El sol rojo del mediodia

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Extracto del cuento contenido en el libro "Las muertes de Marlene y otros relatos".

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El sol rojo del

mediodía

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Volvía a amanecer y a través de las aberturas del alto campanario de piedra se veía el sol rojo. El monje terminó de subir ritualmente los escalones que por dentro del edificio lo llevaban hasta el campanario, miró el valle, el campo, los montes lejanos, el cielo, y luego tomó la gruesa soga. La soga sujetaba el carillón de las dos robustas campanas de bronce con cuyo tañido el monje sentiría que convocaba a sus hermanos al trabajo y la oración, a los aldeanos al recogimiento y a la consideración de valores que trascienden la rutina cotidiana y el mero alimento y, en el fondo de su corazón, el monje creía incluso que esa acción que estaba por realizar tendría resonancias universales, connotaciones cósmicas, por las cuales hasta el más ignoto ciudadano del otro lado del planeta se vería beneficiado con esas notas que agitarían el aire. Sí, quería creerlo.

Pero no lo creía, porque sabía que era el único habitante del mundo. Nadie escucharía, a nadie beneficiaría. Daba igual que las campanas sonaran o no.

Y si ese monje era el único poblador del planeta, el único humano iluminado por ese sol rojizo que ya nunca sería amarillo porque tenía sus años contados, es porque tampoco quedaba nadie que contara lo que ese monje hacía. Nadie que escriba, ni nadie a quien importe, que ese monje subió al campanario.

Sí, quien esto escribe y ese monje somos la misma persona. Antes de tocar las campanas busqué en todo el paisaje algún punto oscuro, por si

acaso. Cuando toqué las campanas inútilmente como cada mañana, fui a cumplir con mis oraciones matutinas, donde ruego que haya un Dios que me oiga, y luego fui al refectorio a beber el desayuno que había preparado la noche anterior. Jalea, pan, leche. Para entonces el sol, siempre rojo sobre un cielo negro, había subido por encima de los huesos de lo que hace muchos años fue un bosque.

Tengo frío. Luego fui a trabajar la huerta, rogando a alguien que de la tierra no dejen de brotar

esas hojas oscuras que los libros antiguos muestran más grandes y verdes. Al mediodía pasé nuevamente por el templo, en cuya puerta señalé el día de hoy, para no perder la cuenta, para saber el nombre del mes del cual un día, algún año, desaparecerá, al menos de esta tierra, el último hombre sin que nadie, ni él, lo sepa.

En el almuerzo comí queso de la leche de una de las pocas vacas que me son fieles, hojas oscuras y algunos hongos. Bebí agua.

Vine a mi dormitorio a dormir la siesta mas, una vez acostado y arropado, me pareció oportuno sentarme a la pequeña mesa que tengo junto a la ventana de mi cuarto y ponerme a escribir. Había empezado a recordar y decidí poner mis recuerdos por escrito.

Recordaba los tiempos pasados en que los hermanos que gastaban el aire de los pasillos del monasterio se contaban por decenas, en la aldea se levantaban a trabajar con el saludo de nuestras campanas y nosotros sabíamos que nuestras plegarias hacían bien a millones de personas. Es curioso: éramos tantos, pero el silencio en los claustros era el mismo, tales nuestro recogimiento y devoción. Aún cuando camino de la biblioteca a mi cuarto, o de mi cuarto al templo, me parece que saldrá a mi encuentro algún hermano, con quien nos saludaremos con un leve movimiento de cabeza. A veces lo hago. A veces, aún hoy, voy por el pasillo y esta sensación es tan fuerte que saludo.

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Tal vez por eso escribo sobre ese monje que sube al campanario y a través de sus numerosas aberturas divisa el sol rojizo que será también rojizo en su cenit. Escribo para creer que soy más de uno.

Ya pasó la hora de la siesta. Iré a decir mis oraciones vespertinas y luego debo limpiar. Hoy le toca al corredor del oeste y a los dormitorios. Hace meses que no cambio las sábanas.

(Más tarde). Concedo a quien quiera cuestionar mi percepción (no seas tonto, querido hermano,

sabes que nunca nadie te cuestionará; lo sé, hermano, ya te lo dije: necesito sentir que no estoy solo) que ya era tarde y que mis gastados sentidos pudieron haberme engañado. Sin embargo, aquella vez, hace mucho tiempo, divisé un pequeñísimo punto negro, lejos, en la llanura seca como es seco casi todo lo que se divisa desde las terrazas de los cuartos (y desde los otros lugares del monasterio también). Todo rojo bajo la roja luz del sol tal cual me ilumina hoy, pero había un punto oscuro en algún lugar lejano donde el día anterior no había habido nada. Pero para hablar de ello debo volver aún al tiempo en que de día no se veían estrellas, el tiempo del sol amarillo, del claro sol que dividía con su distancia nuestro ciclo en cuatro estaciones.

¡Ah, qué primaveras aquellas en el monasterio! Y aquella fue una tarde de primavera, después del almuerzo y durante de la siesta. Una extraña inquietud, como un algo en el estómago, me había hecho levantar a los pocos minutos convencido de que no podría dormir, ni tan sólo descansar, y de que tal vez un paseo por los jardines me sentaría bien. Opté por los jardines del norte ya que sus abetos tupidos y su ligustrina achaparrada me protegerían del viento fresco que se estaba levantando. Tomé el último libro que mi maestro me había aconsejado leer, pero sabía que no podría concentrarme en la lectura. Aunque no era habitual mi estado, sabía que la inclinación a leer no me acompañaría. Mejor sería caminar. Sí, eso es, caminar. Iba con el libro bajo mi brazo y las manos juntas por delante, cuando lo vi. Fue al dar la vuelta en un recodo de ligustrina que no me era familiar. En nuestra hermandad se nos enseñaba la tolerancia y la inclinación al bien para con todos los seres, se nos inculcaba el ir más allá de toda apariencia, pero no pude evitar un gesto de repugnancia. No de aversión, sino de repugnancia, como si el pobre viejo que allí estaba no fuera un hombre sino más bien una deleznable forma de vida. Y tal vez…

Era un viejo decrépito, calvo a excepción de unos pelos pajizos y amarillentos que formaban una desflecada melena detrás de las orejas. Enjuto de carnes hasta hacer doler la vista, vestía una arpillera mugrienta de donde asomaban unas manos cenicientas de uñas largas. Parecía respirar con dificultad. De hecho, en cada inspiración, las que me parecieron sumamente breves, llevaba hacia adentro el labio inferior, como si lo absorbiera, para proyectarlo nuevamente hacia delante al exhalar el aire. El labio superior, retraído, dejaba ver unas encías color púrpura por encima de cuatro o cinco dientes… ¿puntiagudos? Por ser sincero con mi evocación debo decir que sí, aunque no sé si falto a la verdad.

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Lo curioso fue que con todo eso se las ingeniaba para armar una sonrisa extremadamente fea y burlona con la que me miraba entornando unos ojos pequeños pero desafiantes.

- Te esperaba –me dijo, y de qué voz era dueño. Hubiera debido estar en el coro del monasterio. Por toda respuesta solté un “hola” que debe haber sonado temeroso.

- Veo que te asustas, pero no seas tonto, soy inofensivo –y con toda la intención de poner de manifiesto lo que yo quería ocultar, estiró su mano aguardando la mía, que yo oculté dentro de las amplias mangas de mi vestido.

- Vaya, vaya, hermano, ¿qué dirían tus superiores si se enteraran que me desprecias? Tomé su mano fugazmente. - Eso está mejor, mucho mejor. De hecho, eso seguramente te hará sentir mejor a ti

mismo. Caí en la cuenta de que mi molestia en el estómago había desaparecido. “Sugestión”,

pensé. La concentración en algo que llama poderosamente la atención con frecuencia quita síntomas.

- No se trata de sugestión –dijo el anciano para mi sorpresa-, aunque no me ofende que quieras pensar eso si te resulta conveniente.

Era evidente que la superioridad que ponía de manifiesto con su sonrisa estaba justificada. Debí proseguir mi paseo, pero no pude. Tenía la sensación de estar donde debía, y con quien debía.

Echó una mirada en derredor, miró al cielo, respiró hondamente de la manera que yo no lo creí capaz, y suspiró.

- ¡Ah, el monasterio, hermano, el monasterio! ¿Puede haber algo mejor? Traté de ser cordial. - Lo dudo, venerable. No hay otro lugar donde quisiera estar. Me miró abriendo grandes los ojos y con una “o” en la boca que dejó entrever una

lengua oscura. - ¡Oh! Veo… ya veo –dijo pensativo; luego, sacudiendo la cabeza con un gesto de

contrariedad, chasqueó la lengua y agregó, mirando al suelo-. Claro que… bueno, no te traje –y esa frase me hizo enderezar los hombros- para amargarte la vida. No, no, no. Claro que no, sino todo lo contrario. Pero… por eso mismo debo ser franco contigo. Sabes… hay gente a la que no le interesa que sigas en el monasterio.

No sé cómo se las ingenió para que yo depositara en tan corto tiempo tanta autoridad en él, pero sus palabras me hicieron sacudir de angustia, como si en vez de un viejo loco se tratara de alguien que verdaderamente podía con sus palabras sacarme fuera del monasterio.

- Es más –continuó-, darían años, muchos años de sus vidas para quitártelo. Para quitarte para siempre el monasterio. Duele decírtelo, hermano –puso un gesto de seriedad y confidencia como si fuéramos amigos de años, y lo peor era que yo, me avergüenza decirlo, en ese momento yo sentía deseos de ser amigo de ese hombre-, duele decírtelo, pero hay gente mala en el mundo. Así de mala.

Quienquiera fuese el ser que así me hablaba no parecía muy molesto por el estado del mundo, y sólo parecía preocupado por mi bienestar a la manera que una hiedra parásita se preocupa por el bienestar de la planta que parasita. Fuese alguien real o, cosa que

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también me parecía posible, un producto del malestar que me había sacado a pasear en vez de dormir la siesta, era menester tratarlo con la más perfecta indiferencia.

Pero sin embargo… sin embargo, ay, tenía razón. Bien sabía yo de tantos monjes que habían sido compelidos a incumplir su preciado voto de permanencia por obra de hordas salvajes o gobiernos dictatoriales que los expulsaban o mataban, echando luego las piedras del monasterio como pasto de las alimañas, o del desierto. Así, miles de hermanos que pretendían unir a su pobreza y celibato la experiencia de la inamovilidad de una tierra, habíanse visto involuntariamente convertidos en nómades. ¿Podía alcanzarse así la perfección?

- No, no se puede –dijo el anciano. Mis padres habían muerto cuando yo no conocía aún las letras, y me criaron unos

buenos vecinos desde cuyos campos divisaba yo el monasterio. Una tarde me acerqué a hablar con los monjes. No pude, pues no era el día en que les era permitido hablar.

Suspiré de emoción. ¡Qué severidad! ¡Qué perfección en el trabajo, producto de una dedicación totalmente ajena a las emociones temporales! Nunca hubo surcos más simétricos, ni coles más satisfechas, ni gallos más canoros, ni…

- … ni frutales mejor abastecidos, ni habitaciones más ordenadas, ni voces mejor adornadas, ni libros más prolijamente encuadernados…

No, no los había. Los días que pasaron hasta el día en que podían romper su silencio y hablar conmigo ardí de ansiedad. Recuerdo que hice corriendo el camino desde la casa de mis benefactores hasta el recibidor del monasterio. Me atendió un hombre, rapado como todos, quien se identificó como el hermano Marcelo.

- …quien te fascinó en seguida, al punto que te dijiste que nada mejor podía ocurrirte en el mundo que vivir bajo el mismo techo con el hermano Marcelo.

- Sé bienvenido –me dijo el hermano Marcelo. Hablamos de peces, de cosechas, de ciudades que ni él ni yo conocíamos; de aves.

- Ven –me dijo-, quiero mostrarte algo…