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El misterio del capital intelectual de Marx: ¿corriendo por derecha a la Nueva Izquierda?– Pablo Pozzoni– Fundación LIBREEl misterio del capital intelectual de Marx: ¿corriendo por derecha a la Nueva Izquierda?– Pablo Pozzoni– Fundación LIBRE
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(Una extraña antología)
Pablo Pozzoni
¿Qué pueden hacer con Marx las derechas, además de lo que vienen haciendo, salvo honrosas excepciones, hace más de un siglo, esto es: leer los argumentos que éste usaba en su contra para elaborar contrarrespuestas superiores en forma poco constructiva? Pues es sencillo: ¡extraer lo que éste decía en la defensa de esas mismas derechas cuando criticaba a las restantes! Y, aclaro: no se trata de una mera instrumentalización de su obra. Sin lugar a dudas, si Marx tenía cabal razón cuando escribió favoreciendo a alguna de las “diferentes derechas”, entonces el costo será para las restantes, con lo cual no tendría sentido intentar que liberales, conservadores, nacionalistas, tradicionalistas y comunitaristas pretendan convertirse en una suerte de “marxistas de derecha”. El marxismo, si se adopta en forma cabal, no posibilitaría tal uso de su doctrina. Weber sí, pero no Marx. Y eso muestra precisamente la cerrazón, pero a la vez la coherencia interna de su sistema.
La verdad es que me es muy difícil comenzar siquiera este extenso prólogo; informal prólogo aclaratorio ni más ni menos que al esbozo de una antología de citas “derechistas” de ¡Karl Marx! Sé que escribo para un lector medio que, estadísticamente, ve en Marx a una suerte de “bestia negra” de todos sus principios. Alguien que ve en él casi algo no humano, de una maligna inteligencia angélica, que ha inventado una habilísima retórica para manipular y tergiversar la realidad, todo a favor de crear el programa socioeconómico de un movimiento totalitario cuyo nombre propio ha sido “Comunismo”, el cual a su vez encarnaría la manifestación más alta, jamás alcanzada, del mal en política. Yo mismo creí testarudamente en esta responsabilidad de Marx durante mucho tiempo, y quizá, en cierta medida –por las razones esgrimidas por Koakowski–, no me haya equivocado enteramente. O quizá sí. Pero sin duda me equivoqué mucho.
Vale, sin embargo, hacer una aclaración a tiempo: que el Comunismo ha sido una de las peores (o quizá la peor) atrocidad política creada por el hombre, es en parte muy cierto, pero también esconde algo de falso. No entraré en este debate arduo, pero vale la pena aquí reiterar lo que decía Castellani: los totalitarismos extremos que casi en todos los casos llegaron a imponer, en mayor o menor medida, los movimientos comunistas –así como el marxismo-leninismo, que utilizaba a Marx de racionalización superflua y a Lenin como programa estratégico–, no era la mayor corrupción política e ideológica alcanzable por la humanidad, sino sólo su manifestación más brutal, tosca, destinada no sólo a perecer sino además incapaz de descristianizar a Europa; sólo capaz, en cambio, de oprimirla, dejando como única opción liberadora a un progresismo burgués general. Para él, así como para otros pocos pensadores –que sin embargo han resultado proféticos–, algo mucho más insidioso y “pacífico” se encontraba entre manos: la inmersión de la humanidad, a su propio gusto, en un futuro híbrido de un mercado global hedonista y un poder global tutelar. Una nueva izquierda (o, quizá, la izquierda “original”, si nos remontamos al filosofismo iluminista y luego al éxito social de los girondinos) que sería sostenida sobre el capitalismo y que tomaría de éste sus peores características sociales, gobernando mediante una dictadura cultural con prerrogativas típicas de los totalitarismos de la vieja izquierda.
Hecho este excurso, sigo con el párrafo que planeaba como continuación del anterior.
Veamos. Marx no elaboró un programa ideológico-político, ni un proyecto de ingeniería social. La de Marx no fue una suma de apreciaciones distorsionadas de la realidad, ni tiene prácticamente ninguna relación doctrinal con lo que conocemos como bolchevismo. La de Marx era una cosmovisión pretenciosa, que más allá de su extraño método epistémico, intentaba resolver completamente, en todos sus aspectos, el misterio de la sociedad y de su desarrollo hasta el presente, y aunar en un solo lugar todos los aportes teóricos sobre la historia del hombre. Si lo logró, es bastante discutible, pero lo importante es lo siguiente: su éxito no se debió a una sofisticada demagogia ideológica. No voy a negar que en algunas cartas poco conocidas, Marx reconociera abusar de la dialéctica hegeliana para ganar discusiones. Pero para lograr el reconocimiento académico que tiene hasta hoy, tuvo (y de hecho así lo hizo) que haber enriquecido el estudio de la sociedad, la cultura, la economía y la política, y para esto poco importa suponer cuáles eran sus verdaderas intenciones: no se puede hacer esto sin una gran cuota de verdad, o al menos de verosimilitud. Los totalitarismos de los partidos comunistas requirieron la prosa de Marx para darse una pátina de legitimidad. Y esto lo admitía la mismísima embajadora conservadora norteamericana Jeane Kirkpatrick, que iniciaba uno de los acápites de su más clásico texto, aclarando que “descuidadamente llamamos comunismo” a los partidos comunistas, id est al Comunismo como movimiento. Sobra decir existieron mil autores repitiéndolo antes.
Weber solía decir que si se quería dar cuenta de la economía y la política, y para ello avanzar en el desarrollo de todas las ciencias sociales como tales, había que tomar medida de cómo se habían “saldado las cuentas” con Marx, rescatando, con prudencia, el valor heurístico de su obra. Si no se coincide con ésta, es más que comprensible, pero esquivarla en vez de intentar superarla, no reconociendo sus descubrimientos en vez de pensarlos de otra manera, es como pretender eludir y saltear a Kant en el desarrollo del pensamiento filosófico como un mero error. Es imposible. Como sucedió con el idealismo trascendental kantiano, hay que dar cuenta de lo que el materialismo social marxiano supo explicar. Y que supo explicar muy bien. Cuatro lecturas nada marxistas puedo recomendar respecto a esto último: los cuatro capítulos clásicos que Schumpeter dedicara a Karl Marx; el estudio de su obra que hiciera Raymond Aron; dos libros por parte de un economista poco conocido llamado Paul Craig Roberts, que descubren en Marx al precursor de un “analista de los sistemas económicos” desde la teoría de la organización, y un breve ensayo de Andrzej Walicki que explica la complejidad de la concepción que de la libertad tenía el intelectual alemán. Por no hablar del impresionante trabajo compilatorio de Furet sobre el pensamiento político de Marx –quizá el más importante jamás hecho– mediado por una reseña crítica a sus textos dedicados a entender esa bizarra, y perversa, “precuela” casi secuencial de las experiencias políticas del siglo XX que fue la Revolución Francesa.
Dicho lo anterior, cabe aclarar: no todo ha sido obra suya. Marx se paró sobre hombros de gigantes, y no lo ocultaba. Él mismo reconocía que había logrado encastrar en un mismo lugar los profundos análisis de autores que le precedían y que, además, en la mayoría de los casos, le eran muy distantes respecto a su posición política. La mayoría de éstos no eran sólo revolucionarios liberales y socialistas, como se suele creer, sino una variopinta combinación de conservadores y tradicionalistas, muchos incluso monárquicos. Todavía más: sus observaciones más radicales contra el capitalismo, no provenían de aquellos, sino de estos últimos. El más importante de entre estos quizá haya sido el bastante desconocido Lorenz von Stein, con quien literalmente coincidió no sólo en su forma de concebir la clase social como una sumatoria orgánica de relaciones de producción, sino además su teoría de la lucha de clases, y hasta su idea de una infraestructura “material” y “económica” ubicada esencialmente en los medios técnicos de reproducción social. También vale la pena mencionar a uno de sus colegas contemporáneos: el sociólogo tradicionalista Wilhelm Heinrich Riehl, aunque como una influencia que aquél hubiera detestado admitir. Y otra deuda de Marx, probablemente, también haya sido hacia Alexis de Tocqueville; un sociólogo que un poco erradamente se pone, como sucede con el filósofo político Bertrand de Jouvenel, bajo el rubro de los autores liberales clásicos sólo por ciertos aspectos de su obra. Pero, en cualquier caso, si seguimos hacia atrás, encontraremos una suma de otros grandes pensadores que afirmaban lo mismo que Karl Marx, y en tonos todavía más provocadores. Desde Adam Smith sobre el surgimiento de la sociedad de mercaderes hasta los Federalistas concibiendo las facciones políticas como articuladoras de las ideologías de los diferentes intereses sociales creados por la división del trabajo.
Volviendo pues al movimiento que ayudó a catalizar con su genio, el punto es que la relación entre el totalitarismo de los partidos comunistas y la visión del comunismo que Marx tenía como señal de su llegada, es de una oposición tan radical, que cualquiera que se hubiera dedicado unos minutos a leer su obra hubiera visto en el bolchevismo un futuro equívoco que él mismo había en gran medida previsto. Lo que Marx (y cualquier sociólogo serio) entendía como común al socialismo y al comunismo (y que Marx, a diferencia de Weber y Durkheim, fusionaba en un solo elemento), no tiene ni puede tener nada que ver con la economía planificada en forma castrense del modelo de Lenin de un ministerio económico de “dictadores”, ni con la economía monetaria de metas de producción (el famoso “socialismo real”) por el que es conocido casi todo “país comunista”. Puede que el comunismo “holístico” (Paul Mason dixit) de Marx, o “colaboracionismo” (Paul S. Adler dixit), sea un imposible a gran escala para el hombre; una herejía sólo accesible a quizá grandes inteligencias artificiales, y cuya realidad humana pueda limitarse sólo al comunismo carismático de amor como el que conoció el cristianismo primitivo. O sea: fenómenos sociales que se producen como resultado de un objetivo distinto: una comunión en una sociedad religiosa formada por familias, o bien a ciertos tipos de economías de parentesco, o a las órdenes monásticas. Pero no es esta la cuestión. La cuestión es que, como bien dice Ernst Nolte, la imagen marxista del futuro “no era ‘moderna’ en absoluto, sino más bien arcaica al estar orientada a la noción de la humanidad como familia y de los individuos existentes en completa reciprocidad sin distanciamientos ni objetivaciones.” En rigor, el comunismo de Marx es una utopía “ultra-reaccionaria” proyectada hacia el futuro y convertida en “futurista-progresista” mediante la tecnología, vía una coordinación a gran escala sólo posible gracias al desarrollo de lo que dio en llamar el general intellect, lo que se puede entender como el actual trabajo intelectual, en transición de desarrollarse enteramente, y que desplaza por su valor monetario al trabajo manual dado su rol en el aumento de la productividad, no pudiendo finalmente ser medido mediante precios.
Más propiamente: Marx lo que hizo fue, en pocas palabras, unir en un solo lugar todas las formas de organización social humanas; deslindar de éstas todos los supuestos males que según él tenían, y aunar los frutos de su desarrollo histórico en un modelo futuro superador. ¿El resultado de concluir de esta forma el panteísmo evolutivo de Hegel resolviéndolo en la llegada a un paraíso social? Que Marx pudo criticar (y defender) a todas las sociedades desde todas las posiciones ideológicas a la vez.
Trataré de explicar esto último con los ejemplos quizá más importantes, y aunque faltarían muchos otros, se trata de comentarios fácilmente ubicables en su obra:
Marx rescataba, como podría hacerlo un milenarista esjatológico, al comunismo antiguo de los patriarcados matrilineales (presuponiendo un poco erróneamente que todas las formas iniciales de la cultura humana habían tenido esta forma), pero éste consideraba, ya como un modernista, que se trataba de un estado de primitivismo tribal estático que requeriría un cambio hacia la separación social, como única forma de progresar mediante el imperativo de la división técnica y social del trabajo, cosa que sólo podía impulsarse mediante la explotación de estamentos no dedicados a la economía: élites políticas, guerreras, etc., subproductos de las formas primitivas de propiedad privada.
Marx rescataba, como un tradicionalista, a las diferentes fases de las sociedades premodernas, esencialmente aldeas rurales y gremios urbanos, en las cuales encontraba entramados de relaciones personales que posibilitaban una cohesión social organizada por la tradición pero sin velos forzosos de la función social de cada individuo, y donde las herramientas de producción estaban de facto en manos de quienes trabajaban (cosa que continuó en la primer fase de “economía civil” de la sociedad burguesa, y fue tan defendida por los distributistas como opción política). De entre estas fases, rescataba especialmente al feudalismo del occidente cristiano, por su capacidad para abstraer un principio universal de individuación sin que la comunidad se quebrara, aunque supusiera que estaba condenada a hacerlo y hundirse en una vida vegetativa de “idiotismo rural”, dando origen así a su reverso secularizado, mucho más poderoso, en los industriales y políticos modernos: la sociedad mercantil-burocrática moderna occidental que se extendería, con sus empresas y estados, a todo el planeta, cosa que admiraba a la vez con la fe humanista de un ilustrado, y con la inhumanidad de un positivista.
Marx rescataba, como un liberal clásico, a la individuación y colectivización moderna, esto es: al desarrollo, por un lado, de las diferentes clases de la sociedad civil burguesa, y a la creación de una vasta economía impersonal, capaz de coordinar en un solo mundo social a la producción de todo el planeta mediante el dinero a través del proceso del capital y del trabajo invertido abstraído como parámetro de coordinación subyacente y articulado mediante precios; y por el otro, a las élites políticas concentradas en una única dirigente sociedad política burguesa, con su Estado-nación moderno (cuya creación ya entendía como un subproducto de las monarquías absolutas) con su capacidad de establecer un sistema de derechos individuales que posibilitaran la libre comunicación interpersonal y un espacio privado para concebir conscientemente, sin las restricciones de la tradición y la religión, a la forma de organizar la sociedad. En este sentido, Marx era a la vez un defensor de las libertades y bienes sociales y materiales producidos por la sociedad mercantil y por la política republicana, y hasta consideraba la democracia como una aporía que sólo podría, como mucho, servir para representar las ideologías en pugna para hacer funcionar a la sociedad capitalista en forma adecuada, mediante la libertad de expresión individualizada, sin restricciones ni tradicionales ni políticas externas, posibilitada por el Estado de Derecho. Y, sin embargo, al mismo tiempo, consideraba que la forma de lograr estos éxitos modernos era al precio de un resultado social que invertía el valor de los mismos, y, como cualquier revolucionario anti-liberal, consideraba que todos estos progresos se hacían a costa de la alienación más radical del hombre: atomización y pérdida de control de la sociedad, capitalistas incluidos, sobre sus condiciones de vida, la proletarización de la mayoría de los trabajadores, el hacinamiento y la degradación moral, una cohesión humana basada sólo en el delgado hilo del miedo al Estado y del interés en el dinero, y que desembocaba rutinariamente, crisis mediante, en el caos y la violencia, o en la autonomización dictatorial del Estado.
Marx admiraba y detestaba, simultáneamente, todas estas fases históricas que él entendía como el desarrollo necesario de la historia del hombre, y que obedecía a una simetría ontogenética necesaria e inevitable. Y todas sus observaciones sociológicas, tanto políticas como económicas, culturales como religiosas, tienen necesariamente un elemento hostil a todos estos componentes de la historia que las diferentes derechas rescatan. Sí, todo esto es cierto, pero, a la vez, como la otra cara de la moneda, sus observaciones eran hostiles siempre en función de aquellas que eran amistosas para las demás derechas. De hecho, y he aquí el objetivo de este artículo y de la antología de textos que decidí hacer, es mostrar que las múltiples derechas que conocemos, aunque tienen como raíz una oposición mutua radical entre sí, representan aspectos positivos de la sociedad que, con independencia de cuál se priorice, pueden conciliarse. Y conciliarse en una comunión de intereses políticos, cosa que es definitivamente imposible que las vinculen con las izquierdas, que tienen plena consciencia de que su finalidad no puede ser el bien de un ordenamiento social en ningún sentido, ya que implicaría concebir alguna forma de armonía de intereses entre grupos dispares orgánicamente relacionados, lo cual sea quizá la mejor definición esencialista de “derecha” que se puede elaborar. Las derechas, además, tienen algo en común, que no es sólo coyuntural: es la oposición (por razones intrínsecas que tienen que ver con esta misma idea de intereses confluyentes), a la izquierda, y en particular a cierta izquierda “oficial”, que otrora fue económicamente estatista y basada, en el fondo, en un igualitarismo espartano sobre una economía regulada, y que hoy es culturalmente estatista, y basada, en el fondo, en un igualitarismo sexual sobre una economía de mercado.
Pues bien, Marx, repudiaba a estas utopías izquierdistas, ya incluso en sus versiones originales jacobinas. Y como mucho (que no es poco) rescataba de ellas más bien sus estrategias políticas revolucionarias y al control estatal de transición (lo cual llevó a que él mismo fuera el responsable de la degeneración proto-totalitaria de su movimiento, cosa que se puede ejemplificar en su posición respecto a la Comuna de París de 1871 donde su desesperación política lo volvió un rojo más extrañando aquél Comité de Salvación Pública que tanto desprecio le generaba), pero nunca la definición de socialismo fue la de un estatismo general (que Marx afirmaba existía en el “modo de producción asiático”), y todas las propuestas en la dirección de la nacionalización estatal, sea en economía o cultura, le parecían anomalías sin futuro y finalmente regresivas. Y, de hecho, lo eran, si se toma por entero su cosmovisión. La obra de Marx no es una suma de arbitrariedades atadas con alambres de púa, a pesar de eventuales y muy marcadas ambigüedades: no deja de ser bastante sospechoso que, aun siendo de coyuntura, las famosas diez medidas del “período de transición” hacia el socialismo, previstas en el manifiesto de 1848, eran todas de naturaleza estatista y no propiamente socialistas. En sus últimos años, sin embargo, apoyaba convertir a los Mir rusos tradicionales en las bases de emplazamiento –con las fuerzas productivas sociales ya creadas por las burguesías occidentales–, de un comunismo autónomo obrero de gran alcance, y predecía que si una vanguardia comunista utilizaba el Estado e intervenía, cuanto más no sea para la dirección ideológica de estas comunidades, eso significaría la señal de que se habría engendrado un nuevo jacobinismo. Y claramente la historia le dio la razón. Ambas posiciones contrapuestas dejan sospechas sobre la verdadera intención de Marx, y si acaso le importaba primero la destrucción del capitalismo, incluso a manos de un colectivismo de tipo estatal, y recién luego la construcción de un verdadero socialismo.
Dicho todo esto, está claro que Marx no era, sobra aclararlo, representante ni siquiera parcial de ninguna de las derechas políticas que grosso modo subsisten como grupos de presión social e ideológica actualmente, y que son enemigas de las izquierdas oficiales presentes. Marx no era ni un liberal, ni un conservador, ni un nacionalista. Y si vamos a categorías doctrinales más profundas, lo mismo: no representaba a ninguna posición liberal (ni siquiera al socialismo liberal de un Kelsen o un Oppenheimer, y menos al socioliberalismo de un Stuart Mill o un Keynes). Marx no era tampoco, obviamente, un nacionalista tradicionalista: sabía que con razón los tradicionalistas puros rechazaban el concepto moderno estatal de “nación” inventado en el siglo XVIII: un engendro corrosivo de la integridad de las verdaderas comunidades de nacimiento –los pueblos locales– por lo que obviamente apoyaba por eso mismo al nuevo “nacionalismo” en tanto pre-globalizador (sin acercarse ni por asomo a la izquierda nacionalista). Tampoco era un conservador en ninguna de sus formas, ni la del globalismo secular republicano de los neoconservadores, ni la del patriotismo antiglobalista de los paleoconservadores. Pero el punto es que tampoco era lo opuesto: no era un estatista autoritario, populista-democrático y antiliberal; no era un humanista secular enemigo del comunitarismo medieval (un prologuista de uno de sus libros llegó a hablar del “rancio cristianismo ético-político” de Marx), y finalmente, no era un enemigo de la estabilidad social si ésta todavía significaba un desarrollo social y económico, con lo cual no era un anti-conservador. Marx no era un izquierdista, sencillamente. Era un comunista, que no es precisamente lo mismo.
En fin ¿qué pueden hacer con Marx las derechas, además de lo que vienen haciendo, salvo honrosas excepciones, hace más de un siglo, esto es: leer los argumentos que éste usaba en su contra para elaborar contrarrespuestas superiores en forma poco constructiva? Pues es sencillo: ¡extraer lo que éste decía en la defensa de esas mismas derechas cuando criticaba a las restantes! Y, aclaro: no se trata de una mera instrumentalización de su obra. Sin lugar a dudas, si Marx tenía cabal razón cuando escribió favoreciendo a alguna de las “diferentes derechas”, entonces el costo será para las restantes, con lo cual no tendría sentido intentar que liberales, conservadores, nacionalistas, tradicionalistas y comunitaristas pretendan convertirse en una suerte de “marxistas de derecha”. El marxismo, si se adopta como sistema de pensamiento, no posibilitaría tal uso. Weber sí, pero no Marx. (Y esto muestra, a la vez, tanto la cerrazón como el coherente ensamblado de su pensamiento.) Sin embargo, las afirmaciones aquí citadas pueden ser simultáneamente verdaderas, pero ser valoradas en forma distinta.
El punto es que Marx pudo haber tenido más puntos válidos, en aquellos argumentos que favorecen a las diferentes corrientes que llamamos “derechas”, que en aquellos argumentos que las perjudican. Éstos se pueden aceptar críticamente, matizar, o bien resignar al costo que implican, a la manera de Isaiah Berlin. Y aun cuando no se pudiera ¿acaso importa? Al fin y al cabo, si no fuera así, de cualquier forma las derechas estarían en el mismo problema: para resolverlo deberían pensar igual y no contraponerse en cuestiones clave. Pero no pueden, y está bien que así sea. En sus fundamentos últimos no son conciliables, ni lo podrán ser, aun cuando y sin embargo, pudieran depurar sus “modelos de sociedad” adoptando elementos valiosos de las restantes. Fijémonos cuán cierto es esto con sólo unos ásperos pares de ejemplos:
La obra El estado servil del distributista Hilaire Belloc es mucho más radical en su crítica al trabajo asalariado; más intransigentemente anticapitalista que el Manifiesto comunista de Marx y Engels, y sin prácticamente ninguna de las apreciaciones positivas de éstos a la sociedad burguesa, con excepción de una pequeña propiedad cuya protección tiene más de corporativa que de liberal. Ni qué decir del medievalismo comunitario de Régine Pernoud.
El liberalismo en la obra El socialismo de Ludwig von Mises es visceralmente anticristiano; su defensa de la Iglesia es instrumental y casi cínica, ya que considera al antieconomicismo bíblico como una aversión a la base social mercantil que requiere la sociedad occidental capitalista, y su posición al respecto no tiene matices: es radicalmente pro-moderna y anti-tradicionalista, al punto de afirmar que la amenaza no sólo proviene del colectivismo, sino de las “consecuencias sociales imprevisibles” de la comunidad tradicional y que la “libertad está garantizada únicamente por el capitalismo, que reduce prosaicamente las relaciones recíprocas entre los hombres al impersonal principio de cambio do ut des”, así como aclara en su capítulo dedicado al solidarismo económico, que si acaso los propietarios privados por razones culturales hicieran un uso generalizado, libre y voluntario, de su propiedad en formas no egoístas (esto es: no compulsivamente maximizadoras de las ganancias), desestabilizarían la sociedad capitalista haciéndola totalmente disfuncional.
Las obras del pensamiento nacionalista (moderno, mal que nos pese; aunque sus intenciones sean genuinamente tradicionalistas), se dan de patadas no sólo con el feudalismo y el comunitarismo medievales (cayendo una y otra vez en el absolutismo), sino incluso con el anticapitalismo implícito en el corporativismo no-estatal de los distributistas. Y qué decir de lo que el centralismo nacionalista, por más cuerpos intermedios que intente proteger, choca con la mecánica mercantil del resto de la sociedad civil en cuanto a sus componentes modernos: las empresas, cada vez más lejanas de su articulación con cuerpos intermedios tradicionales. Ni qué hablar del Estado moderno, al que los nacionalistas intentan reconducir para sus fines de una modernidad tecnológica culturalmente tradicionalista. Su intento es como intentar chantajear a un demonio con ser exorcizado, para que trabaje para la salvación de las almas del resto de la humanidad. Aun con sus argumentos, olvidan que para un real tradicionalismo, los “pueblos” son poblados, aldeas, villages, comunidades económicas; las “naciones” eran etnias y lenguajes que nos daban nacimiento. Incluso el concepto de “pueblo” como estamento estaba ligado al trabajo, pero era opuesto a la moderna idea de “masas” bajo un Estado-nación.
¡Y los conservadores! ¿Cómo ubicarlos? Las obras de Allan Bloom y Paul Gottfried chocan radicalmente entre sí, siendo las del primer autor de influencia neoconservadora y las del segundo declaradamente paleoconservadoras. Y ambas corrientes conservadoras –unas universalistas y las otras regionalistas– son necesariamente reactivas a tanto a las cosmovisiones individualistas de los liberales como a las colectivas de los nacionalistas, y ni digamos a las tradicionalistas. Es cierto que los conservadores pueden lograr combinar elementos y hasta generar sincretismos con las demás perspectivas, como pueden ser las liberales, las nacionalistas o las tradicionalistas, mientras que éstas no pueden lograr lo mismo entre sí. Pero se trata de una síntesis, donde algo de la posición conservadora es sacrificada o subsumida en una opción diferente, como puede ser el caso del liberal-conservadorismo de Oakeshott, y otras formas relacionadas con cierto tradicionalismo y hasta comunitarismo, como en el caso de la “economía social de mercado” de Erhard o bien el de la “economía del don” de Zamagni.
Insisto, pues, en cualquier caso: ¿es esto hoy tan importante? Las derechas deben aceptar que están en guerra con una nueva izquierda (en realidad con dos: una progresista y la otra populista, que se dan de la mano en cuanto pueden), y que, aunque en muchas cosas se encuentren a mayor distancia entre sí que respecto de estas izquierdas, éstas izquierdas son, por la contingencia política, cultural y social presente, su primer y principal enemigo. Representan la principal amenaza intencional a su misma existencia; socialmente, culturalmente y hasta políticamente. No hay para las derechas, literalmente, ninguna forma de que puedan bregar por su causa, sin primero combatir a estas izquierdas decididas a arrancarlas de raíz del espectro político, y especialmente el cultural. Y estas izquierdas saben perfectamente por qué necesitan hacerlo. Y saben que en su radicalismo hereditario, deben rescatar de cada uno de sus adversarios sus errores y confusiones. Pues bien, he aquí que Marx supo ver (aunque no fue el único, claramente) aquello en que cada uno sí acertaba en cuanto su visión de los fenómenos sociales, y lo adecuado que había en sus argumentaciones. No es coincidencia que a cada paso en que la izquierda comunista se desarrolló, se fue alejando cada vez más, primero del ideario comunista, luego de la obra del propio Marx (primero con Lenin y luego con Gramsci), y finalmente de cualquier ligazón aun indirecta con Marx (hasta llegar a Laclau).
Como bien explicó el cientista político australiano Kenneth Minogue: la dialéctica hegeliana utilizada como sistema ideológico para concebir toda la realidad social desde el binomio “opresor-oprimido”, es separable de la cosmovisión marxiana, y la prueba es el arduo –y, si se quiere, “falsable”– trabajo del marxista analítico Gerald A. Cohen. Es cierto que aquella dialéctica era un subproducto de la forma del marxismo de confrontar sus desafíos intelectuales cuando se veía en apuros, apelando a la crítica de las superestructuras ideológicas mediante falacias genéticas, lo cual sí es quizá lo más negativo y menos rescatable de toda la obra de Marx. Y es ésta dialéctica la que vemos en casi todas las izquierdas actuales, y por lo cual es comprensible (aunque no justificable) llamar a muchas de éstas como “marxismo cultural”. Sin embargo, y volviendo a Minogue, la obra de Marx debe recurrir a esta instancia neutral y ahistórica para comprender la historia; y que cuando no lo hace en función de la dialéctica de un polilogismo clasista, tiende a engendrar radicalismos dialécticos que se escinden de su cosmovisión general, que es superior a las clases que analiza. Por eso, para el pensador australiano, el de Marx es un mapa de base muy útil para entender mil y un fenómenos sociales y que es debatible racionalmente cuando no se encierra en sí mismo como superestructura ideológica de la vanguardia del proletariado revolucionario. De hecho, sin entender los aciertos razonables y atendibles de Marx, no se puede siquiera comprender correctamente a autores tan importantes como Spengler, Polanyi, Wittfogel, Gellner, Bloch, De Benoist, Hermet, Manent, Kirk, Strauss, Linz, MacIntyre, Genovese, Bertalanffy, Morishima, Bauer, Krugman, Coase, Demsetz, Knight, De Soto, Williamson, Ostrom y un larguísimo y aleatorio etcétera (y conste no repito aquí los autores que menciono en el resto de este artículo) de pensadores de las diferentes “derechas” así como de otras corrientes más centristas (no tibias, digo: realmente de centro) o bien que son de izquierdas, y que cuando son sinceras, como en el caso de Hannah Arendt, y aquí Claudia Hilb, sufren el escarnio de ser funcionales a la derecha o de ser directamente la derecha, precisamente por no adaptarse a ciertas modas post-marxistas de turno y, en cambio, denunciar que gran parte de la izquierda histórica ha abandonado el ideal de una emancipación cabal de la explotación, y se ha convertido, desde hace ya bastante tiempo, en la defensa corporativa de dispares conglomerados de élites políticas, de jerarquías nada igualitarias de empleados estatales, o de oligarquías militares como la venezolana, todo en nombre de aquellos asistencialismos de penitenciaría del siglo XX, cuyos residuos ejemplares son hoy Cuba y Corea del Norte.
Y hay algo más, con lo que quiero cerrar antes de reproducir estas citas: lo que llamamos el pensamiento marxiano en general, por entero, y no sólo en estos fragmentos, es literal y hermenéuticamente incompatible como cosmovisión con la del bolchevismo leninista o lo que conocemos oficialmente como “comunismo”. El leninismo no es más que el análisis de las condiciones sociales para la adopción del poder político por parte de los partidos comunistas, con el fin de establecerlos como reguladores de la vida social y económica de diferentes naciones, y no, como en el caso del análisis marxiano, un análisis de las condiciones sociales para la creación de un desarrollo autónomo, fuera de la ingeniería política, de asambleas provisionales obreras para la transición hacia una “asociación libre de productores individuales”, lo cual requiere un insight mucho más profundo en el análisis de los fenómenos sociales. Es por esto que los mejores intelectuales y académicos de la Guerra Fría citaban a Marx para criticar a las dictaduras de los partidos comunistas. Y no para referirse sonsamente a la “traición” respecto a las promesas de Marx respecto a las condiciones que se requerían para una revolución comunista (ya que éste fácilmente Marx podría haberse equivocado), sino porque los mismos métodos analíticos de Marx para analizar a la sociedad capitalista podían usarse para desmenuzar a los modelos, tanto de los militarmente planificados “comunismos de guerra”, como de los estatalmente dirigidos “socialismos reales”, y que, a la inversa de lo que se cree, la conquista del poder por el bolchevismo no demostraba que Marx estuviera equivocado. Como mucho, demostraba que ciertos textos de Marx, sacados de contexto y convertidos en una mala escolástica, podían servir como una buena justificación ideológica para regímenes que él mismo jamás negó pudieran surgir antes del comunismo por éste profetizado (e insisto: afirmar esto, no significa por ello que tuviera razón). Estos regímenes habían podido tomar el poder no mediante la maduración revolucionaria de ninguna clase obrera para reemplazar al capitalismo, sino por todo lo contrario: incluso la democracia directa y a la vez plural de los verdaderos soviets obreros defendida por Arendt contra la dictadura del partido bolchevique, era incapaz de fundar un nuevo orden socioeconómico. Ni siquiera fueron estas asambleas minoritarias las que impusieron el poder del Partido, sino que fue obra de milicianos provistos por Kerensky. De vuelta, regreso con lo que ya decía la embajadora de Ronald Reagan, y que quiero citar completo a pesar de la extensión de los párrafos:
Los partidos comunistas sirven como "vanguardia del proletariado" en naciones sin proletariado, sin capitalistas, sin industria; la conquista militar, la subversión y los golpes de estado sustituyen a las revoluciones proletarias; pequeñas élites de intelectuales ambiciosos sustituyen a las masas trabajadoras. Entretanto, el marxismo clásico es invocado para rodear la búsqueda de poder con una aureola de moralidad y ciencia. Ocasionalmente es enriquecido, pero en general es simplemente invocado: sus postulados básicos no son examinados a la luz de la historia ni de la práctica bolchevique.
En vez de existir la tan cacareada "unidad de teoría y práctica" del movimiento comunista, existe una escisión absoluta entre la teoría y la práctica. En el nivel del conflicto político, los comunistas son pragmatistas consumados y maestros en Realpolitik, no obstaculizada por consideraciones ideológicas dogmáticas ni por inhibiciones éticas. También juzgamos mal la función de la ideología oficial.
Para los no comunistas ha resultado extremadamente difícil asimilar el hecho y las implicaciones de la irrelevancia de la filosofía marxista del desarrollo histórico para la conducta del movimiento. De hecho, el movimiento comunista no tiene base económica ni ninguna relación específica con ninguna clase económica. De hecho, los partidos comunistas no tienen lazos previsibles, determinados o integrales con ningún grupo social o económico particular. La pertenencia tribal, los intereses regionales, el idioma, las rivalidades personales, el nacionalismo, el color y otros factores a menudo sirven como base para separar a los enemigos de los amigos, no su relación con los medios de producción. En las zonas subdesarrolladas, vemos una y otra vez los esfuerzos de los dirigentes comunistas occidentalizados para encontrar o crear la base social para un partido reducido. Sus esfuerzos se concentran en cualquier grupo que esté más distanciado de la autoridad existente o menos integrado a la estructura de autoridad existente. En China, resultaron ser los intelectuales y campesinos; en la India, ciertos grupos regionales y de casta; en Estados Unidos, ciertos sectores de la clase media; en Gran Bretaña, ciertas minorías étnicas; en Francia, los obreros industriales y la intelligentsia; en Africa, ciertas tribus. Y así sucesivamente.
Si los partidos comunistas hablaran de colectivización a los campesinos, de internacionalismo a las naciones nuevas, de conflicto inexorable a los pacifistas, de conformidad ideológica a los intelectuales, de capitalismo de estado a las clases trabajadoras y de dictadura a las clases medias, en pocas palabras, si los partidos comunistas intentaran hacer proselitismo a través del atractivo de sus propios valores, las líneas del conflicto estarían claramente trazadas.
Finalmente, pues ¿qué sucede entonces con la Nueva Izquierda? Al fin y al cabo, incluso el realismo político de los partidos ideológicos leninistas estaba constreñido a una forma específica de éxito, y ésta era la pugna compulsiva entre sus miembros por conducir y liderar un totalitarismo basado en un dirigismo estatal completo. Gramsci liberó bastante al Partido de los condicionamientos impuestos por sus propias excusas “marxistas” y ayudó a fundar un izquierdismo pro-bolchevique nuevo. Pero éste, paradójicamente, terminaría deslindándose gradualmente del objetivo cada vez más ruinoso de crear naciones penitenciarias con economías de hospicio público: sistemas que finalmente sólo servían para mantener a las poblaciones civiles como refugiadas de guerra en países en situación de paz, y cuya única utilidad era su capacidad para sobrealimentar la industria del armamento a costa del resto de la capacidad productiva. Laclau y Mouffe dieron el último paso: abolieron hasta las últimas referencias que quedaban en la “izquierda oficial” ex-comunista a las condiciones sociales como infraestructuras (con lo cual, simultáneamente, se privó a sí misma de coordenadas para crear exitosamente cualquier tipo de revolución social, cualquiera fuera su forma) y fundó un movimiento amplio pero sin un partido como refugio fijo, para llevar al poder (mediante el recurso a técnicas nuevas provistas como “estrategias” para el populismo izquierdista) a los ex-miembros desempleados de la Comintern, pero esta vez en gobiernos estatistas incoherentes, más personalistas que unipartidarios, y sin el condicionamiento de recrear un régimen colectivista. El resultado fue el actual desastre, entre trágico y farsesco, conocido como “Socialismo del Siglo XXI”, cuyas únicas variantes intentadas fueron obra de dos símiles decadentes del allendismo: el de Maduro en Venezuela y el de Ortega en Nicaragua. Hoy ambos devenidos en déspotas vulgares, luego de autogolpes contra sus propias constituciones amañadas.
Ahora bien, tanto el reciclado populista pro-totalitario dirigido por el castrismo latinoamericano, como el humanismo totalitario del neo-progresismo (ambas caras de la “Nueva Izquierda”), no son fenómenos ajenos a esa disolución cultural y a esa fusión conflictiva que licúa las relaciones interpersonales, propias del desarrollo de la vida social en los países capitalistas. Y si bien son la creación deliberada de liderazgos intelectuales y de organismos ideológicos, son, también, un producto del desarrollo cultural de las élites sociales, las clases medias y altas, de los países capitalistas. Surgieron de explotar la situación de masas, cuyas degradadas condiciones de vida no han sido impuestas coercitiva ni previamente por la legislación de un Estado izquierdista, sino que han sido el resultado, necesario y progresivo, de formas extremas de mercantilización social: no sólo la atomización de la esfera pública de la vida social, connatural a los intercambios económicos y políticos modernos, sino también la desintegración de las esferas privadas personalizadas (familias, clubes, grupos de amigos, iglesias, etc.) al mínimo individual: una identidad (im)personal, vital pero aislada, ilusoriamente abstraída de sus relaciones. Acciones deliberadas han colaborado suplementariamente sobre otras no deliberadas, en la obra socialmente deletérea de envilecer y criminalizar los últimos ligamentos comunitarios e interpersonales que existían dentro de aquellos espacios privados, destruyéndolos con el interés y la desconfianza mutua, y convirtiendo a todas las formas de relación social ociosa en potenciales esferas públicas, basadas en vínculos reticulares, y expuestas a ser judicializadas y legisladas, por ende, por un poder público, como vemos crecientemente. Los llamados “nuevos reaccionarios” (Muray, Dantec y Houellebecq) han dado excelente cuenta de este fenómeno.
Pues bien, para entender mejor todo esto, las herramientas intelectuales elaboradas por Marx son bastante útiles, y por eso es que las usan autores de “derecha”, de “centro” y de “izquierda”, en cualquiera de los sentidos que se le quiera dar a estos conceptos en la geografía ideológica de la política. De hecho, diría que hoy y desde hace ya bastate más que un par de décadas, han sido más autores de derecha que de izquierda los que han recurrido a Marx, como es el caso de Furet o Aron. Incluso defensores de la familia han citado a Marx, puesto que aunque éste considere a la misma un subproducto de prevalencia biológica (que existiría incluso dentro de los comunismos primitivos tribales, y que en el comunismo futuro creía él tendería a desaparecer), no dejaba de ser para él una herencia de una forma comunista de vida: las observaciones marxianas son más que útiles para entender la aniquilación de las familias tradicionales extensas (que existieron hasta terminada la Edad Media) y su reemplazo por la familia nuclear burguesa destinada a representar egoísmos en conflicto. La izquierda, en cambio, jugó la carta de inventarnos conflictos ad hoc: ha retornado a un radicalismo dialéctico totalmente elástico aplicable a cualquier grupo social para enmarcarlo en una dinámica de opresor-oprimido, así como se ha degradado a un neo-jacobinismo vulgar, a medio camino entre el elitismo ideológico de los partidos de cuadros bolcheviques, y el populismo electoralista autoritario de organizaciones de masas disfrazadas de mediadoras de un cesarismo plebiscitario. El izquierdismo se ha refugiado en una lectura, sesgada y malinterpretada, de la crítica post-nietzscheana de Weber al concepto de “Historia” (con mayúsculas), para imbuir a este sociólogo de un contingentismo histórico y un anti-esencialismo social que él mismo jamás aceptó, y que sirve de falso soporte a una lectura postmoderna, abstrusa o sincrética, de los fenómenos sociales, por parte de cualquier izquierda que tenga a mano un lenguaje pomposo que oculte su carácter repetitivo y su mediocridad vestida de academicidad. Como mencioné antes: varias de las herramientas de análisis esbozadas por Marx para criticar a la sociedad capitalista (gracias a las cuales es mucho más sencilla y comprensible la lectura de Weber), no sólo son utilizadas por muchos liberales para defender a ésta (o bien para matizar y sofisticar su defensa, como fue el caso del propio Weber), sino que también han servido para perfeccionar las críticas de conservadores, nacionalistas y tradicionalistas que, otrora, inspiraron a Marx, pero que también les sirvieron para criticar al colectivismo e incluso al propio marxismo. Lo mismo se da con el estatismo, el populismo y hasta los diferentes movimientos revolucionarios. Y hoy muchas de las herramientas marxianas de análisis sirven para comprender mejor a los nuevos radicalismos de la izquierda, aún más que sus versiones “clásicas”.
Unas últimas aclaraciones, pues, antes de pasar directamente a las citas de Marx que elegí para esta suerte de antología del “derechismo de Marx”. Los textos están extraídos directamente de traducciones originales, pero el orden de los fragmentos están deliberadamente modificados, a veces incluso intercalando fragmentos de diferentes obras. No aclaro con precisión qué párrafo pertenece a qué obra y qué páginas, porque sería realmente caótico. Pero quien acaso suponga que esta fragmentación y reunificación personalizada por mí, implica acaso una descontextualización que cambia el sentido de los párrafos citados, puede tomarse la total libertad de “copiar y pegar” en el buscador de Google cualquiera de los párrafos y leerlos en su contexto original. Allí se verá que todas las afirmaciones de Marx no cambian de sentido. Obviamente, mi selección es de aquellas partes en las que el autor escribe algo que las diferentes posiciones políticas de derechas pueden reconocer como válidas y fructíferas, con lo cual omití las oraciones y párrafos (por lo general subsiguientes) en los cuales Marx aclara que su posición no deja de ser, como ya dije, necesariamente adversaria de aquello que a la vez elogia. El mal social para Marx, es parte de un desarrollo en fases necesario y cruento, y todos los bienes que ese desarrollo puede ir acumulando requieren, provisionalmente, de su negación histórica. La producción moderna, por ejemplo, llevó a la necesidad de articular las relaciones de las personas entre sí como representantes de cosas, y de allí a la explotación del capital, pero esto le parecía sencillamente un mal evolutivo e inevitable (y con sus propios beneficios de imposible realización previa). Sólo el comunismo futuro –creía Marx–, podría conciliar todos estos bienes en un mismo lugar. Luego, no me pareció que tuviera sentido dejar esos párrafos a manera de oraciones aclaratorias. Sin embargo, a pesar de esto, yo mismo hice las aclaraciones pertinentes como prólogo para cada “capítulo” de esta breve y muy incompleta antología. La razón es también fácil de entender: cada sección está dirigida a una “derecha” diferente, y por ende será fácil para el lector avispado descubrir la relación amor-odio de Marx con las diferentes formaciones sociales que corresponden a momentos del desarrollo histórico según su obra: en el capítulo del “Marx liberal” podremos encontrar la contracara negativa de aquello que elogia el “Marx tradicionalista”. Y así con múltiples oposiciones que no son tampoco siempre binarias, sino que remiten a una relación bastante compleja, pero que denota, sin embargo, la continuidad de coherencia en la obra del Prometeo de Tréveris.
Marx “republicano-constitucional” a la Sartori y Taguieff… como un temprano enemigo del progresismo populista y adversario del antecedente político de la degradación social lumpenproletaria promovida por la Nueva Izquierda, hoy instrumentalizada por el laclaucismo post-gramsciano devenido en el “neo-bonapartismo” de los nuevos “gobiernos populares” según el “socialismo del siglo XXI”, esto es: de los autoproclamados “representantes”, monopólicos y automáticos, de las clases sociales que hoy la izquierda ex-PC determina son “populares”:
El ministerio Barrot-Falloux fue el primero y el último ministerio parlamentario nombrado por Bonaparte. Por eso su destitución señala un viraje decisivo. Con él, el partido del orden perdió, para no recuperarlo jamás, un puesto indispensable para afirmar el régimen parlamentario, el asidero del poder ejecutivo. Se comprende inmediatamente que en un país como Francia, donde el poder ejecutivo dispone de un ejército de funcionarios de más de medio millón de individuos y tiene por tanto constantemente bajo su dependencia más incondicional a una masa inmensa de intereses y exigencia, donde el Estado tiene atada, fiscalizada, regulada, vigilada y tutelada a la sociedad civil, desde sus manifestaciones más amplias de vida hasta sus vibraciones más insignificantes, desde sus modalidades más generales de existencia hasta la existencia privada de los individuos, donde este cuerpo parasitario adquiere, por medio de una centralización extraordinaria, una ubicuidad, una omnisciencia, una capacidad acelerada de movimientos y una elasticidad que sólo encuentran correspondencia en la dependencia desamparada, en el carácter caóticamente informe del auténtico cuerpo social, se comprende que en un país semejante, al perder la posibilidad de disponer de los puestos ministeriales, la Asamblea Nacional perdía toda influencia efectiva, si al mismo tiempo no simplificaba la administración del Estado, no reducía todo lo posible el ejército de funcionarios y finalmente no dejaba a la sociedad civil y a la opinión pública crearse sus órganos propios, independientes del poder del Gobierno. Pero, el interés material de la burguesía francesa está precisamente entretejido del modo más íntimo con la conservación de esta extensa y ramificadísima maquinaria del Estado. Coloca aquí a su población sobrante y completa en forma de sueldos del Estado lo que no puede embolsarse en forma de beneficios, intereses, rentas y honorarios. De otra parte, su interés político la obligaba a aumentar diariamente la represión, y por tanto los recursos y el personal del poder del Estado, a la par que se veía obligada a sostener una guerra ininterrumpida contra la opinión pública y mutilar y paralizar recelosamente los órganos independientes de movimiento de la sociedad, allí donde no conseguía amputarlos por completo. De este modo, la burguesía francesa veíase forzada, por su situación de clase, de una parte, a destruir las condiciones de vida de todo poder parlamentario, incluyendo, por tanto, el suyo propio, y, de otra, a hacer irresistible el poder ejecutivo hostil a ella.
Bajo el pretexto de crear una sociedad de beneficencia, se organizó al lumpemproletariado de París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes bonapartistas y un general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème: con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de Diciembre, «Sociedad de beneficencia» en cuanto que todos sus componentes sentían, al igual que Bonaparte, la necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora. Este Bonaparte, que se erige en jefe del lumpemproletariado, que sólo en éste encuentra reproducidos en masa los intereses, que él personalmente persigue, que reconoce en esta hez, desecho y escoria de todas las clases, la única clase en la que puede apoyarse sin reservas, es el auténtico Bonaparte, el Bonaparte sans phrase. Viejo roué ladino, concibe la vida histórica de los pueblos y los grandes actos de Gobierno y de Estado como una comedia, en el sentido más vulgar de la palabra, como una mascarada, en que los grandes disfraces y los frases y gestos no son más que la careta para ocultar lo más mezquino y miserable. La Sociedad del 10 de Diciembre le pertenecía a él, era su obra, su idea más primitiva. Todo lo demás de que se apropia se lo da la fuerza de las circunstancias, en todos sus hechos actúan por él las circunstancias o se limita a copiarlo de los hechos de otros; pero Bonaparte, que se presenta en público, ante los ciudadanos, con las frases oficiales del orden, la religión, la familia, la propiedad, teniendo detrás de él a la sociedad secreta de los Schuftele y los Spielberg, la sociedad del desorden, la prostitución y el robo, es el propio Bonaparte como autor original, y la historia de la Sociedad del 10 de Diciembre es su propia historia.
Los campesinos parcelarios forman una masa inmensa, cuyos individuos viven en idéntica situación, pero sin que entre ellos existan muchas relaciones. Su modo de producción los aísla a unos de otros, en vez de establecer relaciones mutuas entre ellos. Este aislamiento es fomentado por los malos medios de comunicación de Francia y por la pobreza de los campesinos. Su campo de producción, la parcela, no admite en su cultivo división alguna del trabajo, ni aplicación alguna de la ciencia; no admite, por tanto, multiplicidad de desarrollo, ni diversidad e talentos, ni riqueza de relaciones sociales. Cada familia campesina se basta, sobre poco más o menos, a sí misma, produce directamente ella misma la mayor parte de lo que consume y obtiene así sus materiales de existencia más bien en intercambio con la naturaleza que en contacto con la sociedad. La parcela, el campesino y su familia; y al lado, otra parcela, otro campesino y otra familia. Unas cuantas unidades de éstas forman una aldea, y unas cuantas aldeas, un departamento. Así se forma la gran masa de la nación francesa, por la simple suma de unidades del mismo nombre, al modo como, por ejemplo, las patatas de un saco forman un saco de patatas. En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, por sus intereses y por su cultura de otras clases y las oponen a éstas de un modo hostil, aquéllos forman una clase. Por cuanto existe entre los campesinos parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política, no forman una clase. Son, por tanto, incapaces de hacer valer su interés de clase en su propio nombre, ya sea por medio de un parlamento o por medio de una Convención. No pueden representarse, sino que tienen que ser representados. Su representante tiene que aparecer al mismo tiempo como su señor, como una autoridad por encima de ellos, como un poder ilimitado de gobierno que los proteja de las demás clases y les envíe desde lo alto la lluvia y el sol. Por consiguiente, la influencia política de los campesinos parcelarios encuentra su última expresión en el hecho de que el poder ejecutivo somete bajo su mando a la sociedad.
Engels “clasicista” a la Bloom y Finkielkraut… como un adversario de la disolución de los roles binarios “de género” para los sexos, generada por la proletarización industrial, en base a su consecuente desestabilización de la sociedad moderna:
Una madre que no tiene el tiempo de ocuparse de su criatura, de prodigarle durante sus primeros años los cuidados y la ternura más normales, una madre que apenas puede ver a su hijo no puede ser una madre para él; ella deviene fatalmente indiferente, lo trata sin amor, sin solicitud, como a un niño extraño. Y los niños que crecen en esas condiciones más tarde se pierden enteramente para la familia, son incapaces de sentirse en su casa en el hogar que ellos mismos fundan, porque solamente han conocido una existencia aislada; ellos contribuyen necesariamente a la destrucción, por otra parte general, de la familia entre los obreros. El trabajo de los niños implica una desorganización análoga de la familia. Cuando llegan a ganar más de lo que les cuesta a sus padres el mantenerlos, ellos comienzan a entregar a los padres cierta suma por hospedaje y gastan el resto para ellos. Y esto ocurre a menudo desde que tienen 14 ó 15 años. En una palabra, los hijos se emancipan y consideran la casa paterna como una casa de huéspedes: no es raro que la abandonen por otra, si no les place.
En muchos casos, la familia no es enteramente disgregada por el trabajo de la mujer, pero allí todo anda al revés. La mujer es quien mantiene a la familia, el hombre se queda en la casa, cuida los niños, hace la limpieza y cocina. Este caso es muy frecuente; en Manchester solamente, se podrían nombrar algunos centenares de hombres, condenados a los quehaceres domésticos. Se puede imaginar fácilmente qué legítima indignación esa castración de hecho suscita entre los obreros, y que trastorno de toda la vida de familia resulta de ello, en tanto que las demás condiciones sociales siguen siendo las mismas.  ¿Puede imaginarse una situación más absurda, más insensata? Y sin embargo, esa situación que quita al hombre su carácter viril y a la mujer su femineidad sin poder dar al hombre una verdadera femineidad y a la mujer una verdadera virilidad, esa situación que degrada de manera más escandalosa a ambos sexos y lo que hay de humano en ellos, ¡es la última consecuencia de nuestra civilización tan alabada, el último resultado de todos los esfuerzos logrados por centenas de generaciones para mejorar su vida y la de sus descendientes! Tenemos que, o bien perder toda la esperanza en la humanidad, en su voluntad y en su marcha adelante, al ver los resultados de nuestro esfuerzo y de nuestro trabajo convertirse así en escarnio; o entonces tenemos que admitir que la sociedad humana ha errado el camino hasta aquí en su búsqueda de la felicidad.
Marx “paleoconservador” a la Kirk y Gottfried… casi lindante, respecto al poder gubernamental, a la posición tradicionalista de un “crítico romántico” o “reaccionario” de la sociedad moderna, opuesto al individualismo de la sociedad civil y al colectivismo de la sociedad política:
Este poder ejecutivo, con su inmensa organización burocrática militar, con su compleja y artificiosa maquinaria de Estado, un ejército de funcionarios que suma medio millón de hombres, junto a un ejército de otro medio millón de hombres, este espantoso organismo parasitario que se ciñe como una red al cuerpo de la sociedad francesa y le tapona todos los poros, surgió en la época de la monarquía absoluta, de la decadencia del régimen feudal, que dicho organismo contribuyó a acelerar. Los privilegios señoriales de los terratenientes y de las ciudades se convirtieron en otros tantos atributos del poder del Estado, los dignatarios feudales en funcionarios retribuidos, y el abigarrado mapa muestrario de las soberanías medievales en pugna fue reemplazado por el plan reglamentado de un poder estatal cuya labor está dividida y centralizada como en una fábrica. La primera revolución francesa, con su misión de romper todos los poderes particulares locales, territoriales, municipales y provinciales, para crear la unidad civil de la nación, tenía necesariamente que desarrollar lo que la monarquía absoluta había iniciado: la centralización; pero al mismo tiempo amplió el volumen, las atribuciones y el número de servidores del poder del Gobierno. Napoleón perfeccionó esta máquina del Estado. La monarquía legítima y la monarquía de Julio no añadieron nada más que una mayor división del trabajo, que crecía a medida que la división del trabajo dentro de la sociedad burguesa creaba nuevos grupos de intereses, y por tanto nuevo material para la administración del Estado. Cada interés se desglosaba inmediatamente de la sociedad, se contraponía a ésta como interés superior, general (allgemeines), se sustraía a la propia iniciativa de los individuos de la sociedad y se convertía en objeto de la actividad del Gobierno, desde el puente, la escuela y los bienes comunales de un municipio rural cualquiera, hasta los ferrocarriles, la riqueza nacional y las universidades de Francia. Finalmente, la república parlamentaria, en su lucha contra la revolución, vióse obligada a fortalecer, junto con las medidas represivas, los medios y la centralización del poder del Gobierno. Todas las revoluciones perfeccionaban esta máquina, en vez de destrozarla. Los partidos que luchaban alternativamente por la dominación, consideraban la toma de posesión de este inmenso edificio del Estado como el botín principal del vencedor.
La comunidad en la cual el suelo cultivable pertenece a los campesinos como propiedad privada, en tanto que los bosques, praderas y yermos siguen siendo tierra común, también fue introducida por los germanos en todos los países conquistados. Gracias a las características que tomó de su prototipo, siguió siendo, a lo largo de toda la Edad Media, el único baluarte de la libertad popular y de la vida popular. La “comunidad aldeana” también se da en Asia, entre los afganos, etc., pero en todas partes es el tipo más joven, por así decirlo la última palabra de la formación arcaica de sociedades.
Marx “liberal clásico” a la Berlin y Aron… como un enemigo de las destructivas pretensiones estatistas del jacobinismo mediante la representación popular vía una ideología disputada dentro de un comité partidario, que inevitablemente colapsa y lleva al regreso del orden burgués, con todas sus clases atomizadas, del Estado de derecho y al automatismo de su poder autónomo siempre a riesgo de desbocarse:
Gracias a estos pequeños terrores permanentes de los franceses, uno puede llegar a hacerse una idea mejor del Reinado del Terror. Lo imaginamos como el reinado de aquellos que infunden el terror y es por el contrario el reinado de aquellos que están aterrorizados. El terror en su mayor parte no consiste nada más que en crueldades inútiles perpetradas por hombres que están ellos mismos aterrorizados y que intentan reafirmarse. No me caben dudas de que se debe atribuir casi por completo el Reinado del Terror del año 1793 a los burgueses sobreexcitados que juegan a los patriotas, a los pequeños burgueses filisteos que manchan con su miedo sus pantalones y a la hez del pueblo que comercia con el Terror.
Es cierto que, en las épocas en que el Estado político brota violentamente, como Estado político, del seno de la sociedad burguesa, en que la autoliberación humana aspira a llevarse a cabo bajo la forma de autoliberación política, el Estado puede y debe avanzar hasta la abolición de la religión, hasta su destrucción, pero sólo como avanza hasta la abolición de la propiedad, hasta las tasas máximas, hasta la confiscación, hasta el impuesto progresivo, como avanza hasta la abolición de la vida, hasta la guillotina. En los momentos de su amor propio especial, la vida política trata de aplastar a lo que es su premisa: la sociedad burguesa y sus elementos, y a constituirse en la vida genérica real del hombre, exenta de contradicciones. Sólo puede conseguirlo, sin embargo, mediante contradicciones violentas con sus propias condiciones de vida, declarando la revolución como permanente.
Napoleón representó la última batalla del Terror revolucionario contra la sociedad burguesa, también proclamada por la Revolución, y contra su política. Napoleón consideraba también al Estado como su propia finalidad y a la sociedad burguesa únicamente como un socio capitalista, como un subordinado al que se prohibía toda voluntad propia. Puso en práctica el Terror reemplazando la revolución permanente por la guerra permanente.
Y el drama político termina, por tanto, no menos necesariamente, con la restauración de la religión privada, de la propiedad privada, de todos los elementos de la sociedad burguesa, del mismo modo que la guerra termina con la paz.
La desintegración del hombre en el judío y en el ciudadano, en el protestante y en el ciudadano, en el hombre religioso y en el ciudadano, esta desintegración, no es una mentira contra la ciudadanía, no es una evasión de la emancipación política, sino que es la emancipación política misma: es el modo político de emancipar al poder de la religión.
Engels “distributista” a la Chesterton y Belloc… defendiendo, ya entrada la modernidad, la salubridad social de la vida tradicional basada en la pequeña propiedad y el trabajo obrero independiente… a pesar de la salvedad de hacer una defensa inevitable del progresismo social capitalista, aun siendo admitido como inhumano, por ser necesario para el avance de la historia hacia una humanidad autoconsciente:
Antes de la introducción del maquinismo, el hilado y el tejido de las materias primas se efectuaban en la propia casa del obrero. Mujeres y niñas hilaban el hilo, que el hombre tejía o que ellas vendían, cuando el padre de familia no lo trabajaba él mismo. Estas familias de tejedores vivían mayormente en el campo, cerca de las ciudades, y lo que ellas ganaban aseguraba perfectamente su existencia, ya que el mercado interior constituía todavía el factor decisivo de la demanda de telas –incluso era el único mercado–, y que la fuerza aplastante de la competencia que habría de aparecer más tarde con la conquista de mercados extranjeros y con la expansión del comercio, no pesaba aún sensiblemente sobre el salario. A esto se añadía un incremento constante de la demanda en el mercado interno, paralelamente al lento crecimiento de la población, que permitía ocupar la totalidad de los obreros; hay que mencionar además la imposibilidad de una competencia feroz entre las obreros, debido a la dispersión de la vivienda rural: En términos generales, el tejedor hasta podía tener ahorros y arrendar una parcela de tierra que cultivaba en sus horas de ocio. Él las determinaba a su antojo porque podía tejer cuándo y por el tiempo que lo deseara. Desde luego, no se trataba de un verdadero campesino porque se dedicaba a la agricultura con cierta negligencia y sin sacar de ella un beneficio real; pero al menos no era un proletario, y –como dicen los ingleses– había plantado una estaca en el suelo de su patria, tenía un techo y en la escala social se hallaba en un peldaño por encima del obrero inglés de hoy día.
Así los obreros vivían una existencia enteramente soportable y llevaban una vida honesta y tranquila en toda piedad y honorabilidad; su situación material era mucho mejor que aquella de sus sucesores; ellos no tenían necesidad alguna de matarse en el trabajo, no hacían más de lo que deseaban, y sin embargo ganaban lo suficiente para cubrir sus necesidades, tenían tiempo para un trabajo sano en su jardín o su parcela, trabajo que era para ellos una distracción, y podían además participar en las diversiones y juegos de sus vecinos; y todos estos juegos: bolos, balón, etc., contribuían al mantenimiento de su salud y a su desarrollo físico.
Se trataba en su mayor parte de gente vigorosa y bien dispuesta cuya constitución física apenas se diferenciaba o no se diferenciaba del todo de aquella de los campesinos, sus vecinos. Los niños crecían respirando el aire puro del campo, y si llegaban a ayudar a sus padres en el trabajo, era solo de vez en cuando, y no era cuestión de una jornada de trabajo de 8 ó 12 horas. El carácter moral e intelectual de esta clase se adivina fácilmente. Estos trabajadores nunca visitaban las ciudades porque el hilo y el tejido eran recogidos en sus domicilios por viajantes contra pago del salario, y así vivían aislados en el campo hasta el momento en que el maquinismo los despojó de su sostén y fueron obligados a buscar trabajo en la ciudad. Su nivel de vida intelectual y moral era de la gente del campo, con la cual frecuentemente se hallaban ligados por los cultivos en pequeña escala. Ellos consideraban a su Squire –el terrateniente más importante de la región– como su superior natural; le pedían consejo, sometían a su arbitraje sus pequeñas querellas y le rendían todos los honores que comprendían estas relaciones patriarcales. Eran personas “respetables” y buenos padres de familia; vivían de acuerdo con la moral, porque no tenían ocasión alguna de vivir en la inmoralidad, ningún cabaret ni casa de mala fama se hallaban en su vecindad, y el mesonero en cuyo establecimiento ellos apagaban de vez en cuando su sed, era igualmente un hombre respetable, las más de las veces, un gran arrendatario que tenía en mucho la buena cerveza, el buen orden y no le gustaba trasnochar. Ellos retenían a sus hijos todo el día en la casa y les inculcaban la obediencia y el temor de Dios; estas relaciones patriarcales subsistían mientras los hijos permanecían solteros; los jóvenes crecían con sus compañeros de juego en una intimidad y una simplicidad idílicas hasta su matrimonio, e incluso si bien las relaciones sexuales antes del matrimonio eran cosa casi corriente, ellas solo se establecían cuando la obligación moral del matrimonio era reconocida de ambas partes, y las nupcias que sobrevenían pronto ponían todo en orden.
En suma, los obreros industriales ingleses de esta época vivían y pensaban lo mismo que se hace todavía en ciertos lugares de Alemania, replegados sobre sí mismos, separadamente, sin actividad intelectual y llevando una existencia tranquila. Raramente sabían leer y todavía menos escribir, iban regularmente a la iglesia, no participaban en la política, no conspiraban, no pensaban, les gustaban los ejercicios físicos, escuchaban la lectura de la Biblia con un recogimiento tradicional, y convivían muy bien, humildes y sin necesidades, con las clases sociales en posición más elevada. 
Sólo vivían para para su telar y su jardín e ignoraban todo lo del movimiento poderoso que, en el exterior, sacudía a la humanidad. Ellos se sentían cómodos en su apacible existencia vegetativa y, sin la revolución industrial, jamás hubieran abandonado esta existencia de un romanticismo patriarcal. La revolución industrial no ha hecho otra cosa que sacar la consecuencia de esta situación reduciendo enteramente a los obreros al papel de simples máquinas y arrebatándoles los últimos vestigios de actividad independiente. Si, en Francia, ello se debió a la política, en Inglaterra fue la industria –y de una manera general la evolución de la sociedad burguesa– lo que arrastró en el torbellino de la historia las últimas clases sumidas en la apatía con respecto a los problemas humanos de interés general.
Marx “neoconservador” a la Huntington y Fukuyama… aun admitiendo el carácter autocontradictorio de la sociedad moderna, hace (también como un “neoliberal” desde Mises a Hayek, ó desde Stigler a Friedman) una apología de la necesidad de la revolución globalista de un mercado mundial como un terreno de la libertad individual y el progreso personal, percibiendo el sistema social capitalista como un orden de coordinación espontánea cuyos parámetros abstractos de intercambio, los precios, no son ni pueden ser, en su conjunto, determinados arbitrariamente por los agentes de la producción, sean estos asalariados o empresariales:
Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma refleja ante los hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos del trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y, por ende, en que también refleja la relación social que media entre los productores y el trabajo global, como una relación social entre los objetos, existente al margen de los productores. Ese carácter fetichista del mundo de las mercancías se origina, como el análisis precedente lo ha demostrado, en la peculiar índole social del trabajo que produce mercancías. En los modos de producción paleoasiático, antiguo, etc., la transformación de los productos en mercancía y por tanto la existencia de los hombres como productores de mercancías, desempeña un papel subordinado, que empero se vuelve tanto más relevante cuanto más entran las entidades comunitarias en la fase de su decadencia. Verdaderos pueblos mercantiles sólo existían en los intermundos del orbe antiguo, cual los dioses de Epicuro, o como los judíos en los poros de la sociedad polaca. Esos antiguos organismos sociales de producción son muchísimo más sencillos y trasparentes que los burgueses, pero o se fundan en la inmadurez del hombre individual, aún no liberado del cordón umbilical de su conexión natural con otros integrantes del género, o en relaciones directas de dominación y servidumbre. Si los objetos para el uso se convierten en mercancías, ello se debe únicamente a que son productos de trabajos privados ejercidos independientemente los unos de los otros. El complejo de estos trabajos privados es lo que constituye el trabajo social global. Como los productores no entran en contacto social hasta que intercambian los productos de su trabajo, los atributos específicamente sociales de esos trabajos privados no se manifiestan sino en el marco de dicho intercambio. O en otras palabras: de hecho, los trabajos privados no alcanzan realidad como partes del trabajo social en su conjunto, sino por medio de las relaciones que el intercambio establece entre los productos del trabajo y, a través de los mismos, entre los productores. A éstos, por ende, las relaciones sociales entre sus trabajos privados se les ponen de manifiesto como lo que son, vale decir, no como relaciones directamente sociales trabadas entre las personas mismas, en sus trabajos, sino por el contrario como relaciones propias de cosas entre las personas. Es sólo en su intercambio donde los productos del trabajo adquieren una objetividad de valor, socialmente uniforme, separada de su objetividad de uso, sensorialmente diversa. Tal escisión del producto laboral en cosa útil y cosa de valor sólo se efectiviza, en la práctica, cuando el intercambio ya ha alcanzado la extensión y relevancia suficientes como para que se produzcan cosas útiles destinadas al intercambio, con lo cual, pues, ya en su producción misma se tiene en cuenta el carácter de valor de las cosas. A partir de ese momento los trabajos privados de los productores adoptan de manera efectiva un doble carácter social. Por una parte, en cuanto trabajos útiles determinados, tienen que satisfacer una necesidad social determinada y con ello probar su eficacia como partes del trabajo global, del sistema natural caracterizado por la división social del trabajo. De otra parte, sólo satisfacen las variadas necesidades de sus propios productores, en la medida en que todo trabajo privado particular, dotado de utilidad, es pasible de intercambio por otra clase de trabajo privado útil, y por tanto le es equivalente. La igualdad de trabajos toto cælo [totalmente] diversos sólo puede consistir en una abstracción de su desigualdad real, en la reducción al carácter común que poseen en cuanto gasto de fuerza humana de trabajo, trabajo abstractamente humano. El cerebro de los productores privados refleja ese doble carácter social de sus trabajos privados solamente en las formas que se manifiestan en el movimiento práctico, en el intercambio de productos: el carácter socialmente útil de sus trabajos privados, pues, sólo lo refleja bajo la forma de que el producto del trabajo tiene que ser útil, y precisamente serlo para otros; el carácter social de la igualdad entre los diversos trabajos, sólo bajo la forma del carácter de valor que es común a esas cosas materialmente diferentes, los productos del trabajo. Por consiguiente, el que los hombres relacionen entre sí como valores los productos de su trabajo no se debe al hecho de que tales cosas cuenten para ellos como meras envolturas materiales de trabajo homogéneamente humano. A la inversa. Al equiparar entre sí en el cambio como valores sus productos heterogéneos, equiparan recíprocamente sus diversos trabajos como trabajo humano. No lo saben, pero lo hacen. El valor, en consecuencia, no lleva escrito en la frente lo que es. Por el contrario, transforma a todo producto del trabajo en un jeroglífico social. Más adelante los hombres procuran descifrar el sentido del jeroglífico, desentrañar el misterio de su propio producto social, ya que la determinación de los objetos para el uso como valores es producto social suyo a igual título que el lenguaje. El descubrimiento científico ulterior de que los productos del trabajo, en la medida en que son valores, constituyen meras expresiones, con el carácter de cosas, del trabajo humano empleado en su producción, inaugura una época en la historia de la evolución humana, pero en modo alguno desvanece la apariencia de objetividad que envuelve a los atributos sociales del trabajo. Un hecho que sólo tiene vigencia para esa forma particular de producción, para la producción de mercancías -a saber, que el carácter específicamente social de los trabajos privados independientes consiste en su igualdad en cuanto trabajo humano y asume la forma del carácter de valor de los productos del trabajo-, tanto antes como después de aquel descubrimiento se presenta como igualmente definitivo ante quienes están inmersos en las relaciones de la producción de mercancías, así como la descomposición del aire en sus elementos, por parte de la ciencia, deja incambiada la forma del aire en cuanto forma de un cuerpo físico. Lo que interesa ante todo, en la práctica, a quienes intercambian mercancías es saber cuánto producto ajeno obtendrán por el producto propio; en qué proporciones, pues, se intercambiarán los productos. No bien esas proporciones, al madurar, llegan a adquirir cierta fijeza consagrada por el uso, parecen deber su origen a la naturaleza de los productos del trabajo, de manera que por ejemplo una tonelada de hierro y dos onzas de oro valen lo mismo, tal como una libra de oro y una libra de hierro pesan igual por más que difieran sus propiedades físicas y químicas. En realidad, el carácter de valor que presentan los productos del trabajo, no se consolida sino por hacerse efectivos en la práctica como magnitudes de valor. Estas magnitudes cambian de manera constante, independientemente de la voluntad, las previsiones o los actos de los sujetos del intercambio. Su propio movimiento social posee para ellos la forma de un movimiento de cosas bajo cuyo control se encuentran, en lugar de controlarlas. Se requiere una producción de mercancías desarrollada de manera plena antes que brote, a partir de la experiencia misma, la comprensión científica de que los trabajos privados -ejercidos independientemente los unos de los otros pero sujetos a una interdependencia multilateral en cuanto ramas de la división social del trabajo que se originan naturalmente- son reducidos en todo momento a su medida de proporción social porque en las relaciones de intercambio entre sus productos, fortuitas y siempre fluctuantes, el tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción de los mismos se impone de modo irresistible como ley natural reguladora, tal como por ejemplo se impone la ley de la gravedad cuando a uno se le cae la casa encima. La determinación de las magnitudes de valor por el tiempo de trabajo, pues, es un misterio oculto bajo los movimientos manifiestos que afectan a los valores relativos de las mercancías. Su desciframiento borra la apariencia de que la determinación de las magnitudes de valor alcanzadas por los productos del trabajo es meramente fortuita, pero en modo alguno elimina su forma de cosa.
Se dijo y se puede volver a decir que la belleza y la grandeza de nuestro sistema residen precisamente en este metabolismo material y espiritual, en esta conexión que se crea naturalmente, en forma independiente del saber y de la voluntad de los individuos y que presupone precisamente su indiferencia y su independencia recíproca. Y seguramente esta