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1 EL SEÑOR DE LOS DRAGONES DEL CENTRO Extracto de “Mi encuentro con el Señor de los Dragones” de Eneida. (Libro prohibido, su distribución ha sido vetada y su autora ha fallecido de forma misteriosa. Los ejemplares sobrevivientes permanecen bajo custodia). Página 10, párrafos 3, 4 y 5 “¿Qué por qué a él le tocó ese tipo de vida? Él no lo sabía. Pero tomó las maletas (que no es que tuviera muchas cosas más que sus collares, una capa vieja y un montón de oro), y partió de ahí. Tenía 400 años. Es decir, en términos del ciclo de vida de los Señores de los Dragones, era apenas un muchacho. Iniciaba la adolescencia. Bakugou es su nombre. Un Señor de los Dragones silencioso y distante. Serio, pero extremadamente curioso. Cuando le dijeron que podía partir de viaje, no lo dudó ningún instante. Él jamás se imaginó todas las cosas con las que terminaría encontrándose…”. Viajar. ¡Qué amplio es el mundo! Cuántos amaneceres y anocheceres diferentes vio. Cuántos tipos de montañas. Cuántos ríos y lagunas. Cuántos diferentes tipos de lagartijas se comió. En cuántos lugares distintos preparó sus fogatas. Cuánta gente variada conoció. Viajar, viajar como forma de respirar. Viajar, viajar como forma de ver. Ver, de verdad. Ah, recordaba todos aquellos primeros encuentros. El primer encuentro con el pequeño y ruidoso Hizashi, guardado en su Montaña de la Canción. El primer encuentro con el delgado y serio Tsunagu, joven Señor de la Montaña de la Seda. Cuántas cosas aprendió. Cuántas cosas le enseñaron. Fue Chizome el que le enseñó a pescar con una lanza. Los pies desnudos sumergidos en el agua cristalina. Los peces nadando cerca de la orilla, atraídos por la carnada que flotaba a sus alrededores.

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EL SEÑOR DE LOS DRAGONES DEL CENTRO

Extracto de “Mi encuentro con el Señor de los Dragones” de Eneida.

(Libro prohibido, su distribución ha sido vetada y su autora ha fallecido de forma

misteriosa. Los ejemplares sobrevivientes permanecen bajo custodia).

Página 10, párrafos 3, 4 y 5

“¿Qué por qué a él le tocó ese tipo de vida? Él no lo sabía. Pero tomó las maletas (que no es

que tuviera muchas cosas más que sus collares, una capa vieja y un montón de oro), y

partió de ahí. Tenía 400 años. Es decir, en términos del ciclo de vida de los Señores de los

Dragones, era apenas un muchacho. Iniciaba la adolescencia.

Bakugou es su nombre. Un Señor de los Dragones silencioso y distante. Serio, pero

extremadamente curioso. Cuando le dijeron que podía partir de viaje, no lo dudó ningún

instante.

Él jamás se imaginó todas las cosas con las que terminaría encontrándose…”.

Viajar.

¡Qué amplio es el mundo!

Cuántos amaneceres y anocheceres diferentes vio. Cuántos tipos de montañas. Cuántos

ríos y lagunas. Cuántos diferentes tipos de lagartijas se comió. En cuántos lugares distintos

preparó sus fogatas.

Cuánta gente variada conoció.

Viajar, viajar como forma de respirar. Viajar, viajar como forma de ver.

Ver, de verdad.

Ah, recordaba todos aquellos primeros encuentros.

El primer encuentro con el pequeño y ruidoso Hizashi, guardado en su Montaña de la

Canción.

El primer encuentro con el delgado y serio Tsunagu, joven Señor de la Montaña de la Seda.

Cuántas cosas aprendió.

Cuántas cosas le enseñaron.

Fue Chizome el que le enseñó a pescar con una lanza. Los pies desnudos sumergidos en el

agua cristalina. Los peces nadando cerca de la orilla, atraídos por la carnada que flotaba a

sus alrededores.

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Eneida le enseñó a leer y a escribir, su paciencia era remarcable. Ella, en vez de exigirle que

aprendiera la lengua corriente, como solían hacer los demás, aprendió a hablar como lo

hacía él. Aprendió a traducir su lenguaje para los demás.

Tsunagu le enseñó a coser.

Hizashi le enseñó a contar historias cantando.

Un día, pensaba él, cantaré para mis hijos.

Tenía 400 años cuando le ordenaron marcharse. Él no sabía ni a dónde ir ni por qué. Había

estado siempre en esa montaña, su montaña, con sus dragones, generalmente solo,

hablando el idioma que le enseñara su padre hacía siglos.

Tomó la capa roída de viaje que había heredado de su progenitor, un mapa, el oro que le

proveyeron y su colección de collares.

Los collares estaban hechos con los colmillos que sus dragones bebés fueron tirando

conforme fueron creciendo. Él usaba materiales distintos para pintarlos. Combinaciones de

flores, aceites, minerales y más. Algunos los conseguía dentro de la montaña. Otros se los

traían sus dragones de afuera.

Lo primero que hizo al salir de su montaña fue mirar al mapa y, tras un rato, concluir que,

en realidad, no tenía la menor idea de en dónde se encontraba. Había dos montañas más

cerca de la suya, a un costado se desplegaba un valle cubierto por un bosque salvaje y

dentro de él se levantaba una meseta sobre la cual reposaba un viejo e imponente castillo.

Bakugou decidió que buscaría a alguien que le dijera en dónde se encontraba. Pero no los

Todoroki, porque los Todoroki no le agradaban, así que le dio la espalda al castillo y se fue

en otra dirección.

El primer ser que se encontró, apenas algunos minutos después de haber emprendido su

viaje, fue a una chica que estaba sentada a orillas de un río, el cual crecía en el bosque

aledaño a su montaña. La chica, de piel blanca iluminada por el sol, tenía las piernas

remojadas en el agua y estaba completamente desnuda. Tenía el cabello largo, lacio y

negro, los ojos grandes y seis extrañas marcas a ambos lados de su cuello. Bakugou había

ladeado la cabeza al verla.

—¿Dónde estamons? —le cuestionó apenas acercarse, ignorante de cómo era que se

iniciaban las conversaciones normales o cómo se trataba a alguien a quien se veía por

primera vez.

Ella parpadeó un par de veces, moviendo los pies en el agua.

—¿Mmm? Estamos en el mejor río de todo Drom. El Río Nastrondu.

—Nastrondu… —repitió él. Y después sacudió la cabeza, como para azuzar a sus recuerdos.

¿En dónde estaba Nastrondu? Sacó su mapa y no tardó en ubicarlo. Después, elevó la

mirada nuevamente y señaló con una mano hacia el frente.

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—¿Quoi fay par là?

La chica ladeó la cabeza, confundida. Se llevó un dedo a los labios.

—¿Cómo dices?

—Par là —insistió él, señalando con un poco más de intención. Ella parpadeó.

—Mmm, ahí, en esa dirección en la que señalas… está el mar. Este río desemboca en el

mar. Y si te vas al norte —ella señaló en dicha dirección—, llegarás a la Montaña de la

Canción. Dicen que ahí vive un Señor Dragón. Si te vas al sur —volvió a señalar en la

dirección indicada—. Entonces estarás en alguna de las villas costeras de la Gente del

Bosque. Tú eres un Caminante de la Tierra, ¿verdad?

Él la observó. Después miró en las tres direcciones que le había indicado. Miró su mapa y

luego le dio la vuelta, con la intención de que quedara en la orientación correcta.

Ahora sabía en dónde estaba y qué era lo que le rodeaba. Asintió.

—Grazie.

Y se fue.

Su siguiente parada fue la Montaña de la Canción, porque la chica desnuda había dicho

que ahí vivía un Señor Dragón, y Bakugou, por lo que sabía, era un Segnor do Dragonei él

mismo. Quizá eran la misma cosa. Quizá el Señor Dragón sabría algo sobre… lo que fuera.

Así que avanzó entre bosques y selvas, entre ríos y lagos, entre villas y pueblos a los cuales

evitó diligentemente, hasta llegar a la Montaña de la Canción.

La Montaña de la Canción no parecía tener nada de especial. Era sólo una montaña como

cualquier otra, alta, oscura, ondulada, con la punta llena de nieve y adornada por nubes

delgadas. Dominaba una selva salvaje y violenta en la que Bakugou se encontró variedades

de lagartijas y otros animales mucho más grandes que los que había visto antes. Entre

aquella selva desordenada tan sólo se encontró un asentamiento de personas que no le

parecían ser iguales a las que había hallado en las pequeñas villas más al sur. Los del sur

eran pequeños, de cabelleras oscuras y olían a hierbas y flores. Estos eran más grandes,

más fuertes, y olían a distintos tipos de animales. En su asentamiento criaban gallinas y

pavorreales, cabras, perros fieros y cerdos grises.

Igual que a todos los anteriores, Bakugou los evitó.

Cuando llegó a las faldas de la Montaña de la Canción, que era un monte monumental y

bastante escarpado, empezó a escalarlo fácilmente y sin dificultad con las manos

desnudas. Se detuvo tan sólo cuando encontró una entrada. Una cueva oscura y con olor a

tierra, igual a las que había en su propia montaña.

Bakugou entró.

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La montaña despedía igualmente un fuerte olor a dragones. Un perfume antiguo y

perezoso, magnánimo y penetrante. Bakugou no avanzó demasiado antes de encontrarse

con una pequeña figura que se le plantó enfrente.

Hizashi. Pelo rubio y corto, igual que el suyo. Ojos rojos, igual que los suyos. Vestía una

especie de bata maltrecha de color negro. Era muy delgado. A Bakugou le daba la

impresión de ser un poco enclenque. Un poco… débil.

—¿Quién sei?

—¡’So devria questionar yo! ¿Quién sei te? ¡T’assassinaré!

Oh, era muy ruidoso. Bakugou hizo una mueca contrariada, ¿por qué gritaba tanto y por

qué amenazaba con matarle?

—Ah, calmadte. Sólo fe venido à conocerte…

—¡Et merda faz venido a conocermem! ¡T’assassinaré!

Era muy pequeño. Es decir, Bakugou probablemente no era demasiados años mayor que

él, pero el chico simplemente era demasiado pequeño. Bakugou se acercó y le puso la

mano en la cabeza, acariciándole con tranquilidad. Después, pasándole de largo, empezó a

encaminarse hacia el corazón de la montaña.

—¡Eh! ¡¿Facia dónde vai?! ¡¡¡Alejadte de mes Dragonei!!!

A Bakugou le había tomado un día entero calmar a Hizashi. Convencerle de que no había

venido a robarle a sus dragones y de que le dejara quedarse ahí algunos días.

Eventualmente, Hizashi tuvo que acceder, aunque fue más porque se dio cuenta de que

Bakugou era en realidad más fuerte que él que por otra cosa.

No le convenía que sus dragones vieran un enfrentamiento entre ambos, pues entonces

elegirían a Bakugou como su nuevo Señor.

Pero Bakugou se quedó ahí un tiempo largo. La primera vez se quedó tan sólo por un año.

Enseñó a Hizashi a pelear y Hizashi le enseñó a cantar historias.

Cuando Bakugou se fue, Hizashi casi le rogó que no lo hiciera.

—Voi volver, Hizashi —había dicho Bakugou al niño que se colgaba de su cintura—.

Soltadme. Sei molesto.

—¡Me’ porquoi te vai! ¿Fice algo malo? ¡Perdonadme! ¡Resta ici!

—Voi truver más Segnores do Dragonei. Calmadte.

Se fue.

Después de abandonar la Montaña de la Canción, Bakugou se sumergió por primera vez en

uno de los caminos de los pueblos que aparecían en su mapa. Uno que supuestamente

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atravesaba un montón de pueblos y ciudades. Bakugou sabía que, si había de encontrar a

más Señores, necesitaba gente que le dijera en dónde se encontraban.

Bakugou atraía algunas miradas entre los caminos. Se daba cuenta de ello. Andando con su

rota capa negra, el pecho desnudo y sus desgastadas botas de cuero, uno no podía

determinar bien si se trataba de un indigente o qué. A pesar de todo, su presencia

imponía, y quizá era ese contraste lo que hacía que la gente con la que se cruzaba no

pudiera evitar mirarle.

Fue a mitad de ese camino que se encontró por vez primera con el tipo de gente más raro

que había visto hasta entonces. Se trataba de unos niños de cuyas espaldas surgían unas

extrañas colas que eran casi tan largas como ellos mismos. Había cinco de ellos. Tenían el

pelo rubio, cobrizo o castaño claro y estaban metidos todos en una jaula, con las caritas

sucias y tristes. A su alrededor había un campamento instalado, compuesto en su mayoría

por hombres, de esos que olían fuertemente a animales, así como un par de mujeres de

una apariencia que a Bakugou se le antojó bastante… grosera. No sabía cómo más

explicarlo. Sus ropas mal acomodadas mostraban demasiada piel, olían mal y sus caras

estaban pintarrajeadas en colores fuertes. Se colgaban de los hombres, quienes bebían un

líquido de color dorado en mucha abundancia.

Cuando uno de los tipos le vio ahí de pie, observándoles, elevó el tarro de su bebida hacia

él.

—¡Eh, enano! ¿Eres un viajero? ¿O un vago muerto de hambre?

Los otros, al mirarle y escuchar las palabras del primero, soltaron sendas risotadas.

Bakugou ladeó la cabeza, observando con ojos ávidos toda la carne que estaba

cocinándose en su fogata.

—¿Tienes hambre? ¡Ven, ven, hay mucho, hay para todos! ¡Bueno, menos para los

conejitos!

Más risotadas estridentes. Las mujeres sonaban especialmente mal. Bakugou se les acercó.

Terminó siendo convidado a un tarro de aquella sustancia dorada y fresca y una enorme

pieza de carne. Se sentó entre los hombres, escuchándoles bromear y soltar una cantidad

impresionante de palabras que él jamás había escuchado, pero que algo le decía que

también eran palabras groseras.

Los hombres, en general, igual que sus mujeres, su campamento y sus risas, eran todos

groseros.

—Entonces, ¿te llamas Bakugou?

El joven Señor había asentido.

—Y dime, Bakugou, ¿alguna vez has estado con una mujer?

—¿Mujer?

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El hombre había sonreído, dejando ver unos dientes bastante chuecos. Y había señalado a

una de las chicas.

—¿Hembra?

Risas estridentes.

—¡Hembra! ¡El chico no se está con rodeos, las llama hembras!

—Ese si es un hombre de verdad. Deberíamos invitarle una.

Y una de aquellas féminas había extendido entonces una mano para tocar la pierna de

Bakugou, pasándola sobre su muslo hasta llegar casi a su entrepierna. Él había observado

el gesto sin especial interés. Y después, como si aquello no hubiese significado nada, había

dirigido el rostro hacia la jaula que estaba a un par de metros de ellos, y había

cuestionado:

—¿Quoi sont eses?

—Qué raro hablas, chiquillo.

—Creo que quiere saber sobre los conejos —dijo otro hombre. Este era flacucho, tenía una

barba mal rasurada y el rostro asimétrico. Se puso de pie, se dirigió a la jaula y, tomando

una vara que estaba a un lado, hizo pasar ésta sobre los barrotes, asustando a los niños

quienes, de por sí, desde verle acercarse, se habían encogido hacia un lado, abrazándose

unos a otros—. Son conejos, Bakugou. Los estamos entrenando para ser buenos esclavos.

Este es el primer paso, mira —dicho eso, introdujo la mano libre entre los barrotes y tomó

la cola de uno de los niños, jalándola y moviéndola de lado a lado. El niño observó

impotente la acción y lágrimas empezaron a salir de sus ojos.

Bakugou no entendía lo que estaba pasando. Pero había algo que no se sentía bien. La

mano de la mujer seguía acariciándole, acercándose cada vez más a su entrepierna. Los

niños parecían aterrorizados.

—¿Quoi facei?

—¿Ñe?

—Qué haces, yo digo que pregunta que qué haces —explicó otro.

—¡Ah! Pues verás, esta es la forma más fácil de domesticar a estos chicos. Para ellos estas

colas son casi sagradas. En su entorno natural, las cubren siempre y no dejan que

absolutamente nadie las toque. Es más, cuando son pequeños, ni siquiera sus padres

pueden tocarlas, ¿ves? Entonces, de esta forma les creamos un trauma importante y ellos

aprenden quién manda —se rio, apretando la cola, lo que hizo al niño soltar un quejidito

de dolor, y después la soltó, sacando finalmente la mano de la jaula y poniéndose de pie

para regresar a su lugar previo—. Aquí en el sur podemos venderlos muy caros, Bakugou,

porque son considerados exóticos. Pueden servir para un montón de cosas: Esclavos,

animales de carga, animales de pelea… incluso hay gente extraña que tiene fetiches con

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sus colas, ¿sabes? No sé por qué, a mí me parecen asquerosas, pero bueno, mientras

paguen por ellos no me importa lo que les guste —otra risa.

Bakugou miró al hombre. Luego a los niños. El niño atacado seguía llorando. Los demás le

abrazaban e intentaban consolarlo. Sus pequeñas colas, Bakugou recién notaba, tenían

varias heridas aquí y allá. Moretones y raspones, cortadas e hinchazones.

Tras un momento, cuando la mano de la mujer finalmente se atrevía a tocarle allá,

Bakugou gruñó y se la retiró de un manotazo.

—Nei gusto —dijo. La mujer le miró, evidentemente ofendida. Pero Bakugou ni la miraba a

ella, sino que seguía viendo hacia la jaula.

—Creo que todavía no se le para —dijo vulgarmente la mujer y todos se soltaron a reír otra

vez. Bakugou no prestaba atención.

—Sí serás idiota, mujer, a los hombres se nos para desde que nacemos.

—¡Qué mentira!

—¿Quieres probarlo? Te haré un hijo para que lo veas.

Los diálogos seguían deteriorándose y Bakugou no podía dejar de mirar a esos pequeños

que lloraban amargamente.

Se puso de pie.

—Nei gusto.

—¿Ya te vas? —preguntó el flacucho.

Ese fue el primero al que Bakugou hizo estallar en pedazos.

Cinco minutos más tarde, Bakugou había roto la puerta de la jaula y la había abierto.

—Liberados —había indicado. Pero los niños seguían apretujados todos contra la jaula,

viéndole con miedo. Bakugou, cubierto de sangre que goteaba y apestaba, se había

agachado frente a ellos—. Liberados, bebei.

Con cierta timidez, uno de ellos había empezado a acercarse, viéndole con cautela. Salió

silenciosamente de la jaula, sin dejar de mirarle. Se paró a su lado, la colita moviéndose

despacio. Después de que el primero saliera, los otros cuatro se animaron pronto y

salieron también. Tras un momento, los cinco niños estaban de pie alrededor de Bakugou,

mirándolo expectantes.

Bakugou, olvidándose temporalmente de su misión de buscar Señores, cuidó de aquellos

niños por seis meses, hasta que logró entregarlos a un grupo peregrino de su raza, quienes

le aseguraron que los regresarían a su hogar.

No fue sino hasta tres años después que Bakugou finalmente se plantó a los pies de la

Montaña de la Seda. La Montaña de la Seda era enteramente diferente a la Montaña de la

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Canción. No estaba emplazada a mitad de una selva cuasi inhóspita ni era lo bastante alta

como para que nevara en su cima. Además, era atravesada por una red de caminos que

eran frecuentados por viajeros y mercaderes.

Y, como su más grande diferencia, estaba el hecho de que la Montaña de la Seda estaba

establecida justo al lado de una pequeña ciudad. O, más bien, la pequeña ciudad se había

instalado tranquilamente a sus pies, creciendo a su alrededor con sus casitas de colores y

su gente que se dedicaba principalmente a la confección de telas finas, las cuales vendían

en masa a los comerciantes que llegaban de todas partes del reino a comprarlas.

Muchas de esas telas llegaban incluso a las tres grandes ciudades de Drom, Farinha,

Marcelle y Maresca, donde eran entonces usadas para confeccionar distintos tipos de

indumentarias que luego eran vendidas por cantidades estúpidamente exorbitantes.

La gente de esa ciudad hablaba de una Divinidad protectora que vivía en aquella montaña.

La montaña estaba llena de cuevas y, según se decía, uno no debía entrar a ellas porque

entonces perturbaría a la Divinidad y eso causaría una mala racha para el comercio de la

ciudad. A los pies de la montaña había templos y altares muy numerosos donde la gente

iba a dejar ofrendas todo el tiempo y a levantar oraciones, las cuales, según su creencia,

eran las que garantizaban que la ciudad siguiera prosperando.

Bakugou no sabía nada de las Divinidades, pero “montaña con cuevas” había sido lo que le

había llamado la atención. Efectivamente, cuando se acercó a la Montaña de la Seda, supo

que no se había equivocado por el aroma distintivo a bestias antiguas que emanaba de los

agujeros fortuitos que se abrían en la piel del gigante de piedra.

Tsunagu era diferente a Hizashi en todos los aspectos posibles. Para empezar, el pequeño

Señor no había ido a enfrentar a Bakugou apenas éste se había introducido a su montaña.

Y, cuando Bakugou le había encontrado sentadito en el medio de una cámara a la que le

entraba un poco de luz natural por medio de un agujero en el techo, con un dragón joven

de color azul observándolo a un lado, el pequeño no había reaccionado con violencia ni

había empezado a soltar amenazas rimbombantes.

Se había limitado a mirarlo y saludar.

—Saludos, Segnor do Dragonei —había dicho—. Bienvenuto.

Y había proseguido con su tarea, la cual consistía en introducir y sacar una pequeña pieza

de metal a un trozo de tela. Bakugou se había agachado frente a él, estudiando su labor. La

ropa del pequeño niño era bastante extraña. Lucía como si se hubiese vestido con retazos

de telas que se había encontrado por casualidad. Uno de sus brazos estaba forrado en

listones de distintos grosores y colores que se entrecruzaban unos con otros. El otro brazo

era tapizado por piezas de tela de diferentes texturas. Su torso era tapado por una tela

blanca holgada que pasaba de uno de sus hombros a uno de sus costados, y en la que

había más de esas pequeñas piezas de metal metidas entre los pliegues. A sus caderas las

rodeaba otra tela grande, que en un costado tenía también algunos listones adheridos, en

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los cuales figuraban pequeñas piezas redondas y cuadradas de metal de distintas

tonalidades y diseños.

Qué Segnor do Dragonei tan curioso. Viendo lo que el pequeño hacía con la tela, Bakugou

había hecho una petición.

—Ensenadme a facer esso.

Tsunagu le había mirado.

Y, después, Bakugou se había quedado por cuatro años. En ese tiempo había aprendido a

tejer y, usando una piel de lobo blanco y una tela larga de seda roja adquiridas en Silky, la

ciudad de Tsunagu, se había fabricado una nueva capa para sí mismo.

Silky, Bakugou la llamaba la ciudad de Tsunagu porque Tsunagu mismo había declarado

que la ciudad le pertenecía.

Resultaba que Tsunagu, a diferencia de Hizashi que jamás abandonaba su montaña –los

Todoroki se lo habían prohibido, le había contado–, bajaba de manera frecuente a la

ciudad de Silky.

Tsunagu incluso afirmaba que era su padre quien había fundado y bautizado esa ciudad.

El joven Señor, que convivía de forma cotidiana con la gente de Silky, hablaba por tanto la

Lengua Común, la cual también intentó enseñarle a Bakugou. Pero éste se resistió,

alegando que su idioma sonaba mejor.

—Ce la lingua de me Patre —le explicaba Bakugou.

—¿Et quoi lingua ensennarás a tes filei? —preguntaba Tsunagu, que, si bien prefería la

Lengua Común, era lo suficientemente respetuoso como para hablar con Bakugou en el

idioma que él prefería.

Bakugou le confirmó que tenía toda intención de enseñar a sus crías su propio idioma y

Tsunagu le respondió que aquello era lamentable.

—Tes filei ne se podrán comuniquer con les otrei.

Bakugou se había encogido de hombros, ignorando la cuestión.

Bakugou acompañó a Tsunagu en varios de sus viajes a la ciudad de Silky. Tsunagu siempre

visitaba todos los talleres, enseñándoles a sus dueños las nuevas formas de tejer que había

aprendido, nuevas técnicas para teñir las telas y formas de crear fibras nuevas.

La gente de la ciudad, al parecer, consideraba a Tsunagu un pequeño viajero que recorría

todo el mundo y venía después a enseñarles lo que había aprendido en él. Jamás lo

relacionaron con la montaña ni con la Divinidad que se suponía que habitaba ahí. Cuando

lo veían en las proximidades de ésta, simplemente asumían que había ido a orar o que

partía en alguno de sus numerosos viajes.

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Tampoco se le hizo a alguien muy rara la repentina aparición de Bakugou. Pensaron que el

pequeño Tsunagu lo habría conocido en algún viaje. Que era un niño súper dotado igual

que él. Que debía venir de muy lejos, por el idioma raro que hablaba.

Nadie sospechaba nada extraño.

—Yo no puedo abandonar Silky ni la Montaña de la Seda —le había dicho Tsunagu un día

mientras regresaban a la montaña, usando inadvertidamente la Lengua Común. Cosa que,

a decir verdad, no molestaba demasiado al otro—. De hecho, me sorprendió mucho

descubrir que tú podías hacerlo y que viajas por el mundo. Creo que los Todoroki tienen

misiones diferentes reservadas para cada uno de nosotros. Tú viajas, ese Hizashi de quien

me hablaste se queda en su montaña y yo cuido de mi ciudad.

Bakugou había asentido, sin agregar mucho más. Él no entendía mejor las intenciones de

los Todoroki de lo que lo hacía Tsunagu. El pequeño le había mirado.

—¿A dónde irás después?

—Norte.

—Cuando regreses al sur, ¿puedes venir a verme otra vez y contarme lo que has visto?

Bakugou había asentido y había partido de Silky y de la Montaña de la Seda no mucho

después de eso.

Su viaje, así, le había llevado por múltiples lugares. Visitó Manannan, una de las villas de la

Gente del Bosque del norte, donde repentinamente cinco adolescentes se habían lanzado

desde los árboles y habían aterrizado a su alrededor de una forma amenazante… pero

procediendo después a llamarlo “Bakunna” y abrazarlo alegremente. Los cinco tenían las

colas cubiertas con vendas negras y le invitaron a comer a sus casas entre las ramas.

Ahí Bakugou vio los amaneceres más bonitos. Le regalaron un collar hecho de plumas.

Durmió en una cama de hojas perfumadas a cincuenta metros sobre el suelo. Se despertó

con el rocío de la mañana.

Bakugou regresó numerosas veces a la Montaña de la Canción y a la Montaña de la Seda.

Siempre traía nuevas historias y relatos para los niños, los cuales Hizashi convertía en

canciones y Tsunagu transformaba en escenas tejidas sobre sus telas.

El Señor de los Dragones del Oeste, Hizashi.

El Señor de los Dragones del Centro, Bakugou.

El Señor de los Dragones del Este, Tsunagu.

Fue no demasiado lejos de Manannan, la cual también visitaba de vez en cuando, que

Bakugou se encontró finalmente con el Señor de los Dragones del Norte.

O al menos uno de ellos. Bakugou había escuchado muchas historias, pero los Señores de

los Dragones del norte parecían ser mucho más escurridizos que los del sur. Eran

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controlados por otra familia, una familia de Sombras de las Montañas que se apellidaba

Chisaki. Pertenecían a la misma orden que los Todoroki y, al parecer, tenían un acuerdo

con ellos. Ellos se encargaban del norte mientras que los Todoroki velaban por el sur.

El Señor de los Dragones del norte que Bakugou encontró era un Señor de mucha mayor

edad que él y que los otros dos. De hecho, incluso se le podría haber considerado un

anciano. Efectivamente, éste estaba cerca de los 3,000 años y, al parecer, había tenido

toda su vida la labor de cuidar de un castillo derruido que se encontraba ahí entre

montañas y bosques llenos de neblina, ecos y silencios. Era él altísimo, imponente a pesar

de su vejez, de palabras sabias y hablaba un idioma incluso más arcaico que el que hablaba

Bakugou.

Era también muy miserable.

Bakugou había logrado empezar a comunicarse con él después de un tiempo, y el hombre

le había dicho que su labor de 3,000 años era proteger secretos. Que quizá cuando él

muriera, su cría, o la cría de ésta, sería traída a cumplir con la misma labor que él.

—Dadme tes secretei —había solicitado Bakugou, a lo que el otro había respondido casi

con una carcajada. Su cabello rubio estaba muy delgado. Portaba una barba larga. Vestía

una amplia túnica gris.

—Nie, nie, nie…

Sin embargo… eventualmente el Señor había accedido a entregarle uno, sólo uno de los

tesoros que protegía.

—Salv’za Lumen —le había dicho y Bakugou no le había entendido. Pero entonces había

tomado el cuaderno que el otro le había entregado.

Un cuaderno de notas de autor desconocido.

Cuando Bakugou llegó a Castero, mirando finalmente hacia el mar, hacia ese gigante

devorador que se suponía que era imposible atravesar –no había nada lo suficientemente

cerca como para llegar antes de que arribara la noche y las olas violentas se dispararan–,

tuvo mil pensamientos en la cabeza.

El viejo Señor de los Dragones del norte le había contado que Drom, el primer rey de aquel

reino, el primer Señor de los Dragones, había llegado del otro lado del mar. Montado en un

dragón y trayendo consigo una pequeña manada. Al parecer, volando era la única forma en

que el mar podía ser atravesado.

Los Señores de los Dragones eran los únicos que podían llegar al otro lado.

Bakugou consideró la posibilidad de irse. ¿Estaría su esposa ahí? De un tiempo para acá, el

pensamiento asfixiante de que necesitaba conseguir una esposa se le había instalado en la

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mente. Sin embargo, cuando un gente del bosque llamado Chizome le encontró y le guio

hacia su hermana… Bakugou tomó su decisión prácticamente al instante.

En 50 años, Bakugou no visitó a Hizashi, ni a Tsunagu, ni a Manannan, ni a aquel viejo

Señor de los Dragones.

Bakugou tenía una esposa y tenía también tres crías de las cuales cuidar.

Eneida le había enseñado a leer y a escribir. Y había sido sólo entonces que Bakugou había

podido leer el cuaderno que el anciano le había dado.

Ahí estaba aquella misma información que el Señor le había revelado.

Pero también había más.

Mucha más.

Demasiada…

Eneida le había dicho que debían hacer algo. Que debían divulgar la verdad al mundo. Que

las cosas no se podían quedar así. Bakugou le había dicho a ella que lo único que él quería

era cuidar de sus tres hijos.

—¿Me’ ne te dai cuenta? —inquirió ella que, con el paso de los años, había aprendido a

hablar el idioma de él a un nivel casi perfecto—. Elios ne te dejarán…

Y fue verdad. Eventualmente, Bakugou tuvo que aceptar que su esposa tenía razón.

Los siguientes años fueron terribles y tormentosos. Tsunagu y Hizashi eran alrededor de

cien años menores que Bakugou. Pero, a diferencia de a él, a ellos no se les había

permitido buscar por sus esposas libremente. Cuando Bakugou se dirigió al este para

encontrarse con el sensible Tsunagu, se horrorizó al descubrir…

Que Silky se había ido.

No quedaba de ella más que un gigantesco y escabroso cadáver carbonizado. Un paisaje

deplorable y terrorífico ahí donde alguna vez estuvo la vibrante y alegre ciudad. A Tsunagu

lo encontró dentro de su montaña, miserable y en sufrimiento. Sosteniendo a un pequeño

bebé y con el olor a muerte impregnado en todo su ser. Cicatrices nuevas que Bakugou no

había visto antes habían aparecido en su cuerpo.

—Tsunagu…

—Vete. Vete, por favor.

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Con Hizashi no había sido mucho mejor. Aún en su etapa de descontrol, el Señor se

acostaba con la mujer que tenía en su montaña todos los días y, cuando Bakugou había

llegado, Hizashi le había lanzado a por lo menos tres dragones encima. En las regiones

circundantes, un montón de pueblos y villas habían sido completamente acabados,

incluyendo a aquel viejo asentamiento en la selva que, para ese entonces, ya había crecido

de forma considerable.

Pero lo peor fue cuando Bakugou regresó a casa después de aquel sombrío viaje.

Sus dos crías mayores habían fallecido. Eneida, resquebrajada por dentro, le contó que una

calentura terrible se había apoderado de los dos pequeños. Que ella, no teniendo lugar

más próximo al cual acudir, había ido al castillo de los Todoroki. Ellos le habían asegurado

que el médico de cabecera de la familia se ocuparía de ellos y sin duda les curaría.

Pero no. Los habían enterrado quien sabe dónde, sin siquiera decirle nada a ella sobre su

fallecimiento.

La ira, la ira y el dolor que se apoderaron de Bakugou fueron tan terribles, tan ahogantes,

tan abrumadores. Tan más grande que cualquier otra cosa que hubiese conocido antes.

Se sintió culpable. Y enojado. Enojado con los Todoroki, consigo mismo, incluso con

Eneida. No podía, no lo soportaba, ¿por qué? ¿Por qué las cosas habían resultado así?

Y él había expulsado a Eneida de su montaña.

—Bakugou, por favor, por favor… t’imploro… ¡t’imploro!

Pero él no había escuchado, no había podido hacerlo, tan grande e iracundo era el dolor en

su alma, su corazón y su mente. Tan venenoso.

Los odiaba a todos. A todos excepto a su pequeño Katsuki.

Cuando Tsunagu y Hizashi llegaron al Monte de los Dragones, una mañana neblinosa y con

el sol sin ganas de iluminar, ya eran dos formidables Señores, distintos a aquellos chiquillos

enclenques que Bakugou se había encontrado alguna vez al este y al oeste.

Bakugou sabía perfectamente bien por qué estaban ahí.

Ese día, Katsuki, su hijo menor, cumplía 101 años.

El Señor mayor salió de su cueva, deteniéndose frente a los otros dos.

Eneida había publicado su libro. Un libro basado en todo lo que había aprendido de él y en

todo lo que habían aprendido del cuaderno. En todo lo que ambos habían experimentado.

Sus ganancias y sus dolorosas pérdidas. La habían asesinado y habían recolectado sus

libros desde todo el reino para destruirlos.

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También aquel Señor que le había dado el cuaderno había fallecido. Bakugou no sabía si de

causas naturales o no.

Y, ahora, aquellos dos estaban ahí.

Bakugou les había enseñado a pelear. Conocía sus habilidades. Sabía lo fuertes que eran. Si

él oponía resistencia, quizá, quizá podría derrotarles. Pero sólo era un quizá. En todo caso,

¿cómo sería capaz él de hacerles daño? Tampoco quería sumar más cicatrices a sus

cuerpos de las que ya tenían.

Ni quería poner a Katsuki en peligro.

—Me filo tene apellido —les había dicho lo primero, caminando después para pasar entre

ellos y empezar a alejarse por el camino que bajaba por la montaña. Los otros dos le

miraron, se miraron, y le siguieron—. Bakugou. Katsuki Bakugou.

—¿Podei facer esso?

—Puedo facer lo que quiero.

Siguieron descendiendo. Se adentraron al bosque de pinos. Entonces, Bakugou se retiró

uno de los collares que portaba: El de las plumas que fue el primero que le regalaron en

Manannan. Desde entonces le dieron muchos más, pero ese era el primero. Se lo extendió

a Tsunagu.

—Sé que te gustas d’este coliar. Conservadlo —le dijo. Tsunagu lo recibió. Sus ojos

empezaban a llenarse de lágrimas. A Hizashi le entregó un pequeño cuaderno. Ahí donde

había escrito todas las canciones que había inventado. Canciones para sus hijos.

Por fin llegaron a un sitio en el que Bakugou se detuvo.

Era uno de sus lugares favoritos de aquel bosque. Desde ahí se veían la Montaña de los

Reyes, el Monte de los Dragones y el Monte de los Caballeros, pero no se veía el castillo de

los Todoroki. Desde ahí él casi podía engañarse a sí mismo pensando que alguna vez había

sido libre de verdad. Frunció el ceño, pensando en todos los errores que había cometido.

Había alejado a Katsuki de su madre. Había abandonado a Eneida y la había dejado morir

sola. Sí, había cometido muchos errores, y también había hecho cosas para enmendarlos,

pero este era el final de todo ello.

Con 603 años, este era el final de su vida.

Miró a los dos Señores más jóvenes. Aunque Hizashi se cubría los ojos con unas gafas

oscuras, Bakugou sabía que también estaba llorando.

—Ne lloren. Facer lo qu’an venido à facer. Ne voi pelear. Me’, prometedme una cosa, una

cosa solo. Prometedme qu’un día, cuidarán de Katsuki come y’e cuidado d’ustedes.

Tsunagu cayó de rodillas, el collar de plumas reposando entre las hojas y su rostro bañado

en llanto. Hizashi tragó saliva, intentando no ceder a sus emociones.

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—Lo prometemons…

Extracto de “Mi encuentro con el Señor de los Dragones” de Eneida.

(Libro prohibido, su distribución ha sido vetada y su autora ha fallecido de forma

misteriosa. Los ejemplares sobrevivientes permanecen bajo custodia).

Página 113, último párrafo

“Si alguna de las personas que han leído este libro se encuentra alguna vez con Bakugou,

por favor díganle que, al final, le he perdonado. Y si se encuentran con Katsuki Bakugou

Akaguro, díganle que su madre le ama, y que estaré esperándole ahí donde las Divinidades

viven, a lado de sus hermanos”.

Notas:

Là - Allá (viene del francés)

Me' - Pero (también viene del francés, que se escribe "mais" pero se pronuncia "me")

Resta - Quédate (del francés "rester = quedarse")

Ici - Aquí (sí... también del francés)

Truver - Encontrar (de nuevo, del francés "trouver")

Filei - Hijos (del francés "fils")

Filo - Hijo

Por otro lado, la terminación 'i' en los sustantivos suele hacer referencia a un plural (como

en Dragonei, bebei o filei), esto es similar al italiano.

Y las letras 'gn' juntas se leen como 'ñ' en algunos idiomas.