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CULTURAL Año XXVI N° 1285 Montevideo, viernes 4 de septiembre de 2015 CIENCIAS, ARTES Y LETRAS Hannah Arendt 5 I Enrique Estrázulas 6 I Zygmunt Bauman 10 I Michel Foucault 8 John Berger 9 I Francis Scott Fitzgerald 10 I María Teresa Andruetto 12 I (desde Buenos Aires) E S UNA MAÑANA helada de domingo, pleno julio, en un café de Agüero y Santa Fé. Son las nueve y hay pocas mesas ocupadas. En una está Marcelo Zabaloy, traductor del Ulises, la famosa novela de James Joyce que dice el lugar co- múnes intraducible por los múltiples experimentos que el escritor irlandés llevó a cabo con el lenguaje. Zabaloy, autor de una nueva traducción al caste- llano rioplatense, no es porteño sino de la ventosa Bahía Blanca, ex jugador de rugby, corpulento, de tez curtida y ma- nos enormes. No es ingeniero ni investi- gador, como se dijo por las redes. Fue instalador de cables, “pero en la indus- tria, con tableros muy complejos” acla- ra. Tiene familia, seis hijos ya grandes, e insiste en hablar de su vida, de quién era, de quién es. Le preocupa aquello que decía Cortázar de los argentinos: que sólo hacían las cosas por fanfarro- nería o por obligación. “Quiero que se- pas que no soy un fanfarrón”. “Solo soy un buscavidas que cree que todos nacemos canallas”, insiste. ¿Y qué tiene que ver esto con el Ulises? “En ese libro está todo”, y señala su original del Ulysses en inglés, deposita- do en la mesa. Fue sólo un gesto con el dedo. Y agregó: “es un libro que te con- vierte en mejor persona”. Entonces todo cambia. Zabaloy no sólo era una persona común que había acometido una tarea extraordina- ria; parecía ser un personaje más de la saga. Pero las cla- ves para comprenderlo se- guían difusas. Por ahí recordé mi propio fracaso con la es- pañolísima traducción del László Erdélyi El instalador que tradujo el Ulises James Joyce más uruguayo Ulises de José María Valverde que in- tenté leer de un tirón en 1992 sin éxito, a pesar de que el libro se ocupa, hora tras hora, de las peripecias de dos prota- gonistas en Dublín a lo largo de un día entero, un 16 de junio de 1904. Veintitrés años más más tarde, en mayo de 2015, Jorge Fondebrider, fun- dador y director del Club de Traducto- res Literarios de Buenos Aries, me cuenta de unas Jornadas que está orga- nizando al cumplirse 70 años de la pri- mera traducción al español del Ulises (realizada por el argentino J. Salas Su- birat, 1945). Se llevarían a cabo en la Biblioteca Nacional de Recoleta y vendrían especialistas de Irlanda, Esta- dos Unidos y España. Con la traduc- ción de Zabaloy bajo el brazo (que de- bía, ahora sí, leer de un tirón) me dis- puse a cruzar el charco. FOGONAZO EN EL PECHO. Zabaloy habla de su infancia en Bahía Blanca. “En el año 1961 yo tenía cinco años. No era Marcelo Zabaloy y James Joyce por Ombú E N E S T E N Ú M E R O

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Literatura. Sobre una traducción de Joyce.

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CULTURALAño XXVI ● N° 1285 ● Montevideo, viernes 4 de septiembre de 2015C I E N C I A S , A R T E S Y L E T R A S

Hannah Arendt 5 I Enrique Estrázulas

6 I Zygmunt Bauman

10 I Michel Foucault

8

John Berger 9 I Francis Scott Fitzgerald

10 I María Teresa Andruetto

12 I

(desde Buenos Aires)

ES UNA MAÑANA helada de domingo, pleno julio, en un café de Agüero y Santa Fé. Son las nueve y hay pocas mesas

ocupadas. En una está Marcelo Zabaloy, traductor del Ulises, la famosa novela de James Joyce que —dice el lugar co-mún— es intraducible por los múltiples experimentos que el escritor irlandés llevó a cabo con el lenguaje. Zabaloy, autor de una nueva traducción al caste-llano rioplatense, no es porteño sino de la ventosa Bahía Blanca, ex jugador de rugby, corpulento, de tez curtida y ma-nos enormes. No es ingeniero ni investi-gador, como se dijo por las redes. Fue instalador de cables, “pero en la indus-tria, con tableros muy complejos” acla-ra. Tiene familia, seis hijos ya grandes, e insiste en hablar de su vida, de quién era, de quién es. Le preocupa aquello que decía Cortázar de los argentinos: que sólo hacían las cosas por fanfarro-nería o por obligación. “Quiero que se-pas que no soy un fanfarrón”.

“Solo soy un buscavidas que cree que todos nacemos canallas”, insiste. ¿Y qué tiene que ver esto con el Ulises? “En ese libro está todo”, y señala su original del Ulysses en inglés, deposita-do en la mesa. Fue sólo un gesto con el dedo. Y agregó: “es un libro que te con-vierte en mejor persona”.

Entonces todo cambia. Zabaloy no sólo era una persona común que había acometido una tarea extraordina-ria; parecía ser un personaje más de la saga. Pero las cla-ves para comprenderlo se-guían difusas. Por ahí recordé mi propio fracaso con la es-pañolísima traducción del

László Erdélyi El instalador que tradujo el Ulises

James Joyce más uruguayoUlises de José María Valverde que in-tenté leer de un tirón en 1992 sin éxito, a pesar de que el libro se ocupa, hora tras hora, de las peripecias de dos prota-gonistas en Dublín a lo largo de un día entero, un 16 de junio de 1904.

Veintitrés años más más tarde, en mayo de 2015, Jorge Fondebrider, fun-dador y director del Club de Traducto-res Literarios de Buenos Aries, me cuenta de unas Jornadas que está orga-nizando al cumplirse 70 años de la pri-mera traducción al español del Ulises (realizada por el argentino J. Salas Su-birat, 1945). Se llevarían a cabo en la Biblioteca Nacional de Recoleta y vendrían especialistas de Irlanda, Esta-dos Unidos y España. Con la traduc-ción de Zabaloy bajo el brazo (que de-bía, ahora sí, leer de un tirón) me dis-puse a cruzar el charco.

FOGONAZO EN EL PECHO. Zabaloy habla de su infancia en Bahía Blanca. “En el año 1961 yo tenía cinco años. No era

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habitual que los chicos estudiaran in-glés, pero a mi no me costaba, me gus-tó, se me hizo como un caramelo”. Leyó mucho en inglés. A los diecisiete llegó a “Counterparts”, cuento del li-bro Dublineses de Joyce. En un viaje que su esposa hizo a Estados Unidos en el 2004 le trajo un Ulysses original en inglés, “la edición Gabler. Menos mal que yo no sabía que había muchas ediciones en inglés del Ulises, y que la de Gabler en particular era muy dis-cutida. Ignoraba todo eso, gracias a Dios”. Tardó un año en leerlo; lo hacía de noche, cuando podía, mientras ins-talaba cables en la planta de Coca Cola diez horas por día, a veces subi-do a escaleras. Sin libros de apoyo, descubrió que la cuestión “se abría al infinito”. Se apoyó en el Ulysses An-notated de Don Gifford, y también en Allusions in Ulysses de Thornton.

El Ulises lo emocionó, y buscó compartir esa emoción con los más queridos. Zabaloy quería leérselo a su esposa. Por ejemplo el párrafo donde compara a la mujer con la luna (cap. 17). Quería contar lo extraordinario que era, “pero no recurrir a traduccio-nes ya hechas, ya que iba a estar en desacuerdo con el resultado”. Comen-zó a balbucear una traducción, hasta que llegó al término satellitic. Dice el Ulises al comparar a la mujer con la luna: “Su antigüedad en preceder y so-brevivir sucesivas generaciones telúri-cas; su predominio nocturno; su de-pendencia satelítica…”. ¿O mejor sa-telital? “Le leo a mi mujer cuando es-tamos en la cama, y si dudo, mi mujer se me duerme. Porque no podía decirle lo hermoso que era, si se lo contaba

mal. A la mañana siguiente me senté y empecé. Tardé una hora en traducir ese párrafo. Cuando terminé dije ‘qué hermosura’. Entonces seguí con otro párrafo, y con éste otro”.

Era abril de 2007. En cierto momen-to estaba traduciendo Hades, el capítulo 6, donde Leopold Bloom asiste al entie-rro de Paddy Dignam en el cementerio. Bloom piensa en la muerte de su amigo, en su corazón detenido para siempre: “La sede de los afectos. Corazón des-trozado. Una bomba después de todo, bombeando centenares de litros de san-gre por día. Un buen día se atasca: y ahí estás”. De hecho Zabaloy había ido con su mujer de paseo a Mar del Plata, cuando estaba traduciendo ese párrafo. Era un día de invierno muy frío. Re-cuerda que en el momento en que esta-ba con esa frase sintió un fogonazo en el pecho. Vamos a caminar un poco a ver si se me va, le dijo, y cuando vuelva a Bahía Blanca voy al cardiólogo. Pasó. Llegó tres días después, salió caminan-do para el hospital y en la esquina sintió un “tac” fuerte, en el pecho. Luego otro

gentina, México, España”. Pero nada. Ni una respuesta.

En febrero de 2010, seis meses des-pués, recibió una llamada en Bahía Blanca. “¿El señor Zabaloy? Buenos días, le habla Edgardo Russo”. Le cuen-ta que cuando recibieron el email con el adjunto pensaron que era un chiste. Tiempo después se lo dio a leer a algu-nos amigos, lo releyeron juntos, y vieron que no. “Cuando venga a Buenos Aires charlamos, me dijo. Te podes imaginar mi alegría… pero yo no conocía a na-die. Soy ajeno al mundo literario”.

Trabajaron juntos hasta el 2012, ca-pítulo tras capítulo. “Mientras tanto, como yo necesitaba mi ‘droga’, me puse a traducir el Finnegans Wake. En el 2012 tenía el 70% hecho”. El Finnegans…, novela de Joyce publi-cada completa en 1939, es aún más experimental que el Ulises. Está escri-ta en un extraño idioma políglota que puede incluir palabras en inglés, pola-co, serbo-croata e incluso persa, entre otras lenguas.

Al equipo ya se habían sumado va-rios especialistas locales y extranjeros, “pero un día me cansé de tantas idas y vueltas con las correcciones de mi Uli-ses. Yo fui feliz en ese proceso de tra-ducción, y venían a enmendarme la pla-na… ¡que se metan el libro en el culo!” Russo quedó pálido, y dijo “tenés ra-zón, que se lo metan en el...”. Y se pu-sieron a trabajar juntos en el Finne-gans… hasta el 2013, donde Zabaloy le sugirió retomar el Ulises.

Durante el 2014 se leyeron mutua-mente los capítulos vía skype, porque de la lectura en voz alta debe surgir una musicalidad mágica, envolvente. De

“tac”. Siguió despacito, apoyándose en las paredes, y llegó al hospital. Zafó.

Años más tarde cuando iba a revisar ese párrafo con Edgardo Russo, el edi-tor que había decidido publicarlo, le dijo por skype: “Edgardo, por favor, Hades leélo solo. Me dice ‘no seas bo-ludo’. Le dije que no, que no lo quería volver a leer, pues yo sabía en qué pa-labra había sentido el fogonazo, estaba sincronizado. ‘Tenés que leerlo’, insis-tía. Es que revisábamos cada párrafo N veces. Entonces me armé de valor, res-piré hondo, me agarré los huevos (hace el gesto), crucé los dedos, recé… y uff, pasó”.

Russo no tendría tanta suerte.

NO ERA BROMA. Mientras cruzaba en fe-rry desde Colonia hacia Buenos Aires recibí un email del escritor español Eduardo Lago: “Falleció Edgardo Russo”. Lo encontraron muerto de un ataque cardíaco en su escritorio de la editorial El cuenco de plata. En el café de Santa Fé y Agüero, apenas un día después del entierro, Zabaloy siente que no puede expresar el dolor. “No hay pa-labras” agrega.

Recuerda el momento en que, una vez terminada la traducción, su señora le preguntó por qué no buscaba editor. “Yo no sabía, porque por ahí algo te da mucho placer hacerlo y para otro es una porquería. Además estaba muy de-primido. Entonces un domingo a la ma-ñana empecé a escribir por email a las editoriales que encontré en una lista. Adjuntaba el capítulo 15, Circe, el que transcurre en el burdel a medianoche, para mostrar que la cosa iba en serio. Escribí a todas las editoriales en Ar-

DURANTE mucho tiempo el Ulises fue un libro ignorado en la propia Irlanda. Barry McCrea, escri-tor irlandés y docente en la Universidad de Notre Dame, Illinois (USA), señaló en las Jornadas que “si el Ulises durante muchos años fue un texto lite-rario clave para los extranjeros, para los irlande-ses durante la mayor parte del siglo XX fue una anomalía. Preferían pensar en Yeats o en Heaney como escritores nacionales”. Cuenta que creció en Sandycove, Dublín, cerca de donde se inicia el Uli-ses en la torre Martello. En Bloomsday (16 de ju-nio) “solían darse pequeñas celebraciones alrede-dor de la torre. Pero Joyce no se enseñaba ni en la escuela, ni en el liceo, ni en las universidades. En parte por la presión de la Iglesia Católica, tam-bién por su dificultad y obscenidad, y además por-que Joyce no correspondía a la imagen que Irlan-da tenía de sí misma. De hecho la cultura de Du-blín nunca se identificó con el alma nacional de Ir-

landa, al contrario. La Irlanda independiente siempre ha tenido un prejuicio anti-urbano. Las ciudades eran consideradas inglesas, protestantes, impuestas desde afuera. El alma real de la nación es rural”. Cuando McCrea cumplió 23 años se fue a una universidad norteamericana a realizar un doctorado en literatura comparada. “Allí me reco-nocían por el acento, y al enterarse además que había crecido en Sandycove, se emocionaban. Me hablaban de los personajes del Ulises, me pregun-taban por expresiones que no entendían. Y yo me sentía muy avergonzado... porque no había leído el Ulises. Tanto que no me animaba a confesarlo. Reía de forma enigmática, como dando a entender que sí, por supuesto, lo había leído muchas veces, muchísimas. Tantas, que ya no podía hablar más de ella. En mi primer verano del doctorado me fui a París y me leí el Ulises completo. Fue una ex-traordinaria revelación, ya que reconocí calles, ex-

presiones, actitudes, acentos y sobre todo el len-guaje de mi Irlanda, y el de mis abuelos. Ante mis ojos se presentó una luminosa realidad literaria”.

Con el boom económico irlandés de 1995 al 2007 el Ulises pasó a ser un texto nacional emblemático, un símbolo tanto para el sector público como para el pri-vado. Instalado en el imaginario popular, en las casas, en las decoraciones callejeras, el nuevo Joyce apropia-do ocultaba un hecho: que nunca fue aceptado en Ir-landa. Quizá eso explique la paradoja de por qué tan-tos dublineses afirman hoy adorar y celebrar el Ulises, sin haberlo leído. Cuenta Eduardo Lago que en un Bloomsday reciente el periodista del Irish Times que cubría los festejos en Dublín preguntó a decenas de personas y no encontró uno que hubiera leído el libro. Hasta que se cruzó con los Caballeros de la Orden del Finnegans, grupo fundado por Lago, que merodeaba. Algunos, no todos, confesaron haberlo leído. Todos eran extranjeros. ●

Anomalía

Jorge Fondebrider, Marcelo Zabaloy y Eugenio Conchez

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forma paralela Zabaloy, en su nuevo trabajo, viajaba a Australia y a Nueva Zelanda acompañando a grupos de chi-cos a jugar al rugby. En determinado momento Russo lo llama “y me dice que el capítulo 15, Circe, es dificilísimo, no se termina de pasar, es largo hasta para hojear”. Tiene 145 páginas. “Edgardo, tranquilizate, ya sé que no se puede leer. Pero igual me dice que lo enderece, porque de lo contrario ‘el lec-tor lo va a tirar a la basura’. ‘Que lo tire’, le dije”. Colgó. Un rato más tarde llegan a un acuerdo; Russo aceptó una versión menos densa. Le dijo: “Tenés razón, no podemos enmendarle la pla-na. Si Joyce lo hizo así, fue a propósi-to”. Por ejemplo en la comparación en-tre la mujer y la luna, Joyce utiliza el término propinquity, que Russo insistía en traducir como proximidad. “Pero ¿por qué? Si propincuidad en español existe… y suena fantástico. De a poqui-to lo iba convenciendo de que era con-veniente seguir todas las tortuosidades hasta el límite de lo posible. Y cuando ya no se podía hacer más, como en Cir-ce… Pero ahí está la belleza del texto”.

GENTE COMÚN. El ambiente literario porteño no termina de digerir a Zabaloy. Sin conocerlo le adjudicaron títulos o educación especializada que no tenía. Le pidieron por email su currículum, y él contestó “no tengo”. El irlandés De-clan Kiberd entiende que esto es mara-villoso. Autor de la introducción al Uli-ses más vendido del mundo anglosajón (el de Penguin Classics) y de libros no-tables como La invención de Irlanda (Adriana Hidalgo, 2006), Kiberd está en Buenos Aires para otro congreso sobre

terio cómo aprendió inglés. Optar por traducir un libro es un buen medio para aprender un idioma. Y también para leer”. Pero, ¿el Ulises?

Marietta Gargatagli, doctora en Filo-logía Hispánica y docente en la Univer-sidad Autónoma de Barcelona, me muestra una curiosidad mientras espera-mos en la cafetería del jardín de la Bi-blioteca Nacional. Es la introducción de Salas Subirat a la primera edición del Ulises, un texto didáctico de notable claridad. Allí Salas Subirat explica, jus-tifica, advierte. Desarma, por ejemplo, los mecanismos mentales que operan en la mente del lector en términos de tiem-po y espacio. Se introduce en los meca-nismos no visibles del Ulises, y relata ese periplo como si fuera una crónica de viaje, sin palabras difíciles o amanera-mientos. Dice: “Una obra difícil de en-tender en inglés tenía forzosamente que desanimar a los traductores. Pero tra-ducir es el modo más atento de leer, y el deseo de leer atentamente es responsa-ble de la presente versión”.

Lo que deriva hacia cuestiones fut-bolísticas. Hay cuatro traducciones del Ulises al castellano: dos argentinas y dos españolas. La primera de Salas Su-birat, la segunda del español José María Valverde (1976), la tercera de los espa-ñoles García Tortosa y Venegas (1999), y la última de Zabaloy. Dos a dos. Los chismes previos caldean los ánimos y previenen que el español Eduardo Lago, invitado a las Jornadas, viene a defender las traducciones de la Madre Patria. No es cierto. “Mi Ulises es el de Salas Su-birat”, dice en voz alta al ingresar. No hay partido.

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LA EDITORIAL Interzona acaba de reeditar Ulises, Claves de lectura de Carlos Gamerro. En una charla en un café de French y Laprida, Gamerro advierte que “el Ulises es un libro que genera mucho enojo, sobre todo en lectores experimentados que tienen como un orgullo de saber leer, y de vencer textos difíciles. El Ulises los derrota de entrada”. Pero entonces, ¿por qué gastar energía? “Porque el Ulises, al igual que el psicoanálisis de Freud, le enseñó a la humanidad a escuchar su pensamiento. Yo creo que sos otra perso-na cuando terminás de leer el Ulises”. Un lector pue-de sentir, ante tanta dificultad, que el autor no lo respe-ta, lo desprecia. “No, a Joyce le importa tanto que no escribe para el lector que sos, escribe para el lector que podés llegar a ser. Tiene tanta fe que cree que po-drás cambiar, ser mucho mejor lector”.

Hace falta entonces muchas ganas de leer, y de asumir desafíos. “Si hoy hay una cultura de la difi-cultad y del desafío en el deporte, porque luego de

escalar una lomita ya querés ir al Aconcagua, si la lógica de los videogames es que la recompensa por ganar un juego es pasar a jugar otro más difícil, ¿por qué la literatura tiene que ser distinta?” Seña-la, además, que la obra ha pasado la prueba del tiem-po. “A los que insisten con que es difícil, les digo: ¿no se dan cuenta que se quejan por leer una novela experimental, de vanguardia, escrita hace casi cien años? Parte de la vigencia del Ulises se debe a que fue una novela adelantada a su época, y creo que toda la literatura del siglo XX es en gran medida un intento por alcanzar el Ulises”.

Igual la gente se pregunta quién lee el Ulises. “A lo largo del tiempo vas a ver que hay más lectores del Ulises que de Cincuenta sombras de Grey. Además, hay mucha gente que leyó el Ulises sin leerlo. En rea-lidad lo han leído grandes escritores, periodistas, es-trellas de rock, y por todas esas cadenas les va llegan-do… por ejemplo, si no leíste el Ulises pero leíste a

Virginia Woolf, estás leyendo el Ulises. Igual con Faulkner, o con Juan Carlos Onetti”.

Pero, insisto, ¿por-qué-es-importante-el-Ulises? Es un texto que carece de narrador; es como si Joyce tomara al lector de la nariz, lo pusiera en el lugar del narrador y le dijera, ‘armá tu mundo o morí en el in-tento’. “Claro, por supuesto. Los personajes como Bloom, Stephen o Molly están atomizados, dispersos, sus conciencias, sus inconscientes, sus distintas face-tas. Y sos vos, como lector, el que tenés que armar-los. Joyce construyó sus personajes de forma tan mi-nuciosa, compleja, y con tantos elementos disímiles, que ocurre lo que dice Borges, ‘podés recorrer el Ulises como una ciudad, no hace falta recorrerlo todo’. Es decir, no tenés que recorrer todas las calles de una ciudad para conocerla, pero siempre vas a encontrar calles nuevas para recorrer. Pasa con Leopold Bloom, con Dedalus, con Molly: siempre descubrís cosas nuevas”. ●

“El Ulises los derrota de entrada”

cultura irlandesa. En su hotel nos cuen-ta que Joyce amaría esto, “porque él es-cribió el Ulises pensando en gente como Zabaloy. Lo hizo para porteros, para guardas de tren, personas con ofi-cios comunes o trabajos mecánicos. Él con el Ulises estaba celebrando a la gente común, a la mujer común. Es realmente un privilegio que el Ulises esté siendo traducido por gente que no proviene del mundo literario. Casi todo el libro se nutre del discurso y el habla común de la gente de la calle”. Joyce, por ejemplo, podía discutir varios temas con la mujer que atendía la ropería de un hotel; creía que el Ulises debía ser propiedad de todos aquellos que com-partían una cultura en común. El pro-blema es que esa cultura más democrá-tica “fue sustituida por la creación de elites de especialistas a partir de me-diados del siglo XX. Dejó de prevalecer la idea de que cualquier persona inteli-gente podía leer y entender el Ulises, o Hamlet, y se instaló la idea de que cualquier persona hábil podía aspirar a ser un especialista profesional que se hiciera cargo de la tarea”. Pero incluso ya antes de que ocurriera esto, Joyce era “en muchos sentidos un anti bohemio, en la noción parisina de bohemia. Él rechazaba la idea del arte como sepa-rado de la vida cotidiana, creía que el arte verdadero se nutría del lenguaje del pueblo, y a él debía volver”.

Zabaloy, en términos biográficos, se parece al primer traductor al español del Ulises, José Salas Subirat, que también fue un buscavidas y trabajó mucho como vendedor de seguros. El periodis-ta Lucas Petersen tiene casi finalizada una biografía sobre él. En las Jornadas

de la Biblioteca Nacional contó que Sa-las Subirat “venía de un hogar humilde, su padre tuvo muchos oficios, entre ellos el de afilador. Su abuela materna no sabía leer. De hecho Salas Subirat no terminó la escuela, pues como mu-chas familias de inmigrantes tuvo que salir a trabajar. Sin embargo lo que ca-racterizó a este hombre fue un hambre descomunal por el conocimiento, con lecturas que llevó a cabo de manera de-sordenada y voraz”. Autodidacta en su aprendizaje del inglés, Salas Subirat funda en la década del 20 una academia de inglés y taquigrafía, “pero es un mis- (sigue en pág. 4)

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Pero del Ulises de Zabaloy, durante las Jornadas, poco, a pesar de que dio una conferencia junto a Eugenio Con-chez explicando su método. Quien se acercó a la Biblioteca Nacional para sa-ber si algún especialista recomendaba la versión de Zabaloy, se vuelve con las manos vacías. La crítica la ha recibido bien en Uruguay y en Argentina; este cronista pudo comprobar que la versión fluye, es coloquial y muy de acá, a dife-rencia de las versiones españolas, más académicas. Pero los especialistas son cautos. Zabaloy reflexiona sobre esto en el café. “¿Quién se va a tomar el traba-jo de leer y compararlo con las versio-nes ya existentes? Porque criticar es comparar”.

Para el año 2014 el nuevo Ulises es-taba maduro. Recibió aportes de Pablo Hernández, y contó con la participación activa de Eugenio Conchez, Teresa Ari-jón y Anne Gastchet, especialistas en la obra. Comenzaron con la búsqueda de erratas. Para enero de 2015 Conchez ha-bía encontrado más de 150 páginas don-de había cosas para mejorar y corregir. EL ULISES URUGUAYO. Hace cinco años se publicó una nueva traducción del Ulises al húngaro. La última traducción al rumano, la de Mircea Ivanescu (ver-sión 1984), está bajo fuego por haber sustituido términos obscenos por eufe-mismos. Zabaloy aclara que, en todos los lugares donde ocurre, utilizó la pala-bra coger. Sobre todo en el monólogo de Molly, capítulo 18, el más escandalo-so. Es que Joyce buscó confrontar al lector con sus tabúes y fobias al descri-

bir de forma detallada y sin eufemismos los fluidos corporales, la mugre, las fla-tulencias, las secreciones, sean mocos, uñas enrojecidas de aplastar piojos en los niños, o los “olores de hombres” de la imperdible escena del almuerzo en el restaurante Burton (cap. 8).

Y esto permite reflexionar sobre el lector ideal del Ulises. A la hora de ad-quirir alimentos, por ejemplo, hay dos clases de personas: los que sólo com-pran envasado en el supermercado, cre-yendo lograr así mayor asepsia, y los que compran ahí pero también van a la feria barrial de frutas y verduras porque disfrutan de la variedad en el desorden, de lo imprevisto, de los aromas frescos —a veces brutales—, de la charla con el amigo feriante. El primero difícil que lea el Ulises; pero si lo logra, seguro termina en la feria.

Entonces, de a poco, comenzamos a comprender por qué Zabaloy pudo tra-ducir el Ulises: posee, además de una inteligencia poco común, la capacidad de comprender sistemas muy comple-jos, y de resolver con solvencia en lo concreto. Siempre pensando en su co-munidad en un sentido amplio, no sólo en los argentinos, sino también en los uruguayos. Por eso optó por el tú en lu-gar del vos. “En el noreste de la Argen-tina, donde se habla un castellano más ortodoxo, es muy habitual el tú, igual que en Uruguay”. Una decisión nada inocente. Esto reafirma la sensación, obtenida durante mi lectura atenta, de que esta traducción es la más uruguaya de todas las versiones actuales.

Algo que parece simple a primera vista. Pero no con Joyce, que detesta-ba lo obvio. Una referencia lateral, su-gerida a medias, en la mitad del libro, puede estar refiriendo a otra ocurrida en la otra punta del Ulises. Ocurre cientos de veces. O encontrar frases incomprensibles hasta para un lector anglosajón, como la que balbucea el ahorcado antes de morir, en inglés, con la soga apretada al cuello: Horhot ho hray ho rhother’s rest (cap. 15). Zabaloy explica cómo hizo para tradu-cirlo: “el ahorcado dice literalmente ‘Forgot to pray for mother’s rest’, es decir, ‘Olvidé rezar por el alma de mi madre’, pero le sale eso porque ya no puede respirar. Es una última confe-sión para que no lo ahorquen. Enton-ces lo que hice fue apretarme la gar-ganta, y con fuerza. Después dije, o traté de decir esas palabras y puse lo

que me salió, ‘Ogooldó doror gor ol-gogoso do momodro’. Como explica-ción es pobre, pero es cierto”. En otros casos las disputas entre Zabaloy y Russo se daban palabra por palabra. También en el cap. 15 optaron por esta frase: Se destapó la olla. Un alcahuete le batió la posta a la yuta (en el origi-nal, the squeak is out. A split is gone for the flatties). En lugar de alcahuete Zabaloy quería alcachofa. “Russo no me dejó y se enojó, un rato”.

Era extenuante. Cuando los vencía el desánimo leían en voz alta, en inglés y luego en castellano. Y entonces de pron-to me dice, en el café, “a ver contigo, vamos a ver si funciona. Ahora, leé en voz alta, en inglés, a partir de acá”, y señala una página. Comienzo con el li-braco en la mano, dudando, sin subir mucho la voz. “¡Más alto!”, insiste. No hay escapatoria. La gente en el bar co-mienza a mirarnos, siento un sudor frío en la nuca cuando de pronto, zás, la so-noridad del texto me envuelve. Un calor sube de las entrañas, la musicalidad de la prosa de Joyce ocupa todo el espa-cio... y el bar entero queda en armonía.

“Y es todo así, una enorme masa que se te viene encima, no la podés pa-rar y terminás siendo parte de la rueda, y vas girando, girando. Aclaremos: es-tas cosas casi como que no las podés hablar con nadie. Por eso cuando vos me dijiste que querías hablar conmigo, dije ¡por favor!” y abre las manos en un gran gesto. ●

Nota: El cuenco de plata y Adriana Hidalgo son distribuidos por Gussi. Interzona, por Aletea.

“CREO QUE el Ulises nos enseña cómo vivir” dice Declan Kiberd. “No debería decir esto de una obra maestra, que hace un uso admirable de la len-gua. Pero es un libro que vive, y una de las razones está en el protagonista, un joven graduado llamado Stephen Dedalus que sufre una leve depresión por un reciente fracaso académico, y que se encuentra con un hombre algo mayor que él, Leopold Bloom, que es menos brillante pero más vivo. Hay que pensar en todos los recién graduados de las univer-sidades que sufren esas leves depresiones, que el propio Joyce sufría, y que sufre Dedalus. Entonces Bloom lo ayuda, le da un café, un bizcocho. Trata entonces de la tristeza de la juventud a veces cura-da por la visión de un hombre un poco más madu-ro. Es una relación terapéutica, que apunta a la au-toayuda. Walter Benjamin decía que el efecto de la Primera Guerra Mundial iba a ser que las genera-ciones ya no podrían hablarse más entre ellas. Por eso el Ulises es optimista, porque a pesar de todo lo malo que le ha ocurrido a estos dos hombres, se comunican. Yo acostumbraba a decirle a mis estu-

diantes en Dublín, ‘si se les aparece un tipo más o menos parecido a éste, un poco sucio, a la una de la mañana, ¿lo invitarías a que se tome un café en tu cocina? No, seguro no. Entonces les señalaba que esto es lo que se ha perdido: la capacidad de encontrar al extraño, de vincularnos con él, y de percibir el extraño que hay dentro de nosotros mis-mos. Por eso la gente queda fascinada con el libro. Yo he sido acusado, señalando esto, de intentar convertir el Ulises en una suerte de libro de autoa-yuda. Y yo me declaro culpable”.

“El Ulises es un libro que ha viajado por todo el mundo como un test de culturalismo y tolerancia. Porque es universal en su humanidad, pero a la vez es muy local. Joyce decía que si podía llegar al co-razón de Dublín, llegaría al corazón del universo. Pero a la vez lo hacía pensando en un lector parti-cipante. Joyce la daba copias gratis del Ulises a porteros nocturnos de los edificios, o a mozos de restaurantes, gente cuyo trabajo exigía estar alerta, atentos, con capacidad para entender los diferentes tipos humanos con que interactuaba en el día. Sen-

tía que esas eran las cualidades ideales de un lector del Ulises. Joyce estaba en contra de la idea del ex-perto como un ser superior. Trataba de abrir la ex-periencia de la lectura a esos lectores inesperados, que a priori nadie los pensaría como tales. Joyce miraba por la ventana de su apartamento parisino y decía, ‘¿ves ese niño? Un día será lector del Uli-ses’. Tanto Leopold Bloom como su esposa Molly son personas comunes, que están siendo celebra-dos, mientras otros modernistas como Ortega y Gasset o Yeats quedaban aterrados ante las masas de las nuevas sociedades. Y aparece Joyce y les dice, no, estas son personas amorosas, tienen sabi-duría, son débiles, a veces abyectos, y también fra-casan. Pero no son basura. Eso se ve cuando Bloom piensa en el agua. Ve el agua como la polí-tica democrática, con esa capacidad de autonivelar-se. El agua a menudo es una imagen que se utiliza para representar el inconsciente. Joyce dice: miren el inconsciente de estas personas, es muy intere-sante, hay fuerzas ocultas, hay miedos. Utiliza en-tonces al Ulises para desafiar esos miedos”. ●

Libro de autoayuda

Declan Kiberd

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La mujer que encantabaRevisando a Hannah Arendt

FILÓSOFA e intelectual, la ale-mana Hannah Arendt (1906-1975) es autora de una obra teó-rica clave para entender el siglo

XX, más precisamente los horrores de ese siglo. Nació en una familia judía y fue discípula de Martin Heidegger y Karl Jaspers. Con el ascenso del nazis-mo emigró a Estados Unidos donde con-solidó su carrera académica y escribió la mayoría de los trabajos por los que ganó prestigio y admiración, y también gene-ró polémicas y rechazo. El totalitarismo, el antisemitismo, el genocidio judío, el sistema de los campos de concentración y el imperialismo son algunos de los te-mas sobre los que investigó y teorizó. Entre sus principales obras se cuentan Los orígenes del totalitarismo (1951), La condición humana (1958) y Eichmann en Jerusalén (1963).

Pensadora difícil de clasificar, se la ha definido como existencialista, conser-vadora, liberal o anarquista. Sin embar-go ninguna de esas categorías alcanza a la integralidad de su pensamiento, agudo y original. Ella rechazó todos los ismos y fue un ejemplo de lo que se conoce como intelectual libre.

De esa riqueza y complejidad da cuenta Hannah Arendt, El orgullo de pensar, una compilación de ensayos a cargo de la española Fina Birulés. La edición es del 2006, pero recién se distri-buye localmente.

TRES RETRATOS. Dos amigos y un anti-guo alumno escriben el capítulo más breve del libro, que evoca a la profesora y a la mujer. “Entraba, ligeramente en-corvada, con su cara seria, de mirada melancólica. Tenía, calculo echando cuenta, unos 57 años en 1963, pero a mí me parecía aún mayor. Su cara, sus ob-vias arrugas y ojos grandes, con párpa-dos cansados, era atractiva: resplande-cía en ella la sabiduría. Sus vestidos es-taban siempre desajustados y eran hol-gados, pero tenía un aire de limpio de-saliño”, dice Salvador Giner, quien asis-tió a sus clases en la Universidad de Chicago.

El ensayo del filósofo Hans Jonas, alemán, judío y emigrado a Estados Unidos como Arendt, también da un testimonio personal pero centrado en su pensamiento. Estudia la que consi-

Virginia Martínez dera su obra magna, La condición humana.

Cierra el trío la entrañable despedida de su gran amiga la escritora estadouni-dense Mary McCarthy. La define como una persona luminosa, seductora y fe-menina. Una mujer que encantaba con la palabra y la inteligencia. Generosa e im-paciente. Histriónica pero no exhibicio-nista, dice McCarthy que cuando habla-ba en público, en sus gestos y actitud, en la manera de caminar, de fumar o poner las manos en los bolsillos, Arendt dejaba ver su espíritu.

PENSAMIENTO CONSERVADOR. “¿Qué es usted? ¿Es usted conservadora? ¿Es us-ted liberal? ¿Cuál es su posición en el espectro contemporáneo?”, le preguntó el politólogo alemán Hans Morgenthau en un coloquio realizado en Toronto en 1972. “No lo sé. La verdad es que no lo sé y no lo he sabido nunca. (…) Ya sabe que desde la izquierda se me considera conservadora, mientras que los conser-vadores a veces piensan que soy de iz-quierdas, que soy una inconformista o Dios sabe qué. Y la verdad es que no me importa en absoluto”, respondió.

Casi medio siglo después la politó-loga inglesa Margaret Canovan intenta responder a aquella pregunta. Si bien en los últimos años ha sido la izquier-da la más interesada en ella (por el po-tencial radical de su pensamiento), es un error considerarla una pensadora radical. Canovan la define como con-servadora aunque a distancia de for-mas corrientes del conservadurismo, tanto religioso como económico. Dice que no subordinaba su pensamiento al dogma religioso puesto que fue clara-mente secular y humanista, ni tampo-co al libre mercado como los conser-vadores más recientes. Por el contra-rio, temía el efecto destructivo de las fuerzas que desataba el mercado.

Era muy sensible al potencial deses-tabilizador de la acción humana. Enten-día que la función de la ley no era tanto proteger derechos sino contener esa de-sestabilización. Ejemplo de ello fue el crecimiento económico sin límites, ini-ciado en la Reforma Protestante, que convirtió a la propiedad privada en pro-piedad a gran escala. Así el goteo se convirtió en torrente y cubrió todo el planeta bajo la forma de imperialismo. Y este luego preparó el terreno para el totalitarismo.

dia uno de los conceptos más divul-gados de Arendt: la banalidad del mal. O más precisamente su evolu-ción desde la idea del mal radical, que formuló en Los orígenes del to-talitarismo, al concepto de banalidad del mal que expresa en Eichmann en Jerusalén y en la polémica epistolar que tuvo con el historiador alemán Gershom Scholem.

Para Arendt el mal radical, que tam-bién llamó mal absoluto, surge en un sistema en el que todos los hombres se han vuelto igualmente superfluos. En ese sistema totalitario, que tiene como institución máxima al campo de concen-tración y exterminio, los hombres no pertenecen a ninguna comunidad y no hay leyes para ellos. Lo nuevo de los campos no es el sufrimiento provocado ni el número de víctimas sino que allí está en juego la anulación de la naturale-za humana (de ahí que considere los crí-menes del nazismo como crímenes con-tra la Humanidad).

Scholem le reprochó el abandono de la tesis del mal radical por el con-cepto de banalidad del mal. “Esta nue-va tesis me parece un simple slogan”, le escribe. Arendt replicó, haciendo de la acusación una fortaleza: “Tiene usted mucha razón: he cambiado de opinión y ya no hablo de mal ‘radi-cal’. (…) Ahora estoy convencida de que el mal nunca puede ser ‘radical’, sino únicamente extremo, y que no po-see profundidad ni tampoco ninguna dimensión demoníaca. Puede exten-derse sobre el mundo entero y echarlo a perder precisamente porque es como un hongo que invade las superficie”. El genocidio no fue obra de monstruos ni demonios sino de burócratas, hom-bres comunes. La redefinición del mal, lejos de atenuar o diluir la responsabi-lidad de los asesinos, volvía la tesis más provocativa e inquietante.

Aunque parezca innecesario, se im-pone señalar que El orgullo de pen-sar no es, ni se lo propone, una puerta de entrada al pensamiento de Arendt sino una reflexión académica y erudita sobre su obra, destinado más a quienes ya la han estudiado que a los interesa-dos en iniciarse en ella. ●

HANNAH ARENDT, EL ORGULLO

DE PENSAR, compilado por Fina Birulés. Gedisa, 2006. Barcelona, 287 págs. Distribuye Océano.

EXISTENCIALISMO POLÍTICO. El ensayo del profesor de Historia de la Universidad de Berkeley, Martin Jay, se concentra en la filosofía de su pensamiento político. Jay sitúa a Arendt en la tradición del existen-cialismo político de la década del veinte. “Hannah Arendt deja claro su convenci-miento de que la tradición que arranca con Schelling y Kierkegaard y culmina con los que fueron sus maestros en los años veinte es la filosofía de la era mo-derna. Los existencialistas franceses, y Sartre en particular, son excluidos de esta valoración, aunque en años poste-riores encontrará muchos motivos para admirar a Merleau-Ponty”.

Jay es crítico con Arendt, sobre todo con la lectura que hace del marxismo. Dice que, aunque no es posible fijar el momento en que comenzó a leer a Marx, ella misma reconoció que había empeza-do tarde puesto que en su juventud no le interesaban la política ni la Historia. Dos o tres son los aspectos en lo que, a su jui-cio, Arendt se equivoca en su interpreta-ción de Marx: cuando le atribuye el ha-ber reducido al hombre a su condición de animal laborans (cuya única preocupa-ción es reproducir las condiciones de su supervivencia biológica) y en la cuestión del papel de la violencia en la Historia.

ASESINOS DE OFICINA. El filósofo es-tadounidense Richard Bernstein estu-

Afiche del film de Margarethe Von Trotta (2012) protagonizado por Barbara Sukowa

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“Hay lectores buenos, Con Enrique Estrázulas

TRAS ALGUNAS gestiones, recibe amable y así se man-tendrá. Enrique Estrázulas (Montevideo, 1942) es poeta,

novelista, periodista, ensayista y dra-maturgo. Ha sido diplomático. Su no-vela más conocida, Pepe Corvina (1974), tiene numerosas traducciones. El objetivo es grabarlo para el ciclo Los poetas dicen leyendo de su último libro Claroscuros (2013), y de paso charlar sobre el conjunto de su obra.

Pero no será un entrevistado fácil. Responderá con amplitud, salvo cuan-do no quiera entrar en un tema. Por ejemplo, sobre su novela Tango para intelectuales (1990) dirá que ya no le gusta, que no tiene el libro y no desea hablar sobre él. No habrá cómo seguir por ese rumbo.

En determinado momento, charlan-do sobre las dificultades para hallarlo, le confieso haber creído por instantes que estaba tratando de reportear a un ermitaño, pero que ese pensamiento no lo voy a poner en la nota. Ríe y me dice que lo escriba.

VOLVER.

—Ha viajado mucho, y se nota en su obra, pero parece que siempre pen-sando en volver.

—Anduve por ahí, sí. Por Buenos Aires, por Roma, por París. Fui emba-jador en Cuba.

—En Tango para intelectuales es-cribe que otras ciudades le han gusta-do mucho, pero siempre pensando en volver acá.

—Posiblemente. Sobre todo a Mon-tevideo.

—Pero parece, más en concreto, que en su poesía y narrativa está vol-viendo a la Punta Carretas de la in-fancia.

—Yo recuerdo que en Roma extra-ñaba mucho. Luego me acostumbré. Después en París también. París es, di-gamos, una ciudad más triste que Roma. Más atractiva, tal vez. En todos lados extrañé. Pero también disfruté las ciudades. Después disfruté tam-bién Cuba, en lo que se refiere a otra cosa. Cuba es una isla que está llena de playas, de calor, de mulatas. Pero el clima no da eso que daría, por ejem-plo, una isla como la Martinica.

Juan de Marsilio JOVEN POETA VIEJO. —Sus primeros libros, El sótano y

otros poemas (1965), Fueye (1968), y Caja de tiempo (1971), son de antes de cumplir los treinta, pero trasuntan la nostalgia propia de un hombre maduro.

—Eso es lo que me decía Onetti. Es un libro de un hombre que tiene más de cuarenta años, me dijo hablan-do de mi primer libro, El sótano y otros poemas.

—Nostalgia tanguera con lenguaje culto. ¿Fue buscado o le salió solo?

—Era mi lenguaje interior de esos años. No pensé ni en Cadícamo, ni en Manzi ni en ningún otro de los gran-des autores del tango. Que son letris-tas, no poetas. Han escrito letras, que luego, en muchos casos, valen como poemas por sí solas, incluso separadas de la música.

—Y lo suyo es lo opuesto. —Lo opuesto, puede ser, sí. Yo re-

cuerdo una nota de Onetti, del año 69, por ahí, en Marcha, en que me pone por los cuernos de la luna, medio en serio y medio en joda. Hacía esas co-sas. Dice de mí que con el paso del tiempo íbamos a saber que teníamos un poeta extraordinario, y que ignora-ba a quién copiaba yo, pero que le pa-recía que venía de Vallejo y de Gardel.

—Vallejo se nota, aunque usted, sin caer en la obviedad, es más llano.

—Sí, es más difícil Vallejo. Sí, pue-de ser. Pero creo que me salió solo. Yo no tuve una influencia que notara. La de Gardel, puede ser. Y la de Vallejo es posible. Creo que son todas cosas posibles, pero no puedo decir como dice el propio Onetti, “copio a Faulkner desde que empecé a escri-bir”. Que era una broma.

LOS CUENTOS, LAS NOVELAS.

—Bajo muchos pasajes de su na-rrativa se nota la escritura en verso. ¿Se le cuela el poeta al narrador?

—Bueno, hay un cuento que se lla-ma “Aprendiz de barro”, dedicado a José Sasía, que evidentemente está todo hecho en endecasílabos.

—También son poéticas las imáge-nes que muestra, por ejemplo lo del elefante, en la novela Lucifer ha llo-rado (1980). ¿Trató de deslindar gé-neros?

—No, me importó un comino. La novela tenía que salir como yo la sin-tiera.

—Es un poco la continuación de Pepe Corvina, al menos por dos per-sonajes.

—En parte sí. Pero la gente no se da cuenta. Hay muy buenos lectores, pero hay otros que no tienen una fuer-za natural como para comprender la li-teratura. El caso de Pepe Corvina, que algunos la consideran un clásico, y es una novela mucho más fácil de leer, más entretenida que Lucifer ha llorado.

—Pepe Corvina es su novela más célebre. ¿Es la mejor?

—En su momento me pareció que era. Después opté por Lucifer ha llo-rado. Y más tarde por una novela que muy pocos han leído que se llama Es-pérame, Manón (2008). Creo que es una novela importante.

—Se nota desde Pepe Corvina un volver a hechos y paisajes de infancia, con esos caserones en decadencia.

—Lo que pasa es que hay lectores que son buenos, realmente buenos lec-tores, que pueden ver cosas. Y apare-cen generalmente en Pepe Corvina porque no son lectores, cómo decirlo, de cualquier novela. Existen esos lec-tores. Son los que la convirtieron en best seller tanto acá como en el exte-rior. Pero hay los que empezaron a le-erla y no la entendieron.

—Insisto: lo veo volviendo a su paisaje de infancia.

—¿Entonces por qué Pepe Corvi-na tuvo tanto éxito en París, por ejem-plo? Hasta hubo que cambiarle el títu-lo (se llama Les feux du Paradis). ¿Por qué tuvo tanto éxito en Portugal, en Grecia?

—Es universal: en todas partes hay gente volviendo.

—Sí, puede ser. —En Pepe Corvina hay un boxea-

dor que llega de casualidad a Presi-dente. La escribió a principios de la dictadura. ¿Temió que se leyese como una burla al ex presidente Jorge Pa-checo Areco?

—Lo que pasa es que yo estaba es-cribiendo un poco desde el pasado, y al mismo tiempo nunca me interesó la literatura politizada. ¿Qué clase de ar-timaña puedo hacer para que la novela sea politizada? Ninguna.

—El protagonista es real, fue can-ción y después novela…

—La canción es anterior. El hom-bre fue ballenero, ese es Pepe Corvi-

na. Y volvió. Lo curioso es que los ba-lleneros casi nunca vuelven.

—Son excelentes, en poesía o na-rrativa sus evocaciones de personajes reales, como esa trasposición del poe-ta Rolando Faget que hace en El la-drón de música (1982).

—Yo lo fui a ver a Faget, donde es-taba internado, al final. Varias veces. No lo dejaban comer chocolate, que a él le gustaba. Evidentemente se iba morir, igual con chocolate o sin cho-colate. La última vez que lo vi, pocos días antes de morir, le llevé un choco-late grande así y se lo comió todo. Yo le prologué el primer libro (Poemas del río marrón, 1971), que era supe-rior a los más recientes.

CANTAR EN URUGUAYO.

—Ud. fue amigo de Zitarrosa y es-cribió sobre él. ¿Tenemos hoy quien cante, a su manera personal, pero en uruguayo?

—No. Pero también comete errores, Zitarrosa. Hay muchas canciones ad-mirables de Alfredo, y estupendamen-te bien cantadas. Y hay otras que son cancioncitas, para rellenar un disco. Con poca obra no debería haberle pa-sado. Y es la mejor voz que hemos te-nido acá.

—Ud. señala en el libro que Zitarro-

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que pueden ver cosas”

sa interpretaba algunos temas mejor que sus autores. Yamandú Palacios u Osiris Rodríguez Castillos, por ejemplo.

—No hay que olvidar que Osiris Rodríguez Castillos sí que era un poe-ta. Aunque no un cantor. Acaba de sa-lir un libro de Guillermo Pellegrino sobre Osiris, A la orilla del silencio. Desde el punto de vista de la literatura tiene algunas cosas olvidables, pero la mayoría son clásicos. Y creo que en ese orden es superior a Zitarrosa. Can-tando, no.

—¿No hubo más cantores “en uru-guayo”?

—El Sabalero cantaba en uruguayo. Numa Moraes canta en uruguayo, del norte, pero en uruguayo. Creo que Gardel canta en uruguayo. Tiene can-tidad de tangos, sobre todo, y milon-gas, elaboradas en la Argentina, pero hay, por ejemplo, tres temas del “Vie-jo Pancho”. Son netamente uruguayos, y cantados por un uruguayo. Y hay más. Creo que voy a presentar un libro sobre Gardel que se llama Gardel ín-timo. Nunca he presentado un libro sobre Gardel. En ese libro está ha-blando de pe a pa de que extraña a la verdadera madre. No a Berta Gardés. Ni siquiera una foto tiene con Berta Gardés. Hay un cuadrito con una foto de ella y él al lado. No es lo mismo.

AIRE TANGUERO. —En su escritura hay una atmósfe-

ra tanguera. No se puede hablar de una influencia directa, pero recuerda un poco a Manzi o Cátulo Castillo.

—Astor Piazzolla me dijo una vez que no le tenía simpatía a “La Cum-parsita”. Como no le tenían simpatía muchos, como Cátulo Castillo. Pero me dijo que “Sur” era un himno. Le dije que no, que era mucho más que un himno. Es un tango completo. Piazzolla hizo grandes cosas, esas so-natas, esas piezas instrumentales que, para el que no sabe, no son tango, pero para mí es tango. Pero su obra con Ferrer no llega a la altura de lo que produjeron Troilo y Manzi.

—Ud. aprecia el lunfardo, como se ve en su libro sobre Carlos de la Púa, pero no lo usa.

—A mí me gusta mucho el lunfar-do. Sé de lunfardo. Pero no hablo en lunfardo ni tengo ningún poema que con palabras lunfardas. Escribiendo poesía, o novela, o escribiendo lo que sea, no tengo nada que ver con el lun-fardo. Aunque me guste mucho.

LOS HOMBRES FUERTES.

—En su pieza teatral Borges y Pe-rón: historia de dos muertes (1993), donde se entrevistan el escritor y el caudillo ya viejo, y en su novela cari-beña Los manuscritos del caimán (2004), aborda el tema de los dicta-dores y sus ambivalencias. Desde una fuerte distancia crítica, los com-prende.

—Jorge Luis Borges y Juan Do-mingo Perón no se conocieron jamás. No sé si hubiera sido posible una en-trevista entre ellos. Creo que hubiera sido imposible. A Borges lo conocí y lo traté. Y a Perón creo que lo com-prendí, desde una distancia crítica muy fuerte. Perón, más allá de estar de acuerdo o no estar de acuerdo con él, fue un conductor de masas como no hubo otro en América Latina. Si no, no pasaría lo que pasa en Buenos Aires, no lo de ahora, lo del asesina-to de Nisman, sino lo de que el pero-nismo no se va. No hay vuelta: sigue siendo una fuerza muy potente. Lo que no quiere decir que no desapa-rezca algún día. Pero hace tiempo que está.

—Hay quien compara a Perón con figuras como Hitler, Mussolini o

Franco. En otra cuerda, hay quienes lo vinculan con Luis Alberto de He-rrera.

—La comparación con Hitler, con Mussolini o con Franco me parece im-posible. Algunos lo comparan con Mussolini, pero no con Hitler ni con Franco. No tienen nada que ver con Perón. Y lo de Herrera tiene que ver porque en definitiva estaba ahí flotan-do el Tercer Mundo. En mucha cosa fueron disímiles, pero Herrera fue el único en ir al entierro de Evita Perón. Acá había una actitud de los políticos exagerada, desde el punto de vista de ese desprecio por Perón y también por Evita. Creo que no correspondía. Tam-poco correspondía apoyar a ninguno de ellos, pero había una actitud… hi-cieron al Uruguay antiperonista. En ese aspecto, lo de Borges no tuvo nada que ver con el antiperonismo. Borges adoraba a la madre y Perón la tuvo presa. Es muy difícil que no saliera el odio por algún lado.

—En ambos textos muestra el lado humano y vulnerable del tirano. El amor del Caimán por Casandra, su hija. Y ese Perón casi tierno en su ad-miración por el escritor.

—Tenía muchas personalidades, Perón. Podía presentarse como débil y tierno o como un tirano terrible. Era muy simpático —eso me lo dijo Cadí-camo— pero al mismo tiempo podía ser terrible. Yo elegí el Perón que me gustaba a mí. Lo de la ternura ya le pasó a Rosas, con Manuelita. Y la re-lación de Perón con Evita era tierna.

FE, ILUSIÓN, MARAVILLA.

—En varias de sus novelas es tema la búsqueda de lo imposible, sea el mapa al paraíso en Pepe Corvina o la octava nota, en El ladrón de música.

—Algo que tiene que ver El la-drón de música con Pepe Corvina, ese viaje. Aunque es inferior a Pepe Corvina.

—Se repite la escena del caballo entrando a la sala. ¿Eso pasó?

—Pasó, sí (ríe). Juan Zorrilla de San Martín, hijo, estaba en un sanato-rio de las Piedras y llegaba a caballo desde Las Piedras a lo de Cocholita Zorrilla, que era en la rambla, y para no dejar el caballo atado afuera lo te-nía que meter en el jardín de esa casa. Entonces, claro, estaban unas señoras tocando el piano, o hablando de poe-

sía —hablaban de una poesía que a mí no me interesaba— y de repente en-traba él. Y ahí si entraba la poesía, cuando entraba Juan a caballo. Era un hecho poético notable.

—¿Cómo se le ocurrió lo de la octava nota, que aturdía a casi todos lo que la oían?

—Justamente, para ensordecer. Porque al no existir, era una inven-ción de locos.

—Sin embargo los personajes que la captan son humildes. Pienso en la relación entre Juan León, el protago-nista, y Alipio, un guitarrista popular.

—Bueno, uno se encuentra con un personaje en la calle, de los tantos que pasan por ahí. Me reconoce y me pregunta si soy escritor y qué estoy escribiendo. Le digo que una novela sobre la octava nota musical. Varios me respondían que era una maravilla. Se lo creían. Yo no les quise aclarar que ambos debíamos saber que eso no existía. No existe en la realidad, pero en la novela sí.

—En Lucifer ha llorado, el Her-mano Lobo halla la mujer inolvida-ble…

—Evidentemente Irene es inolvida-ble, y totalmente invivible. Además no la conocí, la inventé. A Ligia, la mu-chacha, sí la conocí. Al mago Tangasis lo inventé. Y al elefante… lo vi. Lo vi porque hubo un elefante que tuvo do-lor de muelas, de colmillos —eso me lo contó mi padre y varias personas— en el zoológico de acá. Y hubo que sa-carlo de la jaula para que se sintiera un poco mejor. Después le dieron no sé qué medicamento. Y papá, con una mentira no literaria, una mentira que no era para que yo escribiera, me dice que al tipo que lo curó se lo dieron y se fue con él tan tranquilo, por las ca-lles de Montevideo.

—En su narrativa, en la búsqueda de lo imposible, se entretejen las ideas de fe, ilusión y maravilla. A va-rios de sus personajes les falta fe. ¿Ud. la tiene?

—No sé, depende de lo que escriba. El encuentro con la maravilla, yo creo que está ahí, y no sé si volveré a insis-tir con el tema.

—¿Qué está escribiendo ahora? —Ahora no estoy escribiendo nada.

No sé si se mantendrá así, porque ten-go ganas de escribir. Pero no me sale lo que estoy escribiendo, todavía. ●

Inés

Gui

mar

aens

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El francés que leía a FaulknerFoucault y la literatura

ES POSIBLE que en algún remoto momento alguien, de igual modo remoto, informe que todo lo que alguna vez Michel Fou-cault escribió, dijo o dictó, se terminó de

publicar. Pero, mientras tanto, las editoriales de aquí y de allá siguen reuniendo papeles dispersos, agrupándolos según los temas abordados, y dándo-los a conocer en volúmenes esenciales o aleatorios, sea por la fecha de origen de los textos o por la dis-tancia de enfoques teóricos que su obra supo regis-trar. De alguna manera éste es el caso de La gran extranjera. Para pensar la literatura, libro que reúne charlas dictadas en radio y conferencias.

En una entrevista de 1975, el periodista Jean Le Marchant le preguntó a Foucault si, además de clá-sicos de la literatura leía autores contemporáneos, a lo que contestó: “Poco. (…) Para la gente de mi generación, la gran literatura era la literatura nor-teamericana. (…) La literatura era la gran extran-jera”, refiriéndose en particular a William Faulkner, cuyos escenarios visitó en 1970 en un viaje por el valle del Mississippi. Así comprendida la idea que da título al libro, la misma resulta su-gestiva aunque luego en los textos la metáfora no se hace presente o se diluye en consideraciones más prácticas, sin por ello abandonar el estilo refinado y desafiante que caracterizó a toda su obra.

UN HORIZONTE COMÚN. Foucault analiza los víncu-los entre lenguaje y locura, tema sobre el que ya había trabajado en su primer libro Enfermedad mental y personalidad (1954) y en Historia de la locura en la época clásica (1961), y sobre el que volverá en Las palabras y las cosas (1966) bajo la hipótesis de que “el parentesco entre la locura y el lenguaje no es simple ni de pura filiación; el len-guaje y la locura están ligados, antes bien, en un tejido enredado e intrincado donde, en el fondo, es imposible distinguir uno de otro”. Esa indistinción implica, sin embargo, que entre el uso y el no uso del lenguaje en el sentido del habla o la escritura queda establecido un ejercicio de libertad, y que allí donde se descifran o se confunden los signos es donde se establece el límite entre la salud y la en-fermedad.

Así planteado el inicio del asunto, Foucault sos-tiene que “las locuras, aun las que son mudas, pa-san, y pasan siempre, por el lenguaje. Que no son tal vez más que la extraña sintaxis de un discurso”. Interpretar, pues, el discurso del loco en todas sus áreas (incluso en su silencio) es parte de una tarea central, que suele verse interrumpida, no porque es-tos “no hablan, sino tal vez porque, justamente, ha-blan demasiado, con su lenguaje sobrecargado, en una especie de profusión tropical de los signos en el que se confunden todos los caminos del mundo”.

Habitar el espacio del lenguaje con la posibili-

Hugo Fontana

dad de desentrañar su constitución, alumbrar sus secretos —todo lo que el loco no puede hacer— en un momento de la Historia en el que una vez acep-tada la muerte de Dios y el fin de las utopías “sa-bemos que no seremos felices”, es el “único recur-so, nuestra única fuente”, y una vez trasvasados sus límites nos acercamos a dos caminos que co-rren paralelos: la locura y la literatura. En el marco de ese extraño, colindante y a la vez alejado víncu-lo, Foucault da el ejemplo de Antonin Artaud, quien en cartas dirigidas a Jacques Rivière, se pre-gunta por qué dar apariencia de ficción a aquello que está hecho de la “sustancia inextirpable del alma”, como si uno y otro lenguaje —el de la locu-ra y el de la creación literaria— pudieran confun-dirse arbitrariamente.

“Y bien —enfatiza Foucault— la literatura y la locura, en nuestros días, tienen un horizonte co-mún, una suerte de línea de unión que es la de los signos.”

VERDAD Y DESEO. El libro La gran extranjera... re-coge conferencias ofrecidas en las Facultades Uni-versitarias Saint-Louise (Bruselas), en la Universi-dad de Bufalo (Nueva York) y en Montreal entre 1963 y 1971. Se divide en tres módulos: “El len-guaje de la locura”, “Literatura y lenguaje” y “Con-ferencias sobre Sade”. Ofrece además de un índice de notas en las que Foucault abordó el tema de la literatura y de los escritores, ya sobre Raymond Rousell, Gustave Flaubert, Maurice Blanchot, Gé-rard de Nerval, Julio Verne u otros menos conoci-dos.

Las dos partes que dan forma al apartado “Lite-ratura y lenguaje” fueron dictadas en Bruselas en 1964, y muestran a un Foucault aún “atrapado” en los esquemas del estructuralismo, del que se iría apartando desde la publicación de Las palabras y las cosas, para alejarse en forma definitiva en los 70 y 80. Las conferencias ponen el foco en algunos fenómenos del lenguaje que por entonces se consi-deraban relevantes, en el marco de pesquisas litera-rias caracterizadas por el detalle, por las metáforas improbables o a veces directamente caprichosas (la frecuencia del bucle en el teatro de Corneille, la metáfora del abanico y el ala en la poesía de Ma-llarmé), la distinción entre obra, lenguaje y literatu-ra, el lenguaje como espacio o como tiempo, el paso de la memoria a la conciencia de sí como fun-dante de la literatura a partir del siglo XVIII, que requerirían de un lector dispuesto a una complici-dad teórica hoy poco frecuente.

No obstante Foucault detecta ya, cincuenta años atrás, algunos de los elementos clave de lo que será el posmodernismo literario, en particular las formas de escritura y el análisis simultáneo de esas mismas formas, por ejemplo estructurales en autores como Don DeLillo, o en la relativa libertad establecida por la literatura ante su elemento constitutivo: “Es cierto que la literatura se hace con lenguaje. Así como la arquitectura, después de todo, se hace con piedras. Pero no hay que extraer de ello la conclu-sión de que es posible aplicarle indistintamente las estructuras, los conceptos y las leyes que valen para el lenguaje en general”.

La última parte del libro, dedicada a la obra del Marqués de Sade, es notable por su poder de análi-sis y por la síntesis con la que son planteados sus cuatro conceptos fundantes: la inexistencia de Dios (como límite moral), la inexistencia del alma (como límite espiritual), la inexistencia de la natu-raleza (como límite biológico) y la inexistencia del crimen (y por ende de la ley). Es desde ese poliedro que los discursos de Sade se establecen con funcio-nes especiales, transformándose en gestores de lo ilimitado, en la irrupción del libertino como héroe positivo, en la distinción entre verdugos y víctimas, y en una ingeniería racional que apunta a convali-dar los cuatro conceptos mencionados. Una nueva relación entre verdad y deseo se desprende de este mundo, en tanto que Foucault determina en la es-critura de Sade “un principio de recomienzo perpe-tuo del goce sexual”, convirtiéndose en el instru-mento básico para borrar las diferencias entre el principio de placer y el principio de realidad.

A pesar de algún reparo, el libro es un compo-nente más de una de las obras filosóficas más im-portantes de nuestro tiempo. ●

LA GRAN EXTRANJERA, PARA PENSAR LA

LITERATURA, de Michel Foucault. Siglo XXI Editores, 2015. Buenos Aires, 189 págs. Distri-buye América Latina.

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4 septiembre 2015

La intimidad del adiósJohn Berger ante el dolor

EL PUDOR atraviesa —desde la escritura, la lectura o ambas— la sustancia de las elegías fúnebres, esos recordatorios escritos sobre los muertos queridos, sean familiares, amantes o

amigos. ¿Cómo se escribe eso, desde qué lugar, con qué finalidad, a qué distancia? Cuando esas elegías se publican se suele decir que son los textos “más perso-nales” de sus autores. Así rezan las solapas, dando por sentado que ahí está el escritor desnudo emocional-mente ante nosotros, lectores, y “vaciado” de literatu-ra. Nunca es del todo así. De la misma forma que un fotógrafo en plena guerra —y por más implicado que esté con la desgracia humana— “ve” la foto, la muerte no desaparece como tema para el escritor cuando le toca de cerca. En otras palabras: conoce el tópico, y ya sea que lo escriba de modo torrencial y “catártico” o que borde con exactitud cada palabra, su oficio no de-saparece ahí. No tendría por qué, por otra parte.

EL VARIADO DOLOR. También vale aclarar que no todas las elegías fúnebres son cantos de amor, admiración y respeto hacia el ausente; en algunas pesa más la refle-xión filosófica sobre el paso del tiempo y el destino humano; en otras se sospecha algún ajuste de cuentas afectivas. Entre las más antiguas en lengua española —la incluida hacia el final en Libro de buen amor de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, y “Coplas por la muerte de su padre”, de Jorge Manrique— los muertos evoca-dos (la trotaconventos en uno, el padre del autor en el otro) tienen menos protagonismo que la propia muerte y que esas consideraciones universales sobre su pre-sencia igualadora, lo efímero del placer y los dolores del recuerdo. La generación española del 27 aportó elegías memorables en el terreno de la amistad: el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejía” de Federico Gar-cía Lorca a su amigo torero, la “Elegía” de Miguel Hernández a su amigo Ramón Sijé, y poco después las que recibe Lorca de sus compañeros de generación (Antonio Machado, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Emilio Prados, etc.). En el poema de Hernández hay una justificación interesante y por algo la titula “Elegía primera”: “Entre todos los muertos de elegía,/ sin olvi-dar el eco de ninguno,/ por haber resonado más en el alma mía,/ la mano de mi llanto escoge uno.” Incluso en el caso de Hernández, que hizo más de una, se im-pone la elección. Los escritores no andan haciendo ele-gías de todos los muertos a su alrededor, y son conta-dos los casos de repeticiones excelsas: se podrían citar, siguiendo en el canal lírico, los extensos poemarios que le dedicó el mexicano Jaime Sabines tanto a su pa-dre como a su madre.

Por otra parte, hay una expectativa lectora respecto al tono de la composición, hasta dónde mostrarse y mostrar al muerto, qué líneas cruzar y cuáles no. Un texto audaz sigue siendo el del argentino Guillermo Saavedra que en el poemario El velador (1998) com-pone una perturbadora y demoledora semblanza de la

Mercedes Estramil

madre escapando de los clisés del dolor manifiesto, y estableciendo una suerte de llanto mordaz y grotesco. No es lo usual. Podría citarse también, ya en prosa y más reciente, la novela de la francesa Delphine de Vi-gan, Nada se opone a la noche (2011), una biografía familiar que le permite sacar al sol los trapos sucios y de algún modo terminar con el “entierro”. Porque eso son también las elegías, un modo de decir adiós que al imprimirse cobra consistencia y efectiviza el duelo.

En Inglaterra sentaron precedentes pesados en los siglos XVII y XIX respectivamente los poetas John Milton y Percy B. Shelley, homenajeando la muerte de dos amigos. El de Shelley era nada menos que John Keats y para él escribió el emotivo “Adonaïs”. En 1936 W.H. Auden publicó la primera versión del luego famoso “Funeral Blues” que pide que el mundo entero se paralice ante la muerte del amante.

De ese país llegan ahora traducidas casi juntas dos formidables elegías narrativas, firmadas por viu-dos de renombre: Julian Barnes y John Berger. La agente editorial Pat Kavanagh era la esposa del pri-mero, murió en 2008, y Barnes publicó en 2013 un libro ambicioso que podría catalogarse de novela, Niveles de vida. Es un tríptico de ascensión y des-censo que recién en la última parte hace entrar a Pat (sin nombrarla, solo en la dedicatoria aparece), sin sensiblería, pero con una pátina de dolor y desampa-ro sobre la herida abierta (el libro fue reseñado en El País Cultural No. 1283). A su vez, Beverly Bancroft estaba casada en segundas nupcias con el escritor y crítico de arte John Berger (n. 1926). Cuando muere

en 2013, él y su hijo Yves escriben e ilustran Rondó para Beverly (2014), un libro de tamaño chico que hace lo fundamental y primario del duelo: llora.

LA COMÚN BELLEZA. El comienzo de Rondó para Be-verly es una fotografía en blanco y negro de su des-pacho, tomada en 2009 por John Christie: la luz que entra por una ventana ilumina un espacio atiborrado de libros y lámparas torcidas que sin embargo no pa-rece asfixiante. Inmediatamente después de esa en-trada al hábitat de Beverly, la breve frase de su hijo: “Mamá, estoy a punto de inaugurar mi primera ex-posición en Londres. Cuánto te echo de menos. Sé lo contenta que estarías”. No puede ser más íntimo, y tampoco puede ser más colectivo. En todos los frag-mentos de Yves, señalados en cursiva, aparece el apelativo en mayúscula, Mamá. En los correspon-dientes a John la cuerda de la emoción está menos exigida, quizá, o solo lo parece: da cuenta de cómo nació el texto (a través del arte musical: la audición del rondó Nº 2 para piano de Beethoven), menciona la tierra en la que ella regaba sus plantas (el libro ter-mina con la alusión a las plantas que pondrán en la tumba), los poemas que escucharon juntos, la mane-ra de ella de abrir una puerta, los lentes nuevos que él le compró y que no llegó a usar, los viajes en moto, la belleza que tenía cuando estaba muriendo.

Es un adiós escueto y certero y exhibe, sí, da el muerto al mundo para que el mundo lo vea. Era así, nos dice, aquí están sus retratos, fotografías, vicios, virtudes, sus lugares amados y su final. Los dibujos de su ropa y sus zapatos, hechos por John en 2013, tienen esa fragilidad conmovedora que nace de que-rer conservar sustitutos, lo que servía, protegía, adornaba al ser amado y cuya funcionalidad ahora es otra. Se puede hablar de golpes bajos, e incluso uno se puede preguntar qué valor tendría esto si no fuera porque lo firma Berger (Hacia la boda, Lila y Flag, Aquí nos vemos) y porque lo expone con belleza narrativa y afirma dos o tres lugares comunes sobre la vida, la muerte, y la posteridad. Y es cierto. Como también lo es que la elegía permite y hasta reclama una caída de barreras de la sensibilidad, autoriza la vulnerabilidad, la búsqueda de refugio, la autocom-pasión y el uso sin culpa (pero con criterio) de los lugares comunes. En parte porque más que un diálo-go escritor-lector, como son la mayoría de los textos, el de las mejores elegías es un monólogo del escritor al muerto. La más pura de las ficciones, un diálogo para siempre imposible que por eso mismo, para te-ner razón de ser, necesita un lector que se conmueva, alguien que haga de cable a tierra para la descarga. Los Berger —John e Yves— pueden estar seguros de que su llanto efectivo y discreto encuentra eco en cualquiera que haya vaciado un ropero. ●

RONDÓ PARA BEVERLY, de John e Yves Berger.

Alfaguara, 2014. Buenos Aires, 54 págs. Traduc-ción de Pilar Vázquez. Distribuye Penguin Ran-dom House.

Beverly Bancroft

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4 septiembre 2015

El coraje de la ingenuidadClásico de Scott Fitzgerald

SCOTT Fitzgerald es-cribió esta novela an-tes de alistarse en el ejército para ir a la Pri-

mera Guerra Mundial, bajo el título que nombra la primera parte, El egocéntrico románti-co, pero la guerra terminó an-tes de ser enviado al frente y la novela fue rechazada dos ve-ces. Le aceptaron la tercera versión en 1919 y bajo el título A este lado del paraíso ven-dió cincuenta mil ejemplares en un año. Fue su consagra-ción como escritor, y como un ícono de la llamada “genera-ción perdida”. El paso de un siglo no ha hecho más que su-mar prestigio a la obra y al malogrado talento de Fitzge-rald, que murió a los 44 años luego de una vida que se extra-vió en el alcohol. Dejó escritos sin embargo excelentes cuen-tos y su novela mayor, El gran Gatsby, título que merecería no ser confundido con la de-plorable versión cinematográ-fica que Baz Luhrmann estre-nó en 2013, y que podría adju-dicarse a la completa incom-prensión de la excitada estupi-dez que el propio Fitzgerald

avizoró a los 23 años, cuando escribió A este lado del paraí-so.

Lleva muchas reediciones y acaba de regresar en una edi-ción de Losada con una tra-ducción muy mala del argenti-no Pablo Ingberg, enturbiada desde la primera frase: “Amory Blane heredó de la madre todas las característi-cas, excepto algunas inexpre-sables extraviadas, que lo ha-cía valioso”. Para defenderse la novela necesita de la volun-tad del lector y la ayuda de otras traducciones, entre las que destaca la que el escritor español Juan Benet hizo para Alianza. Y si importa defen-derla es porque todavía hoy como entonces ofrece el prísti-no espíritu de la juventud de Fitzgerald a través de su alter ego, Amory Blane, un chico de pretensiones tan vanidosas como elocuentes de su audacia y el genio para dar cuenta de la moral norteamericana a inicios del siglo XX, del tormento de su educación cínica, y de la vi-talidad de su corazón.

Blane es un presumido se-ñorito descendiente de irlande-ses nacido en Minnesota, mi-mado por las virtudes y defec-tos de su madre, educado en Princeton, incapaz de sostener-

se a la altura de sus pretensio-nes, pero notablemente diestro en convertir sus fracasos inte-lectuales y amorosos en una conmovedora saga de expe-riencias que lindan con la astu-cia y la inocencia, incluso a la hora de narrar la extraña aluci-nación del diablo. Por momen-tos no solo es brillante, tam-bién tiene la virtud de recupe-rar experiencias delicadas, como la emoción del primer beso en la mejilla de una niña o el descubrimiento de la pro-pia mente, y el beneficio de educarla en la lectura.

En el canon literario anglo-sajón quedó el procedimiento de intercalar cartas, monólo-gos, poemas, guiones de tea-

tro, saltos en el tiempo del re-lato, asociado a lo que dio en llamarse “modernismo”; fugas del encuadre tradicional de la novela que inauguró Joyce y Fitzgerald leyó tempranamen-te. El resultado es, naturalmen-te, desordenado, y se sostiene por el vigor de la expresión que en el caso del joven Fitzgerald vacila y vuelve a irrumpir con inesperadas deri-vaciones. Comparecen sus lec-turas, amores adolescentes, ilusiones, sarcasmos sobre la vida norteamericana, denun-cias de su decadencia y las es-peranzas despertadas por la re-volución soviética, el mundo católico y el protestante, la ba-ratura del mercado, los presti-gios ganados y perdidos, todo revuelto como en un cuarto de estudiante.

Hay en esta novela una re-ducida galería de mujeres intri-gantes y encantadoras: la ma-dre, de una indolente audacia, una prima mayor de arrobado-ra lucidez, una chica deliciosa y demasiado cuerda, una joven misteriosa y demasiado loca, y un sacerdote católico que oficia de guía espiritual con muy sin-gulares interpretaciones sobre los desafíos del crecimiento. Conviven con una zona franca-mente tediosa que transita por

detalles irrelevantes sobre la vida de los clubes y asociacio-nes estudiantiles de Princeton, pero es indudable que Fitzge-rald narró la suma de sus expe-riencias con la genuina deses-peración de hacerlas brillar en su naturaleza más sensible. Es-taba lleno de ideas acerca del mundo que lo rodeaba y se preocupaba más por esgrimir-las que en ordenarlas.

Los libros que llegan del pasado tienen la virtud de de-volver, junto a la imagen en la que todavía es posible recono-cerse, lo que ha dejado de ser frecuente. A este lado del pa-raíso trae a la palabra el coraje de la ingenuidad, una actitud a la hora de emitir la voz y pro-nunciarse, a sabiendas de que por mucho que las ideas luz-can arbitrarias o discutibles, tienen la propiedad de destazar la vida y abrirla, incluso por el error, y que las emociones per-tenecen al orden del azar y las confusiones. No es una gran novela, pero está colmada de brillos, un gran carácter, y so-bre todo, originalidad. ●

A ESTE LADO DEL PA-

RAÍSO, de Francis Scott Fitzgerald. Losada, 2014. Buenos Aires, 309 págs. Distribuye Océano.

Carlos María Domínguez

EL RETORNO DEL PÉNDU-LO. SOBRE PSICOANÁLI-SIS Y EL FUTURO DEL MUNDO LÍQUIDO, de Zygmunt Bauman y Gusta-vo Dessal. Fondo de Cultu-ra Económica, 2014. Bue-nos Aires, 162 págs. Distri-buye Gussi.

EL PRÓLOGO del psicoana-lista Gustavo Dessal (Buenos Aires, 1952) plantea la tesis

Filosofía

// / E S C R I B E N : P E D R O P E Ñ A / J O R G E G U T I É R R E Z

inicial del libro: las ideas se mueven en movimientos pen-dulares, van y vienen a través del tiempo y es posible rastrear en las nuevas formulaciones resonancias de otras épocas. Con tal premisa, el psicoanáli-sis freudiano y el concepto de lo líquido en Zygmunt Bau-man interactúan de forma na-tural a pesar de la distancia temporal e histórica. Eros y Tánatos, las pulsiones de vida y de muerte, el amor, el merca-do, la identidad, el tiempo, son

los ejes comunes de una charla atemporal entre dos marcos de pensamiento que, al final, re-sultan complementarios.

Para Bauman el mercado parece haber formateado las percepciones humanas: “El tiempo percibido por la actual generación joven no es cíclico ni lineal, sino ‘puntillista’, como los cuadros de Seurat, Signac o Sisley; cada ‘punto’ es minúsculo, pero cualquiera de ellos puede convertirse en un momento del Big Bang...”.

Si esa es la forma actual de vi-vir el tiempo, es necesaria una nueva estrategia que permita asociar la vida a la sensación de libertad. Nada es para siem-pre: ni los vínculos, ni los tra-bajos, ni siquiera las vocacio-nes. El principio de realidad freudiano se ve vulnerado has-ta desaparecer: “La gran nove-dad es la eminente revocabili-dad de este principio. La reali-dad se percibe cada vez más como una irritación temporal que es preciso circunvalar, y no

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4 septiembre 2015

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EL LEOPARDO, de Jo Nesbø. Literatura Random House, 2014. Montevideo, 691 págs. Distribuye Penguin Random House.

EL LEOPARDO es una volu-minosa y entretenida novela po-licial, la octava que Jo Nesbø (Noruega, 1960) escribió sobre el comisario Harry Hole, del grupo de Delitos Violentos de la policía de Oslo (la primera de la saga, El murciélago, está lle-gando a librerías en estos días). En El leopardo, Hole (admira-

PORQUE ES un retrato agudo, muy bien investigado y mejor escrito, de cómo se vivió en la ciudad de Moscú el momento cumbre de la paranoia estalinista, ese donde la fuga hacia ade-lante de la utopía comunista corrió paralela a un minucioso plan de purgas, asesinatos y terror que alcanzó a toda la sociedad so-viética. El funcionamiento de un totalitarismo modélico surge po-deroso y actual, al punto que la descripción del día a día del moscovita de a pie, sus penurias, alegrías y miedos, sorprende como si este fuera el primer libro escrito sobre el asunto. Imperdible, entre muchos otros capítulos, el que relata el “suicidio” de un alto dirigente bolchevique, Sergo Orzhonikidze, y cómo el régimen lo vendió luego como un héroe de acuerdo a un curioso ritual colectivo de la muerte. (El Acantilado/Gussi) ●

de Karl Schlögel

Terror y utopía, Moscú en 1937

Poesía I POESÍA 1, de Roberto

Appratto. Yaugurú, 2015. Montevideo, 190 págs.

RECOPILACIÓN de los primeros cinco libros de poesía del uruguayo Rober-to Appratto, en una bellísi-ma edición de la colección dirigida (y cuidada) por Gustavo Wojciechowski. Advierte Eduardo Milán en el prólogo que estos poe-mas son “una lección a la poesía uruguaya”, una suerte de “sabotaje del an-damiaje poético practicado por un partícipe fundamen-tal de ese mundo poético”. Appratto (n. 1950) es pro-fesor de literatura, ejerce la docencia en la Universidad Católica, y ha publicado narrativa y ensayo.

Poesía II LA IMAGINACIÓN INVISI-

BLE, Antología (1982-2015), de Eduardo Espi-na. Seix Barral, 2015. Montevideo, 352 págs. Distribuye Planeta.

VOLÚMEN que reúne cin-co libros del poeta y ensa-yista uruguayo residente en Estados Unidos: Valores personales (1982), La caza nupcial (1992), El cutis patrio (2006), y dos libros inéditos. No incluye otras obras del período. Marosa di Giorgio ha dicho que su poesía es “fascinante, úni-ca, original, que invita al asombro”; José Emilio Pa-checo confesó admirarla “por su fuerza y originali-dad”; Álvaro Mutis porque “conspira y deslumbra”. ●

I NVENTARIO

do por algunos de sus colegas y despreciado por otros debido a su individualismo y a sus arries-gados métodos de investiga-ción) es llamado a atrapar un asesino serial, previsiblemente sádico y casi omnisciente, cu-yas víctimas tienen en común el haber coincidido una noche de invierno en un apartado refugio de montaña. La investigación, de por sí difícil, se complica aún más por la lucha de poder entre la policía de Oslo y el Ser-vicio Nacional de Investigación Criminal (Kripos), dirigido por el trepador e inescrupuloso co-misario Mikael Bellman.

A diferencia de otros nove-listas policiales europeos como el sueco Henning Mankell, creador del inspector Wallan-der, o el italiano Andrea Cami-lleri, autor de la serie sobre el comisario Montalbano, Nesbø casi no muestra rasgos persona-les o nacionales. Esto se debe a que El leopardo es un perfecto

best seller, es decir, una novela diseñada de acuerdo a probados estándares internacionales a los que pocos lectores son inmu-nes. La receta comprende un estilo fácil y funcional, pulido hasta eliminar cualquier rastro de belleza formal; la prioriza-ción de lo fáctico sobre lo in-trospectivo y descriptivo; una trama compleja pero bien con-trolada, con momentos de sus-penso estratégicamente situa-dos e inesperadas vueltas de tuerca; mucha acción; y perso-najes más o menos estereotipa-dos. En este sentido, Harry Hole está construido sobre el molde de la novela negra: un tipo duro, solitario y algo ator-mentado por hechos del pasado (que, en el caso de Hole, lo lle-van al alcoholismo y el consu-mo ocasional de opio), y aun-que Nesbø se empeña en des-cribirlo como “un hombre que hace lo que haga falta por con-seguir lo que quiere, que pasa por encima de cadáveres si es necesario”, es en el fondo no-ble y sacrificado. En cuanto a la chica, nada nuevo: hermosa, in-

H ay que leer

Policial

algo a superar o ante lo cual darse por vencido; en nuestro mundo de repuestos y del dere-cho a devolver en la tienda cualquier producto que no nos brinde plena satisfacción, los objetos que causan incomodi-dad se descartan y se sustitu-yen por otros ‘nuevos y mejo-rados’.”

El mecanismo del libro hace que Dessal deba siempre comentar el planteamiento pre-vio de Bauman. Como el ar-gentino se adhiere de forma militante al psicoanálisis freu-diano, su aproximación a los postulados del polaco pasará siempre por ese tamiz. Apare-cen entonces las ideas refor-muladas de sujeto, objeto, de-seo y frustración. El sujeto siempre se orientará en direc-ción al objeto de su deseo, lo que en la mayoría de las oca-siones le deparará una segura desilusión: “La ‘frustración desequilibrada’ que provocó el iPhone 5S en los expectantes y ávidos consumidores de sueños generó una seria caída de las acciones de Apple. El mercado y el sujeto, atrapados ambos en un circuito perverso y por ahora indestructible, se diri-gen mutuamente demandas im-posibles que se declinan siem-pre alrededor de la fantasía de la novedad. Cada producto que sale al mercado se con-vierte automáticamente en un objeto caduco. Y a la vez, el

sujeto demanda lo nuevo, cada vez más nuevo, más rápido, porque el avance de la técnica también puede medirse (con una rigurosidad casi científica) en función de la velocidad con la que un objeto deja de satis-facer al consumidor.”

La lucidez de Bauman para plantear mediante la metáfora líquida su visión sobre el pre-sente convive en El retorno del péndulo con un bienveni-do descubrimiento: la prosa elegante y fundamentada de Gustavo Dessal. Ambos están a la misma altura, como prueba notable de la vitalidad con que algunas ideas pasan y vuelven a pasar por las distintas genera-ciones del pensamiento.

P. P.

teligente, entusiasta y frágil sin caer en la neurosis. La mayor parte de la historia se desarrolla en una Oslo que podría ser cualquier ciudad del mundo de-sarrollado, y algunos capítulos en las bellas pero ominosas montañas noruegas, en los haci-nados y peligrosos bajos fondos de Hong Kong y en el infierno volcánico de Goma, en el Con-go.

La receta no tendrá un sa-bor inolvidable pero funciona. Hay abundancia de estremeci-mientos epidérmicos y no po-cos horrores, aunque éstos úl-timos están restringidos a un asesino serial y no son direc-tamente extensibles a la fami-lia, la pareja o los vecinos del lector. Si éste desea algo ori-ginal y que diga algo real so-bre la naturaleza humana, me-jor no lea este libro. Pero si sólo desea entretenerse y te-ner un libro con una trama atrapante, que no dejará se-cuelas y durará muchos días, El leopardo es una buena elección.

J. G.

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4 septiembre 2015

Rembrandt, Autorretrato ante el caballete, 1660

CIERTA VEZ mi papá trajo a nuestra casa una Historia ilustrada de la pintura. Es-toy hablando de una época en

que no sólo no existía Internet, sino que casi tampoco accedíamos a reproduc-ciones, de modo que en aquel libro que tenía pequeñas imágenes de grandes obras, rectángulos no más grandes que una cajita de fósforos, a razón de cinco por página, vi casi todas las obras de arte que conozco. Así sucede que un li-bro que hace muchos años fue a parar a otras manos, está en mi memoria como una suerte de museo universal, la matriz de todos los museos a los que he ido y todos los que nunca visitaré. Ahí esta-ban La Anunciación de Simone Martini, Santa Ana con la Virgen y el Niño de Leonardo, La pesadora de perlas de Vermeer, La muerte de la Virgen de Ca-ravaggio, La batalla de San Romano de Paolo Uccello, Adán y Eva de Durero, Las espigadoras de Jean François Mi-llet, La comida frugal de Picasso, Los jugadores de cartas de Cézanne, entre muchos otros (mientras repaso en la memoria aquellas imágenes me pregun-to por qué no habría en ese libro muje-res, ¿es que acaso ellas no pintaban?). Estaba también el Autorretrato ante el caballete de Rembrandt. Aun en aquella pequeña reproducción se podían ver los ojos desolados de un hombre que lo tuvo y lo ha perdido todo, un hombre al que le han embargado cuanto posee, in-cluso lo que su mano es capaz de pro-ducir, pero que aun así no puede dejar de pintar. Está frente a nosotros, con su gorro de dormir y su camisón; ha levan-tado los ojos de la tela y nos mira. Des-de 1660, la fecha de su realización, no ha dejado de preguntarnos: “¿Has visto lo que soy, en qué me he convertido?”. El hombre que se pintó a sí mismo más de sesenta veces, aquel al que podría-mos considerar un egocéntrico, se ha

Libros que abren puertasMaría Teresa Andruetto

TT E X T O S

MARÍA Teresa Andruetto es na-rradora, poeta, ensayista y pro-motora de lectura de nacionalidad argentina. Ha formado maestros, dirigido colecciones infantiles, creado planes de lectura, y escrito en revistas especializadas. Fundó en 1983 el Centro de Difusión e Investigación de la Literatura In-fantil y Juvenil, asociación civil sin fines de lucro no gubernamen-tal que funciona en Córdoba, Ar-gentina. Ha publicado numerosas novelas para adultos, libros de poesía, y obras para niños y jóve-nes. Recibió el Premio Hans Christian Andersen. El texto ad-junto fue tomado del libro La lec-tura, otra revolución (2015), pu-blicado por Fondo de Cultura Económica en su colección “Es-pacios para la lectura”. El poema citado, “Autorretrato ante el caba-llete”, pertenece a su libro Bea-triz (Córdoba, Argos, 2006). ●

La autora

convertido en su opuesto, una persona capaz de mirarse sin prejuicios y sin pie-dad a lo largo de la vida y de mostrarse ante nosotros joven, soberbio, excéntri-co, maduro, sensato, dolorido, misera-ble… en fin, un hombre. La imagen de ese hombre (el que habita detrás del ar-tista) me persiguió tanto que terminé es-cribiendo un poema que se llama preci-samente “Autorretrato ante el caballete”, del que leo un fragmento: “Esto es lo que queda/ de un hombre que se muere:/

un pincel y la mano agrietada/ que sos-tiene el pardo, el rojo/ el amarillo… la mano que va,/ que se desvela, desde el charco/ de luz hacia la tela”.

Hace poco pude ver finalmente, en el Louvre, el original de aquel autorretrato, uno de los últimos del holandés, un óleo sobre lienzo que en su tamaño real mide 111 x 90 centímetros. Ahí estaba, cin-cuenta años más tarde de aquel descu-brimiento de infancia, el hijo del moli-nero despojado ya de toda ambición,

quien perdió todo por aferrarse a las co-sas del mundo. Este Rembrandt que —en esa tarea de sucesivos despojos de lo superfluo que es envejecer— a medida que perdía cosas y personas, como dice Genet, se fue volviendo bueno y levanta la cabeza para decirnos: “A esto llegare-mos, también vos que estás ahí mirán-dome a lo largo de los siglos”. Debo el amor por esa obra, un amor de casi cin-cuenta años, a aquel libro sin duda no destinado a una niña, y a un cuadernillo de Genet con un dibujo de Saskia en la tapa. Un libro puede abrirnos la puerta hacia grandes obras, y las puertas que se abren traen consecuencias. ●

EDITOR JEFE:

László Erdélyi

SECRETARIA:

Susana Yaquinta

CORRESPONSALES:

Juana Libedinsky (Nueva York) Ioram Melcer (Jerusalén)

Laura Falcoff, Victoria Verlichak, Fernando García, Fernando Chiapussi, Jorge Fondebrider (Buenos Aires) Gabriel Gargurevich (Lima) IIan Stavans (Amherst, Massachusetts) Patricio Pron (Madrid) Oriol Rodríguez (Barcelona)

DISEÑO: del Grupo Metro

DEPARTAMENTO DE DISEÑO:

Ezequiel Pérez Medeiros (Editor)

Raquel Rodríguez (Jefa)

INFOGRAFIAS: Departamento

de Infografías de EL PAIS

Este es un suplemento del diario EL PAIS, Zelmar Michelini 1287, Montevideo, Teléfonos 29020115, 29023061, int. 464-850.

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