El Tablazo - Frank Bedoya - 2015
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El Tablazo
Huyendo de la violencia de los barrios de Medellín llegamos a Itagüí.
Se suponía que El Tablazo era menos violento que Aures, pero no fue así.
En cada calle, en cada esquina, jóvenes con mirada tenebrosa, «todos tirando
vicio»; así decían los mayores.
Nosotros decidimos convertirnos en «metaleros», no «endemoniados» ni nada por
el estilo, simplemente unos adolescentes que escuchaban una agrupación de
moda llamada Metallica. Todos comenzamos a vestirnos de negro. Como yo era el
pintor de la familia, terminé decorando las paredes de la casa con calaveras.
Una estructura familiar fuerte, fundada en el amor de un trabajador que portaba la
nobleza del campo perdido, nos salvó de la perdición. Todos mis hermanos
probaron las drogas, experimentaron pero no se quedaron allí. Yo ni la probé; no
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porque tuviera una especie de virtud especial, sino por cobardía. Aún prefería
mantenerme en casa. Luego llegaría el alcohol, ese sí lo probé y no sólo lo probé.
Cada tanto el barrio era estremecido por una balacera. De repente todos salían
corriendo, los gritos, un muerto, los curiosos salían a ver. Siempre el muerto era
un joven. Recuerdo uno en especial, un muchacho rubio de ojos azules, con una
sonrisa angelical, en una ocasión, después de la balacera, la muerte le tocó a él.
Observamos desde un balcón al asesino, también otro joven del barrio, que ahora
se dedicaba a la «limpieza social».
Durante muchos días estuve enfermo de paranoia. Nadie se dio cuenta pero el
estado de nerviosismo en que me encontraba, era ya un estado patológico. El
miedo que se apoderó de mí era insensato, creía que en cualquier segundo que
pasara por la calle iba a ser víctima de un disparo. No salí. No quería salir. Pasé
varias semanas en esa situación. Mis hermanos hacían su vida normal. La
violencia persistía pero cada semana, cada mes, cada quince días, no cada
segundo como lo temía yo. Al final, no sé cómo me tranquilicé.
Nunca olvidaré el rostro de una profesora de secundaria llorando por
desesperación. Un día la señora no aguantó más, no podía dar clase, lloraba por
ella, quizá lloraba por nosotros. El salón, más que un lugar de estudio, era otro
«parche» de una banda llamada Séptimo C. Los alumnos parecían de grado once,
pero estaban ahí en el segundo año del bachillerato, haciendo nada, haciendo
ruido, jugando bruscamente, amedrentando a los niños como yo, que no
alcanzábamos los once años y no le llegábamos a la cintura a los aspirantes a
mafiosos. El colegio público de Itagüí en el año 1991 era un caos, una anarquía
donde los profesores disimulaban enseñar. Allí no se enseñó nada. Las
instituciones públicas era la prolongación de la mafia de la calle. Nadie hacía
nada. Creo que los adultos tampoco sabían qué hacer.
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«Arréglate vamos a visitar al primo que llegó de los EE.UU», no fui a ninguna
parte, me indignaba el elogio que hacía la familia y los vecinos, de aquel
muchacho flaco, que antes no era nadie, y que después se fue a los EE.UU y que
ahora que había regresado, era millonario. Desfile de autos nuevos y lujosos por la
cuadra, trago y sancocho para todo el barrio, el sujeto, con una gordura
desproporcionada ahora exhibía pesadas y grotescas cadenas de oro. Para todos
había regalo, a mí me tocó un llavero, un artilugio que emitía una luz roja en una
distancia considerable. Qué asco me da aún recordarlo. Embelesados con
tonterías gringas. Dinero por doquier. Hay que trabajar con el primo, ser amigo de
él, de sus amigos, o sea de los mafiosos. El héroe del barrio. El ideal del Tablazo,
irse para Estados Unidos a vender droga y llegar repleto de billetes. Algunos
pocos años. Otra balacera. Mataron al primo. El Pablo Escobar en miniatura que
se reproducía en cada barrio de Medellín. A llorar el muerto, con el «nadie es
eterno en el mundo» del cantante popular.
Algunas casas del Tablazo se transformaron, tres, cuatro pisos, con acabados
lujosos. «Un muerto en la casa pero nos quedaron las casitas, bendito sea dios».
Las demás casas quedaron igual, apeñuscadas, casas feas, para un barrio feo, de
nombre feo. ¿A quién se le ocurriría de nombre para un barrio “El Tablazo”?
Nunca lo pude entender.
Mamá nos contaba que antes todo eran fincas, Calatrava, Ferrara, el Tablazo era
una loma, con una vista sin igual, unas cuantas casas, un paraíso con frutales que
muy pronto se acabó. Después, a mediados de los años cincuenta, empezaron a
llegar gentes de todas partes. Desarraigados a arrinconarse. A propósito, otro
barrio peor: El Rincón. “Si eres del Tablazo no se te ocurra pasar por el Rincón,
porque eres hombre muerto. Si eres del Tablazo no pases por las Acacias -otro
barrio vecino-, porque eres hombre muerto. ¿Entonces por donde llegar? ¡No ve
que el Tablazo queda en medio de los dos!»
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Decidí salir, pararme por algunos días en una esquina, hacer amigos. ¿Qué se
hace en una esquina? Nada, fumar, esperar la balacera. Decidí volver al encierro.
Pasaron los años, era hora de graduarse, no aprendimos nada. O mejor dicho,
sólo aprendimos a beber. Un baile de baladas norteamericanas a oscuras, otra
balacera.
¿Qué futuro teníamos los jóvenes de la década de los noventa en Itagüí, o en
cualquiera de los municipios del Valle del Aburrá? Ninguno. Sólo queríamos
«rumbiar», adormecernos en el alcohol. Los que pasaban el límite se convirtieron
en matones. Los demás en sobrevivientes. Las cosas no han cambiado mucho.
Los alcaldes han pactado con los mafiosos el control del territorio, las balaceras
disminuyeron, pero la estructura de exclusión social del barrio sigue igual.
El Tablazo es un ruido continuo, donde al aparecer nadie quiere el silencio. Nunca
hay silencio en ese lugar del Vallé del Aburrá. El ruido estridente de los equipos de
sonido con melodías folclóricas al máximo volumen nunca puede faltar, ni en ese
lugar, ni en los lugares circundantes.
Hoy se me ocurre que en nuestros barrios no se quiere el silencio, porque el
silencio siempre trae consigo, a los muertos que no se quieren recordar.
Un día a un amigo, quizá el joven más brillante de nuestra generación, fue
impactado por una bala que le atravesó el pecho. «Se salvó de milagro ¿y es que
pasaba por ahí y le tocó una balacera? o ¿andaba con malas compañías?».
Morir o sobrevivir para contarlo. No más.
Frank David Bedoya Muñoz.
Medellín 9 de septiembre de 2015.
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