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EL PENSAR Y LA C O N S T R U C C I Ó N

DE LA CIUDADANÍA

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Pticapara ciudadanos GUILLERMO HOYOS VASQUEZ '

Profesor Emérito de la Universidad Nacional de Colombia

"La ciudad: un organismo para la comunicacUn" RICHARD M . HARÉ

INTRODUCCIÓN

Cuando en momentos de crisis y pese a la impotencia palma­ria de los procedimientos meramente coactivos, se sigue aplaudien­do a quienes en nombre del Estado de derecho democrático y con su autoridad creen que pueden mofarse de los procesos de educación ciudadana, no habría que extrañarse de lo profundo que se está lle­gando en la pendiente. Esto es todavía más grave cuando se estima que medidas meramente pragmáticas —así se trate de las más ex­tremas como la pena de muerte— son las que han de salvar una ima­gen de democracia que no se quiere legitimar por los conductos re­gulares de la formación cívica, de la participación política de los ciudadanos y de la depuración de las instituciones. No puede ha­blarse legítimamente de democracia, si por ello se entiende algo sus­tantivo y material y no meramente una manera de decir, sin al mis­mo tiempo identificarse con ciertos principios programáticos que en la modernidad fueron acuñados como pilares de la convivencia. En­tre estos ocupa un lugar fundamental el de la educación para la li­bertad, para la mayoría de edad y para el ejercicio de los derechos y deberes fundamentales de la democracia^. El uso inteligente y no

1. Filósofo y teólogo.

2. Quiero referirme expresamente a la amplia discusión en torno a "Educación y Democracia" presentada en dos números monográficos de la Revista Iberoamericana de Educación, N° 7 y 8, Madrid, OEI, enero-abril y mayo-agosto de 1995.

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bruto de la fuerza, cuando fuere necesario, y en general todos los procedimientos coactivos se enmarcan en este horizonte normativo de naturaleza eminentemente ética, en las fronteras tanto de la moral como del derecho. El que los ciudadanos comprendan la ín­tima relación entre dichos procedimientos y las actitudes éticas y el que aprendan a comportarse de acuerdo con ello tiene que ser el pro­pósito de procesos educativos para la democracia. Desesperar de su eficacia, minusvalorarlos, desconocer su sentido profundamente po­lítico y humano es resignar definitivamente ante las dificultades que conllevan los ideales libertarios de la modernidad.

Una de las características más significativas de la discusión contemporánea en torno a problemas de la ética es el afán por arti­cular el discurso moral en situaciones concretas y en contextos de­terminados. Este sentido de "aplicación" (Cortina, 1993) supera sin duda lo trivial de las aplicaciones en otros ámbitos, para enrique­cer su sentido mismo, como es propio de un discurso "que trata de la práctica" y que "debe pasar la prueba de los hechos" (Camps, 1992, p. 27). Pero entonces se malinterpreta el "retorno a la ética" si no se entiende este sentido de "aplicación", y se lo confunde con una "inflación socializada de la referencia ética", como le acontece a Alain Badiou (en Abraham, 1995, p. 98):

"En verdad, ética designa hoy un principio de relación con 'lo que pasa', una vaga regulación de nuestro comentario sobre las situa­ciones históricas (ética de los derechos del hombre), las situaciones técnico-científicas (ética de lo viviente, bio-ética), las situaciones sociales (ética del ser-en-conjunto), las situaciones referidas a los medios (ética de la comunicación), etc. Esta norma de los comen­tarios y de las opiniones es adosada a las instituciones, y dispone así de su propia autoridad: hay 'comisiones nacionales de ética' nombradas por el Estado. Todas las profesiones se interrogan sobre su 'ética'. Asimismo se montan expediciones militares en nombre de la 'ética de los derechos del hombre".

Compartiendo la necesidad de un pensamiento sustantivo y radical con respecto a los principios éticos, nos parece sin embargo que esta reedición del fundamentalismo moral, priva a la vida dia-

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ria de aquellas razones y motivaciones que, sin ser los últimos fun­damentos del obrar humano, sí se inspiran en ellos y al mismo tiem­po son ayuda para el ciudadano del común en lo relacionado con la convivencia. Vamos a intentar por tanto dar algunos elementos con respecto a ese tipo de discurso articulado, contextualizado y "apli­cado" de la ética a situaciones y circunstancias determinadas, en este caso a la ciudad, cuando se la piensa en su especificidad y en su sen­tido contemporáneo. Es obvio que el término "ciudadano" va más allá de los límites de la ciudad, —dado que también los habitantes del campo son ciudadanos—, pero aquí quisiéramos entenderlo cen­trado precisamente en ella y ganando a partir de ella su significa­do más específico y complejo.

Una ética para ciudadanos es parte de una filosofía que "re­construye un saber práctico cotidiano e intuitivo" como el de los ha­bitantes de la ciudad, y que por su "afinidad con el sentido común" se relaciona íntimamente con la totalidad del mundo de la experien­cia (Lebenswelt) que nos es familiar. Esto hace de los filósofos unos especialistas de lo general: "desde Sócrates los filósofos también van a la plaza de mercado" (Habermas, 1994, p. 32). Pensamos por ello que una ética para ciudadanos debería inspirarse en aquella tradi­ción en la que se caracterizó el ethos precisamente en el contexto de la polis ( I ) y debería además responder a quienes a nombre de una crítica a ciertos desarrollos de la modernidad (2) han hecho diver­sas propuestas, en esa rica gama entre el racionalismo y el nihilis­mo, que por ser cada una de ellas demasiado cerrada con respecto a las otras no parecen decir mucho en su exclusivismo al habitante de la ciudad contemporánea; quizá, propuestas más "eclécticas", en consonancia con el ser complejo y heterogéneo de la ciudad actual pudieran dar más sentido al encuentro de las personas y a la comu­nicación entre los ciudadanos (3).

I . L A po l i s GRIEGA Y EL "PODER COMUNICATIVO"

Uno de los temas recurrentes en la discusión moral acerca de los principios de la modernidad es el de la posible contradicción entre libertad e igualdad. Hannah Arendt es quizá una de las que mejor ha analizado esta situación a partir del pensamiento griego. La

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igualdad no es un peligro para la libertad. Todo lo contrario, si se entiende de qué forma se logra la única igualdad posible, la política:

"Esta igualdad dentro del marco de la ley, que la palabra isonomía sugería, no fue nunca la igualdad de condiciones (...), sino la igual­dad que se deriva de formar parte de un cuerpo de iguales. La isonomía garantizaba la igualdad (isotees), pero no debido a que to­dos los hombres hubiesen nacido o hubiesen sido creados iguales, sino, por el contrario, debido a que, por naturaleza (physei) los hombres eran desiguales y se requería de una institución artificial, lapolis, que gracias a su nomos, les hiciese iguales. La igualdad exis­tía sólo en esta esfera específicamente política, donde los hombres se reunían como ciudadanos y no como personas privadas (...) La igualdad de la polis griega, su isonomía, era un atributo de la polis Y no de los hombres, los cuales accedían a la igualdad en virtud de la ciudadanía, no en virtud del nacimiento...".

Este sentido constructivo de la polis con respecto a la libertad y a la igualdad es el que va a dar su valor específico a una política deli­berativa y a un sentido radical de democracia en forma de participación democrática, en la que puedan articularse de manera fundamental la au­tonomía privada y la autonomía pública de los ciudadanos.

Por ello continúa Arendt indicando cómo para los griegos nadie podía ser libre sino entre sus iguales: por consiguiente, ni el gobernante, ni el guerrero, ni el déspota, ni el jefe de familia son libres en cuanto tales, así se encuentren totalmente liberados y se crean autónomos en su obrar, al no ser constreñidos por nadie; sólo son libres en el ámbito de lapolis y en relación con sus conciudadanos.

"La razón de que el pensamiento político griego insistiese tanto so­bre la interrelación existente entre libertad e igualdad se debió a que concebía la libertad como un atributo evidente de ciertas, aun­que no de todas las actividades humanas, y que estas actividades sólo podían manifestarse y realizarse cuando otros las vieran, las juzgasen y las recordasen. La vida de un hombre libre requería la presencia de otros. La propia libertad requería, pues, un lugar don­de el pueblo pudiese reunirse: el agora, el mercado o lapolis, es decir, el espacio político adecuado" (Arendt, 1967: 37-38).

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Esta función determinante de la ciudad con respecto a la generación de poder político a partir de un "poder comunicativo" se explica porque el único factor material indispensable en los orígenes del poder es la reunión de los hombres. Es necesario que los hombres vivan cercanos los unos de los otros para que las posibilidades de ac­ción estén siempre presentes: sólo así pueden conservar el poder, y la fundación de las ciudades, que en cuanto ciudades se han conser­vado como ejemplares de la organización política occidental, ha sido la condición material más importante del poder.

Pero como estos procesos articulan la "soberanía popular", es decir, son atribuciones de un poder del pueblo, es necesario mostrar cómo este poder se teje con carácter fundacional, constitucional, como poder comunicativo, según la concepción de H. Arendt (1967: 185—6): "el poder sólo aparece allí y donde los hombres se reúnen con el propósito de realizar algo en común, y desaparecerá cuando, por la razón que sea, se dispersan o se separan". Esto constituye "la sintaxis del poder: el poder es el único atributo hu­mano que se da en el espacio secular interhumano gracias al cual los hombres se ponen en relación mutua, se combinan en el acto de fundación en virtud de la prestación y cumplimiento de promesas, las cuales, en la esfera de la política, quizá constituyen la facultad humana superior". El poder comunicativo, no la libertad subjetiva, como síntesis de perspectivas y propósitos, constituye algo nuevo: un espacio y un estilo político en el que puede construirse el dere­cho como objetivación de voluntades puestas de común acuerdo acerca de determinados fines. La democracia es la síntesis del prin­cipio discursivo con la forma del derecho. Esto constituye "una génesis lógica de derechos" que se deja reconstruir progresivamente (Habermas, 1992: 155).

Según esto, el principio discursivo se articula en la libertad no sólo desde el punto de vista privado; también, en lo público, don­de se expresa el sentido de un proyecto de vida de quienes han de­cidido convivir orientados por principios éticos y por leyes consti­tuidas con base en acuerdos mínimos. Los derechos humanos fundamentales, si se reconstruyen como competencias, y la autono­mía pública que funda el Estado de derecho no son realidades inde-

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pendientes, se determinan recíprocamente. Por ello, las institucio­nes jurídicas democráticas se debilitan sin ciudadanos formados en cultura política capaces de ejercer sus derechos.

La ciudad en este sentido es el escenario, el prototipo, el or­ganismo de esa comunicación que genera y construye el poder ciu­dadano: para bien y para mal. N o todo poder es dominación, no todo ejercicio del poder es coactivo. El poder comunicativo que se crea en y por la ciudad puede animar los procesos educativos y po­líticos, se articula en las instituciones y en las leyes, y si se conser­va vivo en la ciudadanía dinamiza la democracia participativa, para la solución de conflictos y realización de programas de cambio.

2. E L L E N G U A J E D E LA C I U D A D M O D E R N A

Giuseppe Zarone en su Metafísica de la ciudad{icfc^^, pp. 35— 36) destaca cuatro características claves de la ciudad moderna en relación con lapolis griega:

"La primera consiste en la ausencia de un sólido anclaje de la vida en una Kultur, en el seno de una consolidada tradición de fe ideal y ética que resuelva la necesidad propia de la existencia humana de recono­cerse y casi reconstmirse cada vez de nuevo a partir de sí misma..." "La segunda. Igual que en el mito arcaico el edificar se sabe garan­tizado sólo por una sacralidad cósmica, ahora, en plena moderni­dad, el construirpretende estar garantizado sólo por el carácter cós­mico de la técnica, o mejor por el naturalismo mitológico de la técnica artística..."

"La tercera. No sólo no se puede demonizar, con romántica nostal­gia, la industria y la técnica industrial, sino que es preciso asimi­larla como la más grande posibilidad que aún se ofrece al fiíturo del hombre y de su cultura..."

"La cuarta. Podríamos definirla como un neo-humanismo cósmico que consiste en la investigación de una originaria nai'vetéde la 'for­ma' artística y técnica y, como se sobreentiende, también gnoseo-lógica. Las ocultas posibilidades de la forma van rastreándose no sólo a través del estudio de la 'naturaleza' y de las 'materias', sino de la misma experiencia vivida del hombre..."

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En el caso de la ciudad moderna se trata de una secularización to­tal, la misma lograda en todos los ámbitos por el desarrollo de la ciencia, la técnica y la tecnología, con las consecuencias emancipa­doras para el hombre moderno, resaltadas en la consigna cartesiana del "amo y poseedor de la naturaleza", pero también con los riesgos destacados en la metáfora weberiana de la jaula de hierro que reduce cada vez más el sentido libertario de la existencia humana. í" '

Ante los problemas que acarrea al hombre la ciudad moder­na, tanto desde el punto de vista de los valores tradicionales como desde la perspectiva de su relación con otros y de su identidad cul­tural, no se trata ahora de reclamar nostálgicamente la reconstruc­ción de lapolis griega. La ciudad moderna está llamada a responder a necesidades materiales y sociales impostergables. Lo que se echa de menos es que un desarrollo material del mundo de la vida ten­ga que darse necesariamente a expensas de su dimensión simbóli­ca. Lo que parece tener todavía vigencia es un sentido de polis, más allá de todo funcionalismo moderno, que facilite el encuentro, la so­lidaridad, la cooperación y la convivencia de los ciudadanos. Esto es lo que entendemos por la necesidad de recuperar el lenguaje de la ciu­dad, aquel que logre dinamizar la comunicación de los ciudadanos en todo sentido.

Ante todo la ciudad moderna se concibe y constituye como lugar de encuentro, de comunicación de diversos saberes, institucio­nes y formas de vida. En el prólogo a su Antropología en sentido prag­mático (1798), en forma autobiográfica, expresaba Kant lo que para él era su ciudad:

"Una gran ciudad, el centro de un reino, en la que se encuentren los órganos del gobierno, que tenga una universidad (para el cul­tivo de las ciencias), y además una situación favorable para el co­mercio marítimo, que facilite un tráfico fluvial tanto con el inte­rior del país como con otros países limítrofes y remotos de diferentes lenguas y costumbres, —una tal ciudad, como por ejem­plo Konisberg a la orilla del Pregel, puede ser considerada como un lugar adecuado para el desarrollo tanto del conocimiento de la hu­manidad como del mundo: donde dicho conocimiento puede ser adquirido inclusive sin tener que viajar".

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De nuevo, a la ciudad moderna se le dan las condiciones y recursos para responder a las múltiples necesidades del hombre en sociedad. Este renovado humanismo de la ciudad permite pensar toda la ac­tividad citadina y en torno a ella, en función y al servicio del hombre:

"La ciudad es una tecnología multidisciplinaria sin límites puesto que no se puede decir de antemano y apriori qué disciplinas intervienen... Todo lo que concierne al hombre, de cierta manera, converge en la con­cepción y distribución de la ciudad" (Ladriére, 1986).

Esta complejidad y heterogeneidad propia de la ciudad mo­derna no puede ser resuelta en el sentido reduccionista del funcio­nalismo. Si el eje para determinar el sentido de todas las funciones es precisamente el hombre en sociedad, entonces sí podemos com­prender la ciudad más que como una morada o como una máquina maravillosa, como un organismo para la comunicación. Esto es lo que permite destacar "la función" protagónica de la ciudadanía:

"como el ejercicio de los derechos y responsabilidades de los habi-I tantes que hace la calidad de una ciudad, sea grande o pequeña, se

defina por la forma como sus ciudadanos se tratan entre sí, lo que 1 implica el marco institucional y cultural en el cual se dan las re­laciones de los ciudadanos con el Estado, con las formas —ances­trales y presentes— de producción y de expresión, con la natura­leza y con el medio ambiente construido" (Viviescas, 1995, p. 100).

Planteadas así las funciones de la ciudad moderna, hay que preguntarse si efectivamente en ella el mundo social adquiere aque­lla unidad que es fundamento de una cultura, teniendo en cuenta la complejidad de actividades, de intereses y de puntos de vista que están en juego en la ciudad. ¿Se ha realizado el ideal de una com-plementariedad entre los subsistemas dinero, poder y solidaridad, que pueda responder a las necesidades reales de los ciudadanos? ¿O la ciudad moderna ha demostrado que mientras se satisfacen las exi­gencias de una economía y de una burocracia, alejadas de la pobla­ción, las políticas urbanas avanzan hacia la colonización del mun­do de la vida con el deterioro consecuente de la cultura ciudadana?

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Esto justifica y explica la crítica a una modernidad que se ha deja­do reducir a meras acciones de modernización: los postulados funcionalistas no bastan para desarrollar una renovación estético-moral de la cultura contra el sentido caprichoso y unidireccional del proceso de modernización capitalista (Wellmer, 1985, p. 118). El propósito vulgar del funcionalismo al servicio de procesos de mo­dernización se agota en favor de los intereses de la valorización del capital y en alianza con los imperativos burocráticos de las oficinas de planeación urbana. Esto termina por sancionar una desertización total, consecuencia de políticas orientadas sólo por el dinero y el poder administrativo, al margen de toda sensibilidad social y de for­mas elementales de solidaridad humana.

"Lo que se ha perdido en este proceso de modernización es la ciu­dad como espacio público, como conglomerado y red de una mul­tiplicidad de funciones y formas de comunicación, o —en palabras de Jane Jacobs— la ciudad en el sentido de 'complejidad organi­zada" (Wellmer, 1985, p. 121-122).

Esta ciudad compleja, la que procediendo del sentido cons­tructivo de política de lapolis griega, en la tradición occidental llegó a ser lugar de la libertad ciudadana, centro de la vida cultural, eje de las relaciones entre sociedad civil y Estado y, en este sentido, es­cenario privilegiado del sistema democrático. De acuerdo con la ca­racterización de arquitectura dada por T. Adorno (1977, p. 387-389), según la cual, ésta debería ser de alguna manera la síntesis de materiales, formas y finalidades humanas, se puede hablar de la ciu­dad como de una configuración especial de expresiones, significa­dos y lenguaje. Se trata pues de una "funcionalidad" más compleja en la que se puedan articular espacios conformados por la creativi­dad humana, autoobjetivaciones de una subjetividad, que a la vez lucha por recrear estructuras cada vez más ricas en sentidos que po­sibiliten nuevas formas de vida. "Espacios habitables y con sentido vital, objetivaciones de relaciones comunicativas y de potenciales de sentido" (Wellmer, 1985, p. 123).

El sentido, por tanto, de una crítica a la modernidad, redu­cida a mera modernización en el ámbito de la ciudad contemporá-

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nea, sería el de una liberación integral y radical con respecto a las simplificaciones y limitaciones del racionalismo tecnocrático. Se su­pera este sentido unidimensional de técnica mediante la apertura que implica el lenguaje de la arquitectura a múltiples formas de par­ticipación ciudadana en los diversos aspectos de la planeación y or­ganización de la ciudad. Una tal participación permitiría hacer rea­lidad en lapolis contemporánea la razonabilidad comunicativa para conformar las condiciones de convivencia en toda su complejidad, en su más rica "claridad laberíntica" (Van Eyck en Frampton, 1980, p. 293) de acuerdo con los intereses más variados de los ciudadanos.

No se trata por tanto de un retorno al pasado ante la positi-vización de la técnica y la tecnología, sino de conformar de tal ma­nera la ciudad en que éstas sean ayudas de convivencia, solución de problemas de subsistencia y comunicación, y no sólo instrumentos de la burocracia y de la acumulación del capital. Los aspectos de par­ticipación ciudadana, de comunicación y solidaridad que se han acentuado permiten superar la lógica alienante y devastadora de la racionalidad instrumental y desarrollar un auténtico sentido de práctica de la democracia en referencia con los problemas de la ciu­dad contemporánea.

En este sentido pueden comprenderse aquellas críticas a la modernidad que ven en la arquitectura posmoderna, como Charles Jencks, una apertura hacia la naturaleza comunicativa de la ciudad:

"Una edificación posmoderna habla a dos estratos de la población a la vez: a los arquitectos y a una minoría comprometida que se in­teresa por problemas específicamente arquitectónicos, y a la vez a un público amplio o a los habitantes del lugar, que se ocupan de asuntos relacionados con la comodidad, con las formas tradicionales de la construcción y con el modo de vida" (Jencks, 1988, p. 85).

En esto consiste el aporte de lo posmoderno: superar las pre­tensiones elitistas de una minoría, sin abandonar sus intenciones es­téticas, para ampliar su lenguaje con respecto a lo tradicional, a lo autóctono, a lo mundovital, al hombre de la calle (p. 88). Para lo­grar esta comunicación cada vez más amplia y compleja se vale la arquitectura posmoderna del principio de la metáfora: "Cuanto más

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metáforas tanto mayor la dinámica y cuanto más se delimiten a in­sinuaciones tanto más inciertas". Se trata de superar el fracaso de una modernidad que ya no dice nada a nuestros ciudadanos, evitan­do naturalmente caer en problemas que surgen al buscar un posi­ble equilibrio entre lo elitista y lo popular, con el peligro de la cur­silería y de la mistificación, enfrentándose también a las tentaciones de la sociedad de consumo. Esto se logra si se puede responder a los diversos gustos e intereses, y esto hace del arquitecto un "eclécti­co". Este eclecticismo no es otra cosa que apertura a la comunica­ción en el horizonte de sentido, de un mundo de la vida, que se re­siste a la colonización planificadora y tecnocrática y se abre al reino de la multiplicidad: de culturas, formas de vida, intereses, perspec­tivas de mundo, concepciones del bien, de la vida y del hombre. Esto exige tener siempre en cuenta el contexto en el que se constru­ye, las funciones específicas que se buscan y los gustos de los usua­rios (92—93). En este sentido la arquitectura, como políglota, es momento hermenéutico determinante de una concepción comuni­cativa de la vida social: es el "corazón", para usar la expresión de Jencks (p. 94), cuya fuerza depende naturalmente, también, de toda una serie de condiciones y de una retórica articulada con conteni­dos sociales y materiales sustantivos del mundo de la vida. La arti­culación "espiritual" de tales contenidos en la sociedad civil es lo que llamamos ética.

3. ÉTICA COMUNICATIVA PARA CIUDADANOS^

Ciertamente que una ética para ciudadanos, de acuerdo con lo planteado al inicio de este trabajo, no es sólo una rehabilitación de la urbanidad. Esta, entendida en el sentido más amplio del térmi­no "urbanitas" —propia de quienes viven en la urbe—, debería ser objetivo primordial de los primeros esfuerzos educativos. Esta ur­banidad puede caracterizarse como condición necesaria, aunque no suficiente de la convivencia. En este sentido la tradición tiene mu­cho que aportar a la renovación de la identidad ciudadana. Pero dicha urbanidad siempre debe ser entendida en un marco más am-

Véase Hoyos, 1995.

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pilo de perfiles éticos y políticos, en los cuales encuentra su justi­ficación, para dejar sin piso a quienes siguen proclamando métodos autoritarios de educación ciudadana. Es el autoritarismo dogmáti­co el que forma ciudadanos intolerantes, se encuentren estos en las mayorías o reclamen privilegios a título de ser minorías.

Robert Hughes caracteriza con ironía los extremos a los que puede llevar una "cultura de la queja" en nombre de las minorías, cuando se pretende que las diferencias raciales, religiosas, sociales, y de género deben ser no sólo reconocidas políticamente sino recom­pensadas jurídicamente mediante la discriminación afirmativa que implanta un multiculturalismo mal entendido.

"El discriminar está en la naturaleza humana. Elegimos y emitimos juicios a diario. Estas elecciones son parte de la experiencia real. Están influidas por los demás, desde luego, pero fundamentalmen­te no son el resultado de una reacción pasiva a la autoridad. Y sa­bemos que una de las experiencias más reales de la vida cultural es la desigualdad entre libros, composiciones musicales, pinturas y otras obras de arte. Algunas nos parecen mejores que otras, más articuladas, más llenas de contenido. Quizá nos cueste decir por qué, pero la experiencia pasa a formar parte de nosotros. El prin­cipio del placer es enormemente importante, y aquellos que lo quieren ver postergado en favor de la expresión ideológica me re­cuerdan a los puritanos ingleses que se oponían a cazar osos con trampas, no por el sufrimiento del oso, sino porque divertía a los espectadores" (Hughes 1994: 215-6).

Probablemente el campo más profundo de ejercicio de la to­lerancia es el de las convicciones morales. Esto no es lo usual cuan­do se consideran las diversas formas de argumentación en moral en la filosofía contemporánea: entonces, se suele destacar su antagonis­mo más que su posible complementariedad. Aquí queremos hacer el ensayo de relacionar algunos de estos tipos de argumentación en un modelo "sincretista", que sin ignorar la sistematicidad de cada una de las diversas propuestas éticas o morales, evite el peligro de su absolutización. Dicha propuesta podría desarrollarse en los si­guientes pasos:

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3.1. \5na fenomenología de lo moral, para explicitar cómo la moral se ocupa de sentimientos y experiencias concretas, así ten­ga necesariamente que expresarse no en sentimientos, sino en jui­cios y principios. La ciudad como horizonte concreto de fenóme­nos morales podría ser considerada tanto en sus aspectos de infraestructura, como en sus posibilidades de encuentro, de fo­mento de la cultura y de fortalecimiento de la solidaridad ciuda­dana. Los fenómenos morales pueden explicitarse desde tres pun­tos de vista por lo menos:

3.1.1. El sujeto moral, aquel que se constituye en la sociedad civil en situaciones problemáticas y conflictivas, en las cuales pue­de estar o "desmoralizado" o "bien de moral", expresiones éstas muy queridas en una tradición orteguiana y retomadas por José Luis Arangurén y sus discípulos, Adela Cortina y Javier Muguerza. Es posible reconocer en este sujeto moral al funcionario de la humani­dad de la fenomenología de Edmund Husserl, capaz de reflexionar sobre el todo y de dar razones y motivos de su acción, de acuerdo con la antigua tradición griega del logon didonai; pero también es mo­ral, en sentido fuerte, el sujeto capaz de disentir de Javier Muguerza (1989), sujeto que toma posición ante situaciones concretas hasta llegar a la desobediencia civil y a la protesta ciudadana. Este es el sujeto de los derechos humanos.

Este es sobre todo el sujeto capaz de formarse, del cual dijera Kant que ha de acceder a su mayoría de edad, al atreverse a pensar por sí mismo y por tanto, responsabilizarse de las situaciones que lo rodean. En este sentido se habla con toda propiedad de una "ética de la autenticidad" (Taylor, 1994), la cual se desarrolla a partir de una estructura fundamentalmente contextualizada —en el mundo de la vida, en la historicidad, en la sociedad civil, en la ciudad, en la comunidad— de la constitución del sujeto moral: responsable de... y con respecto a... El habitante de la ciudad moderna, si no quiere desaparecer en el anonimato propio de los procesos de moder­nización y si quiere participar en los procesos culturales de la mo­dernidad, ha de esforzarse por la autenticidad propia del ciudadano.

3.1.2. Los sentimientos morales, que se me dan en actitud par­ticipativa en el mundo de la vida, y que pueden ser analizados a

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partir de las vivencias tematizadas por la fenomenología husserliana, antes de ser formalizados en la clásica fenomenología de los valores de Max Scheler. En esta dirección, puede ser útil considerar la pro­puesta de P. F. Strawson (1974) acerca de los sentimientos morales, "resentimiento, indignación y culpa", en los cuales se han apoyado recientemente Ernesto Tugendhat (1990) y Jürgen Habermas (1985). Se trata de todas formas de dotar a la moral de una base fenoménica sólida, de un sentido de experiencia moral, de sensi­bilidad ética, que inclusive permita caracterizar algunas situaciones históricas como críticas por el "lack of moral sense" de las personas y otras como prometedoras por la esperanza normativa que se detec­ta en una sociedad preocupada por el "moral point of view" de sus miembros. ; ' ' •

Es importante destacar en este lugar la estructura eminente­mente comunicativa de una fenomenología de los sentimientos morales, en la cual, por ejemplo, el resentimiento ayuda a descubrir situaciones en las que quien se resiente es lesionado en sus relaciones intersubjetivas; la indignación lleva a tematizar situaciones en las que un tercero ha sido lesionado por otro tercero, y la culpa me hace presente situaciones en las que yo he lesionado a otro.

Es claro que dichos sentimientos morales no constituyen la sustancia de una ética de la sociedad civil. Ellos explicitan un sen­tido de moral que debe ser JUSTIFICADO intersubjetiva y pública­mente. Quien se indigna ante determinadas acciones tiene que es­tar dispuesto a justificar públicamente, aduciendo razones y motivos, el porqué de su indignación. Lo mismo podría decirse de los otros dos sentimientos. Esta competencia para dar razones y mo­tivos en relación con el comportamiento público y los sentimientos que eventualmente puede suscitar en los participantes, es la que va conformando determinadas culturas ciudadanas.

3.1.3. Es parte importante de la fenomenología de lo moral desarrollar la sensibilidad moral para detectar y vivenciar los conflictos morales como se presentan a diario en la sociedad civil y para contextualizar posibles soluciones. De hecho este sistema de senti­mientos morales que hemos descrito constituye una especie de com­plejo social, en el cual nos relaciones con los demás como sujetos de

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derechos y deberes, ellos y nosotros. Esto es lo que caracteriza una sociedad bien ordenada: aquella en la que sus miembros reconocen, previa toda coacción, estas relaciones entre sus miembros. Aquí de­bería inspirarse el papel de denuncia y concientización y la función propositiva de los medios de comunicación.

Es en estos contextos mundovitales de la sociedad civil en los que se confrontan consensos y disensos, en los que se aprende a res­petar a quien disiente, a reconocer sus puntos de vista, a compren­der sus posiciones, sin necesariamente tener que compartirlas. Es importante tener en cuenta en el proceso educativo todo el proble­ma de la sensibilidad moral. El fomentarla, formarla, sin caer en moralismos extremos, pero destacando los comportamientos ciuda­danos, es labor tanto de la familia como de la escuela, advirtiendo que normalmente ésta última cuenta con mejores elementos teóri­cos y con situaciones existenciales más complejas y ricas para lograrlo.

3.2. Como lo indica J. Habermas (1985), se busca ahora un principio puente, una especie de transformador, que nos permita pasar de sentimientos morales, de intereses, de todas formas comunes a muchos en situaciones semejantes, a principios morales. Se busca la manera de pasar de juicios espontáneos de aprobación o desaproba­ción de determinados comportamientos por parte nuestra o de nues­tros conciudadanos a juicios morales propiamente dichos, aquellos que pretenden ser correctos, normativamente válidos para todos los participantes en la sociedad. Se trata, en términos kantianos, de pasar de máximas subjetivas a leyes universales objetivas. Este principio puente es el principio de universalización, análogo —¡no igual!— al principio de inducción en las ciencias: es pasar de lo particular a lo universal a partir de la experiencia. Este principio puente, este transformador es en la filosofía kantiana el imperati­vo categórico; en la propuesta de una ética comunicativa, es un prin­cipio dialogal, que puede ser formulado así:

"En lugar de proponer a todos los demás una máxima como váli­da y que quiero que sea ley general, tengo que presentarles a todos los demás mi máxima con el objeto de que comprueben discursi­vamente su pretensión de universalidad. El peso se traslada de

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aquello que cada uno puede querer sin contradicción como ley general, a lo que todos de común acuerdo quieren reconocer como norma universal" (Sobrevilla, 1987: 104-105).

Quiere decir que el puente se construye comunicativamente y que en el diálogo radica toda fundamentación posible de la mo­ral y de la ética. El mismo Habermas propone como fundamento discursivo común tanto de la moral, por un lado, como, por otro, de la ética, la política y el derecho, el siguiente principio: "sólo son vá­lidas aquellas normas de acción con las que pudieran estar de acuer­do como participantes en discursos racionales todos aquellos que de alguna forma pudieran ser afectados por dichas normas" (Habermas 1992: 138).

Pero entonces es importante analizar las estructuras de la comu­nicación humana, que son tan complejas, que en su explicitación po­demos reconocer fácilmente otros modelos de argumentación mo­ral, otras formas de puentes o transformadores que nos permiten llegar de la experiencia a principios morales. En la disponibilidad de los diversos transformadores posibles, en su riqueza propositiva, puede radicar la clave de una cultura ciudadana no sólo tolerante, sino pluralista.

3.2.1. En su intento por pensar la ciudad como "un organis­mo para la comunicación", buscando el sentido de una "ética de la planeación urbana", el filósofo moral anglosajón Richard M. Haré parte de una fenomenología del vivir en la ciudad que le permite llegar a la conclusión relativamente simple: "Las ciudades deben adaptarse a las preferencias y al estilo de vida de las personas que viven en ellas" (Haré, 1995, p. 190). Cuando esto no ocurre se acen­túan sus problemas: superpoblación y pobreza, contaminación am­biental, criminalidad y todo lo relacionado con el tráfico caótico y en general, con las dificultades cada vez mayores de comunicación. La pregunta es si una ética concreta relacionada con estos asuntos puede ayudar a solucionar los problemas de la ciudad y recomponer­la en el sentido de ser organismo cada vez más rico en comunicación ciudadana.

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LA CIUDAD: HABITAT DE DIVERSIDAD Y COMPLEJIDAD

Haré, acude a un principio puente en el que relaciona suges­

tivamente el kantismo y el utilitarismo: '; > '".

"Si, como lo exige Kant, consideramos la humanidad como un fin y en consecuencia tomamos los fines de todos los hombres como nuestros, tendremos que procurar fomentar todos estos fines de igual forma. Esto es lo que nos inculca también el utilitarista. Es decir: si encontramos mucha gente que será afectada por nuestras acciones y que persigue otras metas o tiene otras preferencias, te­nemos que pensar para nuestras acciones máximas que podamos aceptar como leyes universales. Estas serán precisamente aquellas, cuya aplicación a todas las situaciones en las que hipotéticamente pudiéramos encontrarnos, fuera la que más fácilmente pudiéramos aceptar. Serán por tanto aquellas máximas que con respecto a los fines y preferencias de las personas, entre quienes una cualquiera podría ser uno de nosotros mismos, en todas aquellas situaciones en todo sentido pueden motivar a realizar lo mejor. Y esto de nuevo está en consonancia con el pensamiento utilitarista" {íbid: 194). -

Se trata pues de urgir el sentido de transformador moral del utilitarismo, de la lógica medios-fin, de la satisfacción de las pre­ferencias de las mayorías. En el caso que nos ocupa nadie duda de la coherencia del argumento:

"Puesto que una ciudad es un organismo para la comunicación y sin transporte no puede darse ninguna comunicación, éste es por tanto un problema medular para el funcionamiento correcto de una ciudad (...) Hay mucha gente que dice que el tráfico es una espe­cie de enfermedad de las ciudades; pero en realidad es su vida (...) la solución debe ser tal que la función comunicativa que espera la gente de su ciudad sea cumplida cabalmente, sin frustrar natural­mente otras preferencias como las de poder vivir libres de conta­minación, ruidos y peligros" {íbid: 199).

Naturalmente que la propuesta utilitarista, así se la relacio­ne de manera tan habilidosa con el kantismo, tiene sus condicionan­tes y límites. En efecto, en los procesos y problemas urbanos, por ejemplo, para lograr aquellos medios que más fomenten la comu-

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nicación, es necesaria una política de información a la ciudadanía que vaya más allá del oportunismo y sensacionalismo de los medios; tampoco basta con crear las condiciones estructurales necesarias para la comunicación, sino que es igualmente relevante el fomento del sentido mismo de la comunicación, de su substancia, de la calidad de sus contenidos, gracias a procesos educativos, al influjo positi­vo de unos medios de comunicación independientes y críticos y a la participación ciudadana. No basta pues con crear las mejores con­diciones estructurales de comunicación, dado que la vida en la ciu­dad es más rica y más compleja en sus variadas potencialidades co­municativas; es necesario avanzar en procesos de formación ciudadana que permitan a los participantes expresarse más auténticamente, vivir más realizados, encontrarse en contextos más simbólicos, cul­turales y políticos.

El utilitarismo entendido como necesidad de buscar las pre­ferencias más universales podría considerarse la forma más conse­cuente de un uso pragmático de la razón práctica, necesario desde todo punto de vista, pero limitado, dado que hay que relacionarlo con los otros usos de la razón: el ético y el moral.

3.2.2. Momento inicial de todo proceso comunicativo es el que podríamos llamar nivel hermenéutico de la comunicación y del uso del lenguaje, en el cual se da la comprensión de sentido de todo tipo de expresiones, incluyendo las lingüísticas, las de los textos y monu­mentos, las de las tradiciones, y otras, gracias a las cuales nos po­demos acercar en general a la comprensión y contextualización de las situaciones conflictivas, de las propuestas de cooperación so­cial,... Este momento comprensivo es conditio sine qua non del pro­ceso subsiguiente. Se trata de un reconocimiento del otro, del de­recho a la diferencia, de la perspectividad de las opiniones personales y de cada punto de vista moral. Es un momento de apertura de la comunicación a otras culturas, a otras comunidades, formas de vida y puntos de vista, para asumir el propio contexto en el cual cobra sentido cada perspectiva y opinión.

No olvidemos que toda moral tiene que comenzar por la com­prensión y reconocimiento del otro. Naturalmente que comprender y reconocer al otro no nos obliga a estar de acuerdo con él. Quienes

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así lo temen, prefieren de entrada ignorar al otro, ahorrarse el esfuer­zo de comprender su punto de vista, porque se sienten tan insegu­ros del propio, que más bien evitan la confrontación.

Charles Taylor insiste en hacer fuertes las funciones herme­néuticas del lenguaje: primero su función expresiva, para formular eventos y referirnos a cosas, para formular sentidos de manera com­pleja y densa, al hacernos conscientes de algo; segundo, el lengua­je sirve para exponer algo entre interlocutores en actitud comuni­cativa; tercero, mediante el lenguaje determinados asuntos, nuestras inquietudes más importantes, las más relevantes desde el punto de vista humano, pueden formularse, ser tematizadas y articuladas para que nos impacten a nosotros mismos y a quienes participan en nues­tro diálogo (Thiebaut en Taylor 1994, 22).

Este momento hermenéutico del proceso comunicativo pue­de ser pasado a la ligera por quienes pretenden poner toda la fuer­za de lo moral en el consenso o en el contrato, pero precisamente por ello es necesario fortalecerlo, para que el momento consensual no desdibuje la fuerza de las diferencias y de la heterogeneidad, propia de los fenómenos morales y origen de los disensos, tan importantes en moral como los acuerdos mismos.

En este origen de la comunicación en la comprensión herme­néutica se basan las morales comunitaristas para reclamar que la comunidad, la tradición, el contexto socio-cultural, lapolis, son el principio puente. Efectivamente, la ciudad es lugar privilegiado de encuentros y desencuentros, que exigen de las personas y de las co­munidades descontextualizarse para poder recontextualizarse. Las tradiciones conservadas y rescatadas arquitectónicamente se convier­ten en la sustancia ética de la ciudad: sus costumbres, usos, posibi­lidades reales, conforman esa identidad ciudadana que puede llegar a ser fuerza motivacional para bien y para mal. Este es el límite de todo contextualismo. La unilateralidad y reduccionismo de los comunitaristas consiste precisamente en hacer de este momento de la identidad, con base en la pertenencia a una comunidad determi­nada, el principio mismo y el único transformador valorativo. A su vez, el riesgo de otros tipos de argumentación puede ser ignorar o bagatelizar los argumentos comunitaristas, cuyo aporte debería ser

IDO

ÉTICA PARA CIUDADANOS

el de contextualizar las situaciones morales y dinamizar los aspec­tos motivacionales de las mismas. De manera semejante a como Husserl decía que es necesario reconocer la verdad del escepticismo para poderlo, no refutar, sino superar, podríamos decir en moral que es necesario reconocer el acierto del comunitarismo, para poder su­perar su unilateralidad. Nos encontramos aquí con un privilegio del uso ético de la razón práctica, el cual tampoco debe ser absolutizado, como si un uso pragmático y un uso moral de la misma no fueran igualmente necesarios.

3.2.3. Como ya lo hemos advertido, la competencia comuni­cativa busca superar el contextualismo en aquellos casos en los cua­les los conflictos o las acciones comunes exigen algún tipo de con­senso. En el asunto que nos ocupa se habla, pues, con toda propiedad de la necesidad impostergable de un pacto urbano (Ministerio de De­sarrollo Económico, 1995: 29). Los acuerdos sobre mínimos están en la tradición del "contrato social", en la cual se apoyan las propues­tas liberales contemporáneas de corte neocontractualista. Se trata de ver si para lograr una sociedad bien ordenada, en la cual puedan realizarse las personas, es posible llegar a un consenso entrecruzado (overlapping consensus) (Rawls, 1993: IV: 4, 150—154) a partir del he­cho de que en la sociedad contemporánea conviven e interactúan varias concepciones englobantes del sentido de la vida, de la histo­ria, del hombre, concepciones omnicomprensivas, tanto religiosas, como morales y filosóficas. EL pluralismo razonable hace posible in­tentar dicho consenso en torno a principios básicos de la justicia: la igualdad de libertades y de oportunidades y la distribución equita­tiva de los bienes primarios. Este sería el sentido de una concepción política de la justicia (Rawls, 1993).

Es cierto que la estructura subyacente al contrato social puede ser la de la comunicación. Pero, la figura misma del contrato y su tradición parecen inspirar mejor los desarrollos del sentido ético de la política y de una concepción política de justicia y de sociedad civil. En el momen­to que tanto la comunicación al servicio del consenso, como el contra­to social mismo tiendan a abolutizarse, se corre el peligro de que en aras del consenso o de las mayorías se niegue la posibilidad del disenso y los derechos de las minorías. ;,

l O I

LA CIUDAD: HABITAT DE DIVERSIDAD Y COMPLEJIDAD

La consolidación del contrato social en torno a unos mínimos polí­ticos puede constituirse en paradigma de orden y paz, cuando de hecho los motivos del desorden social y de la violencia pueden es­tar en la no realización concreta de los derechos fundamentales. Por ello mismo, las necesidades materiales, las desigualdades sociales, la pobreza absoluta, la exclusión cultural y política de poblaciones enteras y de grupos sociales debe ser agenda prioritaria, para quie­nes aspiran a que el contrato social, la concepción política de jus­ticia y sus principios fundamentales sean principios reales de la so­ciedad y de la convivencia ciudadana. Mientras no se logre efectivamente esto, hay lugar para las diversas formas de manifes­tación del disenso legítimo. • V" r:

3.2.4. Se puede ahora afirmar que un elemento integrante del principio puente son las tradiciones y los contextos en los que se conforman situaciones moralmente relevantes. Esta es la verdad de un comunitarismo de estirpe republicana y conservadora. Pero, tam­bién, forma parte del principio puente la posibilidad del contrato social, en lo cual radica la verdad del contractualismo de herencia liberal. También.los utilitaristas, quizá en sus planteamientos más pragmáticos, por ello mismo más independientes de posiciones ideológicas o políticas, reclaman ser tenidos en cuenta en este inten­to "sincretista" de ofrecer razones y motivos para la acción correc­ta de los ciudadanos. Se busca ahora la relación entre estas propues­tas éticas en la competencia comunicativa. Si el principio puente se cohesiona gracias a la comunicación, ésta debe partir del uso informa­dor del lenguaje, articulado en el numeral 3.2.1, y del sentido contextualizador de la dimensión expresiva y simbólica del mismo lenguaje (numeral 3.2.2), para intentar dar razones y motivos, un uso de lenguaje diferente, en el cual se articula el "poder de la comunicación" y la fuerza de la argumentación. Esta debe orientarse a solucionar conflictos y consolidar propuestas con base en acuerdos sobre mínimos (numeral 3.2.3) que nos lleven por convicción a lo correcto, lo justo, lo equitativo. La competencia argumentadora no desdibuja el primer aspecto, el de la constatación de las preferencias, menos el de la complejidad de las situaciones, que desde un punto de vista moral, son comprendidas. La argumentación busca, a par-

ÉTICA PARA CIUDADANOS

tir de la comprensión, llevar a acuerdos con base en las mejores ra­zones, vinieren de donde vinieren. La actividad argumentativa en moral es en sí misma normativa, lo que indica que en moral el prin­cipio comunicativo y dialogal es fundamental.

Este es el lugar de retomar los principios de la argumentación jurídica, propuestos por Robert Alexy (1989), como lo hace J. Habermas (1985), para el proceso discursivo de desarrollo de las normas morales.

Dichos principios explicitan cómo toda persona que partici­pa en los presupuestos comunicativos generales y necesarios del discurso argumentativo, y que sabe el significado que tiene justi­ficar una norma de acción, debería aceptar implícitamente la vali­dez del postulado de universalidad. En efecto, desde el punto de vista de lo lógico-semántico de los discursos debe procurar que sus argumentos no sean contradictorios; desde el punto de vista del pro­cedimiento dialogal en búsqueda de entendimiento mutuo, cada participante sólo debería afirmar aquello en lo que verdaderamente cree y de lo que por lo menos él mismo está convencido. i

Y finalmente desde el punto de vista del proceso retórico, el más importante, valen estas reglas: a. Todo sujeto capaz de hablar y de actuar puede participar en

la discusión. b. Todos pueden cuestionar cualquier afirmación, introducir

nuevos puntos de vista y manifestar sus deseos y necesidades. c. A ningún participante puede impedírsele el uso de sus dere­

chos reconocidos en a) y en b).

A partir de estas condiciones de toda argumentación, se ve cómo el principio de universalización es válido. Este nos puede lle­var al principio moral más general: únicamente pueden aspirar a la validez aquellas normas que pudieran conseguir la aprobación de todos los participantes comprometidos en un discurso práctico.

Pensamos que este es el momento de mostrar la conveniencia, oportunidad e inclusive necesidad de aprender a argumentar, a dar razones y motivos en moral y ética, para superar los dogmatismos, autoritarismos y escepticismos que se han ido camuflando en el pro-.- /;

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ceso político y en la sociedad civil, apenas reflejo de un proceso edu­cativo poco crítico y reflexivo, montado, más bien, en modelos y es­trategias curriculares de aprendizaje.

Pero el diálogo y la comunicación pueden llegar a constituirse en principio puente único, absoluto y válido por sí mismo, y con­vertirse así en principio meramente formal, no muy distinto de la pura forma del imperativo categórico. La condición para que la comunicación no se formalice es su vinculación con los aspectos utili­taristas y pragmáticos de las decisiones con base en intereses y pre­ferencias, la explicitación del condicionamiento hermenéutico y contextualizador del lenguaje y el reconocimiento de las diversas posibilidades de llegar a acuerdos sobre mínimos, con base en for­mas de expresión más ricas que las de la mera lógica formal, como son, entre otras, la retórica, la negociación, los movimientos socia­les, la misma desobediencia civil, y otros.

3.3. La relación entre consenso y disenso debe ser pensada con es­pecial cuidado. Absolutizar el consenso es privar a la moralidad de su dinámica, caer en nuevas formas de dogmatismo y autoritarismo. Absolutizar el sentido del disenso es darle la razón al escepticismo radical y al anarquismo ciego. La relación y la complementariedad de las dos posiciones pone en movimiento la argumentación moral. Todo consenso debe dejar necesariamente lugares de disenso y todo disenso debe significar posibilidad de buscar diferencias y nuevos caminos para aquellos acuerdos que se consideren necesarios.

, Esta dialéctica entre consensos y disensos nos devuelve al principio, al mundo de la vida y a la sociedad civil, en la cual los consensos tienen su significado para solucionar conflictos y buscar posiciones compartidas, y los disensos a la vez nos indican aquellas situaciones que requieren de nuevo tratamiento, porque señalan posiciones minoritarias, actitudes respetables de quienes estiman que deben decir "no" en circunstancias en las que cierto unanimis-mo puede ser inclusive perjudicial para la sociedad, en las que los mismos medios de comunicación manipulan la opinión pública, al convertirse en cortesanos o en aduladores del déspota.

Precisamente la capacidad de disentir se va cualificando en la competencia crítica propia de una escuela que forma ciudadanos con

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ETICA PARA CIUDADANOS

base en informaciones, respeto a las preferencias de las mayorías, re­conocimiento de las tradiciones, investigación seria y discusión li­bre de todo tipo de coacciones. La escuela culta, la que abre los di­versos campos del saber, la que mantiene vivo el sentido de pertenencia social e histórica de sus actores, la que se desarrolla como paideia social en procesos de reflexión discursivos, forma de esta manera no sólo para el ejercicio respetuoso de la urbanidad, sino para participar democráticamente en la ciudad; este sentido de par­ticipación se hace presente en la sociedad civil como aquel móvil que conserva su movimiento en la interrelación comunicativa entre lo científico-técnico, lo moral-práctico-político y lo personal-esté­tico-expresivo (Habermas, 1985). ' • .

3.4. Finalmente, no habría que olvidar que en estas formas de argumentación se encuentra la posibilidad de explicar las diferencias entre moral, ética, política y derecho: lo moral en la dirección de aque­llos mínimos que pudieran generalizarse, lo ético en la dirección de aquellos que requieren más contextualización, lo político y lo jurí­dico en relación con la racionalidad estratégica (Habermas, 1990). El desarrollo de esta distinción en íntima relación con el sentido mismo de moral aplicada supera las pretensiones del presente ensayo (cf. Hoyos, 1993).

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C O N C L U S I Ó N

Partimos de los fundamentos de la polis griega en el poder co­municativo de los ciudadanos, que se convertiría en momento cons­titutivo de las democracias modernas. Por ello pensamos que un as­pecto determinante de la crisis de la modernidad es cuando la ciudad moderna pierde su Sprachlichkeit (Wellmer), su lenguaje es­pecífico. Esta pérdida de la comunicación en la ciudad moderna per­mitió que la modernidad se desarrollara unilateralmente como modernización. En el funcionalismo se ha tratado de simplificar la ciu­dad para ser instrumento al servicio del individuo o masificar a las per­sonas al servicio de una ciudad, instrumento ella de la productividad. Pensar la ciudad hoy, desde una perspectiva ética, exige una gran confianza en los procesos educativos de los niños y jóvenes y en las actividades formativas de los ciudadanos. Sólo así se puede recons-

1 0 5

LA CIUDAD: HABITAT DE DIVERSIDAD Y COMPLEJIDAD

truir el tejido comunicativo que dinamiza la ciudad y le devuelve su "claridad laberíntica". Una ética de la comunicación para crear y recrear ciudad, no es ni el arte por el arte de la comunicación, el juego y el símbolo, como tampoco una rehabilitación del raciona­lismo en búsqueda de consensos absolutos, inflexibles y dogmáti­cos. Es más bien un proyecto para relacionar discursos y prácticas inspiradas en el utilitarismo y el pragmatismo en relación con la in­formación y la infraestructura comunicativa de la ciudad, en el con­textualismo y comunitarismo fomentados por la ciudad como red de solidaridad, y en el neocontractualismo de un renovado pacto urbano que haga de la ciudad realmente lugar de encuentro y convivencia.

De esta forma, una propuesta ética de la comunicación en lu- • gar de absolutizarse ella misma en el consenso, busca relativizar aquellas propuestas que a su vez pretenden ser absolutas: el poder de la información y de la planificación, el de la comunidad y su identidad cultural y el del contrato con base en las mayorías. Reco­nociendo un pluralismo razonable es posible que los acuerdos sobre mínimos efectivamente permitan crear ciudad, fortalecer el senti­do de la participación y enriquecer la convivencia. ", I

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Ciudadano, mente y tecnología A R M A N D O SILVA T E L L E Z

Profesor Departamento de Bellas Artes, Facultad de Artes

Universidad Nacional de Colombia

lisTA NOTA BORDEARÁ un tema prioritario cuanto heterogéneo de la discusión contemporánea, el ciudadano y la estética. Priorita­rio, pues, con sobradas razones se viene argumentando el paradig­ma estético como determinante del hombre de finales del siglo xx y heterogéneo, pues, la relación entre ciudadano y estética es abor­dable desde muchos puntos de vista, criterios o valoraciones. Lo haré, igualmente, desde una renovada opinión de lo público y tra­taré de llevarlo hasta algunas importantes relaciones con los medios de comunicación y con la tecnología misma que supone quizá, el mayor determinante de la cultura humana del nuevo milenio.

Comenzaría por afirmar la urgencia de ratificar hoy la auto­nomía de lo público frente a la dimensión absorbente de intereses privados o grupales en relación con todo lo que tenga que ver con una dimensión social de la ciudad. En abrir y adelantar este deba­te sobre lo público, los investigadores, científicos y artistas, por ahora, juegan un papel determinante frente al proyecto democrático de las culturas urbanas contemporáneas. Las ciudades, espacio de nuevas luchas por hegemoníac nnancieras, comerciales y tecnológicas, deben volver a pensarse como lugar donde se teje lo social, no por fue­ra de las nuevas maneras de operar la sociedad imbuida por la tecnolo­gía electrónica, sino acompañándola y participando de este aconteci­miento contemporáneo que a todos de una u otra manera nos afecta.

Profesor titular. Filósofo.

LA CIUDAD: HABITAT DE DIVERSIDAD Y COMPLEJIDAD

Examinemos un simple ejemplo de la vida urbana atravesada por los medios, que había recogido en otro escrito. Nos cuenta el periodista español Manuel Vicent que alguien descubrió que un mendigo re­cibía más dinero de limosna algunos días y a ciertas horas. Al inves­tigar la razón encontraron que se trataba del momento en el cual un almacén instalaba en una vitrina callejera la pantalla de televisor que recogía en paneo de la cuadra al pobre hombre tirado en la ca­lle. Aquellos ciudadanos convertidos en público veían al pordiose­ro en la pantalla y cuando seguían caminando se lo encontraban de carne y hueso y conmovidos le tiraban cualquier moneda. Cuando el televisor se apagaba la realidad (mediática) se desvanecía. ¿Quien o qué produjo la acción misericordiosa? Sin duda que el hombrecito convertido en actor ocasional ha dado en alguna clave. La televisión lo había vuelto a inventar y con ello las pasiones caritativas de al­gunas buenas almas habían revivido.

El espacio hoy parece haber avanzado a una nueva concepción en la cual los medios se tornan grandes protagonistas en las socie­dades de la comunicación y la incomunicación. Lo público, que desde los griegos pasaba por el diálogo y que se concretaba en la polis, lugar donde se discutía 'sofistica' y se ejercía aquello que se opone a lo privado, entra en otra dimensión. De esta manera, el lu­gar donde vivimos o donde aprendemos o desde donde vemos el mundo sufre importantes transformaciones. La más importante para el entorno urbano es quizá que la vida y sus territorios ya no se aso­cian a un espacio físico concreto. ¿Dónde estaba el hombrecito que arranca unas cuantas monedas a los transeúntes? Más que en una calle estaba en el televisor. ¿Y dónde queda el televisor? No creo que en ese almacén que mostraba la pantalla. La televisión está en todas partes y en ninguna. Quizá sea de todas la más global de las expe­riencias si entendemos por global la falta de un sitio reconocible. Pero esto no quiere decir que no haya programaciones locales, na­cionales o planetarias, sino que el televisor, como tal, atraviesa to­das las instancias espaciales en la cuales se manifiesta el hom­bre contemporáneo.

La tesis de Habermas sobre la autoproducción del espacio público en la sociedades contemporáneas pone de relieve ese hecho

n o

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de las sociedades mediadas e incluso da para pensar en varios de los movimientos de arte urbano actual que actúan en su proyecto esté­tico desde las llamadas intervenciones. El hacerse público el pensa­miento fue el primer requisito del cual habló Kant en la Paz Per­petua para llegar a las sociedades democráticas. La definición moderna de lo público se estableció por primera vez en Francia de principios del siglo xix paralelamente a las ideas de nación y Estado como parte de las grandes transformaciones de la Revolución Fran­cesa. Así lo público tanto en Grecia como en Francia conlleva una noción de dominio políticamente activo. ¿Lo hemos perdido? Cómo relacionar lo público con el consumo y cómo hacer del consumo un hecho constitutivo de lo urbano hoy, sin desdecir de la función pú­blica de la sociedad, de resistir a todo intento de mecanización y objetualización? ¿Cómo deshacerse del comercio y del consumo de bienes si ellos mismos son los que le dan trabajo y bienestar a la so­ciedad? Son preguntas, al menos, intrigantes. Sabemos hoy más que nunca que los ciudadanos se constituyen porque consumen pero ¿son consumidos en su consumo y quedan convertidos en simples públicos? ¿Lo público y los públicos cómo se entre relacionan? Son, más bien, muchos los interrogantes que surgen.

Hay cosas inquietantes. En mi inmediata pasada convivencia en los Estados Unidos de América aprendí de mi observación algo: el país más poderoso del planeta hace de todo tiempo libre, el de los domingos o el día de la independencia, según el caso, la gran fies­ta de la compra de objetos; en esos días el comercio lanza su señuelo más eficaz: toda mercancía a mitad de precio y a veces hasta con un 80-90% de descuento. Entonces todos compramos. El día de fies­ta es una fecha maravillosa para comprar y soñar con la posesión de los objetos, sobre todo de cosas innecesarias; quién va a desaprove­char semejantes oportunidades: una llenadora de us$ 50 en solo 5. Comprendí allí algo que quiero relacionar con mis argumentos so­bre imaginarios: el problema lo sintetizo diciendo que hemos lle­gado al extremo en el cual se compra, pero no se consume. He ahí algo más aterrador. Las estadísticas que me propuse conseguir pron­to aparecieron. Como ustedes saben la industria del cuerpo y su be­lleza le sigue los pasos a aquella electrónica. Pues de 100 aparatos

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para adelgazar que se venden tanto los días festivos, sólo 13 se usan y los demás son consumo imaginario para estar bellos y seductores, en especial en lugares de playas como California o Florida. Estamos, pues, frente a la venta pura de fantasía.

Así creo que los estudios sobre consumo cultural, iniciados hace pocos años con trabajos pioneros en América Latina de García Canclini, habría que ajustarlos con otros presupuestos, en mi di­mensión más subjetivos y de corte psicoanalítico y antropológico. Vivimos, cada vez más, la ciudad imaginada. La realidad es desbor­dada por las misma virtualidades electrónicas, con el computador a la cabeza, pero también, por los nuevos diseños de la vida diaria que pasa por las industrias como la de los ejercicios o de la comida rápida, que desaparece, esta última, la nutrición por obra de una presentación técnica y científica aterradora. Qué experiencia cho­cante aquella de ir a un restaurante en la California sur de los Es­tados Unidos de América donde a la entrada se nos advierte sobre las consecuencias de comer indebidamente la grasa, el azúcar, o aun las proteínas y los carbohidratos, de la misma manera que se ven­de el cigarrillo y se nos advierte que podemos morir de cáncer. Se consume un cuerpo fantástico unido al deseo de ser jóvenes, bellos y seguros. Las nuevas ciudades son de la misma manera cada vez más fantásticas pues,se hacen bajo el índice de la perfección. El aterra­dor filme The Colony muestra magistralmente a estas nuevas ciuda­des en la cuales prima un sentido de seguridad colectiva por lo cual los asociados a esta vivienda-club sacrifican espontaneidad y eros por el bienestar de la seguridad. Estamos ya en la des-erotizacion de la vida anunciada por Marcóse: la sociedad tiene la riqueza para pro­ducir bienestar y tiempo libre, pero la obsesión de la productividad y rendimiento enfrenta los alcances técnicos y materiales que po­drían disponer más tiempo para el goce.

El mencionado filme estadounidense recuerda las nuevas ciu­dades del sur de California. Todas las casas en este 'conjunto cerra­do de vivienda' están interconectadas y hasta los lugares más ínti­mos son accesibles por un sistema perfecto de seguridad. Incluso los perros y animales domésticos son adaptados a este mundo de silen­cio y resignación y para que no hagan ruidos innecesarios se les cor-

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tan sus cuerdas vocales; así sus sonidos apenas serán escuchados por el espacio de la casa respectiva y no fastidian a sus vecinos. La ciu­dad se hace cindadela y se vuelve una prisión de neurótico bienes­tar donde la norma es hacer lo que se quiera pero nunca fastidiar al vecino: sólo que todo lo puede fastidiar. La vida egoísta pensada en el exclusivo y mítico bienestar personal termina por ser la formula más fascista de la vida urbana contemporánea. Y el modelo republicano del sur de California se extiende rápido por todo el universo urbano.

En estudio sobre consumo cultural en Bogotá se les pregun­tó a los ciudadanos qué quisieran hacer en su tiempo libre; la res­puesta más insistente fue esta: "tener plata para comprar" según el 40% de los encuestados. La compra aparece como el nuevo paradig­ma de excelencia moderna. Así no es tanto el consumo del objeto: es su compra. Pero aquí hay algo sutil muy significativo; psicoló­gicamente se explica mejor: consumir es agotar un producto en un organismo. Por ellos el término proviene de ambiente material y económico, incluso fue dimensionando por las teorías marxistas como una de las tres actividades en la economía: producción, dis­tribución y consumo. Se consume en propiedad una comida en un restaurante o un vestido que se va usando. Pero, cuando el térmi­no se pasa a la 'producción mental' queda un tanto impreciso, aun cuando se sigue usando a falta de una palabra más precisa que se­guro pronto aparecerá con el tiempo.

Así el consumo, para aclarar lo fundamental, se produce en dos niveles: aquel de la cosa que se agota, pero también se haría referencial a lo espiritual, que por ende no se acaba y por tanto, más bien se refiere a la evocación. No obstante destaco que al hablar de consumo se puede estar refiriendo con más exactitud a la compra de un producto o a su evocación, que al consumo propiamente dicho y esto trae una diferencia esencial, al menos en una oportuna mirada analítica. La compra es puro deseo, el consumo responde más a la necesidad. Entonces la función psicológica es distinta. Mientras en el consumo se ingiere algo para calmar una necesidad, en la com­pra no ocurre ello necesariamente y por esto digo: más que por el consumo vivimos hoy en su fantasía; o sea, en su demanda imagi­naria. El moderno psicoanálisis distingue entre instinto y pulsión

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y sin corresponder estos términos a la necesidad y al deseo si tienen serios parentescos. Mientras en el consumo hay instinto que satis­face necesidades, en la pulsión prima la función del deseo.

Si uno se pregunta por el consumo de vida urbana, puede dar conclusiones, sin duda. Pero estas apetencias cambian en la misma medida que se transforman los imaginarios sociales, por lo cual de­ben interrelacionarse estos dos presupuestos. Hoy, por ejemplo, frente al consumo de objetos, se puede notar una tendencia muy fuerte hacia el consumo de artículos que de una u otra manera con­solidan aspectos de presentación personal. Por ejemplo, otra vez en Bogotá, en la gran encuesta del DAÑE que acaba de publicarse se encuentran los productos de aseo personal, como jabones, perfumes de ropa, toallas higiénicas, shampus para muebles y similares ocu­pando la quinta parte del principal producto que es el de alimen­tos. Esta misma encuesta evidencia que el 82% de los gastos de hogar se hacen hoy en almacenes de venta general cubiertos. O sea, el colombiano compra en tiendas modernas como centros comercia­les cambiándose así los hábitos de consumo. Esta dirección hacia lo cómodo, moderno, higiénico, puede ser una tendencia mundial. No obstante, inserto esto dentro de circunstancias específicas colombia­nas porque podría darnos ciertos sentidos particulares. En otra en­cuesta de ANIF sobre tiempo libre en más de 10 años atrás (1985) se confirmaba una la relación existente entre espacio urbano y ca­lidad del ocio. Pues el 50% de las clases medias y altas y el 61% de los sectores populares preferían, entonces, tener algún parque pe­queño cerca de sus casa. Lo cual quería decir, hace 10 años, que el 'espacio real de experiencia' directa constituía el principal imagina­rio de vida citadina, en una ciudad que se perfilaba fragmentada y por esto la idea de algún parque rodeando la casa.

En 1997 en la encuesta de Consumo cultural realizada por el Observatorio de Cultura Urbana, el tiempo libre es empleado en "ver televisión". El fin de semana llega a 71%. Los horarios en las cuales se ve más entre semana estaría la noche con un 82%. Los sábados en la noche, también, con un 75% y los domingos con un 79%. Los géneros preferidos son los siguientes: telenoticeros, pelí­culas y telenovelas. Y al preguntarse por los aspectos positivos por

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los cuales se consume tanta televisión, se responde: "entretención barata" (66%); "contribuye a estar bien informado" (58%); "Impone nuevas modas" (70%). Fueron ésas las tres respuestas de amplio re­conocimiento. Las suscripciones a TV cable, Direct rv e internet son bajas todavía, pero en aumento, lo cual es interesante saber para en­tender la tendencia ciudadana a resguardarse en hábitos de gran co­nexión imaginaria.

Según datos de Information Technology Solution los usuarios de internet son desproporcionados frente a Estados Unidos. Mientras éste tiene 58.500.000 (21% de la población), el siguiente país, Canadá tiene 9.750.000 (32% de la población), pero luego de estos viene Francia con 4.095.000 (7% de la población). En América La­tina, Brasil cuenta con 338.000 (0.21% de la población) y México 260.000 (0.28% de la población). Países más pequeños como Co­lombia, Venezuela y Perú contaban en 1997 con alrededor de 100.000 usuarios lo cual los coloca en situaciones más privilegia­das por su menor número de habitantes. En el caso colombiano se paso de 10.000 en 1994 a 100.000 en 1997, figurando un aumen­to de 10 veces su tamaño en solo tres años y la mitad de este uso proviene del sector universitario. Hoy, empezando el 2000, Colom­bia debe contar con mas de 300.000 usuarios. Aún así, puede des­tacarse que al sumar los 30 países encuestados por Price Waterhouse su total no llega siquiera a la mitad del número de servicios de internet de los Estados Unidos.

Algo es cierto en la nueva relación entre ciudadano, consumo y evocación estética. El consumo se traslada a aspectos de fuerte contenido imaginario. Las pautas de los Estados Unidos posible­mente se puedan constatar en nuestros países. Electrónica, produc­tos de uso personal como aeróbicos y gimnasia, turismo y medios se constituyen en cuatro grandes renglones de actividad económica de consumo cultural con sus respectivos híbridos en la cultura del nuevo milenio. Por ejemplo, la llamada 'realidad virtual', enten­diendo en este caso aquellas experiencias provenientes de grupos de tecnología que unen el computador y sus usos con formas interac­tivas del cuerpo humano y sus. sentidos como los 'eyephone' y otros 'mediaescape', están en extraordinario avance. Algunas experiencias.

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iniciadas por museos como la muestra de media escape de Los Ange­les, hace apenas cinco años, se proyectan hoy a un amplio número de usuarios por fuera de los museos que quieren tener distintas ex­periencias, como, por ejemplo, aquellas del turismo, del sexo, del arte y visitas a museos. Ahora es posible 'viajar' por 'todo el mun­do' y sus grandes atracciones y experimentarlas no sólo como visi­tante sino con la posibilidad de poder revolotear y volar sobre ellos y pensarlos mientras los ve y visita mientras se descubren aspectos inaccesibles al simple turista real de vista de carne y hueso. Un au­tor, de un manual técnico para venta de turismo virtual, lo dice así: "Su participación (la del ciudadano) es estimulada con efectos visua­les y auditivos de gran fidelidad y tiene usted la posibilidad de in-teractuar con objetos reales del ambiente visual, bajo sensaciones de presencia poderosa". En otro programa sobre turismo de la BBC (1996) se dice: "Usted quiere ir a la cima del Everest, o la playa más excepcional, pero no todas las cosas que se quieren podemos hacer­las. Entonces,las logramos vía cyber experience".

Y por el lado de la llamada vida real, también sufrimos una desmaterializacion merced a fuertes imaginarios modernos. Son par­te nuestra, nuevas utopias de la 'vida propia' que conducen a la vida individual de estos tiempos. Si uno pregunta, como lo hace el so­ciólogo alemán Ulric Beck, qué quiere hoy la gran mayoría de ha­bitantes urbanos, dirá: dinero, amor, poder, trabajo o Dios. Y todas estas son expresiones de la vida propia como argumenta el mismo sociólogo. El dinero significa dinero propio; el espacio, espacio pro­pio; incluso el amor significa que cada pareja tenga su vida propia. Cada uno con su propia biografía y su propio destino. Se puede decir que existen pocos anhelos de ratificación social, son más los hom­bres y las mujeres mismas, son su propia razón en su individuali­dad. Esta sociedad, 'metamoderna' para decir que es una moderni­dad encima de la anterior, no vincula a los seres humanos como personas integrales a sus sistemas funcionales, por el contrario: "Está supeditada justamente a que los individuos no sean integrados sino que sólo participen de manera parcial y temporal como caminantes permanentes entre mundos funcionales".

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Pero esa vida propia a menudo se somete a control institucional: horarios de empresas, transporte... Sin embargo, muchas cosas, se intentan conseguir, a pesar de las imposiciones. Esto hace de la vida moderna una vida legitimada por el riesgo. Una sociedad del vér­tigo y del riesgo, inclusive detrás de las fachadas de seguridad de la venta de la publicidad actual, pues este imaginario es quizá el que más vende, precisamente porque en nuestro inconsciente percibimos muchos riesgos e inestabilidad. Los sistemas de seguridad de nue­vas partes de las ciudades latinoamericanas son la evocación que más vende terreno. No deja de impresionar por ejemplo, Guayaquil, dolorosamente autositiada, como caso paradigmático del resto de ciudades de América Latina. Se trata no sólo de laberintos propicia­dos por los urbanizadores, sino de fortalezas modernas hechas bajo la ilusión, las pequeñas utopías encantadoras, de no ser perturbados. Allí se potencializa al extremo los llamados 'conjuntos cerrados' en el sector de la Puntilla. Se trata de fortificaciones construidas que han aprovechado el río Babahoyo para sacarle brazos artificiales e instaurar de este modo un esquema de vivienda cerrada, sobre ló­gicas rizomáticas, con barreras, desvíos falsos y muros de contención para que los ladrones-piratas no lleguen a llevarse sus pertenencias. Pero sí aparecen. Precisamente en improvisadas canoas que cruzan las aguas pandas de los brazos falsos y se regresan con televisores y electrodomésticos que sustraen de las casas-fortalezas. El aire acon­dicionado en casi todos los carros de Guayaquil y otras del continen­te producen, es paradójico, contrasentido de andar con aire frío en plena ciudad marítima. . • . i

La vida propia es a su vez la vida global y por esto no se pue­den fracturar estos dos términos y circunstancias y presentarlas como contrarias. Beck lo expresa así: "La diferencia con Georg Sim-nel, Emile Durkhein y Max Weber está en que en sus análisis los seres humanos eran arrojados de seguridades religioso-cosmológi­cas de clase al mundo de la sociedad industrializada; ahora somos trasladados de la sociedad industrializada nacional-estatal a las tur­bulencias de la sociedad mundial del riesgo." A los seres humanos se les impone la vida con los más diversos riesgos globales y perso­nales que se contradicen unos a otros. Individuación significa

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destradicionalizacion y su contrario: invención de tradiciones: el pastel de manzana de la abuela.

El cuerpo sufre así sus propias heridas. En las nuevas ciuda­des de Estados Unidos los andenes son para hacer ejercicios y la in­dustria del buen cuerpo propio genera la mayor inversión de nue­vas necesidades. Los aparatos de gimnasio son revelados como las nuevos máquinas de torturas con increíbles parecidos visuales con las viejas salas de la inquisición medieval. En países de fuerte acento estetizante femenino como Colombia y Venezuela parece convertirse en un martirio el no ser bellas. Leí, hace poco, un informe en el cual se habla del pecado de ser fea en Venezuela: "No hay alternativa. Hay que ser bellas a toda costa y a cualquier costo". En este país que tiene el récord Guinness de cinco Miss universos y cinco Miss mun­do, mientras una reina mide 1.80, pesa 60 kilos y cuenta con 90/ 60/90 en sus medidas preciosas y precisas, la venezolana promedio, según la oficina Central de Estadística, tiene estatura promedio de 1.60 metros y 65 kilos de peso. Una venezolana gasta us$ 2.000 al año en belleza y aumenta las visitas a los psicólogos. En Colombia las toallas higiénicas en su consumo han llegado, debido a una fuerte competencia publicitaria, a superar la inversión que se hace en otros renglones como el de cremas de belleza o hasta más inversión que en dulces ocasionales, según encuesta del DAÑE. Así la conciencia del cuerpo y sus estilo se consolidó como unos de los más fuertes creadores de consumo cultural.

La relación entre ciudad, imaginarios y medios, en especial la televisión, o más bien tomando su pantalla como modelo, es elo­cuente. La vida se torna cada día más imagen, llena de objetos y de evocaciones. La realidad virtual y las redes globales van marcando a la par confines incalculables. Es como si en nuestra mente coha­bitaran dos cuerpos, el pulsional y el evocado. Si bien la realidad virtual ya existía en la novela, el cine, el teatro o la fotografía, lo que tiene de novedoso la asociación entre computador, pantalla y reali­dad virtual es su hiperrealidad: aquella que nace cuando la imagi­nación reclama la cosa verdadera y para obtenerla debe fabricar algo falso absoluto, como lo explica Francesca Alfano. La realidad del falso absoluto deviene en hiperrealidad. ¿Cuánta de esa hiperreali-

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dad vivimos hoy en nuestras ciudades? ¿Hasta dónde podemos sos­tener una conversación cotidiana sin citar alguna experiencia que aprendimos de los medios? No obstante es por ese camino de las tecnologías, los medios y la nueva viuda urbana que pueden origi­narse nuevas utopías del hombre del siglo xxi. El dilema de la ciu­dad imaginada se instaura como uno de los más poderosos paradig­mas del milenio que está comenzando. Vivimos una fuerte crisis en la capacidad de representación que acompañó los milenios anterio­res, como lo expresé en el siguiente artículo con el cual cierro esta divagación sobre ciudad y cultura contemporánea alrededor de los grandes problemas de las sociedades globales.

Entramos al nuevo milenio bajo notoria incapacidad de los signos para significar en sociedad. Las palabras se alejan de sus sig­nificados. Las imágenes sirven para algo distinto a lo que las originó (por ejemplo, en Colombia todos los días hablamos de paz para mos­trar la guerra). Los medios se hacen cada vez más autoreferenciales: muestran realidades fabricadas por ellos, como lo hacen los estudios norteamericanos en donde las estaciones del clima son simuladas y la cámara rara vez va a exteriores reales. Las realidades son simula­das y obedecen a distintos cálculos, siendo el más espeluznante aquel en el cual el humano mismo sería clonado.

Las imágenes apocalípticas del fin del pasado milenio se vuel­ven sintomáticas de lo que filósofos del tema llaman la crisis de la representación. O sea que junto a la crisis de valores burgueses, ante la destrucción de la familia (como vemos en el impactante filme Celebración del grupo Dogma), o la destrucción del ambiente, apa­recen respuestas aún más apocalípticas como la de producir comi­da química que nos aleja aún más de la naturaleza. Y hay otras cri­sis. Las de género, cuando una mujer madura descubre que puede amar con mayor intensidad y sinceridad a otra de su sexo (como se ve en el filme La amante de mi mujer). Las crisis se vienen todas al tiempo. No se sabe cuándo se es joven o viejo; cómo se es hombre, o mujer, o ni siquiera cuál es el oficio de uno: si se es escritor de poesía, novela o de ensayo, si se es médico, astrónomo o yerbatero, o si se es historiador o narrador, artista o científico.

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Las crisis de las disciplinas que estudian los humanos en su valores, sus creencias o fantasías, llegan también a las ciencias llamadas exac­tas. En matemáticas las teorías de la catástrofe muestran rupturas en la dinámica del aparente continuo proceso de la realidad obser­vable; las teorías fractales han mostrado distintas coincidencias en los modos de autorepresentarse la naturaleza, como por ejemplo, las repeticiones infinitas en las formas de las entradas de la arena en las playas, similar a cualquier forma enseñada a un programa de dise­ño del computador, inspirador de la fractalidad. Representaciones caóticas donde pensábamos orden riguroso u ordenadas donde las creíamos dispersas.

Distintos encuentros de pensadores contemporáneos comien­zan el año con una pregunta central: ¿pierde el humano su capaci­dad representativa? Será posible la representación en el tercer milenio o, al contrario, se trataba de una ilusión de épocas anterio­res? O sea, aquellos factores que nos daban identidad personal, fa­miliar, social ¿pierden su capacidad de respuesta integradora? Quizá, perdemos en identidad pero al mismo tiempo ganamos en libertad expresiva, como signo del mundo urbano del 2000. Se puede ser bi­sexual, padre y madre a la vez, alumno y profesor al tiempo o tele­vidente y protagonista a la vez (los televidentes intervienen para cambiar libretos de una telenovela). La ficción se toma el mundo.

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