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1 EL TRATAMIENTO DE LA PREHISTORIA EN LOS LIBROS DE TEXTO DE 1º DE E.S.O.: REPRESENTACIONES Y MODELOS SUBYACENTES 1 Víctor M. Longa RESUMEN Este artículo analiza el tratamiento de la Prehistoria en 1º de E.S.O. a partir de una muestra representativa de cuatro libros de texto. Además de diferentes imprecisiones, el análisis de tales libros revela un modelo claramente eurocéntrico, consistente en sostener, explícita o implícitamente, que la conducta humana moderna surge en Europa, ignorando así el papel clave de África en el origen de tal conducta. El trabajo aborda las implicaciones de tal visión, que reproduce, y transmite al alumno, un modelo tradicional, ya abolido por la Paleoantropología. Palabras clave: Prehistoria, Paleolítico, evolución humana, conducta humana moderna, E.S.O., libros de texto 0. INTRODUCCIÓN La noción de representación es central en cualquier explicación de lo que denominamos ‘realidad’, esto es, del mundo o de ciertos aspectos de él. Desde una perspectiva neurológica, Bickerton (1990, p. 40) ha sostenido que “ninguna criatura percibe directamente el mundo”, de modo que cualquier conocimiento de la realidad no es directo, sino mediado por los mecanismos cognitivos que posea una especie dada. Por ello, todo aspecto que percibe un organismo (la visión en color o en blanco y negro, etc.) es una representación que se impone sobre lo representado (Bickerton, 1990, p. 45). De este modo, la única manera en que cualquier ser (humano o no) puede conocer el mundo es mediante niveles de representación, que son simplemente formas de aprehender el mundo (Bickerton, 1990, p. 107). Lo señalado no se limita a la percepción sensorial, sino que se puede extender a cualquier ámbito del conocimiento que es mediado por otros. El teórico de la literatura André Lefevere ha enfatizado el papel de la reescritura, esto es, el papel de “quienes

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EL TRATAMIENTO DE LA PREHISTORIA EN LOS LIBROS DE TEXTO DE

1º DE E.S.O.: REPRESENTACIONES Y MODELOS SUBYACENTES1

Víctor M. Longa

RESUMEN

Este artículo analiza el tratamiento de la Prehistoria en 1º de E.S.O. a partir de una

muestra representativa de cuatro libros de texto. Además de diferentes imprecisiones, el

análisis de tales libros revela un modelo claramente eurocéntrico, consistente en

sostener, explícita o implícitamente, que la conducta humana moderna surge en Europa,

ignorando así el papel clave de África en el origen de tal conducta. El trabajo aborda las

implicaciones de tal visión, que reproduce, y transmite al alumno, un modelo

tradicional, ya abolido por la Paleoantropología.

Palabras clave: Prehistoria, Paleolítico, evolución humana, conducta humana moderna,

E.S.O., libros de texto

0. INTRODUCCIÓN

La noción de representación es central en cualquier explicación de lo que

denominamos ‘realidad’, esto es, del mundo o de ciertos aspectos de él. Desde una

perspectiva neurológica, Bickerton (1990, p. 40) ha sostenido que “ninguna criatura

percibe directamente el mundo”, de modo que cualquier conocimiento de la realidad no

es directo, sino mediado por los mecanismos cognitivos que posea una especie dada.

Por ello, todo aspecto que percibe un organismo (la visión en color o en blanco y negro,

etc.) es una representación que se impone sobre lo representado (Bickerton, 1990, p.

45). De este modo, la única manera en que cualquier ser (humano o no) puede conocer

el mundo es mediante niveles de representación, que son simplemente formas de

aprehender el mundo (Bickerton, 1990, p. 107).

Lo señalado no se limita a la percepción sensorial, sino que se puede extender a

cualquier ámbito del conocimiento que es mediado por otros. El teórico de la literatura

André Lefevere ha enfatizado el papel de la reescritura, esto es, el papel de “quienes

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están en medio”, hecha por “hombres y mujeres que no escriben literatura sino que la

reescriben” (Lefevere, 1992, p. 13). Como este autor señala, la noción de reescritura se

aplica a cualquier aspecto que suponga una selección determinada: una antología de un

autor o corriente, una edición de un texto, una traducción, una historia de la literatura o,

extendiendo aún más su marco, una guía de catedrales románicas, por ejemplo. Cada

una de estas selecciones puede variar bastante, o incluso mucho, si es efectuada por dos

personas diferentes, y lo relevante consiste en que cada selección produce una cierta

representación (o imagen, por usar el término de Lefevere). Ya que esa representación

es el acceso al ámbito en cuestión para mucha gente, eso implica que tales imágenes

coexisten con las realidades con las que compiten, pero las imágenes siempre alcanzan a

más personas que las realidades correspondientes (no en vano señalaba Bickerton que

las propiedades de las representaciones se imponen a la fuerza sobre aquello que es

representado).

La trascendencia de la noción de representación (ofrecida por otros, en este caso),

se aplica de manera muy relevante también al ámbito escolar, pues el conocimiento al

que accede el alumno durante el proceso de enseñanza-aprendizaje le inculca una

determinada imagen del mundo (mediante una determinada selección y tratamiento de

los contenidos); por ello, diferentes ideologías ‘fabricarán’ diferentes modelos y valores

educativos. En suma, aplicando las tesis de Lefevere (y Bickerton) al ámbito educativo,

las representaciones transmitidas al alumnado producirán en él una visión determinada

de la realidad, que idealmente debería coincidir con ella, pero no siempre sucede así.

El objetivo de este trabajo es analizar tal aspecto aplicado al tratamiento (o

representación) de la Prehistoria en 1º de E.S.O. dentro de la asignatura Ciencias

Sociales. Geografía e Historia. Tal curso introduce en el currículo escolar (al menos,

desde una perspectiva amplia) los contenidos de la Prehistoria, siendo así el primer

contacto del estudiante con ese macroperíodo temporal. El trabajo se originó a partir de

la lectura que hice, por pura curiosidad, del tema correspondiente2 en el libro de texto de

mi hijo (Pérez Álvarez et al., 2007, editorial SM). La lectura reveló varias imprecisiones

y errores relevantes. A partir de ahí, decidí ampliar la perspectiva, rastreando cómo

presentaban la Prehistoria otros libros de texto del mismo curso3, correspondientes a las

editoriales Anaya4 (Burgos Alonso y Muñoz-Delgado y Mérida, 2007), Bruño5

(Morales Pérez et al., 2007) y Editex6 (Matesanz Caparroz et al., 2007), para tratar de

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determinar, a partir de una muestra significativa, si otros libros seguían un derrotero

similar7.

Es obvio que la selección de los contenidos de la Prehistoria que se deben

impartir en un nivel cursado por alumnos de 12-13 años debe ser muy cuidadosa, pues

el conocimiento de ese vasto período se basa solamente en el análisis e interpretación

del registro fósil y arqueológico asociado a las varias especies de homínidos que nos

han precedido. Dado que, como señala Mithen (2007), tal registro no ‘habla’ por sí

mismo, hay que aplicarle métodos y teorías que permitan su interpretación, en la cual

son básicas las inferencias (cf. Balari et al., en prensa, apdo. 1 sobre los problemas de

tales inferencias). Por esa razón señalaba Binford (1989, p. 3) que “all statements we

make about the past as a result of our archaeological endeavors are only as good as the

justifications we offer for the inferences that we make”.

Esa necesidad de presentar los contenidos con sumo cuidado supondrá muchas

veces simplificar ciertos aspectos. Pero una cosa es simplificar un contenido para que

un alumno de 1º de E.S.O. pueda acceder a él y otra muy diferente es ofrecer

afirmaciones imprecisas o erróneas, que en la Paleoantropología actual no se sostienen,

como trataré. Más en general, analizaré los modelos subyacentes (imágenes en el

sentido de Lefevere, o representaciones) ofrecidos por los libros de texto, mostrando en

especial su eurocentrismo tan acusado (explícito o implícito): mientras tales libros

afirman correctamente que África es la cuna anatómica de la humanidad, cuando

presentan los rasgos que conforman la ‘modernidad conductual’ (cf. sobre esos rasgos

McBrearty y Brooks, 2000, p. 492; Henshilwood y Marean, 2003, p. 628; Mellars,

2005, p. 13; Klein, 2009, p. 742), se omite, de manera inexplicable, toda referencia a

África, aludiendo únicamente a Europa (Paleolítico superior). Así, tal imagen sugiere al

alumno que los africanos eran conductualmente primitivos, y sólo dejan de serlo cuando

llegan a Europa, momento en que aparece en ellos la conducta moderna. Esa imagen

eurocéntrica transmitida a los alumnos, sostenida en el pasado por la Paleoantropología,

ha sido abolida desde hace ya tiempo en esta disciplina, por lo cual sorprende que los

libros escrutados sigan reproduciéndola, e ignorando así que la conducta moderna tiene

su origen en África decenas de miles de años antes que en Europa.

Antes, sin embargo, de acometer el análisis de los cuatro libros de texto

(apartado 2), discutiré con brevedad (apartado 1), aportando algunos ejemplos, qué tipos

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de simplificaciones pueden ser razonables a la hora de presentar la Prehistoria en el

nivel escolar aludido. Una breve conclusión (apartado 3) finaliza el trabajo.

1. ¿QUÉ TIPOS DE SIMPLIFICACIONES SON RAZONABLES?

Como en cualquier otra disciplina o temática, al planificar la exposición de los

contenidos de la Prehistoria es fundamental considerar a qué alumnos van dirigidos,

teniendo en cuenta su maduración cognitiva, sus conocimientos generales, la

presentación por primera vez o no de la temática en el currículo escolar, etc. Tales

factores pueden sugerir la necesidad de simplificar ciertos contenidos que, de otro

modo, no serían aprovechados, o ni siquiera entendidos, por un alumno de 1º de E.S.O.

Como escribe Lewis-Williams (2002, p. 8), “no tenemos que explicarlo todo para poder

explicar algo”. Ofrezco dos ejemplos de simplificaciones plenamente justificables.

El primero alude al arte paleolítico, o, más bien, a lo que concebimos como tal.

En los libros de texto tratados (y en general), se usa la noción de ‘arte’ (cf. la

caracterización de Ramachandran y Hirstein, 1999, y Turner ed., 2006 sobre sus

implicaciones cognitivas) para referirse a las pinturas rupestres o arte parietal (cf. la

panorámica de Bahn, 2007), mayormente (aunque no sólo) de tipo figurativo, y a los

objetos que forman el arte mueble o mobiliar (cf. Barandiarán, 2006).

Pero en realidad, al denominar como ‘arte’ a las producciones prehistóricas, lo

que hacemos es proyectar nuestra propia concepción del arte a una época muy diferente,

en la que esa concepción a buen seguro no existía. David Lewis-Williams (Lewis-

Williams, 2002, p. 43), uno de los mayores expertos en arte paleolítico, es muy claro al

respecto: “La gente supone demasiado rápidamente que el ‘arte’, tal como ellos

entienden el término, es un fenómeno universal, y tienden a atribuir no sólo la propia

palabra sino también todas sus connotaciones a contextos no occidentales. […]. Pero

las ideas sobre el ‘arte’ y los ‘artistas’ son formulaciones que se hacen en momentos

específicos de la historia y en culturas específicas. Por ejemplo, el ‘arte’, tal como lo

consideramos en el Londres, Nueva York o París de hoy, no existía en la Edad Media,

cuando la gente no distinguía entre ‘artesano’ y ‘artista’. La idea de unos individuos

inspirados que, debido a su posición casi espiritual, se apartan de los mortales

comunes, es un concepto que consiguió aceptación en el Occidente más reciente

durante el movimiento Romántico (hacia 1770-1848)”. De este modo, Lewis-Williams

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(2002, p. 44) señala que “esa palabra [arte; VML] ha llevado a muchos investigadores

al error de entender las imágenes del Paleolítico superior en términos del arte

occidental”. En suma, según este autor, el ‘arte’ paleolítico tuvo muy poco que ver (si es

que tuvo algo que ver) con nuestra noción actual del arte.

Pero aunque calificar como ‘arte’ al conjunto de manifestaciones de tipo parietal

y mobiliar de la Prehistoria es arriesgado, si hacemos un análisis en términos de costes y

beneficios asociados, esa simplificación parece más que razonable teniendo en cuenta

los destinatarios, pues evita plantear un problema mucho mayor ante el alumno: ¿qué

era, entonces, el ‘arte’ de aquel período?; ¿qué fines perseguía, qué significado tenía?

La respuesta no se conoce, existiendo muchas teorías al respecto: desde la estética, del

‘arte por el arte’, a la mágica, o a la estructuralista de oposiciones binarias, pasando por

la lucha social, o la del propio Lewis-Williams (2002), consistente en que el ‘arte’

(parietal) se relaciona con el acceso a estados alterados de conciencia, propiciado por

una conciencia de nivel superior poseída por Homo sapiens, de la que carecían los

homínidos previos. Incluso se ha llegado a sostener (Guthrie, 2005) que el arte parietal,

lejos de apuntar a representaciones ligadas a aspectos mágicos o religiosos, suponía algo

mucho más mundano, una especie de graffitis realizados por adultos y jóvenes que

reflejaban los aspectos más cotidianos, como la familia. Por tanto, la simplificación de

aplicar la noción de ‘arte’ a ese período evita un problema mucho mayor.

Un segundo ejemplo de afirmación simplificadora, pero que a pesar de ello

parece razonable, la ofrece el libro de Anaya (p. 146): “El aumento de la capacidad

craneal y cerebral aumentó su [homínidos; VML] inteligencia, haciendo posible las

capacidades de pensar, hablar, inventar y fabricar herramientas”. La primera parte de

la afirmación parece certera, como ha mostrado el trabajo de Harry Jerison (cf. Jerison,

1973, 1985) sobre la proporción entre el tamaño relativo del cerebro y del cuerpo

(‘coeficiente de encefalización’), de modo que los cerebros de los animales

considerados más inteligentes son proporcionalmente más grandes con respecto al

cuerpo que los de otros seres. Pero en cuanto a la segunda parte, que una especie sea

más o menos inteligente no se relaciona con la posibilidad de poder exteriorizar los

pensamientos a los congéneres. De hecho, los animales poseen una rica vida mental

(representaciones conceptuales muy complejas), si bien su comunicación se limita a

aspectos muy concretos y limitados (cf. Longa, 2007): como señala Hurford (2007, p.

164), “mostly they keep this rich content to themselves”, y esto rige igualmente para las

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especies consideradas como más inteligentes. Por otro lado, no es menos cuestionable la

relación de causa-efecto establecida por Anaya entre inteligencia y lenguaje; numerosos

autores, desde marcos diferentes, sostienen más bien lo contrario, que el lenguaje

provocó un aumento muy fuerte de la inteligencia, y no al revés (cf. Bickerton, 1990,

1995; Dennett 1995, 1996; MacPhail, 1987; Spelke, 2003, entre otros muchos). Pero, de

nuevo, tal simplificación no se antoja contraproducente, pues con ella el niño no debe

enfrentarse a cuestiones que no son claras ni siquiera para los especialistas.

Valgan ambos ejemplos para mostrar que a veces es razonable (o necesario,

incluso) simplificar aspectos que de otro modo serían demasiado complejos para

alumnos del nivel considerado. Pero cuestión muy diferente es efectuar afirmaciones

inexactas sobre aspectos en los que no hay necesidad de simplificar, sobre todo cuando

las imágenes ofrecidas al alumno reproducen un modelo ideológico determinado, como

el eurocentrismo. El siguiente apartado analiza tales cuestiones, divididas por ámbitos.

2. ANÁLISIS DEL CONTENIDO DE LOS CUATRO LIBROS DE TEXTO

2.1. Cronología y etapas

Debe destacarse en primer lugar la gran divergencia que existe entre los

diferentes libros de texto sobre la cronología de las etapas del Paleolítico, en especial

del Paleolítico medio: mientras SM (p. 145) señala que esta etapa empezó hace 100.000

años, Bruño (p. 162) ofrece la cifra de 150.000 años, y Anaya (p. 148), 200.000. Es esta

última fecha la más ajustada (cf. d’Errico et al., 2003, p. 4), pero incluso se queda corta:

mientras Klein (2009, pp. 395 y 483) atribuye al Paleolítico medio y a su tradición

musteriense una antigüedad de 250.000-200.000 años en Europa y África (cf. también

Klein y Edgar, 2002, p. 231), según muchos el comienzo de tal etapa es aún más

antiguo, 300.000 años (Gamble, 2007, p. 174), o 300.000-250.000 años (Bar-Yosef,

2008, p. 377). En lo que respecta a África, la tecnología equivalente del Paleolítico

medio europeo, la de la Edad de la Piedra media, “was present before 285,000 years”

(McBrearty y Tryon, 2005, p. 258), mientras que McBrearty y Brooks (2000, p. 453)

sostienen una franja de 300.000-250.000 años, y De la Torre Sáinz (2008, p. 228) un

poco menos de 300.000 años. Por tanto, no se entiende bien la divergencia cronológica

existente entre los libros de texto, especialmente en lo que se refiere a una datación para

el Paleolítico medio tan reciente como 100.000 años.

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Sin embargo, la cronología no es lo más relevante. Lo que más llama la atención

es que los cuatro libros aluden solamente a la cronología y etapas europeas, ignorando

cualquier referencia a las etapas del registro arqueológico africano más relevante, el del

África subsahariana. Téngase en cuenta que las nociones de Paleolítico inferior, medio y

superior se refieren a Europa (y norte de África, aunque hay diferencias entre los

períodos medio por un lado y superior por otro en ambas áreas); para África

subsahariana se utilizan las denominaciones de Edad de la Piedra temprana, media y

tardía. Tal restricción a Europa y omisión de África (consistente con el eurocentrismo

mostrado por los cuatro libros) es de lamentar, pues el registro africano se ha mostrado

en los últimos tiempos tremendamente importante, hasta el punto de haber alterado la

percepción sobre el origen de la conducta moderna (cf. infra). La razón de ignorar las

etapas africanas podría deberse a dos factores: bien centrarse en Europa

(eurocentrismo), o bien considerar que las etapas africanas son plenamente equivalentes

a las europeas. Si esta segunda opción fuera la causa, sería insostenible, como señalan

McBrearty y Brooks (2000, p. 456): “As early as the 1920s it was clear that the African

archaeological record could not be accommodated within the European Paleolithic

model. A separate scheme of Earlier, Middle and Later Stone Ages (ESA, MSA, and

LSA) was devised for Stone Age Africa […] to emphasize its distinctiveness from the

Lower, Middle, and Upper Paleolithic of Europe”.

En todo caso, teniendo en cuenta que África es completamente ignorada en los

cuatro libros, salvo para sostener que es la cuna ‘anatómica’ de la humanidad, no

sorprende la desatención a los períodos arqueológicos africanos. Se pueden, pues,

aplicar a esos libros las siguientes palabras de McBrearty y Brooks (2000, p. 453): “This

view of events stems from a profound Eurocentric bias”.

Esa concepción eurocéntrica se manifiesta en otros aspectos, como la afirmación

de Anaya (p. 148) según la que el Paleolítico superior “es la época del Homo sapiens,

representado en Europa por el hombre de Cromagnon”. Esto deja de lado que en

realidad el Homo sapiens o (humano anatómicamente moderno) es mucho más antiguo

que los 40.000-35.000 años en que se inicia el Paleolítico superior, y además no se

entiende bien, pues en la p. 147 se atribuye al Sapiens una antigüedad de unos 195.000

años, consistente efectivamente con la nueva datación de unos cráneos descubiertos en

1967 en Etiopía (cf. McDougall et al., 2005). Por ello, la época con la que se debería

relacionar a nuestra especie es la Edad de la Piedra media africana: en ella no sólo

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aparece la anatomía moderna, sino también la conducta moderna. No se entiende (salvo

por el eurocentrismo) que se vincule al Sapiens con un período que es exclusivamente

europeo (y en el que incluso coexistió con los Neandertales durante unos 10.000 años,

por lo que ni siquiera fue la única especie existente en Europa): el hombre de

Cromagnon implica solamente la llegada de esos africanos modernos, cognitiva,

conductual y anatómicamente, a Europa.

2.2. Las herramientas y la ‘marca distintiva’ de lo humano

Mientras dos libros señalan que Homo habilis fabricó las primeras herramientas

de piedra (Bruño, p. 161 y Editex, p. 154), los otros dos apuntan a la confección de

herramientas como el rasgo distintivo humano. Así, SM (p. 147) afirma que los

homínidos lograron “la capacidad de fabricar sus propias herramientas”, de modo que

“La capacidad para fabricar útiles, aunque estos fueran muy rudimentarios, muestra el

rasgo distintivo del género humano”. Por su parte, según Anaya (p. 147) el género

Homo es considerado humano por su capacidad de fabricar herramientas. Este mismo

libro (p. 143) efectúa la siguiente pregunta: “El Australopithecus usó instrumentos pero

no los fabricó. ¿Se le puede considerar propiamente humano?” (la respuesta implícita

según el racional de la exposición del libro es ‘no’).

La información de estos dos libros es ambigua si no se cita que el rasgo

distintivo es la capacidad de fabricar útiles de piedra, y no de otros tipos. Durante

mucho tiempo se consideró que la principal diferencia (o una de las más relevantes,

junto al lenguaje) entre animales humanos y no humanos consistía en que estos últimos

no fabricaban herramientas, pero tal idea se ha revelado errónea. Como señalan Haslam

et al. (2009, p. 339), “Several animal species use tools and selectively manipulate

objects” (cf. Beck, 1980 para una amplia evidencia, y el reciente Finn et al., 2009 sobre

los pulpos). Ese uso no se restringe a los chimpancés, que usan una amplia tipología de

herramientas (cf. McGrew, 1992 y la síntesis de Haslam et al., 2009), incluyendo

herramientas de piedra usadas (pero no trabajadas) a modo de martillos y yunques para

abrir frutos secos como nueces, sino a otras especies, como los cuervos, que no solo

utilizan sino que modifican elementos, adaptándolos como herramientas (cf. Hunt y

Gray, 2004), o aplican una herramienta a otro objeto para usar este último a su vez

como otra herramienta, lo que implica la noción de ‘meta-herramienta’, obtenida

mediante una cadena compleja (cf. Wimpenny et al., 2009 y referencias).

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Por todo ello, aunque ciertamente ni los primates no humanos ni otros seres

trabajan la piedra, muchos animales usan gran variedad de materiales (madera, hojas,

ramas, hierba, corteza, piedra no tallada, etc.) como herramientas. La conclusión es

clara: la capacidad de fabricar útiles en general (sin especificar que esos útiles suponen

trabajar la piedra de manera consciente) no es ningún rasgo distintivo humano.

2.3. La laringe y su relación con la aparición del lenguaje

La evolución del lenguaje es un aspecto controvertido, ya que es obvio que un

rasgo cognitivo no fosiliza, por lo que es necesario inferir su posible existencia en un

período o una especie homínida dada a partir de la interpretación de objetos del registro

fósil y arqueológico. Dada tal dificultad, no es esperable que los libros de texto traten de

manera precisa una cuestión que carece de consenso. Pero tampoco lo es que

reproduzcan afirmaciones tradicionales, que recientes investigaciones han revelado

falsas. El papel de la laringe en la aparición del lenguaje es un claro ejemplo de esa falta

de actualización.

SM (p. 147) señala que hace 5 millones de años un cambio climático redujo los

bosques, obligando a los primeros homínidos a descender al suelo desde los árboles

para buscar comida. Eso determinó que adquirieran nuevos comportamientos como

caminar erguidos, lo que a su vez provocó cambios anatómicos como la posición

vertical de la columna, el bipedalismo para la locomoción, la cabeza erguida sobre la

espalda o la que nos interesa, “Transformaciones en la laringe que permitieron el

desarrollo del lenguaje articulado” (ibid.).

Sobre esto deben señalarse dos cuestiones. En primer lugar, dado que en el

cuadro de esa misma página se señala que los Homo habilis “pueden hablar”, parece

darse a entender que esa transformación en la laringe (su descenso) es muy antigua,

cuando los autores que han sostenido la importancia del ese descenso para obtener una

comunicación eficiente, como en especial Philip Lieberman (cf. Lieberman, 1984, 1991,

1998, 2006), han defendido que el descenso es muy reciente, producido en los humanos

modernos y del que incluso carecían los Neandertales, que coexistieron con ellos. Pero

la principal dificultad de la afirmación de SM consiste en que la importancia de la

bajada de la laringe, que se asumió durante mucho tiempo como clave para el lenguaje

(al menos, el de tipo moderno), ha sido rebatida de manera incuestionable.

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Tradicionalmente, el habla fue considerada un rasgo privativo del ser humano.

Ese supuesto carácter único ha sido especialmente defendido por Lieberman, cuya tesis

sobre la evolución del lenguaje se puede resumir en la primacía evolutiva del habla (cf.

Lieberman, 1984, 1991, 1998, 2003, 2006, 2007). Según este autor, la sintaxis y la

cognición humana modernas fueron propiciadas por una comunicación vocal rápida,

posibilitada por el descenso de la laringe y consiguiente reorganización del tracto vocal

supralaríngeo (donde la posición de la lengua tiene un papel central), que permitió

realizar una gama muy amplia de sonidos fundamentales para las lenguas. Según

Lieberman, aunque los primates pueden acceder a la sintaxis y al léxico (aspecto por

otro lado criticable; cf. Longa y López Rivera, 2005), no pueden hablar, al ser su

aparato vocal mucho más limitado. La relevancia de la bajada de la laringe para el

lenguaje, avanzada en origen por Lieberman et al. (1969), afirmaba que ese descenso,

inexistente en otros primates, fue una adaptación para producir un elenco más amplio de

sonidos.

La tesis del descenso de la laringe, aunque enfatizada por Lieberman, ha sido en

realidad un lugar común durante mucho tiempo, como señalan Fitch y Reby (2001, p.

1669): “The beliefs that a descended larynx is uniquely human and that it is diagnostic

of speech have played a central role in modern theorizing about the evolution of speech

and language” (cf., por ejemplo Arsuaga y Martínez, 1998, cap. 16). Tal idea, por tanto,

asumía que en los mamíferos existen dos modelos de posicionamiento de la laringe:

mientras todos los mamíferos, incluido el bebé humano, muestran una laringe alta (por

ello un bebé puede mamar y respirar a la vez), a partir de algunos meses de edad el niño

comienza a experimentar un descenso paulatino de ese órgano, que se sitúa en una

posición más baja.

Sin embargo, trabajos recientes han mostrado que la suposición de que “The

non-human larynx is positioned high” (Lieberman, 2003, p. 261) es falsa: la posición de

la laringe humana no es ‘especial’ en nuestra especie, por lo que no es específicamente

humana, ni específica del lenguaje (cf. sobre tal aspecto Fitch, 2000, 2002, 2005, 2009,

o Hauser y Fitch, 2003). Como muestran Fitch y Reby (2001), la laringe mamífera es

muy flexible y dinámica; en las vocalizaciones de animales tan diferentes entre sí como

cerdos, cabras, monos o perros, entre otros, la laringe es móvil, de modo que desciende,

e incluso en algunos casos (como en el perro) por debajo de la posición ocupada por

nuestra laringe. Pero ni siquiera una laringe descendida de manera permanente es un

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atributo específicamente humano, pues en animales como el ciervo rojo, el gamo o el

koala (Fitch y Reby, 2001), la gacela de Mongolia (Frey y Riede, 2003) o en bastantes

felinos (Weissengruber et al., 2002) la laringe ocupa de manera fija una posición

inferior a la nuestra. Dado que “none of these nonhuman species produces speech-like

sounds” (Fitch, 2009, p. 188), es obvio que “a descended larynx is not necessarily

indicative of speech” (Hauser y Fitch, 2003, p. 165). Por ello, la convergencia de la

bajada de la laringe en muchas especies tuvo que deberse a la actuación de una fuerza

selectiva diferente a la del propio lenguaje; autores como Ohala (1983) o Fitch (1997)

sugieren que pudo tener que ver con la exageración del tamaño corporal sugerido por las

vocalizaciones emitidas, aspecto aplicado por Fitch y Giedd (1999) al descenso

secundario de la laringe producido en la pubertad de los machos humanos.

El libro de texto de SM reproduce un modelo tradicional que ya no se sostiene.

Tal tratamiento requeriría una actualización para evitar presentar una idea desfasada

científicamente. Aunque tal actualización, teniendo en cuenta el nivel al que van

dirigidos los contenidos, no debería entrar en detalles sobre la laringe mamífera, debería

eliminar la relación directa establecida entre el descenso de la laringe y el lenguaje.

2.4. Cuestiones relacionadas con la tecnología de la Prehistoria

Algunos de los libros (en especial SM) muestran imprecisiones y ambigüedades

en su tratamiento de la tecnología prehistórica (cf. sobre tal tecnología las panorámicas

de Eiroa et al., 1999 y en especial de Schick y Toth, 1993). Ofrezco y discuto algunos

ejemplos.

Según SM (p. 145), en el Paleolítico inferior “los seres humanos comenzaron a

fabricar hachas de mano”. Esta alusión a los bifaces8 es cuando menos ambigua, porque

parece indicarse que esa tecnología es la primera de la humanidad, cuando en realidad

los bifaces se insertan en el segundo gran tecno-complejo, achelense, surgido hace 1.65

millones de años y que es 1 millón de años posterior al olduvayense, tecno-complejo

caracterizado por la industria de cantos tallados. Hay que esperar hasta la p. 148 para

leer una alusión a tales cantos. Por otro lado, mientras en el cuadro de la p. 144 se

señala que “El Homo erectus fabrica útiles de piedra”, con lo cual se da a entender que

el Homo habilis no fabricó herramientas (de hecho, no se cita tal aspecto), en el cuadro

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de la p. 147 se señala que los Homo habilis “fabrican útiles”, mientras que los Homo

erectus “fabrican bifaces”. Tal información es, pues, confusa.

Por otro lado, SM caracteriza al Paleolítico medio como “una etapa con mayor

progreso material que la anterior [Paleolítico inferior; VML]” (p. 145), pues en esa

etapa “los seres humanos dominan la técnica de la talla” (ibid.). Esta afirmación es,

cuando menos, muy discutible, pues los bifaces del Paleolítico inferior son producto de

una talla sofisticada (Mithen, 1996, pp. 128-129 expone su gran dificultad técnica) y

simétrica. La diferencia entre ambos períodos reside más bien en que mientras en el

Paleolítico inferior se trabajan núcleos de piedra (cantos tallados primero, bifaces

después), el Paleolítico medio trabaja los núcleos de piedra no para obtener núcleos en

sí, sino lascas, láminas de piedra cortantes desprendidas de los núcleos. De hecho, el

tecno-complejo musteriense del Paleolítico medio se caracteriza por la técnica de

reducción Levallois (cf. Dibble y Bar-Yosef, 1995). Aunque hay antecedentes de ella en

el complejo achelense del Paleolítico inferior (cf. Klein, 2009, pp. 487-488, y

McBrearty y Tryon, 2005, p. 257), la reducción Levallois se generaliza en el Paleolítico

medio, llegando a ser la técnica más característica. Ciertamente, este era un

procedimiento muy complejo, pues las lascas obtenidas (una grande o varias pequeñas)

eran de tamaño y forma predeterminadas, y se conseguían mediante un solo golpe a

partir de una muy meticulosa preparación previa del núcleo. Pero eso no justifica

afirmar que es en el Paleolítico medio donde se domina la técnica de talla, pues el

tallado de un bifaz era técnicamente complejo. Más bien, lo que se podría señalar es que

mientras en el Paleolítico inferior se domina la técnica de talla de núcleos, en el medio

se domina la técnica de obtención de lascas.

En esa misma página (p. 145), SM define la técnica de la talla como “Forma de

trabajar la piedra mediante golpes secos, separando fragmentos hasta conseguir el útil

preciso”. Teniendo en cuenta lo señalado en el párrafo previo, tal definición, que alude

al trabajo del núcleo, excluye la talla precisamente del Paleolítico medio, caracterizada

por las industrias de lascas (el tecno-complejo musteriense se caracteriza por el hecho

de que, en general, se dejan de construir bifaces, de modo que en él predominan

industrias de lascas sin presencia de bifaces; cf. Klein, 2009, p. 295).

SM también señala (p. 145) que en el Paleolítico superior hay “herramientas

más complejas y variadas, como anzuelos y agujas”. Sin embargo, no es correcto

vincular el origen de tal tipo de tecnología con el Paleolítico europeo, entendiéndose esa

13

afirmación como una muestra más del eurocentrismo subyacente. La tecnología propia

de los humanos modernos es bastante anterior al Paleolítico superior, pues en

yacimientos africanos (especialmente de Sudáfrica) se documentan rasgos tecnológicos

presentes en el Paleolítico superior europeo unos 30.000-40.000 años antes de esta

etapa, durante la Edad de la Piedra media africana. Por ejemplo, Mellars (2002) apunta

la existencia en África meridional de una tecnología moderna “en una fecha

sustancialmente más temprana que en cualquier otra parte de Europa”. Dos casos

paradigmáticos son los yacimientos de Klasies River Mouth y de la cueva Blombos: en

el primero existen industrias líticas (conocidas como industrias Howieson’s Poort)

datadas entre 80.000 y 56.000, y con un auge entre 70.000-65.000 años (cf. Miller et al.,

1999), que son muy semejantes en muchos aspectos a las del Paleolítico superior, como

una tecnología muy sofisticada de hojas (téngase en cuenta que según Mellars, 2002, p.

46, el Paleolítico superior muestra un paso de tecnologías basadas en lascas, vinculadas

al musteriense del Paleolítico medio, a otras basadas en hojas alargadas). Por su parte,

Blombos ofrece un tipo de tecnología diferente, muy abundante en microlitos, pequeños

objetos, como puntas de proyectil, similares a las del Solutrense europeo, y datados en

unos 80.000 años (por tanto, unos 60.000 años antes del Solutrense).

Pero dado que se vincula la tecnología moderna específicamente con el

Paleolítico superior, ignorando por completo a África, se vuelve a ofrecer la imagen de

que es en Europa cuando el Homo sapiens deviene (en este caso) tecnológicamente

moderno.

También el libro de Anaya muestra alguna afirmación inexacta. Una de ellas es

sostener que el Paleolítico (en general, sin diferenciar ninguna de sus tres divisiones) se

refiere al sistema más antiguo de trabajar la piedra, la talla, “consistente en golpearla

con otra para darle forma u obtener fragmentos, llamados lascas” (p. 145). De tal

afirmación parece desprenderse que se alude a la técnica de talla por percusión directa

mediante percutores duros (golpear una piedra con otra). Sin embargo, en el tallado de

la piedra no sólo se usaban percutores duros (piedras), sino también blandos (hueso o

madera) en etapas finales de la confección de la herramienta, como sucedía en bifaces

achelenses. Por otro lado, en el Paleolítico superior (y esto se aplica también a la Edad

de la Piedra media y tardía africanas) también existe la técnica de talla por percusión

indirecta (cf. Mellars, 2002, y para mayor amplitud, Mellars, 1989a).

14

La mayor parte de aspectos problemáticos referidos se hubieran solventado

mediante un breve listado de los principales tecno-complejos (olduvayense, achelense,

musteriense, etc., nombres que ni siquiera se mencionan), junto al tipo de herramientas

más características de cada uno, mencionando el papel fundamental de África.

2.4. Ideas sobre ‘superioridad’ en el proceso evolutivo

Al introducir contenidos referidos a la evolución, es fundamental evitar generar

en el alumno las ideas de superioridad o inferioridad en el proceso evolutivo, esto es,

evitar presentar la evolución (humana, en este caso, pero también la de la vida en

general) como una gradación o avance desde lo ‘imperfecto’ a lo ‘perfecto’. De ser así,

se introduciría la idea de direccionalidad del proceso evolutivo, algo de lo que podría

derivarse la asunción, por ejemplo, de que la evolución debía ‘culminar’ con nuestra

especie. Y evitar esto es especialmente importante porque en el pasado la concepción

(incluso científica) sobre los homínidos previos ha sido muy despectiva (cf. Balari et

al., en prensa, y referencias). Afortunadamente, tal concepción ha sido abolida de la

Paleoantropología, pero aún no de la sociedad en general. Por ello, es necesario

combatir tal idea desde la propia base, esto es, desde la escuela.

Los libros analizados sostienen, de modo explícito a veces y velado otras, una

concepción de direccionalidad o progresión que es incompatible con el propio proceso

evolutivo. Por ejemplo, aunque es factible sostener, como hace Editex (p. 155), que la

inteligencia (de manera equivalente, la creatividad o versatilidad mental, o ‘fluidez

cognitiva’ en términos de Mithen, 1996) de los Sapiens era mayor que la de los

Neandertales, algo que deriva del registro arqueológico vinculado a ambas especies (cf.

Longa, 2009 sobre el ámbito tecnológico, y Balari et al., 2008, para una discusión

general), lo que ya no es justificable es afirmar, en referencia al Homo sapiens, que

“expresaban sus sentimientos a través del arte, algo que les hacía totalmente diferentes,

y superiores, a todos los homínidos precedentes” (ibid.). Aunque esta afirmación sobre

‘superioridad’ es una de las más explícitas, los libros contemplados están impregnados

de esa visión: herramientas “cada vez más perfectas” (Editex, p. 156), “más

perfeccionadas” (Bruño, p. 161, en referencia a las herramientas del Neandertal), etc.

La información transmitida debería estar libre de alusiones como las señaladas, y

por supuesto, no se debería caracterizar a los humanos modernos como ‘superiores’ a

15

los anteriores. Tales concepciones chocan con la esencia de la evolución, que carece de

cualquier propósito, progreso, intencionalidad o dirección (Dennett, 1995, Ruse, 1986).

Como señaló Jacob (1977), la evolución es una especie de chapucera, que simplemente

trabaja con lo que tiene a mano en cada momento, sin perseguir nada. No hay nada más

que el aquí y el ahora en términos evolutivos. En otras palabras, y como ya intuyó el

propio Darwin (1859), la evolución no puede ‘ver hacia delante’.

Aunque en la evolución de la vida existe un avance desde lo simple a lo

complejo, ambos términos no se pueden identificar de ningún modo con primitivo,

inferior, o bien con superior, perfeccionado, etc., respectivamente (cf. Ruse, 1986, pp.

14-15). Tal identificación implica situar a seres supuestamente inferiores en una

posición más baja de la escala evolutiva, y a otros superiores en un lugar más alto, en

tanto que están respectivamente ‘menos evolucionados’ y ‘más evolucionados’. Sin

embargo, todos los seres, bacteria, elefante, león u Homo habilis, están máximamente

evolucionados, porque todos ellos tuvieron que hacer frente evolutivamente a los

problemas y requisitos impuestos por el entorno. Desde esta perspectiva, el supuesto

camino hacia la perfección o superioridad es un simple efecto ilusorio de que nuevas

opciones o, en términos de Dennett (1995), nuevos movimientos por el espacio del

diseño, requieren nuevas soluciones en forma de adaptaciones. Téngase además en

cuenta que la mayor complejidad no implica progreso ni perfección, pues hoy en día

conviven formas muy simples con otras más complejas, y además los seres de mayor

éxito evolutivo son organismos muy simples, como las bacterias, que han existido

durante más de 3.000 millones de años.

Por ello, los libros de texto deberían ser muy cuidadosos en tal ámbito, evitando

afirmar que ciertas especies o rasgos son superiores a otros previos. Aunque

Neandertales, Erectus o Sapiens estaban dotados de capacidades diferentes, todos ellos

estaban plenamente evolucionados, por lo que no es posible ver a ninguno de los dos

primeros como ‘inferiores’ a los Sapiens (esto supondría, además, juzgar a otras

especies por el rasero humano moderno, estrategia claramente antropocéntrica). Que

fueran surgiendo herramientas más complejas no implica que fueran más perfectas, de

igual modo en que la aparición del arte revela una capacidad cognitiva importante, una

nueva manera de ‘ver’ el mundo (cf. Balari et al., 2008, apdo. 4), pero en ningún caso

eso significa superioridad, que no se justifica sino según la noción tradicional de escala

16

evolutiva. Los niños no deberían ser instruidos en tales ideas, que chocan con la propia

biología evolutiva, puesto que en ese caso, tenderán a asumirlas y a reproducirlas.

2.5. Los Neandertales y los enterramientos

Un rasgo común a los cuatro libros es atribuir a los Neandertales rasgos muy

dudosos, cuya justificación es muy endeble o inexistente. Por ejemplo, los libros

sostienen correctamente que los Neandertales enterraban a los muertos o cuidaban a los

enfermos, pero lo que difícilmente se puede justificar es afirmar que sus enterramientos

implicaban manifestaciones religiosas, ni sostener que se hacían con ofrendas, único

aspecto que podría apoyar la atribución de tales manifestaciones.

En un apartado específico sobre el Neandertal, Editex (p. 155) señala que esta

especie “Acompañaba las tumbas con flores y utensilios”. También Anaya (p. 147)

afirma que los Neandertales enterraban a sus muertos, sin ir más allá, si bien en la p.

149 señala, en referencia al Paleolítico (sin especificar) que los muertos “se enterraban

con armas y adornos” (esto sólo sucede en el Paleolítico superior, pero no en el medio,

donde se sitúa el Neandertal, y mucho menos en el inferior). Bruño (p. 161) adopta la

misma exposición, pues sobre el hombre del Paleolítico (sin precisar) afirma que

“Entierran a sus muertos junto a objetos de adorno, alimentos y herramientas, lo que

hace pensar en creencias religiosas”: tal aspecto sólo se produce en el Paleolítico

superior en lo que respecta a Europa.

Según SM (p. 147), el Neandertal realiza ritos funerarios en los enterramientos,

señalando igualmente que “Durante el Paleolítico medio, los neandertales fueron

desarrollando creencias mágico-religiosas relacionadas con la vida y la muerte. Esto

se manifiesta en sus enterramientos, que son los más antiguos que conocemos (80.000

años a. C.)” (de hecho, algunos son aún más antiguos, como el de Tabun, en el Monte

Carmelo, Israel, cuya nueva datación por Grün y Stringer, 2000 elevó su antigüedad

desde 40.000 a más de 100.000 años).

Como señalé antes, inferir creencias religiosas (creer en otra vida después de la

muerte) a partir de los enterramientos neandertales es algo justificado de manera muy

débil, y sostenido por muy pocos paleoantropólogos (Trinkaus, 2007, d’Errico, 2009),

frente a la gran mayoría, que asumen lo contrario, dada la falta de evidencia al respecto.

Para atribuir creencias religiosas a una especie no es suficiente con que sus muertos

17

sean enterrados intencionalmente, sino que los enterramientos deben estar acompañados

por ofrendas mortuorias. Sólo en este segundo caso, pero no en el primero, se puede

inferir la existencia de simbolismo, esto es, de creencias religiosas, atestiguadas

precisamente por las ofrendas, que serán usadas por el difunto en la otra vida. Y lo

cierto es que no hay ni una sola prueba consistente de ofrendas en los enterramientos

neandertales, lo cual sería lo único que permitiría suponer que tenían tal conducta

simbólica (cf. la discusión de Balari et al., 2008). Sin ofrendas asociadas, el

enterramiento puede no tener otro objetivo que el higiénico, o el de evitar atraer a la

cueva alimañas que devoraran los restos (como señalan Arsuaga, 1999, p. 342 o Ayala y

Cela Conde, 2006, p. 108, los enterramientos neandertales siempre se han hallado en

cuevas, no al aire libre); tal posibilidad es sugerida por autores como Mithen (1996, p.

146) o Klein y Edgar (2002, p. 190). Por tanto, un enterramiento puede ser intencional,

pero sin tener carga simbólica alguna. O bien esos enterramientos neandertales podrían

reflejar vínculos sociales o emocionales (Mellars, 1996, p. 24) o la importancia de los

antepasados en el grupo (Mithen, 1996, p. 146), pero sin que eso, de nuevo, apunte a un

entierro simbólico, dada la ausencia de cualquier tipo de ofrenda.

De hecho, d’Errico (2003), autor que sostiene la modernidad conductual de los

Neandertales, afirma que Neandertales y Sapiens hacían enterramientos intencionados,

señalando que los primeros no contenían ofrendas ni ornamentos, los cuales abundan en

los segundos. Este autor presenta tal divergencia como “the only difference” (d’Errico,

2003, p. 196), pero esa diferencia es central, pues es la única que podría atestiguar una

conducta simbólica clara. Por esa razón, señalan McBrearty y Brooks (2000, p. 519) que

“particularly significant is the lack of grave goods in Neanderthal burials”. Esto mismo

lo reconoce Arsuaga (1999), defensor por otro lado de la cercanía cognitiva entre

humanos modernos y Neandertales en bastantes aspectos. A su juicio, no habría dudas

sobre la existencia de simbolismo en los enterramientos neandertales si se pudiera

descubrir en ellos un ritual funerario; a pesar de ello, “hasta ahora nadie se ha

presentado con la prueba definitiva de un comportamiento ritual, o simbólico en

general, anterior a los cromañones del Paleolítico superior” (Arsuaga, 1999, p. 344).

Aunque se han aducido algunas supuestas ofrendas mortuorias neandertales

(muy pocas), su examen detenido ha revelado inequívocamente que no eran tales, por lo

que los libros de texto no deberían dar por hecho su existencia. Algunos casos son unos

cuernos en el enterramiento de Teshik Tash, Uzbekistán, y en especial, por ser la más

18

famosa, el aparente lecho floral en Shanidar IV, Irak. De hecho, es a éste al que alude

Editex cuando apunta que los Neandertales acompañaban las tumbas con flores. En ese

enterramiento de un adulto, descubierto en 1960, se encontraron altas cantidades de

polen, lo que llevó a Solecki (1971) a concluir que junto al cuerpo se depositaron

ofrendas florales. Posteriormente se demostró que el polen fue introducido allí por un

roedor (Meriones persicus) presente en el yacimiento, que se alimenta de flores y

plantas y que las almacena en grandes cantidades. Por tanto, como sostiene Ayala y

Cela Conde (2006, p. 108), “las pruebas a favor de la existencia de supuestos rituales

de ofrenda a los muertos neandertales flores u otros objetos de culto no resisten un

examen serio” (cf. Mellars, 1996 para un examen crítico de esos casos). En realidad, los

dos únicos ejemplos incuestionables de ofrendas funerarias (si bien modestas, muy

alejadas de la espectacularidad de enterramientos como el de Sungir, en Rusia) en el

Paleolítico medio, encontrados en Qafzeh y Skhul (Israel), se asocian a esqueletos de

humanos modernos, no de Neandertales (Mellars, 1996, p. 24).

Por ello, no parece posible sostener que los enterramientos neandertales,

intencionados como sin duda eran (al menos, algunos) impliquen un simbolismo claro,

consistente en creer en otra vida después de la muerte. Como sostiene Mellars (1996, p.

24): “We must assume that the act of deliberate burial implies some strong social or

emotional bonds in Neanderthal societies […]. But to go beyond this and suggest that

the act of burial must be seen as inherently and explicitly symbolic seems to me difficult

to sustain. In the absence of either clear ritual or unambiguous grave offerings

associated with Neanderthal burials in Europe it must be concluded that the case for a

clear symbolic component in burial practices remains at best unproven”.

2.6. El arte

Uno de los ejemplos más claros de eurocentrismo en los cuatro libros

consultados es su tratamiento del arte (sobre el ‘arte’ prehistórico, cf. Sanchidrián,

2001). También en este caso, como en otros discutidos antes, se sugiere la imagen de

que los africanos eran primitivos conductualmente hasta que llegan a Europa, donde

como por arte de magia surge la conducta moderna: aunque los libros vinculan

correctamente el arte con el Homo sapiens, afirman que el arte surge durante el

Paleolítico superior europeo, siendo así presentado como una invención europea. Por

19

ejemplo, según SM (p. 144) “El Homo sapiens sapiens descubre el arte” en el

Paleolítico superior europeo, hace 40-35.000 años, algo reiterado en la p. 145.

Sorprende, sin embargo, la contradicción cronológica con respecto a la p. 143, en la que

se señala que las primeras obras de arte aparecen “hace aproximadamente 15.000 años”.

Los otros tres libros siguen una línea idéntica, afirmando que el origen del arte reside en

las manifestaciones (arte parietal y mobiliar o mueble) del Paleolítico superior europeo.

Tal perspectiva adopta plenamente lo que se ha llamado el ‘modelo de revolución

humana’ (cf. Gamble, 2007 sobre la noción de revolución en Prehistoria), cuya

ideología es “to set Europeans apart from their African ancestry” (McBrearty, 2007, p.

145). Ese modelo, adoptado tradicionalmente para describir el paso del Paleolítico

medio al superior europeos, es caracterizado así por McBrearty y Brooks (2000, p. 453):

“most reconstructions of later evolutionary history have featured a relatively brief and

dramatic shift known as the “human revolution” […] The “human revolution” model

proposes a dramatic alteration in human behavior at the Middle Paleolithic to Upper

Paleolithic transition at about 40 ka”. Aunque tal modelo ha sido ya rechazado

unánimemente (cf. McBrearty y Brooks, 2000, McBrearty, 2007), los cuatro libros de

texto lo siguen reproduciendo.

Precisamente, McBrearty y Brooks (2000) efectuaron una demoledora crítica de

ese modelo, que, al asumir que la conducta moderna surgió de golpe en Europa,

ignoraba la gran importancia del registro arqueológico africano (cf. Longa, en prensa).

Con sus propias palabras, “the ‘human revolution’ model creates a time lag between the

appearance of anatomical modernity and perceived behavioural modernity, and creates

the impression that the earliest modern Africans were behaviourally primitive. This

view of events stems from a profound Eurocentric bias and a failure to appreciate the

depth and breadth of the African archaeological record” (McBrearty y Brooks, 2000, p.

453). En su exhaustivo repaso a la arqueología africana, McBrearty y Brooks (2000)

muestran que la modernidad conductual surge en África decenas de miles de años antes

de que llegue a Europa de la mano de poblaciones africanas desplazadas hasta nuestro

continente (y esto no se limita al arte sino a todos los indicadores de la conducta

moderna). Por ello, según McBrearty y Brooks (2000, p. 454), el modelo de revolución

humana “is fatally flawed. Modern humans and modern human behaviors arose first in

Africa”. Por otro lado, el análisis del registro arqueológico australiano, como el de

Brumm y Moore (2005), permite llegar a una similar conclusión, pues muestra que “the

20

pattern of change in the Australian archaeological sequence bears remarkable

similarity to the pattern from the Lower to Upper Palaeolithic in the Old World, a

finding that is inconsistent with the ‘symbolic revolution’ model of the origin of modern

behaviour” (Brumm y Moore, 2005, p. 157).

La creencia de que el arte, y otros rasgos que definen la conducta moderna,

fueron un desarrollo específicamente europeo fue asumida tradicionalmente, en parte

debido al eurocentrismo de la Paleoantropología, y en parte por la asimetría existente

entre un registro europeo bien conocido (cientos de yacimientos exhaustivamente

excavados) y un registro africano muy poco conocido en comparación. Pero ese origen

europeo del arte (y del resto de la conducta moderna) ha sido abolido gracias a

numerosos hallazgos arqueológicos en África durante las dos últimas décadas (cf.

infra). Por esa razón el modelo de ‘revolución humana’ es insostenible en la actualidad,

pues “many of the components of the ‘human revolution’ claimed to appear at 40-50 ka

are found in the African Middle Stone Age tens of thousands of years earlier”

(McBrearty y Brooks, 2000, p. 453) Autores como Mellars (2005, p. 18) coinciden

plenamente con tal apreciación: “at least the majority of the most distinctive and widely

discussed archeological features of the so-called Upper Paleolithic revolution in

Europe can be firmly documented in the archeological records of Africa by at least

70,000 to 80,000 BP, long before their occurrence in Europe” (tal aspecto ya era

señalado hace 20 años por autores como Mellars, 1989b, por lo que la atención

exclusiva a Europa por parte de los libros considerados revela falta de actualización).

Por ello, no se entiende que los cuatro libros de texto sigan reproduciendo ideas

de antaño que apuntan a una superioridad de los europeos frente a los africanos,

supuestamente primitivos en cuanto a la conducta. Estas palabras de McBrearty (2007,

p. 133) se aplican, pues, como anillo al dedo a los libros de 1º de E.S.O.: “In nearly

every undergraduate textbook that has dealt with the subject of human origins in the

last 30 years, the early stages in the human evolutionary career occur in Africa. The

culture is simple, the creatures ape-like, the time remote. But as the timeline

approaches the present, inexplicably the focus switches to Europe”.

En lo que respecta al arte, está bien establecido en la actualidad que no surgió

per se en Europa, sino que existía previamente en África, llegando a Europa de la mano

de las poblaciones africanas desplazadas hasta aquí (cf. Mellars, 1994, p. 72). El origen

africano del arte ha sido reafirmado gracias a hallazgos recientes muy relevantes, casi

21

todos en Sudáfrica, como en la cueva Blombos: en ella se descubrieron, por ejemplo,

dos piezas de ocre rectangulares de pequeño tamaño (numeradas como 8937 y 8938),

que tienen motivos geométricos cruzados, elaboradas mediante una secuencia

deliberada y compleja de pasos y datadas en unos 77.000 años (cf. Henshilwood et al.,

2002), esto es, 40.000 años antes del Paleolítico superior europeo. Existe consenso

absoluto en que aunque ese descubrimiento “no es una imagen figurativa, actualmente

este es el ‘arte’ de más antigua datación del mundo” (Lewis-Williams, 2002, p. 101; cf.

también Mellars, 2002, p. 54, 2005, p. 17 o Mithen, 2006, p. 368). Tales imágenes

abstractas, “conventions unrelated to reality-based cognition” (Henshilwood et al.,

2002, p. 1279), están documentadas en numerosos yacimientos del Paleolítico superior

de Eurasia decenas de miles de años después (cf. Bahn y Vertut, 1997), por lo que “The

engravings [de Blombos; VML] support the emergence of modern human behavior in

Africa at least 35,000 years before the start of the Upper Paleolithic” (Henshilwood et

al., 2002, p. 1278). Y esos hallazgos casan con otros de la misma cueva que también

apuntan a un simbolismo claro, como 41 conchas perforadas usadas para prácticas

simbólicas, de 75.000 años de antigüedad 39 de ellas (nivel M1) y de 78.000 años las

otras 2 (nivel M2) (cf. d’Errico et al., 2005)9.

Por otro lado, aunque en lo que respecta al arte ocupan un lugar de privilegio las

pinturas rupestres europeas, mayormente limitadas al área franco-cantábrica (Altamira,

Lascaux, etc.), el repaso de Sanchidrián (2001) sobre el arte prehistórico le hace

concluir que “la creación artística al final del Pleistoceno no es una circunstancia

exclusivamente europea, sino que se extendió por todo el mundo (Australia, América,

Asia y África) siempre en fechas acordes con la ‘colonización’ de esos territorios por

parte del Homo sapiens sapiens” (Sanchidrián 2001: 40). Por ejemplo, en Australia hay

arte abstracto en forma de figuras geométricas (petroglifos) en yacimientos como

Whartoon Hill o Panaramitee datados entre 45.100 y 36-400 años, o de fragmentos de

roca pintada que en algunos casos (Carpenter’s Gap, en la región de Kimberley)

alcanzan 42.000 años de antigüedad (cf. O’Connor y Fankhauser, 2001, y la panorámica

de Balme et al., 2009), si bien en otros yacimientos hay restos de pintura de ocre que

pueden remontarse hasta más de 50.000 años (cf. Mulvaney y Kamminga, 1999).

Para finalizar, estas palabras de Lewis-Williams (2002, p. 101) son muy claras:

“La idea de que todos los distintos tipos de arte y el comportamiento simbólico

plenamente desarrollado aparecieron en Europa podría denominarse la ‘Ilusión

22

creativa’ […] Si la mente moderna y el comportamiento moderno evolucionaron

esporádicamente en África, se sigue que el potencial para todas las actividades

simbólicas que vemos en la Europa occidental del Paleolítico superior existía antes de

que las comunidades de Homo sapiens llegaran a Francia y a la Península Ibérica”.

Lamentablemente, los libros de texto analizados siguen inculcando en el alumno la idea,

ya rechazada, de la ‘ilusión creativa’.

3. CONCLUSIÓN

Este trabajo ha investigado el tratamiento de la Prehistoria en cuatro libros de

texto de 1º de E.S.O. El análisis ha revelado por un lado diferentes imprecisiones y

afirmaciones confusas, ambiguas, cuestionables o incluso erróneas. Pero más allá de

ello, y sobre todo, ha revelado también un profundo sesgo eurocéntrico compartido por

todos los libros considerados, de manera que África y el registro arqueológico africano

son ignorados por completo. Con ello, se ofrece la idea implícita de que los africanos

fueron conductualmente primitivos hasta el momento en que llegan a Europa, cuando

obtienen de golpe los rasgos que conforman la conducta moderna. Esperemos que esta

imagen o representación eurocéntrica sea abolida en breve del ámbito educativo.

NOTAS 1 Este trabajo se ha realizado al amparo del proyecto de investigación “Biolingüística: fundamento genético, desarrollo y evolución del lenguaje”, subvencionado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (ref.: HUM2007-60427/FILO) y cofinanciado parcialmente con fondos FEDER. 2 Tema 8, “El proceso de hominización. La Prehistoria”, pp. 143-160. 3 Deseo reconocer y agradecer la inestimable ayuda de la Dra. Soledad de la Blanca de la Paz, que me facilitó los capítulos correspondientes al resto de libros de texto considerados (Anaya, Bruño y Editex), y sin los que obviamente este artículo no se hubiera podido realizar. 4 Tema 9, “La Prehistoria”, pp. 143-155. 5 Tema 9, “La Prehistoria”, pp. 158-164. 6 Tema 10, “El amanecer de la humanidad”, pp. 153-167. 7 Para abreviar, la alusión a los cuatro libros de texto no se efectuará por los apellidos de los autores, sino por el nombre de la editorial. 8 El término ‘hacha de mano’, usado por los cuatro libros para aludir a los bifaces, está en desuso, pues tales instrumentos tenían cometidos muy diferentes (como por ejemplo cortar, perforar, golpear, cavar, raspar, etc.) que van mucho más allá de lo que se puede entender por un hacha; cf., por ejemplo, Eiroa et al. (1999, p. 57), quienes señalan que ‘hacha de mano’ es una “denominación errónea”. 9 Descubrimientos como esos, entre otros, han provocado que autores que previamente sostuvieron, en la línea del modelo de revolución humana, que “There are no signs of symbols in the archaeological record prior to about 32,000 years ago” (Noble y Davidson 1991, p. 223; cf. también Noble y Davidson, 1996) hayan modificado tales afirmaciones; por ejemplo, Davidson (2003, p. 155)

23

reconoce ya, basándose en algunos de esos hallazgos, que “The evidence for symbol use goes back 70,000 years ago”.

BIBLIOGRAFÍA

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Víctor M. Longa es Profesor Titular de Lingüística General en el Departamento de Literatura Española, Teoría de la Literatura y Lingüística General de la Universidad de

Santiago de Compostela

Correo-e: [email protected]