EL NARRATORIO. ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 1 NRO 1. MARZO 2016

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Antología de cuentos de autores hispanoamericanos.

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lgunas tardes de agosto traen con ellas una sensación de renacimiento. Con renovados bríos nos invitan a recorrer la ciudad bajo la cálida luz de ese sol tenue, aunque brillante, que nos cobija.

Caminé sin rumbo durante unos veinte minutos, y es posible que durante un instante pensara en ella; el ver a esas otras damas circulando a mi alrededor debe haberme predispuesto a recordarla. También imaginé que si tuviera la oportunidad de intimar con una sola de las damas en cuestión, me olvidaría fácilmente de ella. Pero se hace tan difícil… Es que se dificulta cuando uno no es la clase de hombre que va a entablar una relación profunda con cualquier mujer del montón que le dé oportunidad. Quiero decir, podría tener un flirteo con ellas, una relación ocasional, sexo. Sí, de eso no hay dudas; de hecho, a veces lo tengo. Pero eso no mitiga su ausencia. Lo que extraño de ella son las conversaciones, los intereses en común, incluso nuestros silencios. Eso es lo que resulta casi imposible de recrear. La plaza se extendía allá, al otro lado de la calle que estaba por cruzar. Unos árboles frondosos y añosos cubrían de sombras la mayor parte. En otros sectores resplandecía el sol. El límite entre sol y sombra era difuso, ya que de vez en cuando ráfagas de viento sacudían las copas de los árboles, ocasionando un movimiento que se reflejaba en el piso. Eso me condujo a recordar una teoría cabalística que dice que el mundo en que vivimos es el reflejo de otros mundos que existen en un nivel más elevado. De igual manera, las sombras sobre el piso son dibujadas por la luz que, viniendo desde arriba, se filtra a través de las copas

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arbóreas que mece el viento. Claro que lo que llega aquí, a la tierra, no es el modelo original, ni siquiera una copia similar, tan sólo un reflejo vago de lo que sucede arriba. Con todo, permanecí mucho tiempo ahí sentado, en un banco de esa plaza, tanto como para que el ocaso me encontrara todavía meditabundo con mis cosas. Entonces, bajo la tenue luz de ese crepúsculo de agosto, la vi a ella. Se encontraba algo alejada de donde me hallaba yo, pero no obstante, pude divisar su figura y adivinar el resto. Inmediatamente me puse de pie y caminé hacia ese sector de la plaza. Atravesé toda la parte central del espacio verde recorriendo senderos serpenteantes, llenos de bifurcaciones y giros; tanto que al llegar al otro lado, no la encontré a ella. Retomé hacia el centro de la plaza para subsanar mi error y tomar el camino correcto, pero esta vez me hallé envuelto por un bosque lúgubre, atiborrado de árboles frondosos y pájaros gritones. Desorientado en medio de ese inabarcable territorio, giré en rededor sobre mis talones, escrutando el monótono paisaje que me rodeaba. Sintiéndome perdido, miré al cielo buscando respuestas. Ahora el ocaso era ya historia, una luna fría reinaba en el firmamento, oculta en gran medida tras las ramas que, teniendo en cuenta la época del año, estaban inusualmente tupidas. Caminé un poco más eligiendo cualquier dirección al azar, y así pude divisar un claro. Allí, iluminada por la luna, estaba otra vez ella. Vestía un sencillo vestido blanco. Su piel lucía también blanca como la leche. Sus ojos negros estaban opacos. Su mirada era desangelada. Me acerqué

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a ella presuroso, casi corriendo, pero se evaporó en el aire. Cómo, es un misterio. De alguna manera debo haber quebrado la línea de espacio-tiempo para traerla a ella de regreso en ese lugar; pero al acercarme, la realidad palpable triunfó sobre la etérea. ¿Acaso existe una manera de crear una realidad diferente a la que habitamos a diario? ¿Era yo capaz de inventar con la mente un agujero de gusano por el cual viajar en el tiempo? De ser así, ¿me encontraba yo en el pasado o la había traído a ella al presente? ¿Pueden nuestros pensamientos materializarse? Ella se veía real, sus apariciones habían sido lo suficientemente reales; al menos, yo sentí como que ella estaba ahí, frente a mí. La emoción que experimenté al verla había sido concreta, con esa sobredosis de adrenalina, o endorfina, o qué sé yo… El lugar, la plaza, ya no era tal, aunque conservaba reminiscencias de ella mezcladas con aspectos de otros lugares; era un mix bastante particular, como sólo algo creado por la mente de uno puede serlo. La plaza se había convertido en un no-lugar, donde convivían imágenes del pasado y del presente, y laberintos imposibles, y una bella joven que, a pesar de estar muerta, se mostraba radiante desafiando las reglas de la física. Dicen que ser una persona digna de recordar es una manera de alcanzar la inmortalidad. Esa noche, bajo la luz de la luna, juzgué que ella la había alcanzado.

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l calor la asfixiaba. Desde el patio le llegaba el aroma de los jazmines del país, penetrando y perfumando su piel. Se oía la estridente sinfonía que producía el croar de las ranas. Corrió suavemente la cortina de encaje; la

negra Tomi, como Rosarito la llamaba, cruzaba su pesada silueta por entre las vasijas repletas de flores y esquivando diestramente el aljibe, hacía equilibrio con una gran fuente repleta de pasteles que tenuemente brillaban de almíbar «Seguramente los lleva para las habitaciones de la servidumbre, allí entre murmullos y suspicacias sobre la vida de los patrones, entre risas pícaras y bebiendo chocolate o tés de yuyos humeantes, vaciarían la bandeja, las muy diablas», pensó la joven. La oscuridad iba cubriendo la ciudad, Rosarito apagó las velas del candelabro y con una amplia capa negra se tapó el primoroso camisón de blancas puntillas que cubría su juvenil cuerpo. Su pelo castaño quedó oculto bajo la capucha del abrigo. Salió sigilosa, la noche nublada presagiaba lluvia, nada le importaba, su ilustre Tata estaría charlando y bebiendo licores con sus amigos en la sala, dejando caer miradas lascivas sobre las caderas y pechos de las púberes esclavas. Su religiosa madre rezaría el rosario, arrodillada ante el altar que dispuso en su cuarto, rogando por la bendición de la virtud de su hija. Se adentró por las calles barrosas, desoladas, apenas iluminadas. Sentía la libertad en su cuerpo y en su alma. Salía a sentir la vida. Los olores eran más fuertes lejos de las rejas y los muros de su poderosa familia. Las risas, el sonido de los tamboriles, reemplazaban a las tertulias de intrigas políticas que predominaban en su casa. Quedaban en otro espacio, distantes, el sonido de su

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piano, el aleteo de los abanicos de las damas que tapaban el rubor ante un comentario indiscreto, el rum-rum de las sedas y satenes, deslizándose por los baldosones. Luego de andar unas cuadras, sintió unos pasos que se le aproximaban, su cuerpo se estremeció, creyó desfallecer y se apoyó contra un viejo portal. Los pasos se acercaban, luego el silencio. Todo era oscuro, pudo sentir el olor y la calidez de ese cuerpo tan deseado que a su vez quedó impregnado del perfume a jazmines de la joven. Las blancas puntillas resaltaban aún más entre las caricias de las oscuras manos de José. El torbellino sensual de los movimientos y las quedas palabras amorosas fueron aquietando la pasión, de manera sutil regresó el silencio, solo quedaba la débil vibración de las respiraciones entrecortadas. El regreso fue escondido, ligero. La llovizna cómplice atenuaba el poco ruido que producían los pasos juveniles. Ya dentro de la casa, al pasar por la habitación de la negra Tomi, escuchó la música y las risas. No soportó dejar de compartir y sin dudarlo abrió la puerta y entró. Las negras transformaron sus caras de alegría en las de terror, Rosario les hizo un gesto de silencio con su dedo índice sobre su besada boca y un ademán como que sigan la fiesta y la fiesta siguió. La niña tomó un pastel almibarado y lo comenzó a saborear plácidamente, mientras Tomi le alcanzaba con sus morenas manos una taza de humeante té. Se miraron, Tomi le sonrió y Rosarito satisfecha de tanto placer observó que la negra tenía la misma sonrisa que su hijo José.

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Miré cuando abrió el sexto sello... y la luna se volvió toda como sangre.

Apocalipsis 6:12

í, se acuerda como empezó ese día, como otros pero diferente. Estaba agachada, recogiendo el maíz y mirando el sol. Ese día le tocaba al blanco, de grano chiquito terminado en punta como

uña de lechuza, aquel que usaban seco para que se abra en el aceite caliente, reventando pororós contra la tapa de la olla. A veces juntaba el rojo para hacer el api calentito y dulce, con tortas de grasa y trigo espolvoreadas con miel de caña. O el otro blanco grandote. Una parte engorda las gallinas, la otra, molida en pedazos gruesos, los guisos del invierno. Agachada y mirando el sol, se entretenía pensando en todos los colores del maíz, el negro, el rubio como la pluma de algunos pájaros, el morado con rayitas blancas que dejaba azules los dedos cuando lo desgranaba. Le enseñaron a desmigajar con las manos. –Con cuchillo no, mi alma, que le duele –dijo la abuela. La mañana crecida le entrecerraba los ojos. Enceguecida, siguió mirando terca mientras quebraba del tronco los marlos frescos y lechosos, arrancando con maña los verdes adheridos, las hojas filosas. Alguien baja caminando del sol, o alguien se acerca. Juzgó el resplandor sin distinguir, ya casi le dolían los párpados de desafiar la siesta.

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Ni perro ni lobo; ni hijo del hombre. Una sombra, el atardecer galopando desde lejos. Cansado, como si la sombra no fuera una, ella, si no un quebranto masculino, un rencor de simientes olvidadas, un dolor. Le cayó la oscuridad, mejor dicho, "El Oscuro", sobre los ojos y sobre el cuerpo. Se enseñoreó de su miedo. Le alisó la garganta, tanto que no pudo ni siquiera gritar. Le anudó las manos cerca del maíz fresco. Le enlutó la mirada. Abrió los sentidos en el maizal, la luna enorme emprendía el horizonte. Roja, chorreando sangre. La suya abona una aurora sin fin. Se desparrama ofrendada en los campos del abatí. Reinado de mazorcas con flores erizadas. El maíz, dueño del bien y del mal, de las noches sin luna y de las sangres turbulentas. Deshoja las plantas, arrancando los secretos de la tierra, de la niebla. Matando las vírgenes al sol verdugo de la cosecha ajena.

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ebe un trago más de whisky. Está un poco mareado pero no tanto como para no escuchar, como para no entender que lo habían llamado Norma. Lo había oído fuerte y claro. Baja la velocidad de pronto, el conductor

del auto que viene detrás de él lo rebasa y lo insulta. Luis mira por el espejo retrovisor pero no ve a nadie. «Noorrrmita» escucha esta vez y se estremece, hace quince años que nadie lo llama de esa manera. Los recuerdos, como niebla, le empañan los ojos. Luis se había escapado de su casa cuando tenía catorce años, se había enamorado locamente de un brasilero que lo desvirgó y lo abandonó, y con tal de no volver a soportar a su familia, había ido a parar a un burdel que estaba cerca del puerto. Ahí nació Norma, por Marilyn, porque con el cabello teñido de rubio platino y el maquillaje apropiado se parecía mucho a ella. Era la travesti más linda y despertaba furor entre los marineros que llegaban para desahogarse después de meses en altamar. «Normita» oye de nuevo y frena. Vuelve a beber y se pregunta qué hubiera pasado si con el dinero que ganó ese año hubiera llegado a Europa para operarse, para convertirse en una mujer plena. Había comenzado a llover. Las gotas que pegan contra el parabrisas más las lágrimas que brotan de sus ojos le dan una visibilidad muy pobre. Se siente desnudo, tan desnudo como aquella noche en que hubo razzia y la policía se lo llevó “Por menor y por puto”. El comisario le había arrebatado su documento de identidad. «¿Vos no serás pariente del General Valdez, no?» Lo era, uno de los secretarios de su tío lo sacó de la cárcel a escondidas y lo trasladó al cuartel. Lo golpearon hasta cansarse, le afeitaron la cabellera rubia, lo encarcelaron y,

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después de un mes de confinamiento, lo llevaron al despacho de su tío: «Espero que te haya servido de escarmiento, no te mato porque adoro a tu santa madre». No le dio oportunidad de contestarle, llamó a su secretario «Llevalo adonde acordamos, si se aparta del camino de nuevo, no me pregunten, directamente péguenle un balazo». Así llegó al seminario, así “se curó” y se convirtió en lo que siempre debió ser: el padre Luis, orgullo para su familia, párroco ejemplar de conducta intachable. Toma otro trago. “El padre Luis tiene que llegar a misa” piensa en voz alta, mientras arranca su auto de nuevo. Una motocicleta que va a toda velocidad pasa a su lado. Llegan a un paso a nivel y ambos vehículos se detienen frente a la barrera baja. El motociclista mira el tren y Luis mira al motociclista, está empapado y es joven y apuesto. De pronto oye de nuevo la voz «Nor-ma, Nor-mii-ta». La barrera se levanta y el muchacho sigue su marcha. Luis va tras él, acelera. «Es ese mocoso, sabe mi secreto, conoce a Norma, tengo que decirle que está muerta». Bebe más whisky, ve las rayas del camino onduladas y a la moto como una bola de pinball que se desliza de un lado a otro del camino. Luis le hace juegos de luces para que se detenga, tiene que hablar con él, tiene que decirle, pero el muchacho en lugar de parar, se aparta. El cura pierde el control del auto, choca contra la moto, su conductor vuela por el aire y aterriza sobre el asfalto como un barrilete roto. El padre Luis no lo socorre, acelera, huye del lugar y de las voces, que ahora son ensordecedoras y no paran de llamar a Norma.

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a moneda gira en el aire deteniéndose por unos segundos y contorneándose sobre su eje. Un metro por debajo de la evolución del redondeado trozo de metal dos hombres rezan para sus adentros. El

más joven mira fijamente hacia arriba. El más viejo aprieta los puños con fuerza hasta hacerlos vibrar levemente. Un poco más allá, un grupo de hombres y mujeres sigue la escena como espectadores. El humo que se eleva desde los ceniceros no permite ver con claridad los pocos segundos en los cuales la moneda permanece navegando la leve corriente de aire que ingresa desde el exterior del lugar. Algunos contienen la respiración, otros cierran los ojos como temiendo que algo malo suceda. La tragedia flota en el aire y hasta aquellos que recién han llegado saben que algo terrible puede ocurrir. La moneda desciende tomando velocidad a medida que se aproxima al suelo. En una milésima de segundo todos los murmullos cesan. Es tal el silencio que el impacto del metal contra la baldosa blanca resuena hasta en el último rincón del lugar. María respira profundamente y contiene el aliento. No entiende por qué esos dos hombres han llegado a ese punto. No se siente importante, se siente disputada. Como una cosa, como una posesión. Sus ojos oscuros siguen el trayecto de la moneda. Agarra con fuerza la manga de su vestido negro estrujando y tironeando. Quizás otra persona se sentiría orgullosa pero ella siente tristeza. Tristeza por sentirse un objeto. Sí, es eso, ella es un trofeo, como la cabeza o la piel de un león traída de un safari o como un objeto, valioso o no, para exhibir al resto del mundo.

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La moneda rebota y se desliza en el suelo, gira como un remolino describiendo espirales entre las patas de una de las mesas. Enrique la mira con los ojos desorbitados. Su frente está empapada de un sudor frío y sus manos también están transpiradas. Es el momento del miedo, de la duda. ¿Y si él no resulta ser el favorecido por el azar? Se dice que nunca debería haberse metido en esa relación. Que no debería haber aceptado la apuesta. Que de acuerdo a cómo caía la moneda, todo podía terminar trágicamente para él. Después de todo, ¿Quién era esta mujer María? ¿Valía la pena el riesgo? ¿Qué podía darle ella? Sigue con la mirada el recorrido de la moneda y un escalofrío recorre su espalda. Franco mira la moneda que gira sobre su eje cada vez más despacio. Sigue apretando los puños y pasa la lengua por su labio inferior para luego morderlo levemente con los incisivos. Piensa que en definitiva todo es culpa suya: él se había molestado con ese pendejo que se había acercado a María. Él también había tenido la idea de la apuesta. Y a él se le había ocurrido que el perdedor tenía que tomar el arma que estaba sobre la mesa y pegarse un tiro. Mira el caño del revólver que parece observarlo apoyado sobre la madera cuarteada. Un calibre grande. Con un disparo alcanza para volarle la cabeza a una persona. El otro había titubeado, pero él no. Él no quería dejar a sus espaldas a un tipo carcomido por los celos y para colmo más joven, más fuerte y más rápido. Pero duda, y eso lo pone nervioso, lo cual se nota en el leve tic que contrae su párpado derecho. Quizás fue un error apostar. Quizás se había equivocado al plantear el tema del revólver. Después de todo no estaba locamente enamorado de María. Le gustaba,

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era cierto, pero también le habían gustado docenas de otras mujeres a lo largo de su vida. Él había elegido cara, pero ¿Y si la moneda caía ceca? Era la muerte segura. “No vale la pena”, se repitió una y otra vez. La moneda gira perdiendo velocidad e inclinándose cada vez más con cada vuelta. Las miradas se fijan en el suelo y muchos de los espectadores se levantan de sus asientos y se acercan para poder observar con más claridad el desenlace de la apuesta. Algunas sillas son apartadas para permitir que más gente se aproxime. Cara. La moneda finalmente descansa con el rostro del prócer o noble de turno mirando hacia el techo. Los asistentes presienten el desenlace, huelen la sangre por venir. Giran sus cabezas buscando a la víctima. Ya no importa la mujer ni el ganador. Lo relevante ahora es el perdedor y lo que deberá hacer en unos segundos. Los ojos buscan el revólver cargado que yace sobre la mesa, aguardando. Hombres y mujeres miran hacia todos lados con avidez, luego con desesperación, finalmente con desencanto. Los dos hombres que habían apostado por la mujer llamada María, los dos que habían declarado su pasión por esa mujer, ya no están en el lugar.

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asi medianoche, el mar embravecido me mojaba como queriendo espantarme. Entré al Torreón del Monje, busqué una mesa escondida y pedí un whisky sin hielo. Un flaco, tocaba el piano con desgano, una

melodía que me pareció conocida. Estuve casi una hora solo, sentí deseos de respirar aire fresco y llame para pagar. En ese preciso instante la vi. Entraba sonriendo, tomada de la mano de un hombre joven. Toda mi atención estaba en su sonrisa, tendría veinte años. Prendí un cigarrillo y esperé. Una hora después se levantaron para irse, ella seguía sonriendo. Los seguí hasta que bajaron a una desolada playa. El fiscal insiste, doble homicidio con alevosía... yo sólo recuerdo su sonrisa...

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nochecía cuando lo vi. Llegaba a casa apurada, anhelando el abrazo de Pablo y de mis hijos. El horario de trabajo se me había hecho interminable.

No sé si pasó cerca a propósito, porque cuando llegué frente a mi puerta, su figura se desdibujaba tras la llovizna persistente. Flaco, encorvado, y vencido por la muerte inminente, había dejado de parecerse a un águila orgullosa para transformarse en un pobre cuervo doliente. Entreví que llevaba las manos aferradas al cuello del sobretodo, que seguramente no alcanzaba a protegerlo del frío. Busqué en mí alguna emoción que me conectara a él, pero fue en vano. Ni siquiera el recuerdo del agridulce despertar del deseo, que ya había superado e intelectualizado. Desde mi memoria llegó una ráfaga impregnada con el olor de su colonia cara y de sus cigarrillos americanos; el colmo de la sofisticación en los convulsionados setenta. Recordé, como si los recuerdos le pertenecieran a otra, la emoción violenta de la trasgresión. Y casi enseguida, el sabor amargo del último beso, que tanto me había hecho llorar. Ante mí desfilaron rápidamente, tal como las describen los que tuvieron visiones de muerte, varias escenas de momentos prohibidos, mentiras y reproches, engranadas unas tras otras en nuestra breve historia, como las cuentas de un collar.

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Sin embargo, la adolescente enamorada hacía tiempo que había desaparecido. Y por lo visto, también el querido profesor de treinta y cinco que, enamorando alumnas, conseguía información para los represores. El recuerdo punzante de Amanda y de Mauro, los revoltosos delegados de mi clase, quedó para siempre en las fotos desvaídas y manchadas de lágrimas que guardo entre mis viejas carpetas de la secundaria. Estoy segura de que esa noche lo vi. por última vez. Como no creo en el azar me resigné a perdonarlo. Tal vez porque sentí que en ese mismo momento, había empezado a convertirse en un fantasma.

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renó detrás de un Fiat azul. Levantó la mirada hacia las luces del semáforo y esperó. Algo le vino a la mente—¿Desde cuando obedecemos las órdenes de una máquina? Eso me pasa por pensar en nada—se dijo.

Entonces detuvo su atención en el retrovisor lateral del Fiat que tenía adelante y se quedó mirándolos. Labios. Solo los labios de una mujer enmarcados por la forma de aquel espejito que sobresalía de la puerta de un auto como tantos. Antes que el semáforo cambiara de color, o que la máquina le ordenara avanzar, a la de los labios primero y a él después, Esteban imaginó que alcanzaría a ver los ojos y la nariz de la mujer. Sabía a qué tipo de rostro correspondían esos labios: suaves, discretos, definidos, jóvenes. ¿Lo sabía, o se estaba jactando de sí mismo? Miró otra vez; le parecieron hermosos. La deformación profesional no le impedía sentir un marcado atractivo hacia ese pedazo de mujer, literalmente hablando, que no terminaba de ampliársele. Del espejo desvió la mirada hacia el interior del coche tratando de definir la nuca de aquella mujer. Fue inútil. El apoya-cabeza impedía la visión. Revisó lo que pudo de aquel auto azul buscando indicios que revelaran la personalidad que correspondiese a esos labios, pero tampoco halló nada. Ningún sticker, ningún objeto en la luneta trasera, nada. Se deslizó hacia la derecha y volvió a mirar adentro del Fiat. Ahora podía ver el espejo retrovisor del interior, pero solo obtuvo la confusa imagen de unos anteojos negros y grandes que ocupaban todo el reflejo —Al mejor estilo de las del jetset—fantaseó. Aunque estaba seguro que no se trataba de alguien importante, es decir famoso. —Ellas no andan en Fiats azules—coligió, ahora más racional. Como lo único que tenía cierto eran aquellos labios del espejo lateral, empezó a imaginarse el resto

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del rostro con la metodología grafoscópica que empleaba para proyectar los rostros en sus investigaciones habituales. Ahora lo guiaba la experiencia más que la curiosidad. Las comisuras dejaban expresar un gesto de tranquilidad que seguramente se extendía por el mentón y las mejillas. El labio inferior parecía sostener el superior, señal inconfundible de un carácter decidido, o por lo menos firme. El labio superior, algo más tierno, suponía paciencia, reflexión o tranquilidad. Haciendo uso de una prodigiosa memoria, recordó por lo menos media docena de rostros con esas particularidades. Pero ahora dudaba de la edad, aunque por el color del rouge, no pasaba de 25 años. La piel se apreciaba intacta, si bien el maquillaje la cubría de manera engañosa, no permitiéndole saber exactamente de qué color era su tez natural. De pronto, se formuló que debía ser de determinada manera, más por el juego que por el resultado de su somero análisis: 25 años, soltera, profesional, seria, muy seria. De un instante a otro los labios desaparecieron y una oreja con un pendiente de oro con forma de coma, ocupó su lugar en el retrovisor que observaba. Apenas se percibía el pelo recogido color castaño oscuro, fugándose brillante hacia arriba y por detrás de la oreja. Había calculado bien. La oreja no pasaba de los 25, pero el arete correspondía a una mujer de más edad. Era evidente que con él no buscaba llamar la atención, aunque la simplicidad de su forma realzaba la delicadeza del lóbulo y las curvas finas del pabellón. Volvió a deducir que se trataba de alguien inteligente, calculador. En ese momento tuvo una ocurrencia tan peculiar como absurda: ella lo estaba escuchando a través del espejo. Estaba escuchando su pensamiento. Si eso era cierto no perdía nada intentando hablarle en voz alta a

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través del retrovisor del Fiat azul. —Hola, estoy intentando saber cómo eres, pero lo único que puedo observar de vos...—De repente el semáforo cambió a verde y el Fiat se despegó del coche de Esteban. Los labios volvieron al pequeño espejo y se alejaron rápida e inexorablemente hacia un horizonte de vehículos que los incluían en un anonimato aun mayor. —No todo está perdido— pensó Esteban, y arrancó de un tirón su auto persiguiendo al Fiat como un sabueso. El teléfono sonó pero Esteban ni se inmutó. Tenía toda su atención puesta en aquel coche azul que se desplazaba a cincuenta metros delante de él, como si dentro suyo un mecanismo automático hubiera cambiado de función, pasando de la observación minuciosa a la persecución sistemática de un objetivo. Sus manos se aferraban al volante pero sus ojos estaban clavados en el Fiat azul: su mirada se habían convertido en una mira telescópica. Avanzaba cada vez más de prisa y asumiendo más riesgos. Por milímetros no se tocaba con los autos a los que rebasaba. Los conductores lo miraban con susto en la cara. Esteban estaba realmente transformado cuando abrió la guantera y extrajo la luz estroboscópica. La pasó de la mano derecha a la izquierda, luego la sacó por la ventanilla y el imán de la base se pegó enseguida al techo. Conectó el cable en el encendedor y la luz azul empezó a girar como un faro enloquecido. Antes que pudiera accionar el interruptor de la radio para pedir refuerzos, la dueña de los labios había efectuado por lo menos cinco disparos que Esteban no pudo evitar. Su Renault perdió velocidad y se fue a estrellar contra una camioneta estacionada. Esto es lo que vieron los testigos. Lo que Esteban vio fue distinto. Cuando “labios” asomó una 38 en dirección a él, frenó todo lo que pudo y torció el volante hacia la

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izquierda para evitar la trayectoria de los disparos. Las balas no lo tocaron; ni a él, ni al Renault, ni a nada; pero el encontronazo con la camioneta lo dejó fuera de combate. En el Gregorio Marañón lo habían atendido como siempre. Ahora su salud estaba mejor. Le aplicaron un vendaje a la altura de las costillas y unos apósitos en la cara. El resto no era nada; el susto del impacto, solo eso. Al salir a la calle, encendió un cigarrillo. La tarde caía sobre Madrid. Tenía ganas de llegar a la casa, tomarse un café, encender la T.V. y no pensar. El Fiat azul llegó a su lado, despacio. Él abrió la puerta y ella lo miró seriamente.—Vamos a dejarnos de tonterías, Esteban. Eso no fue gracioso —Esteban sonrió y antes que el coche arrancara, se acercó a esos labios de mujer que le apasionaban y los besó. —Estoy bien Lulú—le dijo. —La próxima vez, tu me persigues a mí—. El Fiat azul se alejó por la calle de Máiquez hacia ODonnell, con los labios de ella reflejados en el retrovisor izquierdo y los de él, sonriendo, en el derecho. Antes de girar hacia el oeste buscando Alcalá, una mano de mujer salió por la ventanilla y dejó caer con displicencia un revolver 38. El arma reboto varias veces sobre el pavimento antes que las ruedas de un autobús la aplastaran, dejando salir por el cañón el último y agónico chorrito de agua que contenía.

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ariela tiene una arriesgada obsesión por las alturas que la lleva, día tras día, a tentar a la gravedad. Vive continuamente en la cuerda floja, sin temor a caer.

Como los pájaros, ella también sabe de tejados, de cornisas, de barandillas de balcón y de tendederos. Como los pájaros, Mariela ha decidido posarse hoy en el cable de la luz.

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urante el año 1888, en Londres, se cometieron una serie de lúgubres asesinatos que jamás fueron resueltos. El día 9 de Noviembre de 1888, Jack El Destripador cometía su último asesinato, dejaba su impronta para la posteridad y desaparecía, sin volver a matar, y sin dejar rastros. El cochero cabeceaba, luchando contra el ritmo monocorde de los cascos del caballo sobre el adoquinado del húmedo Londres. Nada había sido fácil en la vida de Jack Keane. Él hubiera preferido no trabajar por la noche. También hubiera preferido no tener que usar el viejo Brougham, heredado de su padre, para poder vivir. No le gustaba nada dejar a su hija Sally todas las noches sola. Las noticias sobre los escalofriantes asesinatos de mujeres le preocupaban mucho, pero llevar caballeros adinerados en busca de cuerpos en alquiler entre el West End y el East End le proporcionaba buen dinero, y esto solo ocurría después de la caída del sol. Había sido un largo día de trabajo. Doce horas eran muchas, pero al menos había podido darse el lujo de comprar algo de carne y verduras. Sally siempre lo esperaba con el caldero encendido para preparar la tardía cena y comentar los sucesos del día. Hoy no iba a ser la excepción, y él tenía algo interesante para contar. Con los últimos cabeceos y bastante hambre en su humanidad, Jack llego a su casa, en el pobre barrio de Kensington. —Buenas noches, mi dulce Sally —saludó ceremoniosamente a su hija. —Buenas noches padre —contestó ella, con no menos ceremonia.

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—A que no sabes a quien llevé a toda prisa a esta tarde a Scotland Yard? —disparó Jack, ansioso por contar sus novedades. —Ser adivina no figura entre mis muchas cualidades, padre —contestó Sally con una sonrisa mientras preparaba la esperada y frugal cena. —Bien—dijo Jack—llevé al hombre del momento. Al detective Lusk, el que recibe cartas del asesino misterioso que mata mujeres y les arranca partes del cuerpo. —¿Ha vuelto a matar mujeres, padre? —inquirió Sally. —Me contó que el asesino se hace llamar a sí mismo “El Destripador” — comenzó a contar Jack. —Ya ha matado a cuatro mujeres, todas ellas prostitutas. Pero lo peor no es que las haya matado, sino la forma en la que lo ha hecho. Todas fueron encontradas con el cuello cortado. A una de ellas le mutiló brutalmente la cara, a dos les sacó un riñón, y a una de esas dos además le sacó los ovarios. —Todo esto, según el detective, lo hace con un bisturí. Y para hacerlo todo aún más tétrico, aseguran que siempre lleva encima una botella con sangre de sus víctimas. —¿Y no sospechan de nadie, padre?- dijo Sally con voz atemorizada. —Me comentó el detective que sospechan de un tal Doctor Druitt y también de un inmigrante polaco de nombre difícil. —¿Pero aún no han detenido a nadie?

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—No, pero necesitan detener a alguien pronto—contestó Jack bostezando— Comamos y vayamos a dormir hija, que asustarnos con estas historias no nos dejará dormir tranquilos. El día 9 de noviembre de 1888 transcurrió, como era habitual en Londres, húmedo y lluvioso. La mitad de la noche encontró a Jack Keane en su viejo Brougham, yendo a su cita con el destino. Había dejado a uno de sus pasajeros habituales en el East y ya estaba pensando en un buen caldo caliente. El cansancio ya estaba empezando a pesarle en los viejos huesos, cuando de repente se encontró con una multitud arremolinada en el medio de la calle. —¿Otra vez quieren linchar al jefe de policía? —pensó Jack. Se apeó del Brougham, intrigado por saber que ocurría. —¿Qué ha pasado? —preguntó a un pelirrojo con gorra de marinero. —El Destripador ha matado de nuevo—le respondió el marinero sin mirarlo—Parece que a ésta le cortó la cabeza, y tan solo tenía 24 años —agregó. —¡La edad de mi Sally! —tembló Jack. —¡Y está sola en casa! Esta vez el miedo y no el cansancio lo atenaceó a volver con urgencia a su hogar. Se subió de un salto al carruaje con mil imágenes en su cabeza, y azuzó imperiosamente al caballo.

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De repente ya no le importaba terminar la noche con más dinero, sino ver de nuevo la sonrisa de su hija. La multitud ya había quedado atrás, y los alrededores de Picadilly estaban oscuros y desolados. Los cascos del caballo repiqueteaban rítmicamente y el traqueteo del Brougham volvía a ser una canción de cuna para el preocupado y cansado Jack. Un poco la noche cerrada, un poco el adormilamiento, hicieron que Jack Keane no viera a tiempo el bulto negro que se cruzaba en su camino, pero el golpe seco, un grito ahogado y el súbito relincho del caballo le borraron el sopor de inmediato. El cochero se bajó rápido para ver qué era lo que había atropellado, rogando que no fuera uno de esos chicos sin padres que solían hacer diabluras y correrías por las noches. Lo que vio Jack no era un chico. Era un hombre de unos 35 años, bien vestido, seguramente de la alta sociedad de Londres, con sus ropas manchadas de abundante sangre. Jack le abrió las ropas con desesperación, buscando una herida o un corte, pero no encontró nada. —¿De dónde viene tanta sangre?- pensó Jack intrigado. El hombre agonizaba porque el caballo y una rueda del Brougham le habían pasado por encima. Jack se persignó y pidió brevemente por el alma del moribundo.

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A unos pocos centímetros de allí, ocultos por la oscuridad, una botella rota con restos de sangre y un afilado bisturí eran mudos testigos de la justicia divina.

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stá sentado sobre el césped verde recién cortado, con las piernas extendidas, jugando a estirar y encoger los dedos de los pies. ¡La voz que lo llama suena tan lejana! La suave brisa le da de lleno en el rostro y

aspira con profundidad la humedad que destilan las plantas cercanas a él. En el centro de su pecho desnudo, tiene todavía los pétalos de la margarita desojada, las mira y suspira. La pelota de plástico yace a unos metros, dormida en vestigios de barro, perdiendo su silueta a base de patadas, la mira y sonríe. El tirón de orejas lo levanta casi hasta hacerlo saltar, intenta escapar pero no puede. Se viene el baño con el maldito shampú metiéndose en los ojos, la tarea con las vomitivas sumas y restas, la cena con esos asquerosos brócolis y la cama con el coco en el ropero.

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l hombre salió de su auto, dando gracias que por fin se alejaba de ese tráfico infernal, empezó a caminar, sobrio, ausente, silente, como lo hacía cada mañana, a esas mismas horas, por ese mismo lugar, de la

mano de la rutina. Al llegar a la esquina, creyó reconocer a una antigua amante al otro lado de la transitada calle, miró el semáforo que acababa de cambiar de color, notó un leve cosquilleo en las manos, eran síntomas de que le sudaban. Los segundos se tornaban eternos, allí, parado, esperando un cambio de humor en el día. Una leve taquicardia de antaño se dio cita en su cansado corazón. Mientras esperaba el permiso del semáforo para correr hacia ella y saludarla, vinieron de golpe a su mente toda una oleada de recuerdos en forma de imágenes en blanco y negro, que le hicieron retumbar las sienes. La perdió de vista entre el gentío. Se alzó de puntas para divisarla. No lo logró… Apenas pudo cruzar, corrió al lugar donde la había visto. Desde allí volvió a reconocer su figura unos metros más adelante, perdida entre un bosque de cuerpos. Cuando quiso llamarla, se percató que había olvidado su nombre, entonces se dio cuenta que era inútil el reencuentro.

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al vez Nueva York sea la ciudad más conocida a todo lo largo del planeta. Presencialmente, o a través de las innumerables películas que giran en torno a esa gran urbe, quien más quien menos todos

conocemos la grandiosidad de Central Park, el encanto de Times Square, y la imponencia de su línea de rascacielos. Sobre todo, estamos familiarizados con su icono por antonomasia: el Empire State Building. Nicanor Morgado también se conocía de memoria a Nueva York, aún sin haber pisado jamás sus calles. Era un negro alto, corpulento, de andar y habla sosegados, con unos extraños ojos verdes que denunciaban una ascendencia mestiza. En efecto era así: había sido el resultado de la unión casual y febril de una hermosa morena oriental con un musiú, un norteamericano de las compañías petroleras que se establecieron en el país a mediados del siglo XX. El musiú se fue un buen día, dejando como recuerdo de su paso por estas tierras a Nicanor. Su madre nunca hizo de su concepción un misterio: él siempre supo sobre sus orígenes, y tal vez por ello suspiraba por conocer algún día al país de donde provenía la mitad de su carga genética. Aunque nunca supo con certeza la ciudad de procedencia de su padre, se hizo la idea de que se trataba de Nueva York, y desde muy pequeño adquirió el hábito de ver todas las películas en las cuales aparecía la gran metrópoli. Una en particular se le había instalado en la memoria: "An affair to remember", con Cary Grant y Deborah Kerr, una melodramática historia de amor que tiene al Empire State como elemento principal de la trama. A Nicanor, cuyos amigos le decían Nick por pura ansia de

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molestarlo, se le había vuelto una obsesión la posibilidad de conocerlo, y era el tema central de casi todas sus esporádicas conversaciones. Se había impuesto una meta: el año en que cumpliría 50, iría a la ciudad de sus sueños. Así que desde los 20 años empezó a ahorrar para ese propósito. Desempeñó muchos y muy variados oficios: desde repartidor de periódicos, pasando por aprendiz de albañil, cobrador, motorizado, hasta recalar en una modesta cafetería, en la cual era todo un personaje: su porte y modales gentiles, más su conocida afición, le hicieron ganar el mote de "neyorquino", apelativo con el que lo llamaban cuando requerían otra taza de café, o una empanada más. Era sumamente escrupuloso y atento en el desempeño de su oficio; siempre tenía una sonrisa y una palabra amable para sus clientes, y eso lo ayudó en el logro de sus aspiraciones. A punta de propinas, que depositaba religiosamente en el banco una vez por semana, estaba acumulando la suma necesaria para ir a su personal Meca. Simultáneamente estaba tomando un curso de autoaprendizaje de inglés, y las noches se le iban en su modesto cuartico, dominado por un enorme afiche del Empire State, escuchando los cassettes y repitiendo las lecciones. Ya faltaba un año para sus cincuenta, y tenía ahorrada casi toda la suma necesaria, cuando empezó a realizar los trámites obligatorios para obtener la visa americana, requisito indispensable para entrar en aquel país. No le fue para nada fácil: la cantidad de recaudos, las imposiciones, las restricciones impuestas por el riguroso sistema de inmigración estadounidense parecían insalvable escollo para el pobre Nicanor, quien veía como se le estaba volviendo imposible lograr su

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sueño. Pero un inexplicable golpe de suerte lo salvó: un esporádico visitante de la cafetería, quien resultó ser un funcionario de la embajada norteamericana, entabló conversación con Nick y supo de su íntima epopeya por llegar a Nueva York, conmoviéndose con la historia, y le dio una mano con los trámites, no sin antes haber logrado conseguir el juramento de el "neyorquino" sobre sus intenciones de ir, visitar la ciudad durante unos días y regresarse. Ya se acercaba el día de su viaje, y casi no podía dormir de la emoción: por fin lograría el sueño de toda su vida, subiría a lo más alto de aquel edificio y contemplaría el paisaje de la más importante ciudad del mundo. En la cafetería le prepararon una modesta celebración, a la cual concurrieron todos los parroquianos que habían ayudado a Nicanor con sus propinas. Éste, con lágrimas en los ojos, les agradeció el gesto con un corto discurso que giró en torno a lo obvio: su ansiado encuentro con la gran urbe, y el edificio de sus anhelos. Y llegó el día de su arribo a Nueva York. La mirada de estupefacción no se le quitó ni por un momento: todo le parecía inverosímil, gigante, inasible. A pesar de ser habitante de una ciudad capital de un país, le parecía que Caracas venía siendo una aldea al lado de la inconmensurabilidad de lo que estaba viendo. Se sintió realmente abrumado en el trayecto que lo llevaría del aeropuerto al modesto hotel en el barrio de Brooklyn, que había escogido por lo barato. Una vez instalado en su habitación, desempacó sus pocas ropas y se dispuso a planificar su primera visita a la ciudad. No quiso desbocarse, por lo

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que urdió un plan de paseos por los lugares vecinos, dejando para el día central de su estadía la visita al rascacielos. Así lo hizo, y poco a poco fue descubriendo los tesoros que alberga la megalópolis. Con ojos de turista, evidentemente: se limitó a ir a los lugares señalados en las guías, que le parecieron a la vez conocidos —por las visualizaciones cinematográficas—y totalmente distintos a lo que tenía almacenado en la mente. Dedicó todo un día a conocer ese enorme pulmón vegetal que constituye Central Park, en donde se dio el lujo de almorzar en un restaurant en el cual lo atendieron a cuerpo de rey, o por lo menos así le pareció. Pero no lo disfrutó del todo, estando como estaba impaciente por conocer el motivo fundamental de su visita. Así que al día siguiente, a las 8 de la mañana, se encontraba frente al portón de entrada del rascacielos más importante del mundo. Nicanor no se echó a llorar por puro decoro, pero no era para menos: en la pared del rascacielos estaba colocado un cartel que decía: "Edificio en mantenimiento. Visitas suspendidas hasta nuevo aviso". No podía creerlo: todas las ilusiones que había acumulado a lo largo de su vida, sus ansias, su primordial deseo vital, se veía desmoronado por ese capricho del destino. Se sentó un rato en un banco, a cavilar sobre su mala suerte, pero tomó una determinación. Ya que no podría conocer el Empire State, iría a otro rascacielos, tan o tal vez más imponente: el World Trade Center. Consultó la hora en una enorme marquesina que anunciaba los datos cronológicos y atmosféricos: eran las 8:15 de la mañana, de un día que se preveía soleado: el 11 de septiembre de 2001.

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ernando Leitariegos me mandaba todos los días, excepto los domingos, un soneto a mi correo electrónico. Lo que al principio me hacía gracia, se acabó convirtiendo en una jaqueca. Primero, porque los sonetos no me

dicen gran cosa —con todos mis respetos hacia ellos—; segundo, porque eran unos sonetos pésimos, un insulto al propio soneto. No obstante, Fernando estaba convencido de que era el mejor sonetista de la ciudad.

Supe que aquel buen hombre, aniquilador de sonetos por vocación, no solo me mandaba sonetos a mí, sino a un montón de gente más por correo electrónico. Lo averigüé por casualidad en un café literario de Madrid durante la presentación de una novela, en medio de una nube de güisquis con limón.

Con ayuda de mi sobrino, pirata informático de vocación, conseguí la lista de víctimas del asesino de sonetos destripando no sé qué mensaje. Me quedé de piedra cuando supe que seiscientas veintitrés personas éramos víctimas de aquel pésimo poeta durante seis días a la semana.

Saber que tanta gente recibía aquella conspiración pseudopoética —encima la rima estaba mal hecha la mayoría de las veces—, me llevó a conspirar a mí también, pero en la sombra. Decidí mandar los sonetos a una página de internet de humor, donde los sonetos eran ofrecidos como una especie de chistes en verso.

Inmediatamente la gente empezó a comentar cómo les gustaban aquellas composiciones jocosas con una forma parecida a los sonetos. Yo, por mi parte, hice llegar una nota a Fernando Leitariegos contándole, con todo mi pesar, que había descubierto aquello por casualidad, que alguien que se quería vengar de su

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arte, quería reírse de él, que no con él. Tenía la certeza de que aquel malhadado poeta dejaría de inundarme el correo de sonetos deficientes seis veces por semana.

Pero no. El vate se sintió todo halagado. Debió aplicarse aquel dicho de «hablen bien o hablen mal de uno no importa, lo importante es que hablen». Por eso, desde aquel día, Fernando Leitariegos nos empezó a mandar, junto con su sempiterno poema mutante, los comentarios que aparecían en la página web de humor. Era desesperante. Lo había empeorado. Por suerte, mi sobrino el pirata vino a sacarme del atolladero. Me dijo tan solo:

—Tío, mira que eres simple. Si marcas esta pestaña, los emilios de este tío se borran automáticamente y no los descargarás más.

Él sí que sabe…

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