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MOISÉS AFER

EL TEATRO INÉDITO.

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PRÓLOGO.

Sea tal vez de capital importancia querer creer en el ejercicio de la reflexión como un leve

síntoma de una alienación, al menos, controvertida. Y entonces, éste será, ya sea en cualquiera

de sus formas que digne corporizarse tal gimnasia, un acto mínimo de despliegue y, por qué no

decirlo, de honestidad con uno mismo. Pero, con certeza, el televisor y su espectral ruido, así

como cualquier punto brillante detrás de una pantalla multicolor, es capaz de dar sobrada

cuenta por sí solo de todo lo que necesitamos a día de hoy como seres inteligentes, al menos

esa es la ilusión. Por tanto, arrojados en esta encrucijada donde la existencia no supone una

duda sino una mercancía pesada en horas, en tiempo, la propuesta de las siguientes páginas

no es trazar con rigor académico una investigación estética sobre el teatro y su experiencia,

sino, con la llaneza de quien sale a correr cada mañana, con asiduidad pero con zapatillas de

calle, confeccionar una línea cavilosa sobre el acto del teatro que mañana permita continuar su

senda, reconociendo en este prolegómeno las muchas lecturas y experiencias aún por conocer,

pero con la seguridad de airear en nuestro recorrido la mente techada, es decir, con el sano y

generativo ejercicio craneal al que no le queda otro remedio que reconocer y afrontar su

entorno.

Pero distanciémonos de este infiltrado pesimismo para entrar en materia. ¿Por qué el teatro?

¿Por qué profundizar en sus entrañas, en sus vigas, entre sus butacas? Quizá, porque creemos

en el teatro como el arte de la comunidad, tanto en la orilla de su generación como en la orilla

de su recepción, siendo una y otra, por separado y al mismo tiempo, una reunión para el

intercambio de diferentes sensibilidades que pueden ayudar a mantenernos constituidos como

lo que hubiéramos de ser: personas de inteligencia crítica, valorativa, sensible y activa para dar

cumplida razón de lo peculiar de nuestra especie como conjunto. Expliquémonos, lo peculiar

de las comunidades humanas es que no se trata de pertenecer simplemente a este conjunto,

de aceptarlo y abandonarse tanto a sus comodidades como a sus penurias, sino de proponer y

participar de aquellas dialécticas que sean capaces de fagocitar con razonabilidad las nuevas

concepciones relacionales a las que se enfrenta toda generación por el deterioro y el devenir

de los valores de sus predecesores. Se trata de que el arte sea una cuestión sincrónica,

inmediata, sin que por ello haya de renunciar a su divinidad, a su fuga como ficción, pero sí

que sea entretejida en un complejo de sensibilidades desamarradas, enfrentando dicha

adjetivación al concepto marxista de alienación, poniendo constantemente en tela de juicio

nuestras capacidades para rubricar un entorno proclive al desarrollo de todos los integrantes.

Pero, insistimos ¿es el teatro una plataforma artística especial o necesaria para dicho fin? No,

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ni lo es el teatro ni lo es ninguna otra expresión artística en particular, sin embargo, sí es

imprescindible en toda sociedad el arte de organizarse, de debatir, de soñar, en definitiva, de

permitir seres humanos, y es en este punto donde cada miembro ha de participar proponiendo

nuevas, antiguas o renovadas poéticas con la capacidad de hacerlo sin anacronismos. Nuestra

elección es el teatro, en gran parte motivada por esa necesidad generativa y receptora

comunitaria que funciona como pequeñas sociedades a escala, con sus peculiaridades y

psicología. No obstante, no hemos de ser ingenuos ni pecar de altruismo dicharachero al

conjugar un supuesto fin del arte con una de sus posibles expresiones: el teatro. No se trata de

redefinir nuevas líneas de acción ni de regular su actividad a través de un manifiesto de

principios, sino de estudiarlo, de comprenderlo, de vivirlo para hallar aquello de lo que se

encarga la Estética según Raymond Bayer, una reflexión acerca del arte.

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INTRODUCCIÓN.

Habiendo definido en el prólogo las intenciones de nuestra propuesta, consideramos oportuno

tratar en esta introducción la estructura elegida para el desarrollo de nuestro objeto. Pensar el

teatro, su arte, implica comprometerse con la superación de una semiótica de la

representación clásica que sólo atiende los signos teatrales como mero cuerpo de expresión,

sin intención de ir más allá en sus estudios, describiendo una técnica endogámica sólo de

interés para aquellos familiarizados con el mundo de las artes escénicas. Y esta superación,

siguiendo al ensayista teatral Jorge Dubatti, ha de venir dada por el desarrollo como disciplina

de la Filosofía del Teatro, que «busca desentrañar la relación del teatro con la totalidad del

mundo y los entes: con la realidad y los objetos reales, con la vida en tanto objeto metafísico,

con el lenguaje, con los entes ideales, con los valores, con la naturaleza, con Dios» (Dubatti,

2008. Pág. 13), debiendo ampliar así los horizontes que referencian al acto teatral y contribuir,

con nuestro humilde grano de arena, a una reflexión de mayor calado para el teatro. Para ello

abordaremos los siguientes apartados, insistiendo en la elasticidad del presente estudio, cuyo

fin es plantear de modo más personal que académico, es decir más caótico que organizado,

una reflexión para el arte del teatro:

1.- El teatro diligente y el teatro inédito. p. 5.

2.-El teatro desde sus entrañas. p. 14.

3.- El teatro, vigas y alma. p.20.

La puesta en escena: sus elementos. p.22.

Los elementos materiales. p.24.

Los elementos inmateriales. p.29.

4.- El teatro entre sus butacas. p.38.

5.- La linterna del acomodador. p.42.

6.- Bibliografía. p.47.

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EL TEATRO DILIGENTE Y EL TEATRO INÉDITO.

Es de común aceptación en gran parte de nuestras sociedades occidentales1 el hecho

reduccionista de entender el proceso creativo que sustenta el arte como un proceso

profesionalizado, y en medida de éste, habiendo de ser recompensado económicamente por la

inversión realizada de tiempo, materiales, tecnología y talento. Se sigue de ello, que la única

diferencia a priori entre el arte y el oficio, entendidos ambos como productores, sea la

aportación del talento. No quiere decir esto que de todo oficio social esté excluido el talento,

pues éste ha de contener una amplitud definitoria lejana de la que nosotros podemos analizar

en el presente estudio. Sin embargo, nos referimos a ese talento genuino que agrega el

fantasma del arte para enfrentarse a su mercantilización, pasando a ser una herramienta de

persuasión, de venta, y añadiendo una cualidad específica y única de una mercancía

cualquiera. El ingenio creativo, como si se tratase de una energía de cierto halo ocultista, es

reservado, exclusivo e innato, no obstante, es a la vez aprehensible y por qué no, con el debido

aprendizaje, desarrollado por cualquiera que dedique su tiempo a ello. Es, en nuestros

tiempos, una paradoja, reservado mediáticamente a unos pocos elegidos y despachado

urbanísticamente en todo tipo de talleres, cursos y carreras universitarias. No es ningún tipo

de verdad, pero tampoco es ningún tipo de secreto, no es un avión ni es un burro. Entonces,

¿a qué llamamos talento artístico en nuestra época? Aventurémonos a afirmar que

probablemente sea sólo una herramienta que enaltezca el sentir general de nuestra cultura, el

que venga a cubrir esa necesidad humana de magnificencia, de ausencia de ordinariez, ahora

que Dios tiene más difícil que nunca hacernos un sitio en sus territorios celestiales. Pero no es

esta tendencia del talento individualizado, superior a toda su contemporaneidad, sino el curso

consecuente que habría de tomar nuestras intenciones como sociedad desde que junto a la

revolución heliocéntrica2 propulsada por el humanismo se fuese desbancando los atributos

deíficos para entregarlos de nuevo al hombre (y sólo al hombre). Así, en el Renacimiento

italiano del S.XIV y S.XV se consolidan las primeras nociones de autoría tal y como las

entendemos a día de hoy (originalidad, genialidad y responsabilidad sobre una obra artística) y

que van ligadas a la cualidad “especial” del talento artístico que permite hoy someter al arte y

a sus hacedores como técnica y técnicos cualificados respectivamente y así, sujetos a

1 Nombramos en plural la idiosincrasia occidental por entenderla como un hecho de anexión cultural involuntario, o en caso

reciente, encubierto, y mantenido e impuesto sin interrupción desde el S.XV desde Europa al resto del mundo a través de la colonización, el imperialismo, y a día de hoy, la ideología del bienestar. Por tanto, no podemos hablar de una cultura occidental unitaria sino, fruto de su necesidad expansionista de la que se vale, entendemos la cultura occidental a día de hoy como un proceso plural sujeto a fuertes localismos, cuyas influencias han de ser estudiadas en cada caso. 2 La revolución heliocéntrica permitió ir fraguando un cambio de actitud necesario para comenzar a asentar el nuevo sistema

económico-social que venía imponiéndose en Europa desde la baja edad media con el auge de las ciudades y con ellas de una nueva clase social: la burguesía, quienes empezarían a esbozar y desarrollar desde entonces el sistema capitalista-mercantil que con sus evoluciones mantenemos a día de hoy y que tanta influencia ejerce sobre la acción del arte.

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producción en cadena aunque para ello no sea necesario imponerles un modelo fordista. El

arte vive hoy bajo el orden más estricto y sus frutos vienen llenos de otoño. Pero ¿por qué la

autoría y su talento influyen en tal hecho? Porque el autor no es un ser humano con intención

de expresión y ejemplo, sino un conjunto de cualidades aprehendidas con sacrificio (y en casi

todas las ocasiones, dinero, a excepción de casos puntuales venidos de la nada que sustentan y

renuevan la esperanza y la enajenación del sueño “americano”) en centros de formación que

especializan la expresión posterior en un canal concreto fácilmente regulable, en el que se ha

de hacer carrera exclusiva para ser referencia y poder considerar así como realizadas las

aspiraciones iniciales (la vaga ilusión de la realización personal) pero que cuyo fin último y

fundamental será siempre la segmentación y clasificación de diferentes mercados que

aglutinen productores/consumidores potenciales en los que hacer girar la rueda del dinero.

Jordi Claramonte, al analizar el concepto de ideología en la postmodernidad siguiendo la línea

del capitalismo cultural enunciada por Frederic Jameson, expone en su libro La república de los

fines:

En el capitalismo cultural, lo ideológico se revela sobre todo en la ausencia de

operatividad política de las disidencias transformadas ya en diferentes modos de vida

que se hacen equivaler a opciones de consumo y nichos de mercado perfectamente

identificados y cuantificados. (Arrufat, La república de los fines., 2010, págs. 191,192)

De este modo, hallamos que se da un tipo de autor “genio” promocionado, es decir, otorgado

de difusión y posibilidad de existir para un resto más amplio que su círculo de relaciones

primario, quien está intervenido en toda su dimensión creativa por un modo de vida3

especifico que ha de ser asumido tanto por él como por quienes siguen su actividad, y de los

que ellos mismos funcionan como patrón ejemplo para un resto que cree acertar en tal

dinamismo social la proyección indudable de la libertad personal característica de nuestras

democracias occidentales, sin embargo, este comportamiento ratifica a través de la propia

personalidad en venta del autor dicha proyección de mercado potencial, siendo, si acaso se da,

toda apología intelectual que ofrezca en su expresión artística, sea de la dirección que sea, un

soldado al servicio del status quo imperante. Es esta subrepticia característica la que ha sido

capaz de anular y fagocitar los diferentes movimientos artísticos que han pretendido combatir

el sistema que gobierna la vida social, desde las vanguardias de comienzos de siglo apurando

su acumulación de negatividad frente a la normalidad burguesa hasta la contracultura del arte

conceptual en los años 60 que trataba de escapar de las reglas del mercado productivista4. Y

3 (Arrufat, 2010, pág. 188).

4 Citados únicamente como dos vagos ejemplos que en ningún caso completan la totalidad de referencias posibles para la citada

lucha.

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sería tal vez demasiado desmoralizador creer tan rápido en la imposibilidad de esquivar a tan

terrible monstruo que sabe apropiarse de todo aquello que va en su contra para ponerlo a

soplar en la misma dirección que lo hace él sin que estos labios hayan de sentirse

obligadamente traidores, pero, ciertamente, ésta es la inutilidad política de la que habla Jordi

Claramonte y que podemos constatar de un modo menos abstracto citando a Herbert Marcuse

en Contrarrevolución y revuelta:

Es verdad que hay rebelión en el teatro de guerrilla, en la poesía de la prensa libre, en

la música rock, pero estas manifestaciones siguen siendo artísticas sin tener el poder

de denuncia que tiene el arte: en la medida en que se vuelven parte de la vida real

pierden la transcendencia que opone el arte al orden establecido, permanecen

inmanentes a este orden, unidimensionales y sucumben así ante este orden. (Marcuse,

1972, pág. 114)

Habiendo conducido hasta aquí tratando de reparar en el peso que un autor como miembro

de un conjunto puede y debe tener en correspondencia a cómo es manejado su rol en

nuestras sociedades, y habiendo observado cómo su función queda imbricada tanto en su

cumplir artístico como político, no queriendo entender como político la pantomima actual que

sustenta un poder de fines restrictivamente económicos parapetados tras las cada vez más

acuciantes estructuras estatales, sino como la simple configuración del conjunto, ya sea tal

implicación surgida de un modo voluntario o forzoso, la tosca clasificación en la que nos vamos

a adentrar para definir dos tipos de teatro tendrá mucho que ver con su grado de capacidad

para reconocer este tipo de realidades infiltradas y complejas que escapan a lo cotidiano,

articulando dentro de su contenido poéticas que permitan vislumbrarlas, ponerlas en

cuestionamiento o mejor, tomando la función estética de Jan Mukarowsky, aquellas poéticas

que estimulen «la capacidad de impedir que se pueda manifestar la supremacía unilateral de

una sola función» (Mukarowsky, 1977), es decir, que consigan promover el rechazo de un solo

sentido de la realidad, dotando a su entorno de un sentimiento tolerante no inscrito en la

hipocresía de lucirlo, sino inmerso en la realidad de practicarlo, dinamizando el ideario de la

intelectualidad que ha de estar al cargo de las dialécticas correspondientes a una época y que

ya mencionamos en el prólogo. No es que el arte haya de confeccionar dichas dialécticas o que

haya de comprometerse siempre de un modo político5, sino que ha de contribuir al

entrenamiento de la profundidad que nos permita pasar por esta vida como seres humanos

con capacidad de ejecutar fines propios, y no como instrumentos para realizar fines ajenos que

tan siquiera tenemos la opción de contemplar. El arte ha de levantar la voluntad de vivir, y

5 Siguiendo la definición de la pág.4

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después, ejercitar la sensibilidad que nos permita trasladar ese ánimo del modo más

conveniente al entorno donde nos citó la vida. Para atizar esa tecla de vitalidad dentro de

nosotros la expresión artística puede acudir a tantos recursos como se le ocurra, y es en tal

proceso donde admiramos su belleza, su divinización, su peculiaridad, su imaginación, su

ficción, su autonomía, en conclusión, su magia. Sin embargo, tal despliegue aurático, en el

sentido de singularidad que menciona Walter Benjamin, sin mayor propósito que el

anecdotario y la artificialidad para cubrir con ella la dosis de entretenimiento propia de la

cultura del ocio conducen a una superficialidad que lastra y condena la inteligencia del ser

humano quedando a medio camino de la edificación completa que ha de proponer el arte. Qué

mejor ejemplo que nosotros como sociedad. No hay que pasar toda una vida rastreando las

pistas de los datos que evidencien el hecho de nuestra estupidez y llaneza. Somos un hueco y

el arte propuesto en muchas ocasiones hoy quiere venir a llenarlo no de la forma que habría

de hacerlo, es decir, a través de la complejidad de su doble acción (divinidad y terrenidad)6,

sino infiltrando en nuestras vidas ficciones como anécdotas que nos permiten por un

momento soñar, incitando esa «inactividad que no está en absoluto liberada de la actividad

productiva»7 de las que nos habla Guy Debord, aconteciendo para ello únicamente su acción

divina, ya que de producirse la terrenal (la sensibilización, la motivación de lo craneal) pondría

en cuestionamiento en demasiados estratos sociales el sistema de vida actualmente propuesto

y dejaría de funcionar tal como está en cierto modo previsto. Concluyendo, creemos en el arte

como una actividad de doble objeto, entendiendo su despliegue como razón divina, y

paralelizando su interiorización como razón terrenal, habiéndose de dar como un todo para

escapar a la tecnificación a la que lo somete el capitalismo cultural y que cercena su sentido

terrenal para hacerlo militar constantemente de sus fines unidimensionales donde se aposenta

el narcótico y se forja nuestra inercia, alimento del actual sistema socio-económico.

Llegados a este punto, creemos haber armado un basamento lo suficientemente sólido como

para trazar la disyuntiva clasificación que nos guiará de aquí en adelante. Consideremos el

teatro diligente como aquel que sólo se enraíza en su acción divina8, y aunque en muchas

ocasiones tan siquiera la practique de un modo digno, y aun en muchas más ocasiones tan

siquiera llegue a vislumbrar en la lejanía cómo sería abordar lo divino, cumple con esa función

de entretenimiento a través del despliegue de su recursividad artística, de asombro en el

mejor de los casos, que colman el ocio y proponen emociones con las que identificarse de un

modo bidireccional (a ti te podía pasar lo que le pasa a ese personaje, pero a ese personaje,

6 Véase líneas 16,17 y 18 de la presente página.

7 (Debord, Guy. 1967. Párrafo 27).

8 Concebido, aclaremos una vez más, del modo propuesto en pág. 7.

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que es un actor, también le podía suceder lo que te pasa a ti en tu vida) a la vez que inyectan el

arrebato de lo inmediato y nos hacen desear más, más droga de ésa que ennudece las arterias

mientras las venas crecen, y se instaura en la totalidad de nuestra realidad por mediación de

él9 la dictadura de unos valores que responden exclusivamente a dónde se ha de situar el

carácter humano para la supervivencia del sistema socio-económico actual.

No se puede oponer abstractamente el espectáculo y la actividad social efectiva. Este

desdoblamiento se desdobla a su vez. El espectáculo que invierte lo real se produce

efectivamente. Al mismo tiempo la realidad vivida es materialmente invadida por la

contemplación del espectáculo, y reproduce en sí misma el orden espectacular

concediéndole una adhesión positiva. La realidad objetiva está presente en ambos lados.

Cada noción así fijada no tiene otro fondo que su paso a lo opuesto: la realidad surge en

el espectáculo, y el espectáculo es real. Esta alienación recíproca es la esencia y el sostén

de la sociedad existente. (Debord, 1967. Párrafo 8).

Así, el temperamento del teatro diligente podría ser extrapolado a cualquier otro campo

artístico, ya que la ordenación que estamos describiendo no se basa en la dinámica interna del

proceso teatral, sino en fines que superan toda propia disciplina, y tal vez, este fin que

describe Debord con minuciosidad: el asentamiento y difusión de la unidad de la realidad

precisada por el propio sistema para su mantenimiento, sea la característica más enraizada, y a

su vez encapotada, de todo el panorama artístico actual y que por ende, acatamos y

reproducimos en la esfera de las artes escénicas. Cabe mencionar que cada propuesta artística

y su correspondiente momento, así como el receptor, son variables que provocan un amplio

abanico de grados en la factibilidad del hecho, y que por tanto, no sólo es intención10 del autor

o del medio que éste sea producido. Al teatro diligente, como a cualquier otra expresión

artística considerada como tal, se le puede escapar el propio hecho que lo constituye, pero

esto no es razón suficiente como para no poder rescatar de él en muchas ocasiones atisbos de

brillantez y reflexión que merezcan ser disfrutados. Como conclusión, el teatro diligente es un

amplio espectro que abraza tanto el teatro más innovador como el más recalcitrante, y que

por igual ofrece ocio y reflexión, sin embargo, queda paralizado en ese segundo movimiento

que completa el arte como tal, ese movimiento terrenal que permite al arte escaparse de la

censura invisible que lo subyuga al modo de vida reinante, y puede ser así interiorizado, es

decir, aquello que le permite transcender, pero no en la historia ni en el presente, sino en la

dimensión humana de cada individuo que desea vivir con esa sensibilidad en su propio tiempo.

9 Como por mediación de otras muchas otras disciplinas artísticas como el cine, el happening, la performance, la escultura, la

pintura, la literatura, etc. 10

Ya sea voluntaria o desconocida.

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Separémonos de esta inmaterialidad teórica y hablemos de ejemplos concretos: Hay un teatro,

un arte, para el despiste y entre éste hay lo que consideramos grandes obras de arte con una

formalidad embaucadora, pero que sin embargo, no son capaces de adherirse a nuestro plano

vital, habiendo únicamente que contemplarlas y compartir su anhelo para obtener el gozo. Son

imposibles de vincular a nuestra vida terrenal de trabajo diario, sol de día y luna de noche. Son,

por tanto, obras fragmentarias, retazos que no pueden dar cuenta total de la complejidad que

hemos de imputarnos si nos consideramos seres humanos de inteligencia activa. Por ejemplo,

nadie le pide actualmente a un musical reproducido de la misma manera en la cartelera de

cada gran ciudad más allá que el desenfoque temporal de su realidad instantánea, que le

transporte al menos un correspondido tiempo fuera de ella, y aunque en este transcurso se

susciten dudas o cuestionamientos a nuestro presente modo de vida, la obra diligente nunca

vendrá a apuntalar la fuerza necesaria para el ejercicio de la subversión (las dialécticas

prometidas en el prólogo), pues esto además de la invitación puntual a la reflexión necesita de

una continuidad que permita señalar con criterio cirujano qué puntos son los que han de ser

debatidos, siendo consecuentemente un hecho no efímero. Aunque el teatro como acto,

como rito, podría parecer momentáneo, si desea pasar a ser un teatro inédito ha de ser

construido como una prolongación constante que supere el ejercicio de su forma (instantánea

y efímera) para constituirse en sensibilidad que rige la vida bajo los mismos principios que

promulga su expresión artística.

Es desde aquí desde donde construimos la conceptuosidad del arte inédito (el teatro inédito)

que es aquel que incluye ese segundo movimiento terrenal11, alumbrando la obra de arte no

sólo como ficción sino como posibilidad fehaciente de nuestras realidades plenas, no por ello

excluyendo la imaginación ni incitando un suprarrealismo, sino, sea cuál sea su recursividad,

proponiendo una insistencia y una esperanza, siendo así que el arte inédito es la evolución y la

obra de una vida que se transforma y sufre a la vez que la propia ficción de su arte, tratando de

hallar junto a él aquel ritmo que le permita emparejar la evasión y el acto, que le entregue la

posibilidad de afrontar la vida invitándola a ser como uno desea. Es el compromiso de la

libertad sin trampas ni prestidigitación de por medio. El teatro inédito no está al alcance de

una sola obra, sino al conjunto de ellas, porque el arte inédito no le pertenece a ningún genio,

a ningún autor temporal, el arte inédito le corresponde a quien ha renunciado al plano de la

realidad estricta que ha de asumir como miembro de una comunidad y ha decidido conjugarla

con todas las realidades posibles, la de él y la del otro, la de nosotros y la de los otros, no

sabiendo diferenciar entre lo que propone como arte y el propio suceder de su vida. Son estos

11

Véase pág.7.

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artistas quienes han de estar encargados de proponer las dialécticas que nos permitan

afrontar los grandes retos de nuestra época, pues el arte inédito supera la particularidad y

confronta el ensimismamiento a la práctica, haciéndonos palpable que el ser humano no se

construye únicamente de sueños y liviandades y que ha de hacer un gran esfuerzo por

transformar aquello que el arte divino gusta mencionar como utopías, pero que cuya esencia

devuelta a nuestros tejidos sanguíneos puede y debe ser una articulación válida para cualquier

programa humano. De este modo, comprendemos que al hablar de un teatro inédito

hablamos de un compromiso, de un emparejamiento entre la escena y la vida que anula la

ficción aunque se valga de ella y que propone la diégesis de su obra como un simple

intermediario para potenciar la sensibilidad del acto divino y poder conservarlo en su

interiorización. La diferencia clave entre el teatro diligente y el teatro inédito es que el

recorrido de este segundo va más allá que su propia existencia porque acompaña la vida

posterior de cualquiera que haya deseado recibirlo12 habiéndose materializado como

sensibilidad para gestar en la cotidianeidad lo mágico, lo creativo del ser humano,

extendiéndola a su vivencia diaria, mientras que el recorrido del primero es estático,

contundente y provoca, incluso, lo contrario al teatro inédito, es decir, enquista en su

desbordante fuente de recursos la generatividad necesaria de la función artística13

contribuyendo a engordar ese sentido espectacular de la realidad del que nos habla Debord e

imposibilitándonos superarlo.

Para concluir este apartado, y con la finalidad de ahondar en la brecha entre el teatro diligente

y el teatro inédito, deseamos exponer un ejemplo concreto que nos sirva para comprender

mejor lo perfilado en líneas anteriores. El teatro inédito son vastos repertorios donde

confluyen vidas enteras que han asumido el rigor de su crecimiento humano personal

expuesto, ligado y mostrado al de muchas otras vidas a fin de compartir su existencia entera

(su divinidad, su imaginación, su terrenidad, su actitud). Son creaciones originales no tanto por

lo que puedan aportar en la innovación formal sino por lo que introducen en el plano humano.

Destilan valores y modos de vida (no puntuales, sino extensos en un marco vital) que una gran

mayoría no quiere asumir a favor de mantener un status quo, el cual lejos de convencer sigue

siendo preferible a la molestia de responsabilizarse en afinar nuevos modos de relación. El

teatro diligente afirma este miedo y lo radicaliza. Cuanto más ocio consumamos (programas de

televisión, galerías de pintura, cine, eventos deportivos, o todo arte asumible como diligente)

más alejados (e incapacitados) estaremos para querer participar de aquellas dialécticas que

12

Después veremos como el arte inédito no sólo es cuestión de emisión sino también de recepción, aceptando que ha de haber un público con la intención de recoger más allá de un instante para que lo inédito pueda convertirse en hecho. 13

Véase el capítulo Generatividad: Pareyson y la estética de la formatividad (Arrufat, 2010: 200-205)

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han de conformar obligatoriamente las sociedades venideras. Ahora sí, y creyendo ya haber

perfilado suficientes rasgos para auscultar la tendencia inédita y la diligente (no sin saber que

es a ciencia exacta imposible descifrar una y otra en la inmediatez, sino únicamente

diferenciables, y a modo orientativo, en el largo plazo), nos metemos de lleno en el mundo del

teatro, comenzando con esta larga cita de Alfonso Sastre, quien recordemos comenzó su

andadura teatral en la década de los cuarenta, y tras dejar atrás la censura franquista, sigue

jugando a lo inédito entre el silencio en el que le esquina no se sabe qué tipo de influencias.

Tal vez sean aquellas que temen la pluralidad de realidades.

…Por mi parte he de deciros que sólo me considero ajeno a ese posible trabajo en la

medida en que he sido, a lo largo de ya muchos años, contundentemente enajenado de

esa historia. Mientras tanto he convivido, mejor o peor, con quienes han luchado en una

línea de rotura del teatro burgués, también cuando éste se ha presentado con el ropaje

mentiroso del inconformismo. «Obedecer (al sistema) con las formas de la rebeldía» es

una expresión de Theodor W. Adorno que yo he citado más de una vez. Esta «rebeldía

obediente» ha constituido un fenómeno importante durante los últimos años hasta el

punto de que a mí, en algún momento, llegaron a olvidárseme los pontífices (y sus

acólitos) del conservadurismo declarado en el plano de la cultura, para ocuparse, a veces

con alguna virulencia (como en el libro La revolución y la crítica de la cultura) de desvelar

el carácter esencialmente reaccionario de muchas posiciones y prácticas aparentemente

contestatarias. Con el tiempo, mucho de todo esto ha quedado claro. La incorporación

sin condiciones, o casi, a la democracia burguesa de algunos «radicales» de entonces, un

entonces que apenas es ayer, ha mostrado, creo yo, sin lugar a dudas, la ganga

reaccionaria que encubría algunas posiciones del inconformismo metafísico. Ahí está el

sistema como siempre, vivito y coleando, con algunos de sus despachos ocupados ahora

por menguados rebeldes de ayer mismo. También por otros que jamás fueron rebeldes.

Y también los hay, los haberos, que seguimos como siempre: en ninguna parte. A

vosotros os abrazo una vez más muy de veras en este momento. (Sastre, 1980)

Sírvanos de forma adecuada ese «en ninguna parte» para concluir que lo inédito es aquello

que no se posiciona artísticamente (aunque sí pueda hacerlo en nuestra realidad de carne y

hueso por mediación de un autor que vive en la complejidad e integridad de un arte total

siendo una voz reconocida14 en su medio) porque el arte no es el escenario de la convicción

sino de la multiplicidad que aletea y busca incansablemente las condiciones que fragüen una

felicidad solida que no se evapore al mínimo cambio de temperatura, alegando para ello un

sinfín de ficciones, posibilidades y mundos autónomos para ser materializados. ¿Será su

14

Que no quiere decir obligadamente autorizada.

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Colección Reflexión.

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propósito una quimera? ¿Será el teatro diligente más apropiado para consolidar y maximizar

ese momento de felicidad que en definitiva enloquece al ser humano en su búsqueda eterna?

Quizá, realmente, hayamos perdido la capacidad de dar al mundo artistas de plena madurez,

quienes podrían ser bien emparejados con la confección de ese teatro inédito, de continuidad

y compromiso estético-intelectual y, siguiendo los cuadros morfológicos comparativos de la

historia universal, en las épocas “correspondientes” del arte, de Oswald Spengler, estemos

atravesando ya ese periodo correspondiente a la civilización donde:

La existencia carece de forma interior. El arte de la gran urbe es una costumbre, un lujo,

un deporte, un excelente. Los estilos se ponen de moda y varían rápidamente

(rehabilitaciones, inventos caprichosos, imitaciones); ya no tienen contenido simbólico.

(Spengler, 1923, Tomo I, Pág. 103)

Tal vez esto sea una buena forma de comprender el teatro diligente. Todo fachada.

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EL TEATRO DESDE SUS ENTRAÑAS.

Ahora sí, hemos de comenzar nuestro viaje a la escena y para hacerlo, qué mejor que arrancar

allí donde nace todo teatro, sea diligente o inédito, el hecho teatral. Al respecto, Peter Brook

escribió:

Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre

camina por este espacio mientras otro le observa, y esto es todo lo que se necesita para

realizar un acto teatral. Sin embargo, cuando hablamos de teatro no queremos decir

exactamente eso. (Brook, 1968)

¿Por qué? ¿Qué más precisa entonces alguien para sentirse invadido por la experiencia del

teatro? Hay una serie de cuestiones básicas que nos permiten diferenciar la teatralidad natural

(aquel gesto y actitud usado por todo ser humano a fin de influir y organizar la mirada ajena)

de la teatralidad artificial, ya que ésta queda constituida en escena al ser un acontecimiento de

nuestra vida definido como ajeno y que a partir de ello entendemos como un cronotopo15

indisoluble hasta su final previsto. Es decir, la teatralidad natural queda encajonada en unas

coordenadas precisas de espacio, tiempo y desarrollo para sufrir inevitablemente un tiempo

de duración en un delimitado espacio y junto a un continuo desarrollo convirtiéndose así en

teatralidad artificial. Pero no queramos relacionar de modo simplista dichos elementos con el

escenario, la duración y la trama, porque entonces estaríamos únicamente al comienzo de una

semiótica teatral más y nuestro compromiso es reflexionar el teatro como ente y no como

herramienta. Regresemos entonces a tales elementos que permiten transformar la teatralidad

natural en un lugar de encuentro al que hemos sido invitados y gozamos el teatro como tal.

Para esto nos valdremos de resumir la definición lógico-genética que Jorge Dubatti aplica al

teatro en Filosofía de teatro I. Convivio, experiencia, subjetividad.

De esta manera el teatro se define como un acontecimiento constituido lógico-

genéticamente por tres sub-acontecimientos relacionados: el convivio, la poíesis y la

expectación. (Dubatti, 2008, pág. 15)

Así, Dubatti viene a ampliar la concepción clásica que entiende el hecho teatral como

genuinamente teatro siempre y cuando se dé, primero, el acuerdo tácito entre el actor y el

espectador de que se encuentran en un lugar pactado en el que va a suceder una

representación, segundo, el hecho procesual de estar sometido a un espacio y tiempo

indicados y tercero y último, la teatralidad convertida en representación, figuración de algo

que no es real como tal, sino que juega en un plano fácilmente discernible del que opera en

15

Veáse Bajtín, Mijail. 1937. Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela.

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nuestra carne en ese preciso momento. Como resumen, la Teatrología clásica considera que el

teatro es teatro (abandonando la teatralidad natural que todos sustentamos en acto) cuando

funciona la identificación bidireccional, cuando se da dentro de unos límites estipulados y

cuando se sabe (aunque tal vez, en el mejor de las casos, no se sienta) que lo presenciado es

algo fingido. Como ejemplo:

A diferencia del ritual, el festejo o el espectáculo deportivo, el espectador de teatro

acepta que lo que se representa es una realidad alternativa y ficticia que “fingen” o

“representan” unos individuos designados como actores. El teatro es un producto de

convención. El “marco teatral” es consecuencia de un conjunto de convenciones

transaccionales que gobiernan los aspectos de participación y de compresión de la

realidad implicada en el espectáculo. (Elam, 1980)

De este modo creemos que la definición ontológico-genética ofrecida por Dubatti, a la que

después habremos de sumar una definición pragmática que recogerá la triada de sub-

acontecimientos descritos (convivio, poíesis y expectación) para ubicar con plenitud el

desarrollo teórico en nuestra dimensión palpable, excede lo nombrado por la Teatrología

clásica y nos permite fondear con mayor precisión en el bosquejo interno del hecho teatral

como teatro, cuya estructura ya sabemos diferenciar de la teatralidad natural. Detengámonos

un momento aquí para zanjar con mayor claridad esta disyuntiva referenciando un caso

concreto que nos sirva de imagen practica. Los actores al comienzo de su formación suelen

llevar a cabo ejercicios que les ayuden a violentar su entorno cercano sin que éste sea capaz de

influirlos, para ello, desarrollan fragmentos de ficciones en medio de un vagón de metro o en

cualquier otro espacio público eliminando así esa pseudoseguridad que ofrece la identificación

bidireccional dentro de un espectáculo. El viajero o viandante que en ese momento asista al

desarrollo de tal ejercicio no construirá el cronotopo que le permita interiorizar aquella escena

como teatro en caso de que los actores estén realizando bien su ejercicio. Para él, los actores

que allí se dan son personas desplegando su teatralidad natural (personas normales), y ya

estén representando una escena de ruptura, de abandono, de pelea o cualquier otra clase, el

viajero o viandante que les acompañe no pasará a ser espectador nunca, aunque después

caiga en la cuenta de que aquello no era nada más que el entrenamiento de unos actores. ¿Por

qué? Porque no es únicamente que no existiese ese acuerdo previo que cita la Teatrología

clásica de que el espectador ha de saber que quienes están allí son actores representando, ya

que tal hecho pudiese darse a posteriori teniendo que valer retroactivamente para que cuando

pensásemos en el recuerdo de lo vivido lo hiciésemos interpretándolo como puro teatro,

hecho que le sucede a la mayoría de la gente, pero que sin embargo, no es del todo valido, ya

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que no asistíamos a tal escena en el sentido completo de convivio, sino sólo parcial, es decir,

no esperábamos nada de aquel número suscitado espontáneamente y no éramos capaces de

entrever en él una realidad autónoma producto de ambas direcciones (la de los actores que

interpretan y la del viajero/viandante que lo interpreta, dando por ende consistencia a un

mismo código simbólico). Valga lo dicho para comprender que los sub-acontecimientos que

define Dubatti como inherentes al teatro sustentan las leyes clásicas de la Teatrología, que en

el convivio es donde sucede realmente el acuerdo previo de la representación y que por tanto,

la relación contractual a la que se somete el rango de teatro en toda semiótica teatral está

infravalorada por ser entendida como unidireccional: una propuesta que hace un emisor a un

receptor y que éste último acepta las reglas de un juego para comprender el mensaje. No es

tan sólo eso, el hecho de que entre autor, director, actor y de la otra parte el público pacten

vivir un acontecimiento ficcional y temporal, sino se trata de que ambas orillas se consideren

por igual focos de creatividad citándose en reunión de iguales para el contagio de una

actividad sensorial que pueda servir como entelequia conjunta de la que sentirse participes en

un mismo grado. Tanto satisfecho ha de sentirse el actor como el espectador, pues ambos

recogen la energía del otro para perfeccionar el fin propio de cada uno en el cronotopo

conjunto y a la vez maximizar el sentido de un mensaje que porta la obra propuesta. Éste sea

realmente el sentido verdadero del pacto al que se refiere la Teatrología. Así, en palabras de

Dubatti sobre el convivio: «En el teatro se vive con los otros: se establecen vínculos

compartidos y vínculos vicarios que multiplican la afectación grupal» (Dubatti, 2008, pág. 15).

Habiendo asentado el convivio como germen y situación primigenia del teatro, habremos de

dar cabida en él a los otros dos sub-acontecimientos, la poíesis y la expectación, ya que

«dentro del convivio y a partir de una necesaria división del trabajo…] […un sector de los

asistentes al convivio comienza a producir poíesis con su cuerpo a través de acciones físicas y

físico-verbales, en interacción con luces, sonidos, objetos, etc., y otro sector comienza a

expectar esa producción de poíesis.»16. ¿Qué pretendemos referenciar con la palabra poíesis?

Debemos restringir su significado al extraído de la Poética aristotélica, es decir, a la creación de

objetos específicos en la esfera del arte, que en este caso, por mediación del actor y de su

acción corporal se hacen presentes en el cronotopo innato al teatro e incorpora esa otredad

ontológica que el espectador termina realizando como presente al participar de ella. No vamos

a detenernos en las cualidades que Dubatti otorga a la poíesis ya que no se trata de

profundizar en este hecho tal y como él lo analiza17 sino en recoger exclusivamente para este

16

(Dubatti, 2008, pág. 16) 17

Para ello, véase (Dubatti, 2008, págs. 17-24)

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estudio su sentido bicéfalo que implica a productores y receptores en las funciones de

creación, de poíesis, ya que si ésta ejecuta a través del despliegue de su recursividad técnico-

artística, función creativa propia de los productores, la alteridad que dibuja lo poético, la

autonomía del símbolo, es siempre y cuando tal despliegue funcione en el marco de la

aceptación comunitaria, función creativa propia de los receptores, alejando así la posibilidad

de un genio individualizado que sea fuente única y exclusiva del teatro. Este hecho es

imposible, no sólo por el equipo necesario de técnicos y artistas para subir a escena cualquier

obra, sino dado el carácter convival del teatro, y la actual vanagloria de directores de escena,

actores, o inclusive dramaturgos, recoge la tendencia presente de nuestro sistema socio-

económico y su esfuerzo constante por revalorizar la individualidad que aísle cada vez más al

individuo en un temperamento incapacitado para la praxis comunitaria como tal más lejos de

la pertinente en el trabajo en equipo a realizar dentro de un organigrama corporativo

(constantemente en revisión, controlado y presupuestado para cumplir unos fines

productivos), curiosamente en estos tiempos donde las comunicaciones son instantáneas y las

ciudades reúnen poblaciones desmedidas en relativamente pocos quilómetros cuadrados.18

Pero sin intención de perder el hilo de la exposición, debemos reparar en el sub-

acontecimiento de la expectación que cierra el sentido del convivio teatral y cierra este primer

grado de entrañas del teatro. La expectación está íntimamente relacionada con el hecho

creador del espectador y con el siempre pacto mencionado por la Teatrología clásica, es decir,

la expectación actualiza la autonomía del símbolo poético en el interior de cada uno,

descifrando su código y multiplicando su sentido en una suerte de generatividad que

enriquece la experiencia. Es aquel gesto creador por parte del espectador que hace funcionar

el mundo propuesto por la poesía en escena, es la ruptura con la realidad que rodea nuestra

carne inmediata y que se incorpora a nosotros, invadiéndonos por doquier, en un hecho de

plena conciencia a partir de la distancia ontológica19, por mediación del embaucamiento al que

nos dejamos conducir por la escena propuesta, de lo que allí se representa. Así, sirvámonos

una vez más de Dubatti para zanjar el aspecto definitorio de la expectación como sub-

acontecimiento:

18

« La actual organización social de la vida, secularizada y caótica, hace aparecer como indispensable y necesario para afianzar el desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas y cohesionar la estructura del poder, a un nuevo rol social que se sitúa en la parte superior de la actual pirámide laboral: el rol del Director. La hegemonía del pensamiento capitalista hace que el crédito otorgado a los Directores de la producción -el Directorio- se traslade a las actividades lúdicas desde el fútbol hasta el teatro.» Fragmento recogido del artículo publicado por Bernardo Carey, dramaturgo argentino e integrante de la fundación SOMI, quienes sustentan la dirección artística del Teatro del Pueblo de Buenos Aires, en la revista digital Sobretodo. Critica e investigación teatra l de la propia fundación. 19

Véase (Dubatti, 2008, pág. 26)

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Teatro significa etimológicamente “lugar para ver”, “mirador”, “observatorio”, pero no

solo involucra la mirada o la visión (ya sea en un sentido estrictamente sensorial o

metafórico). Se está en el teatro con todos los sentidos y con cada una de las

capacidades humanas. El teatro es un lugar para vivir -de acuerdo al concepto de

convivio y cultura viviente-, la poíesis no sólo se mira u observa sino que se vive.

Expectación por lo tanto debe ser considerada como sinónimo de vivir-con, percibir y

dejarse afectar en todas las esferas de las capacidades humanas por el ente poético en

convivio con los otros (artistas, técnicos, espectadores). (Dubatti, 2008, pág. 26)

Como conclusión, el convivio acompañado de la poíesis y la expectación, siempre

interrelacionados y sin posibilidad de sustracción, conforman el acto teatral como teatro y

soportan con ancho píe la superficialidad con que se tratan las propiedades que conforman el

teatro como tal en la Teatrología clásica, haciendo de éste una plataforma perfectamente

adecuada para ese sentido estético (mencionado unas líneas arriba en nombre de

Mukarowsky) de captar y procesar diferentes realidades, pues el teatro no es una mera y llana

representación de una cotidianidad cualquiera y contingente, sino una prueba contundente de

que el ser humano utiliza la metáfora como un lenguaje sincero y certero capaz de apuntalar

su conocimiento más exquisito al empujarle a territorios desconocidos sin tan siquiera tener

que moverse físicamente. La poesía explora nuestro universo y lo hace sumergiéndose en una

espacialidad replegada sobre nosotros mismos que tiene muchos más recovecos que cualquier

pliegue guardado en el cosmos. Así, el teatro se relaciona con la duda del ser ofreciéndonos

una alternativa para reflexionarlo y conocerlo, despliega en su técnica una ciencia de la

ontología, una vía de conocimiento que va más allá del simple lenguaje y el diálogo entre

sordos, es un campo de experimentación donde se citan la simpatía comunitaria (no se

entiende un teatro vacío, o al menos su atmósfera será completamente invalida para el

ejercicio teatral) y el acervo estético-moral-valorativo de un conjunto listo a ser puesto en

funcionamiento.

Ahora bien, habiendo definido a lo largo de los párrafos anteriores el convivio, «la reunión, de

cuerpo presente, sin intermediación tecnológica, de artistas, técnicos y espectadores en una

encrucijada territorial cronotópica cotidiana» 20, como la matriz donde radica la posibilidad de

que se dé el teatro, siempre y cuando surjan en él una poíesis (la transformación, la metáfora,

la otredad) y una expectación (la acción que permite que la alteridad se incursione en la

normalidad y sea ésta aceptada y comprendida). ¿Qué es entonces aquello de lo que debemos

ser conscientes a la hora de abordar una reflexión estética sobre el teatro? Que ésta no puede

20

(Dubatti, 2008, pág. 15)

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quedarse únicamente en una de las dos orillas, ya sea del lado productor (donde normalmente

se suele quedar al lado de directores, dramaturgos, actores, etc.) o del lado receptor, pues no

existe el teatro como tal si ambas orillas no intervienen al mismo tiempo en un mismo lugar.

Este cronotopo es el momento cumbre de la teatralidad artificial, aquella de la que se dispone

a placer, domesticada ensayo tras ensayo, y dispuesta a infiltrarse gota a gota en la epidermis

de aquel que la presencie.

Quedaría por último, sabiendo ahora qué podemos considerar teatro, pensar sí existe alguna

diferencia entre el teatro inédito y el teatro diligente que vayamos a reconocer en este nivel

de entrañas en el que nos situamos. Pero esto sería una pérdida de tiempo porque estamos

hablando de las condiciones previas para que se instaure la posibilidad del teatro, y teatro son

ambas formas. Seguramente, podríamos detenernos a encontrar detalles y factores que

siempre saldrán a relucir, pero éstos siempre serán cuestión de superficie, es decir, una vez

sucedido el acto como teatro, porque la diferenciación entre inédito y diligente no es una

singular clasificación que comprenda estilos teatrales divergentes y cuyas esencias se habiliten

con mayor o menor calidad, sino dos modos de vida completamente opuestos que entrecruzan

medios pero no fines. ¿Y por qué? Porque el teatro diligente nunca ha sabido que el teatro es

el arte de la comunidad y que por tanto, viene a equidistar el miedo a la existencia prestando

un cronotopo al que aferrarse como iguales y del que extraer preguntas, aquel miedo que

subyace en toda soledad y que se presta en nuestra contemporaneidad, por mediación de las

artes diligentes y el capitalismo cultural, a turbarse como un reloj analógico, como ése que

siempre está ahí pero que nunca suena, sin poder oír a cada momento como truena impasible

el segundero. Por ello, el teatro diligente es teatro, comparten las mismas entrañas del

convivio, la poíesis y la expectación, sin embargo, (comparten medios pero no fines) su

intención es diametralmente opuesta. El teatro diligente esconde el miedo, lo barre hasta

meterlo debajo del mueble, el teatro inédito trata de reflotarlo y lo comparte a lo largo de

toda una vida. Pero tal vez no sea éste el apartado correspondiente para tratar como merece

el asunto. Por ello qué mejor que seguir avanzando ahora que sabemos cuáles son las entrañas

más hondas del teatro (convivio, creación y expectación) para pasar a dilucidar su estructura

externa, su superficie, sus vigas, donde el medio (forma, contenido y recursividad) comienzan

a relevarse como síntoma de lo inédito o lo diligente.

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EL TEATRO, VIGAS Y ALMA.

El Grotowski que conocemos es alguien en quien el amor se combina con la

inteligencia y en quien la prioridad de sus objetivos es más importante que la teoría.

Para Grotowski el teatro no es un problema del arte, no es un problema de obras,

reproducciones, representaciones. El teatro es algo más. El teatro es un instrumento

antiguo y básico que nos ayuda con un solo drama, el drama de nuestra existencia y

nos ayuda a encontrar tal camino hacia la fuente de lo que somos.21 (Godmilow, 1980)

Suena a inédito22 cuando leemos esta cita sobre lo que afirmaba Jerzy Grotowski, quien ha sido

junto a Stanislavski y Brecht una de las figuras más revolucionarias del teatro contemporáneo,

acerca de su disciplina. «El teatro no es un problema del arte, no es un problema de obras,

reproducciones, representaciones…», y Grotowski está en lo cierto, sin embargo, esto

únicamente lo puede afirmar a posteriori quien ha enfrentado el teatro en toda su magnitud, y

ha aprendido que en su camino ha luchado incontables veces con las artes diligentes para ir

poco a poco consiguiendo obrar un teatro inédito, siendo muchas las situaciones donde éstas

le han arrinconado sin tregua y le han forzado a considerar el teatro no como «un instrumento

antiguo y básico» sino como una maquinaria aparatosa donde confluyen los instintos y los

intereses de un bloque de personas quienes no tienen por qué acompañar sus fines

particulares, convirtiéndose así en un problema irremediablemente del arte, del arte de

organizar toda una exterioridad que desborda lo coadyuvante e implica una confrontación

directa con la sensibilidad ajena, cuyo encuentro nos es siempre irresoluble de modo que no

podemos anticipar una universalidad para que sea comprendido el código de nuestro alma que

tratamos de exteriorizar a través del total de los implicados, abandonando la exclusividad para

entronarse amalgama. Este hecho, en un arte como el teatro, donde la individualidad queda

soterrada ante la necesidad de una solidaridad participativa (que implica a actores,

escenógrafos, técnicos, etc.) que haga posible el proyecto propuesto, entraña una

predisposición al intercambio de ideas entre los diferentes niveles de creación que puede

generar, una vez enrolados en el barco y echados a navegar en plena mar, una sobre

comunicación arruinadora del ente inicial.

A esta exterioridad dispuesta a ser organizada del teatro, que ya va mucho más allá de sus

entrañas y se sitúa en la orilla de la producción, la hemos querido mencionar en nuestro

estudio como las vigas y el alma del teatro, emparejando así esa imagen de materialidad, de

acero, de tornillos, de densidad y volumen en el espacio como la misma a la que se enfrenta un

21

Cita extraída de un fragmento del documental With Jerzy Grotowski: Nienadówka 1980 dirigido por Jill Godmilow. Enlace web: http://www.youtube.com/watch?v=g3Kp0dtzHso 22

En el sentido referenciado a lo largo de este estudio.

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equipo de trabajo para apropiarse de ella y poder transformarla en esa suerte de lenguaje

reservado que vendrá a multiplicarse en la interioridad de un público, habiendo por tanto de

conjugar un estrato abstracto, el alma (el de las ideas, cuyo gen suele ser en origen de un solo

titular) con la corporalidad de un entorno (el de la escenografía, el diseño lumínico, el

vestuario, etc.), pero en vez de acometerlo en plena individualidad, siendo sólo un fin y una

particularidad la que ostente el proceso total23, esto ha de hacerse bajo una adhesión

circunstancial de una serie de participantes llamados a establecerse como partes de una

totalidad y que en tal proceso, siempre, debatirán la idiosincrasia de su voluntad para ejercer

el grado de influencia que estimen o deseen como oportuno en el trabajo final a mostrar. De

este modo se constituye, a la hora de configurar la gramaticalidad de la materia que encarnará

la idea inicial, un micro cuerpo social escindido que habrá de colaborar activamente (y en la

que se dará, sin duda, una lucha de intereses constantes) para llegar al puerto inicialmente

declarado, y cuya organización interna será la clave para obtener un resultado satisfactorio. El

orden dispuesto para ello puede ser de muy distinta índole, como podemos comprobar en la

extrapolación de este hecho a un margen social más amplio (dictaduras, democracias,

socialismos, anarquías, etc.), sin embargo, la materialidad del teatro, es decir, lo que el

espectador percibe con sus ojos y sus sentidos todos cuando acontece en una representación

viene supeditado a cómo haya sido capaz de trabajar esa reunión de personas, trasladando un

flujo de energía único cuando éste, el equipo de trabajo, ha sabido constituirse en órgano

cohesionado y responden todos a un mismo fin. Estamos hablando de cómo se confecciona la

puesta en escena y qué elementos intervienen, cobrando vital relevancia en nuestro estudio el

juego de relaciones humanas que se establecen en dicho ensamble. Vamos para ello a abordar

sistemáticamente la puesta en escena.

23

Como por ejemplo puede ser en los casos de escribir una novela o pintar un cuadro.

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La puesta en escena: sus elementos.

Consideramos el término puesta en escena a aquella actividad relacional que se despliega bajo

los designios de una intelectual a fin de ordenar y someter los diferentes elementos

(materiales e inmateriales) que han de reunirse para conformar un relato cuatridimensional

(cronotopo territorial y cotidiano) esperado por un público. En un principio podemos hablar de

dos tipos de puestas en escenas que han gobernado el teatro occidental desde lo que

consideramos sus comienzos (el teatro en la alta edad media, ya que el teatro griego y romano

se deben a otro sentir cósmico y sus principios son ascendencia directa en la medida que

occidente los interiorizó y modificó haciéndolos propios) hasta nuestros días. La primera de

ellas es la puesta en escena normativa, cuya ordenación de elementos está sujeta a una

predeterminación arbitraria24 con el fin de establecer unos cánones comunes que adecuasen

siempre de un mismo modo la variedad de textos, perdiéndose así la consideración sígnica

particular de cada montaje. Esta modalidad es propia de un teatro donde aún no

encontrábamos la figura del director de escena como individualidad y las funciones que le

otorgamos a éste en nuestros tiempos eran asumidas por otro tipo de integrante que podía

desempeñar más de una función, ya fuese el actor principal de la compañía o el dramaturgo,

depende de la época25. Este tipo de puesta en escena convivió y se desarrolló desde la alta

edad media hasta principios del S.XIX, en el cual culminaron de reunirse las condiciones

ideológicas y técnicas propicias para el asentamiento de la puesta en escena contemporánea.

Para su explicación vamos a remitirnos a la definición explícita que expuso Rita Cosentino en el

curso: Puesta en Escena impartido en el Teatro Real de Madrid en los meses de junio y julio del

año 2012.

Aquella que es concebida como la obra de arte de un creador concreto e individual y que

explica cómo un mismo texto se puede hacer de diferentes maneras por distintos

directores. (Consentino, 2012)

De este modo, comprobamos que el teatro occidental quedó ligado a la estructura ideológica

burguesa desde su institucionalización en las primeras ciudades italianas del renacimiento

24

Puede verse al respecto Dalla poesia rappresentativa e dal modo di rappresentare le favole sceniche del autor italiano del S.XVI Angelo Ingegneri donde se exponen varias indicaciones comunes a todos los géneros dramáticos para la técnica del intérprete y que nos ayudará a comprender el cariz de la predeterminación en la puesta en escena normativa. 25

En la Edad media la figura de director la solía encarnar un clérigo que siempre exponía la obra al público. En el renacimiento se le conocía con el nombre de El Corago, aunque éste continuaba sujeto a la predisposición de la puesta en escena normativa. En el Teatro Isabelino del S.XVI y S.XVII ocupaban tal función el primer actor o el apuntador. En el Siglo de Oro Español era responsabilidad del autor, mientras que será en el Teatro Francés del S.XVIII y S.XIX junto a la evolución de la perspectiva y la implementación de maquinaria cada vez más compleja en las edificaciones ostentosas del teatro como símbolo de la cultura burguesa lo que propiciará la figura del director de escena tal y como la entendemos a día de hoy, siendo en el estreno de 18 08 en el Burgtheather de Viena la primera ocasión que se expusiese y anunciase el nombre de Régisseur como único responsable de la autoría de la escenificación.

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hasta su establecimiento definitivo como clase gobernante ya en el S.XX (así como lo sigue

estando a día de hoy), sin embargo, es en el S.XVIII y S.XIX junto al auge de su condición como

clase alternativa tras las primeras revoluciones liberales que la burguesía se apoderó del teatro

por completo como un símbolo cultural propio que demostraba su refinamiento y riqueza e

introdujo en él los mismo valores que estaban soportando el cambio en el paradigma

productivo-económico de Europa y que terminaría desembocando en el liberalismo burgués.

De aquí que se comenzase a resaltar el valor individual organizacional de un trabajo

inevitablemente común, curiosamente como ocurría en las fabricas, y que se exacerbarse el

gusto por el melodrama, cuya trama comenzaba adecuarse a historias costumbristas de la

nueva clase asentada y proponía un espectador testigo (la cuarta pared) que es el germen del

ocio y la espectacularidad. A todo esto se ha de sumar el desarrollo tecnológico que vino a

hacer cada vez más compleja la puesta en escena requiriendo más personal de todo tipo, lo

que conllevó a una ineludible especialización que profesionalizó el mundo que rodeaba la

escena y que hacía pedir a gritos un “héroe” con la capacidad de decidir sobre todos los

elementos implicados y permitir al mundo su visión personal de un texto que, por costumbre,

no le solía pertenecer. Es con obviedad un planteamiento demasiado escueto históricamente

como para hacerse cargo de todas las novedades que fueron aportadas en cada siglo y

aquellas, a considerar como, virtudes que han construido nuestro teatro actual. Por ello, al

lector interesado en nombres propios y detalles le remitimos a un pequeño resumen

vastamente motivador que abarca desde el teatro de la cultura clásica hasta finales del S.XIX

escrito por César Oliva a razón de cuatro lecciones que dictó, en forma de conferencia, en la

Fundación Universitaria Española en el año 2000.26

26

«Apuntes sobre historia del teatro: el camino hacia la verdad escénica», en Cuadernos para la investigación de la literatura hispánica, Fundación Universitaria Española, Seminario Menéndez Pelayo, núm. 27, Madrid, 2002, pp. 15-79. ISBN.: 0210-0061.

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Los elementos materiales.

Tras esta breve introducción sobre la puesta en escena y sus modalidades occidentales que

nos ha permitido revisar sutilmente su evolución histórica, vamos a dar el desarrollo merecido

a los elementos que la componen, tanto materiales como, más adelante, inmateriales.

Elementos materiales:

1.-Espacio teatral: el edificio.

2.-Espacio escenográfico.

3.-La iluminación.

4.-El vestuario.

5.-El maquillaje.

Dado la particularidad y peculiaridad de cada montaje teatral se antoja incluso ridículo pensar

en nuestros días que un mismo texto dramático puede ser ensamblado de una misma manera

dos veces. Y son, en muchas ocasiones, simplemente estos elementos materiales los que

dictaminan una plasticidad que se revela como exclusiva. Seguramente, si un equipo de

trabajo vuelca muchas de sus horas en este tipo de cuestiones materiales dará a luz lo que

Peter Brook define en su libro El espacio vacío como “Teatro moribundo27”, alejándose del que

nombra como “Teatro sagrado”. ¿Por qué? Porque la corporalidad de un montaje muestra la

densidad de su intersección escénica con la compleja red de significados que se ha fraguado en

dicho volumen, y después este conjunto es ofrecido al espectador a través de impulsos

sensitivos, por lo consiguiente, si esa red de significados no está trabajada de modo suficiente,

es decir, que cuando nos sentemos en el patio de butacas apreciamos un elaborado instinto de

nuestros sentidos pero después nos sentimos defraudados en cuanto a la transmisión del

contenido por medio de tales canales, estaremos ante una decepción profundamente

emocional, ya que ese equipo de trabajo no ha sido capaz de motivar nuestro aparato

telepático por falta de hondura en el bagaje espiritual de la obra. Brook define el “Teatro

Sagrado” como el «teatro de lo invisible-hecho-visible: el concepto de que el escenario es un

lugar donde puede aparecer lo invisible ha hecho presa en nuestros pensamientos28» y por

ende aquel capaz de hablarnos de aquello que escapa a nuestros sentidos. No quiere decir

esto, por el mayor atractivo del vocablo sagrado ante el de moribundo, que la materialidad de

la puesta en escena sea un asunto despreciable, pues la implicación de lo material e inmaterial 27

En la traducción realizada por Ramón Gil Novales, Ediciones Península, éste traduce la expresión “The deadly theatre” como “Teatro mortal”, sin embargo, a la luz de los comentarios realizados por el director de escena y actor peruano Jorge Chiarella en las clases impartidas en la Asociación Cultural Aranwa (Lima), consideramos más apropiada la expresión “Teatro moribundo”. 28

(Brook, 1968, pág. 61)

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como conjunto, atendiendo a ambos en igualdad de razones, es una cuestión fundamental

para dar a luz una obra teatral irremplazable. Es más, el manejo acertado de esta serie de

elementos es el que permite la realización del sentido de nuestras ideas, por ello, entendamos

su influencia.

Comencemos por allí donde se refugia nuestra exposición y nacemos como seres con

posibilidad más allá de sobrevivir. Dice Spengler «La gran arquitectura primitiva es la madre de

todas las artes subsiguientes. Ella determina su selección y su espíritu» (Spengler, 1923, pág.

332) Así, el espacio escénico no puede huir a quién determina su funcionalidad y más

abstractamente su forma. No significa lo mismo diseñar una acción en un escenario circular

que enfrentado por un solo ángulo. No se procede igual en un teatro rodeado de palcos que en

aquel dispuesto con unas pocas gradas a punto de caerse. Pero, con seguridad, existe aún un

arte que razona con anterioridad a la arquitectura en el seno de nuestras urbes: el urbanismo,

que Guy Debord constata como «la realización moderna de la tarea ininterrumpida que

salvaguarda el poder de clases» en este caso «la integración en el sistema debe recuperar a los

individuos en tanto que individuos aislados en conjunto» (Debord, 1967, párrafo 172). Razón

elocuente ésta que nos hace considerar el edificio teatral como una evidente aportación de

tales propósitos y más cuando la burguesía rapta y monopoliza su exhibición a partir del

S.XVIII, así, en la gran mayoría de las ciudades europeas encontramos esta simbología del

poder encarnada en grandes y cuidadosos edificios destinados a un escenario y a un sinfín de

butacas, hecho que hoy insertamos como propio de nuestra evolución teatral y nos jactamos

de ello como patrimonio cultural de común ascendencia. Por el contrario, a día de hoy los hay

que no nos sentimos herederos directos de tal tradición, y a razón de ello, se han de tener en

cuenta muchas otras opciones arquitectónicas o urbanísticas que pretenden luchar

animadamente contra tales propósitos, así, hemos presenciado en estos últimos treinta años

un avance del teatro independiente que se realiza al margen de ese circuito institucionalmente

controlado por, ya sea, un Estado burocrático o una financiación privada proveniente del

sector empresarial, quienes disponen de los recursos necesarios como para seguir empleando

esos edificios como simbología del mantenimiento del poder y su derivada estratificación.

Razón ésta por la que cabe destacar el granel de salas pequeñas, marginales, sobrevivientes sin

ningún tipo de subvención o financiación externa que cada año dinamitan la cartelera teatral

de muchas de las grandes ciudades del mundo entero proponiendo un teatro de calidad que

escapa y confronta esa antigua simbología que reseña el teatro burgués, un teatro más como

palacio que como casa. Un lugar más para dejarse ver que para ver nada. Un espacio más para

vivir la apariencia que para vivir la ficción. Un lugar más para embaucar que para ser

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embelesado. En cambio, el teatro de salas alternativas se presenta como en casa, como un

lugar donde ir a ver, un espacio para vivir la ficción, para embelesarse, aunque nunca es oro

todo lo que reluce y podemos asistir también a la inclusión, en estos reducidos lugares, del

espectáculo banal y alienador socialmente, reflejo de nuestra época. De todos modos, en este

pulso, la arquitectura útil del teatro se somete en nuestros días al urbanismo, y a razón de ello,

se cuenta con la posibilidad de poder troquelarla con la perspicacia de una ciudadanía

comprometida con erradicar ese aislamiento dictatorial. Por ello, hoy más que nunca, se hace

teatro donde sea posible y se rehabilitan lugares donde la escenografía se amolda sin mayor

pretensión que proponer esa distancia ontológica de la que hablábamos antes, porque hoy

mejor que nunca se entiende el convivio del teatro como la posibilidad, a través de su propio

ejemplo, de demostrar que la genialidad es un invento de nuestro paradigma productivista y

que éste no responde a la realidad diaria de nuestros esfuerzos y apetencias generales, sino a

la imagen estereotipada que necesita promocionar el sistema como justificación de la entrega

personal entera a un condicionante de vida que ellos mismos proponen.

Sobrepasado el elemento urbanista y arquitectónico que delimita en espacio y funcionalidad

nuestra acción teatral a desplegar, nos encontramos con la composición plástica con el que ha

de cobrar vida el entorno del texto y donde los actores llevaran al plano de la realidad carnal

inmediata la ficción. La textura con que se confeccione este intercambio de alientos definirá la

modalidad de nuestra escenografía, cuya esencia puede ser simbolista (a modo evocador y

muy propia de nuestra contemporaneidad) o naturalista (basada en la imitación y propia de

finales del S.XIX) con sus respectivos grados intermedios o injertos de un estilo en otro a fin de

dar con nuevas propuestas. A esto que tradicionalmente llamamos “decorados” supone ser

algo más que eso mismo, pues el espacio escénico es aquel donde referimos la corporalidad

del intérprete y donde trabajamos aquellas relaciones objetuales y humanas que servirán

como código para el espectador, por tanto, será nuestra mesa de operaciones a la vez que

donde se vislumbrará el resultado, ya que aquí es donde nace toda negación o afirmación de

los detalles corpóreos, los que presenciaremos. A modo de conclusión, el espacio escénico es

el punto de reunión entre un equipo de artistas (técnicos, actores, director, autor) y un

espectador individual, es aquí donde confluye el intercambio de ideas y de donde ha de nacer

la multiplicación de significados que nutra la propuesta afirmándola como experimentalmente

enriquecedora.

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Pero vayamos ahora a analizar aquel elemento material que, en nuestro teatro

contemporáneo, se ha erigido como titular exigible en casi toda representación. Hablamos de

la iluminación29, implementada a gas a comienzos de S. XIX en teatros que comenzaban a

despuntar tecnológicamente como la Ópera de Paris o el Covent Garden de Londres y la cual,

desde entonces, ha sido una de las disciplinas escénicas desarrolladas con mayor interés y que

han dado como resultado un grado de especialización y posibilidades asombroso a día de hoy.

Sin duda, el factor más relevante que introduce la iluminación artificial eléctrica, ya asentada

en el S.XX y superadas las limitaciones de las lámparas de gas, velas y antorchas, es la

posibilidad, paradójicamente, de la introducción de oscuros en la narración escénica. Este

hecho que a priori pudiese parecer inocente va a suponer una revolución en el modo de

pensar el espacio escénico por el amplio abanico de oportunidades para la creación de

diferentes atmósferas dentro de una misma escena, conllevando un replanteamiento de la

secuenciación del drama, ya que a partir de un elemento controlable a distancia (sin

intervención directa en escena) se podían provocar cambios en la estructuración temporal y

espacial del argumento, es decir, se podía cambiar de escenario sin tener que cambiar su

decorado (para lo que había que detener forzosamente el tiempo escénico). Con la iluminación

selectiva se inaugura un nuevo lenguaje a conjugar con el resto de elementos y las pausas y

cambios de escena regeneran su sentido. Pero a decir verdad éste es exclusivamente su

cumplido técnico (semiótico), sin embargo, sería interesante desde el punto de vista reflexivo

entender por qué el teatro occidental fue prefiriendo el atardecer y la noche como momento

idóneo para sus representaciones, habiendo de buscar constantes fuentes de iluminación

aunque fuesen mínimas y chocando abiertamente con la tradición clásica heredada de la

representación de las tragedias a plena luz del sol. Comentar la cita de Oswald Spengler que a

continuación vamos a transcribir sería encomendarse a realizar una tarea analítica que supera

abiertamente el humilde objeto del presente estudio, ya que para desentrañar el sentido

propio de ella tendríamos que detenernos ampliamente a describir los diferentes sentidos

cósmicos y antropomórficos que Spengler detalla de cada civilización (en este caso a la

civilización Clásica y Occidental), en cambio creemos que su aportación traerá luz a este

cambio procesual que sufrió el teatro y que tanto ha influido en nuestro concepto y

representaciones actuales:

29

Para un desarrollo histórico de la iluminación en el teatro, véase el artículo Historia de la iluminación escénica, de Mauricio Rinaldi, publicado en el Boletín del Instituto de Investigaciones en Historia del Teatro, del Instituto Universitario Nacional del Arte 2007, como interesante resumen de ello.

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[…Los juegos populares y las Pasiones de Occidente, que tuvieron su origen en los

sermones predicados en forma de personajes diferentes y que fueron representadas

primero por clérigos en la iglesia, luego por legos en la plaza, ante la iglesia, en las

mañanas de las grandes fiestas eclesiásticas (Kirmessen), dieron nacimiento poco a poco

a un arte de la tarde y de la noche. Ya en tiempos de Shakespeare las representaciones

teatrales tenían lugar al atardecer, y este rasgo místico, que tiende a colocar la obra de

arte en la claridad apropiada, había alcanzado su término en la época de Goethe. Todo

arte, todo cultura en general, tiene su hora significativa. La música del siglo XVIII es un

arte de la oscuridad, de la hora en que se abren los ojos del espíritu; la plástica ateniense

es el arte de la luminosidad sin nubes…][…De noche, el espacio cósmico vence a la

materia; a mediodía, las cosas próximas aniquilan el espacio lejano…](Spengler, 1923,

Tomo I, Pág. 457)

En definitiva, la iluminación artificial vino a cumplir más ampliamente con un sentir vital

latente propio de la civilización Occidental que trasladó la censura del cuerpo asumida por el

cristianismo a su relación con el exterior inmediato, refugiándose en la ilusión del infinito

incorpóreo y el espacio como inabarcable, sensación mucho más penetrante y accesible en las

tinieblas que en el soleado ágora griego, siendo posteriormente su hecho asumido como

técnica y por tanto, sujeta a un progreso paralelo a la evolución del sentir occidental,

explorando a partir del S.XX su temple comunicativo (en el aspecto teatral) y su plena

aceptación del cuerpo y la materia nuevamente, no sin reservas y conflictividad.

Por último, en este apartado correspondiente a los elementos materiales, nos falta por tratar

el vestuario y el maquillaje, sobre los cuales no nos detendremos demasiado, nombrando

únicamente un par de puntos que pueden ser interesantes para comprender la totalidad de

una puesta en escena, su composición y el número de personas necesarias para realizarla.

Cabe mencionar que ambas materialidades se incorporan plenamente a la carne del actor, así,

hemos de hablar de ellas como su extensión inmediata en escena. Son por tanto significante y

significado a la vez, cumpliendo las funciones de caracterización del personaje y localización.

Hablan de él y lo enmarcan, lo caracterizan a partir de la restricción de su potencialidad

fisonómica, comunicándose directamente con nuestro sentido visual y confeccionando la

imagen que después habrá de pactar la aceptación de la oralidad de dicho personaje

presentado. De este modo, anticipan nuestro primer juicio estético (siempre y cuando no haya

una voz en off o entre bastidores a priori, en cuyo caso se dará la situación opuesta: la voz

influirá en el vestuario y el maquillaje imaginado para ese personaje).

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Los elementos inmateriales.

1.- Tiempo interno y externo.

2.- El trabajo del actor.

3.- El texto.

Dos horas es un tiempo corto y una eternidad: utilizar dos horas del tiempo del público

es un singular arte. (Brook, 1968, pág. 43)

Con esta sencilla cita de Brook revelamos los dos sentidos del tiempo en una representación.

El considerado como corto es el tiempo cuantitativo, objetivo y exterior, aquel que ya sabemos

premeditadamente que gastaremos yendo a ver tal función, siendo normal que quede

anunciado en la entrada. Dos horas de nuestras vidas no pueden ser consideradas como una

magnitud demasiado extensa en relación a todas aquellas que planeamos vivir. Por otro lado,

al referirse Brook a esas dos horas como una eternidad está queriendo resaltar el aspecto

temporal interno de la propia obra, aquel tiempo que se desprende de la conjunción de todos

los elementos de su puesta en escena y el que ha de fagocitar el reloj del espectador si su

pretensión es secuestrar su atención. Este tiempo es subjetivo, cualitativo e inherente de cada

uno. Así, podemos ver como el tiempo es un plano dimensional de nuestra existencia donde

han de superponerse dos percepciones del cambio diferentes (social y personal), siendo su

manera de casar una revelación para saber si la representación está funcionando

debidamente. La ficción (la diégesis teatral) necesita una temporalidad propia que aporte en la

imaginación personal los límites y sus coordenadas de situación. Y esto no lo hace como tal por

sí misma, la ficción no nos entrega su tiempo particular, sino que ésta únicamente crea las

pistas suficientes a lo largo de su desarrollo como trama para que nosotros como receptores

de él lo enmarquemos como parte de nuestro cronotopo y la dotemos de credibilidad y en

última instancia, de aceptabilidad. Por tanto, el espectador acontece y recrea un tiempo

individual que hacer rodar la ficción propuesta por el equipo de trabajo teatral. Cuando esto

no sucede, el tiempo objetivo, el tiempo social (A.M y P.M) destaca por encima del subjetivo,

habiendo de sufrir una compenetración precaria que no puede satisfacer las exigencias de la

ficción. En tal caso se puede afirmar que hay algo que no está funcionando y que provoca que

un espectador no sea capaz de armar en su individualidad la sensación temporal de la ficción.

Entonces, tal espectador está fuera del tiempo representado y sólo puede sentir como está

perdiendo o desechando dos horas de su vida. Ahora bien, es de debate quién ha de asumir la

responsabilidad de tal hecho. Por un parte hemos de acudir a la orilla productora: algo ha

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fallado en la conjunción de los elementos que no permite una plena inmersión en ellos. Ya sea

porque el vestuario no es el adecuado para el contenido oral ofrecido o porque la tensión con

que se representa cierta escena desborda la credibilidad por lo exacerbado del lenguaje

corporal rozando lo cómico. Son muchos los detalles que pueden resultar sospechosos de

inarmónicos, resultado de una mala elección a la hora de amalgamar tanto elemento, sin

embargo, también, la responsabilidad de no asumir el tiempo propuesto por la ficción puede

ser en muchas ocasiones culpa del foco receptor. Por ejemplo y con la intención de no abstraer

más este punto: un espectador que acude al teatro a fin de acompañar a otro y no tiene ni la

más mínima intención de realizar un esfuerzo por salirse del tiempo social, de concentrarse en

lo sucedido allí donde él sólo cree estar sentado por acompañar a otro espectador, se

predestina él sólo al fracaso en relación a disfrutar y gozar del arte teatral. Evidentemente, hay

obras buenas y obras mejores, hay funciones malas y funciones peores, en cambio, toda

representación exige ese convivio que detallábamos en líneas atrás como las entrañas del

teatro, y a razón de ello el éxito de suscitar este tiempo interno al que podemos denominar

tempo30 viene determinado tanto por la habilidad de la orilla productora de arreglar una

combinación de elementos escénicos que represente un grado máximo de aceptación entre el

espectador como individuo y el público como sociedad, así como por la capacidad de

concentración y asistencia que muestre la orilla receptora. En conclusión, la gestión del tiempo

externo que denominaríamos el ritmo de la obra es responsabilidad exclusiva del foco

productor, siendo éste el tiempo del proceso dramático concreto (exposición, acción y

desenlace clásicos), por el contrario, la creación y sujeción del tempo pertenece a ambos lados,

entendiéndose que la vitalidad requerida por el hecho teatral es concedido en una acción

conjunta. El teatro es el arte de la comunidad y este tipo de exigencias lo demuestran.

Pero sea seguramente el elemento inmaterial correspondiente al trabajo del actor aquel que

se preste a mayor dificultad respecto a su consecución satisfactoria, ya que es el único

elemento vital, orgánico, de la puesta en escena y por ende, su configuración va más allá de

una elección arbitraría, por mucho que éste término que señala el acto de la dirección teatral

como voluntarista, inclusive caprichoso, no guste entre los profesionales que se dedican a ello.

Entendámoslo, no significa esta arbitrariedad que un director teatral proponga “a dedo” sus

elementos escénicos sin responder por ellos, no se pone un cuchillo en medio de la escena si

éste con su presencia no ha de tener una relevancia interna en el espectador. Es evidente que

detrás de toda propuesta escénica hay un trabajo de argumentación que permite justificar

aquella recursividad material e inmaterial visible por su relación con el fin último del proyecto,

30

Definido por la R.A.E como ritmo de una acción. U. más referido a la acción novelesca o teatral.

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inventando así un entramado de signos, una simbología particular, que permite codificar en un

solo lenguaje forma y contenido. A lo que hacemos referencia mencionando la voluntariedad

del director teatral es que el propio hecho que le permite a él realizar una propuesta escénica

sobre un texto o una idea abstracta basándose en una argumentación e interpretación

subjetiva de un texto o idea, es el mismo hecho que le obliga a aceptar que su puesta en

escena es tan válida como la propiciada por otro punto de vista siempre y cuando éste acierte

con una argumentación de relaciones coherente entre los fines del texto/idea y los

materializados en escena. Por supuesto, dependerá del criterio personal y la aceptación social

el considerar la elección de director teatral como errónea, valida o buena. Pero retomando las

intenciones de este apartado, hablamos del trabajo actoral como un elemento inmaterial de

especial ejecución porque su realización no sólo puede estar construida sobre las bases

argumentativas de fondo teórico y subjetivo31 que relacionan el fin con el resto de los

elementos, habiendo de ampliar esta argumentación a un plano emotivo y sensorial que

entraña el complejo ánimo de un ser humano, el actor, que ha de yuxtaponer varías

realidades32 (con su respectivo contagio de influencias) para llevar a cabo su trabajo. De este

modo, afirmamos que no se puede modular la acción de un actor como el sonido de una flauta

y por tanto, aunque el fin actoral sea ser un elemento más a conjugar en la totalidad de una

obra teatral, éste se eleva por encima de la categoría de instrumento y se erige como

invisibilidad y verbo, multiplicando la generatividad del foco creador33 y obligando a abrir un

canal de comunicación entre actor y director en el que no sólo se trabaja el ideario abstracto

de la propuesta (como así se hace con el escenógrafo, el diseñador de luces, el vestuarista,

etc.) esperando recibir soluciones en cada campo sometidas al criterio del director, sino

diseccionando lo particular de un personaje para transvasar un alma y una conducta especifica

sin carne a un ser corporal que ha de arrinconar cada ciertas horas su propio contenido como

individuo para aceptar abiertamente una personalidad ajena que le posea y que a la vez él

posea. Y para ello, no es suficiente con indicarle a un actor que se limite a decir palabra por

palabra lo que está escrito en la partitura. Hay que lanzarse a un abismo de emociones y

procesos psíquicos, compartidos y puestos en común por el actor (quien los siente y los

padece, ejecutando la acción desde dentro) y el director (quien los comprende, los expone y

los contempla, ejecutando la acción desde fuera) que guían la conducta corporal escénica del

31

Este subjetivismo viene impuesto en nuestros modelos teatrales occidentales por la figura del director y su red argumentativa de relaciones entre fines y elementos expuesta en líneas anteriores. A esto lo denominamos la propuesta del director. 32

La realidad del personaje y la realidad de su propia vida como ser humano, inseparables. 33

El actor, en el momento en que ha de asumir la personalidad de un personaje, lo encarnizará y por tanto, lo vestirá de sí mis mo aunque ese “sí mismo” no sea su “yo” cotidiano. El poso de existencia de un actor siempre mediará e intervendrá en su construcción del personaje. Es inútil querer creer en la posibilidad de la imagen del recipiente totalmente vacío donde se vierte un carácter primigenio y ficcional. En este proceso de “vestir al personaje” el actor asume un principio creador al dotar al personaje de carne, voz y gestualidad.

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actor a una autonomía vital que se extiende en la percepción del espectador y provoca en él

una reacción de autenticidad al conseguir contemplar el personaje ficcional cronotópico. Es,

sin duda, el proceso de elaboración de un personaje el trabajo al que más horas en común han

de dedicar actor y director, buscando juntos aquello que mejor se adecue entre el personaje a

exponer y la humanidad innata del propio actor. Con la siguiente imagen vamos a tratar de

ejemplificar lo expuesto: Un niño juega a correr con su bicicleta en medio de la calle. La madre

le llama al anochecer sabiendo que es lo mejor para él y para ella. Sin embargo, el niño desea

seguir jugando en la calle por muy de noche que sea ya que ése es su impulso natural. En tal

confrontación ambos poseen su razón y sin pararse a escuchar la psicología de sus

fundamentos deciden pasar a la acción. La madre sale a buscar al niño y el niño huye.

Finalmente, el niño entrará en casa y quedarán dos opciones: entender las razones de su

madre o no hacerlo, de ello dependerá cenar sentado a la mesa y tratar de convencer a su

madre para que le deje el próximo día jugar un poco más de tiempo o irse a la cama con el

estómago vacío y enrabietado por la injusticia perpetrada. No se contempla que un niño haga

lo que su madre diga sin replicar porque entonces le estaríamos representando vacío de

imaginación e impulsividad instintiva (que es lo que le pasa a muchos personajes llevados a

escena sin mayor compromiso). Pues bien, la madre, en función análoga a la de un director,

siempre ilumina un cierto camino, una opción, ya que intuye el lugar al que ha de llegar, en

este caso que el niño no pase hambre y frío. Por otro lado, el niño, al que ha de parecerse un

actor construyendo su personaje, sabe que si se queda más tarde de las nueve en la calle

probablemente pase frío y hambre, sin embargo, no puede remediar su impulso natural a

continuar jugando porque es lo que sus músculos le piden y porque no tiene la certeza del frío

y del hambre. Si a posteriori se comporta dialogante (como le correspondería a una persona

adulta, al actor ajeno a su personaje) entrará a casa y le contará a su madre lo bueno que

puede ser seguir jugando en la calle después de las nueve y su madre tal vez quiera descubrir

que ciertamente puede ser mejor que estar en casa para su niño. Este es el camino del actor:

dinamizar, a partir de la tensión de su propio cuerpo invadido por una personalidad ajena, las

opciones para llegar al fin común, ser un niño descubriendo sus propios impulsos y con la

madurez del adulto relatarlos al director, para que niño y madre, actor y director, acuerden

cómo canalizar ese instinto arcano impenetrable desde fuera y que le corresponde al carácter

que se pretende hacer existir dentro de una especifica carne. Elegir cuanto correr o sí

realmente echará a correr la próxima vez que den las nueve y la madre lo llame, es en el plano

de la colaboración, una decisión en común pero instintiva a la que sólo se puede acceder si el

diálogo enriquece ambas creatividades y permite la exploración. Como en toda propuesta, ésta

puede ser más o menos acertada, pero siempre que un personaje sea meramente un dictado,

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en escena se verá la copia plana de un texto y no el volumen que le corresponde a la

autonomía de lo vivo.

La inmovilidad externa –dijo el director tranquilamente, dirigiéndose a Grisha– de quien

se encuentra sentado en el escenario, no implica pasividad. Puede estar sentado sin

moverse en absoluto y, al mismo tiempo, encontrarse en plena actividad. Y eso no es

todo. Frecuentemente, la inmovilidad es el resultado directo de la intensidad interna y

son precisamente esas actividades íntimas las que poseen mayor importancia artística.

La esencia del arte no se encuentra en su forma exterior, sino en su contenido espiritual.

De modo que cambiaré la formula que les dicté hace un momento y la expondré así: En

el escenario es indispensable actuar, sea externa o internamente. (Stanislavski, 1936,

pág. 46)

En definitiva, actuar es lo propio del actor, representar una acción, siendo en el cómputo

global un elemento inmaterial de la puesta en escena que vehicula la vitalidad del drama y

encorseta en una carne especifica una personalidad ajena. Por tanto, de pretender que tal

unión funcione rayando su cénit, hemos de empezar por rechazar el cliché de que un buen

actor ha de poder representar todo papel, y a partir de ahí el director y el actor han de indagar,

explorar, discutir y dialogar las limitaciones y posibilidades del personaje ceñido a una carne

que no se puede despojar en grado cero de su personalidad inherente, habiendo de rastrear

aquellos instintos que naturalicen la acción y nazcan en la encrucijada del actor-personaje

siendo fuente primigenia de lo puesto en escena y rebasando la trivialidad de una aportación

como simple instrumentación. Así, un actor actuará respondiendo un contenido espiritual y no

desde la forma, siendo parte activa de la poíesis que provoca la expectación.

Por último, en cuanto a los elementos inmateriales de una obra vamos a analizar

superficialmente el texto. Y digo superficialmente porque como cada tema tratado merece

mucha más extensión que la prestada aquí. Ante todo, cabe aclarar que el texto dramático no

es un elemento que siempre se dé o que se haya de considerar como axiomático para una

puesta en escena, porque realmente existen diferentes formatos teatrales ensamblados sin

papel de por medio, ya sea a partir de la improvisación, la creación colectiva34 o escenas

circenses, entre otras muchas posibilidades. No obstante, es innegable el peso de la literatura

34

Así, por ejemplo, en el panorama escénico español después de los años cincuenta, de la mano del teatro independiente, se reduce la importancia del trabajo individual silenciando el papel del dramaturgo y se revaloriza el teatro como labor de conjunto, considerando el texto como apoyo del espectáculo y no viceversa. Se apartan conscientemente del texto para centrarse en la imagen y en el cuerpo del actor y en sus posibilidades expresivas. Promulgan el rechazo del teatro de autor y del teatro literario para reclamar un teatro de director y consolidar nuevos signos teatrales no lingüísticos. Sírvase ver al respecto La renovación del teatro Español en el último tercio del Siglo XX, del autor Khaled M.Abbas y publicado en la Revista digital del Centro del Profesorado Cuevas-Olula (Almería).

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dramática en el teatro habiendo vertebrado la gran mayoría de aquellas obras teatrales que

quedan en nuestra memoria colectiva occidental como grandes obras de arte más allá de

dónde se estrenen o con qué elenco se representen. De este modo, observamos que el texto

está dotado de una dignidad independiente de su puesta en escena al ser catalogado como

género literario. Esto le concede una autonomía frente al mundo escénico ya que no precisa

de éste como vehículo para consolidarse en el horizonte de la expresión, «dado que un género

es una institución al ser un modelo de escritura, una guía de lectura y una abstracción

teórica»35 permitiendo hacer funcionar alrededor de él una genericidad hipertextual36 que lo

multiplica y lo cultiva en nuestra historia actual37. El texto dramático puede prescindir

perfectamente del teatro, aunque no nos podemos olvidar que éste es su fin último y que la

escena y sus elementos lo potencializan, mientras que por el contrario el teatro de autor no

puede prescindir del texto dramático. Éste es su medula espinal y en el que todos los

participantes del equipo de trabajo del foco productor, desde el director hasta el diseñador de

luces pasando por el actor, encuentran sus motivaciones y principios para articular sus

diferentes lenguajes. Por tanto, a partir de aquí en adelante nos centraremos en analizar

aquellas piezas teatrales de autor y que por ende, precisan un texto dramático que les sirva

como esqueleto.

Alfonso Sastre dice al respecto:

Yo sí pienso en la conveniencia de que los escritores, incluso los del teatro, sepamos

escribir, y hasta escribir bastante bien, lo mejor posible, y de hacer una obra que además

de su destino teatral, sea literatura propiamente dicha; y pienso que esa aportación

nuestra a la práctica teatral no sólo es muy deseable sino necesaria. Acaso sea un poco

exagerado, pero me parece que el drama puede llegar a ser, en determinados

momentos, una cosa muy importante, y que entonces no se debería dejar esta

responsabilidad en las manos de los actores y de los directores de escena. Permitidme

esta paradoja, semejante a la que hacía el poeta León Felipe sobre el enterramiento de

los muertos, aunque aquí, en el drama, se trate más bien de la exaltación de la vida.

«Para enterrar a los muertos cualquiera sirve, cualquiera menos un sepulturero»38

35

(Sánchez, 2013, pág. 4) 36

Siguiendo la terminología de Jean- Marie Schaeffer. 37

Así, podemos afirmar que a día de hoy en la Cultura Occidental el texto dramático es considerado como género literario que goza de plena autonomía, sin embargo, es preciso estudiar y exponer desde cuándo se da tal consideración, ya que los textos dramáticos han sido en gran parte de la historia únicamente escritos con el fin de ser representados, sin tener jamás una publicación como obra literaria. Por lástima, no podemos dar cabida entre estas líneas a tan fecundo interrogante. 38

Fragmento extraído del discurso titulado Teatro, drama y literatura pronunciado por Alfonso Sastre en la inauguración del Segundo Salón del libro Teatral Español e Iberoamericano 2001.

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Colección Reflexión.

© Moisés Afer.

Al margen de los varios conflictos planteados a partir del contexto inmediato cultural al que

hace referencia Alfonso Sastre, a quien le ha tocado pelear durante gran parte de su carrera

contra la omisión del dramaturgo a favor de la creación colectiva o la sobrestimada relevancia

del director de escena, esta cita reclama el carácter literario del texto dramático, cuya esencia

y forma debe ser hilada con premeditación, con muy buen saber hacer, y la urgencia de

instalarlo como cetro absoluto del teatro de autor por encima de procesos reinterpretativos

que crean poder desbancarlo como columna vertebral. De este modo, podemos afirmar que

en tales casos el texto dramático es el elemento angular donde se hallan todas las preguntas y

alguna que otra respuesta sujeto a la interpretación (lo que no debe entenderse como

aniquilación) de quien se responsabilice de llevarlo a escena, convirtiéndose así en un

elemento inmaterial de la puesta en escena porque él es todo su contenido, todo su alma y a

quien hay qué interrogar para encontrar la dirección adecuada que consiga aunar la

verbosidad textual proyectada del actor y las intenciones congénitas recogidas en ella. Se

convierte así en un elemento de dificultad similar al trabajo actoral, ya que en él nacen y se

imbrican todas las relaciones argumentativas que han de navegar después el resto de

decisiones. Es todo un mundo particular que ha de ser reconocido, registrado, inquirido y

averiguado hasta en su lugar más recóndito para exprimir su ficción y acoplarlo en la realidad

cronotópica de la escena. En tal tesitura hemos de añadir entonces un tercero al binomio

director-actor implicados en los elementos inmateriales y tratado con anterioridad: el

dramaturgo, cuya excentricidad principal sea con probabilidad ser la profesión teatral más

distante a su propia esfera escénica, sin saber bien cuál es su lugar, si el de la creación común

del teatro o el de la creación individual de la literatura. Razón ésta por el que bien conocemos

los displicentes cumplidos que se dedican entre autores teatrales y directores de escena a la

hora de abordar la interpretación de un texto que uno ha escrito y el otro trata de materializar

en el conjunto de elementos escénicos. Quisiéramos reflejar lo mencionado a través de la

narración de una anécdota surgida en una reunión entre directores de escena y dramaturgos

que nos hace de ella Arnold Wesker.

"Mi problema es que rara vez encuentro un director cuya imaginación teatral sea más

interesante que la mía". Hubo sofocones y sonrisas de superioridad. El hombre

prosiguió: "Están llenos de trucos y engaños y efectos técnicos que son infantiles y

banales. Soy muy puritano. Hay que ganarse lo que se le hace sentir al público y no usar

tecnología y trucos para atajos y manipulaciones. Todos mis cuidadosamente

construidos ritmos discursivos son ignorados; el desarrollo de las tensiones emocionales

se pierde y debilita; la metáfora, las razones para yuxtaponer escena con escena la

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Colección Reflexión.

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importancia de ciertas acciones físicas, la exigencia de determinados elementos de

utilería, de colores, de texturas, nada de eso es entendido. Quiero renunciar y escribir

novelas".

Uno de los directores de quien se sabe que ha declarado que prefiere trabajar con

dramaturgos muertos (quizá algunos dramaturgos preferirían trabajar con directores

muertos), respondió: "¿Y qué pasa con la objetividad? ¿Cuántos dramaturgos conoce

que hayan sido jamás objetivos acerca de su obra?"

"¿Cuántos directores conoce que hayan sido objetivos acerca de sus producciones?",

replicó nuestro dramaturgo. El director siguió presionando: "Que enorme arrogancia su

declaración de que jamás encontró un director cuya imaginación teatral fuese más

interesante que la suya". Ante lo cual el dramaturgo calló en lo que sólo podemos

describir como mudo asombro.39

Es revelador lo cotidiano del desencuentro entre directores teatrales y dramaturgos, sin

embargo, por suerte esto no es una regla general que se cumpla en todos los proyectos

teatrales y muchas de estas disonancias entre estas dos partes del foco productor suelen

germinarse en la confrontación de egos, ya que cada uno reclama su parcela de creatividad y

más allá de mirar en un trabajo común que despierte la inteligencia y ganas de vivir de un

espectador sólo se trata de reivindicar en los carteles promocionales el talento artístico que

mañana les permitirá seguir siendo comprados-recolectados para nuevos proyectos culturales.

Esto es el pan de cada día en propuestas teatrales financiadas externamente a la idea en sí,

quienes inevitablemente acostumbran a imponer algún que otro capricho que responda a la

verdadera motivación de su implicación monetaria, conformando la reunión de una pluralidad

de individualidades-profesionales dispuestos a trabajar en común (que no con fines

conjuntos), en vez de conformar la reunión de una singularidad de individuos-profesionales

dispuestos a trabajar en equipo (con precisión de fines y la plena involucración en ellos por

compartirlos absolutamente). Por tanto, cuando el texto es una mera herramienta más de la

puesta en escena, al igual que lo es un mueble del decorado o un foco de la iluminación o un

actor a quien se le cae una palabra tras otra mientras piensa quién hay aquella noche entre las

butacas para ir después a tomar una cerveza, nos encontramos ante el vacío del contenido y la

sobreimposición de la forma que agranda los ojos y empequeñece el alma con trucos de magia

y espectacularidad inmediata. Para lograr este tipo de resultado se precisa el trabajo de un

equipo participativo, nada más, y en tal participación es frecuente el deseo de resaltar el grado

de importancia del trabajo individual, de ahí las peleas de ego o las discordias superficiales

39

Fragmento rescatado del artículo publicado en Sobretodo. Revista digital de crítica e investigación teatral, titulado: Interpretación: ¿imponerse o explicar? y firmado por el dramaturgos británico Arnold Wesker.

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Colección Reflexión.

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entre escenógrafos, actores, directores, autores o cuantos miembros estén implicados. ¿Por

qué? Porque el consenso sólo se puede practicar allí donde existe claridad y respeto ante unos

fines colectivos, pero de no existir tales condiciones lo único que se puede exponer son

opiniones de criterios aislados que conducen inderogablemente a una pugna de

subjetividades.

Hemos visto a lo largo de estas últimas páginas lo que consideramos las vigas y el alma del

teatro, es decir su estructura externa, apreciable a simple vista y entre su enumeración y

análisis hemos ido haciendo pequeñas referencias a reflexiones que germinan a raíz de estos

elementos que conforman la puesta en escena. Por supuesto, no damos por resuelto ninguno

de los interrogantes lanzados ni tan siquiera consideramos haber arrojado algo de luz sobre

ellos. Únicamente y siguiendo los principios de este estudio, hemos removido caóticamente

algo de esta tierra sobre la que danza el esqueleto teatral. No obstante, en este recorrido por

los elementos escénicos, más allá de su taxonomía y reflexiones dispares, ha habido un

trasfondo constante sobre el que han orbitado todos ellos al margen de su sínfisis en el

resultado final, éste es: las relaciones de colaboración que nacen con el fin de articular la

cohesión de un lenguaje de lenguajes. Esta malla sobre las que nos hemos ido desplazando nos

ha hecho resaltar lo relativo del ente creador único en el acto teatral (aunque se anuncie en

todo caso que tal ente es acompañado por tal elenco o por tal escenógrafo, etc.), subrayando

como alternativa a esta ilusión que sustenta los dictamines de la pieza teatral como mercancía,

la absoluta necesidad de trabajar en una vinculación cooperativista (que no participativa) que

haya previamente expuesto conjuntamente (o tal vez individualmente pero aceptados con

interés propio por el resto de miembros) unos fines idearios que permitan la contemplación de

un horizonte igual para todos, hecho que fomentará la apertura creativa en la orilla productora

y eliminará (o al menos aliviará) la desconfianza suscitada por las peleas de ego entre los

integrantes, ya que los diferentes caminos trazados por cada individuo del grupo son

propuestos y debatidos a consenso, ahora que todos los caminos son para llegar al mismo

punto. El teatro es el arte de la comunidad.

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EL TEATRO ENTRE SUS BUTACAS.

Quienes disfrutamos inventando cuentos a los chicos sabemos de la poderosa corriente

creadora que genera la presencia viva de un otro expectante; vemos cómo el relato fluye

no de uno de los polos sino de la relación misma; cómo se responsabiliza -se ordena- la

imaginación frente al deseo del destinatario presente. Esta fuerza -que es en sí la fuerza

creadora- es la misma que nos sorprende cuando al contar a alguien el proyecto de una

obra futura, sentimos que el material se organiza, descubrimos piezas ocultas, y nos

sorprendemos en aseveraciones hasta hace un instante insospechadas. Es esa relación

-esa inclinación- la que establece el declive y rumbea las aguas del relato. Vaga cuenca al

principio, cauce después, rápidos, toda inclinación contiene en sí misma un sueño de

destino, de meta, y es esa búsqueda de la desembocadura la que moviliza toda historia.

La inspiración es en realidad una aspiración: ese deseo de ir hacia. La narración, el

relato, se construye -acto humano al fin- en la mirada del otro. Es ella la que lo talla y

moldea, critica, corrige, o confirma. (Kartún, 1995).

A lo largo de todo nuestro relato hemos hecho hincapié en una unidad que define el teatro

como tal, ése es el convivio. Siguiendo a Dubatti, hemos defendido que a partir de él, del

convivio, sumidos en su esencia se desarrollen los otros dos sub-acontecimientos, poíesis y

expectación, que lo completan para especializarlo y lo diferencian de otros convivios

cotidianos como pudiese ser una reunión de tipo familiar. En el apartado anterior hemos

tratado los elementos que evocan la poíesis e intervienen en su elaboración. Ahora, siguiendo

los puntos que propusimos como relevantes a la hora de abordar una reflexión estética sobre

el teatro40, hemos de hacernos cargo de la orilla receptora: el espectador.

Así como en la literatura podríamos decir que el lector no es fundamentalmente

imprescindible para el estricto gesto físico de narrar un cuento o componer una poesía, en el

teatro sí es axiomático la necesidad de un público receptor. Si éste no se da estaríamos

hablando de un ensayo o un simulacro teatral. ¿Por qué entonces un lector puede ser

contingente para la literatura pero un espectador es obligatorio para el teatro? La diferencia

radica en que las orillas en el campo de la literatura pueden estar separadas, es decir, pueden

no coincidir en tiempo y espacio, se valen con encontrarse alguna vez. En cambio, el teatro es

la reunión temporal y espacial de ambas orillas. El resultado de tal unión es el mismo que se

espera de entre lector y escritor, sin embargo, el teatro es simplemente imposible si no hay

una representación y un público que lo confirme, que la valide con su única presencia. Este

hecho define la expectación como sub-acontecimiento del que hablábamos anteriormente.

40

Véase pág. 15 y 16, en cuyas líneas se habla sobre la necesidad de estudiar conjuntamente la orilla productora y la orilla receptora en el caso de querer recoger una reflexión estética completa acerca del teatro.

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Pero, tal vez, el mejor modo de averiguar el significado de un espectador en el teatro sea

abordar el componente de inmediatez y sincronía efímera que practica el teatro con el público

haciéndole a éste último interventor en el propio hecho creador, es decir, la sintonía con un

público, la energía relacional que se suscita en tal reunión de entes, continúa moldeando en

cada función gran parte de los elementos escénicos que erigen la obra teatral, en concreto el

trabajo actoral, cuya esencia orgánica imposibilita la reproductibilidad técnica y confirma la

cualidad aurática de todo el conjunto. Así, por muchos ensayos que se realicen con la finalidad

de poder repetir la obra una y otra noche como si de un calco se tratase, es imposible hacerlo

patente. El espectador, con su mirada, con su presencia, modificará el ánimo, el alma de la

obra en cada representación. Y he aquí lo fundamental de la reunión de ambas orillas, que

entonces ambas, al sumarse en la inmediatez, se acoplan influyéndose bidireccionalmente,

rompiendo con el monopolio de la creatividad respecto al fruto a contemplar que sustenta la

orilla productora en general de todo tipo de arte. Por ejemplo, uno puede leer una novela

cualquiera y al margen del sentido que nosotros multipliquemos a partir de la reelaboración

del ideario que nos ha transmitido el texto, la novela seguirá siendo siempre la misma.

Podremos contar un resumen de la obra a un amigo e influir en su juicio a priori, en cambio, el

podrá acudir a la novela tal y como el escritor la concluyo41 y desde la fuente original

dictaminará su valoración final. Esta es la cualidad primordial de que las orillas no se mezclen

en el mismo tiempo y espacio, que la orilla receptora no tiene ninguna capacidad de

aportación en el momento de crear el objeto porque esté ya está concluido. Por el contrario,

podemos ir a ver una función de teatro cualquiera una noche y ver a tal actor en el ánimo que

creemos estandarizado para dicha representación. A la noche siguiente volvemos a ir y de

repente nos encontramos que ese mismo actor se muestra más embaucador y nos rapta la

atención de un modo completamente diferente a como lo hizo en la anterior ocasión. Dice las

mismas palabras y se mueve de la misma manera, pero hay algo en la propia situación que no

se asemeja a las sensaciones del día de ayer. Puede ser que ese actor esté más entusiasmado

por el tipo de público que asiste o que realmente el público que concurre en aquella

oportunidad transmite en conjunto otro tipo de atención de la que precisa un actor para

sentirse escuchado, lo fundamental del hecho es que uno como espectador está interviniendo

directamente en el proceso creativo propuesto para ser receptado porque aunque haya

habido un trabajo creador previo realizado por la orilla productora, esté no concluye jamás

mientras siga siendo expuesto, ya que tal exposición no se hace desde la rigidez de la

conclusión cosificada (un libro, un cuadro, etc.) sino desde un resultado aperturista que se

41

A excepción de cuando manejamos traducciones.

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impregna en cada ocasión de lo que lo rodea. ¿Pero hasta qué punto un espectador es parte

implícita del proceso creativo? La expectación modifica en cierto modo aquella parcela de la

poíesis que resulta a la fuerza voluble por no poder ser “plastificada”, el trabajo del actor, pero

asimismo no podemos considerar que el espectador vaya a modificar los valores elementales

con los que ha sido construida la propuesta. En definitiva, el público es un modulador que

justifica en su inmediatez el hecho creador teatral, que no aplaza el encuentro de la expresión

artística pudiendo imprimir su huella en él (desplegando una poíesis de otro rango que

denominamos como expectatorial o receptora42) y avala la experiencia teatral biaxial que

enriquece en un tiempo y espacio concretos a ambas orillas interventoras.

Ahora bien, si el espectador es parte fundamental del hecho teatral, ¿en qué medida se le ha

de exigir su aportación para superar el mero estado de espectador? Acaso, ¿no es lícito el

vocablo “espectador”? Brook, en su búsqueda de un teatro que se renueve cada día y no caiga

en la repetición, aunque sea la misma función la que se represente, escribe: «Cabe que los

espectadores claven la mirada en el espectáculo a la espera de que el interprete haga todo el

trabajo y, ante esa pasividad, es posible que el actor no ofrezca más que una repetición de

ensayos.43» Ante tal hecho se suele decir que aquella noche acudió un público “malo”, o lo que

es lo mismo, una grupo de espectadores sin ambición por abandonar su realidad inmediata a

favor de esa alteridad propuesta por la poíesis productora (lo que en otro momento hemos

denominado distancia ontológica), acuciando una evidente falta de concentración que se

propaga en el aire como si se tratase del sonido de un bostezo. Siguiendo con Brook, éste se

refiere así al hablar de una noche “buena” para el actor: «…encuentra un público que por

casualidad pone un activo interés en su labor: ese público le asiste. Con esa asistencia, la de

ojos, deseos, goce y concentración, la repetición se convierte en representación. Entonces esta

última palabra deja de separar al actor del público, al espectáculo del espectador; los abarca, y

lo que es presente para uno lo es asimismo para el otro.44» Entonces, en la actitud de estas

noches “buenas”, como así se refieren a ellas en el mundo del teatro, en esas noches donde

reina una interacción tan densa que casi se vuelve materia y puede ser cortada y llevada a casa

como recuerdo, es donde se esconde el secreto mejor guardado del hecho teatral y la emoción

insustituible a la que nos ha de conducir: Todo es real e inmediato, todo él afecta a nuestra

carne y nuestra carne toda lo afecta a él, y en el modo que esto es conseguido, el espectador o

“asistente” que lo llamaría Brook, acontece para superar la objetividad de la vista y el oído,

42

A diferencia de la poíesis productiva, la poíesis receptora no es individual sino transindividual: el espectador es indispensable en su rol genérico, pero no como individuo en sí; el individuo Alfredo Alcón no puede faltar a la cita cada función, por el contrario los espectadores se “recambian”, circulan. Para determinada poíesis siempre hace falta “ese” artista en particular; en cambio, el público está integrado por cualquier espectador. (Dubatti, 2008, pág. 24) 43

(Brook, 1968, pág. 206) 44

(Brook, 1968, pág. 206)

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sensaciones no localizadas (sólo ilusoriamente atribuidas al ojo y al oído), si seguimos la

fenomenología antropológica de Husserl, ¿pero en qué sentido las supera? En el sentido de

que cuando un espectador “asiste” a una función y participa de ella, no únicamente se recrea

en la visión espectacular de lo acontecido o en el sonido discursivo de la interpretación del

elenco, un espectador cuando concurre y despliega toda su concentración recoge un grupo de

sensaciones que pertenecen exclusivamente a su propia experiencia, a eso que Javier San

Martín llama “intimidad epistémica”45, en contacto directo con su cuerpo como carne,

realizándose dicha experiencia allí, en medio de la sala, por mediación de un torbellino de

sensaciones cenestésicas, las cuales «desempeñan el papel de materia para los “actos” de

valoración, las vivencias intencionales de la esfera del sentimiento, o correlativamente, para la

constitución de los valores»46, al igual que el despuntar de sensaciones cinestésicas «el

sentimiento de placer gustativo es la materia que me sirve para constituir el valor de un

comestible, o para la vivencia intencional de estimar ese valor; lo mismo con algo relativo al

placer sexual, o a un placer que me procure un bienestar»47 conformando así una experiencia

que aúna el hecho de la percepción (a través de los sentidos) y el hecho de este tipo de

sensaciones (cenestésicas y cinestésicas) que nos son presentadas por mediación de la

presencia en nuestra carne de un hecho material que lo sacude, y aunque el contacto entre

nuestro cuerpo y el de un actor, o el de nuestro cuerpo y el decorado no sean facticos, se trata

de esa atmósfera transformada toda ella en materia que nos envuelve y nos concede el don de

la creación, de hacer de la nada, provocando el goce de la experiencia al sentir nuevas

construcciones dentro de nosotros.

45

(Martín, 2012, pág. 51) 46

(Martín, 2012, pág. 68) 47

(Martín, 2012, pág. 69)

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LA LINTERNA DEL ACOMODADOR.

Valga la pena, ahora que hemos ahondado allí donde el teatro se constituye, pensarlo de un

modo más íntimo, tal vez, abordándolo desde el interior y deshaciéndonos del poco rigor

metódico con el que hemos podido llegar hasta aquí. ¿Por qué? Porque creemos en el ejercicio

de un teatro inédito, incorruptible, y para ello, como dice Luis Sáez, «acaso la ecuación

consista en eso (eso que Kartún llama "alquimia del verbo"): quemar horas enteras inventando

mentiras para sudar (aunque más no sea) una gota de verdad». Y entonces, dispuestos a

hablar de mentiras preferimos asumir las responsabilidades de ello. Y es que, seguramente,

debamos partir reconociendo que el teatro inédito es un engaño en cuanto acto, que no en

cuanto potencia, ya que su vitalidad se forja en su extensibilidad y su oposición a la concreción,

siendo esto contradictorio cuando hemos visto que el teatro es un momento, siendo

inexequible sin esta condición. Sin embargo, cuando nosotros hemos deseado hablar de teatro

inédito no lo hemos hecho desde una perspectiva creacional en relación a la articulación de

ningún tipo de poética que pudiese exponer unos principios reguladores a los que adscribirse

aquellos que deseen profesar tal tipología. Ni mucho menos. Tampoco ha sido éste el caso del

teatro diligente, y es que, la intención real no era tanto distinguir dos conjuntos de

realizaciones dispares como apuntar la necesidad de una continuidad en la práctica artística

que se aleje de la fugacidad desazonadora de la simple técnica válida para entremeter nuestra

obra en el mercado actual y ponerla en funcionamiento, lo que activa nuestro rol social de

artista y profesionaliza incluso la inteligencia creativa, haciendo de nuestra más honda

expresión un mensaje evocador que contribuye a engordar la mercadotecnia dominante. Hace

de nuestra inteligencia una herramienta adecuada en su propia contra, alienándola a partir de

su fuerza como músculo. Es por esta razón que queremos creer en la posibilidad del teatro

inédito como parte de “lo estratégico” que menciona Claramonte en su libro Arte de contexto:

Se trata aquí de la medida en que las practicas y materiales artísticos logran condensar y

articular un conjunto de ideas estéticas de modo tan coherente y potente que, si bien no

acaban derivando en lo que propiamente podríamos denominar un modo de relación, sí

que generan un contexto de sentidos posibles, una matriz modal que queda disponible

para desplegar desde ella, si la situación así lo requiere, diversos modos de relación.

(Arrufat, Arte de contexto., 2010)

Así, el teatro inédito no ha de esforzarse por traducir ni inmiscuir ningún direccionamiento

ideológico ni ha de aprovechar su condición de público para un adoctrinamiento masivo (de

esto ya se encargan los medios de comunicación y la publicidad), sino que ha de esforzarse por

construir y promover vidas de actitud crítica que piensen el sistema de referencias que

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componen nuestro entorno inmediato (y a día de hoy es necesario que también se piense en el

entorno no tan inmediato, el de la globalización que contagia nuestras “inquietudes” a cada

rincón de este mundo) desde su autonomía artística, asumiendo la necesidad de escapar de la

espectacularidad y el circuito de ocio que sólo propone un convivio teatral mutilado en su

aspecto expectatorial, a fin de contribuir en el grado que le sea posible en la edificación de

personas aceptables para la discusión y desarrollo de las dialécticas que nos han de conducir al

ideario de mañana y que tan incierto se presenta aún en nuestra actualidad (al igual que en

todas las actualidades del ayer). El teatro inédito, en la orilla productora ha de ser una

experiencia personal que sea ejemplo, mientras que en la orilla receptora ha de ser una chispa

inapagable de cuestionamiento.

Pero sumado a todo lo expuesto, hemos de recordar y tener siempre presente a la hora de

abordar el acto teatral, que en su función creadora no depende de un solo individuo y de este

modo, la elaboración de cualquier propuesta teatral implicará el desempeño conjunto de una

serie de personas que han de configurarse políticamente, por lo que el teatro siempre hace

política, ya sea entre sus propias vigas. Razón ésta que alimenta nuestra ilusión por el teatro

inédito, pues aunque no lo desease ha de enfrentarse a la conjunción social humana, no

pudiendo abstenerse de sus obligaciones si es que acaso quiere realizarse. Esta vinculación

permanente a cuestiones relacionales dentro de una articulación social, ya sea ésta de tamaño

minúsculo, entrena y ejercita la capacidad para el consenso de la soberanía, siendo este tipo

de ejemplos los que arman en su totalidad una vida de prácticas propiamente artísticas, que

enfatizan la intensidad por vivir y proponen poéticas concretas que no eluden su

responsabilidad con la realidad, porque toda poética nace de la experiencia humana. Por ir

concluyendo, el teatro se presta como un organismo donde todas sus partes no son el total del

todo, ya que en la gestión de las relaciones que nacen y se entremezclan entre todos los

participantes de ambas orillas reside la capacidad estratégica de aportar algo más que ocio,

que lo diligente, a su sociedad, y detrás de este tipo de actos sólo están aquellas personas,

aquellos artistas, que se sienten responsables de su vida y por consiguiente, de su contexto.

Por último, y a modo de conclusión, vamos a introducir en estas últimas líneas una breve

historia de El Galpón, Institución Teatral Uruguaya fundada en Montevideo el 2 de septiembre

de 1949, ya que consideramos su función y trayectoria como un ejemplo explicito y real de lo

comentado a lo largo de todo este trabajo como teatro inédito. Ello nos permitirá ver con algo

más de claridad algunas de las ideas que asaltaron el texto. Para ello vamos a hacer constante

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alusión al artículo titulado La historia de El Galpón escrito por Jorge Dubatti para la Revista

Teatro. Año XXVI. Nº80 del mes de junio.48

El Galpón es uno de los equipos de teatro más importantes de toda la historia de la escena

Latinoamericana, tanto por su aportación colectiva como por las individualidades artísticas que

surgieron: Atahualpa del Cioppo, Hugo Ulive, Jorge Curi, entre otros y sin duda, continúa

siendo a día de hoy una referencia mayúscula en el ámbito del teatro independiente mundial

por el respeto con que continúan profesando a los “Principios generales del Teatro

Independiente Uruguayo” proclamados en 1963, tal y como dice Jorge Abbondanza al

respecto: «lo que hoy parece portentoso es la perduración de aquella mística inicial, la

convicción con que una oleada de luchadores de la cultura supo mantener entera su intuición y

sus métodos de trabajo, para contagiarla a las generaciones que han llegado después y han

continuado la marcha sin degradar sus principios». Esto es sin duda a los que nos referíamos

como teatro inédito, a la necesidad de la continuidad. Pero veamos los principios por los que

se rigen, entonces comprenderemos el verdadero valor de todo esto como práctica artística.

Los transcribimos íntegros porque consideramos que no sobra nada.

1. Independencia de toda sujeción comercial, de toda injerencia estatal limitativa, de toda

explotación publicitaria, de todo interés particular de grupos o personas, de toda presión que

obstaculice la difusión de la cultura, entendida ésta como ingrediente de la liberación

individual y colectiva.

2. Teatro de arte: buscar por medio de la continua experimentación la elevación cultural,

técnica e institucional, manteniendo una estricta categoría de buen teatro y una línea elevada

de arte.

3. Teatro nacional: actuar a modo de fermento sobre la colectividad, promoviendo los valores

humanos, atendiendo a la necesidad de la acción pública, mediante una temática y un lenguaje

de raíz y destino nacional con proyección americana, propiciando un teatro que se apoye en

esas bases y, en especial, el de autores nacionales que las cumplan.

4. Teatro popular: obtener la popularización del Teatro, en el sentido de que un instrumento

de cultura es la expresión de un país en tanto sea patrimonio de su pueblo.

5. Organización democrática: debe manifestarse por el sistema de institución, entendiendo por

tal la agrupación voluntaria de personas organizadas democráticamente, trabajando con afán

colectivo, sin preeminencias personales.

48

Sírvase consultar http://www.teatrodelpueblo.org.ar/sobretodo/09_teatro_y_politica/dubatti001.htm para ver el artículo completo.

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6. Intercambio cultural: el teatro independiente debe ser un elemento activo en el intercambio

espiritual entre los pueblos, propendiendo a la difusión en el exterior de los auténticos valores

de nuestra cultura.

7. Militancia: los teatros independientes son organismos dinámicos que atienden y militan en

el proceso de la situación del hombre en la comunidad misma, en tal sentido tratarán de crear

en sus integrantes la conciencia de hombres de su país y de su tiempo y el movimiento, como

organismo, luchará por la libertad, la justicia y la cultura.

Así, a la luz de esta declaración de principios, El Galpón ha enfrentado las diferentes y

abundantes adversidades políticas, económicas y sociales que ha atravesado Uruguay en la

segunda mitad de siglo, convirtiéndose en un ejercicio constante de resistencia, con un

repertorio contestatario, subversivo y crítico que les condujo en la década de los 70, en la

etapa de la dictadura de Juan María Bordaberry, a la disolución del grupo por decreto del

gobierno y la prohibición de toda su actividad (aparte de la confiscación de sus bienes). En tan

delicada situación, El Galpón no cesó en su actividad y con la gran mayoría de sus integrantes

exiliados en México prosiguieron con los estrenos teatrales y consiguieron realizar giras por

toda América y Europa donde no sólo presentaban sus piezas teatrales, sino que ofrecían un

completo informe de la tesitura global de su país, a partir de las jornadas Culturales del Exilio

Uruguayo y actividades docentes. Esto les mereció el reconocimiento artístico por parte de

tanto país extranjero ya que contribuyeron, junto a muchos otros grupos artísticos, a

confrontar con un programa solido basado en las expresiones artísticas las dictaduras que se

sucedían en Latinoamérica. Finalmente, en marzo de 1983, el nuevo gobierno democrático de

Uruguay restituyó a El Galpón su sala y volvió a la lucha en su país, trinchera desde la que a día

de hoy batalla, como ellos mismos declaran, la globalización y el neoliberalismo. Atahualpa del

Cioppo expresó al respecto de los idearios del El Galpón:

“Me interesan mucho las cosas de la vida, pero cuando hago un espectáculo, trato de

hacerlo de la manera más elevada posible. Nunca hice un teatro que llamaran “de

rascada”. Siempre un teatro de nivel. Siempre latente ese respeto por el público, por la

influencia de la belleza, de la emoción, del sueño. Ahora, el sueño tiene direcciones. El

sueño es el sustento para que se alimente nuestro reposo y podamos seguir trabajando.

No hay que soñar entonces de espalda a la vida para olvidar lo horrible que es la vida

actual, sino soñar hacia la vida. Para proponerle cambios que la hagan más bella, justa,

más a la medida del hombre. Que la vida sea tan hermosa como un sueño”.

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Y con estas palabras y hechos referentes a El Galpón creemos haber dado cuerpo a las

teorizaciones expresadas acerca del teatro inédito.

El teatro es el arte de la comunidad y por tanto, en la medida que prosiga el fin artístico de

intensificar la vida (actividad divina) no ha de apartarse jamás de la emoción y de las pasiones

a las que ha de enfrentar constantemente al espectador, construyendo y renovando desde su

autonomía como práctica artística toda recursividad que le ayude a hallar las totalidades de los

lenguajes requeridos para tal fin, y en la medida que se responsabilice de llevar a cabo un

teatro inédito, de la continuidad y el ejemplo (actividad terrenal), proponer, basado en la

práctica de su necesidad interna política, todo ejercicio que contribuya a diseñar sujetos con la

capacidad de participar infatigablemente en la elaboración y discusión de las dialécticas que

encaucen el cambio que todo emplazamiento de una nueva generación precisa. Tal y como

apuntaba Marx “el arte no solo crea un objeto para un sujeto, sino un sujeto para el objeto”.

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