alemana —contestó sin

parpadear y con voz rotunda—. Antetodo el nacionalsocialismo era unmovimiento patriótico con raícessociales y una de sus principalesaspiraciones era la unión de losterritorios habitados por los alemanesque habían sido fragmentados eintegrados en diversos países por mediode disposiciones que no los habíantenido en absoluto en cuenta y resultabaninaceptables. Tenga presente que cientosde miles de jóvenes alemanes creyeronque había llegado el momento en quehabía que hacer algo por su país, de quenos encontrábamos en una encrucijadahistórica muy importante después de

haber sido ninguneados durante siglospor nuestros vecinos europeos y habersufrido una derrota humillante que noscondenaba a ser una nación de segundafila, no determinante en el mundo, sinejército y a expensas del capricho denuestros vecinos. Había una enormefuerza y determinación en todosnosotros, y esa energía colectivacristalizó en un personaje único, en unapersona que capitaneó con mano dehierro la nave del país y la lanzó contramares tempestuosos. En esos momentosdecisivos las sociedades alumbran a loslíderes. Él lo era, sin duda.

—Habla de Hitler como si fuera un

héroe. ¿Reivindica su figura aun ahora?

—En la actualidad causa escándalodecirlo, casi te detienen por ello, peroes que en aquella época todos leconsiderábamos un líder excepcional,sin duda el mejor capacitado paraconducir al pueblo alemán, porque teníauna visión del pangermanismo queconectaba con la raíz de nuestro puebloque se sentía muy humillado por razoneshistóricas y por acuerdos políticos queyugulaban nuestra nación. Mire esapelícula que han estrenado, Elhundimiento creo que se llama, basadaen el libro del escritor y periodistaJoaquim Fest, a quien ya hay paranoicos

que acusan de militar en las filas delNPD, y fíjese en el revuelo que haarmado, un revuelo absurdo, infantil,porque en ella se presenta un Hitlerhumano. ¿Alguien lo dudaba? Claro queHitler era humano, y tenía las grandezasy miserias de todo hombre. No debemosolvidar nunca que Hitler era Alemania, yque Alemania era Hitler. Eso era así enaquella época —insistió convehemencia— y quien quiera discutirloes que miente ex profeso.

—He visto la película, señorMeissner, y si ese Hitler era el quesedujo al pueblo alemán debo mostrarlemi sorpresa.

—Vamos, vamos, es una película afin de cuentas. Pero ese chico, BrunoGanz, se mete en el personaje, pese aque debe de detestarlo en su fuerointerno porque creo que es comunista.Ese era el Hitler crepuscular,acorralado, vencido, pero nosotrosconocimos a otro Hitler inspirado, conuna energía extraordinaria y unas dotesde comunicación soberbias,electrizantes, el conductor de todo unpueblo como, en el otro espectropolítico, lo había sido Lenin.

—Pero condujo a Alemania a laruina, Herr Meissner.

—¿A la ruina? No creo queAlemania, en estos momentos, sea unaruina. Hay cosas que detesto, claro, peroseguimos siendo un gran país, lalocomotora de Europa pese a habersalido derrotados de dos guerrasmundiales. A Hitler le cegó el exceso deambición, la falta de mesura y susconsejeros. Quizá un error suyo fue el nohacer política. Desde mi punto de vistano fue una buena idea enemistarse conInglaterra, y menos con Estados Unidosal que deberíamos haber intentandoseguir manteniendo en la neutralidad ohaber atraído a nuestro bando paraaplastar a la Unión Soviética.

—¿Estaban conformes con lasguerras expansivas? ¿Estaban deacuerdo con invadir Polonia, Francia...?

—Hay que situarse en la época.Alemania había sido humillada y elFhürer era el único hombre capaz desacarnos de ese túnel oscuro ydevolvernos la dignidad perdida. Añosde depresión nacional, de desempleo, depobreza, el miedo a convertirse en unpaís satélite del bolchevismo, todo esosaltó por los aires gracias a la visión defuturo de Adolf Hitler. Existía un grandescontento entre las clases mediaseuropeas empobrecidas por la inflaciónde 1932; los patriotas alemanes se

hallaban desesperados y enfurecidos porlas condiciones humillantes en que sehabía firmado el Tratado de Versalles, yluego existía un miedo real a que elbolchevismo, que estaba muy organizadoen Alemania en torno al potente PartidoComunista, una auténtica hidra, sehiciera con el poder. Había enquistadosdentro de la nación alemana una serie degrupos enemigos, además de losenemigos políticos y enemigos delpueblo potenciales, como los judíos, quesiempre se autoexcluyeron, que notrabajaban para la nación sino para suspropios intereses, y diversos cuerposasociales como los testigos de Jehová,

los homosexuales o los gitanos quecarecían de esa visión nacional. Todoese mar de fondo dio como resultado aHitler, un personaje providencial frutode las circunstancias del momento. Todala nación, tanto los que luchábamos en elfrente, como los que lo hacían en laretaguardia, formábamos parte,orgullosamente, del cuerpo alemán. ElFhürer era la cabeza, desde luego, peronosotros, los millones de alemanesdispuestos a dar la sangre por él,resueltos al sacrificio, éramos lascélulas imprescindibles de eseorganismo inmenso que se disponía adar un zarpazo importante a sus vecinos

desleales.

—¿Había un afán de revancha?

—Sin duda lo había. Y la historia sehace por afanes de revancha. Y no esnuevo.

Hitler prometió bienestar a una clasemedia empobrecida que abrazó elnacionalsocialismo para salir de lamiseria. Tengo imágenes de alemanespobres, de familiares propios que vivíanpoco más o menos en la indigencia,mientras los comerciantes ju-díosprosperaban. Eso creó odio. ¿Que noscegó el optimismo? Sí, claro, eso lopodemos decir aquí, y ahora, pero no

entonces, cuando la maquinaria deguerra alemana resultaba imparable. Sonlos imperios, y sus caídas, los que hacenmejorar el mundo. No creo que losbárbaros, y entre ellos los pueblosgermánicos, estuvieran muy conformesen ser pisoteados por las huestes delImperio Romano, pero a la larga esasinvasiones que se tuvieron que hacer,como es lógico, a sangre y fuego, porqueel dominado siempre impone unaresistencia numantina, resultaronfructíferas, y hoy en día muchos pueblosde Europa, no el nuestro, hablan lenguasderivadas del latín, conservaninstituciones del Imperio Romano,

exhiben orgullosos sus ruinas.

—Pero, en cambio, señor Meissner,no conozco ningún país de Europa quese enorgullezca de haber sido invadidopor la Alemania hitleriana. El únicolegado que dejamos fue el de la muerte yla destrucción.

—Es pronto para eso. Las heridastardan en cicatrizar. Tienen que pasargeneraciones para que se vea si hahabido fruto. Me puede tildar de loco,pero la idea de una Europa unida yfuerte ya la tuvo Hitler, que fue un granvisionario.

—Hitler, al contrario que muchos

emperadores romanos o el mismísimoNapoleón, es un personaje detestadouniversalmente. Pocos se atreven adefenderle en público. Su perfilpsicológico es el de un perdedor, unfracasado absoluto, que ni triunfó en susaspiraciones artísticas, relegado a lafunción de pintor de brocha gorda, nihizo carrera en el ejército en donde nofue más que un simple cabo.

Imagino que usted también tienepresentes estos aspectos tan pocopositivos de la personalidad de su líderpolítico.

—En eso reside la grandeza del

personaje, mi querida amiga, en sucapacidad de superación, en la luchatriunfante contra todo tipo deadversidades. Hitler se esculpió a símismo como muchos veneradospersonajes del self made man americanoa los que todo el mundo admira ahora.

—¿Sabía usted que Hitler fuemendigo, que los residentes del asilo depobres de Viena le pusieron el apodo deOhm Kruger, y que luego se convirtió enun chivato?

¿Ese es el héroe del pueblo alemán?

—He oído muchas patrañas tratandode desprestigiarle. Algunas son

realmente increíbles y creo queescasamente documentadas como las queme acaba de citar y, de ser ciertas, noinvalidan al personaje, sino todo locontrario. Precisamente sus fracasos lehicieron renacer y propiciaron elsurgimiento del nuevo ser. A mí no meinteresa el Adolf Hitler pintor de brochagorda fracasado, sino el Adolf Hitlerque toma el poder y convierte en pocosaños Alemania en un país poderoso, enel eje alrededor del cual gira el mundo.

—Sin embargo, por lo que he leído,fue un personaje oscuro y lleno decomplejos, con graves problemasafectivos. Su abuela había trabajado

como sirvienta en la casa de uncomerciante judío, del que tuvo un hijobiológico al volver a su pueblo natal ycasarse: Alois, el padre de Hitler, quecreció con el rencor a los judíos y se lotransmitió a su hijo Adolf al quemaltrataba física y psíquicamente adiario.

Ello explica el odio de Adolf Hitlera todo lo judío y que se convirtiera en unadulto ultraviolento cuyo fin último eralibrar a toda Alemania de la sangrejudía que corría por sus propias venas.Objetivamente, según sus propiasteorías, era un tullido moral de sangresemítica. Hubiera tenido que empezar

exterminándose a sí mismo para serconsecuente con sus teorías de purezaracial.

Herr Meissner se pasa el dedopulgar por sus labios y se aprisionaluego con la mano su mandíbulacuadrada. Abre y cierra los ojos antesde responder. Mira a su inter- locutoracon una mezcla de condescendencia ypaternalismo.

—La veo cargada de prejuicios, declichés prefabricados, de un odio quepoco dice a favor de la ecuanimidad quedebe tener todo periodista. Eran otrostiempos, señorita, otra época. Esa

infancia que usted retrata no era tandistinta de las infancias de todos losniños de Austria y Alemania en dondelos adultos habían sido educados en lacreencia de que para disciplinar a unniño había que aplicarle castigosfísicos. Y

no solo en nuestra patria: eche unvistazo a los colegios británicos. Hitleres el ogro, el asesino en serie, Drácula,el jefe de una secta... Seamos un pocoserios. Habría que revisar al personajecon equidad, sin dramatismos. Hitlerprocuró lo mejor a la nación alemana,veló por su grandeza, tuvo un sueñopangermánico, fue el primer europeísta,

pero hizo un cálculo completamenteerrado de nuestro potencial: resultabaimposible abarcar toda Europa, debióconvencer más aparte de vencer. Con lahumillación del vencido no se puedecontar para un proyecto de nación tanambicioso.

—Una Europa dócil bajo su bota,modelada a su gusto, aria.

—Las cosas, mi querida jovencita,eran así en aquella época y ya sé lo queles cuesta entenderlo a las nuevasgeneraciones, que no tuvieron que viviresos delicados momentos históricos, lodifícil que es comprender lo que pasó.

Tenga en cuenta que Alemania era unacerrada e inexpugnable piña, que losalemanes hervíamos de fervorpatriótico, que teníamos, con orgullo, unconcepto de nación que hoy en día puedesonar a trasnochado.

—Usted, por lo que me dice, era unconvencido nacionalsocialista.

—Sí, y no me avergüenzo, comohacen otros, en proclamarlo. El nazismofue, en parte, el intento de una nación dedeclararse como el inicio de una nuevacultura, de crear un nuevo tipo dehombre que suplantara la idea delhumanismo por otro adiestrado en el

poder, en la obediencia y la fidelidad.Soñábamos con el superhombrenietzscheano frente al mediocreproletario leninista porque para mejorarla condición humana hay que poner ellistón arriba y no al nivel del suelo y hayque excluir a los que no son capaces desaltarlo. Fui nacionalsocialista gracias ala influencia de mi padre que, cuandotenía catorce años, me alistó en lasJuventudes Hitlerianas y recuerdo eseperíodo, desde la perspectiva que da eltiempo, como uno de los más plenos ygozosos de mi época, y no solo porqueera joven y se tiende a mitificar eseperíodo de la vida, sino porque en esa

época de instrucción que viví, en unrégimen casi militar, fui endurecido conla disciplina espartana, viví en contactopermanente con la naturaleza y recibí sudidactismo directamente de las fuentes.El nacionalsocialismo, mi queridaperiodista, era un movimiento ecologistaantes de que llegaran esos payasos deGreenpeace con sus proclamassalvadoras del planeta.

Nos movían las leyes de lanaturaleza, la naturaleza nos daba susclases magistrales, y así sabíamos loimportante que era la fortaleza física, laagilidad mental, o lo nocivo que eranpara la especie los elementos

degenerados o enfermos, la sabia leyque prima al más fuerte sobre el débil,porque la humanidad no era igual, comono era igual el reino animal, y habíahombres fuertes y hombres débiles, yallí, en esos campamentos en dondereinaba una extraordinaria camaraderíaporque todos éramos iguales, en dondehice las mejores amistades de mi vida,con algunas de las cuales aún sigoviéndome, se forjó mi mentalidad, elcoraje, la ausencia de miedo, eldesprecio al dolor, al que noshabituábamos en duros ejerciciosdiarios, y allí se constituyó el germen deese ejército invencible y temido que

actuó en Europa como una máquinaferoz. Nos hicieron cachorros para elcombate y fuimos forjados en elconcepto de lucha permanente paraevolucionar. Imagínese miles de niñoseducados de una forma espartana,predestinados a una empresa nacional,entrenados hasta convertir sus miembrosen el más puro acero, sin miedo, condeterminación, con claridad de metas:esos niños de esos campamentos fueronel germen de la Wehrmacht; esadisciplina nos hizo invencibles.

—¿Les enseñaron a ser violentos,insensibles, máquinas inhumanas?

—No tergiversemos las cosas.Todos somos violentos. O casi todos,porque también los hay incapaces,mansos; fíjese que la palabra mansotiene una connotación de insulto, espeyorativa, y tiene que ser Jesucristoquien se vea obligado a redimirlosotorgándoles una bienaventuranza. Nosenseñaron a ser duros con nuestrocuerpo, a dominarlo, a vencer al hambrecon dietas increíbles, a subsistir conescasez de medios, a soportar el dolorfísico sin delatar a nadie. Éramosluchadores. Éramos los miembros de uncuerpo. Yo, que era un chico débil,apocado, al que las peleas de patio de

colegio aterrorizaban, me convertí en unmuchacho combativo, fuerte, con unaimpecable musculatura que ejercitaba adiario. Pero no éramos insensibles, nimucho menos. Apreciábamos lospaisajes de nuestro país, su músicaextraordinaria, los maravillososcastillos, la belleza de nuestras mujeresarias, el placer que produce la conquistade un pico inaccesible. Amábamosnuestra extraordinaria cultura, nuestrosliteratos, pensadores, músicos. Unpueblo que daba a Goethe, a Mahler,Wagner, pensadores de la talla deNietzsche, era más que una simplenación destinada a ser dominada.

—¿Se da cuenta de que eso ya no esasí?

—Y lo acepto. Vivimos otra época.La vida es más fácil. Ya nadie lucha.

Estupendo. Y se vive más o menosbien, tan bien que somos pasto deemigrantes que nos invaden y estáncambiando la composición étnica denuestro país. ¿La raza aria?Ja. Un sueño,una utopía. Desapareció. Lo acepto. Amis ochenta y cinco años no voy ya acambiar el mundo, solo aspiro a vivirentre los míos, hacerlos felices. Aquellofue un bonito sueño de juventud, lautopía de un momento muy especial.

—¿Un bonito sueño de juventud quecostó millones de muertos, que arrasópaíses, que exterminó a una raza? ¿Nofue una locura?

—¿Locura? Fíjese usted en unacosa: estamos denostando toda unaépoca de nuestro país, que definimoscomo oscura, terrible, y no sé cuántosmás epítetos siniestros, sencillamenteporque el final de esa empresa se saldócon el fracaso, porque Alemania perdióla guerra que desencadenó. Observe, ycreo que usted es suficientementeinteligente para hacerlo, que eso seproduce exclusivamente porqueAlemania no ganó esa guerra, y subrayo

esa frase. ¿Qué hubiera pasado si lahubiera ganado? Pues exactamente locontrario. ¿Quién se habría sentado en elbanquillo en los juicios de Nuremberg?Pues no lo dude, el presidente Trumanpor haber borrado del mapa

Hiroshima y Nagasaki con laespantosa bomba atómica, WinstonChurchill por haber bombardeado confósforo Dresde, Stalin por susespantosas deportaciones, sus orgías desangre, las violaciones masivas demujeres alemanas a manos deldesenfrenado y anárquico ejército ruso.¿Sabe cuántos inocentes murieron enDresde? Cuatrocientos mil en dos días

de bombardeos implacables, abrasadostras espantosos dolores. ¿Por qué no seconsideró crimen de guerra la violaciónsistemática de mujeres por la horda deStalin? La respuesta es simple:vencieron. La historia es así. Solo sejuzgan las barbaridades de losperdedores, pero se exoneran todas lasbrutalidades de los vencedores, por loque uno deduce que lo peor de esaSegunda Guerra Mundial, lo monstruosode ella, fue que la perdimos. Pero esto,afortunadamente, cambia, y ya se habladel sufrimiento del pueblo alemán, delas matanzas injustificadas de lapoblación civil de Dresde, de cuyo

bombardeo se cumplen ahora sesentaaños.

—Usted estuvo en el frente del Este.

—Sí, hasta bien entrado el año1942. Fue una temporada muy dura, enla que me curtí militarmente, pero en laque me sirvió de mucho mi aprendizajeen las Juventudes Hitlerianas. Teníaentonces veintidós años. Yo estabahecho al frío más extremo. Uno de losejercicios que hacíamos, en la época decampamentos, era sobrevivir una seriede días a la intemperie, en plenoinvierno, durmiendo al raso,procurándonos el alimento. Desarrollé

las enseñanzas que había recibido en lasJuventudes Hitlerianas en el frentesoviético.

—Fue una campaña especialmentedura. He visto imágenes del sitio deStalingrado verdaderamente pavorosas,miles de cadáveres enterrados en lanieve.

Imagino que vería caer a muchoscamaradas.

—Muchísimos. Sufríamos unaterrible mortandad, no solo por el fuegode los soviéticos, que estaban en sutierra y la conocían al dedillo, sino porel general invierno, quien finalmente nos

derrotó. La nieve nos sepultó, impidiónuestro avance, anuló todo nuestropotencial de fuego. Combatir en esascondiciones extremas exige un esfuerzotremendo por parte del cuerpo, es comocuando un escalador ataca los últimoscien metros del Everest, que se quedasin aliento. Los movimientos, lasreacciones bajo un frío extremo sonmucho más lentas, uno se convierte en unblanco fácil.

—Le hirieron.

—Sí, en un pueblo cercano aSebastopol. Era una lucha muyencarnizada, casa por casa, con un

enemigo renuente a perder posiciones,que era esquivo, que actuaba comofrancotirador. Cayeron cuatrocompañeros de mi pelotón, entre ellos elmejor amigo de mi infancia, el cabo OttoKruger, con la garganta reventada poruna bala, que se desangró entre misbrazos...

—¿Qué sintió entonces?

—No hay tiempo para sentir, ni paraconmoverse. Si lo haces eres hombremuerto. Le cerré los ojos, sí, eso fue loque hice, y le puse el casco sobre lacabeza, y reaccioné con ira, eso fue loque me perdió. Recibí un impacto de

bala en el pecho, del que aún tengo lacicatriz. Fue mi primera heridaimportante, pero seguí luchando, con unarabia feroz. Entré, lo veo con mis ojos,en una habitación totalmente destruida yvi un par de sombras al fondo. Disparé aciegas, sin detenerme, sin notar que teníaya la guerrera empapada de sangre. Losdebí de matar a todos, porque oí suslamentos en ruso, sonorasimprecaciones, maldiciones. Subí luego,a trompicones, a la segunda planta deesa casa en ruinas cuyas paredes estabanhoradadas como un queso Gruyere. Elcerebro no te guía en esos momentos, esel cuerpo, el corazón, que te sale por la

boca, que late a una velocidad suicidadrogado por la adrenalina —en esemomento la cara de Günter Meissner seiluminó por el fulgor de sus ojos azules.Hablaba y su mandíbula cuadrada seestremecía con violencia. Corría sumente hacia al pasado, a la velocidad dela luz, reviviendo aquellos episodioscon una fidelidad documental y renególa mente de ese cuerpo viejo y achacosoque no reconocía suyo—. Recuerdo, laveo, como la veo a usted —

prosiguió, fijando la mirada en EvaSteiger que se resistía a ser hipnotizadapor su vehemencia— a una chica rusa,joven, bien parecida, rubia, que se

cubría el cabello con un gorro de lana yllevaba botas militares. Me disparó cons u tokarev en cuanto me vio aparecer,una ráfaga que levantó miles deesquirlas en la pared que tenía a miespalda. La muerte silba a tu lado yrealmente no lo adviertes, porque lareacción natural e inteligente sería huir.Para mí, en aquellos momentos, aquellamuchacha no era una mujer, simplementeera un enemigo, causante de la muerte demis camaradas. Caí sobre ella, con todoel peso de mi cuerpo; era una luchadorabrava, que estaba dispuesta a vendercara su vida: me mordiódesesperadamente en las manos, pero yo

ya estaba decidido. Luego fue cuandome di cuenta de la gravedad de la heriday unos camaradas me trasladaron a laretaguardia.

—¿Mató a la chica?

—Por supuesto. No lo hice con elfusil ametrallador, que se me habíaencasquillado durante la refriega, ni conla pistola, sino con el machete. Un golpedecidido en el pecho que le rompió elesternón.

—Horrible, ¿no?

—La guerra está llena de esosmomentos que usted dice horribles.Cada día, mi querida amiga, los que

sobrevivíamos volvíamos a nacer una yotra vez.

—Hábleme de lo que pasó después.

—Pues fue mortalmente aburridodespués de aquellos meses en el frentede batalla ruso. Mis heridas revestíancierta gravedad e incluso, ahora, cuandocambia el tiempo, siento punzadas en elpecho. Me pasé un mes a cuerpo de reyen un hospital de Berlín, una especie debalneario de la retaguardia que parecíaun premio a mi comportamientovaleroso. Y fue allí, precisamente,donde conocí a mi esposa que eraenfermera del centro sanitario. Fue un

maravilloso flechazo. Ella era muydelgada y enérgica, y hermosa como unavalquiria wagneriana. Creo que tengoalguna foto de Greta en aquella época.

Se levantó. Recorrió el salón. Abrióun cajón cerrado con llave. Regresó condos fotos color sepia en la mano. Lasalargó ambas a la periodista que hizo ungesto a quien manejaba la cámara paraque hiciera un primer plano de lasinstantáneas.

—Mi mujer, que luego fue unaafamada actriz de teatro e hizo suspinitos en el cine de la UFA, fue niñaprodigio en una conocida película de la

época, Die Drei von der Tankstelle, deWilhelm Thiele, hasta que se quedóembarazada, y este soy yo, con miuniforme —dijo, orgulloso, señalandolas viejas instantáneas restauradas.

Ambos tenían los labios finos y lospómulos marcados. Gentes de guerra.

Coincidían en el azul metálico desus ojos. Ambos eran hermosos,biológicamente puros. Günter, enespecial, pensó la periodista, repasandouna y otra vez esa foto sepia en la que suinterlocutor, con sesenta años menos,posaba con la barbilla levantada,sonrisa dental, vistiendo con orgullo el

elegante uniforme gris de las SS.

Hasta Greta, que era muy femenina,delicada, frágil, no ocultaba el airemarcial que la época requería. Mirabala foto, las fotos, e imaginaba a Günterabriéndose paso con su machete en elpecho de aquella anónima rusa que norecibiría sepultura y que luchaba pordefender su casa, su familia, su patria,de esa disciplinada horda invasora quearrasaba todo con su furia.

—Entonces, señor Meissner, fuecuando usted entró en las SS sección dela Calavera.

Hubo una pausa, una décima de

segundo de duda en el entrevistado,mientras los ojos azules del magnate delacero se deslizaban por la cara suave einocente de Eva Steiger. Quizá leengañase el aspecto dulce y aniñado desu interlocutora y la hubierasubvalorado. Ella era una hermosa ariarubia de pelo fuerte y ojos azules, nodemasiado voluminosa, más bienmenuda y de cuerpo suavementeredondeado, la hija que no tuvo y con laque soñó.

Pero no era ninguna bisoña. La habíavisto, meses atrás, corriendo riesgos enBagdad, con chaleco antibalas ymicrófono en la mano mientras

estallaban coches bomba quedespedazaban civiles y aterrorizaban alos muchachos imberbes que enviabaBush a la tierra del petróleo paracimentar su imperio. Había visto muertey destrucción a su alrededor y queríaempaparse de la muerte y destruccióndel pasado ante el cual el presente eraun juego de niños. La guerra era unasinfonía ensordecedora de cañonazosque demolían los muros de las casas, ylos cadáveres, amasijos sangrientosentre las ruinas. Vio nieve y surcos desangre sobre el manto níveo, dibujandoun cuadro abstracto; vio esculturas dehombres congelados, con la barba y el

cabello endurecidos por el hielo, quelos miraban con sus ojos de muerto; yuniformes quemados y vacíos de los quehuyó la carne tras las explosiones.

—Está en un error. En 1944 las SSArmadas contaban con alrededor denovecientos diez mil hombres bienentrenados y perfectamente pertrechadoscon las armas más sofisticadas delmomento. Yo ya estaba entoncesencuadrado en ellas como fuerza de elitey combate en ese cuerpo formidable yvaleroso que era la punta de lanza de laWehrmacht. El hombre de las SSreaccionaba con dureza ante todo tipo desentimientos humanos, era duro consigo

mismo y con los demás. Con esamentalidad, el hombre de las SS sedestacaba conscientemente de la granmasa formada por los camaradas delpartido. Los mejores, la elite guerrera ymejor preparada para el combate. Perola gravedad de mis heridasdesaconsejaba mi nuevo envío al frenteen donde habría perecido o hubiera sidouna rémora para mis compañeros. No setrataba de forjar héroes, sino de ser útilal Reich en cualquiera de los cometidos.Nosotros no importábamos, loimportante era Alemania. Yo lo hubieradeseado, volver al frente ruso, pero eraconsciente de que no sería útil en

primera línea y que debería reservarmepara labores de retaguardia.

—Como vigilante en el campo deconcentración de Auschwitz. Usted eramiembro de las Unidades de Calaverade las SS, responsables de la vigilanciade los campos de concentración.

Primerísimo plano del rostro deGünter. Sus ojos. No se apreciabaparpadeo. Su boca. Ralentizaba larespuesta, otra vez, después de laverborrea sin respiro con que habíanarrado sus hazañas en el frente delEste. Por un momento Eva temió que,llegado ese momento, el crucial, al que

había estado deseando arribar desde quese inició la entrevista, esta quedase en elaire, el anfitrión se levantase yabandonase el ring dejando nulo elcombate. Era un riesgo y lo asumía. Lehabía ocurrido con otros.

Pero Günter era distinto.

—La permanencia en el campo deconcentración se consideraba unservicio en el frente contra los enemigosdel Reich. Estaban los enemigosexternos, fácilmente identificables, y losenemigos internos, que intentabanmezclarse entre nosotros.

Llegué a Auschwitz cuando era un

simple campo de concentración paraprisioneros de guerra polacos. EntreCracovia y Kattowitz, junto a Vístula,existía un viejo campamento militarabandonado conocido como Oswiecirm,antiguo cuartel de la monarquía austro-húngara, ubicado en un terrenopantanoso pero con favorables vías decomunicación. El complejo comprendíaun territorio de cuarenta kilómetroscuadrados, del que también formabaparte un coto vedado muy extenso. Bajoel mando del primer comandante delcampo, Rudolf Hoess, se empezó aconstruir en mayo de 1940 el campo,que más tarde se conocería como

Auschwitz I o campo central, con losprimeros presos que llegaban del campode concentración de Dachau.

Esta primera ampliación estabapensada para albergar a siete mil presosy comprendía veintiocho edificios deladrillo de dos plantas así como otrosedificios adyacentes de madera. Portérmino medio el número de presosascendía a dieciocho mil. Dosalambradas de espino, con corriente dealta tensión, cercaban la totalidad de lasuperficie para hacer imposibles lasfugas. Por orden de Heinrich Himmlerse empezó a construir el campo deAuschwitz II-Birkenau en octubre de

1941, cuya principal finalidad erautilizar como mano de obra a losprisioneros polacos y a los que habríande llegar del frente ruso, que era muchomás extenso que el campo central ycomprendía doscientos cincuentabarracones de madera y piedra. Elnúmero más elevado de presos enBirkenau ascendió en 1943 aaproximadamente cien mil personas.Auschwitz III se construyó conposterioridad, era el campo exterior endonde estaban ubicadas las empresasagrarias e industriales, como Buna-Werke en Monowitz, verdaderoscomplejos fabriles —relataba Günter

Meissner con precisión matemática, sinolvidar ningún dato, por nimio quepareciera. Hablaba como si tuviera elcomplejo de Auschwitz incrustado en elcerebro, impreso, y lo estuviera viendocon sus ojos tal como era cuando llegó aél. Describía su plano mentalmente, afalta de papel—. La vida era bastanterutinaria, deprimente, mucho más paraalguien, como yo, curtido en la acción;Auschwitz, no era un destino apeteciblebajo ningún concepto, pero lo acepté pordisciplina. Tenía grado de teniente y mifunción era vigilar que nadie tratara deescapar. No, no me siento especialmenteorgulloso de mi etapa en la retaguardia,

pero cumplí con mi deber de soldado yde alemán.

—Sin embargo maltrataron a esospresos polacos. Mataron a muchos deellos.

¿No es cierto?

—La llegada del primer transportede algo más de setecientos presospolacos se produjo en 1940. Yo losrecibí y puedo decirle que no se lestrataba con excesivo rigor. Murieron porel trabajo, por el frío y porque no ibanbien alimentados, pero Auschwitz no eraun hotel y estábamos en guerra. El lemadel campo era que el trabajo les haría

libres. Y trabajaban, claro, de sol a sol,para que así no pensaran en fugarse yestuvieran lo suficientemente cansadospara causarnos problemas. Entre 1940 y1945 fueron internados en Auschwitzcuatrocientos cinco mil detenidos, en sumayoría polacos, soviéticos y gitanos, yle puedo asegurar que el establecimientotenía, sobre todo, una funcióneconómica. En las proximidades delcampo de concentración de Auschwitzestaban ubicadas diferentes industriasque alquilaban a los presos como manode obra. La empresa IG-Farben, ubicadaen la periferia de Monowitz, fabricaba,por ejemplo, goma sintética. Para los

presos que trabajaban allí, las SSconstruyeron el 31 de mayo de 1942 elcampo externo de Auschwitz-Monowitz,que se convirtió a partir de diciembre de1943 en el campo central del complejoAuschwitz III. Además las SSexplotaban sus propias empresas yminas. En total había cincuentacomandos externos de este tipo, gruposde internos trabajadores que podíansalir fuera del recinto. Y también le diréuna cosa que no debería sorprenderla, yes que los propios presos colaborabanen la administración del campo. Lastareas encomendadas aumentaban cadadía y la dirección del campo dependía

de la colaboración de los presos porquelos alemanes no teníamos tiempo niganas de implicarnos en ello, lesdábamos una cierta autonomía. Elsistema de la autoadministracióncontrolada estaba estructurado según elprincipio del Führer: veterano delcampo, veterano del bloque, kapos del o s kommandos de trabajo. Comoconsecuencia, entre los presos seestableció una serie de jerarquías y lesorprenderá si le digo lo que peleabanentre ellos para tener una consideraciónsocial más elevada.

Había frecuentes disputas entre lospresos criminales, los alemanes

delincuentes, y los políticos, losdisidentes y los comunistas, por hacersecon el control interno delestablecimiento. No era tan terrible alprincipio.

—El ingreso en los campos deconcentración se llevaba a cabo encontra de toda base legal —Eva Steigerabrió su carpeta de tapas oscuras yextrajo un documento mecanografiadoque leyó—. Por medio del decretoprovisional «Para la protección delpueblo y del Reich» del 4 de enero de1934, las autoridades policiales en elReich alemán podían arrestarpreventivamente a personas, sin juicio y

por un tiempo ilimitado, «para combatirtoda aspiración antiestatal», leotextualmente. En general, la central de laGestapo y del RSHA de las SS en Berlíndebía dictar auto de prisión preventiva,sin embargo esto solo se tenía en cuentaen el caso de personas del Reichalemán.

—Estábamos en una situaciónespecial y era necesario el recorte delibertades para proteger a la nación delos enemigos externos, pero también delos internos —

Günter mira a continuación fijamentea su interlocutora—. Usted como

periodista informada debe saber, y sé debuena tinta que eso es así porque, si nome equivoco, ha estado en Irak, que haymomentos excepcionales en la vida deun país que exigen un recorte drástico delos derechos ciudadanos parasalvaguardar la comunidad. ¿Le suenaclaro? No nos escandalicemos porque esexactamente lo que está haciendo enestos momentos en Estados Unidos elseñor George Bush.

—Las comparaciones puedenresultar odiosas y nos llevarían muylejos de lo que nos interesa. Volvamosal pasado, señor Meissner, y le aseguroque lejos de mí está defender al

presidente Bush. Luego Auschwitz seamplió considerablemente, ¿no escierto?

—Sí, con la llegada de RudolfHoess como director del campo. Traspasar por Dachau y Sachsenhausen, sepremió su lealtad ascendiéndole aHauptsturmführer de las SS. El fue elartífice de lo que conocemos comoAuschwitz; vino con arquitectos,ingenieros, construyó un enormecomplejo de cuarenta y dos kilómetroscuadrados, filas de nuevos barraconespara albergar a muchos prisioneros.Posteriormente se amplió a Birkernaucomandado por Josef Kramer. No se

puede imaginar usted las dimensiones deaquello. En el campo de concentraciónde Auschwitz I, a los presos, que fueronquienes edificaron el campo y gran partede las instalaciones industrialesadyacentes, se los alojaba en antiguoscuarteles de ladrillo. Había veintiochobloques, pero no todos estabandestinados a los presos. En el campo deconcentración Auschwitz II- Birkenau,que se construyó con posterioridad,había diferentes tipos de barracones, deladrillo y de madera, que eran antiguosbarracones-caballerizas. Cada barracóndisponía de dos pequeñas habitaciones,una para el decano responsable del

orden y otra que servía para almacenarel pan, y sesenta paredes divisoriasentre las que se encontraban literascompuestas por tres camastrosrespectivamente con un total de cientoochenta plazas. En los barracones deladrillo los camastros estaban cubiertoscon una fina capa de paja. En losbarracones de madera había sacos paradormir; eran de papel y estaban rellenosde paja y viruta. Además a los presostambién se les entregaban mantas.Reinaba la austeridad, claro, pero esque estábamos en tiempos de guerra ynosotros no vivíamos mucho mejor, ypeor estaban los que combatían en el

frente de Rusia con el hielo como lecho.

—¿De qué modo controlaban a esaingente población penitenciaria?

—Si se refiere a si las SS estabanconstantemente encima de los presos, lediré que no. Había una ciertaindependencia. La organización internadel campo de concentración, tambiéncon respecto a los presos, obedecía a laestructura nacionalsocialista deautoadministración. El mando lo tenía eldecano, el preso más veterano delcampo, elegido por las SS. Debido a laextensión del campo y a la gran cantidadde campos adyacentes, había más de un

decano. Estos decanos eran losresponsables del campo ante las SS, ycomo tales, las SS siempre se dirigíandirectamente a ellos con susdisposiciones. Cada bloque tenía sudecano de bloque, cada dormitorio sudecano de dormitorio. Una condiciónpara ser decano es que hablaraperfectamente alemán y sirviera deinterlocutor con el resto de la poblaciónpenitenciaria. En principio todos lospresos tenían que trabajar. Eranreunidos enkommandos de trabajo,dirigidos por los kapos, presosresponsables de un comando de trabajoo bien de un servicio que se les

distinguía porque llevaban brazaletes;por lo general eran presos alemanes losque preferentemente desempeñabanestas funciones, pero también habíajudíos. En los kommandos grandes habíaun kapo superior y un kapo inferior. Loskapos no tenían que trabajar, sino quetenían que procurar que las marchas serealizaran debidamente y también eranresponsables del rendimiento de sukommando de trabajo. Como verá, erauna organización jerarquizada cuyofuncionamiento era perfecto.

—¿Qué recuerda del que fue su jefe?¿Cómo era el máximo responsable delcampo?

—Duro y justo a la vez. La dureza esinherente a la condición de militar. Eradisciplinado, no se cuestionó ningunaorden que recibió, y era creativo, merefiero a que tenía ideas nuevas de cómodesarrollar el trabajo que le habíanencomendado, lo que motivó suposterior ascenso como coordinador decampos. No le traté mucho en el ámbitopersonal, pero le puedo decir que era unhombre que estaba orgulloso de suejemplar vida familiar y de ladedicación a sus hijos y sus mascotas.Era un fanático del deber. Se cuenta queuna vez se vio obligado a irse de unacelebración navideña con su familia

para atender las tareas del campo.

—Un planificador concienzudo.

—Ahora se le tildaría de tecnócrata.En efecto. Siempre se cita la eficaciaalemana, hasta en eso. Hoess, el jefe delcampo, estaba muy preocupado porllevar a cabo el trabajo que las máximasautoridades del Tercer Reich le habíanconfiado; por un momento creyó nopoder asumir la enorme responsabilidadque cayó sobre sus espaldas, pero no eraun hombre que se sintiera derrotado porlas dificultades, sino que estas lemotivaban. Era un militar de la escuelaprusiana.

Eva Steiger observó a suinterlocutor antes de intervenir. Hastaese momento quien escuchase laentrevista y viera el rostro relajado,ligeramente bronceado de HerrMeissner, en el marco de su salón deestar y con el fondo de la chimeneacrepitante en donde ardían dos leñoscruzados, no tendría datos paradesentrañar que el octogenarioempresario, cuando hablaba con orgullode ese enorme complejo fabril del quedaba toda clase de detalles técnicos, lohacía de un monumento a la infamia delhombre. En palabras de GünterMeissner, Auschwitz era una fábrica

algo más dura que las habituales endonde los obreros trabajaban gratis.

—¿Una fábrica? Parece evitar decirlo que realmente era Auschwitz, HerrMeissner —dijo Eva Steigerendureciendo su mirada—. Nadie ignoralo que representa ese campo deconcentración y cuál era su función. ¿Porqué no dice claramente lo que era? Todoel mundo lo sabe, pero sería interesanteque saliera de sus labios. Hicieron deAuschwitz una «fábrica de la muerte»,con procesos rigurosamente calculadospara matar eficientemente al mayornúmero de personas en el menor tiempoposible. Hablemos de cuando

empezaron a llegar los judíos, HerrMeissner, esos cuatro millones de seresque nunca fueron matriculados, que nofiguran en las listas, porque estaban depaso. Usted me está hablando de unprograma técnicamente perfecto paracometer asesinatos en masa, pero eludela palabra asesinato, que es para lo quese edificó ese complejo del que hablacon inexplicable orgullo.

Nuevo silencio. Günter Meissnermira a la periodista con desconfianza.Pero sonríe.

—¡Ajá! Este es el verdadero motivode la entrevista, Auschwitz y su

aniversario.

Me lo podía haber dicho. Es usted,mi joven amiga, bastante tramposa.Cuando me invitaron a su programaquedamos que hablaríamos de la épocaen que me tocó vivir. Los campos deconcentración fueron una anécdotadolorosa.

—En efecto, porque el 27 de enerode 2005 se cumplen 60 años de laliberación del campo, a cargo delEjército Rojo de la entonces UniónSoviética, descubriendo al mundo elhorror que encerraban sus muros. ¿Noquiere hablar de ello? ¿Se avergüenza?

—¿Avergonzarme? No. No tengonada de qué avergonzarme. Nada. Fui unbuen soldado alemán. ¿He deavergonzarme por ello? ¿Usted seavergüenza por ser una buenaprofesional? No tengo inconveniente enhablar de ello. Fue en septiembre de1941 cuando se hicieron los primerosexperimentos con el gas Zyklon B enAuschwitz que afectaron a seiscientosprisioneros de guerra soviéticos y adoscientos noventa y ocho presosenfermos.

—Que fueron asesinados. Si mepermite, aquí llevo un informe que megustaría leerle por lo clarificador que es

y que espero que usted me confirme —Eva sacó de su cartera de plástico negraun manojo de hojas grapadas—. Es uninforme titulado «El Reasentamiento delos Judíos», en el que elSturmbannführer de las SS Grickschdaba la siguiente información al Coronelde las SS von Herff y al Reichsführer delas SS

Himmler, tras la inspecciónrealizada entre el 14 y el 16 de mayo de1943: «El campo de Auschwitz tiene unpapel especial en la resolución delproblema judío. Los métodos másavanzados permiten la ejecución de laorden del Führer en el menor tiempo

posible y sin despertar demasiadaatención. La llamada «acción dereasentamiento» tiene los siguientespasos: los judíos llegan en trenesespeciales (vagones de mercancías)hacia el anochecer y son llevados porvías especiales a áreas del campoespecíficamente diseñadas para este fin.Allí se hace bajar a los judíos y unequipo de doctores examina sucapacidad de trabajar, en presencia delcomandante del campo y varios oficialesde las SS. En este punto cualquiera quepueda ser incorporado de alguna maneraal programa de trabajo es llevado a uncampo especial. Los enfermos que

tengan curación son llevados al campomédico y se les devuelve la salud conuna dieta especial. El principio básicoque está detrás de todo es conservar lamano de obra para trabajar. El tipoanterior de «acción de reasentamiento»ha sido rechazado, dado que esdemasiado costoso destruir una preciadaenergía de trabajo continuamente».

Cuando acabó de leer alzó los ojos ybuscó la mirada de Meissner.

—Es un informe veraz. Verá,Auschwitz fue pensado, ante todo, comoun enorme complejo fabril, una enormeinfraestructura económica de producción

para el Tercer Reich con mano de obragratuita que trabajaba a cambio decomida y atención.

—El informe describe después eldestino de aquellos sin la suficientesuerte como para ser consideradosapropiados para ser mano de obraesclava o enfermos con curación, y daalgunos detalles sobre el proceso deexterminio. Resultados de esta «acciónde reasentamiento» —eufemismo delasesinato en masa— hasta la fecha:quinientos mil judíos. Capacidad actualde los hornos de la «acción dereasentamiento»: diez mil en 24 horas.La producción de Auschwitz era muerte.

Hábleme de los judíos, cuandollegaron.

—¿Es de eso de lo que quierehablar? Bueno, pues hablemos, no tengoinconveniente. Todo el mundo lo sabe.Los judíos constituían indiscutiblementeel mayor grupo de presos de Auschwitza partir de 1942. Llegaban en trenes, sí,como las bestias. Los vagones, cuandoabrían las puertas y dejaban la carga,hedían de una forma bastantedesagradable. Algunos no resistían elviaje y se pudrían entre la paja de losvagones. Algo sucio, pero yo ya habíavisto de todo en el frente de Rusia comopara que mi estómago se alterara. La

guerra, señorita, no es otra cosa que unasucesión de atrocidades y suele ganarlasquien se comporta con el contrario de laforma más atroz posible. No hay guerraselegantes, no se hacen las guerras a losacordes del Danubio Azul, por Dios —subraya esta última frase con unaelevación del tono de voz.

—Usted hacía la selección.

—¿Qué selección?

—La de los que debían morir y la delos que podían seguir viviendo paramorir más tarde. Estaba en elKommando de bienvenida.

—Sí. Estaba en el comando de

selección. Nos guiábamos, únicamente,por criterios de viabilidad.Seleccionábamos a los ancianos, aalgunas mujeres no aptas para el trabajo.Integraban el grupo meerschaum.

—¿Qué quiere decir?

—Los meerschaum, espuma de mar,eran los que debían desaparecer sindejar rastro. Los demás, los natch undnebel, noche y niebla, morían de otraforma.

—Enviaba a una muerte atroz ainocentes que no le habían hecho nada.

—Es difícil de entender desde superspectiva. El Tercer Reich era un

sistema muy planificado, con unafilosofía racial, y dentro de ese sistemano tenían cabida los judíos. Mipercepción de ellos era la de un grupoétnico degenerado, al que había queexcluir. Tendría que verlos con mis ojosy quizá podría llegar a entenderme: seretorcían de miedo, imploraban comobestezuelas y, lejos de provocarcompasión, los odiabas aun más por esecomportamiento indigno de la especiehumana. Yo no me inventé la soluciónfinal. Fue en agosto de 1941 cuandoHeinrich Himmler ordenó a RudolfHoess la supresión de judíos enAuschwitz.

—Pero la aplicó sin pestañear.

—Cumplí con mi obligación. Unejército no funciona con opinionesprivadas; si se cuestionan por sistemalas órdenes, deja de haber ejército.

—¿Supresión? Me aterra laperversidad del lenguaje, loseufemismos para tapar la monstruosidad.Supresión por exterminio, asesinatomasivo.

—No se haga la candorosa, señorita.Ahora se hace lo mismo con el lenguaje.

¿Guerra preventiva? Una invasión.¿Operaciones encubiertas? Actosilegales. ¿Armas inteligentes? Armas

letales. Cuando a un marinenorteamericano le entrevistaba usted¿qué le decía? ¿Qué estaba matando ainocentes, a niños iraquíes, a ancianosindefensos, a mujeres? No, le decía queestaba haciendo un buen trabajo, y eltrabajo era mejor mientras más letalresultara.

—¿Una obligación era asesinar amillones de seres inocentes que notenían ni una sola opción paradefenderse? No eran partisanos conarmas en la mano sino civiles inermes.

—Sí, en esos momentos era miobligación, como meses antes había sido

combatir en el frente ruso.

—Enviaba a familias enteras a lamuerte. ¿Qué sentía?

—Nada.

—¿No le conmovían? ¿No sentíapiedad por toda esa gente a la que seasesinaba?

—Yo era un eslabón de la cadena.No se me permitía pensar, y no queríapensar.

—¿Ni una sola vez se replanteó loque estaba haciendo?

—Era un soldado, mi joven amiga, yesa era mi tarea que debía cumplir lo

mejor posible.

—Asesinando.

—En las guerras se cometen actosterribles. Es la esencia de la guerra.

—No eran ningún peligro, eran gentepacífica, sin armas, mansos.

—Los judíos representaban elpeligro de la disgregación del estado. Elque fueran mansos no los exoneraba.Corrompían, con su presencia, laesencia de esa gran Alemania queestábamos construyendo.

—¿Había que matarlos en masa?

—Usted lo ve de una manera, yo de

otra. Quizá no logremos entendernosnunca.

Hay clases de seres humanos; es unasolemne idiotez decir que todos somosiguales.

Eso lo decían los bolcheviques yestán en el basurero de la historia. Niusted ni yo somos iguales, a pesar de serambos arios. Sería un crimen horrendomatarnos entre nosotros, entre losbuenos alemanes, pero los judíos eranun corpúsculo ajeno incrustado en eltejido social de Alemania, y se ideó lafórmula drástica para extirparlo.Ninguna operación quirúrgica se hace

sin sangre.

—¿Nunca tuvo compasión?

—En Auschwitz había que dejar lacompasión en la entrada.

—¿Disparó alguna vez contra ellos?

—Alguna vez.

—¿Por qué?

—Era terriblemente monótona lavida en el campo.

—Según los informes de las SS,podían ser quemados cuatro milsetecientos cincuenta y seis cadáveres adiario.

—Esa cifra que maneja creo queestá desfasada.

—¿Es exagerada?

—No, hubo momentos puntuales enque se triplicó el número deincineraciones.

—Y desde la distancia, pasados losaños, ¿no se arrepiente de lo que hizo?

—No sirve de nada elarrepentimiento.

—¿No sueña con los actos atrocesque cometió?

—No. Procuro no pensar en ellos.

—Se enviaba a la gente engañada ala muerte, se les envenenaba con gas, seles mataba tras horribles sufrimientos.

—No es cierto. No tiene ni idea. Lamuerte por gaseamiento era rápida,segundos de agonía, y en nadacomparable a otros sistemas deejecución que Hoess rechazó. Elcomandante se enfrentó a problemastécnicos de una gran envergadura.

Los fusilamientos masivos, que seutilizaron en un primer momento,resultaban costosos y sangrientos porqueteníamos que emplear armas de fuego.Los fusilamientos no representaban el

medio apropiado por los altos costes dela munición, el ruido de los disparos yel estrés psíquico que producían en loshombres de las SS encargados dellevarlos a cabo. Hoess detestaba lasangre porque no había estado en elfrente, era un hombre de retaguardia, unburócrata eficaz. Como consecuencia,las SS decidieron poner en práctica laeliminación por veneno, que erainyectado a los presos, pero seguíasiendo una tarea larga y laboriosa. Eldescubrimiento de las propiedades delZyklon B, que exterminaba los piojos dela ropa, fue un verdadero bálsamo paratodos. Yo odiaba estar en los piquetes

de ejecución, créame, no es nadaagradable dar el tiro de gracia a alguienque permanece tendido en el suelodesangrándose. En enero de 1942, enBirkenau, en una granja reformadasituada dentro del terreno del campo deconcentración Auschwitz-Birkenau, seprodujo el primer ensayo de unprograma que técnicamente era perfectoy que iba a facilitar las cosas. El ZyklonB nos quitó un enorme peso de lacabeza, hizo viable una operación queparecía imposible. Digamos que ese gasletal hizo más dulce la operacióndiseñada en Berlín el 20 de enero 1942,en la Conferencia de Wannsee, en donde

se tomó la decisión drástica contra losasociales.

—En donde estaban ReinhardHeydrich y Adolf Eichmann.

—Sí, así es. Heydrich fue quiendiseñó la operación, Eichmann redactóel acta. Se estaba decidiendo la suertede once millones de judíos.

—Habla de asesinatos masivos,Herr Meissner, como asuntos delogística.

—Técnicamente era muy complejo.Había que eliminar, pero era necesariauna cierta discreción. Hoess se abrazóal Zyklon B.

—En Auschwitz tuvieron lugarespantosos experimentos médicos.Varios de los setenta o más proyectos deinvestigación médica llevados a cabopor los nazis, entre otoño de 1939 yprimavera de 1945, tuvieron lugar enAuschwitz. Estos proyectos incluíanexperimentos realizados con sereshumanos contra su voluntad, y seempleó, al menos, a siete mil personas,basándonos en los documentosexistentes y los testimonios personales;sin duda hubo muchos más que fueronutilizados sin que quede ningúndocumento o testimonio.

—Se consideraban adecuados parael Reich y resultaron positivos en cuantoa la prevención de enfermedades o laerradicación de malformaciones. Tengaen cuenta que esos experimentos sesolían hacer con seres enfermos. Unosdoscientos médicos alemanesparticiparon en los experimentos de loscampos de concentración, encargándosede las selektionen para la investigación,y le puedo decir que mantuvieron lazosprofesionales estrechos con el resto delcolectivo médico de la nación, y usaronlas universidades e institutos deinvestigación de Alemania y Austriapara su trabajo. No sé si me entiende lo

que le quiero decir: que toda Alemaniaestaba involucrada en el gran proyectodel Führer.

—¿Cuál era la dinámica de esosexperimentos?

—El doctor Ernst Robert Grawitz,Oficial Médico Jefe de las SS, recibíatodas las peticiones de autorización deun experimento, y pedía dos opinionesantes de presentárselas a Himmler consu recomendación. Grawitz recurría aldoctor Karl Gebhardt, el médicopersonal de Himmler, para una opinión,y a Richard Glücks y Arthur Nebe parala otra. Después le pasaba su informe a

Himmler, que tenía un gran interés en losexperimentos y con frecuencia interveníaen su desarrollo. No se dejaba nada alazar ni a la improvisación.

—¿Qué tipo de experimentos sellevaban a cabo?

—Los experimentos se llevaron enaras del desarrollo de la ciencia y parallevar a cabo ciertas investigacionesantropológicas. Había tres grandesclases de experimentos. La Luftwafferealizaba experimentos en Dachau yotros lugares sobre supervivencia yrescate, incluyendo investigacionessobre los efectos de la gran altitud, las

bajas temperaturas y la ingestión de aguade mar. El tratamiento médico era lasegunda clase, y tenía que ver con lainvestigación en el tratamiento deheridas de guerra, ataques con gas, y laformulación de agentes inmunizadorespara tratar enfermedades contagiosas yepidemias. Finalmente, había una terceraclase de experimentos raciales,incluyendo la investigación sobreenanos y gemelos, la investigaciónserológica y el estudio del esqueleto.

—Utilizaban cobayas humanas queluego asesinaban.

—Iban a morir de todas maneras,

duraban menos, pero morirían y,mientras tanto, prestaban un servicio a lasociedad.

—He tenido acceso a una serie deinformes que demuestran la existenciade un tráfico de cadáveres con finesexperimentales, lo que hace suponer quese asesinaba a prisioneros de Auschwitzpara suministrar cuerpos: «Berlín, 2 denoviembre de 1942.

Secreto. Al Obersturmbannführer delas SS doctor Brandt. QueridoCamarada Brandt: Como usted sabe, elReichsführer de las SS ordenó hace untiempo que se proporcionara al

Hauptsturmführer de las SS profesordoctor Hirt todo lo que necesite para susinvestigaciones —ya he informado alReichsführer de las SS de este asunto—;se necesitan ciento cincuenta esqueletosde prisioneros o judíos, y el campo deconcentración de Auschwitz es el que hade proporcionarlos. Con saludos decamaradería, Heil Hitler, suyoatentamente, Sievers». El segundodocumento es un informe realizado porel profesor Hirt: «Respuesta a:suministro de cráneos de comisariosjudeobolcheviques para su estudiocientífico en la Universidad deEstrasburgo». Cito: «Se dispone de

amplias colecciones de cráneos de casitodas las razas. Solamente en el caso delos judíos no hay suficientes cráneosdisponibles para la ciencia como paraque el trabajo con ellos permita llegar aconclusiones seguras. La guerra en elEste nos ofrece ahora la oportunidad deresolver esta deficiencia. Con loscomisarios judeobolcheviques, quepertenecen a un repulsivo ycaracterístico tipo de subhumano,tenemos la posibilidad de elaborar undocumento científico fiable al hacernoscon sus cráneos».

—No tengo ningún comentario quehacerle, solo le diré que esos

experimentos fueron beneficiosos parala ciencia médica.

—Lo que sigue a continuación —Eva esgrimió los documentos que teníaentre las manos— es el detalle de unprocedimiento escalofriante paragarantizar la provisión de esa materiaprima. El sistema para asegurar estaprovisión de cráneos fue ordenar a laWehrmacht la entrega inmediata a lapolicía militar a todos los comisariosjudeobolcheviques que capturase. Lapersona encargada de vigilar estematerial, al parecer un joven médico oestudiante de Medicina que pertenecieraa la Wehrmacht, preparó una serie

previamente especificada de fotografíasy mediciones antropológicas de lossujetos que iban a ser sacrificados. Trasser asesinados a sangre fría para esamacabra provisión, las cabezas de losjudeobolcheviques debían sercercenadas de tal forma que quedaranintactas y sin heridas, y una vezseparadas del tronco tenían que serenviadas, sumergidas en algún líquidode conservación, en botes bien sellados,fabricados para este fin, a la direcciónindicada. Con esta frialdad espeluznantese detalla el macabro procedimiento,relegando a los seres humanos al papelde cobayas.

—Me está hablando de anécdotasirrelevantes, señorita Steiger, y deactividades de las que no tuve ningúnconocimiento y, por tanto, no puedorebatirle.

—Pero que son determinantes paravalorar el comportamiento de las SSdurante la guerra de exterminio, de susmodos despiadados.

—Su partidismo, señorita Steiger,no casa con su profesión periodística.Odia a los nazis, a Hitler, a aquellaAlemania que no pudo ser y hurga en elbasurero. Hable también de lo positivo,del nivel económico que consiguió el

Tercer Reich.

—¿Qué me dice de los experimentosllevados a cabo por el profesor CariClauberg?

—Clauberg era una eminenciareconocida. Llevó a cabo experimentossobre esterilización, tanto en Auschwitzcomo en Ravensbrück, inyectandosustancias químicas en vientres duranteexámenes ginecológicos normales.También en Estados Unidos serealizaron pruebas pavorosas con lapoblación reclusa para medir la fuerzaletal del arma nuclear. Pero ellos no hanperdido ninguna guerra, no tienen que

dar explicaciones al mundo acerca deHiroshima o Nagasaki.

—Miles de mujeres judías y gitanassufrieron ese tratamiento.

—Clauberg trató de responder a lapregunta de Hitler de cuánto tiempollevaría esterilizar a mil mujeres, y leinformó de que, con los métodos quehabía desarrollado, un equipo formadopor un médico y diez asistentes podríahacer el trabajo en un día.

—Pero las inyecciones destruíantotalmente las membranas del vientre ydañaban seriamente los ovarios de lasvíctimas, que eran después extirpados y

enviados a Berlín para probar laefectividad del método. Las pacientesmorían después de sufrir espantososdolores.

—Moría la gente en el frente, en lasciudades, en la retaguardia. Le repito: esirrelevante lo que me pregunta.

—¿Qué me puede decir de ladoctora Mandel?

—Venía de Ravensbrück, un campode concentración femenino a noventakilómetros de Berlín. No sé más de ellasalvo que era austríaca y amaba condelirio la música.

—Dirigió el campo de mujeres de

Auschwitz. Las prisioneras la llamaban«la bestia». Por su participación en lasselecciones para la cámara de gas y losexperimentos médicos, y por las torturasque infligió a incontables prisioneros,fue condenada a muerte en 1947 comocriminal de guerra. ¿Melómana? Sí,ordenaba a la orquesta que tocaramientras ahorcaban a los sentenciados.

—Me consta que tratabahumanamente a sus presas, sobre todo alas que tenían conocimientos musicales.

—¿Cómo puede decir eso si asesinóa quinientas mil mujeres de etnia judía ygitana y a presas políticas?

Günter Meissner suspira y se cubreun instante la cara con las manos.

—Viene aquí extraordinariamentedocumentada, con un montón de datosque no son contrastables, que sonaproximativos. ¿Quién le ha dicho todoesto? ¿Los libros? ¿Ese famoso Internetpropagador de mentiras? Yo estuve allí,señorita Steiger, y le puedo decir quesolo el diez por ciento de lo que dice seaproxima a la verdad.

—Negar la evidencia es una de susarmas. ¿No es cierto? Sí, por supuestoque vengo documentada, porque es miobligación, por supuesto que durante

meses he estado removiendo archivos detoda clase, de Auschwitz y de todos loscampos de exterminio y he recabadoinformación al estado de Israel, almuseo del Holocausto, porque es miobligación.

—Mire, todos, absolutamente todos,estábamos dentro del engranaje. Y ladoctora Mandel, le repito, era una de lasmás condescendientes que pasaron porAuschwitz: creó una orquesta, puso unpoco de humanidad en el infierno de laguerra. En marzo de 1942 se establecióen el campo central Auschwitz I laprimera sección para mujeres,separándola del campo de hombres por

un muro de ladrillos de dos metros dealtura. Las primeras presas fueron unasmujeres procedentes de Ravensbrückque llegaron con la doctora, y poco mástarde fue desmantelado y las mujeresfueron trasladadas a Birkenau.

—Para ser exterminadas. ¿Cuántasmujeres fueron asesinadas?

Günter Meissner se revuelveincómodo en su asiento mientras meditala respuesta.

—Serían entre cuatro y siete mil lasmujeres sometidas a tratamiento, casitodas ellas enfermas terminales, por loque se trató de un acto de eutanasia

masiva, de ahorrarles sufrimientosinnecesarios y economizar gastos, puesde todas maneras iban a morir. Elprimer campo de mujeres en Birkenaupronto se quedó pequeño, de forma quetuvo que ser ampliado aprovechando unaparte de las instalaciones que hastaaquel momento habían sido destinadas alos hombres. En 1944 fue de nuevoampliado con otras partes del campo dehombres. Tuvimos un problemaorganizativo que resolvimos de la mejorforma posible. En Birkenau solo seencontraban internadas unas pocaspresas políticas alemanas, de forma queel campo disponía de muy pocas

funcionarías, por lo que tuvimos querecurrir a las prostitutas alemanas y aunas pocas judías eslovacas quedisfrutaban de un estatus especial pese aser untermenschen.

—¿Untermenschen?

—Seres humanos inferiores.

—Y llegamos al doctor Mengele quepromovió experimentos médicos conprisioneros, especialmente con enanos ygemelos. Se dice que supervisó unaoperación en la que dos niños gitanosfueron cosidos el uno al otro para creargemelos siameses; las manos de losniños sufrieron graves infecciones en los

puntos en los que unieron las venas, segangrenaron. La única evidencia directade estos experimentos proviene de ungrupo de supervivientes y de un médicojudío, Miklos Nyiszli, que trabajó conMengele como patólogo. Mengelesometía a sus víctimas —gemelos yenanos a partir de dos años de edad— aexámenes clínicos, pruebas sanguíneas,rayos X y mediciones antropológicas.En el caso de los gemelos, hacía perfilesde cada gemelo para compararlos.También inyectaba a sus víctimasdiversas sustancias, y echaba productosquímicos en sus ojos, intentandocambiar el color de estos.

—La intención de Mengele eraestablecer las causas genéticas delnacimiento de gemelos para facilitar laformulación de un programa que doblarala tasa de nacimiento de la raza aria.Todos sus trabajos iban destinados almejoramiento racial. Los experimentosque llevó a cabo el doctor hubieran sidode una importancia crucial si aquellaguerra se hubiera ganado porque habríamultiplicado el número de arios enEuropa. Mengele se adelantó a su época.¿Acaso no se quieren clonar ahora sereshumanos para evitar que sufranmalformaciones?

—El mismo les mataba

inyectándoles cloroformo en el corazónpara después realizar exámenespatológicos comparativos de susórganos internos. Los experimentos congemelos afectaron a ciento ochentapersonas, tanto adultos como niños.

—Pero olvida que su monstruoMengele también realizó un gran númerode experimentos en el campo de lasenfermedades contagiosas, fiebrestifoideas y tuberculosis, para averiguarcómo los hombres de distintas razaspodían enfrentarse a estas enfermedades,para salvar vidas humanas y mejorar lasexistentes. Como siempre, su visión,señorita, es sesgada.

—Utilizando a gemelos gitanos paraeste fin. Los experimentos de Mengelesupeditaban la investigación científica alos fines racistas e ideológicos delrégimen nazi. No le interesaba elhombre en sí sino el hombre ario. Susexperimentos médicos conllevaban elasesinato de sus pacientes.

—Mengele murió en Paraguay. ¿Quéimporta ya? Einstein inventó la bombaatómica y todo el mundo le adora. Claro,porque era judío. ¿Para qué removertodas estas historias?

—Para fundamentar la naturalezacriminal del régimen nazi. Señor

Meissner,

¿qué pasó con el tren de los niños?

—Mi querida amiga, la veoespecialmente interesada en lasanécdotas morbosas.

¿De qué niños me habla?

—Llegó un tren a Auschwitz concuatro mil quinientos niños y susmadres.

Guardó silencio unos momentosmientras suspiraba. Luego se revolviócon cierta incomodidad en su asiento,cuando contestó.

—Sí, lo recuerdo. Venían de

Cracovia.

—¿Qué fue de ellos?

—Fueron apilados en camiones.

—¿Para qué?

—Para ser llevados a las cámarasde gas.

—¿Lloraban? ¿Gritaban?

El rostro desencajado de laperiodista contrastaba frente al rostroinmutable del entrevistado. GünterMeissner voló al pasado, a una gélidanoche, a ese transporte fantasmalentrando en la estación de Auschwitzentre nubes de humo, abriendo las

puertas y vaciando el cargamentohumano ruidoso, implorante. Madrescongeladas que apretaban sus retoñosentre sus brazos, que protegían entre susmiserables trapos a infantes que ya erancadáveres. Le molestaba esa turba, y lemolestaba que hubiera llegado a esahora intempestiva, que le hubieransacado de la cama. Se paseaba entre losniños y sus madres con la fusta entre lasmanos. Gritaba a derecha e izquierda ylos guardianes de las SS descargabangolpes terribles de culata sobre loscráneos de algunas madres. Ya nadiegritaba. Ya reinaba un silencio sepulcralque acrecentaba el rugido incesante del

horno crematorio cercano, ese mugidode bestia insaciable que devoraba todolo que le echaban. Y dio la orden deseparar a las madres de los niños y deque estos fueran amontonados comosimples mercancías en la cabina decarga de los camiones que esperabantransportarlos a las cámaras de gas.

Los cogieron como carne, losestrujaron entre las manos, losgolpearon contra la carrocería delcamión, los lanzaron agonizantes comofardos a su interior y abrieron fuegocontra las madres que se rebelaron porno compartir el destino de sus vástagos.Empezó a hablar y su voz era neutra, su

mirada muy fría.

—Sí, se quejaban, protestaban.Trataban de escaparse algunos y habíaque correr detrás de ellos.

—¿Qué edades tenían?

—Siete, doce años.

—Como sus nietos.

—No confunda las cosas. Eranjudíos. Sí, niños, pero crecerían y seríanjudíos.

Eran la mala simiente. Eso es lo quecreíamos entonces, quizá estábamosequivocados, pero toda Alemania loestaba, toda Alemania sabía qué se

estaba haciendo con los judíos, noseamos hipócritas, y miraban hacia elotro lado. ¿Cree que la gente no sabía lode los hornos crematorios? Aquellascolumnas apestosas de humo eran vistaspor todos, hasta por los aliados quenunca bombardearon el campo a pesarde conocer exactamente su ubicación.No merecíamos su atención, nos dejaronacabar nuestro trabajo. ¿Qué hacía elvecino cuando la Gestapo deportaba auna familia judía y ya no se volvía asaber más de ella? ¿Protestaba? No,claro que no, se quedaba con su casa.

—¿Qué hacían con los niños de esetren de Cracovia?

—Los atrapábamos y losarrojábamos a los camiones.

—Como ovejas.

—Sí, no eran niños para nosotros enaquellos momentos, no los veíamos así.

—Muchos morían por los golpes.

—Cierto. Los cogíamos por laspiernas y los lanzábamos al interior delcamión.

Algunos morían del golpe, con elcráneo fracturado. Pero hubieran muertodespués en la cámara de gas.

—¿Se da cuenta señor Meissner, deque está hablando de niños? ¿Se da

cuenta de que fue un asesino de niños?

—En Auschwitz, mi queridaseñorita, no éramos muy respetuosos conlos derechos humanos. Ese conceptovino después.

—¿Y no siente nada?

—Nada. ¿Qué quiere que le diga?¿Que no puedo dormir por las noches?¿Que no puedo conciliar el sueño? ¿Quehe intentado suicidarme? Pues no, mibuena amiga. Nada. No me conduciría aninguna parte expresar arrepentimientode algo que hice. Investiguen con lamisma lupa lo que hizo Stalin en suGulag, o los crímenes execrables de

Estados Unidos en Vietnam. ¿Por quésiempre hemos de ser nosotros losvillanos de la función?

—¿Considera que obrócorrectamente?

—Hice lo que tenía que hacer,cumplí con mi deber.

—¿Es consciente de que muchas desus víctimas que han sobrevivido vivenen un infierno permanente a causa de sussecuelas mientras usted disfruta de unavida holgada, tiene dinero, posesiones,familia, etc.? ¿Es eso justo? Ni usted nilos siete mil miembros de las SS alcuidado de los campos de exterminio

fueron juzgados como criminales deguerra. ¿Por qué?

—Solo éramos culpables deobedecer. Yo creía que obrabacorrectamente. En tiempos de guerra sehacen cosas que serían impensables entiempos de paz. Y el dolor es extensivoa todos los bandos. ¿Sabe cuántosfamiliares míos fueron asesinados porlos rusos? Más de treinta entre tíos,primos, sobrinos, y no en el campo debatalla precisamente, sino en laretaguardia, violadas antes si eranmujeres.

¿Acaso eso no es horrible, no es un

crimen? Se tiende a magnificar elsufrimiento de ingleses,norteamericanos, rusos, polacos, y aminimizar el de los alemanes. ¿Noperdimos hijos, acaso? ¿No mataron anuestras madres, violaron a nuestrashermanas? Los franceses, los ingleses,los norteamericanos puedenenorgullecerse de sus muertos, de que lohicieron por una causa justa, y ahí estánsus cementerios militares parahonrarlos, sus miles de cruces blancasbañadas por el aire salobre deNormandía, honrados por lospresidentes de turno de las potenciasaliadas. ¿Qué ocurre con los caídos

alemanes? ¿No lucharon por Alemania,por defender su tierra cuando eraatacada por los dos flancos? Pero somosdemonios, vampiros sangrientos,monstruos, los malvados sin entrañas ysin escrúpulos de todas las películas enuna visión de la historia en que solo haydos colores, el blanco o el negro, perose olvidan del gris, de los matices. Hayque pasar página, dejar a un lado laslamentaciones y actuar en positivo paraque una situación así no se repita —hizouna pausa y comprobó el efecto de suspalabras en su interlocutora—. Mevanaglorio, me enorgullezco, de miactuación en el frente del Este, no de lo

que sucedió luego. Pero sucedió y sehizo aquello de una forma organizada,sin fallos, con esa mentalidad alemanaque busca el perfeccionismo. Actuabasin replantearme nada. Había un trabajoque hacer y había que hacerlo rápido, lomejor posible.

—¿Es justo que usted sea feliz conla cantidad de desgracia que hacausado?

—Me lo he ganado todo con miesfuerzo. Soy un luchador nato, renazcodesde la derrota.

—¿Por qué no le condenaron?

—Porque cumplí con mi deber.

—Le cito algunas de las cifrasmonstruosas que se esgrimieron en elproceso de Nuremberg contra su jefeHoess, que en 1923 ya estuvo implicadoen un asesinato y fue condenado acadena perpetua, quedando libre comoresultado de una amnistía general en1928. Las debe de conocer, pero yo selas recuerdo —abrió una carpeta deplástico duro, negra, extrajo un papelmecanografiado, se dispuso a leer antela mirada de indiferencia de suentrevistado—. «El proceso deNuremberg condenó a muerte en la horcaa su comandante Rudolf Hoess,acusándole de la muerte de: a) alrededor

de trescientas mil personas encerradasen el campo en calidad de prisionerosinscritos en el registro del campo; b)alrededor de cuatro millones depersonas, principalmente judíos, quefueron llevados al campo en furgonesprocedentes de diversos países, con elobjeto de ser directamente exterminadosy que, por esta razón, no figuraron en elregistro; c) alrededor de doce milprisioneros de guerra soviéticos,encerrados en el campo deconcentración contraviniendo lasprescripciones del derecho internacionalsobre el régimen de los prisioneros deguerra; por asfixia en las cámaras de gas

habilitadas en el campo, porfusilamiento y, en casos particulares porahorcamiento, por inyecciones mortalesde fenol o a causa de experienciasmédicas que provocaban la muerte, porla privación sistemática y gradual dealimentos, por la creación en el campode condiciones de vida especiales queocasionaban una mortandad general, porel trabajo excesivo impuesto a losprisioneros y por la manera bestial detratarlos, causando la muerte instantáneao graves lesiones corporales. El tribunalde Nuremberg le acusó también decrueldad física y moral contra susprisioneros y del saqueo de sus bienes.

Durante su juicio el acusado describió,con el nulo apasionamiento de un robot,cómo gradualmente había aumentado elnúmero de ejecuciones, empezando conunos pocos centenares al día paradespués, cuando los métodos se habíanperfeccionado, subir a mil doscientos. Amediados de 1942, las instalacioneshabían alcanzado la capacidad suficientecomo para eliminar a mil quinientaspersonas en un ciclo de veinticuatrohoras con los hornos más pequeños, yhasta dos mil quinientas con losmayores.

Hacia 1943 se logró un nuevo picodiario de doce mil. Según todas las

fuentes, en Auschwitz murieron cerca decuatro millones y medio de personas, ensu mayoría gaseadas o quemadas, comose ha dicho, pero también fusiladas, unasveinte mil, ahorcadas y en accidentesprovocados. Unas trescientas milmurieron de enfermedad, agotamiento ydesnutrición». Su jefe Hoess dijo antesde ser ejecutado:

«Por voluntad delReichsführerde laSS, Auschwitz se convirtió en la mayorinstalación de exterminio de sereshumanos de todos los tiempos. Que fueranecesario o no ese exterminio en masade los judíos, a mí no me correspondíaponerlo en tela de juicio, quedaba fuera

de mis atribuciones». Y a continuación:«Si el mismísimo Führer había ordenadola solución final del problema judío, nocorrespondía a un nacionalsocialista detoda la vida como yo, y mucho menos aun comandante de las SS, ponerlo enduda». ¿Hace suyas sus palabras?

—Hoess era un buennacionalsocialista, un buen patriota queactuó dentro de la ley y cumplió comosoldado, sin cuestionarse la idoneidadde lo que hacía, las órdenes.

—Fue ejecutado y colgado comocriminal de guerra.

—Es lo que lleva perder las guerras:

unos tienen que dar cuenta de sus actosmientras otros se vanaglorian de ellos.Pero con respecto a todas esas cifrasque me ha dicho antes, esa estadísticaque esgrime, le voy a decir que creo queesos datos que usted maneja son falsos.No niego masacres, actos inhumanos yun excesivo celo por parte nuestra conrespecto a los prisioneros, peroestábamos en guerra y los parámetrosque rigen la sociedad en tiempos de pazno sirven. Los juicios de Nurembergfueron terriblemente parciales, comousted reconocerá, fue un juicio de losvencedores hacia los vencidos, se nosobservó con lupa, se nos castigó, pero

se pasaron por alto las muchasatrocidades cometidas por los aliados,el bombardeo de Dresde, por ejemplo,las violaciones masivas de alemanas porparte del Ejército Rojo de Stalin, lasatrocidades norteamericanas deHiroshima y Nagasaki. No me sirven demucho los datos parciales y sesgadosque usted maneja.

—¿Volvería a actuar del mismomodo?

—Sin duda, si las circunstanciasfueran las mismas. Mire la naturaleza.¿Alguien siente piedad cuando un leóndescuartiza a un ñu? Nacimos en un

mundo cruel y había que luchar parasobrevivir y para que los nuestrosvivieran en el mejor de los mundosposibles. ¿Que esto tuvo un coste paraotros pueblos? No lo niego, pero habíaque decidir entre ellos y nosotros,fríamente, y optamos, como patriotas,por nosotros. Y la vida, querida eingenua amiga, siempre tiene el mismoguión. ¿Qué hacen hoy losnorteamericanos en Irak? Matan ytorturan por cuestiones geoestratégicas,por controlar los mayores recursos delplaneta, y lo hacen porque son fuertes,porque la fuerza es mucho más poderosaque la razón, la fuerza es ciega mientras

la razón es cobarde.

—¿No se arrepiente de nada? ¿Nohay nada que no hubiera cambiado?

—Sí, me arrepiento de no haberdedicado más tiempo a mi familia, yhaber perdido esa guerra.

—Bien. Muchas gracias, señorMeissner por su testimonio.

—Gracias a ustedes. Espero haberpuesto un poco de luz en algo sobre unaépoca sobre la que se han dicho todaclase de barbaridades sesgadas y haprimado la pasión sobre la razón.

—¿No era usted el mayor bárbaro?

—Era simplemente un patriota queamaba a Alemania, querida Eva. ¿He depurgar pena por eso?

—Conductas como la suya hacen quegente como yo y todo buen nacido seavergüence de ser alemán, de que nosestremezcamos de horror cuando unextranjero nos pregunta sobre elHolocausto.

Capítulo 6

Del montaje final decidieronsuprimir un buen número de planos. Lasexperiencias bélicas de Günter Meissnercayeron, pese a las protestas de EvaSteiger que aducía que resultabanesclarecedoras para definir alpersonaje. Y lo mismo sucedió con lamayor parte de las opiniones de laperiodista. Andreas Küntsler, directorde informativos y programas culturalesde la ZDF, la llamó y Eva Steiger cogióel avión para reunirse con él en la sedecentral de la Zweites Deutsches

Fernsehen en Mainz-Lerchenberg.

—No soportaría que el programacayera —le dijo a Kelmer, el realizador,antes de partir.

—No te hubiera llamado entonces.

El despacho del directivo, sito enuna sexta planta de un aséptico edificioacristalado de quince alturas, tenía unasbonitas vistas sobre Maguncia. Desdelos amplios ventanales, la panorámicaera como un cuadro nevado de Brueghela aquella hora de la mañana en la que elsol aún no había conseguido fundir elmar de nubes que se cernía sobre laciudad en donde moría el Main para

engrosar con su caudal el Rin. Elejecutivo no la hizo esperar.

—¿Un café?

—Gracias.

Durante un par de minutospermanecieron sentados, separados poruna aparatosa y atestada mesa metálica,frente a frente, sin decir nada yesquivando las miradas. AndreasKüntsler había aterrizado en la cadenadespués de un pasado conflictivo en LosVerdes, y de su radicalismo de antañoquedaba su aversión a usar corbata y ladevoción por los jerséis de cuello decisne como ese negro que llevaba y

estilizaba una envidiable figura teniendoen cuenta que cumplía en el próximomes de marzo los sesenta años. Tomaronlas tazas y bebieron. Las dejaron por lamitad.

—¿Bien el viaje?

—Se movió algo el avión.

—Me gustaron mucho tus reportajessobre Irak. Una mujer valiente. Si no telo dije antes, te lo digo ahora: nosllovieron las felicitaciones. Ahora no teenviaría. Caen como chinches losperiodistas en ese infierno, tanto por elfuego enemigo como por el amigo.Aquello se ha convertido en una ciénaga

para periodistas.

—Yo creo que tampoco volvería.Los muertos de Irak pronto dejarán deser noticia.

—Vayamos al grano. No sé cómodebo decírtelo. Me vas a perdonar si mepongo un poco pedante o si soy agresivo—empezó a hablar el director mientrasjugueteaba con un lápiz y Evapermanecía tensa, sentada enfrente de él,algo mareada después de un accidentadovuelo desde Múnich—. El periodismotiene una serie de preceptos, y uno deellos es que un periodista no debeimplicarse en lo que informa, que un

periodista es, a lo máximo, un testigo delo que sucede a su alrededor y nuncadebe intentar modificarlo, como elrealizador de documentales sobre lasabana africana, que no intenta salvar delas garras del león a la indefensa cría deimpala; un periodista debe hacer gala desu estricta neutralidad, algo que yarompiste cuando estabas en Irak, y quevuelves a hacer ahora entrevistando a tumonstruo. Hay que saber deslindarinformación de opinión. He visto unmontaje previo, y me parece un trabajoexcelente, de lo más digno que ha salidode esta cadena, un ejercicio deresponsabilidad con nuestros

telespectadores, especialmente los de tugeneración, los más jóvenes, de higienedemocrática hacia nuestro detestablepasado. Pero dicho esto, también te voya explicar todo lo que de negativo veoen tu trabajo. No hace falta que subrayesla conducta criminal del personaje, esoresulta obvio, me sobra, Eva; serán lostelespectadores los que saquen suspropias conclusiones cuando lo oigan.En la entrevista te comportas como siestuvieras en medio de un duelopersonal con Herr Meissner, una batallaprivada, y no queremos ver peleas,como tampoco que nos alecciones sobreconductas morales. Te diré más, he

recibido una llamada suya de queja; haestado muy educado pero se le notababastante enojado y me ha dicho habersesentido engañado e instrumentalizado.

—Era imposible permanecer neutral,Andreas —acertó a decir Eva Steiger—.He conocido a tipos criminales,violentos, a asesinos de la guerra deBosnia, pero nunca a una persona tancínica, tan fría como ese individuo. Sí,puede que tengas razón, que tengo la pielmuy fina todavía.

—En resumen: que no vamos a darbuena parte de tus intervenciones, perovamos a mantener casi íntegras las

respuestas. De algo habrá servido tuvirulencia a la hora de entrevistarle: lehas provocado y ese hombre ha dichocosas que seguramente callaría en otrascircunstancias. Espero que no teimporte.

—No me importa —dijo Eva,levantándose y yendo hacia la puerta—.No soy ninguna estrella televisiva, novoy a estar pendiente de mis planos. Yademás, no soy fotogénica.

—Una pregunta. ¿Por qué elsuperviviente de Auschwitz se negó amostrar su rostro?

—Por dignidad. No quiere dejar

constancia física de su dolor. Nos costómucho que accediera a ser entrevistado,y la entrevista resultó para mí durísima.

—Lo creo. Vamos, lo he visto. Perohay una cosa que no deja de llamarme laatención, un detalle curioso que me dejaperplejo. El verdugo, fíjate bien, semuestra, hasta cierto punto, orgulloso, ysu víctima se esconde, comoavergonzada. Tendría que ser al revés.La víctima aparece manchada por eldelito que se ha cometido contra ellamientras el delincuente aparecerelajado. Habría que reflexionar sobreello.

Andreas la acompañó hasta la puertade su despacho e inclinó su casi metronoventa de estatura para dar un beso a sumás joven colaboradora en la mejilla.

—¿Sabes una cosa? Estoy seguro deque va a ser una bomba, un verdaderoéxito.

Y tú serás la responsable.

Las cosas en televisión funcionabanasí. Había que ensamblar la entrevista almagnate del acero con imágenes dedocumentales sobre el Tercer Reich y elHolocausto que se ofrecerían comoviolento contrapunto a lo que decía elteniente de las SS de Auschwitz. Cuando

Eva Steiger le preguntaba a GünterMeissner si no se arrepentía de nada, sino experimentaba remordimientos portodas las atrocidades que habíacometido, se insertaba un elocuenteplano de una excavadora arrojandocientos de cuerpos, literalmente en loshuesos, a una gran fosa común, o elhumo de las chimeneas de los hornoscrematorios, el símbolo de laindustrialización de la muerte.

—Solo queda un último detalle antesde emitirlo. La fecha indicada será elaniversario de la liberación deAuschwitz por el Ejército Rojo. ¿Qué teparece?

Eva Steiger miraba al Gordo Kelmercon aprensión. Se había manipulado sutrabajo, se había partido la entrevistadotándola de un mayor efectismo, comosi las palabras dictadas con esa frialdadabsoluta e inhumana por ese verdugo demodales impecables no fueran losuficientemente horrorosas para helar lasangre de los telespectadores.

—La fecha me parece correcta.

—Querida Eva, no te enfades. Undocumental para televisión nunca debetener más de dos horas de duración odebemos darlo partido, y yo creo queeste se debe dar íntegro, en horario

prime time, después de las noticias. Tutrabajo como entrevistadora ha sidoexcelente, y tu estómago extraordinario.Yo no hubiera podido permanecerimpasible ante ese tipo. ¿Cómo pudistecontenerte?

—Soy profesional. Pero Andreas meha reprochado mi partidismo. El nazi, alparecer, también ha descolgado elteléfono para quejarse.

—¿Y no te entraron ganas dematarle?

—Pasó algo curioso. Mi despreciohacia él me salpicó directamente. Estaentrevista me ha hecho sentirme

culpable. La de Günter Meissner ha sidoun poco una voz acusadora, delatora, denuestra ineficacia, de nuestraindiferencia hacia el horror, de laespantosa hipocresía que a todos nosconcierne.

—¿A qué viene eso?

—Günter Meissner hacía el trabajosucio, se manchaba las manos de sangre,pero otros, quizá tu padre o el mío,miraban en aquellos momentos para otrolado o se aprovechaban de la situaciónen que habían caído los judíos. Es muyfácil achacar la culpa de lo sucedido aun personaje nefasto, la reencarnación

del mal, Adolf Hitler, o a una sectadiabólica, el nazismo. Es unasimplificación. Lo que sucedió fueproducto de una enfermedad del puebloalemán, de una borrachera de odioétnico, de nuestro delirio imperialistahábilmente azuzado, pero no por ellosomos menos culpables como pueblo nicreo que en un futuro podamos sacarnosesa lacra de encima.

—Quizá tengas razón, pero ¿a quéconduce revisarlo todo?

—A que otro crimen de esa clase nosea posible.

—Ruanda.

—Está en África.

—Bosnia. Tú estuviste. ¿Cuántosaños?

—Me rindo a la evidencia. Lo deex-Yugoslavia fue espantoso, pero no deesa extraordinaria magnitud. En lamedición del horror la estadística noresulta una frivolidad.

—Pero a lo que iba, Eva. Tendríasque hablar con tu querido señorMeissner. Es una cuestión demecanismo.

—¿Otra vez? ¿Para qué?

—No hace falta que le veas, llámale.

Tienes que preguntarle si quiere quedistorsionemos su voz o su imagen oprefiere dar la cara.

—El quiere dar la cara. ¿No te hasdado cuenta? Se siente hasta orgullosode lo eficaz que llegó a ser comoverdugo.

—Pero debes preguntárselo.

—De acuerdo, lo haré.

—Y debe enviarnos un documentofirmado de su puño y letra. No quieroproblemas luego.

Cuando Eva llegó a su apartamento,situado en Schafferstrabe 114, Pete

estaba en la pequeña cocinacondimentando un goulash de olorapetitoso.

—Hola, cariño. ¿Eso que huele espara mí? —preguntó dejando el abrigocolgado detrás de la puerta.

—Y para mí. ¿Cómo va eldocumental?

—Se va a emitir el día 27 de enero,aniversario de la liberación deAuschwitz.

—Espero que te den el Pulitzer.

—Pero Cervezas Kelmer quiere quehable, antes de emitirlo, con ese asesino

en serie.

—¿Para qué?

—Hay que preguntarle si quieresalir a pecho descubierto o biendebemos distorsionar la voz y la imagen.

—Ese hijo de puta está muyorgulloso de lo que hizo. Y hasta quizátenga fans en este mundo enloquecido yal revés en el que nos toca vivir.

—Sí, pero de todas maneras hay quepedírselo, y ha de contestar por escrito.

—¿Por qué razón?

Eva comenzó a desvestirse pensandoen una contestación. Pete entró de nuevo

en la cocina y soltó una maldición.

—¡Se está quemando el guiso!¡Maldita sea! ¿Por qué razón? —preguntó a gritos.

Eva, desnuda, se anudaba el batín ybuscaba con los pies las zapatillas quedebían de estar debajo de la cama.

—No sé. Imagina que lo ve alguienque le conoce. Alguien que sufrió algúntipo de vejación cuando ese tipo estabaen Auschwitz. ¿Qué harías? Imagina queYehuda Weis, a pesar de su edad, suceguera, su apatía por este mundo,averigua que Meissner era uno de sustorturadores.

Pete salió armado con un cuchillo decocina.

—Abrirle el cuello, sin duda. Yoeso es lo que haría.

—Pues eso es lo que quiere evitar lacadena, no tener responsabilidad en loque pueda pasar cuando se emita elprograma. Voy a llamarle. Aunque odiohacerlo. Me produce escalofríos oír suvoz.

—Creía que te había seducido elmonstruo, que ibas a ir a cenar con éluna noche de estas.

—Pete, no hay que bromear con lascosas serias.

—Pues tenía cierta curiosidad porsaber cómo era su vino.

Se encerró en el dormitorio, se sentóen la cama, sacó del cajón de su mesillade noche su agenda y buscó el númeroen la letra M. Una mujer cogió elteléfono; debía de ser una de las criadasde la mansión.

—Con Herr Meissner, por favor.

—No sé si se encuentra. ¿Quién lellama?

—Eva Steiger. Dígale que soy laperiodista que le entrevistó días atrás yque es urgente.

—Un momento. Voy a ver.

La espera la puso nerviosa. Llevabavarios días, desde que grabaron laentrevista, obsesionada con ella. Soñabacon Meissner, con el campo deexterminio, con los fúnebres trenes quearribaban y desembarcaban su carga decarne presta a convertirse en humo. Elasunto siempre le había horrorizado,pero conocerlo directamente a través deuno de sus verdugos había acabadotraumatizándola.

—Querida amiga. ¿Qué tal?

La descolocó, una vez más, laamabilidad y locuacidad del monstruo.

Herr Meissner era seductor. Su aposturajuvenil se había convertido, con el pasode los años, en un modelo de distinción.

—Le llamaba por dos cosas. Una,para decirle que la entrevista se emitiráel próximo 27 de enero...

—El día que entraron los rusos enAuschwitz.

—Y otra, para preguntarle si quiereque distorsionemos su imagen y su voz afin de que no se le reconozca.

Hubo un silencio elocuente al otrolado del hilo telefónico.

—No acabo de entenderla. Supone

que me siento avergonzado. ¿No es eso?Que habrá gente que me deje de saludar,que pase de acera cuando me vea por laciudad y todas esas cosas. ¿No escierto? Pues me da exactamente lomismo, no tengo nada de quéarrepentirme salvo, como ya le dije, deno haber sido capaz de ganar esa guerra.

—¿No teme que sea reconocido poralgún superviviente?

—¿De Auschwitz? No, no me danmiedo. Sé la clase de gente que pasó porallí, y quien se arrastra entonces searrastra siempre. No, no me da miedo,pero, de todas formas, le agradezco el

interés que se toma por mi seguridad.Imagino que habrá testimonios del otrolado. ¿Me equivoco?

Le había ocultado que él no era elúnico entrevistado del documental, quehabía en él otro personaje crucial paradesmentir algunas de sus inexactitudes ydesenmas-carar su cobardía.

—No se equivoca. La cadenanecesitaría un documento manuscrito consu firma autorizando a emitir susimágenes.

—Ajá. Se quieren ahorrar la pólizade seguros. Muy bien. Hoy mismo laredacto y se la envío. ¿Me da su

dirección?

—Mejor que la envíe directamente ala cadena.

—¿Me tiene miedo, mi joven amiga?

—No me llame «mi joven amiga»,por favor, que me produce un profundodesagrado.

—Está bien, como quiera. Ustedcree que yo soy un monstruo. ¿Estoy enlo cierto?

—Sí. Al margen de mi profesión deperiodista, como persona, opino queusted es la reencarnación del mal. Elmal absoluto.

—Suena muy grandilocuente ysolemne lo que me dice. El mal absoluto—repitió, subrayándolo con el tono devoz—. ¿Es un título de novela? ¿De unaópera?

Me gustaría invitarla a cenar cuandopase todo esto, cuando se haya emitidoel programa. Quiero que cambie deopinión. No espero que comparta misideas, eso es imposible, porque teníaque haber nacido en aquella época yhaber estado en las calles de Alemaniasiendo testigo de acontecimientoscruciales. Usted se centra en lo oscuro,pero lo oscuro fue necesario para queprendiera la antorcha.

—Lo veo difícil. Hay personasbuenas y personas malas.

—No me venga con simplificacionesinfantiles, querida. El león de la sabanaafricana no piensa en el bien o en el malcuando devora a un indefenso ñu.¿Alguien le dice que es un cobardeporque se vale de su fortaleza física?

—¿Los judíos eran ñúes?

—En cierta medida, sí. Eranvíctimas necesarias. Eran sobrantehumano. ¿Qué hubiera hecho usted,señorita Eva Steiger, de haber nacido en1911 y haber tenido veintidós añoscuando Hitler subió al poder con los

votos de la mayoría del pueblo alemán?Haga un esfuerzo y trasládese a esaépoca. Imagine las calles de Berlínengalanadas con las esvásticas y alFhürer desfilando en coche descubiertoentre millones de alemanes que leaclamaban o las tropas victoriosas de laWehrmacht marchando como un solohombre, con una disciplina perfecta,marcando el paso con sus relucientesbotas que resonaban por el asfalto. ¿Quéhubiera hecho usted, señorita EvaSteiger? ¿Sería bolchevique onacionalsocialista? Píenselo.

—Nunca me habría puesto al lado delos verdugos.

Colgó y salió al comedor cuando elgoulash humeaba en la mesa. Peteadvirtió su cara demudada.

—¿Qué ocurre? ¿Qué te ha dicho esehijo de puta?

Se dejó caer en la silla y apoyó loscodos en la mesa. El goulash olía deuna forma deliciosa, pero no le prestóatención.

—Ese monstruo ha sembrado laduda dentro de mí. Me ha dicho que yohubiera hecho lo mismo, que hubieraobrado igual de haber nacido en 1911. Ylo más terrible, Pete, es que quizá tengarazón. Somos... somos tan miserables y

mezquinos los seres humanos...

—Ese asesino en serie siguedestilando veneno a pesar de los añostranscurridos.

No le hagas caso. Comamos.

—Hitler fue entronizado de formademocrática. ¿No sería esa una razón depeso para desacreditar el sistemademocrático?

—No sé mucho de historia, pero porlo que he leído acerca del tema el putoFhürer era la pieza que los militaresalemanes y los capitalistas movieron,aprovechando su don de gentes, paraenmascarar los planes de guerra, es

decir, los negocios. Luego todo eso sereviste de una ideología delirante, de unpatriotismo excluyente, pero los grandesbeneficiarios del nazismo, mi queridaEva, son gente respetable muchas de lascuales aún se sientan en los consejos deadministración de nuestras empresas.

—¿Por qué? ¿Cómo fue posible?,¿qué hizo que la llamada nación depoetas y pensadores terminara porproducir uno de los mayores horrores dela historia de la humanidad? ¿De quésirvió la inmensa cultura del puebloalemán?

—Esa pregunta también me la hago

yo —Pete empezó a beber el caldo delgoulash—. Quizá refino ese horror. ¿Noes una imagen aterradora los oficialesde las SS, con sus hermosos uniformesgrises, con sus elegantes gorras de plato,masacrando impertérritos a hombres,mujeres y niños?

—Me da pavor lo que no entiendo.La nación alemana se convirtió en unnido de serpientes.

Cuando acabaron de cenar no quisoque Pete pasara la noche con ella. Notenía ganas de compañía masculina, nide sexo. Pete era un personajeformidable, alguien que ella,

seguramente, no se merecía.

—Buenas noches, Eva.

—Buenas noches, cariño. Yperdóname.

—Si cambias de idea a lo largo dela noche me das un toque y vengo.

Le acarició la mejilla.

—¿Por qué eres tan increíblementebueno y comprensivo con esta locadesquiciada?

—Será que te quiero, pequeña.

A las once de la noche Eva Steigerno pudo evitar descolgar el teléfono yllamar a un número de Hamburgo.

Esperaba encontrar a su interlocutordespierto y cuerdo.

No se equivocó.

—Hola, papá.

—Hola, mi pequeña revoltosa. ¿Quées de tu vida?

—Bien. Mucho trabajo. Ya sabes loque es la televisión, un mundo de locossiempre ajetreado y pendiente de laactualidad. Pero no me quejo. Trabajo yme gusta lo que hago.

—Claro, claro, y yo me alegro deque tengas trabajo. Lo que hiciste enIrak, perdona que te lo diga con retraso,

me pareció formidable, aunque cuandolo hiciste te critiqué porque meaterrorizaba tener una hija en el ojo delhuracán mientras se desataba la furia.Ahora sería peor con toda esa ola desecuestros.

—Eres muy amable, pero no era muyconsciente del peligro que corría. En elperiodismo de riesgo funciona laadrenalina. No dormías, ¿verdad?

—No, no dormía. Estaba leyendo Lamontaña mágica.

—Thomas Mann es mi autorpreferido, pero creía que ya lo habíasleído.

—Lo leí cuando tenía dieciochoaños, pero es ahora cuando lo disfrutode verdad, querida, es ahora cuandocapto todos sus matices. Un fin desemana podrías coger el avión y dejartecaer por Hamburgo. He hecho reformasen la casa, no la conocerías. Hecambiado todo ese horrible papel quedetestabas, he puesto parqué en el sueloy he arreglado la cocina.

—Lo celebro. ¿Cómo van losanálisis?

—Bien, todas las pruebas que mehacen periódicamente salen correctas,sin alteraciones. Hago mucho ejercicio,

bebo mucha agua, como mucha fruta y novoy con mujeres. Una vida de monje,como verás.

—Me alegro.

—Pues no deberías alegrarte,porque es bastante triste: moriré deaburrimiento. ¿Y tú? ¿Cómo te va conPete?

—Nos vemos de cuando en cuando.

—Creía que ya vivías con él.

—Soy difícil para que alguienconviva conmigo. Me pasa lo que a ti.

—Lo mismo decía tu madre, pero yoestuve a su lado hasta el final —se

detuvo y expelió un suspiro—. Tú pobremadre quería morir sola, en la montaña,como los pieles rojas que buscan unbosque como última morada. La verdades que me cuesta mucho vivir sin ella.Solo valoramos lo que nos falta, yentonces ya es demasiado tarde. ¡Laecho tanto de menos! Y eso que trato deentretenerme a diario, que soy activo,pero ella, hija mía, está siemprepresente en mis pensamientos, como sino hubiera muerto.

—Claro. Mamá era formidable. Yencaró su enfermedad con gran valentía.

—Una mujer muy valiente. Me

siento orgulloso de ella, Eva, muyorgulloso. Yo soy mucho más débil, yome hubiera derrumbado el primer día.

—Pues te llamaba, papá, por unatontería. Creerás que estoy loca, pero esuna pegunta que siempre he tenido ganasde hacerte y he ido aparcando.

—Bueno. Házmela y veré si te lacontesto.

—¿Qué hacías en 1933?

Un silencio al otro lado del hilotelefónico. Una respuesta desconcertada,después.

—No entiendo el sentido de tu

pregunta, hija.

—¿Qué hiciste para evitar que elnacionalsocialismo llegará al poder?Estoy metida de lleno en un documentalsobre ese período y quiero pulsaropiniones. La tuya es para míextraordinariamente valiosa por locercana.

—No hice nada, querida. No meinteresaba por la política.

—¿Qué hiciste durante laKristallnacht, la noche de los cristalesrotos?

—Pues no me acuerdo. Bueno, sí,pensé que no era muy justo lo que hacían

con los comercios de los judíos todosesos matones de las camisas pardas.Aquellos tipos eran realmente odiosos,vulgares bebedores de cerveza.Reproducían al matón de escuela quesiempre está atento para descubrir alelemento más débil del aula paramofarse de él.

—Pero te callaste.

—Nadie hablaba en aquella época.La Gestapo tenía ojos y oídos en todaspartes.No es que te arrestaran o tepusieran una multa, es que desaparecíassin dejar rastro.

—¿Qué hiciste para evitar el

Holocausto?

—No sabíamos nada de lo queestaba pasando, Eva. Fue una terriblesorpresa cuando lo supimos. Un espanto.

—Pero sabías que deportaban a losjudíos, que nunca más volvían, que osquedabais con sus casas.

—Yo nunca hice nada contra ningúnjudío, ni me quedé con su casa —responde con enojo—. ¿A qué conduceahora remover ese pasado, hija? Lahistoria de todos los pueblos guardasecretos inconfesables.

—¿A quién votaste? Di. ¿A quiénvotaste? ¿A quién votó mamá? ¿Por qué

fuisteis ambos cómplices de esamonstruosidad? —inconscientementehabía elevado su voz, ya no hablaba sinoque gritaba a medida que se confirmabalo que había venido sospechado durantetodos estos años.

—Eva, Eva, Eva. Por favor, cariño.Eran tiempos difíciles, la situacióneconómica era desastrosa, habíaviolencia y desorden en las calles, y esemonstruo, como bien dices, sepresentaba como un hombre de orden. ElHitler de los años 30 no tenía nada quever con el que vino luego: redujo el paroy restauró la autoestima nacional.

Alemania era un país en ruina. Nosengañó y luego ya fue tarde.

—Tú también. ¡Joder! Tú también.¡Maldita sea!

Colgó de golpe y el ruido que hizo elauricular estrellándose contra lahorquilla le anduvo zumbando en losoídos un buen rato. No cogió el teléfonocuando sonó, ni lo cogió después, nisiquiera descolgó cuando fue Pete el quela llamaba. Solo se decidió a abrir lapuerta de su apartamento cuandollamaron insistentemente a ella.

Y un Pete congelado, con bufanda,gorro siberiano y abrigo, se coló dentro

escudriñando su cara.

—Estaba asustado. ¿Por quédemonios no me cogías el teléfono?

—Me he peleado con mi padre.

—¿Por qué? —se quitó rápidamenteel gorro ruso, el abrigo, la bufanda ybuscó el calor del radiador.

—Votó a Hitler.

—Como todo el mundo.

—Pues todo el mundo escorresponsable de lo que hizo.

—No te digo que no. ¿Y qué quiereshacer? Deja ya de obsesionarte con esemaldito asunto. Deja a Meissner, las SS,

tu padre y el Fhürer. Es el pasado y nolo vas a cambiar por mucho que teempeñes.

—Meissner tiene razón. Yo tambiénhabría actuado así, yo también habríasido de los que miraban hacia otro ladocuando deportaban a los judíos. A pesarde que los historiadores alemanes serefieran al período del nazismo comouna dictadura, las masas que estaban allado de Hitler estaban más dominadaspor el fervor que por el temor.Adoraban a Hitler mientras las botas desus soldados aplastaban los territoriosconquistados, convirtiéndose en unpueblo de verdugos.

—Desengañémonos. Tan masiva fuela participación de la población alemanaen el nazismo que muchos de los queocuparon puestos bajo Hitler debieronvolver a ejercer cargos en la nuevademocracia, incluyendo a los que losaliados consideraban criminales deguerra. No podía juzgarse a todo unpueblo por haber colaborado osecundado de forma entusiasta elnazismo. O sea que hay muchahipocresía, que hay que coger la historiacon pinzas y taparse la nariz porqueapesta. Fueron los americanos los quecontrataron a muchos criminales deguerra para que les ayudaran en sus

programas armamentísticos y delespacio. Para fabricar la bomba atómicano había nazis. Pero así son las cosas,mi querida Eva.

—Todo eso es nauseabundo.Alemania no podrá reparar nunca lo quehizo, deberá vivir para siempre con esavergüenza como una losa.

—Pero es humano.

—¡Humano! —chilló, colérica.

—Lo lleva la condición humana,Eva. El Holocausto fue una granempresa, yo diría que una empresanacional, no la cosa de dos o tres locos.Para poner en marcha toda esa

maquinaria de exterminio se necesitaronno solo verdugos sino tambiéningenieros, arquitectos, suministradoresde sustancias. ¿Has oído hablar de TopfSóhne?

Negó con la cabeza mientrasbuscaba con desespero un cigarrillo quellevarse a los labios.

—Topf Sóhne fue la constructora delos crematorios. Lo hicieron ellos comopudieron hacerlo otros. Emplearon sutecnología para facilitar un asesinatomasivo sin tener en cuenta dilemaséticos ni ideológicos. Ni siquiera suspropietarios eran del partido sino

empresarios serios y rigurosos quetrataron de ser eficaces. Había quellevar a millones de seres humanos a lascámaras de gas y había que hacerlosdesaparecer porque no existía suelo endonde enterrarlos. La solución a eseproblema logístico la tenía Topf Sóhne.

—Me revuelven las tripas esosindividuos que rentabilizaban elasesinato.

—Era una empresa radicada en laciudad de Erfurt, en el este. No soloconstruyó los hornos crematorios sinoque ideó un sistema para purificar elaire con sistemas de ventilación

avanzados y así no interrumpir la cadenade exterminio.

—¿No los juzgaron? —Eva Steiger,cigarrillo entre los dedos, abría mucholos ojos, en una muestra de incredulidady furor.

—No, no los juzgaron. O sí, y uno delos hermanos se suicidó al acabar laguerra.

Ellos no eran nazis ni antisemitas;eran tecnócratas que se ponían alservicio del estado. Si el estadoutilizaba su tecnología para el asesinatomasivo, ese no era su problema. Inclusote diré que era una empresa modélica

que proporcionaba a sus empleadosvivienda, seguro social, pensiones yprimas. Y sus ideas eran novedosas, susingenieros estudiaron sistemas mediantelos cuales para la incineración de loscadáveres no hiciera falta otrocombustible que no fuera la propia grasade los cuerpos. Utilizó el mismo modelode incineradoras para la eliminación debasuras o animales.

—Eso eran los judíos, loshomosexuales, los gitanos, loscomunistas: basura para el TercerReich. Somos corresponsables de todaesa mierda, nos abrasa esa inmensavergüenza. El nombre de Alemania

estará indefinidamente asociado a esaatrocidad.

—Vas a enloquecer, cariño.¡Cálmate! ¿Me quedo contigo el resto dela noche?

—Sí, pero no voy a follar.

—¡Y quién habla de follar!

Eva Steiger, llorando, buscó elabrazo de su amigo Pete. Y Pete seencontró entre sus brazos un cuerpotibio, trémulo, estremecido de horror,que llevó hasta la cama.La estuvoacariciando hasta que se durmió.

—¿Duermes? —preguntó cuando la

vio respirando relajadamente.

Contestó con un gruñido, pero sinabrir los ojos.

—Quiero casarme contigo —le dijo,en voz baja, junto al oído—. Quierocasarme con esta periodista enloqueciday tener niños rubios y gordos con ella.¿Qué me dices?

—Que estás loco —susurró y, alhacerlo, se movieron los cabellossituados sobre sus labios, flotaron en elaire.

Capítulo 7

Cuando Yehuda Weis abrió la puertale sorprendió la juventud de laperiodista.

No relacionaba la soltura que lamuchacha tuvo, cuando habló con él porteléfono, con ese físico; se habíaimaginado, de acuerdo con laconversación telefónica, a una mujermucho más mayor y aquella chica queestaba situada bajo el vano de la puertaapenas había dejado atrás laadolescencia. Eva Steiger era menuda,redonda, de expresión agradable y

risueña, pómulos que desaparecían bajola carnosidad de sus mejillas, y lamirada azul. El, a su lado, evidenciabaaún más su ruina física.

—¿El señor Weis? Soy Eva Steigerde la ZDF. Hablé con usted por teléfono.

—Ya me acuerdo. Pase, pase, lacasa está hecha un desastre. No sé dóndenos podríamos colocar.

Por mucho que Eva Steiger lointentó, cuando le llamó por teléfonopara solicitarle una entrevista, no logróconvencer a Yehuda Weis que sería másefectivo que esta fuera acompañada deimágenes: «Si viene con una cámara de

televisión no le abriré» le dijo, condeterminación.

Ahora, al verle, empezó acomprender el porqué de ese deseo desolo prestar su voz como testimonionecesario. Yehuda tenía 78 años, peroaparentaba mucho más.

La precedía, por el pasillo,sirviéndose de dos muletas quemanejaba con cierta soltura, pero lospies no le respondían y su deteriorofísico hacía presagiar que en muy pocotiempo caería en una silla de ruedas. Surostro era como una especie depergamino amarillo y rugoso, y el poco

pelo que cubría su cráneo le caía por laespalda y le cubría el cuello. Tenía unanariz grande, aristocrática, quesustentaba sus enormes y anticuadasgafas redondas de carey, los labiosfinos, los ojos pequeños detrás de losenormes cristales de las gafas. Todo enél resultaba elegante y vagamentefemenino. Pero quizá lo que más lellamó la atención a la joven Eva Steigerfue el frío permanente que sufría suanfitrión, del que era una pruebaevidente la gruesa bufanda que llevabaanudada al cuello, y el temblor de susmanos huesudas, delicadas, conalargados dedos de pianista.

—Quizá estaremos bien aquí.

El habitáculo en donde Yehuda Weishabía vivido durante los últimos veinteaños era un pequeño piso de laKarlsruestraussen, viejo y malconstruido, cuyas paredes filtraban lahumedad exterior y se pintaban de unirregular moho grisáceo.

Ese olor a humedad, irremediable,perseguía a Eva que acompañaba, con elmagnetófono en la mano, el devenir delimpedido por su piso. Finalmente, ellugar escogido para esa difícilentrevista, que había conseguido trasdos meses de arduas negociaciones, fue

una pequeña salita cuya ventana daba aun patio interior sin luz.

—Perdone si no le ofrezco nada —dijo, excusándose, mientras tomabaasiento en una vieja silla de mimbre ycolocaba las muletas a ambos lados, alalcance de sus brazos.

Eva Steiger tomó asiento enfrente,dejó la grabadora encima de la mesa ymiró a su futuro entrevistado que rehuyósus ojos como si todavía se sintieravíctima.

—Vivo modestamente —dijo, sinlevantar la cabeza, como si contara lasdesportilladas baldosas rojizas que

cubrían el suelo y no acababan de soldarentre ellas—. No da para más mi exiguapensión y además, señorita, estoyacostumbrado a toda clase de penurias,me río de ellas. Llega un momento que tepreguntas: ¿qué más te puede pasar? Yla respuesta es: nada.

—Creo que ya le hablé, señor Weis,del objeto de este reportaje, pero detodas maneras se lo recordaré. La ZDFme ha encomendado la realización de undocumental sobre nuestro oscuro ydoloroso pasado conmemorando elaniversario de la liberación el Campode Exterminio de Auschwitz. Nuestrodeseo es dar a conocer lo que sucedió

dentro de él, algo de lo que casi todo elmundo tiene constancia, y tratar deexplicar, si es que se puede, esamonstruosa atrocidad que avergüenza ala especie humana.

Movió la cabeza, mansamente.

—Queremos dar la visión globalmás amplia posible, entrevistando avíctimas y también a verdugos de esecampo de exterminio.

—Está bien. Pero me perdonará sisoy lento en mi hablar. Realmente estoybastante fatigado y mi médico decabecera me recomienda que no mealtere, que me tranquilice, cosa bastante

difícil, como podrá observar. Duermopoco y mal desde hace muchos años.

—Bien. Vamos a grabar.

—¿Y todo lo que diga se va areproducir?

—No, todo no. El documental tieneuna duración aproximada de dos horas.

Resaltaremos lo verdaderamenteimportante y novedoso de lo que nosdiga.

Pulsó la tecla. La cinta se puso enmarcha con un imperceptible silbido.Yehuda Weis, seguramente, no lo oyó,pero clavó sus ojos sin brillo en aquel

aparato que iba a recoger su debilitadavoz.

—Vayamos hacia atrás en el tiempo,señor Weis. ¿Dónde vivía usted en1940?

—En Soltzen, una pequeñapoblación cercana a la Alsacia francesa.Mi familia trabajaba en una fundición.Era un pueblo tradicional, católico,tranquilo. Una aldea poco grande dondetodos nos conocíamos, donde las puertasno se cerraban. Hasta que llegó Hitler alpoder, probablemente votado pormuchos de mis vecinos, y la actitud deellos hacia nosotros cambió

radicalmente. No éramos ricos, ese mitode que los judíos atesorábamos riquezases una vulgar patraña. Mi familia eratrabajadora; mi madre fabricaba dulcesy los vendía por las casas; mi hermanoSalom, algo más pequeño que yo,trabajaba conmigo en la fundición. Mipadre estaba impedido. A mí aquellaalegría que suscitó en el pueblo lavictoria del nacionalsocialismo me llenóde inquietud, pero no podía imaginar enqué especie de locura iba a derivar esadoctrina que empezó a calar entre lapoblación porque prometía plenoempleo para todos y les hablaba delsueño de un país grande y poderoso. En

los primeros años, señorita, el lobo noenseñó los dientes, se limitó a contentara su base social, a erradicar eldesempleo mientras iba calando elmensaje de lo grande que era la naciónalemana y lo humillada que había sidopor sus vecinos y se buscaba un animalque sacrificar a los dioses: nosotros.

—¿Cuándo le detuvieron?

—Pudimos huir, pasar a Francia, yseguir huyendo, pero no lo hicimos.Pecamos de ingenuos. Cuando sepromulgaron las primeras leyes racistas,la hostilidad de nuestros vecinos se hizonotoria. Empezaron a dejar de

saludarnos, de vendernos comida, aapartarse cuando caminábamos por laacera como si fuéramos apestados.

Cuando pintaron la estrella de Daviden nuestra puerta empezamos a sentirnosamenazados; nos sonó aquello aepisodio bíblico, como cuando Herodesmarcó con sangre las puertas de lasviviendas en donde había niños queexterminar. Luego, a los dos meses, laatmósfera era ya irrespirable, nosinsultaban por la calle, decían queéramos degenerados, basura, la mismagente que había convivido con nuestrafamilia toda la vida, envenenados por lapropaganda nazi. Vinieron una noche.

Estábamos deliberando huir. Desdeotras partes de Alemania nos llegabannoticias de alarma por parte de nuestroshermanos. Llegaron en un camión,silenciosos, bajaron de él uniformadosde las SS, golpearon nuestra puerta conhachas, hasta abrirla, y nos quedamosquietos, petrificados, ante aquella genteque pisaba fuerte, que con aquel ruidode sus relucientes botas parecía quererdecirte que en cualquier momento te ibaa pisotear como una cucaracha. No nosmiraban como a seres humanos, me dicuenta desde un principio, sino comoinsectos, una especie de carcoma quehabía invadido esa casa que iban a

desalojar. Un oficial, el que comandabael grupo, abrió fuego fríamente contra mipadre, le voló los sesos delante de mimadre, de sus hijos, y lo hizo de formanatural, sin un asomo de rabia, que esofue lo peor... Esa fue la primera víctimadel nazismo que vi: mi propio padre.

—¿Cuál fue su reacción?

La primera lágrima rueda por lamejilla árida de Yehuda Weis. Subarbilla tiembla y sus débiles dientesrechinan.

—Nada. No hubo reacción.Estábamos tan asustados, tanaterrorizados, que no nos movimos, que

mi madre no se movió de donde estaba,que hasta miró hacia otro lado, hacia ellado opuesto en donde mi padreagonizaba, para no verlo, para no oírlo.Éramos ya, entonces, animales quecomprendían que debían sobrevivir a lamatanza.

—¿No lloró?

—No. No pude. Lo hice luego, diezaños después. Diez años más tardederramé todas las lágrimas que nosalieron en aquel momento. El hombrees un ser extraño que no siemprereacciona ante los estímulos ni lo hacede igual forma. Y lloré por no haber

sido capaz de saltar sobre el cuello deaquel asesino, por no haberle matado ointentado, al menos. Lloré por mi propiacobardía, señorita.

—Si me llama Eva me sentiré muchomejor, señor Weis.

—Pues bien, Eva. Aquella noche fuelarga en aquel camión que recorrióvarios pueblos a la redonda paraacarrear indeseables judíos cuyasviviendas ya estaban marcadas.Atestábamos el camión. Iban niños,ancianos, mujeres embarazadas,enfermos. No importaba la edad, elestado, el sexo. Nos llevaron a una

estación, cuando todavía era de noche yreinaba un frío espantoso, con metros denieve que blanqueaba la oscuridad. Yallí, en los andenes, fuerondesembarcando la carga de docenas decamiones que llegaban con ese ganadoinfame. Allí estaban los soldados de lasSS con sus botas y cascos relucientes,con sus perros rabiosos atados concadenas, seguros de su superioridad,mientras nosotros asumíamos nuestropapel de víctimas, lo interiorizábamoscon una suicida predeterminación. ¿Porqué no nos alzamos? Hubiéramos muertomuchos, pero ¿y qué? En realidad nadiepodía imaginarse cuál iba a ser nuestro

destino.

—¿Adonde los llevaron?

—Fuimos en vagones de cargacerrados, con poco aire, sin agua, sinluz, sellados, como ovejas. Ahíempezamos a tener la sensación de queno éramos humanos. Allí teníamos quehacer las necesidades durante los cuatrodías que estuvimos. Nos prometieronque no nos iba a faltar nada. Fueronlargos días de viaje bajo temperaturasextremas. Iban los vagones atiborradosde gente, tanta que era imposibleecharse en la paja que los cubría y queapestaba a mierda, a orina, a vómito, al

olor de la miseria. En aquel transportelo que hicieron fue deshumanizarnos,convertirnos en bestias, para hacer másfácil nuestro aniquilamiento. Y llegamosa Auschwitz, un gran complejo, unaestructura pavorosa que era el final deuna vía que no tenía camino de retorno,un monstruo arquitectónico que emergíaentre la niebla. ¿Cómo podía un simpleedificio aterrorizarnos, se preguntaráusted? Pues aquel nos daba pavor,parecía lo que era, un inmenso complejoindustrial de muerte, una fábricasiniestra en la que íbamos a ingresarcomo simple materia prima atransformar. Y entonces no sabíamos lo

que sabemos ahora, que en el inmensocomplejo de este campo funcionaronvarios hornos crematorios y cámaras degas, instalaciones donde se asesinó aunos cuatro millones de personas. ¿Se loimagina? ¿Imagina tantísimo dolor? Noes asumible.

Salimos, o caímos, en el andén, bajofocos que nos cegaban y el ladrido deperros rabiosos a los que no veíamospero cuyos colmillos tenían un brilloamenazador en la oscuridad, dejandonuestro equipaje en los vagones, quemás tarde era recogido por los presospara ser llevado al campo Kanada, elalmacén del pillaje. Quedaron en los

vagones los primeros cadáveres que vi,los débiles que resultaron los másafortunados, que murieron sin saber quéera Auschwitz, un siniestro lugar,húmedo y caluroso en verano, y gélidoen invierno, un escenario en el que,aunque me esfuerce, no consigo ver unsola imagen en color sino todas en ungris ceniciento que lo envolvía todo.

—¿Estaba con su madre y suhermano?

—Sí, no nos habíamos separadodurante el interminable viaje en elvagón, pero ahora nos forzaron ahacerlo. Había polacos y rusos, presos

veteranos entre los nazis, que nossacaron de los vagones y nos dijeron«Ah, llegaron ustedes para trabajar,pero realmente van derechos a lamuerte». No nos los creímos. Separarona los hombres de las mujeres, a losenfermos, de los sanos. Mi madre en esetiempo tenía 38 años y era hermosa; lavi llorar, a ella que era siempre tanfuerte, que era una mujer decidida, sedesmoronó en cuanto vio aquello.Gritaban mucho, los recuerdo, de unaforma horrorosa, los guardianes de lasSS y los kapos. Íbamos los tres juntos,cogidos de la mano, entre la turbaasustada que se desplazaba hacia

aquella entrada del matadero, cuandonos detuvo un oficial alemán, un tipoalto, rubio, atractivo, un distinguidoaristócrata que utilizaba la fusta de sucaballo como arma. Nos detuvo y nosmiró. Entonces no comprendimos lo quequería, pero luego, de verlo hacer,entendí el placer que sentían los nazis enaquellos momentos: eran como diosesdesignando quién debía vivir y quiéndebía morir. Le gritó aquel sujeto a mimadre que tenía que escoger a uno desus hijos, y ella intuyó que era parasalvarle. No lo dudó mi madre, no podíahacerlo porque aquel oficial no parabade gritar para que se decidiera pronto

por uno de sus hijos, y eso me doliósiempre, su decisión fue una estaca enmi corazón. Escogió a mi hermanoSalom. ¿Por qué lo hizo? ¿Le queríamás? ¿Fue porque era más débil ypequeño? No lo sé, ni lo sabré. Mimadre, creyendo salvarle, le condenó yse condenó ella, y a mí me salvó, perome condenó también de por vida.

—¿Qué ocurrió?

—Los SS, como divertimento,hacían ya la primera selección entre losque bajaban del tren, una norma cuandollegaba un convoy de judíos. Losmédicos de las SS, que eran

responsables de la salud de los suyos,de la asistencia médica a los presos ydel estado de las instalacionessanitarias, estaban allí, con sus batasblancas, decidiendo sobre la vida de losque llegaban, haciendo la primeraselección, la del ganado humano quedescendía por la rampa de ese treninfecto. Era habitual ver allí apersonajes siniestros que luego han sidofamosos, al doctor Mengele, al profesorClauberg y al doctor Schumann, fierashumanas que realizaron los másinauditos experimentos científicos conlos presos que, en su mayoría, morían acausa de las consecuencias. El destino

de muchas mujeres fue el de servir comoanimales para experimentos. Recuerdoque un día un doctor escogió, una a una,a cuarenta mujeres de un barracón quefueron llevadas a Heidelberg; allí se lasasesinó con una inyección en el corazóny, una vez muertas, las pusieron en fenolpara que los estudiantes de medicinapudieran practicar con sus cadáveres.Pues las envidiábamos. Porque eso, lamuerte rápida con una inyección defenol, era una bendición, señorita. Losmás jóvenes, fuertes y sanos de los quellegaban eran apartados y destinados altrabajo. Los más viejos, los enfermos,los niños y sus madres, que eran

aproximadamente el ochenta o noventapor ciento de los detenidos, eranconducidos directamente hasta lascámaras de gas, porque no eranrentables, no valían ni la bazofia con laque nos alimentaban. Capitalismosalvaje elevado a la enésima potencia.

—Volvamos al primer día.

—Nos llevaron para desinfectarnos,dentro de esa obsesión que tenían losalemanes por la limpieza que aún noshacía sentirnos más sucios. Nossometían a condiciones inhumanas yluego nos reprochaban nuestro desaseo.Era como todo, una forma de

deshumanizarnos, de que nos odiáramospor ser así, poco menos que insectos.Después de la desinfección, medianteuna lejía maloliente y de color azulverdosa, no nos conocíamos los unos alos otros. Mi cabeza estaba tan rapadacomo mi mano. Yo buscaba a mi madre,a mi hermano, pero ellos ya no estaban.

—¿Murieron?

—Sí. Murieron. Tuvieron la suertede hacerlo el segundo, el tercer día, sinel calvario previo de los maltratos, delhambre, del agotamiento por trabajosforzados a que sometían a casi todos lospresos. Mi hermanito tenía once años,

solo once años, un niño —su voz setruncó por un sollozo. Tardó enrecuperarla—. Mi hermano y mi madrefueron enviados a la cámara de gas y yo,por gracia de aquel oficial alemán, alque llamaban Cara de Ángel, meconvertí en kapo, en el judío traidor yodioso que hacía el trabajo que a losnazis repugnaba, llevar a toda esa gente,mi gente, hasta el matadero, esperar aque se ahogaran, oír cómo arañaban laspuertas herméticas, sacar luego loscadáveres y llevarlos en carretillas a loshornos y limpiar con mangueras lo quelos esfínteres aterrorizados de loscondenados dejaban en el suelo.

A los tres días de estancia en elcampo ya empecé en ese macabrooficio; me asignaron un uniforme, bajécon la turba del tren, rogando para notropezar con mi madre y mi hermano,para no ser yo al menos quien losempujara a la cámara de gas sino quefuera otro, rezando para no toparmeluego con sus cadáveres, para no ser elencargado de arrojarlos a las bocas defuego de los hornos. Estaba horrorizadopero, al mismo tiempo, apegado a lavida como una garrapata. ¿Qué vida?Pero daba igual.

Era espantoso, pero lo que más meespantaba era mi instinto animal de

supervivencia que se alegraba de noestar en el grupo de las víctimas aunquefuera como auxiliar de los verdugos.Cuando estás en esa situación,sobrevivir es tu único motor; es el másbásico de los instintos. Haberme negadohubiera supuesto mi condena a muerte. Apesar de ello todavía lloro y meavergüenzo de no haberme negado atomar parte en aquel horror. La dignidadse perdió en el primer instante.

Aquel día vomité, y mi vómito semezcló con la mierda espesa, con lainfernal orina que humeaba, compuso lapócima del miedo, el perfume que meiba a acompañar durante años. Éramos

obreros del Sonderkommando, los quellevaban a las víctimas a las cámaras degas, les ayudaban a desnudarse, sellevaban los cuerpos tras elgaseamiento, sacaban el oro de losdientes con tenazas y los anillos de losdedos que si no salían se amputaban,buscaban en los orificios del cuerpojoyas escondidas, cortaban el pelo delas mujeres y finalmente llevaban loscadáveres a los crematorios, Eva,auxiliares de los carniceros, los queveíamos, tocábamos la muerte, larespirábamos, los que desnudábamos loscadáveres, porque todo se aprovechaba,porque todo se vendía, y las piezas de

oro las arrancábamos con nuestrastenazas de esas bocas exangües,observados por los ojos sin vida de loscadáveres, sacábamos los anillos de susdedos grisáceos y, cuando no salían, nosobligaban a cortarlos. No se imaginacómo crujen los huesos, cómo mana lasangre, te salpica. A todo se habitúa unopara sobrevivir. Al olor de la muerte, alinsufrible hedor de la carne quemada, alos piojos, a la sarna, a ver esqueletoscaminar por entre los barracones quebuscaban el suicidio en la alambradaelectrificada. Yo, en todos los años, novi solidaridad sino miseria, lo peor dela condición humana, por parte de los

verdugos, pero también por parte de lasvíctimas. Nos robábamos entre nosotros,nos quitábamos los zapatos, loscordones, porque un hombre sin zapatosera hombre muerto, porque los pies seinfectaban, se llagaban, se quemaban enla nieve, a pesar de los periódicos enlos que los envolvíamos, de las vendashechas con guiñapos de las ropas de losmuertos. Una simple llaga en el pie erael inicio de un calvario que podíaterminar en el crematorio, porque laherida no se curaba, se infectaba, lagangrena subía por el tobillo, te afectabala pierna, apestabas y el médico teseparaba para ser sacrificado. Un

hombre que perdía su miserable y sucioplato de latón, en donde iba a parar lainfecta sopa que nos daban a diario, conalgo más de grasa y sustancia la de loskapos, era un hombre muerto, porque sinese sucio plato inmundo ya no podíaalimentarse con ese asqueroso caldo endonde los cocineros se orinaban.

Eso de la solidaridad en ladesgracia es un concepto falso, yo no lovi, yo solo veía miseria y seresmiserables capaces de matarse unos aotros para sobrevivir, porque a pesar detodo, a pesar de ese infierno deexistencia, estábamos apegados a lavida, por vivir éramos capaces de todas

las infamias posibles. Y yo, señorita,era un infame más a los pocos meses deestar en el campo. Yo tenía, como todosl o s kapos, un cierto poder sobre miscongéneres, para destinarlos al mejortrabajo o, por el contrario, obligarles ahacer los trabajos más brutales y esperara que sucumbieran. Los kapos éramosvíctimas, pero también verdugos.Nuestra subsistencia iba ligada a quenuestros hermanos fueran sacrificados, ynos comportamos como perros conellos, y sentimos su odio, su desprecio,sus ganas de matarnos si hubieran tenidofuerzas suficientes para hacerlo.

—He leído que normalmente,

después de varias semanas de servicio,los miembros de los Sonderkommandoeran ejecutados, en primer lugar porqueeran judíos, pero también para que nohubiera testigos si alguna vez serequerían en un juicio.

No pudo disimular Yehuda Weis loque le molestó la observación de EvaSteiger.

Movió la cabeza y en su miradaapagada refulgió, por unos instantes, unafuria contenida.

—En efecto, solían exterminarnos alcabo de un cierto tiempo, pero no atodos.

Algunos, los que ellos considerabanmás eficaces, eran mantenidos en suspuestos.

Yo tuve esa suerte, o esa desgracia,según cómo se mire.

A medida que hablaba, sin pausas,con una energía renovada, se abrían susojos, adquiriendo estos una formaredonda, se convirtieron en espejo delespanto que había dentro de su cuerpo.Sus pupilas dilatadas parecían capacesde proyectar sobre la desnuda pared quetenía enfrente el cuadro del horror visto.Eva callaba, enmudecía, no se atrevía apreguntar, dejó que la entrevista

deviniera en un monólogo narrativo, quese convirtiera en un acto de penitencia.Yehuda Weis se confesaba, pero noesperaba perdón de nadie.

—También había excepciones. Hacealgunos años trabé amistad con alguienque estuvo cerca de mí, una mujerllamada Etka Urztein, que ahora vive enArgentina, y es una sobreviviente delHolocausto que sufrió en carne propia.Vivía en Polonia cuando, en 1939,empezó la guerra. La llevaron al guetode Lotz, y de allí fue a Auschwitz. Mehablaba del régimen brutal de trabajo,del hambre que pasaban, de lasselecciones que había todos los días y

los chicos y enfermos que se llevabanpara quemar. Su padre desapareció unbuen día, cuando se lo llevaron paratrabajar, y nunca volvió. Quedó aquellaniña con su madre, su hermana, suhermanito y una chica que estaba conellos porque no tenía padres, luchandopara sobrevivir, sin comida, sin nada —Yehuda Weis se detuvo, rememorando—. Recuerdo una anécdota que meexplicó y, bueno, era un detalle parareconciliarse con el género humano,porque de vez en cuando había actitudesheroicas en ese cementerio. Cuatromuchachos, muy guapos al parecer deella, montaron una radio clandestina en

un sótano con la que conseguíanescuchar noticias del extranjero. Decíana los demás mentiras piadosas delgénero «mañana termina la guerra» conla que insuflaban ánimo para vivir a suscompañeros, aunque todo era falso.Hasta que un día los alemanes loaveriguaron y descubrieron el sótano,pero no encontraron a nadie. Para darcon los culpables se amenazó con colgara toda la gente del gueto si no salían losresponsables de la radio. Los hubieranmatado a todos, sin lugar a dudas. Perohubo un muchacho de veintiocho años,que había perdido a toda su familia, queasumió la culpa y se colgó dejando una

nota en la que decía «yo lo hice todo,nadie más que yo tiene la culpa». Con sumuerte salvó a todos. Un bonito gesto.Una excepción.

—¿Cómo eran sus verdugos? ¿Cómolos veían?

—Evidentemente con miedo;estábamos bajo su capricho, podíamosmorir en cualquier momento si estabande mal humor, si se quemaban con elcafé o les había salido un sabañón en laoreja. Los nazis convirtieron a losjudíos en una suerte de bacteria; se lesquitó cualquier propiedad y dignidadhumana. Matar a un judío parecía ser

una operación semejante a matar unamosca; el grado de brutalidadideológica para ver a un hombre deltodo semejante a ellos mismos como unno humano es, quizás, uno de los hechosdecisivos del nazismo. Al convertirnosen miseria humana, en indeseables —nuestro aspecto físico, querida amiga,animaba al exterminio, créame— nosentían piedad al asesinarnos. Éramoscomo una fea verruga que debíanarrancar de su piel. Usted no sientepiedad, ni se altera, cuando mata a uninsecto, lo máximo que siente es asco.Nosotros éramos esos insectos. Aunqueentonces, reducidos en aquel siniestro

lugar, no imaginábamos la magnitud dela masacre, teníamos una visión muyreducida de lo que sucedía, parcial, nopodíamos creer que la matanza iba a sertotal, que se iba a poner esa malditaeficacia germana al servicio de laindustria de la muerte, porque una de lascaracterísticas centrales del genocidionazi fue la frialdad, la escala, el métodoy el rigor con que nos exterminaron.Pero lo más terrible, lo realmenteespantoso, es que eran hombres, comonosotros, que tenían familias, quetendrían niños de las mismas edades delos que llevaban al matadero, a los queseguramente querrían, colmarían con

regalos, que tenían esposas, que amabanla música y a lo mejor se conmovían,hasta podían llorar, con una pieza deMahler o de Wagner, pero eranincapaces de sentir el menor atisbo depiedad cuando nos mandaban a lascámaras de gas, cuando nos colgaban delos postes y obligaban a la banda delcampo que tocara piezas de Chopin. ¿Selo puede imaginar? Una polonesa alegremientras un pobre desgraciado expirabaen la horca. ¡Qué escarnio! Pero erancomo nosotros, eso era lo más terrible, ya mí me aterraba convertirme en uno deellos. Lo fui. Lo fuimos todos los kaposde Auschwitz.

—¿Cuáles eran los castigos másfrecuentes?

—Estar en Auschwitz era el castigomás espantoso, pero ellos añadían otros.Los nazis eran unos sofisticados sádicosque jugaban con el desconcierto que susmedidas provocaban. Su máxima es quenadie, en un solo instante, estuvieraseguro. En el campo, cualquier pretextoera bueno para castigar a los presos.Además de las prohibiciones oficiales,existía un sinfín de normasextraoficiales. Muchas de lasprohibiciones eran, intencionadamente,de una gran vaguedad, de forma que losvigilantes las interpretaban a su libre

albedrío. Se daban órdenes imposiblesde ser llevadas a cabo por los presos:por ejemplo era imposible, al hacer lacama, alisar por completo la funda delsaco de paja. Otra crueldad de las SSconsistía en dictar dos normascontradictorias entre sí, de manera quetodo lo que hacía la víctima podía serinterpretado en su contra. Por ejemplo,se sancionaban los zapatos sucios,porque incurrían contra la norma de lalimpieza, pero, por otro lado, loszapatos limpios eran un indicio de queun preso se había escaqueado deltrabajo y que había incurrido contra estanorma.

—¿Moría la gente como resultado deesos castigos?

—Por supuesto. Los castigos,ejecutados de manera tan atroz, más bienrepresentaban una condena a muerteencubierta. Un castigo habitual eradestinarte a la Compañía Penitenciariaen donde los presos eran obligados arealizar los trabajos extremadamenteduros a paso ligero, incluso después dela jornada y en las tardes de domingo,privándosele de comida. Otras veceseran recluidos en celdas de castigo enlas que solo se podía permanecer de pieo a oscuras, durante horas o días junto ala puerta de entrada al campo o en la

plaza de las revistas. El castigo en elpotro se realizaba de la siguientemanera: las piernas de la víctima eraninmovilizadas, dos presos agarraban a lavíctima por los brazos, un hombre de lasSS o un kapo golpeaban al preso con ungarrote o un látigo obligándole a contaren alto el número de golpes en alemán, ysi se equivocaba se volvía a empezar.Las lesiones que podía sufrir le llevabanmuchas veces directamente a la cámarade gas. El castigo en la estaca consistíaen atar al preso con las manos a laespalda a la estaca, de forma que suspies no tocaban el suelo, y tenerle horassuspendido en esa posición. Y luego

estaban las ejecuciones a las que éramosobligados a asistir.

—¿Quiere tomarse un descanso,señor Weis? Si así lo desea podemosseguir más tarde.

—No, mejor que ajuste cuentas conel pasado de una sola vez —contestóYehuda Weis tragando saliva—.

En la plaza de revistas de AuschwitzI se encontraba un patíbulo en el que sellevaban a cabo ejecuciones enpresencia de todos los presos. En lamayoría de los casos, en el patíbulo eranejecutados aquellos presos que habíanintentado fugarse. El condenado, atado,

era conducido al patíbulo; allípronunciaban su sentencia, primero enalemán y después en polaco, allítambién le daban las indicaciones a otropreso que tenía que hacer las funcionesde verdugo. Yo fui designado muchasveces para ese papel por mi salvadorCara de Ángel. Colaborar con ellos erauna forma sofisticada de destruirme. Laprimera vez que ahorqué a uno de losnuestros, a un conocido, precisamente aun buen amigo, me pasé la tardevomitando, pero fuera de la mirada delos SS que hubieran interpretado midebilidad como traición y quizá mehubieran ejecutado a la vez. La víctima

tenía que subirse a una caja, el verdugole colocaba la soga, mediante unapalanca la tapa de la caja se bajaba, deforma que el condenado caía, pero solounos centímetros, al vacío. Era unamuerte dolorosa, que no sobrevenía enel acto. En la mayoría de los casos,debido a la cuerda demasiado corta aligual que a la altura reducida de lacaída, los presos no morían por unafractura de nuca, sino por asfixia o porestrangulamiento. Otro sistema mássolemne era el del fusilamiento, que seaplicaba a prisioneros de guerra. Elparedón estaba situado en un patioprotegido por dos muros, situado entre

los bloques 10 y 11, en cuyo fondo seencontraba un muro pintado de negro.Delante del paredón habían echadoarena, que servía para absorber lasangre de los fusilados, que debíancomparecer desnudos y descalzos. Unavez ejecutados, los cadáveres,chorreando sangre, eran transportadosen un camión hasta el crematorio. Estoscamiones siempre dejaban tras de sí unrastro de sangre en las calles del campo.Como las bestias. Sin embargo losfusilamientos no solo se llevaban a caboen el paredón negro. Cualquier pretextoera válido para fusilar a los presos: siun preso no trabajaba lo suficientemente

rápido, o si un hombre de las SSinterpretaba la mirada de un preso comorebelde, o incluso si un vigilante o unoficial de las SS se aburría. Cuando nose cumplía con la cuota prevista demuertes, recurrían a los fusilamientos.La versión oficial era que estos presoshabían sido fusilados por «intento defuga».

—Pero la forma más habitual era elgaseamiento.

—En efecto, porque resultaba la máseconómica y rentable en ese monstruosolugar en donde todo se medía entérminos economicistas. Los primeros

intentos de gaseamiento tuvieron lugaren septiembre de 1941 en las celdas dearresto del bloque 11 en el campoprincipal de Auschwitz. Más tarde, eldepósito de cadáveres junto alCrematorio I se utilizó como cámara degas, pero debido al rendimiento limitadodel Crematorio I y a la imposibilidad demantenerlo totalmente en secreto, las SSse trasladaron en 1942 a Birkenau,donde transformaron dos granjassituadas en un bosque en cámaras degas. Los cadáveres eran transportadosen ferrocarriles de vía estrecha a lasfosas, que se encontraban a unos cuantoscientos de metros en donde eran

soterrados; sin embargo, en otoño de1942 los cadáveres fuerondesenterrados y quemados. De aquellatarea hube de hacerme cargo yo almando de misonderkommando. Elprimer cadáver putrefacto quedesentierras para ponerlo en la vagonetate anestesia o te mata. Varios miembrosde mi grupo fallecieron infectados.

Pero crecía la demanda, nos llegabamateria prima de todos los rincones deEuropa, porque al final, a los hombres,mujeres y niños uno trataba de verloscomo eso, como materia prima. Dadoque esas instalaciones provisionalestampoco eran suficientes, se empezaron

a construir en julio de 1942 las cuatrograndes «fábricas de la muerte»quefueron puestas en funcionamiento entremarzo y junio de 1943. Los propiospresos fueron obligados a construir esoslugares de exterminio en los que ellosmismos iban a ser los primeros endesaparecer. Allí todas las fases delproceso se encontraban centralizadas,disponiendo de todos los mediostécnicos necesarios.

Cada unidad estaba equipada decuartos en los que los presos debíandesnudarse, de cámaras de gas, así comode hornos crematorios para incinerar alos muertos.

Técnicamente era posible quemardiariamente en los crematorios más decuatro mil cadáveres. Sin embargo solose trataba de una cifra teórica, en la quetambién se incluía el tiempo necesariopara el mantenimiento y la limpieza delos hornos. De hecho, en losCrematorios II y III fueron quemadoshasta cinco mil cadáveres, en losCrematorios IV y V hasta tres milcadáveres a diario. ¿Por qué lo sé?Porque tenía que anotarlo, había quellevar una monstruosa contabilidad de lamuerte en serie.

Cuando se sobrepasaba la capacidadde los crematorios, los cadáveres eran

quemados en hogueras al aire libre. Enel verano de 1944, durante ladeportación de los judíos húngaros, lasSS volvieron a poner en funcionamientoel Búnker II. En aquella época eraposible asesinar y quemar hastaveinticuatro mil personas a diario. Lascenizas de los muertos servían de abonopara los campos, para el drenaje depantanos o simplemente eran vertidas enlos ríos o estanques de las cercanías.

—¿Ha leído, señor Weis, a PrimoLevi?

—Sí, claro que lo he leído. Más, lohe vivido. Yo estaba inmerso en esa

zona gris, sabe usted, yo he estado enesos círculos del infierno, he visto decerca las tinieblas de las cámaras degas, he separado y clasificado aquellamasa de cadáveres que se amontonabanunos encima de otros buscando unarendija de aire respirable mientras salíael veneno por las duchas. ¿El Infierno deDante? Una frivolidad, señorita, al ladode aquel horror. No hay palabras paradescribirlo, y hasta a veces no me lopuedo creer, pienso que lo he soñado, yhe de palparme el número que tengograbado en la muñeca para cerciorarmede que ese horror me ha pasado a mí.

—¿Cómo se puede sobrevivir en

esas condiciones?

—Al mes estaba anestesiado,muerto. Dejé de pensar y de sentir. Nosmoríamos de frío en el interior de esoshorribles trajes de prisioneros en cuyapechera llevába-mos cosido untriángulo; amarillo, los judíos; azul paralos apátridas; morado para los objetoresde conciencia; verde para loscriminales; rosa para los homosexuales.

Los nazis utilizaban toda la paleta delos colores para clasificarnos. El presotenía que coser el número que llevabatatuado en el brazo en el winkel, eltriángulo de tela, cuyo color indicaba la

categoría del preso, a la altura delpecho, en el lado izquierdo de la ropa.Con ese número los presos perdían sunombre y su individualidad. Su obsesiónpor el orden les llevaba a hacer cosasabsurdas, a contarnos una y otra vez, aducharnos aunque a renglón seguido nosensuciáramos. Lo primero que hacían,cuando llegábamos, era desnudarnos ytenernos mucho tiempo así, ante la mofade la soldadesca alemana que se reía delos cuerpos de las mujeres que ya noeran bonitas o eran mayores, parahumillarlas. La desnudez, que uno teníacomo algo hermoso, se convertía en algopatético, realmente animal. Luego

pasaba un peluquero, uno de losnuestros, para afeitarnos la cabeza conuna máquina, para arrancarnos los pelosdel cráneo, y lo hacía de forma tanbrutal que sangrábamos por el cuerocabelludo. La última humillación eraafeitarnos los genitales. Después de esoya nunca más nos sentíamos humanos.Nos degradaban, nos forzaban a tener unaspecto repugnante, infame, para notener piedad de nosotros. Por eso,cuando nos miraban los hermosos y biencomidos soldados alemanes, cuandoveían en qué nos habían convertido,podían dispararnos sin sentirabsolutamente nada, porque disparaban

a la basura, porque nos habíanconvertido realmente en lo que ellosbuscaban convertirnos: especiedegenerada, infrahumanos. ¿Y sabe quéera lo peor? Que lo conseguían, querealmente nos convertían en basurahumana. No había en el lager lo que seentiende por solidaridad, sino unegoísmo monstruoso. No todos éramosiguales, los nazis eran maestros en elarte de dividir, y entre los presos habíaclases sociales a fin de facilitar nuestrainsolidaridad. La clase alta de lospresos, la así llamada«prominencia delcampo», un uno por ciento de latotalidad de los encerrados,

generalmente veteranos del campo,veteranos del bloque o médicos delcampo, la constituían en su mayoría lospresos alemanes que gozaban deprivilegios ilimitados y eran tan perroscomo las propias SS. La «clase media»estaba formada por presos con menospoderes, kapos, enfermeros, etc., unocho por ciento de los presos que vivíanen mejores condiciones que la gran masade presos normales. Y en el eslabón másbajo, los presos normales y los asíllamados musulmanes que constituían lagran masa que vivía en condicionesinfrahumanas. El musulmán era un serhumano abatido, derrumbado por la vida

en el campo, una víctima del exterminiopaso a paso. Se trataba de un preso quesolo recibía la comida del campo sintener la posibilidad de «procurar» nada,y que perecía en el transcurso de unaspocas semanas. El hambre crónicageneraba un debilitamiento físicogeneral. Sufría una pérdida demusculatura, y sus funciones vitales sereducían al mínimo existencial. El pulsose alteraba, la presión arterial y latemperatura disminuían, temblaba defrío.

La respiración era más lenta, la vozse debilitaba, cada movimientosignificaba un gran esfuerzo. Cuando se

sumaba la diarrea provocada por elhambre, el decaimiento se producía aúnmás rápidamente. Los gestos se volvíannerviosos y descoordinados.

Cuando permanecía sentado, eltronco se tambaleaba con movimientosincontrolados; a la hora de caminar yano era capaz de levantar las piernas. Elmusulmán ya no era dueño de su propiocuerpo. Le salían edemas y úlceras,estaba sucio y olía mal. El pelo sevolvía duro y tieso, sin brillo, y separtía con facilidad. La cabeza parecíaaún más alargada al sobresalir lospómulos y las órbitas de los ojos.También las actividades mentales y las

emociones sufrían un retroceso radical.El preso perdía la memoria y sucapacidad de concentración. Todo su serse concentraba en una sola meta: sualimentación. Las alucinacionesprovocadas por la inanición disimulabanel hambre atormentadora. Solo mirabalo que se le ponía directamente delantede los ojos, y solo oía cuando legritaban. Se resignaba sin resistenciaalguna a los golpes.

En la última fase, el preso ya nisiquiera sentía ni hambre ni dolores. Elmusulmán moría en la miseria, cuandoya no aguantaba más. Personificaba lamuerte en masa, la muerte por inanición,

el asesinato psíquico y el abandono, unmuerto ya en vida que nos recordabanuestro destino, porque éramos nosotrosdentro de una semana, un mes, medioaño.

Un movimiento incontrolado de lamano diestra de Yehuda Weis precipitóuna de sus muletas al suelo. Osciló,durante segundos, el bastón en el que seapoyaba para andar, bailando hasta lainmovilidad. Eva Steiger se precipitó arecogerlo y lo acercó a su mano. Elviejo judío agradeció su gesto con unamirada apagada, sin vida.

—Debido al duro trabajo, la escasa

alimentación y las terribles condicionesdel campo, para sobrevivir eranecesario ascender rápidamente a laclase media o a la

«prominencia». Oposiciones entremiserables —ironizó—. Y si había quemedrar, pisar a alguien, mostrar tu ladomás feroz y cainita para esa ascensiónsocial, lo hacías, y lo hacías visiblepara que los verdugos del campo lovieran y premiaran la vesania. Nosdegradaron de tal modo, hasta talesextremos, que nosotros mismos nosavergonzábamos de vivir. ¿Para qué? —en ese momento se truncó la voz deYehuda Weis y su mirada se empañó.

Guardó silencio mientras recuperaba lacompostura y tragaba saliva.

—¿Cómo podían vivir sinautoestima?

—Yo había convertido a mi familiaen humo, me habían obligado a sercómplice de un asesinato en masa y mirol en el engranaje infernal, el de kapo,era el lugar, dentro de la masacre, másdetestable: odiados por todos, odiados,sobre todo, por nosotros mismos. Ydeseando, en el fondo, que no nos faltaratrabajo. Imagine, Eva, un puñado deseres desesperados, conviviendo día ynoche con la muerte, que se puso a

temblar cuando los envíos del Esteempezaron a dilatarse, cuando ya nollegaban más judíos a gasear porqueveíamos entonces que nuestro fin seacercaba.

Sin nuestro infame trabajo ya noéramos útiles. Pero ya no importaba.Los nazis nos habían arrebatado todanuestra dignidad humana, habían hechode nosotros simples trozos de carneobediente que subsistíamos porqueéramos económicamente útiles.

Nunca nos podíamos sentir seguros,porque no había normas, o las normaslas cambiaban ellos aleatoriamente, para

provocar nuestro desconcierto, paradivertirse con nuestras ansias desobrevivir. A veces los presos quealineaban a la izquierda se salvaban, ylos que formaban a la derecha, secondenaban. Pero eso podía cambiar aldía siguiente. Sus malditos procesos deselección eran siempre mutables.Delante de nosotros un oficial de las SS,Obersturmführer. Un soldado le llamaasí.

Supuestamente era médico. Sin batablanca, sin estetoscopio, de uniformeverde, con una calavera. Salimos de lafila uno a uno. Su voz era tranquila, casidemasiado tranquila. Preguntó por la

edad, la profesión, si estábamos bien desalud. Pidió que le enseñáramosnuestras manos. Oí algunas respuestas.Cerrajero, dijo uno. A la izquierda.Administrativo, otro. A la derecha.Médico. A la izquierda. Obrero. A laizquierda. Almacenista. A la derecha.Ebanista. A la izquierda. Entonces letocó a un hombre mayor. Peón, dijo.Siguió el mismo camino que eladministrativo y el almacenista. Estossupieron, entonces, que no se salvarían,que iban derechos a la cámara de gas yal crematorio. Su inactividad, la denuestros verdugos, los sumía en unmortal aburrimiento y entonces eran

peligrosos para nosotros. Los kaposvivíamos en barracones más holgados,con estufas de leña en donde podíamoscalentarnos o hacernos café, todo unlujo. Cuando los SS se aburrían, oestaban bebidos, entraban en nuestrobarracón por la noche y nos desvelabancon el foco de sus linternas buscandouna víctima para divertirse. Lo hacían adiario con el resto de los judíos, pero devez en cuando lo hacían con nosotros,para que nos diéramos cuenta de quenuestros privilegios se esfumaban a sucapricho. Éramos un centenar decorderos escondiéndose bajo laspolvorientas mantas, Eva, temblando de

miedo mientras escuchábamos cómo elruido de las botas de la patrulla seacercaba a nuestra litera.

«Este», gritaban, y sacaban a rastrasde forma aleatoria a uno de los nuestros,lo llevaban afuera, lo colgaban de unposte, disparaban sobre su cuerpo parahacer puntería. Pero sabe qué era lo másterrible de todo eso, ¿lo sabe?

Que los demás nos alegrábamos, quesuspirábamos de alivio cuando oíamosesos disparos que certificaban la muertede nuestro compañero, porque era ganaruna noche más de vida, porque noshabíamos librado y cada minuto contaba

en aquel infierno, nos apegábamos a lavida los que estábamos dispuestos asobrevivir.

Pero ¿qué clase de vida era esa?

El rostro de Eva Steiger se ibademudando. Quizá fuera el efecto de laluz apagada de la miserable vivienda,pero su rostro redondeado, de muchachasana, parecía alargarse, el color huía desus mejillas. Incluso titubeó su vozcuando hizo una nueva pregunta.

—¿Cómo era la vida cotidiana? ¿Enqué empleaban el tiempo?

—Hoy se hace énfasis de la eficaciaalemana hasta en su actividad más

monstruosa. Era así. Reinaba enAuschwitz un maldito parámetro deproductividad según el cual podíasseguir viviendo mientras fueras capaz detrabajar, y todo el mundo trabajaba sindescanso en Auschwitz; todos menosaquellos destinados para laexperimentación, y dejabas de hacerlocuando te agotabas. Los recién llegadosal campo eran puestos en «cuarentena»,en realidad encerrados durante cuatrosemanas en un barracón apestoso, diezpersonas en una repisa de dos metros delargo, auténticos nichos de donde, cadadía, se retiraban los cadáveres de losfallecidos. Los prisioneros eran

registrados y recibían un número deidentificación que se les tatuaba en elbrazo izquierdo cuando salían de lacuarentena en Birkenau para realizartrabajos forzados en Auschwitz o enalguno de los subcampos. Se aplicaba elmismo procedimiento a los prisionerosque eran enviados directamente aAuschwitz I: cuatrocientos cinco milprisioneros fueron registrados de estamanera. Pero la inmensa mayoría de lasvíctimas de Auschwitz no era incluidaen ninguna clase de registro, loshombres y mujeres que, al llegar aAuschwitz II, eran enviados a lascámaras de gas y asesinados

inmediatamente no figuraban en ningunaparte, no existían. Tampoco se incluíanen el registro a los prisioneros que eranenviados a trabajar en otros campos deconcentración no pertenecientes alcomplejo de Auschwitz. Y aún habíaotro grupo de prisioneros no registrados,los que eran ejecutados después de unacorta estancia en el campo. Este grupoestaba formado sobre todo por rehenes,oficiales del ejército soviético ypartisanos. El trabajo lo era todo, de lamañana a la noche, hiciera el tiempo quehiciera, sin descanso, con guardianesque nos golpeaban con vergajos, lasvergas endurecidas de los toros, si nos

deteníamos en nuestra actividad. A lascuatro de la madrugada a los presos seles despertaba con el sonido estridentede silbatos: entonces había que hacer lascamas a la manera militar, es decir, lasmantas tenían que cubrir del todo lossacos de paja.

Luego los presos se lavaban con laescasa agua que había en el campo. Sepasaba entonces la revista matutina conlos presos formados en filas de diez. Laduración de las revistas variaba,dependía de cuánto se tardaba encomprobar la presencia de todos lospresos. A continuación tenían quemarchar al compás de la música de la

orquesta del campo como si fuerantrabajadores felices de una idílicaindustria. La jornada de trabajo ascendíaa once horas diarias, con media hora depausa al mediodía para comer. A lavuelta del trabajo los presos erancontrolados. Las revistas nocturnas enlos campos a menudo duraban más dediez horas, casi siempre como castigo alos intentos de huida o por otro tipo deinfracciones, y se llevaban a cabohiciera el tiempo que hiciera. Los presosse ponían a la cola para la cena a lasnueve de la noche. Durante el descansonocturno estaba totalmente prohibidoabandonar los barracones.

Hizo una pausa para tomar aire. Evaaprovechó el breve interludio desilencio para voltear la casete de lagrabadora.

—Arbeit match freí era el lema delcampo, El trabajo os hará libres. Peroel trabajo era, en sí mismo, otra formasolapada de exterminio masivo. En loque más insistían las SS era en sometera los presos a esfuerzos sobrehumanos,obligándoles a trabajar en un tiemporécord, para quebrarlos y causarles unamuerte tortuosa. La fórmula másesfuerzo y menos alimento conducíainexorablemente a la muerte. Laesperanza de vida de un preso solo era

de seis a nueve meses, debido al trabajoduro y a la alimentación insuficiente.Las labores más duras consistían en laconstrucción de edificios, carreteras yvías férreas, encauzamiento de los ríos,en la cantera, en campos de castigo.Mano de obra gratis y barata con la quese lucraron muchas de las grandesempresas alemanas que debieronhaberse cambiado el nombre después dela guerra pero no lo hicieron porque nose avergonzaron de su infame papel.Trabajo en empresas privadas, estataleso de las SS. Las empresas podían tomarprestados a presos, por mediación deljefe del campo, disponiendo de la

capacidad productiva de aquellos contoda libertad y como contrapartidatenían que abonar a las SS una reducidatasa diaria, entre tres y seis marcos.Debido al trabajo de los presos, enmuchas empresas industriales yarmamentistas se desarrolló una ampliared de campos externos. Todo estabameticulosamente organizado hasta elmás mínimo detalle.

—Junto al exterminio se dioentonces la explotación económica.Ustedes eran explotados hasta que noservían ya para nada, hasta la muerte —apuntó Eva.

—Por supuesto. Aquello era unnegocio terrorífico. Hubo quien vendió alos verdugos las toneladas de gasesletales sabiendo que no era paraexterminar roedores e insectos sino paraeliminar a cientos de miles de judíos.Acabada la guerra, los directores de lasempresas insistieron una y otra vez enque habían vendido sus productos paraque se emplearan en fumigaciones y enque no sabían que se hubieran usadocontra personas. Pero los fiscalesencontraron cartas de Tesch, el mayorproveedor, en las que no solo seofrecían a proporcionar el gas, sino queademás daban consejos sobre el uso de

los equipos de ventilación y calefacción.El mismo Hoess declaró que eraimposible que los directores de Teschno supieran qué uso se daba a suproducto porque le vendieron suficientecomo para aniquilar a dos millones depersonas. Dos socios de la empresafueron condenados a muerte en 1946yahorcados. El director de Degesch, otraempresa vinculada a los campos deexterminio, fue condenado a cinco añosde prisión. Y luego estaban losempresarios que se lucraron con esamano de obra gratuita, Schindler entreellos.

—Pero Schindler salvó a más de mil

judíos.

—Tomó conciencia. Sí, desde luego.Mil judíos eran un grano de arena en unaplaya. Por eso le santificaron. ¿De quéestábamos hablando?

—De la vida cotidiana en el campo.

—Ah, sí. A cada uno se le designabaun tipo de trabajo, excepto a los kapos,los privilegiados del campo, cuyamisión era que se cumplieran lasnormas, que nadie escapara a susobligaciones, contar una y otra vez a lagente que se almacenaba en losbarracones y comprobar, en cadarecuento, que faltaba siempre alguien en

la lista, que había una boca menos paracompartir la infame sopa. ¡Y que uno nocayera enfermo! Había en el campo unbarracón tétrico llamado «de lacuarentena» en el que los que entrabanlo hacían con la conciencia de que susvidas se agotarían en muy pocassemanas. Teóricamente el campo decuarentena debía prevenir la extensiónde enfermedades infecciosas en el restode las instalaciones, pero su verdaderoobjetivo consistía en quebrar del todo laresistencia interior de los reciénllegados, amedrentados y humillados.Nadie les explicaba cómo debíancomportarse.

Tampoco existía ningún reglamentoescrito. A los que no podían o noquerían aceptar esas nuevas condicionesde vida, se les golpeaba o incluso se lesmataba a golpes. Los que tenían llagas ycostras iban a la chimenea. Todo elmundo en el campo las tenía debido a lapobre alimentación y la falta devitaminas. El equipamiento primitivo yla saturación de los alojamientos, lasuciedad, la ausencia de instalacionessanitarias así como el terror permanente,tenían un efecto especialmentedestructivo en el estado mental de lospresos, sobre todo en el de aquellos quepasaban su cuarentena en Birkenau,

donde se encontraban las instalacionespara el exterminio en masa. EnBirkenau, el engaño era la norma. Nosiempre era simple o posible, aunquesolo sea porque algunos de losdeportados habían visto el cartel en elque ponía «Auschwitz» cuando el trenpasaba por el apeadero o habían vistollamas saliendo de las chimeneas, ohabían sentido el extraño y repugnanteolor de los crematorios. Pero nadiequería creer lo que era evidente, comoel agónico que se niega a aceptar lainminencia de la muerte y así cree huirde ella. Los recién llegados inclusorecibían menos alimentos que los presos

que llevaban más tiempo en el campo,una política de inanición programada.En Birkenau, la extensión más terriblede Auschwitz, cada mañana elUnterscharführer de las SS Tauberseleccionaba a los que iban a lachimenea. Quien tosía, temblaba, estaballagado, padecía sarna, habíaadelgazado más de la cuenta o era viejoe inútil, engrosaba el pelotón que eraconducido a la muerte. En realidad setrataba de zonas de exterminio dentrodel campo de concentración. Había,dentro de ese gigantesco complejoindustrial de muerte, diversas secciones,antesalas del infierno, en la obsesión

que tenían los nazis por compartimentar,por organizado todo de una formaescrupulosa. Uno de esos agujerosnegros, de los que nadie salía, cuyodestino era la muerte segura, eraStutthof, mucho peor que Auschwitz. Nose habla mucho de Stutthof, quizá porquenadie pudo contarlo. Aquello no era uncampo de trabajo, sino una especie defosa común en donde terminaba la gente.Me llegaba mucha«materia prima» deStutthof, los conocía por su delgadezextrema. Si iban a morir,¿por qué habíaque alimentarlos? Ellos no eranacreedores ni de la inmunda sopa querecibía el resto de la población penal,

algo de allí que nunca olvidaré; esa sopacasi fría y grasienta de color marrón quecomíamos cada día. Por la noche nosdaban un pedazo de pan que justoalcanzaba para cuatro rebanadas finas.Comíamos dos y guardábamos las otrasdos para desayunar. El hambre quepasábamos era insoportable. ¿De quéestaba hablando?

—De Stutthof.

—Hubo días que fui varias veces aStutthof con mis guardianes nazis abuscar gente para llevar al crematorio.Sus barracones, si ello era posible, eranpeores que el resto; el hacinamiento,

más insoportable; el hedor, másnauseabundo. No había camas ni nada,estaban en el suelo como ovejas.Entraba con los verdugos y recuerdo undía que el teniente que estaba al mandod e l kommando de traslado me dio laprerrogativa de escoger a mi albedrío lagente a gasear. De nada sirvió negarme.Mi intento de no mancharme de sangresolo provocó que aquel individuo mellevara a un rincón del barracón, meabriera la boca, apretándome el cuello,y me metiera su Luger hasta la garganta.«¿Quieres ir tú por ellos?», mepreguntó. Me convenció, claro. Eso eralo peor: que te obligaban a compartir

sus tareas, que te volvían como uno deellos, para que te odiaras, para queodiaras a tus compañeros de encierro ysufrimiento, no sintieras la más mínimapiedad, la solidaridad te fuera ajena. Lohice, claro. Anduve entre las literasatestadas de enfermos que tosían, deesqueletos vivientes que rehuían mimirada, y los fui señalando al azar,cincuenta hombres, cincuenta seres a losque enviaba directamente a la muerte eiba a llevar en las vagonetas hasta lasbocas de los hornos. Aquel día me sentí,si cabe, más sucio, más denigrado.

Yehuda Weis suspiró, o quizá tomóaire, mientras se restregaba un ojo

lloroso que estaba a punto de expeleruna lágrima. Se contuvo y prosiguió.

—La rutina te volvía insensible.Para sobrevivir a aquel horror teníasque empezar a contemplar a los seresque enviabas a la cámara de gas, querecogías en tu carretilla y llevabas hastalas bocas de los crematorios, comosimples objetos, como escoria humana.Yo no podía mirar a los ojos de lasvíctimas, no era capaz de responder asus preguntas de «¿qué nos va a pasar?»que me hacían. Solo en el caso de lasvíctimas que se traían de los guetoscercanos del norte de Silesia, y queconocían Auschwitz, la velocidad era

esencial para que no informaran a losdemás de lo que estaba sucediendo. Sedecía a estas personas que sedesnudaran rápidamente por su bien, seles sellaba la boca a culatazos si laabrían. Pero la inmensa mayoría nosabía, o no quería saber, acerca de sudestino, como el enfermo terminal queno quiere oír hablar de la palabra cáncery dice sentirse mejor aunque estéagonizando.

Se les metía en los vestuarios, se lesdecía que colgaran su ropa en lasperchas y que recordaran el número, yse les prometía comida después de laducha, y trabajo después de la comida.

Sin sospechar nada, cogían el jabón ylas toallas, y se metían en las cámarasde gas como mansos corderos. En unaocasión se me ordenó que fuera yo elque vertiera Zyklon B, un privilegio quese arrogaban los verdugos de las SS, unguiño de complicidad que me hacíanpara convertirme en uno de los suyos.

Durante un gaseamiento había queverter el Zyklon B por las dos aberturasde la cámara de gas a la vez. Venía enforma de gránulos, caía por encima de lagente al verterlo. Entonces las víctimasempezaron a gritar de una formaespantosa, porque sabían lo que lesestaba ocurriendo. No miré por la

abertura porque había que cerrarla tanpronto como se vertía el Zyklon B. Trasunos pocos minutos se hizo el silencio.No sabe usted lo que es ese silenciodespués del ensordecedor y angustiosogriterío que lo precede. Después de quepasara un rato, debieron de ser entrediez y quince minutos, se abrió lacámara de gas. Los muertos yacíanretorcidos y revueltos por todas partes,amontonados, con trozos de piel en lasuñas, porque luchaban por alcanzar unaspuertas herméticamente cerradas y sepateaban y golpeaban con saña como losanimales en una estampida. Un día, otrodía, otro día la misma espantosa rutina

que ya dejaba de afectarte porque seconvertía en parte de tu vida y de estarallí, en ese infierno, uno tenía lasensación de que todo el mundo eraigual que esa tumba gigantesca, queaquello iba a durar eternamente, que esaera la famosa condena al infierno que noentendíamos cuando éramos niños: elfuego eterno. El infierno estaba en estemundo, señorita Eva; yo vivía en eseinfierno a diario sin posibilidad derehuirlo. ¿Por qué no me maté paraevitar esa tortura infinita? —callódurante unos instantes, se cogió lacabeza con las manos, tembló en lo queparecía un sollozo, mas no había

lágrimas en sus ojos resecos que yahabían llorado todo lo que hay quellorar—. El horror se diluye en lamagnitud de las cifras, en la terroríficaestadística. Uno solo de aquellosasesinatos nos hubiera estremecido,pero al ser masivos, industriales,quedaba diluido en la frialdad de lamagnitud matemática. Los hombres, lasmujeres y los niños, desnudos y rapadoscomo las bestias, no eran otra cosa quepobres animales asustados que con lasropas colgadas en los vestidores habíandejado atrás su condición humana —nueva pausa, para coger aire, parareordenar sus recuerdos, y proseguir

aunque la garganta estaba reseca, aunquela voz estaba rota y le costaba hastarespirar—. Hubo un prisionero judío, unjoven kapo de mi edad, que osó revelara los recién llegados lo que les esperabay armó un extraordinario revuelo en lossótanos; hubieron de intervenir losguardianes de las SS, con las culatas desus fusiles, golpeando salvajemente aaquella remesa de judíos para queentrara en la cámara de gas a la fuerza.Luego, cuando todo hubo acabado, enpresencia de los demás kapos, comocastigo ejemplar, aquel muchacho fuequemado vivo. Todavía oigo sus gritos yaún veo mi cara impasible cerrando la

puerta del horno. Nadie era humano allídentro. Nadie. Recuerdo que una veztomé parte en el gaseamiento de ungrupo considerable de mujeres queocupaban un ala aparte del campo bajolas órdenes de Maria Mandel, unacomandante que había servido enRavensbruck. No puedo decir de quétamaño era el grupo, pero quizá fuerantrescientas personas. Cuando meacerqué al búnker, las vi sentadas en elsuelo. Aún estaban vestidas. Comollevaban ropa del campo muydesgastada, no se les hizo entrar en elbarracón, sino que se les obligó adesnudarse fuera, en la intemperie, bajo

un frío glacial. Tosían muchas de ellas,me acuerdo, y trataban de cubrirse consus brazos la desnudez patética de suscuerpos. Eran jóvenes, pero les habíanextirpado la belleza. Me di cuenta, alver el comportamiento de aquellasmujeres, de que no dudaban del destinoque les aguardaba, ya que lloraban yrogaban a los hombres de las SS quesalvaran sus vidas y aquellos tipos seburlaban de ellas, se reían de sudesnudez, las empujaban, las golpeaban.Al mando del pelotón estaba el oficialque me salvó la vida. Uno cree que lamaldad esculpe el rostro de losverdugos; no es así. Aquel oficial

alemán, Cara de Ángel, parecía unapersona atenta, de buenos modales, decara risueña. Una mujer se abrazó a lapernera de su pantalón, suplicante, y élle disparó a boca- jarro, en la coronilla,de forma mecánica, como si se sacara deencima un molesto insecto. La sangresalpicó sus botas: esa fue su principalpreocupación. Cogió nieve del suelo yse las limpió.

Aquellas mujeres fueron conducidasa las cámaras de gas y gaseadas, pero laque fue tiroteada permaneció unasemana hundida en la nieve. Luego sucadáver fue descuartizado y sirvió decomida para los perros.

Yehuda Weis abatió la cabeza yquedó en esa posición de postración unminuto largo, en silencio. Eva leobservaba y vio que movía los labios.Quizá rezara, pensó.

Al cabo de un rato forzó el reiniciode la entrevista con una nueva pregunta.

—¿Cuál era el régimen alimenticio?

—¿El régimen alimenticio? Adviertocierta ironía en su pregunta y no meextraña. Con la comida nuestrosguardianes hacían otro tipo de selección;disminuyendo a ciertos presos lasraciones los condenaban a una muertelenta e inadvertida por inanición y

agotamiento, pero le advierto que con loque comíamos ningún ser normal podíasobrevivir, y menos sometido al durorégimen de trabajo forzado. Debido a lainsuficiente alimentación, los presos nosolo perdían peso, sino que también susórganos internos sufrían una reducciónde su tamaño. Hl doctor Johann Kremerse aprovechó de esta situación,especializándose en la investigación dela inanición: nuestras desgracias servíana la ciencia. De esa manera intentóconseguir información más detalladasobre la atrofia marrón del hígado, unadisminución de su tamaño. Para poderestudiar el curso detallado de la

enfermedad, el doctor Kremerpreguntaba a los presos seleccionadospor los pormenores, que él considerabaimportantes, para Su investigación.Luego las víctimas eran asesinadasmediante una inyección de fenol ydiseccionadas. Como ve, el hambreinspiraba también a esos insaciableshombres de ciencia ilustrados para losque simplemente éramos cobayashumanas. Pero me preguntaba por elrégimen alimenticio. El desayunoconsistía en medio litro de sucedáneo decafé o té, pero sin azúcar, claro.

Durante el almuerzo correspondíantres cuartos de litro de sopa totalmente

insulsa, con patatas o mondas de patatas,nabos y otros ingredientesindescriptibles entre los que habíainsectos que eran recibidos como unaespecie de bendición proteínica, porqueera habitual que los alimentos estuvieranpasados o en mal estado. La cenaconsistía en aproximadamentetrescientos gramos de pan y veinticincogramos de fiambre o margarina, unacucharada de mermelada o queso. Si lospresos querían desayunar al díasiguiente algo más que el café o el té queles correspondía, tenían que reservaruna parte de la ración de pan de la cena.A los presos que realizaban trabajos

duros normalmente les correspondía unsuplemento en forma de pan, margarina,fiambre. Con esta comida miserable einfame lo normal es que los presos seencontraran en un estado de totaldebilidad a los pocos días aconsecuencia de las raciones demasiadoescasas y al agotamiento que significabaesperar la comida en las interminablescolas. Se hacían colas para duchas queno funcionaban y para un plato de sopaque a lo mejor no existía. Había un solopreso-funcionario que era el encargadode repartir la comida a cientos depresos. Resultaba vital colocarse deforma estratégica en la cola, ni muy

adelante, porque entonces recibías soloagua, ni muy atrás, porque te arriesgabasa que cuando llegaras la comida sehubiera terminado. Situarse en el medioera fundamental, era la garantía derecibir cierta sustancia con aquellainmundicia de color grisáceo quecolocaban con un cazo sucio en el platometálico, un apero cuya pérdida o robosignificaba la muerte, por cuya posesiónen el mercado negro yo había sidotestigo de violentas trifulcas. Perderaquel miserable y sucio plato erasencillamente la muerte, como perderlos zapatos, lo que motivaba que uno,cuando dormía en la litera, se colocara

el plato y los zapatos debajo del cuerpo,para que nadie lo robara. Suenagrotesco, lo sé. Los kapos, los odiadoskapos, no hacíamos esas colas, teníamosun rancho aparte, lo que acrecentaba aúnmás el odio que alimentaba el resto delos presos hacia nosotros.

—Imagino que las condicionessanitarias debían de ser pavorosas.

—En ninguno de los barracones deBirkenau había instalaciones sanitarias.La humedad, los tejados deteriorados yla paja sucia empeoraban todavía másesta situación; los cerdos tenían una vidamucho más digna e higiénica que la

nuestra.

Muy raras veces teníamos laposibilidad de bañarnos. Los presostenían que desnudarse ya en losbarracones, y desnudos y expuestos a laintemperie, daba igual que fuera veranoo invierno, eran conducidos a empujonesa los baños por nosotros, lossonderkommandos, azuzados convergajos, como si condujéramos elganado.

Tenían que hacer sus necesidades enletrinas primitivas y desprotegidas, a lavista de todos. Si los médicos de las SSconsideraban insuficiente la salud de

estos presos, tenían que permanecer mástiempo en el campo de cuarentena. Si lasalud de los presos no mejoraba, se lesretenía allí. La mayoría de ellos nollegaron a ser puestos jamás en libertad.Yo rezaba cada noche para no enfermar.Una tos persistente era una condena amuerte o llevarte a la enfermería, queera la antesala de tu fin. En la jerga delcampo la enfermería se llamaba«Revier». La enfermería no sediferenciaba en nada de los restantesbarracones. Las camas estabanatiborradas de piojos y los colchones depaja empapados de excrementoshumanos. En la enfermería había tantos

enfermos que a duras penas podíanmoverse en las camas. Todos los presosse encontraban en un mismo espacio sintener en cuenta sus enfermedades. Si porejemplo los presos que sufrían dedisentería se encontraban en loscamastros de arriba, su deposiciónlíquida acababa cayendo sobre losenfermos de los camastros de abajo. Amenudo los enfermos tenían quecompartir cama con los moribundos olos muertos. No había ni asistenciamédica ni medicamentos. El hecho deque durante mucho tiempo a los médicospresos les estuviera prohibido trabajaren la enfermería, era una agravante más.

No existían ni aseos, ni agua, ni jabón,ni toallas.

La comida era la misma para lospresos enfermos que para los sanos. Ir ala enfermería era una especie deeufemismo que quería decir coquetearcon la muerte, porque en los barraconesdestinados a ese fin no se curaba nada yquienes lo regen-taban eran tan asesinosdespiadados como los que se paseabancon el uniforme gris de las SS y la Lugerdesenfundada. El sistema que utilizabanpara desembarazarse de los pacientesera mediante la inyección letal, unainyección de fenol de diez centímetroscúbicos inyectada directamente en el

corazón. Las víctimas morían en el acto.Con ese método de asesinato se empezóen agosto de 1941. Las inyecciones defenol en la mayoría de los casos lasadministraban los sanitarios JosefKlehry Herbert Scherpe y presosiniciados como Alfred Stóssel yMieczysaw Panszcyk, que tenían aspectode curarte de todos los males. Fíjese,señorita, que no me olvido de ningúndetalle, de ningún nombre. Todo estáaquí —y se señaló la sien—, grabado afuego, hasta el día de mi muerte, comolos recuerdos de la infancia quepermanecen imborrables. Los presos, aligual que los niños seleccionados para

la inyección letal, tenían que presentarseen el bloque 20 del campo central. Allíse les llamaba de uno en uno y se lesmandaba sentarse en una silla delambulatorio. Dos presos sujetaban lasmanos de las víctimas, un tercero lesvendaba los ojos. Acto seguido, Klehrintroducía la aguja en el corazón yvaciaba la jeringuilla. Por sistema senos obligaba a colaborar en losasesinatos, como si fuera algo normal.Acababas por interiorizarlo, porasumirlo, por no discernir el bien delmal. El bien era simplemente seguirviviendo. Así morían entre 30 y 60personas a diario. Era una bendición,

una forma de morir por la que todosestábamos dispuestos a firmar —sedetuvo un momento y miró a Eva Steiger—. Ahora sí que le agradecería unvasito de agua. Si me lo trae no tendréque levantarme.

La periodista fue a la cocina. Elaspecto del cuarto era más miserableque el del resto de la casa. Una alacena,un grifo que goteaba de formapersistente, una vieja nevera cubierta deóxido que temblaba en una esquina y nodejó de hacerlo cuando la abrió, buscóuna botella de agua y llenó un vaso.

—Es usted muy amable. Gracias —

dijo Yehuda Weis apurando el agua—.El 28de julio de 1941 tuvo lugar laprimera selección en la enfermería. Lospresos fueron sometidos a un tratamientoespecial, el llamado SB. Tratamientoespecial era sinónimo de asesinato enlas cámaras de gas. Cada dos o tressemanas, aunque a veces cada semana,la enfermería estaba al completo, y cadavez que se daba parte de ello, se daba laorden de organizar un transporte parasometerlo al tratamiento especial yvaciarla. Las SS determinaban elnúmero de presos que debían sergaseados. Los superiores de los presos,que eran escogidos por las SS para

controlar a los demás, debían entregarese número predeterminado deenfermos. Escogían a ciertos presos,anotaban sus números y, muy demadrugada, los echaban de laenfermería. Para que ninguno de ellospudiera escapar al fatídico control, a losseleccionados se les tatuaba la letra Lbajo el número de preso en el antebrazoizquierdo. Esa L probablementesignificaba «Leiche», cadáver.

Tomó aire, suspiró, entrecruzó losdedos sarmentosos de sus manos yobservó, autocompasivo, la red depequeñas venitas que parecían quererromper su piel traslúcida. Luego

reanudó sus recuerdos, con vozmonótona pero clara, dando cuenta delos detalles más insignificantes de losque no lograba librarse ni un instante desu vida y hacían su sueño imposible.

—Los procesos de selección solíantener siempre el mismo guión: sedesnudaba a los presos, se lesinspeccionaba para determinar quiénestaba en condiciones de hacer trabajosforzados y quién debía ser destinado a lacámara de gas. Palidez en la cara,ojeras, excesiva delgadez, tos ocualquier otro síntoma de enfermedad odecrepitud eran el pasaporte seguro parala muerte. Recuerdo el caso de un joven

judío que luchó por sobrevivir cuando eloficial de las SS responsable de laselección de su barracón le enviaba a lafila de los a exterminar. Aquel chicoagarró de la solapa al suboficial alemán,que tenía una estatura como de dosmetros, y le gritó a la cara:

«Soy joven. Estoy fuerte. Déjamevivir. Puedo trabajar». Se la jugó,porque podían haberle matado por suinsolencia, pero pudieron más sus ganasde vivir y resistió otro día. De eso setrataba, en definitiva, de llegar a lanoche, de meterte en el infecto camastroy esperar la mañana siguiente con laangustia de que quizá fuera tu último día.

—No me ha hablado todavía de otrode los puntos negros del campo deexterminio, todo lo que hace referencia alos experimentos que se hicieron con losrecluidos.

—Aquello era pavoroso y lasmujeres se llevaron la peor parte,pobres. Muchos de los experimentoshechos en mujeres eran experimentos deesterilización y afectaron a más deochenta que pasaron por los quirófanosde Auschwitz. Hablé, después de laliberación, con una superviviente quehizo de enfermera y me explicó condetalles en qué consistió todo aquello.Utilizaban jóvenes vírgenes que eran

llevadas a la sala de rayos X, donde seles aplicaba radiación en los ovarios. Laexposición a los rayos X no debe durarmás que unos segundos, pero a ellas lasmantenían allí durante varios minutosprovocándoles unas quemadurashorribles, daños irreversibles. Despuéslas operaba un prisionero polaco, queera ginecólogo, y buena parte de ellasmoría durante el proceso, pues seutilizaba el mismo instrumental sinesterilizar para todas. ¿A quiénimportaban esas muertes? ¿Sabe cuáleseran las medicinas que se empleabancon ellas? Agua y papel higiénico. A lasque sobrevivían se les inyectaba un

líquido blanco y, después de dos meses,volvían a pasar por rayos X paracomprobar que los ovarios habían sidototalmente destruidos. Otras vecesaplicaban yodo repetidamente en elcuello del útero provocando cáncer enla zona y, una vez desarrollado,realizaban operaciones de extirpaciónde la matriz, el cuello del útero y elútero. El médico que realizaba esasoperaciones no solo no recibió ningúncastigo sino que trabajó en un institutode investigación contra el cáncer enBerlín sin rendir cuenta de sus crímenes.Miles de asesinos andan libres ennuestra sociedad y ni se avergüenzan de

sus actos horrorosos. Es una tristerealidad.

—Por lo que me cuenta todas esasaberraciones quirúrgicas eranefectuadas con el conocimiento de todala clase médica alemana.

—Absolutamente. Quien diga locontrario es un cínico y un mentiroso.Todo un pueblo estaba abocado en eseproceso criminal aunque luego quisieronredimirse echando las culpas a Hitler ya que su Fhürer estaba loco, pero esemegalómano era la encarnación de lopeor de Alemania, de sus más bajosinstintos. Todo hombre lleva dentro un

monstruo que domamos mediante lasreglas del mundo civilizado. Perovolvamos a los médicos del campo.Todo el mundo hablaba de Mengele,claro, un sádico y asesino repulsivo quemataba con sus propias manos a suspacientes inyectándoles fenol en lasvenas, pero pocos se acuerdan de unasiniestra mujer, la doctora HertaOberhauser, que asesinaba a prisioneroscon inyecciones de aceite y otrassustancias, les amputaba extremidades oles extraía órganos vitales, o echabacristal pulverizado y serrín en susheridas. ¿Imagina su grado de sadismo?Recibió una condena de veinte años

como criminal de guerra, pero salió dela cárcel en 1952 y obtuvo una plaza demédico de cabecera en Stocksee, ella,una auténtica asesina en serie. Sulicencia para practicar la medicina fueanulada en 1960. Quizá esté vivatodavía, sea feliz, tenga nietos semejantemonstruosidad. ¿No debería haber sidoahorcada? Otro galeno, el doctor HorstSchumann, se especializó en sistemas decastración. Estaba convencido de que lacastración quirúrgica no necesitaba másde 6ó 7 minutos, y por tanto podíarealizarse más fiable y rápidamente quela castración por rayos X. Schumannmontó una estación de rayos X en

Auschwitz en 1942, en el campo demujeres de Bla. Allí se esterilizó ahombres y mujeres exponiéndoles a laacción de rayos X que destrozaban susórganos sexuales. Agonizaronretorciéndose de dolor o fuerongaseados inmediatamente porque lasquemaduras producidas por la radiaciónlos inhabilitaron para el trabajo. Lostestículos de los hombres eranextirpados y enviados a Breslau pararealizar estudios histopatológicos. Lospresos del campo de concentración deAuschwitz también servían paracompletar los fondos anatómicos. De ahíque las autoridades del campo enviaran

a ciento quince presos, especialmenteescogidos, al doctor August Hirt,catedrático del Departa-mento deAnatomía en Estrasburgo, con el fin deser asesinados, para completar lacolección de esqueletos de estainstitución, lo que demuestra, amiga, quelos asesinos andaban fuera y dentro delcampo. Y le puedo hablar de otrosilustres galenos que pasaron por elcampo y cuyos nombres y caras jamás seme borrarán: Kart Clauberg, que realizósus experimentos con individuos vivos yestuvo implicado en proyectos deesterilización; el doctor Karl Gebhardt,que practicaba vivisecciones tanto en

Ravensbruck como en Auschwitz y fuefusilado en 1948; Johannes Paul Kremer,que fue ahorcado por practicarvivisecciones. La lista de aberraciones,de crímenes, es inabarcable. Aquelloscarniceros se cebaron especialmente conlas mujeres. ¿Qué es lo más sagradopara una mujer? Dígamelo, Eva. ¿Quépuede ser lo más extraordinario,hermoso, para ustedes?

—La maternidad —dijo, después deun rato de silencio, tras pensarlo, concierto temor.

—La situación era especialmentegrave para las mujeres embarazadas,

hasta el punto de que quienes lo estabanhacían lo imposible para que no sesupiera su estado. Escondían su vientre,lo hundían, dejaban de comer, para quelos guardianes no apreciaran suembarazo. Por norma una mujer gestanteera enviada directamente a las cámarasde gas. Sin embargo también habíapartos clandestinos en el campo. En lamayoría de los casos las mujeres moríande septicemia después de dar a luz enunas condiciones pavorosas: Auschwitzno era un buen lugar para traer a nadie almundo, era un antro de muerte, no devida. En cualquier caso, el recién nacidono tenía casi ninguna posibilidad de

sobrevivir. Los médicos de las SS y susayudantes arrebataban el niño a la madrey lo asesinaban sistemáticamente. Apartir de principios de 1943, a lasmujeres embarazadas, registradas en elcampo, se les permitía dar a luz, perolos recién nacidos eran ahogados en uncubo lleno de agua por las ayudantes delas SS, por enfermeras, por mujeres que,seguramente, habían dado a luz a niños,que cuidaban de niños en sus casasmientras fríamente hundían en esoscubos de agua helada los pequeñoscuerpos de los recién nacidos haciendocaso omiso de los gritos desgarradoresde sus madres. Tengo clavados en el

cerebro esos alaridos de desesperación.Había excepciones. En el transcurso delaño 1943algunos niños, cuando eranrubios y de ojos azules, eran arrebatadosa sus madres por las SS paragermanizarlos, ya no eran asesinadossino registrados en el campo y, como alos adultos, les tatuaban un número en elmuslo o en las nalgas porque elantebrazo izquierdo era demasiadopequeño, mientras que a los niños judíosse les seguía tratando con una increíblecrueldad y finalmente se les asesinaba.Debido a las condiciones de vida en elcampo, los recién nacidos no tenían casininguna posibilidad de sobrevivir. Las

madres totalmente debilitadas por elhambre, el frío y las enfermedades, muya menudo no podían ni siquiera evitarque las ratas mordieran, royeran oincluso se comieran a sus hijos. Para losrecién nacidos no había nimedicamentos, ni pañales, nialimentación adicional. Si un niñolograba sobrevivir las primeras seis aocho semanas, la madre tenía queentregarlo a las SS. Si se negaba, losdos eran enviados a la cámara de gas.Auschwitz no era un buen lugar para unrecién nacido. Aquello era el infierno.Pero ¿qué pecado habíamos cometidopara semejante castigo?

—¿Cómo se puede vivir así? ¿Habíaalgún momento de tregua?

—No, pero había un lugarprivilegiado en medio de aquelespantoso territorio de desolación quese llamaba Kanada, con el quesoñábamos, paraíso de la esperanza. Elcampo Kanada era el almacén. Allí eranordenados y envueltos todos los objetosde valor y también de la vida cotidiana,que los presos habían traído al campo,objetos que eran enviados de nuevo alcentro del Reich, el material del saqueode esa malvada industria lucrativa quese cebaba en la desgracia ajena. Estosobjetos eran llevados directamente

desde la rampa a este sector del campode concentración. Era un buen trabajoestar allí clasificando los objetospersonales de los que morían gaseados,pero también era duro, porque veías susfotos, las caras de los que ya no estaban,los rostros felices de familias que ya noexistían, millones de historiasfrustradas. El comando se denominabaKanada, porque Canadá simbolizaba unpaís de riqueza y bienestar para lospresos. El régimen nacionalsocialista seenriquecía a costa de los condenados amuerte, lo aprovechaba todo sinescrúpulos. Hasta otoño de 1944 sefundieron dos mil kilos de oro extraído

de los dientes de los asesinados ymuchas bellas mujeres de la altasociedad alemana deben llevar todavíasobre sus pecheras esas macabras joyas.El régimen nacionalsocialista también seapropió de piedras preciosas, degrandes cantidades de dinero y de otrosobjetos de valor. Las tropas devigilancia de las SS nodesaprovechaban esa ocasión paraenriquecerse, porque aparte de asesinossin piedad eran ladrones; por elcontrario, los presos tenían que«procurar» si no querían sucumbir a lascircunstancias. Los miembros delcomando de trabajo Kanada, que

clasificaban los objetos, llevabanclandestinamente, exponiéndose a ungran peligro, objetos de valor al campo,que cambiaban por alimentos, ropa,zapatos, alcohol y tabaco, que a su vezlos empleados civiles y las SS habíantraído clandestinamente al campo. Estose llamaba «procurar». Se trataba de unsecreto a voces: solo podía sobrevivirdurante algún tiempo aquel que«procuraba». Quien, gracias a la funciónque desempeñaba, disfrutaba de unacierta libertad de movimiento, hacía lohumanamente posible para conseguirformar parte de este negocio deintercambio. Hubo momentos en que la

ropa escaseó y las SS entregaron lasropas de los judíos gaseados a losrecién llegados, y asimismo losuniformes de los prisioneros de guerrasoviéticos asesinados a las presasregistradas. A partir de febrero de 1943,a los polacos y rusos se les permitióvestir la ropa que llevaban puesta. Enagosto de 1944 esta última disposiciónse amplió a todos. Esta ropa también eramarcada con las correspondientescategorías. A pesar de los almacenesrepletos de ropas, que habían sidoconfiscadas a los presos, suindumentaria era insuficiente, estabarota y sucia; para las SS era otra forma

de hacerlos sufrir. Una ropa limpia, sinremiendos, y los zapatos lustrososgarantizaban a los presos mejorestrabajos y un trato más respetuoso porparte de las SS. Pero era casi imposibletener un aspecto presentable en talescircunstancias.

Una tos interrumpió su monólogo. Elespasmo sacudía con fuerza todo sucuerpo sarmentoso y amenazaba condemolerlo. Eva Steiger, preocupada, sedirigió a él y le tomó del brazo.

—¿Quiere que le dé agua?

—No, no se preocupe, ya se mepasará. Si no me he muerto antes, no me

voy a morir ahora por esta tosinoportuna —se aclaró la voz antes deproseguir—. En la primavera del 43llegó un tren de Polonia y allí estaba miverdugo salvador Cara de Ángel, alfrente del kommando de recepción consu uniforme gris planchado y las botasde caña relucientes: aquellos oficialesde las SS parecían actores de cine dealguna película de la UFA, tenían unapinta extraordinaria, eran elegantes yrefinados. Recuerdo que veníanbastantes chicas jóvenes y guapas enaquel tren, un cargamento especial, quelas colocaron aparte, que fuerondirigidas directamente, tras ser

desinfectadas, al Frauenblock, elprostíbulo del campo reservadoexclusivamente a los Reichsdeustche, alos alemanes del campo, soldados,delincuentes y kapos arios. A esasmuchachas las tenían bien comidas,como mero ganado, para que noperdieran su lozanía y pudieransatisfacer a sus clientes, peroterminaban por no estar mejor quenosotros. A los pocos meses enfermabanpor promiscuidad y por una faltaabsoluta de condiciones higiénicas en eldesarrollo de su trabajo, y a lasenfermas de sífilis las enviaban a lascámaras de gas, como a los otros. Eran

cuerpos de usar y tirar. Recuerdo a unade esas chicas, todavía pienso en ellaporque era extraordinariamente bonita ydulce, un auténtico ángel de miradahermosa y cabellera rubia cuyadesgracia era tener un cuerpo atractivo ymuy desarrollado para su corta edad, ypensar en ella por las noches mealiviaba ya que era de lo poco bello quehabía en el campo en donde todo eragris. Fíjese que su imagen era en color.La veía de lejos, cuando salía delVrauenblock, entre las alambradas quenos separaban, y me extasiaba con elcolor de su piel sana, con lavoluptuosidad de curvas que se intuían

debajo de sus ropas. Todas las mujeresperdían su encanto en cuantotraspasaban las puertas de Auschwitz,pero ella no. Durante días no ansiabaotra cosa que no fuera la noche, paradormir y soñar con ella, y secretamentedeseaba no despertar nunca de missueños agradables. Nunca había estadocon ninguna mujer, y a esa edad lasangre debería bullir, aunque dentro deaquel estercolero eso era casiimposible. A veces tenía pensamientosturbios y me atormentaba, me sentíaculpable de desearla, de hacer con ellalo que hacía la soldadesca canalla yborracha que la mancillaba noche tras

noche sin descanso. Me habíaenamorado platónicamente y meimaginaba que ambos congeniábamoscuando saliéramos del campo, quepodríamos llegar a casarnos y ser unafamilia feliz. Tenía una expresión triste,alejada del mundo. Yo la espiabacuando no se daba cuenta, le sonreíacuando nuestras miradas se cruzaban. Misueño inconfesable era verla desnuda, yel destino quiso que ese sueño secumpliera en dos ocasiones. Una vez mellamó Cara de Ángel a su despacho yella estaba allí, desnuda y amarrada a lamesa, como una bestia, de espaldas,sujetos los brazos y las piernas a las

patas de la mesa. Resultaba imposibleno mirarla con deseo aun en esascircunstancias. La piel que yo intuíafina, lo era, sus formas, voluptuosas, lamelena lacia le caía del cuello hacia elsuelo. Cara de Ángel sorprendió mimirada y azotó sus nalgas con la fustaque llevaba en la mano, como si fuera lagrupa de su caballo. Con una risotadasalvaje el oficial me preguntó si mequería aprovechar de su situación.Aquello no era lo que yo había soñado.Ella tenía la mirada baja, estabahumillada, en una postura atroz, con laspiernas separadas y los tobillos atados alas patas de la mesa y las manos juntas

con otra soga que le mordía lasmuñecas, totalmente inmóvil. Moví lacabeza, claro, de derecha a izquierda, yél lo hizo por mí, bajándose el pantalón,golpeándole las nalgas con la fusta quesiempre llevaba en la mano,obligándome a asistir a su violación queduró una eternidad porque se habíaemborrachado de cerveza. La furiasacudió mi cuerpo, pero no fui capaz deimpedirlo, me ahogué en mis propiaslágrimas, la rabia me mordió elestómago, me faltaba la respiración. Lamuchacha lloraba, se estremecía deasco, se retorcía humillada mientrasaquel salvaje la violaba en mi

presencia, la manoseaba y mordía. Lasegunda vez que la vi desnuda fuecuando conduje hasta el crematorio sucuerpo gaseado al cabo de cinco mesesde aquella escena. Su piel era grisácea,pero seguía siendo una hermosa mujer,Dios mío. Le pellizqué las mejillas, porsi milagrosamente aún vivía, pero no,estaba muerta. No tenía más dedieciocho años, hubiera sido una mujerfeliz, con un buen marido, con hermososniños... No volví a soñar más con ella,me la arrebataron de mi imaginacióncuando tuve que empujar su cuerpodentro de aquel horno cuyas llamas ladevoraron. Fue sencillamente espantoso.

Se detuvo para tomar aliento, pararestregar los ojos con sus dedos y tragarsaliva. Su silencio se eternizó mientrasse escuchaba la respiración entrecortadapor las lágrimas.

—¡Dios mío! —exclamó Eva ensusurros.

—No invoque el nombre de Dios —replicó con furia—. Por allí no se dejóver nunca, no impidió ninguna deaquellas salvajadas, se mostró del todoindiferente hacia el horror. ¡Dios, Dios,Dios! Le aborrecimos, nos dimos cuentaen esos momentos de que Dios no existíay de que si no era así, se trataba de un

infame. No sé qué era preferible, simorir al momento, en la cámara de gas,cuando entrabas en el campo, odemorarte mientras te consumías por eltrabajo brutal, la mala comida y lasenfermedades. Al final, en esascondiciones extremas, todos estábamosenfermos. Por la noche, cuando secerraban las luces de los barracones, elestruendo de las toses era insoportable,y por la mañana, cuando noslevantábamos, el hedor de los enfermosde disentería, que llenaban sus catres demierda y sangre, inaguantable.

—¿No había ningún momento derespiro? ¿Cómo puede aguantarse toda

esa miseria moral, esa degradación, adiario, sin romperse unodefinitivamente?

—¿Momentos buenos? Los sueños.Cuando el hambre nos dejaba conciliarel sueño por la noche, cuando elestruendo de las toses no nos impedíadormir, o ya no nos importunaba eseinsoportable hedor a carne enferma y amiseria en el que aparecía envuelto cadabarracón, éramos felices. Soñábamosque estábamos de nuevo en nuestrascasas, que abrazábamos a los familiaresque ya no existían, que veíamos el colorde los bosques y de las praderas, queéramos libres de hacer lo que nos diera

la gana, y sufríamos porque sabíamosque luego, por la mañana, cuando tocaralevantarnos bajo el sonido de lossilbatos, los sueños se esfumarían ydeberíamos enfrentarnos de nuevo a lainsoportable cotidianidad.

—Me siento culpable, señor Weis,de remover tanto dolor en su interior.

—El dolor no me lo quito nunca, meacompaña día y noche, como uninsoportable mal de muelas que duraeternamente. No se preocupe. No mehace revivir nada porque lo revivo adiario, desde la mañana, cuando memeto en el plato de ducha y descubro mi

número marcado en la piel. No se sientaculpable, amiga, de algo que forma partede mí —Yehuda Weis fijó sus ojosglaucos en la pared de enfrente, porencima del cabello ondulado y rubio dela periodista Steiger, y prosiguió lanarración—. Durante medio año, unaparte del campo de concentración deAuschwitz estuvo organizado como ungueto. En septiembre de 1943 dostransportes con cinco mil judíos checospartieron desde el gueto deTheresienstadt hacia Auschwitz. En esostransportes no se llevaban a caboselecciones, sino que los presos eranconducidos a una sección aislada del

campo de cuarentena de Birkenau.

Las mujeres, los hombres y los niñosse alojaban en bloques separados, peropodían moverse libremente en esa zonadel campo. Así las relaciones socialesentre los presos seguían siendo posibles.Por esa razón esa zona del campo sellamó «campo de familias deTheresienstadt». Y aquellos judíos eranla envidia de todos los demás, porquevivían juntos hombres, mujeres y niños,porque podían abrazarse. Estabanaparte, segregados, comían mejor,vestían más adecuadamente y no erandestinados a trabajos atroces. Para losdemás resultaba un misterio

incomprensible la existencia de eselugar privilegiado dentro del mismoinfierno, pero pronto salimos de dudas.

Theresienstadt era un falso decoradoque exhibían los responsables delcampo de la muerte a las delegacionesde la Cruz Roja que, de tarde en tarde,se dejaban caer y tomaban nota de quelas condiciones en Auschwitz no erantan inhumanas y degradantes comocontaban. Una gran mentira que no sesostendría por mucho tiempo, además.En las actas de internamiento de aquelgrupo privilegiado figuraba la nota SB,sonderbehandlung, tratamientoespecial, el eufemismo con el que

designaban el asesinato masivo porgaseamiento. A los internados delcampo de familias se les engañabadurante seis meses en cuanto a sudestino, puesto que no sabían nada deesa nota, y creían que, debido al tratorelativamente bueno, iban a mantenersecon vida. Los judíos checos no eranasignados a ningún comando de trabajo,podían recibir paquetes postales, teníanel permiso de escribir cartas, incluso seles exigía que mantuvierancorrespondencia con sus familias porqueeran la cara amable y publicitada deAuschwitz, la que acallaba los siniestrosrumores acerca del matadero.

A pesar del trato preferentemurieron, en el transcurso de los seisprimeros meses, mil ciento cuarentapersonas en aquella sección.Transcurridos los seis meses, el plazoprefijado, el 9 de marzo de 1944, lossobrevivientes fueron asesinados en lascámaras de gas sin ningún tipo demiramiento después de ese interregno deprivilegios. El campo de familias deTheresienstadt ya había cumplido conesa función representativa, justificando alas SS frente al mundo exterior.

—Lo que cuenta resulta de unaextraordinaria crueldad. ¿De qué otrospaíses llegaban remesas de judíos?

—De Hungría. Hasta la entrada delas tropas alemanas en Hungría elgobierno húngaro se había negado adeportar a la población judía a loscampos de concentración. El nuevogobierno, con su jefe pro alemánSztojay, aceptó las exigencias alemanas,concentrando a los judíos en guetos ycampos transitorios para despuésdeportarlos a Auschwitz-Birkenau.Preparativos a gran escala precedieron alos dos primeros transportes, quesalieron el 29 de abril de 1944 deKistarcsa, con mil ochocientos judíos, yel 30 de abril de 1944 de Topolya, condos mil judíos. Los datos los tengo

frescos pues yo era el encargado dehacer anotaciones en los libros de lacontabilidad de la muerte que nuestrosasesinos llevaban con precisiónempresarial, como si aquellas partidascontables de entradas y salidas de sereshumanos no escondieran, tras la frialdadde los simples números, todo un rosariode tragedias.

Los alemanes lo anotaban todo, lofotografiaban todo, porque estabanconvencidos de que nunca tendrían quedar a nadie ningún tipo de explicaciónde sus actos execrables. Tras unainterrupción de dos semanas empezó, el15 de mayo de 1944, la fase principal de

las deportaciones. Hasta el 9 de julio de1944, más de cuatrocientos mil judíosfueron deportados desde Hungría aAuschwitz. Al parecer hubo presionespor parte de los países neutrales y delVaticano, y el regente Horthy prohibióseguir con las deportaciones. En aquelmomento, Alemania no quería que seagravase el conflicto con Hungría, porlo cual renunció a tomar medidasdecisivas. Sin embargo, en agosto de1944, varios centenares de judíoshúngaros fueron transportados desde elcampo para presos políticos enKistarcsa a Auschwitz. Para estarpreparados antes de la llegada de los

dos primeros transportes, se realizaronuna serie de mejoras: los crematoriosfueron reformados y reforzados conarcilla refractaria, las chimeneas, conbandas de hierro. Había que tener apunto la maquinaria mortífera.

Detrás de los crematorios fueronexcavadas fosas muy amplias. Un mayornúmero de presos fue asignado a loscomandos de limpieza, así como a loscomandos especiales. A pesar de ello,estos dos comandos no daban abastoporque eran demasiados los judíos quellegaban con sus correspondientespertenencias. Los judíos húngarostardaban una media de al menos cuatro

días para llegar al campo.

Los vagones estaban tan abarrotadosque no podían respirar. Tampoco se lesdaba de beber porque el exterminioempezaba ya en el viaje. Muchos deellos morían por asfixia o de sed.Especialmente los niños pequeños, losancianos y los enfermos morían debido aestas circunstancias durante eltransporte. La situación era dantesca,por la cantidad de trabajo que seavecinaba y recuerdo a los SSangustiados, estresados, como el obrerode fábrica que está al cuidado de unacadena y no puede despistarse ni unsegundo si no quiere causar un desastre

en la producción. Porque de eso setrataba, querida amiga, de que éramosuna inmensa fábrica de producir muertea una escala jamás vista. Al tratarse detransportes tan numerosos, lasSSseleccionaban a muchos judíos paraenviarlos primero al campo y después ala cámara de gas. Sin embargo, elnúmero de los cadáveres gaseados eratan elevado que los crematorios notenían suficiente capacidad para esasmasas y se estudiaron sistemascientíficos para mejorar la eficacia de laproducción de la muerte.

Descubrieron que si se incinerabancuerpos bien alimentados con cuerpos

desnutridos, la combinación era máseficiente. Se quemaron de tres a cuatrocadáveres en una vez, y se usarondiferentes clases de carbón, registrandodespués los resultados con unaminuciosidad enfermiza. Después, sedividieron los cadáveres en lascategorías de nutridos y desnutridos,siendo el criterio la cantidad de carbónnecesaria para reducirlos a cenizas. Asíse estableció que el procedimiento máseconómico y que ahorraba máscombustible sería quemar los cuerpos deun hombre bien alimentado y una mujerdesnutrida, o viceversa, junto al de unniño porque con esa combinación, una

vez hubieran prendido, los cuerposseguirían quemándose sin necesitar máscarbón. Todo era una cuestión deeconomía, de racionalizar gastos, yestábamos hablando del exterminio deseres humanos. Los crematorios,científica-mente planeados, deberíanhaber podido hacer frente a todo elproyecto, pero no podían, estaban alborde del colapso. El complejo teníacuarenta y seis nichos de hornos, cadauno con capacidad para entre tres ycinco personas. La incineración en unnicho duraba una media hora. Llevabauna hora al día limpiarlos. Así, enteoría, era posible incinerar unos doce

mil cadáveres en veinticuatro horas,cuatro millones trescientos ochenta milal año. Cifras, malditas y perversascifras y un ratio de productividadespantoso. Pero los bien construidoscrematorios fallaron en varios campos, ysobre todo en Auschwitz en 1944. Enagosto, el total de incineracionesalcanzó un pico de veinticuatro mil aldía, pero aun así había un cuello debotella.

Las autoridades del camponecesitaban un método de eliminaciónde los cadáveres, económico y rápido,así que de nuevo cavaron seis enormesfosas tras el Crematorio Cinco y

reabrieron antiguas fosas cavadas en elbosque. La necesidad de una eficiencia agran escala para hacer frente al enormenúmero de cadáveres producidos por lascámaras de gas, llevó al diseño yconstrucción de nuevos crematorios, y lacapacidad diaria subió de seiscientoscuarenta y ocho cadáveres al día a diezmil, pero se tuvo que recurrir a veces agrandes piras y fosas para deshacerse delos montones de cadáveres, pues contanta actividad los hornos empezaron afallar. El Crematorio Cuatro se averiótotalmente después de un breve períodode funcionamiento, y hubo que cerrar elCrematorio Cinco de vez en cuando. Los

cadáveres se iban amontonando, deforma que terminaron apilándolos enhogueras dentro de unas fosaspreviamente excavadas, donde eranquemados. Para acelerar este proceso,fueron excavadas zanjas alrededor delas hogueras, en las que escurría la grasade los cadáveres, y la incineración enfosas se convirtió en el método principalde eliminación de cadáveres. Las fosastenían canalizaciones en un lado querecogían la grasa humana. Para mantenerlas fosas ardiendo vertíamos aceite,alcohol y grandes cantidades de grasahumana hirviendo sobre los cadáveres.Esa grasa se vertía sobre los montones

de cadáveres, para que ardieran mejor ymás rápidamente.

Nosotros, loskapos,al mando denuestros batallones de trabajo,deambulábamos por aquel siniestroescenario que hedía a muerte sininmutarnos, mirando sin ver, escuchandosin oír, la magnitud de aquelApocalipsis. Los SS estaban realmenteenloquecidos con tantísimo trabajo. Lasimágenes de barbarie de las que fuitestigo son difíciles de reproducir. Untipo grueso de las SS, un verdaderocerdo que aún lo parecía más al lado denuestros escuálidos cuerpos, seemborrachaba en medio de aquel atroz

espectáculo de pirámides de cuerposardiendo y se divertía arrojando convida a niños pequeños o ancianas a lagrasa hirviente o al fuego. Los gritoseran espantosos, pero lo peor de todo, loque me corroe el estómago, para lo queno hallo explicación y me demuestra lomezquino y miserable que soy, es queyo, que estaba cerca de ese monstruoseboso que se divertía quemando viva ala gente, por placer, por oírlos gritar yretorcerse de dolor en la gran hoguera,no fuera capaz de saltar sobre él,morderle, matarle. El instinto desupervivencia me mantenía quieto,vergonzosamente pasivo, cómplice de

aquella locura.

Yehuda Weis suspiró, cerró losojos, se llevó los dedos a los labiosresecos, se estremeció de llanto secomientras temblaban sus rodillas, sejuntaban, se entrechocaban.

—Para calmar a los parientes de losdeportados y también al resto de lapoblación húngara que se habíapercatado del hecho de que un grannúmero de personas de repente habíadesaparecido, los húngaros reciénllegados tenían que enviarles una postalcon el siguiente texto: «Estoy bien».

Como remitente debía figurar el campode trabajo de Waldsee, que solo existíaen la imaginación de la Gestapo delcampo. También aquellos, que eranenviados directamente del tren a lacámara de gas, recibían postales en lascabinas de los crematorios con la ordende escribir a casa. Los muertosescribían sus últimas cartas y losfamiliares se mantenían en el engaño depoder abrazarlos algún día.

—Y también hubo gitanos.¿Recuerda su llegada? De los gitanossolemos olvidarnos siempre.

—Sí, el dolor parece ser también

una cuestión de estadística. Las otrasetnias y grupos sociales exterminadospor el nacionalsocialismo pasandesapercibidos ante el Holocaustojudío. Andábamos perdidos en las cifrasdel horror y no valorábamos que cadamuerte era la pérdida de un serirreemplazable, que cada ser humano esuna compleja construcción desentimientos, emociones y recuerdos.Los gitanos, claro que me acuerdo deellos. Mi misión de kapo era la derecibir a todos los aspirantes a morir enla fatídica estación de tren. El 16 dediciembre de 1942, Himmler dio laorden de internar a todos los gitanos,

dado que debían ser exterminados aligual que los judíos. El 26 de febrero de1943 llegó a Auschwitz, organizado porel RSHA, el primer transporte degitanos, al que siguieron mástransportes. Los gitanos no eransometidos a ninguna selección a sullegada. El campo de los gitanos era uncampo de familias, es decir, que lasfamilias al completo eran enviadas a esasección del campo. Se trataba de gitanosde todo Centro Europa; en poco tiempohabían sido deportados a millares.Algunos de los transportes, sin embargo,eran enviados a su llegada directamentea las cámaras de gas. En su mayoría se

trataba de transportes procedentes delEste, con síntomas de una presuntaepidemia, por lo que eran enviadosdirectamente a las cámaras de gas. LasSS les prometían que solo iban apermanecer transitoriamente en elcampo, para después establecerse en unnuevo territorio en el Este. Debido a lascondiciones de vida catastróficas en elcampo y al mal trato por parte de lospresos alemanes, la mayoría de ellosmoría en el campo. Cuando en el campode los gitanos se declararonenfermedades contagiosas,especialmente el tifus exantemático, lospresos de dos bloques fueron gaseados

para evitar la propagación de laepidemia. En la primavera de 1944 lasSS empezaron a desmantelar el campode los gitanos. Los hombres y mujerescapacitados para trabajar fueronenviados a Alemania. Todos los demás,alrededor de tres mil personas, fuerongaseados la noche del 6 de agosto de1944 —hizo una pausa, se humedeciólos labios y esbozó una sonrisa—. Perotambién había lugares no tan terriblesdentro del campo, como Mexiko que,junto con Kanada, era el mejor destinoposible. En la última fase de la guerra,la industria armamentista reclamabacada vez más mano de obra; aquellos,

que en la selección, a su llegada, habíansido calificados de capacitados para eltrabajo, eran trasladados al campoMexiko. Este sector del campo deconcentración, en Auschwitz-Birkenau,todavía no estaba terminado. Allí lospresos tenían que permanecer hasta queeran enviados en un segundo transporte auno de los campos de trabajo. Ya que noiban a quedarse en Auschwitz, a estospresos no les era tatuado el número deregistro. En el nuevo sector del campose daban las mismas condiciones devida, tan inhumanas y con las mismasconsecuencias devastadoras, que en unprincipio habían sufrido también en el

campo de mujeres de Birkenau y mástarde en el campo de los gitanos. Lacarencia de las instalaciones higiénico-sanitarias más imprescindibles y la faltade agua eran las causas principales deuna tasa de mortalidad muy elevada. Enla jerga del campo denominaron estenuevo sector Mexiko. Los internados norecibían las habituales ropas y mantasdel campo, sino aquellas mantas de lasque habían sido despojados losdeportados del campo Kanada. Cuandolos internados de este sector del campose movían apretujados con sus mantas,esa imagen multicolor evocabaasociaciones con México. De ahí venía

el nombre.

—Hubo un tren con niños. Háblemede ese transporte.

—Sí. El tren de los niños. No erauna novedad. En cada tren llegabanniños y madres que eran enviadosdirectamente a las cámaras de gasporque no eran productivos. Aquellosniños a los que las SS perdonaban lavida, se convertían primero enaprendices de albañil en la construcciónde los crematorios en Birkenau.

Ya que la alimentación no erasuficiente para realizar estos trabajostan duros, sufrían de desnutrición. En

1943, concluidos los trabajos enBirkenau, los muchachos de la escuelade albañilería fueron trasladados aAuschwitz I donde fueron asesinadoscon inyecciones de fenol. Muchos niñosse encontraban de continuo en el campo,en los bloques y en los comandos detrabajo, donde tenían que ejercer depeones. Habíakaposalemanes queabusaban de los muchachos parasatisfacer sus instintos más perversos,agravados por su larga estancia en elcampo. Los sodomizaban, los violaban,los embrutecían. A partir de 1942, losniños procedentes de todas las zonasocupadas fueron deportados a

Auschwitz. En general los niñospequeños eran asesinadosinmediatamente por ser demasiadodébiles para trabajar. Si durante laselección, una madre llevaba a su hijoen brazos, los dos eran enviados a lacámara de gas, porque en estos casos secalificaba a la madre de no capacitadapara trabajar. Si era la abuela la quellevaba al niño, era ella la asesinadajunto al niño —su voz se truncó y lapausa se alargó mientras cogía aire—.Pero peor era la vida que esperaba a losque se salvaban de la cámara de gas.Duele ver a un adulto, a una mujer, a unanciano maltratado, desnutrido, pero ver

a niños moribundos sacudía laconciencia anestesiada de quieneshabíamos sido testigos de toda clase deinhumanidades.

Cierro los ojos y puedo ver esehorror incalificable. Los niños, al igualque los adultos, estaban en los huesos,sin músculos y sin grasa, y la piel fina sedesollaba en todas partes sobre loshuesos duros del esqueleto,inflamándose y convirtiéndose enheridas ulcerosas. La sarna cubría porcompleto los cuerpos desnutridosextrayéndoles toda su energía. Las bocasestaban carcomidas por profundasúlceras, que ahuecaban las mandíbulas y

perforaban las mejillas como un cáncer.En muchos casos, y debido al hambre, elorganismo, que se iba descomponiendo,se llenaba de agua. Se hinchaban hastaconvertirse en una masa deforme, que nopodía ni moverse.

La diarrea, sufrida durante semanas,corrompía sus cuerpos indefensos, hastaque al final, debido a la pérdidacontinua de sustancia, no quedaba nadade ellos. Los veía vagar por el campo,como fantasmas, con los ojos fuera delas órbitas y ¿sabe qué es lo quedeseaba para ellos? Una muerte rápida,que uno de esos asesinos de uniforme ybotas relucientes que se paseaban junto

a esos fantasmas a los que se les habíanegado la parte de la vida más hermosa,el sueño de la infancia, les disparara enla cabeza y acabara con su agonía. Perono lo hacían, no, porque un pellejomaloliente y repugnante que sedescomponía mientras se arrastraba porel lodo del campo no merecía unasimple bala del Tercer Reich.

Se hizo un nuevo silencio, palpable,mientras la luz escasa que iluminaba lahabitación parecía apagarse como lamisma vida. Eva observó el rostrodemacrado de Yehuda, los ojoshundidos, la nariz afilada, la puntiagudabarbilla, la piel cetrina y fina que a

duras penas cubría los huesos de la cara.Quiso hablar pero no le salió la voz,tembló a punto de descomponerse, cerróuna y otra vez los ojos para cortar el ríode lágrimas que pugnaban por recorrersu cara. Faltaba aire en esa habitación.O el aire era espeso, irrespirable.

—El tren de los niños. Usted quieresaber lo que pasó. Aquel tren venía deCracovia y los niños lloraban al bajardel tren después de varios días sincomer ni beber. Y allí estaba el oficialque me salvó la vida, que asesinó a mimadre y a mi hermano, al que debía deodiar y estar agradecido al mismotiempo, dirigiendo el pelotón de

soldados, cogiendo a los niños por laspiernas como si fueran meros conejos yarrojándolos al interior del camión antelos gritos desgarradores de las madres.Habíamos visto de todo, señorita, peroaquella atrocidad nos superó: no semaltrata a los corderitos ni a losterneros de la forma que yo vi quehacían con aquellos críos. Las criaturasvolaban por los aires y se desintegrabancontra el camión con un chasquidohorroroso de sus huesos. Eso se tieneque oír, no es posible que se lo imagine.Aquel día la nieve de Auschwitz sevolvió roja por la sangre de miles deinocentes. Y durante semanas seguí

oyendo aquellos gritos, los de lasmadres y sus hijos, mientras se ahogabanen las cámaras de gas. Fue espantosoamontonarlos en las carretillas,llevarlos al crematorio. Yo no podíamirar, cerré los ojos. Las mujeresabrazaban los cuerpos de sus hijos, lostenían entre sus brazos, para protegerlos,como si quisieran de nuevo meterlos ensus úteros. ¿Se lo puede imaginar? No,claro que no. No éramos humanos, noshabíamos vuelto locos.

Eva Steiger se quedó un momentosin aire. Se sintió mareada y dio graciasa que estaba sentada en esa dura silla demadera. Tragó saliva y respiró hondo.

Tuvo que luchar para que las lágrimasno reventaran sus ojos y anegaran susmejillas. Tomó aire y volvió a hablar,esforzándose porque su voz saliera de suboca clara, sin temblor, pero se leestrangulaba en la garganta, se escuchóella débilmente ese tono mortecino yagónico de sus palabras. Irak le parecióel paraíso.

—Hábleme de la revuelta delossonderkommandos.

—No fue nada heroico. ¿Quéperdíamos? Nada. Nuestra vida no teníaningún sentido, aunque el instinto animalnos animaba a sobrevivir. Había presos

que estaban dispuestos a crear unaresistencia, no lo hacían de formaindividualizada, porque una personasola no tenía casi ninguna posibilidad.En el campo de concentración seformaban grupos por nacionalidades, obien por opiniones políticas similares.Había que cumplir con dos condicionesimprescindibles para poder formar laresistencia: ocupar los puestosimportantes con personas de confianza yun servicio de información de los presosque funcionara bien. El trabajo ilegal secentraba en la ayuda a la fuga y laplanificación de las revueltas armadas.Llegó un momento que presentimos que

nuestro fin estaba próximo. Los avionesaliados sobrevolaban el campo deexterminio, pero nunca lobombardearon. ¿Por qué? Quizáconsideraron que los nazis les estabanahorrando un trabajo sucio, es unpensamiento horroroso que me viene ala cabeza. ¿Por qué no arrasaron elcampo de exterminio?

No nos importaba morir a cambio deeso. Pero no lo hicieron. El número deinternados por entonces se elevaba aciento cincuenta y cinco mil personas ylas SSempezaron la evacuación delcampo, señal que nosotros intuimoscomo el principio de nuestro fin.

Estábamos convencidos de que nosotrosseríamos los próximos en ser gaseadosante la inminencia del fin de la guerra yorganizamos en silencio la revuelta. Ungrupo de jóvenes mujeres judías, querealizaban trabajos forzados en lafábrica de municiones Unión enAuschwitz, nos suministraronclandestinamente, durante medio año ybajo condiciones muy difíciles, pólvora.La pólvora era entregada a un miembrode la resistencia que trabajaba en elalmacén de ropas, que a su vez laentregaba al sonderkommando. Habíamuchísimo odio acumulado en cada unode nosotros cuando el 7 de octubre de

1944, por sorpresa, lossonderkommandos del campo deconcentración de Auschwitz-Birkenau,unos cuatrocientos judíos principalmentehúngaros y griegos, atacamos a los SSque nos vigilaban mientras limpiábamoslas cámaras de gas de la porquería de laúltima remesa de víctimas. No se loesperaron. Con palas, picos, hachas,acabamos en pocos momentos concuatro de aquellos verdugos nazis. Sentí,Eva, verdadero placer en matarlos, enencarnizarme con sus cadáveres, enmeterlos en los hornos crematorioscuando estaban agonizando y oír susgritos horribles cuando los devoraba el

fuego, aún con vida. Pensé en mi madre,en mi hermano, en los miles de niños, enla muchacha polaca cuando descuarticécon el hacha a uno de aquellosmiserables uniformados que gritabaaterrorizado que no le matara, al que sele abrían los esfínteres, que se convertíaen un animal despreciable que a todacosta quería salvar su vida. Ese alemánno tenía las botas limpias, ni el cascoreluciente: murió envuelto en su propiamierda, sobre una mesa, me libré de suhedor empujándole con mis propiasmanos hacia el horno. Después volamosla cámara de gas del Crematorio Cuatroe intentamos huir. Durante unas horas

volvimos a sentirnos dignos. Dignosmatando a nuestros verdugos,incendiando y destrozando los hornoscrematorios. Aquella violencia nosdevolvía ilusoriamente la libertad porunos instantes muy breves.

Ahora eran los ojos de Eva,silenciosa, los que poco a poco ibanabriéndose y era su cuerpo el que seestremecía ante el relato mientras lacinta, neutra, seguía su devenir en elinterior del magnetófono.

—Nos hicimos con algunas de susarmas, nos enfrentamos fuera de losbarracones con los guardias de las SS,

pero terminaron aplastándonos yaplicándonos un castigo ejemplar. Latreintena que sobrevivió fue obligada atenderse en el suelo, sobre la nieve quenos quemaba la cara y las manos, y eloficial de las SS, el que me salvó alllegar,Cara de Ángel, volvió a salvarmeotra vez, al disparar contra quien estabatumbado a mi derecha y hacer lo mismocon el que estaba a mi izquierda. Mesalvó, ese mal nacido, y me condenó depor vida, porque yo ya no quería vivir,yo era una piltrafa moral y física, unaescoria humana. En cuanto a nuestrasheroicas cómplices, fueron descubiertastras exhaustivas investigaciones de la

Gestapo del campo de Auschwitz queaveriguó que la pólvora procedía de lafábrica Unión. Las cuatro mujeresinvolucradas fueron torturadas durantevarios días, pero no traicionaron a losmiembros de la organizaciónclandestina. Fueron ahorcadas el 6 deenero de 1945, tres semanas antes de laliberación del campo de Auschwitz porlos soldados del ejército soviético. AlaGertner, Roza Robota, ReginaSafirsztajn y Estucia Wajcblum sellamaban. Nada de aquella época, ni unsolo nombre, escapa a mi memoria, y encambio olvido lo que hice ayer.

—Y llegó la liberación.

—Ya en noviembre de 1944Heinrich Himmler ordenó eldesmantelamiento de las instalacionesde exterminio y la destrucción de lascámaras de gas y de los crematorios.Las cámaras de gas habían cesado sufuncionamiento meses antes.

Comenzó la evacuación deAuschwitz y de los campos adyacentescuando empezaba a verse que la guerraestaba perdida por Alemania. Losaviones aliados seguían pasando porencima de nuestras cabezas con ciertafrecuencia y rezábamos, inútilmente,para que arrojaran sus bombas sobre elcampo de exterminio, aunque eso

supusiera nuestro fin. Deseos vanos:Auschwitz no merecía una sola bombaaliada. A través de las radiosclandestinas, que habían fabricadovarios prisioneros, nos llegaban noticiasdel desembarco de Normandía, laofensiva rusa y el atentado frustradocontra Hitler. Sabíamos que el fin estabacerca pero nos producía una inmensaangustia que no pudiéramos verlo connuestros propios ojos, que nosliquidaran antes. Algo cambiósustancialmente en el campo deexterminio y fue la forma de mirarnos delos SS y hasta de los propios disidentespolíticos alemanes encerrados: por

primera vez sentimos que nosotroséramos la amenaza para ellos, y no alrevés, que la tortilla se daba la vuelta, ylos alemanes, unidos los verdugos y suspresos, sentían sobre sí el impacto delas bombas que arrasaban sus ciudades.

Empezamos a ver en los rostrosaltaneros de nuestros guardianes elfantasma del miedo y la derrota; dehéroes, por encima del bien y del mal,pasaban a asustadizos soldados enretirada e intuían que tendrían que darrazón de sus crímenes execrables. Peronos temíamos una huida hacia delantemientras el Tercer Reich sedesmoronaba, que los zarpazos de la

fiera agonizante nos alcanzaran. Lospresos que todavía eran capaces dedesplazarse por su propio pie fueronenviados a la marcha de lamuerte hacia el oeste, cincuenta y ochomil prisioneros de los que quince milmurieron. Dejaron Auschwitz envagones de trenes abarrotados que notenían techo y recuerdo que nevaba deuna forma intensa. Después de unasemana aquella gente comenzó a morir,lo que era un plus inaguantable decrueldad teniendo en cuenta la cercaníadel fin de la guerra. La últimacontabilización arroja un saldo desesenta y seis mil veinte internados en el

campo de concentración de Auschwitz,incluidos los campos adyacentes.Recuerdo la tarde que Cara deÁngel me llamó a su oficina.

Estaba nervioso, entrecerraba susojos azules y el color sonrosado de susmejillas se había vuelto grisáceo. Por unmomento temí que fuera a dispararme yseguramente lo pensó porque tenía suLuger en la mano y me miraba a mímientras me decía que aquello llegaba asu fin, que se iba. «¡Te salvé la vida!»me gritó. Debía de estar loco porque lecontesté que no era ningún favor la vidaque me había regalado, que le odiabaprofundamente, que era un vulgar

asesino y un cobarde. Abandoné sudespacho esperando oír el estampido desu pistola que me indicara mi muerte.No hizo fuego contra todo pronóstico.Imagino que las circunstancias, el hechode perder esa guerra que nunca pensaronque perderían, le bloquearon. Sí,llegaron los rusos el 27 de enero de1945 cuando los SS huyeron del campode concentración olvidándose dematarnos. La derrota los desconcertaba,les hizo perder su eficacia asesina.

Cuando el campo fue liberado habíaen él siete mil prisioneros, la mayoríaenfermos y casi muertos de hambre. Losnazis destruyeron el campo de

concentración parcialmente y huyerondel Ejército Rojo. Y aquellos soldadossoviéticos miraban incrédulos todo elhorror que descubrían allí dentro. Fumémi primer cigarrillo en cinco años demanos de un tovarich, el primercigarrillo de mi vida, y fui liberado,volví a mi pueblo con veintitrés años, ami casa, para ser despreciado de nuevopor mis vecinos que me creían muerto ya quienes molestaba por mi insolenciade haber sobrevivido. Allí estaban, Eva,los que miraron a otro lado cuando vinoa buscarnos aquella noche de 1940aquel camión que nos llevó al infierno, yen el infierno sigo, sin salir de él.

—Hay una pregunta que todos losrepresaliados suelen contestar de formamuy comedida, buscando lopolíticamente correcto. Usted no olvida.

—No podría aunque quisiera. Mimayor deseo sería ser amnésico, borrarde mi mente todo ese espantoso período.

—¿Siente odio, deseos de venganza?

—Una de las pocas satisfaccionesque tuve fue ver a Hoess ahorcado en1947 frente a su casa de comandancia deAuschwitz, donde vivía con su esposa ydos hijas. Testifiqué contra él en eljuicio. No destacaba por su crueldad,me refiero a que no tomaba parte en esa

orgía de sangre y muerte directamente,pero la diseñó, montó esa cadena deproducción letal y no se planteó nuncasus consecuencias. Era un verdaderomonstruo, yo creo que ya estaba muertocuando le ejecutaron. Cuando lemataron, sin su cuidado uniforme,parecía otra persona, alguien normal ycorriente, que no impresionaba, ycostaba pensar que ese individuo habíasido el responsable de tantos millonesde muertes, de haber multiplicado eldolor por media Europa.

Pero fue una vida, un puñado devidas, por millones inmoladas. ¡Es tanenorme la desproporción! Pero es que

no había un castigo proporcional aaplicar, era impensable e imposible a noser que se les aplicara tormento por laeternidad. Si lo que me pregunta es sime sentí satisfecho, si la ejecución deHoess supuso algún bálsamo para mí, lediré que no. ¿Puedo estar tranquilosabiendo que siete mil miembros de lasSS implicados en crímenes de guerraandan sueltos y alardean de susatrocidades en las reuniones del NPD?No lo estoy.

—¿Se casó, señor Weis? —preguntó, inopinadamente, Eva Steigerdespués de un silencio.

—E hice desgraciada a mi mujer,que se suicidó incapaz de soportar midolor.

Estoy condenado a permanecer solo.

—Perdone, no lo sabía. Lo siento.

—Es una anécdota más. Y aquíestoy, a pesar de todo, renuente amarchar, obcecado en vivir aunque no sépor qué. Quizá Yahvé me tengapredestinado para alguna causa —sedetuvo y se hundió los dedos de ladiestra en las cuencas de sus ojosapagados—. ¿Sabe una cosa? Me duelehaber sobrevivido, me siento culpablepor ello. Esta sociedad no quiere

víctimas, se alía más bien con losverdugos que con los que sufrieron, delmismo modo que se huye de losenfermos, de los moribundos, de lospobres. Somos testigos molestos de lamayor atrocidad cometida por elhombre, somos la negación de laexistencia de Dios, porque si hubieraexistido no lo habría permitido. ¿No locree? En ese espantoso lugardesaparecieron muchos amigos,familiares, cuyos cadáveres quizá tuveque acarrear hacia los crematorios. Y leaseguro que Dios no estaba allí, quetambién miró hacia otro lado como elresto de esa humanidad que ahora se

acuerda de nosotros pero entonces seolvidó por completo.

—Bueno —dijo Eva, suspirando,pulsando la tecla de off de la grabadoray alzándose de su silla—. Creo que yatengo material suficiente. Pondremos suvoz a una silueta que simulará ser ustedy fotos fijas de archivo de Auschwitz.Ha sido, señor Weis, muy amable y útil.Le estoy infinitamente agradecida y mássabiendo lo que ha supuesto para ustedresucitar todo ese horror.

Pese a las protestas a que no lohiciera, Yehuda Weis, renqueante,acompañó a Eva Steiger.

—¿Por qué no ha querido salir enimagen? —fue la última pregunta, ya conla puerta abierta y la mitad del cuerpoen el descansillo de la vieja y fría casade la Karlsruestrassen.

—Por pudor, por infinita vergüenza.No por miedo. Nadie de los que pasaronpor mis manos vivió, Eva, y esa es micondena de todas las noches, el recuerdoque no me deja dormir. Aún oigo losgritos de las madres y de sus hijos, y aúnhuelo a la mierda de la miseria. Novivo. Mi vida acabó aquella noche de1940, cuando el camión fue a por mí.Ese día murió Yehuda Weis. El resto esun inútil purgatorio.

Capítulo 8

Durante una semana Eva Steigerpermaneció encerrada en su apartamentode Múnich escuchando la grabación dela entrevista que había efectuado aYehuda Weis para la ZDF. Una y otravez la voz cansada del supervivientejudío narraba su pormenorizada vida enel infierno y sus palabras provocaban enla periodista una sensación de angustia yasco hacia sí misma como componentede esa condición humana que habíaalcanzado aquellos límites deaberración inimaginables. Eva, cuando

ya no podía, cuando notaba un ahogovital, paraba la grabadora, estiraba losbrazos, recorría el pasillo, abría sunevera, bebía agua y regresaba. Hacíatres días que la comida escaseaba y quela periodista de la ZDF se habíaolvidado de la compra. No bajaba a lastiendas del barrio, no pisaba la calle.Puso de nuevo la grabadora en marcha.Durante la entrevista con Yehuda Weishabía hecho acopio de su aplomo y sehabía mostrado profesional y fría. Ahorasencillamente no podía, no quería. Lasecuencia de las atrocidades cometidaspor sus compatriotas sesenta años atrásle producía mareos, le revolvía el

estómago, porque por mucho que serastrease en la historia de la humanidadno se podía encontrar monstruosidadsemejante, nada equiparable. AquelHolocausto infame no había sido la obrade un loco solitario sino la gestamaléfica de todo un pueblo enloquecido.Pete interrumpió con un timbrazo en lapuerta sus sombríos pensamientos. Evase ajustó el albornoz y fue a abrir.

—¿Por qué no coges el teléfono?

—¿Has llamado? No me he dadocuenta.

—¡Llevas dos días sin cogerme elteléfono! —chilló mientras seguía a la

menuda periodista por el apartamento ydesembocaban en la habitación en dondela voz cansada de Yehuda Weisrememoraba el infierno.

—¡Joder! —exclamó furioso—.¿Aún sigues con eso? Te va adesequilibrar, querida. Deberías hablarcon un psiquiatra. Te estás jodiendo,querida Eva.

—La jodió todo el pueblo alemán —respondió con furia.

—Es el pasado.

—Que no conviene olvidar.

—No puedes involucrarte tanto en lo

que haces. No es bueno para tu mente.Ya te sucedió en Irak. Y te trasladaron.

—Lo de Irak era un juego de niños—se sentó en el sofá y detuvo lagrabadora—.

Mira Pete, creía que estaba curtidaen esta profesión, pero una nunca loestá. Irak es espantoso, es un infierno, esuna locura en donde mueren a diariodecenas de personas a manos de esosputos marines mascadores de chiclesque disparan contra todo lo que semueve o esos sanguinarios terroristasque se van al cielo con su yihad.

He visto de todo allí. Cuerpos

reventados, padres abrazando losdespojos sangrientos de sus hijos,soldados prepotentes subidos en susblindados. Me han disparado. ¿No te loconté? Pasamos muy despacio por uncontrol americano y esos subnormales,porque se asustaron, nos acribillaron.Salí viva de milagro. Una periodistatiene que ser neutral, Pete, su deber esinformar de forma imparcial sin poneropinión en lo que narra, pero haysituaciones en que eso es muy difícil.Este trabajo sobre Auschwitz eshorriblemente difícil —su voz se truncó,suspiró, tomó aire para seguir—. Nuncahabía hablado al mismo tiempo con una

víctima y un verdugo, y nunca habíaexperimentado tantísima rabia en elcuerpo, tantísimo odio. ¿Por qué elhombre es tan atrozmente malo?

Pete la miró a los ojos.

—Todo hombre lleva dentro unabestia. Esa bestia permanece agazapadahasta que alguien le da la orden, leanima a que salga. Imagínate quepremian los malos instintos. Imagina queestá bien visto asesinar. Que saltan porlos aires todas las normas deconvivencia, que se da rienda suelta atodos los odios atávicos. Que el mal notiene castigo sino premio. Eso fue lo que

sucedió con el Tercer Reich. Pero no ledes más vueltas. Nada puedes cambiar ylo que haces es justamente todo lo quepuedes hacer. Ahora —dijolevantándose y cogiendo una de susmanos— en lo que debes pensar es ensalir de este encierro monacal y venirconmigo a tomar una buena cerveza,señorita Steiger, y olvidar a tu YehudaWeis y a ese asesino en serie de GünterMeissner que no son personajes de estemundo sino del pasado y sobrevivenúnicamente en sus recuerdos.

Fueron al restaurante CaféGlockenspiel, situado en la mismaMarienplatz.

Condujo Pete el coche. Durante eltrayecto Eva Steiger no cesaba dehablar.

—Estaba pensando en cuando seunificó Alemania, aquella maravillosafecha de la caída del muro de Berlín, enla que Alemania era una fiesta, y en queno todo el mundo estaba alegre.¿Recuerdas algunas voces disonantes?

—Pues yo creo que no. Aquello fuecomo una kermesse. Todos saltábamosde alegría ante un momento histórico deuna importancia enorme. Hasta túlloraste, querida, en la puerta deBrandemburgo. ¿No te acuerdas ya?

—Fue una explosión momentánea desentimentalismo. Pero no era de eso delo que te quería hablar, Pete. Se mequedó grabada la frase que pronunció undestacado intelectual alemán en un foroinformal con periodistas, escritores yartistas gráficos.

Dijo que una Alemania unida era unaAlemania fuerte; y la historia enseña queuna Alemania fuerte es una amenazapara sí misma y para el mundo. Esafrase, Pete, me vuelve ahora a la cabeza.No podemos olvidar nuestro pasado,tenemos que vivir con esa culpa.

—Eso es alarmismo infundado,

querida. Para eso se hizo la UniónEuropea, que es un pacto económico,pero es también un pacto de no agresiónentre potencias. No puede haberamenaza si existe el eje franco-alemán,si los enemigos del pasado caminancogidos de la mano.

—¿Alarmismo? Toda la generaciónliteraria de la posguerra, laTrümerliteratur, la literatura de lasruinas, como la llamó Heinrich Böll, ytoda la generación intelectual que habíaparticipado en el 68, se pronunciaron encontra de la unidad.

Günter Grass dijo: «Auschwitz

debiera haber hecho imposible launificación». Lo que debía impedir laañorada unificación era nuestraresponsabilidad por el Holocausto.

La división de Alemania era un justocastigo por nuestro insensato pecado.

—Pero querida Eva: no podemosestar toda la vida pidiendo perdón.¿Cuánto va a durar esta penitencia?

—No, Pete. No hay penitenciaposible. No hay castigo que puedacompensar la balanza en donde secoloque el peso del horror que desató elpueblo alemán.

—No todos fueron culpables, Eva.

¿Olvidas que Alemania tenía el másimportante partido comunista deEuropa? También fueron asesinados enesos campos los opositores políticosalemanes.

—¡Claro que eran todos culpables!—chilló Eva aprovechando que elautomóvil se había detenido en unaintersección—. No me sirven los quedicen que no supieron, no se enteraron.Se sabía. Se sabía qué era elnacionalsocialismo, el veneno infameque llevaba en su seno, hacia dóndederivaría esa ideología de odio. Losúnicos inocentes de esa barbarie fueronlos alemanes que por sus ideas

perecieron en los campos de exterminio,pero los otros no, los activos y lospasivos, los indiferentes, todos sonculpables. Tu padre, el mío.

—No puedes juzgar una épocapasada, querida, desde el presente,porque te falta no solo el contextopolítico e histórico, sino el emocionalque es mucho más difícil decomprender. El nacionalsocialismo erauna especie de secta satánica, cerrada,con sus ojos y oídos extendidos entre lapoblación. Disentir era sencillamentemorir. No puedes reclamar que todo unpueblo se convierta en héroe.

Ni siquiera puedes asegurar cómohabrías reaccionado ante toda esabarbarie, si también hubieras miradohacia otro lugar.

—Fuimos unos infames cobardes,Pete.

—Pero por lo menos hay unsentimiento de reparación ahora. Para unsector de la sociedad alemana la cargapsicológica del Holocausto es tanta quetodo lo que sea judío o suene a talacarrea de inmediato un reflejo culpabley un deseo de subsanar la barbariecometida. Y eso que tenemos presente loque están haciendo los judíos con los

palestinos, convirtiéndose enmaltratados que maltratan. Está bien.Quizá debamos vivir para siempre conese sentimiento de culpa, quizá debamossentir vergüenza, y no orgullo, por seralemanes. Estamos orgullosos de nuestracultura, de nuestros pensadores,literatos, músicos, pero esa cultura fueincapaz de frenar ese delirio diabólico.¿Qué hay que hacer para expiarlo todo?¿Cuántos billones de euros sonnecesarios? ¿O hay que derramar sangrepara compensar esa balanza de horror?

Consiguieron una mesa junto a losventanales, con vistas al Ayuntamiento.

Dentro de ese local clásico yacogedor, en donde el tiempo aparecíadetenido, reinaba una agradabletemperatura. Eva acarició la robustamesa de madera a la que se sentaron ymiró a través de los cristalesesmerilados hacia el exterior. Una finacapa de nieve y sal cubría el suelo de laMarienplatz por donde los muniquesesse desplazaban envueltos en sus abrigosde pieles y escupiendo vaho por la boca.Los rastros de la Navidad habíandesaparecido, pero persistía ese fríogélido que duraría hasta bien entradomarzo. Pidieron dos copas de Ebbelwei,la sidra de manzana, y un plato de

salmón ahumado. Eva bebió, pero nocomió a pesar de la insistencia de Pete.

—Creo que has perdido cinco kilos,amiga, desde la última vez que te vi. ¿Ytu pecho?

—A la mierda mi pecho, Pete. Meimporta un bledo todo.

Pete se llevó a la boca una tostadade pan negro de cebada untada demantequilla y pescó con el tenedor unatira de salmón traslúcido. El hermosorestaurante se había llenado. La últimamesa, céntrica con respecto a la suya, laocuparon dos parejas de jóvenesruidosos que dejaron sus chaquetas de

cuero sobre los respaldos de sus sillas.

—Pertenecemos a una generación deestudiantes alemanes occidentales queestoy seguro que es la mejor informadasobre el pasado nazi. En mi colegio, ysupongo que en el tuyo, recibimoscursos especiales y detallados sobre elperíodo negro y sus consecuencias parano olvidarlo, cada uno tuvo que trabajarsobre el Holocausto más de una vez. Ybien, mi abuelo tuvo la culpa, seguro, mipadre sería un cobarde, como el tuyo,pero ni tú ni yo tenemos que ver nadacon esa mierda a no ser que el mal seagenético y se transmita a través de lasangre.

—Pero pese a la vigilancia delgobierno, los patéticos neonazisasesinaron en 2000 en Dessau a unmozambiqueño por serlo. En julio deese mismo año una bomba estalló en unaestación suburbana de Dusseldorfhiriendo a diez extranjeros, de los queseis eran judíos. ¿Está la Alemaniaunida provocando una revitalización delfascismo?

—No, no lo creo. Además todos losataques que citas han ocurrido en la exAlemania oriental.

—¿Y qué? ¿No son alemanes losvosis?

—Son alemanes muy especiales enalgunos casos, Eva, hartos de la botasoviética y proclives, por lo tanto, acoquetear con el otro extremo. ¿Cuálesson los países más proamericanos de laUnión Europea? Los del Este de Europaque ven a George Bush poco menos quecomo su salvador.

Las dos parejas que se habíansentado próximas a la mesa queocupaban Eva y Pete empezaron acantar. Empezaron los muchachos, convoces marciales, y siguieron las chicas.Quizá la euforia era debida a los efectosde la dulzona Ebbelwei precedida porunas jarras de cerveza. Pero sus cánticos

hicieron que Eva, situada de espaldas aellos, girara la cabeza.

—No los mires, Eva —rogó Pete,pero ya era demasiado tarde.

Los corpulentos varones quecantaban lucían un cabello muy corto,pero no fue en ese detalle en el querepararon sus ojos de inmediato sino ensendas esvásticas ta-tuadas en susbrazos.

—¿Has visto lo que llevan? —preguntó Eva, indignada, a Pete.

—Son putos niñatos, majaderos queno saben lo que se tatúan en la piel —intervino Pete, con intención de

apaciguarla.

—¡Maldita sea! ¡Llevan la inmundaesvástica! ¿No te das cuenta?

No pudo evitarlo Pete pese a quealargó la mano para prender su brazo.Una iracunda Eva se dirigió a la mesade los cantantes y se enfrentó a los dostipos tatuados. Al instante se hizo elsilencio y solo se escuchó la voz de laperiodista de la ZDF.

—¿Acaso sabéis lo que lleváistatuado en los brazos? ¿Lo sabéis? —gritó.

Contestó uno de ellos mientras elotro sonreía.

—Claro que lo sabemos: es unaesvástica.

—¿Y conocéis su significado?

Pete observaba la discusión desde ladistancia, tenso, mientras el resto de loscomensales permanecía también atento alo que sucedía y la comida y la bebidahabían perdido interés.

—Claro. Y además estamosorgullosos de ella. Simboliza el TercerReich, chica, el honor alemán, lagrandeza de la patria, nuestros valorespisoteados.

—Simboliza la podredumbre de

Alemania, su vergüenza, la etapa másnegra, la época de las masacrescolectivas, de los exterminios, de ladictadura más insoportable. ¡Con lamierda que lleváis en vuestros putosbrazos estáis reivindicando el genocidiode los judíos! ¿Os enorgullece eso?¿Rendís culto a los asesinos?

Intervino entonces el que estabacallado, pero sin levantarse, mirando aEva con un destello de furia en los ojos.

—Oye, tía plasta, ¿no serás judía?¿A qué coño vienes a jodernos nuestracena?

¿No ves que estamos con nuestras

chicas? ¿A qué mierda viene eso de losjudíos y del Holocausto? Puta patraña,puta mentira y puto invento de esosjudíos. Alemania es grande y fuerte.¡Jódete, tía! —y le hizo un gestodespectivo con la mano.

—¡Sois basura! —chilló,escupiéndole a la cara.

Los muchachos tatuados se alzaronde golpe de sus sillas, con violencia, yPete saltó de la suya para acudir a lamesa de la disputa. Tomó a Eva por elbrazo.

—Se acabó la discusión —dijo,forzando una sonrisa, y haciendo

esfuerzos por sacarla de allí.

—Tu amiga está como una chota.¿Qué es? ¿Una puta judía?

Eva, con violencia, se soltó de lamano de Pete y se encaró de nuevo conellos.

—Sí, soy puta y soy judía. ¿Me vas amatar por ello?

Llegaron dos camareros cuando lapelea parecía inevitable. Con buenaspalabras consiguieron que Eva y Petevolvieran a su mesa e invitaron a las dosparejas a abandonar el restaurante.

—Nos vamos —gritó uno de ellos

—. Claro que nos vamos. No queremoscomer al lado de apestosos judíos —yvolviéndose hacia Pete y Eva alzó elbrazo y gritó—¡Heil Hitler!

—Los hubiera matado —susurróEva, temblando, cuando desaparecieron.

—¡Por Dios, Eva! Te he sacado paraairearte y montas un número de narices—suspiró Pete vaciando de un trago loque quedaba de Ebbelwei y haciendouna seña al camarero para querápidamente trajera otra—. Tienes queaprender a controlarte.

—No has sido muy valiente —lereprochó Eva mirándole con furia a la

cara.

—¿Qué querías? ¿Que me batiera amamporros con ese par de skin heads?No soy un loco.

Capítulo 9

Eva Steiger llamó a GünterMeissner. El industrial del acero estabaen el despacho de su empresa y susecretaria le pasó la llamada traspreguntar quién era.

—Ah, usted —dijo, escuetamente, alcoger el teléfono.

—Le llamaba simplemente paraavisarle de que esta noche se emitirá elprograma especial sobre Auschwitz endonde hemos incluido la entrevista quele hicimos.

Silencio al otro lado del teléfono.Eva trató de imaginárselo. Un despacholuminoso en plena Orleansstrasse, unadecoración agradable, plantas deinterior, una secretaria atractiva, la fotode sus nietos sobre la mesa, con marcode oro, la de su esposa, una colecciónde plumas y bolígrafos, la pantallaencendida de su ordenador portátil.

—Pues no sé si la voy a ver. Creoque no voy a tener ganas. Preferirécualquier película, una de humor, mejorque eso.

—¿Se arrepiente de lo que dijo?

—Déjese de arrepentimientos,

querida amiga. Desde que la conozcoestá buscando mi expiación. Me tratacomo si fuera un delincuente, y yo no lofui, cumplí órdenes, hice lo mejor quepude lo que se me encomendó. Recuerdeque no fui juzgado.

—Su trabajo era asesinar.

—¿Quiere que le diga una cosa?¿Quiere que se la diga? Usted no es unabuena periodista, porque usted no esneutra, toma partido, y no es una buenaprofesional.

No se extrañe si le hago llegar a susuperior una queja por sucomportamiento. Me engañó

hablándome de un documento imparcial,que serviría para que las nuevasgeneraciones de alemanes conocieran supasado. Imagino que se habrá dedicadoa sacar mis palabras de contexto, apintarme como un monstruo.

—No he tenido que hacer nada,señor Meissner, no he tenido que ornarlo que usted expresó en la entrevista. Leaseguro que el trabajo es objetivo, peroquienes no lo serán, no pueden serlo, amenos que no tengan sentimientos, seránsus espectadores que se van aavergonzar de ser hombres, de que ustedy los que obraron como ustedpertenezcan a la especie humana.

—Todo eso, mi querida amiga,pertenece al pasado. Me parece que yano despierta mucho interés. ¿Quién pagasu programa? ¿El lobby judío? Pueshabrá hecho una mala inversión. No loverá nadie. No intente resucitar viejosdramas del pasado y preocupémonos porla Alemania del presente..

—Y sus turcos, sus árabes, susnegros que desvirtúan la raza aria.

—Eso lo dice usted.

—Pero lo sigue pensando. Sé, señorMeissner, que volvería a actuar de lamisma forma que lo hizo en el pasado.

—No tiene sentido estaconversación. Soy un hombre ocupado.Adiós.

La segunda llamada la hizo a YehudaWeis. El superviviente del campo deexterminio de Auschwitz tardó unaeternidad en coger el teléfono. Lerespondió con voz apagada, cansada.

—Señor Weis, soy Eva, laperiodista de la ZDF.

—¿Qué tal, señorita?

—Prefiero que me llame Eva.

—¿Qué tal, Eva?

—Esta noche la televisión emite el

reportaje de Auschwitz y buena parte desu entrevista. Se lo digo por si leinteresa verla. De todas maneras leenviaremos una grabación de la misma asu domicilio.

—No sé si tendré ánimos para verla.

—Lo entiendo.

—Para mí ha sido muy durorememorar toda esa pesadilla. No mesiento orgulloso de ser un fantasma queviene del pasado. No soy, Eva, ningúnhéroe, sino todo lo contrario.

—Le ruego que no se culpe.

—¿Cómo no me voy a culpar? Hice

cosas espantosas. Fui víctima, pero meobligaron a actuar como verdugo, que eslo peor que le puede ocurrir a uno. ¿Porqué tuve que sobrevivir?

—Quizá para explicar al mundo susexperiencias y que no vuelva a repetirse.

—No me haga reír, Eva. El hombresiempre viene repitiendo las mismasatrocidades una y otra vez. Es su destinodesde que Caín mató a Abel. Nohacemos sino seguir el impulso asesinode la naturaleza y nuestra inteligencia,para lo único que sirve, es para crearmétodos más sofisticados de exterminio;eso es la civilización: que se asesina en

menos tiempo y a más gente.

—Bueno, en fin. Si quiere verlo, elprograma se emitirá a las diez de lanoche, después de los informativos.

—No sé si lo veré. Las imágenes delpasado me hacen mucho daño. No lassoporto. Me invitaron a ir a Auschwitz,para estar presente con todas esasautoridades europeas que homenajean alas víctimas del Holocausto, pero no fui,por mi estado físico, pero sobre todopor mi estado mental. No soporto elescenario, estoy seguro de que mederrumbaría, y no tengo ganas demostrar al mundo mi dolor y mi miseria.

—Le ruego que no se mortifique,señor Weis.

—Es usted una buena chica. Unabuena chica, en efecto. Pero en aquellaépoca, hacia 1940, le aseguro que nohabía buenas chicas, que todo el mundoenloqueció.

Aquello fue una maldita epidemiamental.

Cuando Eva colgó se enfrentó con lamirada de interrogación de Pete.

—¿Hablaste con los protagonistasde tu historia? —Sí.

—¿Y lo van a ver?

—No lo creo. Herr Meissner parecemuy cabreado conmigo, algo hacambiado dentro de su cabeza y ahorame ve como una enemiga; quizá es quese está dando cuenta de lo que me dijo,de las repercusiones que pueden tenersus palabras. En cuanto a Yehuda Weisno creo que su corazón resista revivirtodo el pasado una vez más y me hadicho que no puede contemplarimágenes del campo.

—Ven aquí.

Se sentó sobre sus rodillas, secobijó en sus brazos, se dejó acariciarlos cabellos por las manos suaves del

hombre.

—¿Cuándo vas a salir de tupesadilla y a hacerme caso? Empiezo atener celos de ese maldito programa quete tiene la cabeza ocupada días y noches.¿No hay un hueco para mí?

—Tú, Pete, llenas mi corazón.

—La frase es bonita, pero no esverdad. Y el corazón no es más que unsimple músculo que bombea sangre.

Esperaron a las diez. Pete y Evamiraron los informativos con ciertonerviosismo.

El señor Weis tenía razón y la

humanidad no sacaba lecciones delpasado, como los niños que nadaquerían saber de las experiencias de suspadres y preferían estrellarse: un rosariode guerras se cernían en OrientePróximo. Cenaron frugalmente y sesituaron ante el televisor. Pete bebíadirectamente de la botella una cervezaHacker-Pschorr y Eva fumaba con ansiaun pitillo mientras empezaba elprograma y su rostro llenaba la pantalla,su boca se abría y comenzaba a hablaren un primer plano sobre fondo oscuro,con la luz cenital sobre su cara. No sereconocía en pantalla. Se veía solemne,ampulosa. Era una feroz autocrítica

consigo misma. Tragó saliva, aspiróhumo, se revolvió en su asiento y sedejó coger la mano por Pete.

Salieron las primeras imágenes, lasmás crudas, las de los cadáveres con loshuesos perforando la piel que eranarrojados a fosas comunes como simplesobjetos por las palas de los tractores. Lamuerte reiterada, multiplicada, se volvíaanónima, perdía su dramatismo; lamasificación tenía el efecto dedespersonalizar. En eso eran genialeslos norteamericanos que personalizabanal máximo cada uno de sus muertos, queofrecían nombres, edades, familia,vivienda, hacían escuchar su voz, para

que cada víctima de su 11-S no pasaradesapercibida entre la multitud.

A las diez y cuarto Yehuda Weisencendió su televisor y se arrastró hastasu silla.

Un poco antes, a pesar de que sehabía propuesto no verlo, GünterMeissner también encendió el suyo en elsalón de su casa pero envió a sus nietosfuera, a jugar a su habitación. Su esposase sentó a su lado y Herr Meissner nopudo simular la inquietud que leproducía tenerla tan cerca, observando.Habían hablado algunas veces de supapel en la guerra, de la etapa

Auschwitz, y ella siempre le habíaapoyado. Ahora parecía dispuesta ahacerlo una vez más y tomó la mano desu marido entre las suyas. Tres personasfundamentales estaban viendo, al mismotiempo, el programa especial sobre elaniversario de la liberación deAuschwitz, pero muchas más lo estabansintonizando y la cadena alemanaplaneaba vender la cinta a la RAI, aTVE, a la Televisión Rusa y a la CNN.El director del documental se habíadecidido por un montaje paralelo yenfrentó las declaraciones en la sombrade Yehuda Weis, interpretado por unactor que no mostraba el rostro, y las de

Günter Meissner. Este último parecióinteresarse por las palabras de YehudaWeis y, en algún momento de lasmismas, parpadeó, pareció respirar concierta dificultad al mismo tiempo que seacentuaba la presión de la mano de suesposa sobre la suya.

Yehuda Weis cerró sus mandíbulascuando vio a Günter Meissner haciendosus declaraciones, imperturbable,orgulloso de su actuación al servicio dela nación alemana. Eva interrogaba conlos ojos a su novio Pete y este le decía,moviendo la cabeza, que el documentole parecía extraordinario. La cámaraentraba en los sótanos del campo de

exterminio, circulaba en un travellingpor aquellos escenarios de muertemientras se reproducía el ruido de loscerrojos atrancando las puertas de lascámaras de gas y volvía a salir la vozcavernosa de Yehuda Weis que relatabasu macabro cometido de auxiliar decarnicero. Herr Meissner escuchaba ensilencio, tragando despacio saliva,mientras el fuego chisporroteaba en lachimenea y creaba otro foco de luz,además del televisor, en el salón de sumansión. Los ojos de Yehuda Weis seempañaron en cuanto comenzó a oír elrelato de las atrocidades que se habíancometido en el campo. Hablaba del tren

de los niños, la noche en que, en pocomás de treinta minutos, madres con sushijos fueron llevadas a la cámara de gasy fueron pasto de las llamas. Se le hizoun nudo en la garganta. Aparecióentonces Günter Meissner relatando elmismo hecho desde su punto de vista,con una voz firme y contundente queresaltaba sobre la del anteriortestimonio, débil y acongojada. Fueentonces cuando la cámara enfocó laimagen de Günter Meissner conveintidós años recién cumplidos y eluniforme de las SS, su gorra de plato,sus gafas redondas, el frío brillo azul desus ojos en una cara que resultaba

atractiva y daba confianza. La cara nosiempre revelaba la monstruosidad de sudueño. Yehuda Weis se removió en suasiento, fijó su vista en el televisor yluego, a continuación, rechinaron susdientes.

—Es él —dijo, simplemente. Y supopor qué había llegado vivo al año 2005,cuando casi todos sus compañeros depenurias ya habían dejado esta vida yquemado sus recuerdos.

Los sentimientos erancontradictorios. Ahí estaba, sin duda, eloficial que se había encargado de laterrible misión del tren de los niños, el

mismo oficial que recibiera a YehudaWeis a la llegada al campo, quien lesalvara la vida y condenara a muerte, enel mismo momento, a su madre yhermano, quien le convirtió en uncadáver en vida, encargado de conducirhasta el matadero a sus hermanos dereligión y sangre que llegaban entropeles en los trenes. Le debía la vida.¿La vida?

¿Qué vida? Sesenta años de unaincesante agonía, de enfermedadesmentales que repercutían somáticamente,insomne, atiborrado de medicamentos,alcoholizado, con el hígado destrozado yfinalmente condenado irremisiblemente

a la silla de ruedas.

¿La vida? La vida que se quitó suesposa, ingiriendo barbitúricos,seguramente porque no soportaba suestado de permanente infelicidad. ¿Lavida? ¿Qué vida?

Hasta aquel momento creía queseguir viviendo era una especie decastigo añadido a la pena del infiernoque ya había pasado en su juventud,cuando Dios, Yahvé, abandonó a supueblo a su suerte. Ahora sabía que esono era cierto, que tenía una misión quellevar a cabo y que su cumplimientosería el único acicate para seguir

viviendo.

—Cara de Ángel.

Capítulo 10

En el verano de 1977 Eli Kahan secruzó en la vida de Yehuda Weis. Concincuenta y cinco años el supervivientedel campo de exterminio de Auschwitzaún podía valerse por sí mismo aunqueempezaba a cojear de uno de sus pies.Era una época aquella de aparentebonanza económica para el señor Weis ysus pequeños negocios, tanto que lepermitió una estancia de quince días enel balneario de Baden-Baden. Enaquellos tiempos el complejo termal yde ocio atravesaba uno de sus mejores

momentos y las habitaciones estaban alcompleto. Yehuda, necesitado dedescanso y relax, compartió piscina,baños de barro, mantel y cubierto con lomás granado de la sociedad alemana dela época que no sospechaba que unsobreviviente de un campo deexterminio estuviera entre ellos. Podíapasar anónimamente gracias a que susrasgos no eran genuinamente judíos, aque su nariz grande no eraexcesivamente corva, y lo únicorealmente sospechoso en aquellostiempos era su extrema delgadez y elnúmero marcado en la muñeca quehurtaba de las miradas de los curiosos.

El señor Eli Kahan lo invitó un día asu mesa. Y él aceptó la invitación de unextraño, puesto que también estaba solo.Al principio, durante los entrantes,mientras saboreaban un exquisito vinoLingenfelder y guardaban su apetito parala ensalada de patatas y col y el pescadode río con salsa bechamel que vendría acontinuación, ambos hombres hablaronde generalidades, de lo hermosas queeran las instalaciones, de lo onerosasque resultaban para sus bolsillos, de ladiscreción de sus comidas, del ambienterelajado y acogedor en general. Fuecuando Eli sirvió por segunda vez elvino y llenó la copa de Yehuda, con la

llegada del plato de verdura querealmente no olía a nada y sabía amenos, cuando el sobreviviente delcampo de exterminio se dio cuenta de unnúmero borroso marcado en la piel de lamuñeca de su compañero de mesa.

—Auschwitz —dijo, mirando a losojos del comensal que había tenido lagentileza de invitarle a su mesa.

El pulso le traicionó a Eli Kahan yuna regata de vino blanco manchó elmantel antes de que la botella volviera aocupar su lugar en el enfriador.

—Yo también estuve en Auschwitz—dijo Yehuda, mirándole a los ojos— y

sobreviví.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Le vi el número grabado en lamuñeca.

—Shalon.

—Shalon.

La conversación que tuvieron apartir de aquel momento no tuvo nadaque ver con las frivolidades del inicio.Devolvieron casi intacto el plato deverdura y lo mismo hicieron con elpescado, pero el vino, en cambio, seagotó. A Yehuda, Eli le recordaba a suhermano perdido porque tendría su

misma edad. Seguramente estuvieron enel mismo barracón, o en un barracóncercano, pero ninguno de ellos era capazde acordarse del otro y decir susnombres sencillamente no les llevó aninguna parte porque en Auschwitz losque tenían suerte eran un simple númeroy los que no la tuvieron fuerondirectamente al crematorio.Rememoraron durante la cena, que noconsumieron, la llegada del tren de losniños, las agotadoras jornadas en loshornos crematorios y la dramáticasublevación que acabó diezmándolos.Ambos habían sobrevivido, pero Eliparecía haber tenido más suerte en la

vida que Yehuda.

—Cuando murió mi esposa, de esohace cinco años —Eli se habíaencendido un cigarro y alzó el dedodemandando un cenicero al camareroque, con diligencia, cumplió su deseo—,me legó una inmensa fortuna. Fue unaforma de recompensa por estar con ellahasta su último momento, por cerrar suspárpados. Sigrid tenía una de esasmalditas enfermedades degenerativas, unparásito que corroía sus huesos y losconvertía en serrín. No se puedeimaginar usted su sufrimiento niimaginar el mío durante esos cinco añosde lenta agonía. Me pidió que acortara

su vida, y yo cumplí su deseo. Unmédico poco escrupuloso extendió uncertificado de muerte natural.

—Eso es horroroso.

—Claro que lo es. Pero máshorrorosa era la vida sin esperanza demi pobre Sigrid. Cuando no existedignidad no vale la pena vivir.

—Pero nosotros sobrevivimos. Nofuimos dignos, y sobrevivimos, ymerecíamos morir por todo lo quehicimos.

—Lo que nos obligaron a hacer.

—Lo hicimos, Eli. Tú sabes,

además, por qué razón aceptamos elinfame rol que nos asignaron los de lasSS. Queríamos vivir a toda costa aunquetuviéramos que pagar el precio carísimode convertirnos en ayudantes de losexterminadores. Al final fuimos nosotrosmás despreciables que ellos y nuestracondena fue que no nos dispararon untiro en la sien el día que la rebeliónfracasó.

Eli aplastó la colilla de su cigarroen el cenicero y entornó los ojos.

—Quiero ver tu número.

Yehuda, tras comprobar que no eraobservado por ninguno de los camareros

que atendían las mesas del restaurantedel balneario de Baden-Baden, searremangó la camisa y se lo mostró.Aquel número, el 33.435 permaneceríamarcado en su piel de forma indeleble,sería una cicatriz perpetua, su señal deidentidad.

—Bien. Te quiero decir una cosa,hermano. Te quiero explicar por qué, apesar de la desgracia, encuentro ciertosentido a la vida: la venganza. No esmuy correcto afirmarlo, está mal visto,desde la sociedad se nos dice quedebemos perdonar, pero en nuestrocorazón reina la venganza, nos devora larabia, me despiertan por las noches los

alaridos de las víctimas, las pisadas delos oficiales de las SS que entraban enlos barracones y señalabanaleatoriamente con el foco de suslinternas a la víctima con la que iban adivertirse en su noche de insomnio. Yoocupaba el barracón 46.

—Yo el 54 —dijo Yehuda.

—En el invierno de 1944, avanzadaya la Segunda Guerra Mundial,cometimos la ingenuidad de pedirpermiso al oficial Koessler, un capitánbávaro de panza prominente que robabatodo lo que se almacenaba en Kanada,para celebrar la Navidad, y él nos lo

concedió. Durante los días siguientes, yanteriores al 25 de diciembre, con unfrío polar que azotaba el campo, migrupo salió al exterior del recinto a talarárboles y finalmente dio con un hermosoabeto que consideramos el adecuadopara conmemorar la fecha. Yo era unjudío estricto, pero había conmigojudíos heterodoxos que celebraban lafiesta cristiana y yo no podíareprocharles que lo hicieran porque erauna forma de saborear algo dehumanidad en aquel terreno de todas lasvesanias posibles. Plantamos aquelinmenso árbol delante de nuestrobarracón, lo hundimos en la nieve.

—Lo recuerdo —apuntó Yehuda, enun vano intento de que no siguiera lanarración.

—La noche del 25 de diciembre eloficial Koessler entró en el barracón, demadrugada, visiblemente bebido yacompañado de sus esbirros y sus fierosperros.

Nadie respiró mientras él pasabapor entre las literas e iluminaba con elhaz de su linterna las caras de quienes sehacían los dormidos. Pasó por mi lado yyo literalmente me había emboscadodentro de la manta, de forma que nosobresalía de la ropa del catre ni un

mínimo mechón de mis cabellos. No meescogió, pero sí lo hizo con cincohombres, dos gitanos, un polaco y dosjudíos alemanes a los que arrastraron alexterior, azuzados por los perrosrabiosos. A la mañana siguiente, cuandosalimos a formar como cada mañanaante nuestro barracón para ir al trabajo,de nuestro árbol de Navidad colgaban,como adornos, los cuerpos desnudos deaquellos cinco prisioneros escogidos alazar. Habían sido brutalmente apaleadosantes de morir, les habían arrancado atodos ellos los genitales, y sebalanceaban, con una soga al cuello, delas robustas ramas del abeto, congeladas

sus expresiones de muerte durante todoel invierno.

—Lo vi —confirmó Yehuda,apesadumbrado.

—No sé por qué razón los oficiales,suboficiales y la tropa de Auschwitzescaparon del juicio cuando terminó laguerra. Una injusticia más que se nosinfirió a las muchas que ya habíamosrecibido. Pero yo juré que nodescansaría hasta encontrar a ese talKoessler e invertí parte de mis ahorrosen localizarle en aquella Alemaniaconvulsa de la posguerra. Di con él sietemeses después de acabada la guerra,

porque aquel bravucón siempre hablabade su pueblo y de lo que habían hechocon sus judíos durante la noche de loscristales rotos. Se había mezclado consus habitantes, se había disuelto entreellos, y renegaba del nacionalsocialismocomo todos aquellos que le habíanvotado y sustentado durante aquellaépoca de locura y ya no se acordaban deello. Había gente desesperada quemataba por aquel entonces por algo dedinero, soldados del frente del Este quehabían masacrado pueblos enteros deRusia, capaces de cualquier cosa,habituados a la muerte y que notaban suausencia una vez acabada la contienda y

entregadas las armas. Quien ha matadono puede dejar de hacerlo. Quiso lafortuna que tropezara con uno de esosasesinos que había colgado el uniformeen el perchero de su casa y andabahuido. Supe reconocerle por susademanes de fiera, por su mirada fría, ladureza de sus manos.

Cité al hombre en un establecimientodel pueblo y le dije cuál era el encargo,le di la mitad del dinero al despedirmede él y prometí entregarle el restocuando me enterara de que habíacumplido su contrato verbal. Koesslerseguía muy aficionado a la bebida y undía que regresaba a su casa, haciendo

eses por la nieve, un desconocido salióde la oscuridad de una esquina y leasestó un golpe determinante con unaestaca en la nuca. Le mató. La cosaquedó como que el infortunadoborrachín tropezó aquella noche, tuvomal caer y se fracturó el cráneo. No seinvestigó. La policía entonces estabapara otras cosas, para quemarexpedientes comprometedores de sucolaboración con la Gestapo y elrégimen nazi, entre otros cometidos. Yaquel verdugo recibió su parte de dineroestipulada. Si algún día lo necesita,amigo, no dude en decírmelo y le pondréen contacto con usted.

La tarjeta que le había dado EliKahan amarilleaba. El tiempo, con elpapel, era más benigno que con surostro, pero se hacía notar también. Lasposibilidades de que el teléfono fuera elmismo eran prácticamente nulas, pero apesar de todo se arriesgó y llamó.Descolgó el auricular una anciana sordacon la que le fue imposible cruzar unapalabra y obtener una respuestacoherente. Llamó entonces a latelefonista y le pidió localizar el númerode teléfono actual de un tal Eli Kahancuyo último domicilio conocido figurabaen Colonia. No existía ningún Eli Kahanen la ciudad. Le encareció que rastreara

por toda Alemania.

Había diez y pacientemente tomónota de sus teléfonos y los fue llamandouno tras otro. Normalmente colgabacuando se ponían y comprendía que nopodían ser el Eli Kahan que buscaba porel tono jovial de su voz. Resultó ser elpenúltimo de la lista, cuando yadesesperaba de dar con él, y lo encontróenormemente desmemoriado, tanto quetemió que tampoco fuera.

—¿Quién me ha dicho que es?¿Yehuda Weis? Me parece que seequivoca. No conozco a ningún YehudaWeis.

—Señor Kahan, mire, por favor, elnúmero que tiene grabado en su muñeca.Mírelo.

—¿Cómo sabe que tengo un númerograbado en la muñeca?

—Auschwitz. Baden-Baden. Cenóconmigo. Me habló de cómo habíaliquidado al odioso teniente Koessler.

—Capitán Koessler —rectificó—.Cierto. Ya le recuerdo. Estuvo dossemanas en el balneario de Baden-Baden. Claro que me acuerdo de usted,pero han pasado muchos años para queme vuelva a llamar, caramba. Podíahaberme muerto mientras tanto. ¿Qué

quiere? No me haga salir de casa, nicoger el avión. No salgo. Estoyencerrado en mi fortaleza, rodeado delibros y consumo mi tiempo libre en leera Goethe, a Hoffman...

—Me dijo que le llamara si lenecesitaba.

—¿Para qué me necesita?

—Una venganza.

Hubo un tenso silencio al otro ladode la línea telefónica. Yehuda temió quese hubiera ido su interlocutor.

—¡Señor Kahan!

—Le he oído. Pero eso no es algo

que pueda hablarse por teléfono.

—Hable con su hombre y que seponga en contacto conmigo.

—Creo que se retiró.

—Pero conocerá a otro. Dígale quetengo dinero, que le daré todo el dinerodel mundo.

—¿Tiene dinero, señor Weis, o vade farol? Esta gente quiere cobrarsiempre por adelantado.

—Tengo dinero.

—Entiendo. Yo también vi eldocumental de la ZDF y le comprendo.Ahora sé quién es usted. Han pasado

muchos años desde nuestra última cita.¿Qué le hizo su SS?

—Condenó a mi madre y a mihermano y me dejó vivir a mí.

—Necesito su número de teléfono ysus señas. Pero no le garantizo nada.Y además quiero permanecer al margen.No vaya a contar a nadie que yo le heproporcionado a esta gente.

—Seré una tumba, hermano. Se lojuró por la Torah.

—Bueno, tampoco le había pedidotanto.

Capítulo 11

Hans Ganz dejó su coche, un Buickamericano de carrocería reluciente,cerca de la casa. Un gorila de rasgosafricanos, cabello ensortijado y labioinferior atravesado con un piercing leinterceptó colocando su enorme manocontra su pecho.

—Me esperan —le dijo, sininmutarse.

—Está completo —contestó como unautómata el africano.

—Siempre hay un sitio para Ganz.

Le dejó entrar. Las casas de peleacambiaban, por miedo a ser detectadaspor la policía, y los allegados se ibanpasando las nuevas direcciones por unsistema codi-ficado secreto. Tomó HansGanz la escalera que llevaba al sótano,se dejó guiar por el murmullo excitadode las voces y el acre aroma del sudorhasta un pequeño búnker subterráneo deparedes acolchadas e iluminado cenital-mente por un par de fluorescentes queparpadeaban. Allí estaban los quesustentaban el negocio, la corte deapostadores, hombres excitados, perotambién muchas mujeres, algunas hastasofisticadas, con aspecto de ejecutivas

que acababan de salir de la oficina a lasque aquel deporte bestial y sin reglas lasponía.

—¿Cómo va? —preguntó Ganz a untipo enorme con aspecto de turco quemordía un habano y sudaba a mares enaquel lugar infecto bajo tierra.

—Karim lleva las de ganar.

El público jaleó y los billetes dequinientos euros pasaban de las manosde los apostadores a las de losorganizadores. El cuadrilátero erasemiprofesional, con suelo de lona ycuerdas que cerraban el perímetro eimpedían que los contendientes cayeran

sobre el público, pero eso era todo. Losluchadores se levantaron de la esquina yse reunieron en el centro de la lona paraintercambiar una sarta de insultosseguida por una tanda de golpes. Seaplicaban los puñetazos con saña, sinlos preceptivos guantes, se lanzabanfortísimas patadas el uno al otro, secogían el cuello, se volteaban, se tirabauno contra el otro una vez caía uno deellos de bruces en la pista, aturdido.

—¡Tuyo, Karim, tuyo! —gritó elturco del cigarro mordisqueado.

El luchador otomano era más ágil,pero el ruso que tenía enfrente era muy

corpulento para que fuera derribado deuna simple patada bien colocada. Semiraban los dos contendientes,respirando con dificultad, los cuerposdesnudos cubiertos por una espesapelícula de sudor, la cara ensangrentaday la piel llena de moratones mientrasarreciaban desde el público lasinvitaciones a que se mataran.

—Mil por Karim —dijo unahistérica alemana de labios gruesos ytetas grandes poniendo en la mano delturco recaudador de apuestas dosbilletes de quinientos euros.

Se enzarzaron de nuevo. Los golpes

del ruso, cegado por la sangre que lecubría sus ojos y partía de las heridas desus cejas, erraron en el aire, le cansaron.Karim aprovechó un descuido paragolpear con saña su boca. Se escuchó uncrujido y el ruso escupió dos dientessangrantes mientras blasfemaba en suidioma y enloquecido lanzaba sus puñosen todas direcciones, pero su rival yaestaba lejos, en el otro extremo delcuadrilátero, y los gritos arreciaron.Volvieron al cuerpo a cuerpo y el rusoconsiguió trenzar sus enormes brazos ala cintura de Karim, ejercer una terriblepresión, elevarle unos centímetros delsuelo.

—Le va a partir —suspiró HansGanz, preocupado.

—¡Reacciona, turco! —le gritó elreceptor de las apuestas, poniendo enpie su enorme cuerpo.

Karim hundió uno de sus dedos en lacuenca de un ojo del ruso y este, por eldolor, le soltó de golpe; ya no se rehízo.Los golpes llovieron sobre su cabeza,una y otra vez, hasta acorralarle contralas cuerdas en donde el castigo se hizomortal.

Cansado de golpearle en la cara, quetoda ella era un hematoma sangrante, unamasijo de huesos y carne, golpeó una y

otra vez el hígado hasta doblegarle. Elruso se hincó de rodillas, con los puñosbajos, y Karim cercó con su brazo aquelenorme cuello de toro que se resistía.

—¡Mátale! —chilló una de lasmujeres con aspecto de ejecutiva.

—¿Por qué no paras la pelea? —lepreguntó Hans Ganz al enorme turco quecontaba los billetes.

—Porque la gente quiere ver sangre,Hans, y luego todas esas tías guarraspujarán por el carnicero, creyendo queun tipo que mata en el ring las va a matarde gusto en la cama.

Se elevó un rugido de entusiasmo en

el sótano clandestino. El ruso yacía en lalona, en medio de un charco de sangre yvómito, y Karim, tras patear al caídodejándose caer con ambos pies sobre sucuerpo inmóvil, dio triunfante la vueltaal cuadrilátero, saltó de él, se dejó besary tocar por dos mujeres ansiosas porponer sus labios en donde manaba lasangre de su piel.

—Este chico nos hace de oro —bramó el turco del cigarro.

Hans Ganz fue a ver a Karim cuandosalía de la ducha y comenzaba avestirse.

Le vio el luchador a través del

espejo y sonrió. Para haber intervenidoen más de diez peleas clandestinasestaba intacto su rostro si se exceptuabala cicatriz de la frente.

—Hola, maestro —le saludó, sinvolverse, mientras se deshacía de latoalla que le cubría la cintura y seajustaba los pequeños slips negros.

—Tengo que hablar contigo.

—Luego. Tengo trabajo. Un dulcetrabajo.

—¿Una de esas histéricasninfómanas?

Se acabó de colocar el pantalón y se

volvió para coger la camiseta.

—¿La ha visto? Esa puta rubia tienemorbo.

—Tú sí que tienes morbo para ella—dijo Hans, sentándose mientras Karimbuscaba sus zapatos debajo de lataquilla de la ropa—. Ella es silicona.

—¿Qué me quiere decir?

—En este negocio no puedes durarmucho, y lo sabes, amigo.

—Soy invencible. Ya lo ve, viejo.Nadie se me resiste.

—Hasta que encuentres la horma detu zapato y te mande directo al paraíso.

—¿De qué negocio quiere hablarme?

—Uno bueno y con mucho dineropor medio. Mi contacto me ha habladode veinticuatro mil euros por unavenganza.

Con los zapatos en los pies se situóante el espejo Karim y peinó sus fuertescabellos negros orientándolos haciaatrás, con determinación.

—¿Veinticuatro mil euros? ¡Joder!¿A quién debo matar?

—Sabía que aceptarías. Aquí tienesla dirección del hombre y su teléfono.

Máxima discreción.

—Corres mucho, viejo. No te hedicho todavía que sí —protestó elluchador turco.

—Lo doy por supuesto. Me quedocon el cinco por ciento, como siempre.

—¿Quién me despide de Fariza?

—La llamaré yo si quieres —dijoHans, levantándose de su taburete—. Ysi quieres le hablo de la rubia que teespera fuera.

—No sea cabrón, viejo.

Cuando abrió la puerta y salió, larubia que esperaba a Karim estuvo apunto de saltar sobre él pero se detuvo

cuando se dio cuenta de que era otro elque salía del vestuario. Estabaimpaciente aquella valquiria porsaborear la carne de aquel asesinobrutal.

Hans Ganz llamó desde su casa a EliKahan una vez colgó la gabardina detrásde la puerta y dejó el sombrerobalanceándose del perchero.

—Tengo al hombre. Dile a tu amigoque irá a verle. Es el mejor. No haynada que le detenga.

Capítulo 12

Karim Tarkím subió los cuatro pisosandando. El ascensor no funcionaba enaquella vieja vivienda comida por lashumedades cuya escalera de maderacrujía de forma desagradable al poner elpie en ella. Cuando llegó ante la puerta,jadeando, sacó un peine del bolsillotrasero de su pantalón tejano y lo pasóuna y otra vez por su indomable yabundante cabellera negra de aspectoaceitoso de adelante hacia atrás, se miróen un pequeño espejo que llevaba yllamó.

Tardaron mucho en abrir. Iba apulsar de nuevo el timbre cuando oyó elpaso renqueante de alguien, al otro ladode la puerta, que se acercaba, yfinalmente se abrió y apareció ante él unhombre menudo, avejentado, que a duraspenas se aguantaba sobre un par demuletas.

—Creo que hablé con usted porteléfono —le dijo, al verlo.

El anciano mostró su sorpresa yparpadeó, luego se echó a un lado, paradejarlo pasar.

—¿Es usted? —preguntó con unaduda, incrédulo por el aspecto del

intruso que no le cuadraba con lapersona que tres días atrás se puso encontacto con él para organizar aquellacita. El hombre de Eli Kahan se habíaretirado del negocio, le había dicho sucamarada de desventuras, pero tenía unaventajado discípulo, un tipo violento ysin escrúpulos, una máquina sanguinariade matar. Lo que no imaginaba Yehudaera que fuera turco. Hablaba en perfectoalemán, pero aquel pelo negro, espeso,sus ademanes latinos, su jactancia ybravuconería, no eran los de alguiennacido en ningún land de Alemania.

—No me lo imaginaba así.

—¿No? ¿Tiene algo contra losturcos? Estoy hasta los cojones de susprejuicios raciales. Además, usted meha cogido para un trabajo especial y dalo mismo que sea turco o chino.

Avanzó por el pasillo, conconfianza, como si fuera su casa,seguido de Yehuda que había cerrado lapuerta e iba detrás con el rumor rítmicode sus muletas.

Desembocó en una pequeña ymodesta sala de estar. A través de losvisillos de las ventanas podía intuirse lalluvia que sí se oía. Se sentó en unbutacón de muelle chirriante, miró a su

alrededor, buscando algo de valor: nohabía nada excepto un viejo televisor ymontones de libros amontonados endesorden en estantes colmados de polvoque evidenciaban que ninguna asistentahabía pisado la casa en años. Podíadegollar al viejo y buscar debajo delcolchón el dinero e irse, pero enaquellos momentos, vistos losantecedentes, empezaba a dudar de lasolvencia de quien iba a contratarle.Aquella era la mísera casa de un pobrepensionista que no tenía dónde caersemuerto y esperaba pacientemente el finde sus días. Dudaba que tuviera dinero.Aquel viejo iba de farol. Comenzó a

enfurecerse cuando empezó a temer quequizá estuviera perdiendo el tiempo.

—¿De qué se trata y cuánto me va apagar?

A duras penas Yehuda Weis alcanzóel sillón, dejó las muletas apoyadascontra los brazos y se dejó caer en él.

—Imagino que querrá saber primeroel precio, ¿no?

—Imagina bien.

—Veinticuatro mil euros, dosmillones de los antiguos marcos. Lamitad ahora, la otra mitad cuando sutrabajo esté hecho. Esa es su forma de

funcionar ¿no?

Los ojos de Karim Tarkím seencendieron y su mirada llameó. Esa erauna cifra muy superior a la esperadaaunque aquel viejo en estado terminalfuera lo más opuesto a un potentado,pero no se podía fiar de las apariencias.Si tenía el cincuenta por cientoescondido en algún lugar de la casapodía dar su trabajo por finiquitado enaquel momento, rajar su garganta ybuscarlo por los rincones, debajo delcolchón, en el interior de la cisterna delretrete, en el congelador de su nevera.

—Quiero ver ese dinero.

—¿No se fía?

—No quiero perder el tiempo.

—¿A cuánta gente ha matado?

Karim soltó una carcajada.

—¿Qué es esto? ¿Una trampapolicial? ¿Tiene micrófonos en su putacasa, anciano?

—Quiero conocer su currículumcriminal.

—¿Mi qué?

—Le estoy contratando comoasesino, y aunque me fío de la personaque le envía, necesito saber algo sobre

sus anteriores trabajos.

—Me emplean para cobrar deudas,si es eso lo que quiere saber. Soyexpeditivo.

Puedo incendiar un restaurante,marcar a una puta que quiereindependizarse en la cara, romper laspiernas a un moroso.

—No me interesa. ¿A cuánta genteha matado?

—Tres personas —contestórápidamente—. En uno de los casossimulé un accidente, tiré al tipo por unbarranco y la gasolina del depósito desu coche lo prendió. Otro caso fue un

ajuste de cuentas, degollé alsecuestrador del hijo de un industrialque pagó el rescate y quiso asegurarsede que ese hombre no volvería aintentarlo.

—¿Y el tercer caso?

—¿Por qué quiere que se lo cuente?¿Es usted de los que se excitan por esascosas?

—Quiero asegurarme de que ustedes el hombre que me conviene.

—Del tercer caso no estoy muyorgulloso. Una mujer. Una hermosamujer a la que estrangulé por indicaciónde su marido. Los cuernos, amigo. El

hombre estaba harto de lashumillaciones de su mujer, y ella erauna... no sé, una de esas mujeres que lesgusta el sexo con toda clase de hombres,que los busca, ya me entiende.

—Ninfómana.

—Fue fácil. Fui uno de sus ligues.Le ponían los turcos. Lo difícil fueahogarla.

Pero había mucho dinero, miles demarcos.

—Está bien. Espere.

Se levantó con dificultad y salió dela sala de estar mientras Karim

permanecía sentado. Volvió al cabo deun minuto y le alargó un paqueteenvuelto en papeles de diario, que olía ahumedad.

—Puede contarlo —suspiró,mientras se sentaba.

El sicario turco desenvolvió elpaquete y comenzó a contar los billetesque había.

La mayor parte del efectivo estabaen billetes de cien euros y de cincuenta,ya que los de quinientos euros erandifíciles de cambiar sin despertarsospechas. Se descontó Karim y volvióa empezar. Aquel viejo usurero, se dijo,

mientras su cerebro se excitaba, no ibade farol.

—Está bien —dijo, cuando terminó.

—El resto al acabar.

—De acuerdo. Ahora me va aexplicar exactamente lo que quiere quehaga.

—Hágame un favor. Meta esa cintade vídeo y pulse el play.

Karim se levantó, cogió la cinta devídeo que había junto al televisor y lametió en la boca del reproductor. Luegopulsó el play.

—Pase esas imágenes, no le

interesan —dijo Yehuda cuandoapareció el rostro de Eva Steiger y alfondo, sobreimpresionadas, escenas delas matanzas nazis, los cadáveresapilados de las víctimas del Holocausto.

Karim obedeció con el dedo clavadoen el botón de arrastre del vídeo.

—Pare aquí —dijo Yehuda cuandovio a Günter Meissner, bronceado,arrellanado en un cómodo butacón,rememorando sus heroicidades.

—¿Es este el hombre? —preguntóKarim, recuperando su asiento.

—Ese es. Anote su nombre: GünterMeissner. Vive en las afueras de

Múnich, en una residencia en plenocampo, pero le puede localizarfácilmente en su oficina, en AcerosMeissner S.L. ¿Tiene coche?

—Claro. ¿No tiene guardaespaldasese tipo? Si los tiene voy a necesitar demás hombres y otro coche. No medijeron que se trataba de un tipoimportante.

—La suma es importante.

Karim siguió mirando el rostro delentrevistado, escuchando sus preguntas.

—¿Es un nazi?

—Exacto.

Miró a Yehuda y pareciócomprenderle.

—Y usted fue una de sus víctimasque quiere vengarse. Le entiendoperfectamente. Lo haré. Pero tendré quecontar con más gente, otro coche, doscolegas más. ¿Cómo lo quiere?¿Estrangulado? ¿Degollado? ¿Un tiro enla cabeza? ¿O quizá prefiere que le hagafiletes?

—No le quiero a él —dijo Yehuda,con voz temblorosa, apretando confuerza una de sus muletas aunque notuviera ninguna intención de levantarse—. Será mucho más fácil y no le hará

falta ni otro coche, ni otros colegas, niemplear demasiada fuerza.

—No le entiendo, anciano. ¿No es aese tipejo a quien quiere liquidar?

—Sería muy fácil y cómodo para élmorir —dijo con voz baja, que notapaba la enérgica de Günter Meissnerque desgranaba a través de la pantalladel televisor la terrible eficacia alemanaen el arte de exterminar.

—Yo puedo hacer de la muerte uncalvario, amigo. Se la puedo gravar envídeo, para su deleite. Puede tardarhoras en morir y ser consciente de ello—dijo Karim que, de repente, se ponía

en lugar del viejo y experimentaba unafuria desatada hacia aquel lustrosopersonaje de las finanzas que confesabasus crímenes.

—No, no es a él a quien hay quematar. Günter Meissner tiene dos nietosque van al mismo colegio. Uno de elloses moreno, cojea ligeramente. Quieroque secuestre a ese niño, que le lleve albosque en su coche, que llame luego porteléfono a su maldito abuelo y le obliguea oír cómo le estrangula.

Karim se quedó mudo un momento.Dudó de lo que había oído. Siguiómirando el rostro del oficial de las SS,

su imagen en sepia con el eleganteuniforme de paseo.

Se volvió despacio a Yehuda y nopudo evitar un ligero temblor en la vozcuando recabó una confirmación de loque creyó haber oído pero se negaba aaceptar.

—¿Me está pidiendo que mate a unniño?

—Exacto. Le estoy pidiendo queasesine al nieto de esa maldita fiera, elsacrificio de un simple inocente comomoneda de cambio por los millones dejudíos que exterminó, por los miles deniños, como ese nieto suyo, que envió a

los hornos crematorios. Eso es lo que lepido. Quiero saber si será capaz dehacerlo. Tendrá dinero, mucho dinero.Tengo una buena cuenta en el banco,efectivo, más de lo que le he dicho, ytodo será suyo. He esperado estemomento toda mi vida. No me defraude.

—Pero me pide que asesine a unniño —repitió como un autómata, conincredulidad—. ¡Un niño! Si quiere aese tipo le degüello, se lo hagopicadillo, le grabo en un vídeo cómo letorturo. Pero un niño..

Rió nervioso, se removió en suasiento, miró a su interlocutor pidiendo

comprensión.

—Un vástago de una fiera. Si no lova a hacer, devuélvame todo el dinero ylárguese. No me sirve.

—Un momento, un momento. No tanrápido. Acepto, y hasta comprendo quese vengue de ese individuo. Pero noacepto que me pida que estrangule a unniño. Hay otros modos de vengarse. Mecargo a su mujer. ¿Quiere que la mate?Ese tipo sufrirá horrores con su muerte.Y después, si quiere, le dejó a él la carairreconocible, como pulpa de melocotóndespués de que le haya hincado eldiente.

—La muerte para Günter Meissneres un castigo demasiado leve y rápido.

Quiero que viva toda su vida con lamuerte de su nieto en su conciencia, conel odio de su propio hijo que le haráculpable de su secuestro y asesinato,quiero que se retuerza de dolor cuandousted le llame y oiga la voz de su nietoquebrándose entre sus manos. Esto es loque quiero. No es tan difícil de entender.Su muerte, amigo, me parece unafrivolidad al lado de lo que yo hesufrido, de los millones que, como yo,sufrieron: una gota en el mar.

—Me parece que son iguales ustedes

dos —dijo, levantándose—. Soy unprofesional, y el contrato es sustancioso.Acepto.

—Mi nombre es Yehuda Weis —dijo el superviviente de Auschwitzmientras el sicario se dirigía hacia elpasillo—. Perdone que no me levante,estoy cansado. Espero sus noticias,pronto.

Capítulo 13

Günter Meissner miró el reloj depulsera con cierta impaciencia. Lasnueve y diez. El reloj de oro que seanudaba a su muñeca no solía fallar, niel reloj de pared que marcaba inflexibleel tiempo y aparecía protegido por unapuerta de vidrio junto a un opulentoaparador en donde lucían copas decristal con el borde de oro y el pie deplata. Tampoco solía fallar su hermanoDieter Meissner a aquella cena familiarque, como cada año, daba con motivo desu cumpleaños. Hacía poco había

llegado su hijo Johan Meissner, su nueraMelissa Henreid y sus dos nietosVilhelm y Adler que no paraban depegarse cachetes por debajo delexquisito mantel que cubría la largamesa del comedor. Reinaba el silencioen el comedor de los Meissner solo rotopor las risas ahogadas de los nietosincapaces de mantenerse quietos, yJohan y Melissa, al entrar, apenashabían intercambiado saludos y besos derigor antes de ocupar sus sitiosreservados de antemano en esa mesa.

Una de las camareras, la rollizaGertrud, asomó la cabeza en el comedory buscó con su mirada viva el rostro de

Greta.

—La llaman por teléfono, señora.

La señora Meissner, que ya habíadesplegado la servilleta y colocadosobre la falda, la devolvió a su lugar deorigen, miró a su esposo en silencio ysalió del salón comedor. No estuvo nitres minutos ausente. Fue al volvercuando su marido advirtió una expresióngrave en su rostro.

—¿Qué sucede?

—Tu hermano se disculpa. Novendrán. El pequeño Bartoldh tienefiebre.

—Excusas —gruñó Günter Meissnersin poder disimular la irritación y luego,haciendo una seña a la camarera, le gritócon voz áspera—, ya puede servir lacena.

Ya estamos todos.

Aquella era la primera cena decumpleaños a la que faltaba su hermanoDieter, su esposa, sus hijos y nietos, yno era un aniversario cualquiera: elseñor Meissner cumplía ochenta y seisaños de envidiable salud. La rollizaGertrud dejó una sopera de porcelana enla mesa, la abrió y el aroma de su caldode pescado y langosta se expandió

agradablemente por el salón comedor.Ella se encargó de servir los platos.

Günter, desganado, hizo un gesto deno querer más cuando la camarera vertióun único cazo en su plato sopero.

Comieron aquel primer plato en untenso silencio mientras afuera, en eljardín, relampagueaba y se oía caer lalluvia sobre la tierra, se olía el perfumede la hierba mojada de los parterres quese colaba por los intersticios de laspuertas e invadía la estancia. Sorbieronel caldo con exquisito decoro, conexcepción de los dos niños que lohicieron de forma ruidosa y se ganaron

los reproches de su madre.

—¿No os enseñan en el colegio acomer sin hacer ruido?

Aquella pregunta retórica sirvió aGünter Meissner, que ya había vaciadosu plato de sopa, para romper el tensosilencio que reinaba en el salón.

—Ya no se enseñan modales en loscolegios, ni hay disciplina —se lamentó,en voz alta—. La verdad es que no séqué demonios enseñan en las escuelas alas nuevas generaciones. Mi padre nuncame habría permitido hacer ningún ruidocuando comía. Es una desgracia que sehaya perdido esta actitud tan respetuosa

de antes.

¿Qué diantre fue de las jerarquías?¿Qué es un padre ahora? Pues nada,creo. Nada.

El pescado del segundo plato,lubina, se había cocido al horno entregrandes cantidades de mantequilla ypatatas redondas y pequeñas. Los dospequeños desme-nuzaron el pescado, lesacaron las espinas y la piel,machacaron la carne con los tenedorescontra el plato y optaron por devorar laspatatas.

—Tío Dieter no ha venido —dijoJohan Meissner mojando sus labios en la

copa de vino blanco del Rin.

—Ha llamado. Uno de sus nietosestá enfermo. ¿No se lo has oído a tumadre?

Creía que estabas en la mesa.

—Y usted lo cree, padre.

Günter Meissner dejó el tenedor y elcuchillo de pescado apoyados sobre elplato y dirigió la fría mirada de sus ojosazules hacia su hijo Johan que ocupabauna silla situada en diagonal de donde sesentaba el magnate.

—No acabo de entender tucomentario, hijo.

—Claro, no entiende mi comentario.Tampoco ve lo que sucede a sualrededor, las caras de sus consejerosde administración. ¿Le han felicitado,padre?

—Por supuesto que lo han hecho.

—¿De viva voz?

—Por teléfono. ¿Adónde quieres ir aparar?

—Antes, creo recordar que todos losaños, bajaban a su despacho a estrecharsu mano y les ofrecía una copa de vino.

—Las costumbres cambian.

—Pero este año era muy especial,

porque el señor Meissner cumplíaochenta y seis años.

Intervino la señora Meissner,visiblemente disgustada por el tonoagrio de aquella conversación.

—No entiendo qué le estásreprochando a tu padre.

—¿No lo entiende, madre? —Johanelevó el tono de su voz, pero su timbreera chillón, no tenía la sonoridadcavernosa de la de su progenitor,trabajada a base de alcohol y tabaco,que parecía venir del interior de unagruta.

—No quería nada especial en la

empresa, sino celebrarlo en familia —terció Günter Meissner sin poderdisimular el enojo que le provocaban lasobservaciones de su hijo.

—La empresa es su familia, padre.Siempre lo dijo, usted que la hagobernado durante los últimos años conmano de hierro, manu militan. ¿No es unpoco decepcio-nante llegar a los ochentay seis y no estrechar ninguna mano desus consejeros?

—No me inmuta, la verdad. No meafecta. ¡Vaya tontería es esta! No sé adónde quieres ir a parar.

—¿Como no le afecta el que su

hermano Dieter no venga a esta casa, nilo hagan sus sobrinos, ni sus otrosnietos? ¿Para qué esta mesasingularmente vacía? —y señaló con lamano armada con el cuchillo de pescadola larga mesa cubierta con mantel blancoque evidenciaba las ausencias.

—Soy muy mayor para discutircontigo, hijo. Pelea con tu esposa, siquieres.

Aunque me parece que le tienespánico.

Melissa cogió la mano de su marido,en un intento de aliviar la tensión yhacer volver la cordura a aquella mesa,

pero Johan se deshizo de ella,bruscamente.

—¿Y no se pregunta, padre, por quéno le felicitan efusivamente losconsejeros, por qué no viene su hermanoy su familia, por qué el ascensoristahace días que evita mirarle y le saludacomo un autómata, con esa falta deafecto de antes? ¿No se lo pregunta,verdad, usted que todo lo analiza, que estan minucioso con cualquier detalle?

La señora Meissner indicó a sunuera que se llevara de allí a los niños.Vilhelm y Adler protestaron porquesabían que se perdían el postre de

chocolate con que terminaban loscumpleaños del abuelo y la viejacanción bávara que todos entonabanpuestos en pie, pero Melissa los tomófirmemente de las manos y los arrastróde allí.

—¿Y el postre, mamá? —gritaron acoro cuando enfilaban la puerta delsalón comedor y eran entregados a laservidumbre.

—Lo tomaréis en la cocina, perosólo si sois obedientes.

Günter Meissner miródespectivamente a su hijo.

—¿Estás contento ya? No creo que

sepas educar a tus pequeños, hijo. Tefalta entereza.

—La que recibí de usted.

Volvió Melissa al salón y se sentójunto a su marido. Permaneció solidariay silenciosa a su lado del mismo modoque lo hizo Greta acompañando a suesposo.

—Como todos, lo has recibido todo,pero eres perro que muerde la mano delamo. No te puedes quejar. Vives ycomes gracias a mí. Eso tienes queagradecérmelo, aunque te duela,resentido. Te metí en mi empresa, tehice escalar puestos rápidamente,

estarás en la cúspide cuando me retire.¿Es eso? ¿Quieres que me retire?Paciencia, hijo. Deberías estaragradecido a tu padre; no hubierasganado ni la millonésima parte de lo queganas en cualquier otra empresa, y losabes, te consideran porque eres mi hijo,te respetan por eso, y encima ocupasparte de mi casa, aunque no nos veamosporque es lo suficientemente grandecomo para evitarme tu presencia. ¡Eresinmensamente desagradecido!

—No intente huir, padre. Esta noche,no. No le voy a dejar.

—¿Huir? ¡Qué mamarrachada es

esta!

—Aquí el único torpe es usted,padre, y lo sabe. E intuye de qué lehablo.

—Pues no lo sé. Dímelo, vamos,quiero oírlo —gritó, desafiante, dandoun puñetazo en la mesa que hizo temblarlas copas de vino.

—¿Por qué tuvo que hacer esamaldita confesión? ¿Por qué? ¿Paraavergonzarnos?

—¿Avergonzarse?—frunció el ceñoel señor Meissner—. ¿Te avergüenzasde tu padre, te avergüenzas de unsoldado y patriota del Tercer Reich, de

mis heridas en el frente ruso, de mi amora Alemania? ¿Te avergüenzas de todoeso?

—Me avergüenzo de haber tenido unpadre guardián en Auschwitz. ¡Eso es unestigma para la familia! Y usted lopregona en televisión.

—Ah, ¿es eso? ¿Tengo que pedirperdón por actuar con rectitud? ¿He dearrepentirme de haber sido un buenalemán? Yo cumplía la ley, y aquellosque estaban bajo mis órdenes, eranpresos sin derechos, apátridas,comunistas, traidores, polacos, judíos.

—Ya lo sabíamos, padre, ya

conocíamos sus hazañas, pero ¿por quépregonarlas?

¿Por qué no se ha ido con ellas a latumba? ¿Qué necesidad tiene de quecarguemos nosotros con su culpa? ¿Quénecesidad tiene de que a sus nietos, en elcolegio, los señalen y les digan que sonlos nietos del monstruo de Auschwitz, elque devoraba judíos, el que se teñía laszarpas de rojo? No estamos en 1945 ysus acciones ahora serían asesinatosperseguibles.

—Veo que eres tremendamenteimpresionable. Has tenido una vidademasiado holgada, has crecido entre

algodones. Yo dormía con una manta aveinte grados bajo cero, al lado de unmuerto, con un orificio en la ingle. Lasangre se congelaba, como el pis. Elestómago estaba cerrado. A mi lado miscompañeros tenían abierto el vientre, losojos fuera de las órbitas, las piernasamputadas por las granadas. ¡Qué mevas a decir a mí! ¡Con qué derecho! —las dos últimas frases las dijo gritando,con voz ronca, forzando las cuerdasvocales que se marcaban furiosas bajolos pliegues de su cuello. Y su manodiestra se agarrotó, como una zarpa,sobre un cuchillo de carne, como si setratara de un arma que de un momento a

otro fuera a esgrimir.

—¿De qué se vanagloria, padre?¿De asesinar a ancianos y tullidos? ¿Demachacar las cabezas de los pobresniños que llegaban en los trenes? ¿Dereírse de su miedo? ¿De violar a lasmujeres antes de quemarlas en loshornos? ¿Eso es un buen alemán, unpatriota?

—¡Basta! —chilló la señoraMeissner, levantándose, histérica,llorando, y alcanzando con pasoprecipitado la puerta del salón para nooír más.

—Lo has conseguido, Johan —dijo

Günter Meissner con voz baja y lamirada fija en un descosido del mantel—. Quizá fuiste tú quien me envió a esaputa periodista trampa. Claro. Mi hijo.En la vida hay que tomar partido, y si tepones a un lado de la línea rectadivisoria, los que hay enfrente te odiarána muerte pero dejarán de hacerlo sipuedes con ellos, y lo harán siempre sison ellos los que te derrotan. Lo malo deaquella guerra es que la perdimos. Esefue el único error que no debimoscometer nunca. ¡Nunca!

—Ha manchado, padre, parasiempre, el prestigio de la familia. Nosha denigrado saliendo ufano por

televisión y contando como un ridículopavo real sus sangrientas hazañas. ¿Hapensado cuando lo vean sus nietos? Seavergonzarán de haber tenido a unabuelo así.

—¡Que me juzguen! Serán másecuánimes que tú.

—Podía haberse ido en silencio,discretamente, con su asqueroso secretodentro del corazón, pero ha elegidoesparcir su detritus entre su familia,humillarnos.

—A esta familia la humillaste tú,Johan, casándote con una judía —leespetó furioso, fulminándole con la

mirada.

—¿Está loco?—chilló, poniéndoseen pie—. Melissa no es judía. ¿Quédemonios se inventa, viejo chiflado?

Al señor Meissner le satisfizo habersacado de sus casillas a Johan. No leveía como hijo. En aquellos momentosrenegaba de él, dudada de haberleconcebido, imaginaba que un amantehabía yacido con su esposa y era elsemen de un extraño, quizá de un judío,el que lo había engendrado en el vientrede la señora Meissner.

Siguió con su estrategia, bajando lavoz, pero hablando con infinita claridad,

mientras sostenía una mirada fría ypenetrante con la temblorosa Melissaque se mordía los puños al lado de sumarido colérico.

—No te engañen sus cabellosrubios. ¿No estudiaste las leyes deMendel?

Pregunta por su apellido materno ysaldrás de dudas. Nos trajiste a estajudía a casa y tuvimos que consentir quefuera la madre de nuestros nietos. Tútrajiste la vergüenza a casa, Johan, tú yno yo.

—¡Pobre y despreciable loco! —gimió Johan Meissner, en un intento tan

vano como desesperado de reprimir laslágrimas.

—¿No te has preguntado por qué tuhijo Vilhelm salió deforme y moreno?

Pregúntale a Melissa por el color depelo de su madre, por el apellido desoltera.

Mientras tú coqueteabas con estapánfila, tu padre investigó su árbolgenealógico y ahora me arrepiento de nohaberte advertido, pero me habríasdicho, como ahora, que estaba loco.

En el silencio que dejan las palabrasen el aire, sin respuesta, la lluviaarreciaba su sinfonía de agua, se

estrellaba contra los cristales y sumurmullo desaparecía cuando explotabael trueno. Se escuchaba todo, resaltado,subrayado, hasta el crujido de losmuebles, el chisporroteo de los maderosen la chimenea del fondo, el tictacpreciso del reloj de pared, el silbidoconstante de una cañería que perdía aguametódicamente.

Johan Meissner se levanta de lamesa, coge de la mano a Melissa, tirasuavemente de ella y ambos se dirigenhacia el fondo del salón, en donde sevislumbra el arco de la puerta con unaluz diferente, más apagada que la delresto de la estancia.

—Yo no le cerraré los ojos, padre—le dijo, por última vez, cuando sevolvió—.

La gente como usted muere sola y sincariño, pero el peso de la conciencia,que no tiene, nos aplasta a todosnosotros.

—No tengo miedo. ¡Ja! Toda mivida he sido un lobo. ¡Qué voy a temeryo!

Desaparecen en silencio y GünterMeissner queda en aquel desoladocomedor, solo, con los platos vacíos quela servidumbre no se atreve a retirar. Selevanta y bordea la mesa con un

movimiento mecánico, toma uno trasotro los platos y vacía su contenido enotro mayor que deja cerca de su silla.Vuelve a ocupar su lugar primitivo en lamesa. Y clava sus ojos en esa montañade espinas mientras el fuegochisporrotea en un segundo plano, en lachimenea.

Capítulo 14

Karim Tarkím no durmió aquellanoche. Los cigarrillos le quemaban lasyemas de los dedos, sus brasas llegabancasi a sus labios. Apuraba el tabaco. Dela misma forma que antes había apuradoel alcohol de aquella botella vacía quedescansaba entre sus pies descalzos. ¡Sisu padre le viera!

—¿Qué tienes? ¿Por qué no vienesconmigo a la cama?

Hacía dos años que salía con Fariza.Hacía un año que se acostaba con ellaregularmente. Una turca de mirada

lánguida y vientre anhelante que hubierasido despreciada en su país pormalbaratar su virginidad, pero pasabadesapercibida en esa Alemania adondelos turcos iban a desempeñar los peoresoficios y se olvidaban de lastradiciones. Le esperaba en la cama, sinnada encima, y él estaba sentado, con elsexto cigarrillo de la noche, la vista fijaen la ventana y un torbellino depensamientos en el interior de esacabeza tallada en su carne de formabrusca por un escultor de violenciarodiniana, bajo ese pelo indómito ynegro que envidiaban los alopécicosalemanes, una raza decadente que

sucumbía ante el empuje otomano.

—¿Qué piensas, Karim? ¿Que ya nome quieres? Di. ¿Es eso?

—Si ha de servir para que te calles,será eso.

Se alzó Fariza de la cama y Karimhizo un gesto de desagrado señalando sudesnudez.

—Tápate.

—Si no me ve nadie.

—Pero te veo yo.

Llegó hasta donde estaba su amantey le echó los brazos al cuello mientras lebesaba en la nuca.

—Ven a la cama. Cogerás frío.

—Tú vas a coger frío. ¿No teavergüenzas?

—¿No es bonito mi cuerpo? Bien loacaricias.

—¿Saben tus padres lo malamusulmana que eres?

—Tú bebes alcohol y vas conmujeres.

—Contigo.

—Yo no soy mujeres. Yo soy lamujer. ¿Por qué no me haces el amor?

El pelo de Fariza era largo, muy

negro, suelto. Le caía por la espalda,parte, y la otra por el pecho. Sus labioseran finos, sus ojos grises, la barbillaprominente, la nariz afilada y un cuellofuerte sostenía una cabeza pequeña; peroera hermosa, hermosa en susmovimientos y en esa seguridad quedemostraba al andar sin ropa.

—Me vuelvo a la cama. Mañana hede madrugar. ¡Puto hospital!

—Te lavaré la lengua con lejía.

Fariza volvió a refugiarse entre lassábanas y Karim a deshojar su margaritaen esa noche eterna que le robaba elsueño. El viejo loco y moribundo había

dicho la verdad, y la acción era fácil.Poco más de una semana le habíabastado para localizar a GünterMeissner entrando en la oficina de suempresa. Se fijó en el modelo de sucoche, un Mercedes, y memorizó laplaca de su matrícula. Luego, le siguió.Vivía en las afueras de la ciudad, en unbarrio exclusivo, en una casa rodeadapor jardín y por una doble verja que seabría automáticamente cuando el señorMeissner y el personal autorizadointroducían la tarjeta identificadora en laranura. Se apostó en su coche, sin salirde él, en un largo paseo arbolado quemoría precisamente en la mansión, sin

levantar sospechas de nadie en esebarrio residencial y solitario, y al díasiguiente de vigilancia y seguimientoasistió a la llegada de los niños. Casinunca coincidían. El rubio, el máscorpulento y bien formado, llegabaantes, bajaba de un autocar en la entradade aquel paseo arbolado y corría calleabajo hasta la verja; luego permanecíacon el dedo pulsando el timbre hasta quele abrían desde el exterior. El pequeño,el moreno, el deforme, algo retrasadomentalmente, llegaba en otro autobús uncuarto de hora después —vendría deotro colegio, de un centro pedagógico deeducación especial— y, al contrario que

su hermano, no corría, tampoco se lopermitía la longitud más corta de una desus piernas, por aquella alameda quemoría en la verja de la mansiónMeissner. Era fácil. Había un momentoen que el niño bajaba por el paseo,despreocupado, y el autocar, a suespalda, se alejaba dejándole solo. Notenía más que acercarse silencioso conel coche, abrir la puerta de golpe,echarle mano y meterle dentro. Legolpearía si gritaba. Confiaba más en lacontundencia de su mano que en elformol que pudiera robar Fariza en elhospital. Además, a ella queríamantenerla al margen, utilizarla de

coartada solo en caso de necesidad.

Aplastó el cigarro en el suelo yregresó a la cama. Vestía un pantalónancho de pijama anudado a la cinturapor un elástico bastante dado de sí quepodía traicionarle en cualquier momentoy dejarle desnudo. Colocó la manosobre el hombro de Fariza quesobresalía de la sábana y presionó hastahacerle daño y conseguir que abriera losojos.

—¿Qué quieres? Estaba durmiendo.Y soñando.

—¿Qué soñabas?

—Que estaba limpiando los culos de

esos asquerosos viejos gruñones delhospital. ¡Qué asco!

—Mañana comerás conmigo.

—¡Qué bien! ¿Adónde me va ainvitar mi amor?

—A ningún sitio. Dirás que hascomido conmigo, que has estado aquítoda la tarde en mi compañía, quecogimos una buena borrachera y nos lapasamos follando. Pon la música altacuando llegues del hospital, y golpeacon el culo los muelles de la cama, quete oigan los viejos de al lado.

—¿Por qué?

—No hagas preguntas, Fariza.Limítate a obedecer.

—Me das miedo, Karim. ¿Quétramas? ¿De qué vives? A mí me gustaobtener placer con mi cuerpo, deacuerdo, no soy casta, pero tú trapicheascon drogas, pegas palizas...

—Eres fantasiosa, Fariza. Cuandome case contigo nos iremos a Estambul.

—¿Me llevarás a Estambul? ¿Deveras? ¿No me engañas? Quiero ver elBósforo, el Cuerno de Oro, Topkapi, ami familia que vive en Galatasaray.

—A lo mejor nos vamos pasadomañana. A lo mejor este fin de semana

cogemos el avión y nos vamos.

—¿En serio? —se sentó en la cama,desvelada, con los ojos relucientes deilusión mientras la sábana discurríahasta su cintura.

—¡Tápate!

—¡Tápate, tápate, tápate! ¿No legustan mis senos al duro Karim? —Fariza obedeció y miró la cara de suamante—. Explícame el origen de lacicatriz de la frente-exigió.

—Una pelea. Se gana buen dinerocon ellas. Una pelea sin reglas, singuantes, en donde vale todo.

—¿Te peleas de esa forma?

—Sí, para ganar dinero. Se ganamucho dinero en esos combates, más queen el boxeo. Los alemanes se vuelvenlocos viendo cómo dos tipos sedespedazan ante ellos y lanzan sus fajosde marcos.

—Ya no hay marcos, Karim. Llegóel euro.

—Me gustaban más los marcos.

—¿Y cómo acaba la pelea?

—Con el rival muy tocado, a vecesmuerto.

—¿Matas por dinero? —la pregunta

la acompañó Fariza con una expresiónde horror seguida de una secretaadmiración.

Mataba por dinero. Sí. Delicadosencargos, discretos, y pagados enbilletes libres de impuestos que élescondía en agujeros secretos de esacasa que ni Fariza, con su olfato paradetectarlo, lograba encontrar. Pero esteera un encargo muy distinto, aunquetambién su precio lo era. Esta vez sí,cuando el viejo loco le pagara, se iríade Alemania con Fariza, a ese Estambuldel que partió con tres años y lágrimasen los ojos con unos padres que ya novivían, él arrastrado por el alcohol y

ella por la locura que la llevó al fondode un turbio río. Fariza era lo másluminoso y limpio que le habíasucedido, aunque al principio, por sufacilidad en darse, la tomara por puta.

Esa mañana, precisamente, robó elmóvil. Dos alemanes tomaban café ydiscutían de política, de esa guerra quehay en Irak y que suma los muertos pormiles. Vio el móvil asomar ligeramentepor el bolsillo de la cazadora de cuellopeludo de uno y lo agarró hábilmentecuando se levantó y fue hacia elmostrador a pagar su café; luego salió ala calle, aceleró el paso, dobló unaesquina y suspiró. No contestó las veces

que llamaron. Sería la amiguita, o el tipoal que había robado que le pedía a suamigo que hiciera una prueba paraencontrar su celular. Y ahora estaba enel cajón de la mesilla de noche,silencioso, esperando que lo activara élen el bosque que ya tenía localizado asiete kilómetros del lugar del secuestro.Le mataría como si fuera un pajarillo,con una mano, y con la otra pondría elauricular del móvil ante su boca, paraque Günter Meissner oyera la agonía desu nieto en directo.

Se estremeció, pero no de frío, y seacurrucó en la cama, abrazando elcuerpo dormido de su chica.

—Fóllame, sí, fóllame —suplicó,dormida, arqueando su cuerpo.

No lo hizo.

Capítulo 15

El codazo de Eva, entre las costillas,despertó a Pete de golpe y le hizoaflojar el abrazo con el que ceñía lasuave cintura de la chica.

—No puedo dormir.

—¿Y? —murmuró somnoliento, sinpoder abrir los ojos.

—Vamos a tomar algo —dijo,sentándose en la cama y encendiendo laluz de la mesilla de noche.

Pete se restregó los ojos, antes deabrirlos, y miró a su chica que ya

saltaba de la cama y se vestíacambiando el pijama por unos téjanos,una camiseta oscura, un jersey y buscabasus botas debajo de la cama.

—¿Te has vuelto loca? ¿Qué horaes?

—Las doce.

—¿Y a esta hora hay algo abierto?

—Conozco un sitio.

Tomaron un taxi e hicieron el viajeen silencio. Pete aún no se habíadespertado y tiritaba de frío dentro de suabrigo. Eva mantenía la cara pegada alcristal de la ventanilla, mirando a los

escasos viandantes que deambulabanpor las vacías aceras, a los borrachos decerveza que meaban en los huecos de losárboles y las prostitutas de piel oscuraque tiritaban envueltas en sus abrigos enlas esquinas y saltaban sobre sus piespara entrar en calor.

La taberna Sant Pauli cerraba a lasdos de la madrugada y dentro de ellareinaba el calor y el humo. No habíamucha luz, las luces brotaban del suelo,discretas, y buena parte de los divanesen donde jóvenes de extracción socialbaja, estudiantes, bohemios y turcosconsumían bebidas alcohólicas yescuchaban melodías de Miles Davis,

estaban ocupados.

Interrogaron a un par de chicas conel cabello muy corto y aspectohombruno.

—¿Os importa que nos sentemos?

—No, claro que no —dijo una deellas.

Pidieron un vodka con hielo y unamargarita. Pete apuró su vaso de un solotrago y pidió a gritos el segundo encuanto pasó por su lado la camarera.

—¿Para qué me has sacado de lacama? —le preguntó Pete a Evamientras le acariciaba los hombros y las

dos chicas de aspecto hombruno sefundían en un abrazo y se besaban en loslabios ajenas a su proximidad.

—No podía dormir. Hay dos cosasque me mantienen sobre ascuas, porqueno las entiendo.

La cara de Pete se ibadistorsionando a medida que el segundovodka con hielo entraba en su cuerpo,sin dar tiempo a asimilar el primero.

—¿No estás bebiendo muy rápido?

—Estoy acostumbrado. ¿Qué tepreocupa? ¿Algo del maldito programa?¿Cuánto va a durar eso? Creía que ya tehabías curado después de su emisión,

pero veo que sigues en tus trece, por lossiglos de los siglos, amén.

—No acabo de entender el grado decrueldad a que llegaron los nazis. No esque asesinaran, es que se deleitabanhaciéndolo. Cuesta asimilar su grado deperversión.

—Eran lobos.

—¿Lobos? ¿Por qué eran lobos?

—Necesito un tercer vodka conhielo para explicártelo —y cogió, aciegas, la mano de la camarera quepasaba por el diván, la detuvo en seco,consiguió que le mirara con auténticafuria—. Otro vodka con hielo, por favor,

que me muero de sed.

—No bebas tanto —le rogó Eva.

—Tú me has llevado a este antro aescuchar a Miles Davis y a ver cómodos tías se lo montan —dijo, amparadopor la música—. Lo menos que puedohacer es beber.

—¿Qué quieres decir con que eranlobos?

El vaso de vodka brilla en su mano.Eva le observó mientras bebía,contemplando cómo el cubito de hieloera troceado entre sus mandíbulas ycómo escupía luego cada una de lasfracciones de hielo resultante de nuevo

en el vaso.

—Los nazis eran lobos, secomportaban como ellos. Es muy fácilde entender, aunque no lo compartas. Ellobo, ante el rebaño de ovejas, ante sumansedumbre y su negativa adefenderse, no las mata para comer,como sería lo natural e instintivo, sinoque se ceba con ellas, las degüella una auna por el simple placer de matarlas. Sehan dado casos, querida, en los que unsolo lobo ha matado a todo un rebaño dedoscientas ovejas excitado por suincapacidad de defenderse. Los nazisson los lobos; los judíos eran las ovejas.Se excitaban matándolos porque no

obtenían respuesta de ellos. ¿Meentiendes?

—Lo intento.

—¿Y cuál es la segunda cosa que tequita el sueño?

—¿Por qué Yehuda Weis sobreviviópese a haberse rebelado con lossonderkommandos de Auschwitz? ¿Cuálfue el motivo por el que Cara de Ángelno le asesinara en todas las ocasionesque tuvo de hacerlo?

Dio el trago definitivo a su vasoantes de dejarlo vacío en la mesa.

—Yo también me lo he estado

preguntando. Deberías habérselosonsacado a él.

—Se irritó cuando le insinué lapregunta en una ocasión.

—Un misterio. Un misterio, queridaEva, que no me dejará conciliar elsueño.

Entró en la cava de jazz un grupo deturcos. Eran tres y había uno, con el pelonegro y ensortijado y una cicatriz en lafrente, que parecía llevar la voz cantantee iba bastante colocado con anfetaminasa juzgar por lo brusco de susmovimientos. Le dijo algo a la camareradel pelo corto y piercing en el ombligo

mientras la sujetaba por el brazo y ellale contestó alguna grosería soltándosecon brusquedad. Se adentraron en ellocal. Fue entonces cuando los ojosazules de Eva se encontraronbruscamente con la mirada felina deljoven turco y, lejos de apartarla, lamantuvo desafiante. No vio el reciénllegado, o no le importó, la presencia dePete ni de las lesbianas que se-guíanabrazándose y besándose ajenas a todos,y tomó asiento en un extremo del sofá, allado de Eva mientras sus doscompañeros, en pie, bromeaban acercade su osadía.

Fue entonces cuando Pete reaccionó

y se encaró con él a gritos.

—Oye, amigo. Nadie te ha dadopermiso para sentarte junto a mi novia ymirarla de ese modo.

—¿Perdona? ¿Qué has dicho?—contestó el turco del cabello negro yrizado manteniendo una sonrisa burlonaen su rostro—. Tu amiga me ha invitado—le dijo, mirándole muy fijamente a losojos.

—No es cierto —terció Eva,molesta y en guardia.

—Oye —siguió gritando Pete,acercando su cuerpo al de su rival—.Lárgate de aquí, turco de mierda. ¿Me

has oído? Sobras, joder, en Alemania.Deja a las alemanas en paz. Dedícate alas turcas.

Había un vaso vacío y el joven turcolo cogió para estrellarlo sin más en lacabeza de Pete. El compañero de Evalanzó un aullido mientras se llevaba lamano a la frente ensangrentada y sedesplomaba sobre el respaldo del diván.El turco saltó entonces sobre él y legolpeó repetidamente en la cara contodas sus fuerzas. Las dos mujeres delfondo dejaron de besarse y miraron laescena alarmadas pero sin posibilidadde escapar porque estaban en unaesquina y debían pasar por delante del

grupo. Uno de los golpes del agresorprodujo un chasquido en la nariz delagredido. Eva chilló histérica que ledejara mientras se abalanzaba sobre elagresor y los dos amigos del turco seecharon encima de su colega parasepararlos y detener la pelea.

—Venga, Karim, déjale, que elboche está borracho.

El pendenciero turco se debatíaentre los brazos de sus amigos mientrassoltaba toda clase de insultos yamenazas sobre Pete, que permanecíasentado y con la mirada en blanco, y deEva que trataba de restañarle la sangre

que le manaba de la frente.

—¡Eres un cabrón!—le dijo la jovenperiodista de la ZDF, volviéndose alagresor—. ¡Un hijo de puta!

El turco rió mientras se tocaba losgenitales con ostentación.

—Tu novio no tiene lo que hay quetener aquí, entre las piernas. No creoque tú quedes contenta con él. Conmigoquedarías muy contenta. Dile a esecobarde que le espero fuera, que salga ala calle si es hombre y le voy a rajar dearriba abajo.

Pete hizo el gesto de levantarse peroEva le retuvo con determinación

mientras le susurraba al oído.

—¿No tienes bastante? Este salvajete matará. Es mucho más fuerte que tú.Deja de hacerte el macho. Te quieroentero, no a trocitos.

Ahora eran los tres turcos los queprovocaban y se reían.

—Vamos, tío, sal a la calle quevamos a seguir, y en la calle nos llamasturcos de mierda si tienes cojones.

La camarera del pelo corto y elpiercing en el ombligo les conminó aabandonar el local.

—Idos de aquí o llamamos a la

policía. ¡Largo!

—Puta. Todas las alemanas soisputas. ¡Que os jodan!

Salieron y Pete y Eva no lo hicieronhasta mucho más tarde, tras cerciorarsede que los tres turcos pendencieros sehabían ido.

En el taxi que los devolvió a casaEva no dejó de solicitar a Pete que leperdonara por haberle sacado de lacama, mientras le restañaba la sangrecon una servilleta y le preguntaba si nosería mejor ir al médico a que le cosierala brecha de la frente.

—Déjalo —contestó malhumorado

—. Ya no sangra. Lo que me jode es queese hijo de puta se haya ido sin que letocara la cara.

—No te hubiera dejado, Pete. Aqueltipo te hubiera matado si sales a la calle.

Seguro que llevaba un cuchillo.

—¡Turcos de mierda! —dijo entredientes Pete mientras el taxi los dejabadelante del apartamento de Eva.

Pete se dejó caer en la camamientras Eva examinaba sus heridas.

—Me dejarán cicatriz —se lamentóél.

—No me importa: me gustan los

hombres con cicatrices.

—¡Putos turcos!

—No somos políticamentecorrectos.

—¡Y qué! —exclamó Pete, furioso,mientras se tocaba la gasa empapada desangre que reposaba sobre su nariz—.Se comportan como salvajes en nuestropaís. No se adaptan a nuestrascostumbres. ¡Que se larguen, mierda, otendremos un problema!

—Ya lo tenemos —afirmó Eva—. Siun padre es capaz de ordenar a sus hijospequeños que asesinen a la hija que lesha ultrajado su honor, qué no serán

capaces de hacer con los extraños.

—¡Raza de putas bestias!

Capítulo 16

Yehuda Weis permaneció toda latarde en tensión, esperando esa llamada,mirando el vetusto teléfono negrocolgado de la pared. No comió.Sencillamente se olvidó de hacerlo. Eltimbre, cuando sonó, le hizo feliz, dibujóuna sonrisa en su boca amarga. Tomólos bastones, se apoyó en ellos, hizolevitar su cuerpo y se acercó, con ruido,a la pared. Entonces, abandonando unode los apoyos y dejándose caer en unasilla, tomó el auricular y lo colocó sobresu oreja.

—Yehuda Weis. ¿Quién es?

No se oía bien. Los móviles tienenesos inconvenientes, que se escucha malla voz, que esta distorsiona, suenametálica o se pierde ante la falta decobertura. Pero pudo reconstruir lo queoyó, tras hacer que lo repitiera elinterlocutor.

—Lo tengo. Voy camino del bosque—dijo Karim.

Tardó en responder. Temblaban lasmanos que sostenían el auricular y susojos, tras las gruesas gafas de miope, sevolvieron acuosos. Un placer malsano,del que hasta aquel momento no tenía ni

idea, le embargaba.

—Perfecto. Yo le llamaré primero,usted hágalo exactamente dentro dequince minutos. Sobre todo, haga que elniño hable.

—De acuerdo.

Colgó y volvió renqueando a la salade estar. Abrió un viejo tocadiscos ybuscó ansioso un disco entre el desordende sus anaqueles cargados de polvo.Saratoga swing de Glenn Miller en unavieja grabación de DeutscheGrammophon. Dejó caer la aguja sobreel microsurco negro de vinilo y volvióal teléfono. Marcó un número y esperó

impaciente. La melodía se oíaperfectamente, de fondo. Le costabaestar de pie, en el pasillo de su casa, ymantener el equilibrio con una solamuleta, pero creyó que la ocasiónmerecía ese sacrificio.

—Residencia de los señoresMeissner.

—Quisiera hablar con Herr GünterMeissner, por favor —dijo con la vozmás clara que pudo a la mujer,seguramente una sirvienta, que cogió elteléfono.

—Veré si está. ¿Quién le llama,señor?

—Yehuda Weis, un viejo conocido—no mintió.

Se demoró el magnate en ponerse alteléfono. Lo debió de coger en sudespacho.

Estaría solo, detrás de su mesa,mirando, quizá, la foto de su esposa, desus hijos, de los dos nietos.

—¿Quién es usted? —fue la seca ydesagradable salutación. Si la empleadadoméstica le había dicho correctamentesu nombre, este le indicaba suprocedencia judía y eso le revolvía lastripas sesenta años después.

—Me llamo Yehuda Weis.

—No le conozco.

—Vamos. Claro que me conoce.Haga memoria, señor Meissner.

—Oiga, estoy muy ocupado paraperder el tiempo con extraños. Losiento.

Congeló el ademán que hacía decolgar el teléfono con una sola palabramágica.

—Auschwitz.

Y silencio largo y profundo despuésde oírla.

—¿Quién es usted y qué quiere?

—Nos vimos por primera vez, señorMeissner, hace más de sesenta años, el 1de noviembre, una fecha que no se meolvidará.

—Lo lamento. Yo no sé quién esusted.

—Esa fecha, para usted, es una fechacualquiera, pura rutina. Para mi madre ymi hermano, no. Llegamos en un tren,después de cuatro días de viaje, comobestias de carga, señor Meissner, y eltren ya olía a muerte, a miedo, que era elolor con el que me iba a familiarizardurante los cuatro años que compartíAuschwitz con usted.

—Entiendo. Eso es el pasado, señorWeis. Entiérrelo. Yo lo he hecho —contestó, gravemente.

—No es tan fácil, sabe. Usted era elverdugo, y nosotros, las víctimas.

—Ya me juzgaron.

—No, no le juzgaron. Todavía no.

Notó el estremecimiento de la manode su interlocutor en el teléfono, unligero temblor en la voz ante esa últimafrase suya, amenazadora.

—Bajamos de ese tren,aterrorizados, hambrientos, congelados,sucios y allí estaba usted, en el andén,

con una vara en la mano, su gorra deplato y sus botas relucientes,seleccionando el ganado. Se debía desentir Dios, con ese inmenso podersobre la vida y la muerte de lascriaturas.

—No se puede cambiar el pasado,señor Weis.

—Ahora soy señor, entonces era unnúmero en el antebrazo, marcado conhierro candente, como una simple res.Porque nos veían como ganado que ibaal matadero.

No, miento, a los animales se lestenía mucha más consideración que a

nosotros.

—Esta conversación es del todoinútil. Voy a colgar.

—No lo va a hacer porque va aescuchar todo lo que le tengo que decir.Usted, señor Meissner, mató ese día ami madre y a mi hermano. Bajamosjuntos del tren y aquel joven oficialalemán de ojos azules y sonrisaagradable cogió a mi madre por elhombro y le preguntó que escogiese aquién se llevaba de sus dos hijos. Ellaentendió que al que eligiera le salvaba.Espantoso dilema, retorcido, el queideaban sus enfermizas mentes para

convertir a las víctimas en sus propiosverdugos y hacerlos culpables de loinevitable. Ella eligió a mi hermano yyo, durante todos estos años, no hay díaque no me pregunte con dolor espantoso,por qué mi madre no quiso salvarme,aunque su decisión, involuntariamente,sí lo hizo. Y allí estaba usted, dueño yseñor de las vidas, mandando a mifamilia al horno crematorio mientras,caprichosamente, me salvaba la vida.Verdugo y salvador. ¿Tendría que estaragradecido de haberme salvado? No,señor Meissner, no, y usted esta nocheva a lamentar mucho no habermeenviado también ese 1 de noviembre a la

cámara de gas y al horno crematorio.

—Comprendo su resentimiento, perono puedo hacer nada salvo decirle quelo siento.

—Usted no, pero yo sí.

—No le entiendo —la voz' de HerrMeissner estaba cada vez más alterada—.

¿Qué está insinuando?

—Durante esos cuatro años yo fui suayudante, el carnicero de Auschwitz,quien llevaba a sus inocentes congéneresa ese espantoso matadero. Meacostumbré a los gritos, al insoportable

rumor de los arañazos en las puertas demadera, al olor de la muerte cuandoentraba para apilar los muertosdesnudos en las vagonetas y llevarloshasta el crematorio, al hedor de la carnequemada, a ese ensordecedor ruido delfuego triturando huesos, piel, a lacolumna de humo que salía lasveinticuatro horas del campo deexterminio y se quedaba prendida en lagarganta. Esa era la única forma, decían,de salir de allí: convertido en humo.

—Le diré una cosa. No estoyorgulloso de todo aquello. Es unepisodio sombrío.

—Episodio sombrío, episodiosombrío. . Era aburrida su estancia enAuschwitz, Herr Günter Meissner. Sehartaba de quedarse con el botín de todaesa gente, con las ropas queclasificábamos, con el dineroconfiscado, con los dientes de oro,porque además se enriquecían con lamuerte. Por eso, de cuando en cuando,usted se perdía por Kanada, esa zonaedénica del campo adonde iban lasjudías seleccionadas porque eranagraciadas y no realizaban trabajos másduros que clasificar las maletas de losque llegaban al campo y morían elprimer día. Había que abrir esos

equipajes y clasificar el contenido. Yusted iba a Kanada, como un ave depresa, cogía a la judía que más legustaba, la violaba como si fuera unabestia, allí, delante de todos, sin quenecesitara bajarse los pantalones.Simple carne de desahogo. Y violó,delante de mis ojos, a una joven polacaporque se dio cuenta de que me gustaba,y luego, por esa misma razón, laseleccionó para la cámara de gas. Yollevé a esa muchacha en la vagonetahasta el horno crematorio, yo cerré lapuerta metálica y hube de reprimir laslágrimas, la rabia. ¿Revive su memoria?

—Yo no violé a ninguna mujer.

—No, claro, porque no eran mujerespara usted sino bestias, y con las bestiastodo era lícito. Una se mató, no pudoresistir el asco que sintió cuando la dejótirada en el suelo y se arrastró hasta lasalambradas, se cogió a ellas con sumano crispada hasta que la descarga delos diez mil voltios la mató.

—No me explique más. Lo sé. Peropor más que me hable, no sé quién esusted, no consigo identificarle. Quizá sile viera.

—Tampoco. El insomnio de todosestos años me ha lastrado, soy unapiltrafa, sin energía. Pero sigamos. El

tren de los niños. De eso sí se acuerda.Yo tuve que abrir los vagones y losniños y sus madres bajarondespavoridos. Muchos murieronpisoteados en las vías, pero a los quecaían, usted, yo lo vi, los tomaba por lospies, como conejos, y los lanzaba confuerza al interior del camión, por el aire.¿Se acuerda? ¿No oye el chasquido desus cráneos ni su llanto insoportable? Lanieve quedó teñida de sangre.

—No lo recuerdo.

—Para mi desgracia, y la suya, mesalvó la vida una segunda vez. Lossonderkommandos, los ayudantes de

verdugo, con la doble condena de seguirvivos y ayudar a que los otros murieran,una existencia que era mucho peor quela muerte, mucho peor, repito, nossublevamos hacia el final de la guerra.Sorprendimos a unos cuantos SS, ¿seacuerda?, que acabaron probando suspropios métodos, saliendo de Auschwitzpor la chimenea, pero nos aplastaronluego, claro. Nos aplastaron a sangre yfuego, nos capturaron, y mataron a dosde cada tres. Era difícil librarse de esecastigo, tenía yo muy pocasposibilidades de vivir. Usted era uno delos oficiales que se encargó deadministrar la pena con gran deleite por

su parte. Otra vez en sus manos ladecisión de matar o dejar vivir, de serDios de vidas ajenas. Oí el ruido de susbotas junto a mi cabeza echada sobre elsuelo helado del campo, el estampido desu Luger a pocos centímetros de micabeza, sentí la sangre y los sesos de mivecino salpicándome en la frente, perome libré, otra vez. ¿Por qué no me mató,Herr Meissner?

—No lo sé. Suerte, fruto decasualidades. Dese por afortunado.

—¿Afortunado? ¿Y mi vida? ¿Quiénregenera mi infernal vida? ¿Quién borramis enfermedades? ¿Quién anula los

recuerdos espantosos?

—Yo los he borrado.

—Porque para usted no eranespantosos. Mataba bestias. Los judíos,los gitanos, los comunistas, loshomosexuales, éramos bestias que nopodían vivir.

—Bien, se ha desahogado. Esperoque le haya servido para algo. ¿Es estauna sesión de terapia ordenada por supsiquiatra?

—No hemos acabado, señorMeissner. Esta conversación no habríatenido lugar si usted no hubieracometido un terrible error. Salió en

televisión vanagloriándose de su infamepasado de asesino y puso nombre yapellidos a aquel carnicero del campode exterminio de Auschwitz al queconocíamos por Cara de Ángel. ¿Sabelo que es para los que sobrevivieron aesa espantosa matanza verle a ustedbronceado, en su mansión, desafiante,justificando aún ahora aquellacarnicería?

—Fue una decisión política.

—¿Asesinar a los niños era unadecisión política?

—No podíamos flaquear ante losniños que serían adultos en cinco o seis

años y se convertirían en un peligro paraAlemania. No había lugar parasentimentalismos.

—Mataba niños, Herr Meissner, ymás si eran deformes, esos eran losprimeros que ardían en las llamas,porque el Tercer Reich buscaba laperfección en todo, en la raza, perotambién en la masacre, que eraindustrial. Y aquel campo era el ejemplode la eficacia alemana. ¿No es cierto?

—Me ha robado buena parte de mitiempo, señor Weis.

—No me llame señor. No seahipócrita. Cíteme por el número que

todavía llevo marcado en la muñeca:33.435.

—¿Sabe una cosa? Lamento nohaberle matado también. Sí, se lo digoen serio.

No debimos dejar a nadie vivo enAuschwitz. Fue una equivocación.

—Se olvidaron de nosotros en suprecipitada huida ante la llegada de losrusos.

Eso fue lo que pasó con los valientesSS del campo de Auschwitz.

—Recibimos órdenes deevacuación.

—Quería preguntarle una cosa, HerrMeissner. ¿Qué piensa de las tarasfísicas y mentales?

—En aquella época ya sabe lo quepensaba. ¡Vaya pegunta!

—¿Y ahora?

—No soy tan joven para mantenermis ideas tan claras. Se cometieronexcesos, seguro, pero eso es ineludibleen cualquier guerra.

—Uno de sus nietos, Vilhelm creoque se llama, es moreno, ¿no es así?

—¿Qué quiere decir?

—A lo mejor es judío, ¿verdad?

—¿Está loco? ¿Qué diantre insinúa?

—Y cojea el muchacho, y es un pocoretrasado mentalmente, tanto, que va auna escuela especial. Una paradoja paraun nazi tener un nieto así. ¿Le quiere?¿Le hubiera gaseado de encontrarnos en1940?

—Voy a llamar a la policía, viejodemente. Hasta dudo de que realmenteestuviera en Auschwitz —gritó cogiendocon fuerza el teléfono—. Usted es unputo paranoico.

—No le va a servir de nada llamar ala policía. Le he dicho mi nombre yademás es auténtico. No me oculto. ¿Qué

me puede pasar? Nada, al lado de lo queya he pasado. Yo morí ese 1 denoviembre, cuando entré en su campo.

—Debió morir entonces —sentenciófríamente Günter Meissner.

—Durante años me he hecho lapregunta de por qué estaba vivo. Ahora,hoy, lo sé.

—¿Por qué está vivo? Usted es unsaco de hiel. No creo ni que se soporteusted mismo. Suicídese.

—Su nieto pequeño, señor Meissner,no ha llegado.

No hubo respuesta hasta mucho más

tarde.

—¿Cómo que no ha llegado? —lapregunta la hizo con voz temblorosa.

—Pregunte. Pregunte al servicio, o asu rubio hermano ario si está jugandocon él en su habitación. Llame a su hijo,por si sabe algo de Vilhelm. Pero yo nolo haría, no perdería el tiempo.

—¿Qué está insinuando, viejochiflado?

—Su nieto, señor Meissner, novolverá, porque le tengo yo, y no haydinero en el mundo, maldito asesino,para comprar su vida. ¿Me oye,Meissner? ¿Me está oyendo? —la voz

de Yehuda Weis adquirió un tono seco,abandonó definitivamente su temblor, sedotó de una energía justiciera—. Estácondenado a muerte como lo estuvieronlos miles de niños que pasaron por susmanos, como los miles de mujeres,ancianos, jóvenes que con un simplegesto mandaba al matadero. Ahora,maldito, es alguien de su sangre quienestá en esa fila de los condenados y sumuerte va a caer como si fuera ácidosobre su cabeza, le va a roer el corazónsi lo tiene —aulló, gastando la voz quele quedaba.

—Llamaré a la policía, demente.¡Eso es falso! ¡Usted no tiene a mi nieto!

¡Puto loco! ¿Qué se ha creído? No me vaa molestar más porque le van a encerrar.

—No lo evitará. Nadie puede evitarsu muerte. Nadie. Hasta el infierno,Günter Meissner. Hasta el infierno.

—¿Quién demonios eres? —gritó.

Yehuda Weis dejó el teléfonodescolgado, oscilando, y volvió a lasala de estar.

Giró la ruedecilla del volumen delgramófono y la melodía de Glenn Millerse expandió con estruendo por toda supequeña vivienda.

Günter Meissner escuchó claramente

Saratoga swing. La música de GlennMiller era degeneradamente americana,pero se escuchaba en el campo de formaclandestina entre los propios guardianesporque era agradable. Permaneció elantiguo oficial de las SS mudo, con elauricular aplastándole la oreja y lamelodía empezó, como por arte demagia, a generar imágenes en sucerebro, a poner en marcha todo unmecanismo de recuerdos.

Yehuda Weis entró en su despacho yun disco de Glenn Miller giraba en elmicrosurco. Saratoga swing. El jovenresponsable del sonderkommando 5 nosabía para qué lo había llamado esta vez

el teniente de las SS.

—Desnúdate.

El adolescente judío giró la cabeza ypermaneció quieto, como si no hubieraoído la orden. El teniente Meissner, consu inseparable fusta, permanecía sentadoen una esquina, junto al discoclandestino que giraba y cuya melodíaalegre sonaba lúgubre en aquel lugar.

—¿Estás mal del oído, muchacho?¿No me has oído? Desnúdate.

Se desabrochó la camisa de rayas,se deslizó el pantalón por sus piernasdelgadas, dejó la ropa bien dobladasobre el respaldo de una silla.

—Del todo, muchacho. Loscalzoncillos también.

Se desnudaban por completo paracada una de las inspecciones médicas,estaban desnudos horas mientras lostemibles galenos del campo con susbatas blancas y sus botas militaresexaminaban sus bocas, sus ojos, sussexos y orificios anales para evaluar sufuturo vital. Permaneció Yehuda Weisdesnudo, en medio del despacho,mientras la orquesta de Glenn Millercontinuaba interpretando Saratogaswing, creando una atmósfera especialde sala de fiestas en aquel lugar tétrico y

gris.

Temblaba de frío y vergüenza. Laluz apagada del atardecer entraba por unventanuco de cristal opaco y, a lo lejos,se oía el sórdido rumor de los hornoscrematorios que no daban abasto en sutarea de reducir a cenizas los cadáveres.

—Me alegro de que aún conservesgrasa, muchacho. Bien. Apoya ahora lasmanos en la mesa y abre las piernas,como para un registro, y agacha lacabeza —ordenó Günter Meissnermientras se incorporaba—. Relájate yno te dolerá, muchacho. Relájate —dijo,con la voz quebrada por la excitación.

El disco llegó a su fin y ahora solose oía el rasgueo que hacía la aguja dediamante sobre los surcos sin músicadel vinilo. En los cinco minutos quehabía durado la pieza musical YehudaWeis había rememorado lo que sucedíasiempre que sonaba la orquesta deGlenn Miller interpretando Saratogaswing en el despacho del teniente Carade Ángel del campo de exterminio deAuschwitz. Las veces que habíaescuchado esa sosegada melodía que aél se le antojaba espantosa, no lasrecordaba, pero habían sido muchas,demasiadas. Alzó la muleta y descargóun fuerte golpe con ella sobre el disco

que se partió en cuatro trozos. Luego,renqueante, fue al teléfono.

Al otro lado pudo oír el aliento deGünter Meissner, su familiar respiraciónentrecortada que no era de placer,entonces, sino de miedo.

—Sé quién eres —le oyó decir—.Maldito perro desagradecido.

Colgó.

Capítulo 17

El bosque de abetos era tupido y, encuanto SE adentraron, la luz seextinguió.

Seguían el curso de un sendero queya el día anterior había recorrido Karimen solitario. El niño marchaba delante,gimoteando, lento por culpa de sucojera, y su captor marchaba detrás,empujándole cuando se detenía agotadopor la rapidez de la marcha, insensible asus lloriqueos.

—¿Adonde me lleva, señor? ¿Quéva a hacer conmigo, señor?

—Haces demasiadas preguntas,chaval. Camina y no mires hacia atrás.¡Camina!

La senda terminaba, pero Karim,entonces, le obligó a meterse entre lamaleza.

Cruzaron un llano, despoblado deárboles, y alcanzaron un nuevo bosquede robustos pinos que alzaban,majestuosos, sus ramas buscando el sol.

—Alto. Hemos llegado.

Se detuvieron. Ese era el lugar.Estaban lejos de cualquier caminoconocido, al final de una carretera

secundaria. Reinaba el silencio solointerrumpido por el removerse de lasramas por el viento. Había bajado latemperatura y el más joven de la dinastíaMeissner tiritaba, aunque quizá no fuerapor el frío.

—Y ahora te estás calladito yquieto.

—Pero ¿qué va a hacer conmigo,señor?

La cara de terror de un niño teníaalgo de especial. Se vio reflejada enella. La cara de terror cuando su padrellegaba de mal humor, hastiado deltrabajo, hosco, vaciaba de un trago la

botella y le zurraba una paliza porque seatrevía a respirar a su lado. El niñoestaba a expensas de lo que quisierahacer con él el adulto, en sus manos.Sacó su móvil Karim, marcó el númerode los Meissner, que había memorizadoen aquel teléfono robado, y esperó a quealguien descolgara un auricular quincekilómetros más al sur.

—Residencia de los Meissner,buenas noches.

—Con Günter Meissner.

—¿Quién le llama?

—Es su querido nieto, que quierehablar con él.

Gertrud dijo «Un momento» y corrióa buscar, con el corazón palpitándole enel pecho, a Herr Meissner. Le encontróabsorto en su despacho. Nunca le habíavisto tan enajenado. Hervía de rabia, deodio, de miedo, cuando Gertrud pasódentro, no sin llamar antes a la puerta.

—Señor, señor, su nieto al teléfono.

Tomó el auricular y apenas le salióu n diga de los labios, como si laspalabras estuvieran pegadas a sugarganta como una lapa.

—Tengo aquí a su nieto —dijo elsicario, siguiendo escrupulosamente elguión pactado con Yehuda Weis.

—¡No le toque un pelo, no le haganada o se las verá conmigo, malditocabrón!

—rugió, apretando el auricular.

—¡Vaya lenguaje que tiene tuabuelo!

—Pide todo lo que quieras, lo oyes,todo, pero devuélvele aquí ahora mismosano y salvo y no se habla más delasunto.

—Lo siento. No estoy autorizado.Hay otros planes, ¿quiere hablar con elpequeño?

—Pásamelo.

Oyó la voz del sicario. No eraalemán. Lo advirtió por el acento. Unmaldito turco. No solo venían a robar eltrabajo, sino que robaban a sus nietos.Oyó la voz del niño, inconfundible.

—Ten, mocoso. Dile algo a tuabuelo.

—¡ Abuelo Günter! ¡Abuelo! —lloriqueó—. Ven a buscarme, por favor,ven a buscarme. Tengo mucho miedo.

—No te preocupes y compórtatecomo un verdadero Meissner —por uninstante le costaba mantener recia lavoz, hablar con ese tono de seguridadque la grave situación requería—.

Dentro de muy poco esto habrá acabadoy estarás de nuevo con nosotros. Notengas miedo, pequeño. Vas a volver.

—¡Ven a buscarme! ¡Ven abuscarme! —lloraba desesperado.

—Mi pequeño, claro que iré abuscarte. No te preocupes.

—¡Abuelo! ¡Socorro! Aggg.

Ya no escuchó más la voz de sunieto, solo un jadeo animal, confuso,palabras que morían en los mismoslabios sin que pudieran ser expulsadas ydescifradas.

—¿Qué le está haciendo, maldita

sea? ¡Deje que hable conmigo, malditasea! —

aulló el anciano Herr Meissner,poniéndose en pie, mordiéndose con talfuerza los labios que se hizo sangre.

El sicario cogió de nuevo el móvil.

—Claro que se lo voy a poner. ¿Nolo oye? No habla muy claro su chico. Yse está poniendo rojo, a punto deestallar. Diría, señor Meissner, que sunieto se está ahogando.

—¡Déjele, asesino de mierda! —rugió, con los ojos fuera de las órbitas,alzándose, como si pudiera impresionara su interlocutor al que no veía.

—Le dejaré cuando esté muerto. Leenviaré el cadáver de su nieto en unamaleta, o quizá le quiere descuartizado.Adiós, Herr Meissner. Trabajoterminado. Su nieto tiene un cuellodemasiado flaco.

Se quedó Günter Meissner con elteléfono en la mano y el silencio al otrolado. Se había cortado la comunicación.Colgó el auricular, llorando, gimiendo, yse derrumbó literalmente en la silla desu despacho con los hombros encogidos,la cabeza gacha y la mirada perdida.Gertrud, la criada, le encontró así,derrotado, cubierto de lágrimas,

completamente roto.

—Llama su hijo por la otra línea,señor Meissner. Dice que es muyurgente.

—Dile que llame más tarde.

—Pero, señor...

—¡Más tarde! —aulló—. ¿Es ustedsorda? ¡Maldita sea!

Fue al salir la asistenta del despachocuando Günter Meissner se levantó de lasilla, cruzó los metros que le separabande la puerta y la cerró por dentro dandodos vueltas a la cerradura, comprobandoque quedaba atrancada y nadie iba a

molestarle.

Luego extrajo una pequeña llave delbolsillo de su batín morado y abrió conella uno de los cajones de su escritoriomientras volvía a sentarse. Tanteó con lamano abierta con la seguridad dehallarla. Debajo de los papeles, dealgunos libros de contabilidad ycarpetas con facturas, estaba lo quebuscaba, un objeto metálico y frío quehabía hablado por última vez en 1945.La sopesó en su mano. Las Lugerseguían siendo las pistolas máselegantes del mundo, tenían una líneasofisticada que las alejaba de las chatasespañolas Star. Chupó el cañón y apretó

el gatillo.

Casi a esa misma hora, cincominutos después, para ser exactos,Yehuda Weis lo intuyó, como si lasplantas de sus pies descalzos querecorrían por última vez el frío pasillode su casa notaran la vibración de lamuerte de su verdugo, su estertor cuandola bala le salió por la nuca y se estrellócontra la pared del salón dejando unapintura abstracta de sangre en el papel.Se había vestido, para la ocasión, con laropa del campo, con la infamante camisaa rayas con el bordado amarillo de laestrella de David y los anchospantalones que se sujetaba con una

correa a su cintura porque quería que elacto tuviera la solemnidad de unaceremonia. Entró en el cuarto de baño,dejó las muletas apoyadas en el pasilloy con dificultad y, tras varios intentosfallidos, consiguió ponerse de pie sobrela tapadera del retrete y mantenerse enprecario equilibrio.

Fue entonces cuando llamaron a lapuerta. Primero hicieron sonar el timbre,luego, al no contestar, comenzaron aaporrear la puerta con las manos. Elúltimo ruido parecía el de un mazo delos que utilizan la policía para irrumpiren la casa de un sospechoso.

Se anudó la cadena del váter alcuello, dos veces, un doble collarmetálico, se acercó con sus piesdesnudos al borde de la taza y se dejócaer. Durante unos segundos su cuerpose balanceó a un palmo del suelo,suspendido de la cisterna, y cuando esta,vencida por el peso que colgaba de ella,se separó de la pared y cayó al suelorompiéndose en mil pedazos einundando el suelo de agua, YehudaWeis ya no respiraba. El desplome de lacisterna coincidió con el desplome de lapuerta. Los policías, cuatro, treshombres y una mujer, entraron en tropel,se atropellaron entre ellos con las

pistolas en la mano.

—¡Aquí está! ¡Rápido! Hay quereanimarle.

Pero nadie pudo reanimar a quienllevaba muerto desde hacía más desesenta años. El cuerpo de Yehuda Weisse negó a volver a la vida de la que porfin se había liberado. Aflojaron el dobleanillo de la cadena en su cuello,insuflaron aire en sus quietos pulmones,golpearon con fuerza su raquítico pechorompiendo una de sus costillas. Nada.

—Mejor que no lo vea —dijo lamujer policía a una chica llorosa, que sehabía quedado junto a la puerta

destrozada, cuando quiso entrar en elinterior del piso.

—Pero yo le entrevisté. Yo mesiento en parte culpable de todo lo queha pasado

—gimoteó, visiblemente afligida, laperiodista de la cadena ZDF EvaSteiger.

—Llegamos tarde. Lo siento mucho.

—¡Dios mío! ¡Dios mío!—gimió,llorando, estrellando su mano contra lapared—.

¡Qué mal me siento!

Cuando Karim fue a casa del viejo

Yehuda Weis en busca del resto deldinero estipulado no le gustó lo que vio.Sobre la acera, junto a la portería de lamodesta casa, había aparcado un cochecelular con las luces destellantes azulesfuncionando.

Giró en redondo, volvió a pasoapresurado a su coche, se alejó y bajósiete manzanas; junto a una cabinapública se detuvo y llamó desde ella aFariza.

—Ah. ¿Eres tú? ¿Has visto lasnoticias? No hablan más que de esepobre niño y el nazi de su abuelo.

—No veo las noticias, las

protagonizo. Deja esa sucia bata blanca,deja de limpiar los culos de losalemanes y baja a la puerta del hospitalen diez minutos exactos. Nos vamos aEstambul.

—¿Estás loco?

—¿No querías volver a Estambulpara ver a no sé quién coño deparientes? Pues vamos a verlos.

—¿Y el equipaje?

—No hay tiempo.

—Pero. . ¿Por qué tanta prisa? ¿Dequé viviremos?

—Tengo dinero ahorrado. Te

compraré ropa.

No las tenía todas consigo cuando seacercó en su coche al hospital. Redujola velocidad y dirigió la vista hacia laescalinata. Ahora sabría si su chica leera fiel en los momentos en que más lanecesitaba. Y la vio, bajar a saltos, losescalones, sin la bata blanca, loscabellos negros sueltos y una falda cortaque descubría sus fuertes rodillas.

—No quiero faldas cortas cuandolleguemos a Turquía. ¿Me oyes? —lereprochó, arrancando no bien ella sesentó a su lado, le echó los brazos alcuello y le dio un largo beso.

—¿Me pondrás un velo?

—Te pondré un velo.

Cuando llegaron al aeropuerto habíaanunciado en la pantalla un vuelo paraEstambul que salía en media hora.Dejaron el coche en el parking ycorrieron por el vestíbulo hasta elmostrador de Lufthansa.

—¿Estamos a tiempo de tomar elvuelo 454 destino a Estambul? —preguntó un jadeante Karim.

—Lo voy a mirar —la muchachaalemana tecleó en su ordenador ycambió el aspecto de su pantalla—. Hayplazas. Pero no sé si lo van a coger si

llevan equipaje.

Están embarcando ahora mismo.

—Dos sin equipaje. Rápido,señorita. No queremos perder ese vuelo.Tenemos que acudir al entierro de unfamiliar.

—Voy todo lo rápido que puedo,señor. El billete lo tiene que dar elordenador.

Por la megafonía del aeropuertollamaban a los últimos pasajeros delvuelo 454

con destino Estambul.

—Aquí lo tiene, señor. Que tengan

buen viaje —le dijo, alargando lospasajes a aquel turco nervioso y bruscoque casi se los arrancó de las manos.

Volaron con los billetes en la mano.Karim se impacientó con el guardaencargado de cachearle en los arcosdetectores de metales.

—Se me escapa el vuelo —espetó.

—¿Por qué no vino antes? Vacíe losbolsillos.

Corrieron luego a la carrera hasta lapuerta que indicaban las pantallasluminosas del aeropuerto. La 24 noparecía llegar nunca. Fariza jadeaba, sinsoltar la mano de su novio.

—No puedo más. Me quedo entierra. No puedo más.

Karim se volvió y tiró furiosamentede su brazo.

—Claro que puedes. No hemosllegado hasta aquí para perder esteavión. Lucha, Fariza, lucha.

Llegaron cuando empezaban a retirare l finger. La empleada del aeropuertoque comprobó sus billetes llamó a lacabina para que volvieran a abrir lapuerta que ya habían cerrado. Karim yFariza irrumpieron en el avión y sedieron de bruces con las azafatas.

—Lo cogen por los pelos.

—Eso es porque somos afortunados—dijo un exultante Karim, buscando suasiento, cediendo, como un educadocaballero, la ventanilla a su amadaFariza.

—Estás loco de atar. No me puedocreer lo que estamos haciendo. Pero yotambién estoy loca como tú.

—Por eso me quieres. Adiós,Alemania.

—No sé por qué te sigo. Estáscompletamente loco.

Al mismo tiempo que se elevaba el

avión sobre el cielo encapotado deMúnich y atravesaba el círculo de nubespara buscar el sol del sur, el niñoVilhelm Meissner, sucio, cansado, conlas piernas arañadas, cojeando más dela cuenta y con el cerco impreso de unasmanos en su cuello, enfilaba el caminosin salida que llevaba hasta la verja dela mansión de los Meissner cinco horasdespués de haber sido secuestrado enese preciso lugar. Era de noche, pero yano tenía miedo. Nadie que volviera delotro lado del espejo podía temer yanada.

San Cugat, invierno de 2005

Fin