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Ensayo Pharamond Blanchard El Perro en los Toros Plácido González Hermoso Una costumbre ya en desuso, muy común en las corridas de toros hasta el último tercio del siglo XIX, era la utilización de perros de presa para sujetar y rendir los toros que, por su mansedumbre, no tomaban, al menos, tres varas de castigo. La fórmula de esta práctica consistía en que: “Solían soltarse de tres en tres, renovándose los inutilizados, hasta que conseguían sujetar la res, haciendo presa en las orejas y entonces el puntillero, con un estoque y colocado detrás del toro, hería a éste traidoramente en las costillas, rematándolo después con la puntilla”, al decir de Sánchez de Neira y tal como lo inmortalizó el pintor francés Blanchard, en la imagen que encabeza este artículo. Con el detalle que pone en todos sus trabajos, Placido González Hermoso estudia de manera pormenorizada los orígenes y la realidad de estas prácticas

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Ensayo

Pharamond Blanchard

El Perro en los Toros Plácido González Hermoso Una costumbre ya en desuso, muy común en las corridas de toros hasta el último tercio del siglo XIX, era la utilización de perros de presa para sujetar y rendir los toros que, por su mansedumbre, no tomaban, al menos, tres varas de castigo. La fórmula de esta práctica consistía en que: “Solían soltarse de tres en tres, renovándose los inutilizados, hasta que conseguían sujetar la res, haciendo presa en las orejas y entonces el puntillero, con un estoque y colocado detrás del toro, hería a éste traidoramente en las costillas, rematándolo después con la puntilla”, al decir de Sánchez de Neira y tal como lo inmortalizó el pintor francés Blanchard, en la imagen que encabeza este artículo. Con el detalle que pone en todos sus trabajos, Placido González Hermoso estudia de manera pormenorizada los orígenes y la realidad de estas prácticas

 

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Una costumbre ya en desuso, muy común en las corridas de toros hasta el último tercio del siglo diecinueve, era la utilización de perros de presa para sujetar y rendir los toros que, por su mansedumbre, no tomaban, al menos, tres varas de castigo. La fórmula de esta práctica consistía en que: “Solían soltarse de tres en tres, renovándose los inutilizados, hasta que conseguían sujetar la res, haciendo presa en las orejas y entonces el puntillero, con un estoque y colocado detrás del toro, hería a éste traidoramente en las costillas, rematándolo después con la puntilla”, al decir de Sánchez de Neira y tal como lo inmortalizó el pintor francés Blanchard, en la imagen que encabeza este artículo. A pesar de la utilización que se hizo del perro en las corridas de toros, es como decíamos una costumbre y como tal dimanante de unos usos anteriores que, en este caso, es la consecuencia lógica de la ancestral costumbre venatoria o más exactamente, como dice Álvarez de Miranda en “Ritos y juegos del Toro”, era una: “práctica cinegética desde la más remota antigüedad, dada la importancia que los perros desempeñaron. No cabe duda que la utilidad prestada al hombre por el perro en las primitivas expediciones cinegéticas y la eficacia de los mismos, hicieron de este animal, domesticado durante el periodo mesolítico (“edad media de la piedra”), allá por el año 12.000 a.C., no solo un perfecto acompañante y un valioso auxiliar sino “el mejor amigo del hombre”; y Cossío al referirse a un nexo ancestral del origen de las corridas de toros, señala que: “Nada suscita más vivamente la sospecha de un origen venatorio del toreo que el uso, hasta época bien reciente, de alanos o perros de presa para sujetar y rendir a los toros”. No son muy frecuentes las representaciones de cánidos en las pinturas rupestres de animales, debido a que el objeto de las mismas era la realización de rituales de magia ante el animal representado que se pretendía cazar y obviamente el perro no era el sujeto de la caza, sino un instrumento de la misma. Aún así, por poner solo dos ejemplos, en una pintura de la Cueva de la Vieja, de Alpera-Albacete (hacia el 10.000 a.C.), representando una escena

 

Cueva de la Vieja, Alpera  

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de caza comunal, encontramos a este animal representado, encima de la vaca de la izquierda, acompañando a un grupo de cazadores bien pertrechados de arcos y flechas; o la hermosísima representación de la persecución de un antílope acosado por tres perros y el cazador, en una de las pinturas del Tassili N’ajjer sahariano, donde se da la curiosidad de que uno de los perros fue pintado de color blanco, un pigmento escasamente empleado en las representaciones rupestres. Repasando la historia, a grandes rasgos, encontramos al perro acompañando al dios Mitra dando caza al toro, relatado en el libro del Avesta zoroástrico y

datado hacia el comienzo del primer milenio a.C.; o los robustos perros de las cacerías asirias, representados en unos bajorrelieves del palacio del rey Ashurbanipal (668-627 a.C.) en Nínive; sin olvidarnos de los estilizados lebreles de caídas orejas que acompañaban al faraón en sus cacerías, como se muestra en un abanico hallado en la tumba del faraón Tutankhamón. También encontramos representaciones de cacerías de toros, con la ayuda de perros, entre los Celtas, como muestran los grabados del famoso caldero de Gundestrup, a cuya actividad cinegética se refirió Julio César en “La Guerra de las Galias”: “… esos toros gigantes salvajes eran cazados por los guerreros celtas, quienes se adiestraban y entrenaban en la guerra por medio de estas artes”. De época parecida es la magnífica representación de un perro atacando a un toro, en la famosa “Piedra de Clunia” encontrada en la colina de Clunia Sulpicia, de época celta y expuesta en el museo provincial de Burgos y de la que Cossío considera “esta escena como una indudable representación de caza, cuya finalidad era probablemente hacer un sacrificio religioso”; José Luis Morales y Marín se refiere a ella en su libro “Los toros en el arte“, con estas palabras: “…aparece una res vacuna con un perro sobre su lomo, pudiendo representar una escena de caza para un sacrificio religioso, lo que prueba esta práctica de cacería desde épocas remotas“; o por último, la secuencia representativa de una corrida de toros y de escenas de esta práctica cinegética en la famosa “Crátera o Vaso de Liria”, del siglo III a.C. Un animal tan imprescindible para el hombre, no podía pasar desapercibido para el autor griego por excelencia y así Homero, en La Odisea, celebra y resalta la fidelidad del perro de Ulises, el que, a pesar de los años transcurridos en la ausencia prolongada de su amo, es el único que reconoce al héroe cuando éste regresa a su Ítaca patria, disfrazado de vagabundo.

 

Tassili N’ajjer, Sáhara  

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Es curioso, también, leer a Virgilio, en las Geórgicas, las recomendaciones que hace a los criadores de perros: “alimenta con suero de leche a la camada de lebreles de Esparta y al pequeño moloso. Con tales guardianes puedes estar tranquilo de que ningún ladrón nocturno te robará tus rebaños, ni tendrás que temer las incursiones de los lobos…” Ya en fecha muy temprana la Chronica Adefonsi Imperatoris (de mediados del siglo XII en la Alta Edad Media, que relata los hechos del reinado de Alfonso VII de León y Castilla), al describir las bodas de Doña Urraca la asturiana con el rey Don García de Navarra, celebradas en León en el año 1144, nos informa de la utilización de perros en las cacerías de la nobleza: “los nobles entretenían su ocio cazando toros con la ayuda de venablos y alanos”.

Mosaico de La Olmeda, Palencia Refiriéndose a esta “Chronica Adefonsi Imperatoris” José Luis Morales y Marín en su libro “Los toros en el arte“, también aporta datos sobre esas prácticas: “Y otras autoridades, aunque lo más granado de España, unas, obligando con sus espuelas a correr a los caballos según la costumbre patria, tras arrojar sus lanzas las clavaban contra una estructura de tablas construida para mostrar igualmente tanto su propia habilidad como el vigor de sus caballos, otras mataban, lanza en ristre, toros enfurecidos por el ladrido de los perros“. También tenemos noticias que en el siglo XIV, Juan I de Aragón, alias “El Cazador” (1350-1396), el 19 de Abril de 1387, hizo preparar en Fraga (Huesca) unos toros “dels bous més braus que puguin trobar” (los toros más bravos que puedan encontrar), para probar unos alanos que le habían llegado de Castilla. En tres capítulos del “Libro de la Montería” de Alfonso XI de Castilla, El Justiciero (1311-1350), publicado en 1582 por Argote de Molina (1549-1596), se hace referencia a la caza de toros salvajes con perros, durante el siglo XVI, y al describir unas fiestas de toros dice:”…Ultimamente sueltan

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alanos que, haciendo presa en ellos, los sujetan y rinden…” Por algunos viajeros extranjeros del siglo XVIII, siempre dispuestos a sorprenderse de nuestras raras y extrañas costumbres, según ellos, conocemos en detalle cómo se realizaban estas actuaciones con perros y así un viajero francés, Carel de Sainte Gade, en su libro “Mémoïres curiex envoyez de Madrid”, nos detalla la eficacia de unos mastines en la plaza de Madrid, cosa que al galo viajero (tal vez bretón o normando, ya que si

hubiese sido un francés del midí habría visto algún espectáculo con

toros), le pareció “lo mejor de la fiesta”: “Cuando los toros más vigorosos han cansado a todo el mundo, el Rey manda que le lleven seis grandes mastines, que la Ciudad cría y amaestra expresamente para luchar con ellos. En cuanto están sueltos se arrojan contra el toro, se agarran a sus orejas o le cogen por la garganta. Esto es para mi gusto lo mejor de la fiesta, pues como está muy sujeto, hace mil esfuerzos por apartarlos, haciéndoles saltar por el aire de un modo que produce siempre mucho gusto”

La ferocidad de algunos “perros de diente” como se los conocía, con independencia de su tamaño, llegaba a ser tal que podría decirse que competían en bravura bruto y can, tal como relata un testigo presencial en unas fiestas de toros de San Fermín en 1628: “Soltaron otro toro, y echáronle cuatro lebreles tan pequeños, que parecían gozques, embistieron con notable bravura, pero era tanta la del toro, que infinitas veces los volteó a todos, tratándolos tan mal que yo los tenía por muertos; pero fue tanto el

tesón que tuvieron en su porfía, que rindieron al feroz animal; ¡tanto pueden perros si llegan a emperrarse!”.

 

Argote de Molina

Johaness Stradamus  

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Juan Moraleda y Esteban en su libro “Fiestas de toros en Toledo” al relatar unas fiestas en 1662 resalta la bravura o lo bravío de los toros: “El 25 de Septiembre de 1662 corriéronse dos toros por la mañana y seis por la tarde en la plaza Mayor, hoy de las Verduras. Organizó esta corrida la Cofradía del Santísimo Sacramento de la Parroquia Mozárabe de San Lúcas, y hubo en ella “perros alanos”, lanzada de á caballo y de á pie y otras varias suertes, siendo tal la bravura de los toros, que llegaron á acobardar á los toreros traídos al efecto para estas fiestas” También D. Nicolás Fernández de Moratín, en su “Carta Histórica“, al referirse a la Curia Romana, nos descubre que allí se realizaron muchas corridas o cazas de toros, como así se las conocía en Italia: “en donde se corrían también, pero enmaromados y con perros, y aún hoy se observa en Italia …” Cossío transcribe, en “Los Toros”, un artículo de la revista El Enano, del 12 de abril de 1.853, por el que se constata que en dicha fecha aún se usaban los perros en las corridas de toros, cuya actuación la califica de brutal: “Otra que mejor baila. Si brutal es la costumbre de los perros, la de desjarretar los toros con la media luna excede mucho, siendo tan repugnante y bárbara, que nunca habrá seguramente quien la pueda ver con gusto. Si hay un espada tan torpe que no puede matar un toro, no ha de ser el desdichado animal en quien se castigue su torpeza; ábrasele las puertas del corral y allí mátesele como se quiera, pero no se dé al público espectáculo tan horroroso”. Estos acontecimientos fueron recogidos por numerosos literatos que, en sus obras, resaltaron la costumbre de aperrear los toros, entre ellos Cervantes (1547-1616) en “El coloquio de los perros”, nos descubre por boca del perro Berganza, cuando le cuenta a su amigo canino Cipión su

propia vida, uno de los lugares de crianza y adiestramiento de este tipo de perros, como son los mataderos de reses: “Berganza.- «Paréceme que la primera vez que vi el sol fue en Sevilla y en su Matadero, que está fuera de la Puerta de la Carne; por donde imaginara (si no fuera por lo que después te diré) que mis padres debieron de ser alanos de aquellos que crían los ministros (encargado) de aquella confusión, a quien llaman jiferos (matarife). El primero que conocí por amo fue uno llamado Nicolás el Romo, mozo robusto, doblado (recio, fuerte) y  ilustración de Sevilla,

J.Hoefnagel, 1650  

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colérico, como lo son todos aquellos que ejercitan la jifería. Este tal Nicolás me enseñaba a mí y a otros cachorros a que, en compañía de alanos viejos, arremetiésemos a los toros y les hiciésemos presa de las orejas. Con mucha facilidad salí un águila en esto“. Es cierto que la crianza y adiestramiento de estos perros, destinados a luchar con los toros, se realizaba mayormente en los mataderos municipales de la carne. A este respecto Alonso Morgado, en su “Historia de Sevilla” (1587), nos describe el matadero hispalense: “Por aquella misma parte del Mediodía, fuera de la ciudad, a la Puerta de la Carne, está el matadero en forma de gran casería con sus corrales, y naves, y todas dependencias. Y unos miradores que descubren una buena plaza donde se corren y alancean y luchan toros con perros, de verano ordinariamente”. El pintor flamenco Gerge Hoefnagel, coetáneo de Morgado, que viajó por España como tratante de piedras preciosas llegadas de las Indias, cuyo negocio le llevó hasta Sevilla, dejó un grabado titulado “Qui non ha visto Sevilla non ha visto maravilla”, que formaba parte del Civitates Orbis Terrarum, obra de varios volúmenes y diversos autores que pretendía ser un Teatro del Mundo.

En ese grabado se muestra una panorámica extramuros de Sevilla, vista desde el sudeste, destacando en el centro de la imagen el matadero, una nave alargada con arquería. Junto al edificio dibuja Hoefnagel una escena en la que varios hombres, provistos de lanzas y auxiliados de perros, se disponen a cazar unos toros sueltos. Adjunto a la lámina iban unos comentarios del propio autor: “Junto a este edificio, tiene lugar un espectáculo divertidísimo, una cacería de toros, que son robustísimos; se les engorda allí y son notables por la fortaleza de sus cabezas y pechos;

contra ellos se azuzan grandes y valientes perros a lo que, ya de por si feroces y terribles, suelen sacar antes de que los maten, de modo que abalanzándose contra los perros con gran ferocidad, echando fuego por las narices, hiriendo la tierra con las pezuñas y haciendo saltar la arena por los aires, les muestran siempre sus frentes y hieren a los enemigos con sus cuernos y con tanto

ímpetu les atacan que

Antonio Carnicero  

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con sus cuernos hirientes los tiran muy alto al aire y los recogen con las puntas de los cuernos cuando caen”.

El mismo Cervantes (1547-1616), en la obra citada, se refiere a este matadero en boca del perro Berganza, y describe la calaña y enjundia de los rufianes jiferos que trabajaban en aquel matadero: “… todos los que en el trabajan, desde el menor hasta el mayor, es gente ancha de conciencia, desalmada,… los más amancebados; son aves de rapiña carniceras;… y con la misma facilidad matan a un hombre que a una vaca; por quítame allá esa paja, a dos por tres meten un cuchillo de cachas amarillas por la barriga de una persona, como si acocotasen un toro”. También Lope de Vega (1562-1635) en su obra “La Dorotea” hace alusión a estos alanos:

…te figuro como suda un toro en el coso, a quien han echado un alano, que con la parte que le queda libre se va defendiendo, pero echándole otro, se rinde y, con igual fatiga, los lleva a entrambos colgados de las orejas como arrancadas.

De fecha posterior es la referencia que hace don Francisco de Quevedo (1580-1645), a esa costumbre de atrapar toros con perros de presa, en una metáfora satírica: “…Con tres estilos alanos quiero asirte de la oreja, porque te tenga mi queja, ya que no pueden mis manos.”

El notario, escribano y archivero de Teruel, Juan Yagüe de Salas (1561-1621), en su obra “Los Amantes de Teruel”, describe un enfrentamiento entre perros y toros jugando con la equiparación entre galgos y liebres: Además de la incidencia de los perros en el planeta literario, el mundo de la ilustración no podía quedar al margen de recoger este acontecimiento lúdico-

cinegético tan singular, y así entre las ilustraciones del siglo XVIII merecen destacarse unas estampas que nos dejó Antonio Carnicero en su “Colección de las principales suertes de una corrida de toros“, publicada en 1.790, y en donde aparece perfectamente reflejado el momento del combate entre perros y toro. También Goya, en sus inolvidables grabados de La Tauromaquia (grabados y puestos a la venta en 1816), nos dejó excelentes testimonios de este lance taurino en el grabado nº 25 Echan perros al toro, donde el realismo de la pelea alcanza su culmen en el perro de la derecha, con los cuartos

  El Gaymbo, de Goya

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traseros paralizados por la herida recibida; o la litografía nº 36 Perros al toro, de idéntica factura, que había sido grabado antes en una lámina que se estropeó; y de época posterior es el grabado “Toro acosado por perros” (1819-1822), o el óleo de 1793 titulado Toro enmaromado, conocido también como El Gayumbo.

Otros pintores como Pérez Villaamil o su contemporáneo Luis Ferrant, recrearon la pelea de alanos o dogos con el toro, siendo curioso el detalle del cuadro titulado Patio de caballos de Manuel Castellano (1850) que en su parte izquierda recrea, junto al matador y parte de la cuadrilla, un robusto y poderoso alano. El periódico La Lidia se ocupó de ese tipo de suerte una

 

  litografías de Goya

 Pérez Villaamil, 1830

 

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de sus coloridas láminas; incluso Picasso en la colección de aguatintas conocidas como Tauromaquia de Pepe Hillo refleja esta antigua tradición, en los años 50 del siglo XX.

No olvidemos que la mayoría de los viajeros escritores o pintores extranjeros que conocieron nuestra fiesta, durante los siglos XVII a XIX,

ilustraron sus obras con escenas con la pelea de perros con el toro, como ocurrió, por citar solo algunos, con los pintores flamencos Frans Snyders (1579-1657), Paul de Vos (1595-1678) o el francés Pharamond Blanchard (1805-1873) que encabeza este artículo.

No quedaría completa esta referencia a las representaciones taurinas de la lucha del perro con el toro, sin referirnos, precisamente, a la extensa iconografía en piedra que adornan infinidad de espacios religiosos desde la Alta Edad Media, como son iglesias o catedrales. Entre los numerosos temas representados en arcadas,

peanas, arquivoltas o capiteles que componen ese abigarrado evangelio en piedra, además de un muestrario de las costumbres o vicios mundanos, que también tuvieron cabida en esos lugares sacros, y que era una forma de enseñar y difundir la religión iconográficamente a la ignorante sociedad del Medievo, encontramos diversas representaciones de escenas de la pelea del perro con el toro, cuya riqueza expresiva son dignas de toda mención y admiración.

Uno de esos ejemplos lo encontramos en la catedral de Burgos, del siglo XIII, concretamente junto a una portada policromada que da acceso al claustro alto, datada hacia 1260, que está flanqueada por cuatro estatuas y en tres de las peanas que las sostienen aparece, en dos de ellas, un robusto alano y en la otra un perro enfrentado al toro, mientras que en la tercera se representa el momento en que dos perros están haciendo presa en las orejas del toro.

El segundo ejemplo lo encontramos en la Iglesia de Santa María del Campo,

pueblo de la provincia de Burgos, donde hallamos representado, en uno de los capiteles de la parte más antigua conservada del templo, de comienzos del siglo XIII, un perro sujetando a un toro por la oreja.

Catedral  de  Burgos  

 

iglesia de Santa María del Campo  

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Igual motivo lo hallamos en el claustro de la Iglesia Catedral del Señor Santiago el Mayor de Bilbao, concretamente en una peana donde aparece, primorosamente labrado el agarre de dos grandes perros, de poderosa dentadura, a un toro por las orejas. Otro tanto encontramos en el pueblo ballenero y cabeza de Vizcaya, como viene a significar su escudo heráldico, en el claustro del convento de San Francisco de Bermeo, del siglo XIV, podemos ver otras dos ménsula, en una el agarre de dos perros de las orejas del toro y, en la segunda, a un perro haciendo presa en el cuello del

cornúpeta, ambas piezas de idéntica traza y casi con seguridad salidas del mismo cincel.

En la iglesia Catedral-fortaleza de Santa María de Tui (Pontevedra), comenzada en estilo románico de finales del siglo XI y finalizada en gótico, encontramos, entre lo que queda de aquel románico, una serie de capiteles en el interior del crucero, en granito de la zona, y en uno de ellos la presencia de un toro acosado por dos potentes alanos. También, en el claustro de la catedral de Pamplona, del siglo XIV, se halla un capitel que representa la captura de un toro con la ayuda de dos perros que, colgados de las orejas del bóvido, someten y doblegan al poderosos animal. En la crónica de la famosa “Historia compostelana”, escrita hacia mediados del siglo XII (y publicado por el padre E. Flores en la “España Sagrada” en 1764), al narrar el milagro del Obispo San Ataulfo, acusado de sodomía y acaecido hacia la mitad del siglo IX, nos desvela que el juicio sumarísimo al que fue sometido consistía en exponer al obispo ante un toro salvaje recién cazado, con ayuda de unos perros, y dice que el purpurado, tras celebrar misa, “se presentó en el lugar del martirio, revestido de las insignias pontificales. El toro, a pesar de estar muy enfurecido por las trompas de los cazadores y los ladridos de los perros, repentinamente se cambió de bravo en manso, se acercó espontáneamente al santo obispo y depositó sus cuernos en las manos de Ataulfo…”. Precisamente en el refectorio de la catedral de Pamplona se halla una ménsula con la representación alegórica de este milagro.

 

Catederal de Bilbao  

 

Catedral de Tuy

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También encontramos en la Iglesia gótica del convento de Santo Domingo de Ribadavia, Orense, del siglo XIV, vemos a un perro haciendo presa sobre las orejas de un toro, en un capitel de una de las columnas de la nave central.

Otro tanto se registra en la iglesia de Santa María de Franqueira, en A Cañiza, Pontevedra, donde podemos observar, en el capitel de la segunda columna de la parte izquierda de la portada occidental, a un perro sujetando por la oreja a un toro; portada que conserva un tímpano, algo deteriorado, representando la Adoración de los Reyes Magos, con la Virgen sentada bajo un dosel almenado, con el Niño sobre sus rodillas.

Otra de las fuentes de información, en cuanto a la iconografía en centros religiosos, son las figuras profanas, esculpidas por la gubia de expertos tallistas, en las llamadas misericordias o en los respaldos de los asientos de las sillerías de coro de algunas catedrales. Uno de esos ejemplos es la talla de una misericordia, en la sillería del coro de la catedral de Ciudad Rodrigo, Salamanca, esculpida a finales del siglo XV por Rodrigo Alemán, de estilo plateresco, donde se representa magníficamente la acción dramática del agarre de un

perro en la oreja de un toro.

Con menor dramatismo, pero de semejante simbología, es la escena que encontramos en la sillería de coro del monasterio de Yuste, tallada al parecer por un oficial de Rodrigo Alemán de principios del s.XVI, donde un toro está enmarcado por dos perros en actitudes acosadoras, como se aprecia por la vigilante mirada del toro. Merece la pena resaltar la preciosísima talla de un perrero que es arrastrado por su fornido perro de poderosa boca, esculpida en una misericordia de la sillería del coro de la catedral de Plasencia, Cáceres, también del siglo XVI, cuya autoría se atribuye a la fina gubia del mentado maestro Rodrigo Alemán, quien al parecer simultaneó la fabricación de esta sillería con la de la catedral de Ciudad Rodrigo.

 

Catedral, Ciudad Rodrigo  

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Y por último, aunque no guarda semejanza directa con el tema que nos ocupa, merece traerse aquí una hermosísima talla, esculpida en la barandilla de la escalera que da acceso a la sillería alta del coro de la catedral de Zamora, representando a un campesino que regresa de su trabajo a lomos de un buey y se encuentra con un perro dispuesto a atacarles y les hace frente. La talla es de principios del siglo XVI y su autor fue un tal Juan de Bruxelas, vecino de León.

Volviendo al tema lúdico-mundano de la utilización del perro en las

corridas de toros, no debemos dejar de interesarnos en el aspecto económico que causaba su uso, y así los costos que ocasionaban las diferentes jaurías de perros no era una cuestión menor, y para darnos una idea veamos algunos datos: Luis del Campo, en “Pamplona y Toros siglo XVIII”, nos informa que en Madrid se pagaron: “El servicio de perros para las dieciséis fiestas de toros celebradas en Madrid, en 1784, importó 669,12 reales de vellón y en igual número de corridas del año siguiente subió a 900,32 reales de vellón”, es decir unos 42 y 56 reales respetivamente por festejo. Una última aportación de los emolumentos por la utilización de perros, la hace este mismo autor, referente al año 1845 en Pamplona: “Siendo empresario de las corridas de San Fermín el famoso banquero Nazario Carriquiri, se consigna en una partida de cuentas el coste de los canes, 1.200 reales”.

El Marqués de Tablantes, en su libro “Anales de la Real Plaza de Toros de Sevilla” 1730-1835, señala que en 1795 figura en las cuentas de la Plaza una partida de perros: “A Juan Rues, por echar un perro que salió herido, 30 reales. A José Vallejo y Manuel Paredes por haber echado sus perros á los toros en distintas ocasiones 200 reales”. Luego transcribe unos versos de la Tauromaquia Hispana sobre los perros: • “Luego un toro marrajo se presenta • Que á picador ni chulo embestir quiere • Y es de la Plaza vergonzosa afrenta • Donde no luce arte aunque se esmere. • Perros le arrojan y en la lid sangrienta • A uno pisa, á otro eleva, al otro hiere • Y uno que algún paisano saca atado • Se esfuerza por tirarse al toro airado.”

Catedral de Zamora    

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De la venatoria al coso, del deporte montero a la fiesta de los toros, en el siglo XVIII ya es frecuente el uso de “perros de diente” en las corridas y Cossío recoge varios testimonios, como el de un tal Isidro Burgos, natural de Madrid, que contraía con el ayuntamiento la deuda de proporcionar perros para sujetar toros durante las fiestas del Patrono a cambio de 300 reales de vellón por cada toro. En el cartel anunciador de la corrida del 7 de noviembre de 1814 se lee: “Con el objeto de hacer más lúcida esta función, por ser la última, y que el público logre la afición que se le apetece, se ha dispuesto que al toro que le parezca al

magistrado se echen dos valientes perros de presa, que una persona bienhechora de los hospitales franquea a dicho fin; en inteligencia de que además estará de reserva una perra, también de presa, por si se desgraciare alguno de los dos perros, que se soltarán en la forma

acostumbrada”.

Esa costumbre se fue extendiendo bastante durante todo el siglo XIX, aunque siguen considerándolo un espectáculo exótico, como el celebrado el 7 de Febrero de 1802, como se refleja en el cartel que nos proporciona José Luis Morales y Marín, en su libro “Los toros en el arte“: “Concluido este espectáculo seguirá otro no menos digno de aprecio y competencia del público, tanto por lo raro de su invención como por ser un objeto extraño, y acaso nunca visto en dicha plaza: se reduce, pues, a presentarse en ella a

sujetar el primero de los novillos una arrogante perra de presa conocida vulgarmente por la del Cerrajero, cuya escena no puede menos de hacer más completa la diversión, al ver a la citada perra arrojar de sí varios fuegos artificiales de que irá vestida, sin que sus efectos sean capaces de

 Manuel Castellano, 1850  

Pablo Picaso   Pablo Picaso

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intimidarla, ni retraerla de la idea que se propone en su lid de sujetar al novillo“. Aún así surgieron ciertas controversias sobre si el uso de perros era beneficioso o pernicioso para el lucimiento del espectáculo, incluso hubo algunos sectores que ponían en cuestión el provecho, para la salud pública, de la carne de los toros mordidos por perros. Aunque no se atrevieron a afrontar directamente esa cuestión, la Junta de Hospitales de Madrid elevó una queja, en 1835, mostrando su descontento por los abusos en el empleo de perros: “La Comisión ha meditado y visto con sentimiento que, aplicada esta condescendencia para todas las corridas, no podrá menos que producir la ruina de las funciones, pues vendrán a convertirse en una lucha continua de toros y perros, imposible de sostener por falta de éstos y porque con ella dejarían de existir en muchas partes las suertes de picar, banderillear y matar, cometidos de los lidiadores”. Como respuesta y con el fin de limitar y evitar el abuso de la utilización de perros, el 16 de septiembre de ese año, el Corregidor de Madrid marqués de Pontejos (D. Joaquín Vizcaíno, 1790-1840, el fundador de la primera caja de ahorros de España) dicta una medida según la cual los gastos ocasionados por echar perros a un toro deberá pagarlos el presidente, que es quien decide si actúan o no.

No obstante, el debate estaba presente y en plena efervescencia entre la población, hasta el punto que dio lugar a que, en 1850, se legislara en contra de la venta de las carnes mordidas por perros, como se deduce del dato que nos aporta Koldo Larrea, en su libro “Pamplona y Toros siglo XIX”, al relatar la controversia originada en Pamplona en 1870, cuando se anunció un festejo taurino, para el 17 de abril de dicho año, que incluía la lucha de un toro con perros. Un día antes del festejo, el veterinario inspector de las carnes advirtió al alcalde de la ciudad de la vigencia de una ley del año 1850 en la que se establecía que “el toro mordido por perros obligatoriamente debería ser enterrado, prohibiéndose la venta de su carne”. Advertido el empresario de la plaza de toros, por el regidor pamplonica, sobre la obligación de ser apuntillado y enterrado el toro que luchase con perros, éste hizo caso omiso y mantuvo el toro vivo, sin apuntillarlo, argumentando en su descargo que si “los toros eran mordidos por perros que no padecían de rabia, su carne era sanitariamente apta para consumo público”. Tras varias denuncias y alegaciones, por parte del veterinario y empresario, el asunto llegó a la Junta de Sanidad de Navarra que decretó, basándose en el informe del veterinario y la ley de 1850, la prohibición de expender las carnes de toros que eran mordidos por perros.

La presencia de los perros, en las corridas programadas al efecto, hacían su aparición en la plaza formando parte del paseíllo, como ocurrió en la primera corrida que se celebró en la Plaza de la Puerta de Alcalá de Madrid, el domingo 24 de junio de 1810, una vez restaurada tras el cierre sufrido en 1808. Se lidiaron diez toros que fueron estoqueados por Jerónimo José Cándido, Juan Núñez “Sentimiento” y “Curro Guillén”, tres cada uno y el último por el media espada Lorenzo Badén. Como nota curiosa el paseíllo

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se hizo por este orden, primero los soldados que practicaron el despejo, luego los alguaciles de golilla, los toreros, picadores, dos perreros con sus seis alanos cada uno, el chulo con la “media luna” y otros con las banderillas de fuego. Tras los areneros y las mulillas, salió el “Verdugo de la Villa”, montado en un burro, que era el encargado de leer las advertencias y sanciones para aquellos que “….arrojasen piedras, palos o animales muertos a los lidiadores, provocaran reyertas, etc…”. Enrique Asín Cormán, “Los toros josefinos”

No obstante, según cita Ruiz Morales en “La Gacetilla de Unión de Bibliófilos taurinos”, nº 12 pag 5, sitúa en otro orden del paseíllo a los perreros, pues los encuadra detrás de los que portaban las banderillas de fuego: “Detrás

de los mozos que dan las banderillas deben salir los perros, cada uno con su freno y collar con su cadena, los que serán conducidos por los mismos que los hayan de echar a la res que el Magistrado tenga por oportuno”.

Un asunto de esta categoría no podía estar al margen de la legislación taurina correspondiente, y así encontramos recogido el uso de perros en las corridas de toros, en los Reglamentos de la Plaza de Toros de Madrid de 1852, donde en el Artículo 1º punto 6º dice que: “Para el caso de que un toro sea tan malo que tome menos de tres varas, habrá una jauría de perros de presa que alternarán con las banderillas de fuego”.

Estos canes de presa eran sometidos a un reconocimiento por parte de los Subdelegados, según establece el artículo 24 del Reglamento de 1880 de dicha plaza, quienes debían contrastar si los mismos tenían “…la fuerza necesaria para la lucha y serán los acostumbrados a entrar en lid por el frente del toro…”. La salida de los perros de presa al ruedo era potestad del Presidente de la corrida, quien

 

  Luis Ferrant, 1835  

Azulejo con la pelea del perro y el toro  

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hacía patente su decisión “flameando un pañuelo verde”, tal como lo recoge el artículo 42 de dicho reglamento y era quien graduaba la duración de la lucha entre el toro y los perros.

Curiosamente y a pesar de dicho reglamente recoge las formas de utilización de perros en los artículos 24, 31, 41-2º, 42 y 96, parece sorprendente que el mismo texto regulador esboce una cierta contradicción al establecer en su artículo 100 que: “Se declarará, para inteligencia del público, que no es obligatorio por ahora la observancia de los artículos 31 y 41-2º y 96, referentes al empleo de la jauría de perros, por la escasez de éstos que ahora se nota…”.

Aunque desconozco si la supresión o prohibición del uso de perros, en las corridas de toros, fuese general en toda España, parece ser que en 1883, el Gobernador de Sevilla dispuso que “fuesen suprimidos los perros de presa y la media luna, que equivalía a los tres avisos actuales”. También ordenó que las empresas dispusieran de una parada de cabestros, para retirar del ruedo los toros devueltos y los que no pudiesen matar los toreros, tras darles los tres avisos reglamentarios. (Manuel Serrano Romá, en Aplausos, 1983)

He aquí una parte de la historia de una de las costumbres variopintas y genuinas que formaron parte de los juegos de toros, durante varias centurias en España. BIBLIOGRAFIA 1. Sánchez de Neira, “Los Toros” 2. Virgilio, Geórgicas, 3. Álvarez de Miranda, “Ritos y Juegos del Toro” 4. José Luis Morales y Marín, “Los toros en el arte“ 5. Luis del Campo, “Pamplona y toros, siglo XVIII”. 6. Eduardo de Benito, www.elcotodecaza.com 7. Juan Moraleda y Esteban “Fiestas de toros en Toledo” 8. Miguel de Cervantes, “El coloquio de los perros” 9. Alonso Morgado, “Historia de Sevilla”

10. Marqués de Tablantes, “Anales de la Real Plaza de Toros de Sevilla” 1730-1835 11. Nicolás Fernández de Moratín, “Carta Histórica“ 12. Koldo Larrea, “Pamplona y Toros siglo XIX” 13. Manuel Serrano Romá, en Aplausos, 1983 14. Enrique Asín Cormán, “Los toros josefinos” 15. Ruiz Morales, “La Gacetilla de Unión de Bibliófilos taurinos”

© Plácido González Hermoso n La versión original de losla estudios y artículo de Plácido Gonzalez Hemoso se publican en : http://www.losmitosdeltoro.com/