En Lo Alto de Un Barranco Hay Un Caminito

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    Frank David Bedoya Muñoz

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    Contenido 

    Relatos ..........................................................9  I Aures ................................................... 9

      II El niño que se hizo ateo sin conocera Nietzsche ....................................... 17

      III El Tablazo ....................................... 22  IV El cura, las muchachas y el maestro

    perverso ............................................ 28  V Irse ................................................... 44

    Conferencias ............................................ 49  VI ¿Por qué en Colombia nunca quisieron

    a Bolívar? ......................................... 49  VII El eterno retorno del Libertador ..... 72

    Ensayo ................................................... 107

      VIII Un mundo para Juliana ............. 107

    En lo alto de un barranco hay un caminito © Frank David Bedoya MuñozEdición digital: diciembre de 2015

    Primera edición impresa: Medellín, abril de 2016Ilustración de cubierta:Sergio Alonso Bedoya Muñoz, Momentos felices (detalle), 2015Logo: adaptación caricatura de Vasco.

    Está permitida la reproducción en todo o en parte, siempre y

    cuando se citen el autor y la fuente.

    Impreso y hecho en Medellín, Colombia

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    IAures

     Tengo una infancia atragantada, una ciu-dad atravesada como un puñal que se quedóincrustado entre mis huesos y mis pensa-

    mientos.Papá nos llevaba de barrio en barrio bus-

    cando siempre una vida mejor, pero no durá-bamos mucho, siempre volvíamos a buscarde nuevo; las últimas casas —por n— fue-ron en Itagüí, pero de ese pueblo yo no quie-ro hablar. Parecíamos gitanos. Muchas vecesmamá hacía la cuenta de todas las casas enque habíamos vivido y comprobábamos queno eran menos de veinte. En una de esasaventuras a papá le dio por llevarnos a Bo-gotá, y con esa decisión comenzaron los la-berintos de nuestra existencia.

     Tengo tres años, en este punto sucede elprimer atisbo de mi conciencia. Voy en unautobús, es de noche, estoy sentado al ladode la ventanilla, veo la oscuridad de la nochecomo chorreándose por la velocidad entreclaros y oscuros de árboles que se sucedenrápidamente. A mi lado está una señora y unseñor totalmente extraños para mí; son mis

         R    e     l    a     t    o    s

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    tíos, pero cómo saberlo. Me llevan de regre-so a Medellín porque estoy muy enfermo. Noresistí el frío de la capital. Me han separadode mi familia. A pesar de mi corta edad yono entiendo, pero ya “pienso”. Es un recuer-do que no me abandona, este episodio lo hecontado mil veces y de múltiples formas; esla memoria jada sin tiempo ni espacio deun niño que se marcha y que es condenadoasí a la soledad. Tampoco es una tragedia,ni nada extraordinario, simplemente fue, yno se va.

    Comienzo de la soledad. En el barrio 12de Octubre estoy sentado en lo alto de unbarranco, hay un caminito. Aún tengo tresaños, o quizá ya cuatro, no sé. Todas las tar-des estoy sentado esperando que por ese ca-minito aparezca mi madre, también esperoa mi padre y a mis hermanos; pero ese niñosolo estaba pensando en su mamá.

    Fueron muchas tardes, por n en algunade ellas aparecieron. Mientras otros niños jugaban, yo adquirí la costumbre de quedar-

    me quieto y ponerme a “pensar”.Luego, en ese mismo lugar, ingresé a laescuela León de Greiff. Siempre me gustó esenombre, desde que lo escuché. Mucho tiem-po después supe del poeta que tanto admirohoy, y me alegré más por haberme entusias-mado desde niño con aquel nombre tan es-pléndido.

    Nos movíamos tanto, que el kínder, el pri-mer año de escuela y el segundo los hice entres instituciones distintas. ¡No me asombraahora, como si fuera un eterno retorno, quecada dos o tres años me hastíe la estabilidad!

    Estoy en una cancha inmensa. Es el re-creo de la escuela. Muchos niños grandes y pequeños corretean sin parar, el día estásoleado, yo me quedo quieto en una esqui-na, los contemplo y me contemplo. Allí tengouna reexión, ¿por qué todos ellos no se de-tienen un momento? ¿Tan solo se mueven,arrebatados por un impulso de no acabar?Más bien pienso: ¿qué hago yo observándo-los, sin moverme? Sé que no lo pensaba conestas palabras que acabo de escribir, pero sísé que esto era lo que estaba pensando. Yo,niño enclenque de segundo de primaria, enlugar de estar jugando como los niños sanosme pongo a pensar; ya no tenía remedio.

    No hay forma de terminar el año allí. Nosvamos para un nuevo barrio: Aures. Hay quevolver a buscarles escuela a los niños, qué

    triste para mamá tanto ajetreo. La culpa noes de mi padre, sino de la sociedad que nostocó vivir, de nuestro descalabrado país.

    Mi abuelo era campesino, bravo, ague-rrido; fue concejal liberal y gaitanista en supueblo. Un día un hombre le advirtió que losconservadores iban por él. El libreto ya sesabía. Mataban a los liberales, se apropia-

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    ban de sus casas, violaban a las mujeres,les arrebataban la tierra. Mi abuelo con sushijos decidió irse para la ciudad. ¿Qué haceun campesino sin tierra en Medellín? Des-arraigado, melancólico. Nunca escuché estode mi abuelo, pero estoy convencido de queél y sus coterráneos andaban aigidos porhaber perdido su vida en el campo.

    Construyeron una casita en Aures. Miabuelo no abandonaba su costumbre decriar cerdos; ya no tenía tierra, por eso lo ha-cía en un lugar reducido en la parte traserade su casa “urbana”.

    Una mañana mi abuelo estaba lidiandocon sus animales, un cerdo, unos perros,un gallo. Aún no concibo cómo metió tantoanimal en un pequeño patio. Ya no lo dudo,mi abuelo sentía nostalgia por la vida delcampo que perdió. Decía que una mañanami abuelo estaba lidiando con sus animales,mi hermano mayor y yo estábamos cerca; elviejo nos llamó para que lo ayudáramos, y mihermano, siempre valiente, se acercó alegre.

    Yo me quedé rezagado en la puerta. Teníapánico al perro que ladraba, y el cerdo gri-taba me asustaba más. “Ese muchacho esun güevón”, dijo mi abuelo mirándome, en elpreciso instante en que me hallaba paraliza-do en la puerta. Así perdí el afecto del abue-lo, me quedé solo y con la vergüenza de serun cobarde.

    En la casa de los abuelos vivimos un tiem-po, luego comenzaron los periplos. Itagüí denuevo, ya lo he dicho, Bogotá, el 12 de Oc-tubre, de nuevo en Aures. Esta vez tenemosuna casa para nosotros solos, sin animales,para mi satisfacción.

    Una nueva escuela. Grado segundo deprimaria. A la profesora de ese entonces sele ocurrió la idea estrafalaria de que paraaceptarme en la escuela debía presentar unaprueba delante de todos los niños del salón.El desafío era hacer una resta con númerosde varias cifras, “llevando”; la hice correcta-mente y hubo entonces estupor en el audito-rio. Como que nadie sabía restar allí, porquedesde ese momento me convertí en el “inte-lectual” del grupo. A los pocos días ya teníaun muchacho que medía el doble que yo, in-timidándome y obligándome a que le hicierasus tareas, so pena de una buena golpiza.Una vez más mi hermano mayor, el valiente,fue el que me defendió. ¿De qué servía saberrestar si no me sabía defender? Mi hermano

    me defendía en la calle, pero luego él mismose desquitaba conmigo en la casa.Papá compró un lote para construir una

    casa. Estaba cerca de la casa alquilada don-de vivíamos. Pero el lote no era plano sinoun barranco, un precipicio, una ladera: loque compró fue un hueco para rellanar. Ycostaba más el relleno de piedra que cons-

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    truir la casa. Hijos de campesinos sin tierra,desarraigados en la ciudad. En el lote nuncase construyó nada, papá lo volvió a vender.

    Aures parece una cordillera. A un costa-do del barrio hay un valle con una pequeñaquebrada, y en aquel entonces las aventurasconsistían en ir por allá a recoger moras. Mihermano mayor, siempre temerario, se ibamás lejos. Un día se fue a una nca —pro-piedad privada— y por robarse unos man-gos lo agarraron a tiros. Él no se amedrentó y siguió con sus aventuras; yo, en cambio,preferí quedarme en casa. “Sacá a ese mu-chacho para la calle que se va a volver ungüevón”, le decía mi padre a mi madre. Undía, a regañadientes, salí. No habían trans-currido cinco minutos, cuando una piedrase estrelló en mi cara; coincidió mi salidacon que en ese instante estaban “jugando”a tirar piedra. Regresé ensangrentado, llenode histeria. “Que me digan güevón, yo a lacalle no vuelvo”. A mi hermano lo regañabanporque amaba la calle, a mí me regañaban

    por lo contrario.Aures tiene una panorámica privilegiada,se ve todo Medellín, el río, los edicios, escomo estar encima del mundo. Es estar ro-deado de montañas, viviendo en la parte altade una montaña contemplando la ciudad.

    Un día mi otro hermano, el menor, medijo: “David ¿qué habrá detrás de las mon-

    tañas?”, y él mismo se respondió: “Bogotá”.Yo, el “intelectual”, lo corregí. “No, nada deBogotá, detrás de estas montañas solo haymás montañas”.

     Todas las calles de Aures —menos una, laprincipal— estaban sin pavimentar. Eran deuna tierra amarilla seca, tierra estéril, ni siquiera en los frentes de las casas había jar-dines. Mi primer pensamiento pre-marxista:¿Por qué no pavimentarán todas las callespara que todos tengamos progreso? Ya es-taba echado a perder, al mismo tiempo mishermanos jugaban tranquilos sin pensartantas pendejadas.

    Un día me enamoré. Cerca de la escue-la vivían dos hermanas, Sandra y Elvia; meenamoré perdidamente de la primera. Ahorasí quise salir, tomé como costumbre cami-nar, pasar por su casa y mirarlas; a lo lejosme sonreían pero nunca me atreví a hablar-les. Por una mujer me convertí en un cami-nante.

    A lo lejos, en la ciudad, sonó una gran

    explosión. “¿Qué fue eso papá?” —“Mataron al gobernador”.Días después, las explosiones sonaron

    más cerca. A tan solo una cuadra de nuestracasa acribillaron a balazos a unas personasen una taberna; era de noche, los disparossonaron estruendosamente por varios minu-tos. A pesar de que estábamos resguardados

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    en la casa, vi el terror en el rostro de mi her-manito menor, estaba lleno de pánico, llora-ba sin parar. Ahí supe qué era la angustiaverdadera. Desde ese momento comprendíque mis propios temores eran trivialidades.El verdadero miedo era otro, la muerte quesiempre ronda en Medellín.

    Uno de mis hermanos tomó la costumbrede irse para el parqueadero de autobuses, elnido de reclutamiento de maleantes y sica-rios. Ahora en todo el Valle de Aburrá co-menzaba la violencia descomunal de la épo-ca de Pablo Escobar. Era en todas partes,pero todo comenzaría en los barrios altos dela ciudad, con los nietos de los campesinosdesarraigados por otras violencias anterio-res. Casi nadie recuerda eso y, sin embargo,es crucial. Papá tomó una decisión sabia:“vámonos de Aures, acá se nos van a dañarnuestros muchachos”.

    Nos fuimos. Nos salvamos. Pero, ¿paradónde?, para Itagüí. ¿Acaso allá no era lomismo? Al parecer, por unos días no. Que-

    darnos en Aures hubiese sido peor. Tengo una infancia atragantada, una ciu-dad atravesada como un puñal que se quedóincrustado entre mis huesos y mis pensa-mientos.

    Anhelos y temor.

    II

    El niño que se hizo ateo sinconocer a Nietzsche

     —Ven Juan, vámonos para el cuarto de

    atrás, aprovechemos que todos están ocupa-dos, no se van a dar cuenta.Sólo bastaron esas palabras pronuncia-

    das por una chiquilla, que ni siquiera teníalo senos aún bien formados, para que el pe-queño Juan ingresara al mundo inmisericor-de de la angustia.

     —Dale —agregó la otra amiguita, con unamirada más lasciva.

     Juan estaba preso del pánico, pero a lavez su cuerpo enclenque estaba estremeci-do por la excitación. Dos muchachitas — ninguna de las dos tendría aún los quinceaños— estaban poniendo contra la pared

    al inofensivo Juan, que de hecho era ya unadolescente bastante nervioso.

     Juan no era del todo inocente, ya sabíaperfectamente a qué lo estaban invitando; losabía muy bien porque días atrás una vecina —esa sí mucho mayor, con sus carnes mástensas y mejor formadas—, lo había iniciadoen los recovecos del placer, cuando en un día

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    solitario aprovechó para enseñarle a Juan a jugar a los “esposos que hacían el amor to-das las noches”.

    En esta ocasión Juan no aceptó la nue-va propuesta de sus amigas, no porque noquisiera hacerlo, sino porque lo asaltó unterror inmenso. Los adultos estaban, efec-tivamente, ocupados, pero no en cualquierocupación: en el momento en que esas chi-quillas endemoniadas lo invitaban a experi-mentar nuevos placeres, los “grandes” esta-ban rezando el rosario en la sala de la casa. Juan, que por ese entonces realizaba el cur-sillo para recibir la primera comunión, sintióque en esas circunstancias el pecado seríamortal. Otra cosa muy distinta sería si estu-vieran ocupados en otros menesteres menossagrados. Por más que lo quisiera —¡y vayaque sí lo estaba deseando!—, dijo que no.Sudó gotas frías al mismo tiempo que se ne-gaba, y después salió huyendo de tremendatentación, con su cuerpecito anhelante llenode temblor.

    Para aquellos días, Juan tenía que apren-derse de memoria el credo y hacer la con-fesión para su primera comunión. El credono se lo aprendió, no porque tuviera malamemoria, sino porque desde la noche en querechazó a sus amigas no había dejado depensar en esa oportunidad que desperdició.Su mente era un caos; a ratos pensaba que

    había hecho lo adecuado y tenía su “con-ciencia” tranquila y salvaguardada, pero lamayoría de las veces lo asaltaba un pensa-miento más insistente, su mente no parabade imaginar todo lo que hubiese podido pa-sar esa noche y todo el placer que hubiesepodido obtener. De esta manera Juan Cada-vid, con tan sólo once años de existencia, yase debatía entre los problemas más acucio-sos del bien y del mal.

    Llegó el día de la confesión y como erade esperarse Juan olvidó la última parte delbendito credo, luego pasó a la enumeraciónde sus pecados y esto fue lo único que se leocurrió: “Padre he peleado mucho con mishermanitos y un día fui muy grosero con mimamá”. Lo de sus pensamientos lascivos lodejó para sí. El sacerdote de la forma másmecánica y lánguida le impuso al muchachi-to la penitencia de rezar dos padrenuestros,tres avemarías y lo despachó. Juan ese díaintuyó la tontería de ese sacramento y, de-fraudado, se marchó.

    Pensó mucho en que la vaina no pasabapor el cura sino directamente por Dios. Se-guramente él sí se hubiera dado cuenta si Juan hubiera cometido el sacrilegio de tre-mendo pecado mientras los demás estabanrezando.

    Así seguía Juan todos los días con estascuestiones “teológicas” en su cabeza, seguía

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    al mismo tiempo con su máquina de pensa-mientos lujuriosos por lo que no había su-cedido y cada vez con un mayor arrepenti-miento por desaprovechar tal oportunidad. Juan no tenía sosiego, parecía quieto perosu mente no paraba de cavilar.

    Un día se volvió a tropezar con una de laschicas y a Juan le sucedió algo peor. Ella lomiró ahora no con lasciva sino con desdén.Le lanzó —o por lo menos esto fue lo que Juan creyó— una mirada de pesar y de ver-güenza que decía, “este niño fue un cobarde y un incapaz”. Lo vio como quien no quierever, como cuando las niñas ven a otros ni-ños de su misma edad con cierta repugnan-cia. Ahí sí Juan perdió la poca tranquilidadque le quedaba, ahora además su ego esta-ba malherido, el arrepentimiento aumentó. Juan, que no era un niño grosero, esta vez sípensó: “¿Cual pecador? Yo lo que soy es ungüevón”.

    Pasaron los días, pasó la comunión y Juan siguió con sus soliloquios intermina-

    bles. Y llegó a una conclusión decisiva parasu vida: “ese día hubiera aprovechado lainvitación, Dios no se hubiera dado cuentaporque Dios no puede estar en todas partesa la vez… es imposible que al mismo tiemponos esté mirando a todos”. Así razonó Juan.Un día en que la iglesia estaba vacía Juan sesentó por un largo tiempo —horas quizá—

    frente a una inmensa cruz. Miraba y mirabaal Cristo crucicado, esperando que pasaraalgo, pero nada pasó. Juan se sintió enga-ñado, frente a ese muñeco gigante de yeso,pensó: “si Dios no puede estar en todas par-tes es porque a lo mejor no está en ninguna”.

    Sin darse cuenta de lo mucho que estepensamiento lo había liberado, poco a pocose desligó de ese sentimiento de culpa quetanto lo había atormentado.

    Por esos días tomó la costumbre de salir acaminar. A la iglesia nunca más volvió.

    “¡Que se me aparecieran las muchachas!”,así siempre iba pensando Juan.

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    III El Tablazo

    Huyendo de la violencia de los barrios deMedellín, llegamos a Itagüí.

    Se suponía que El Tablazo era menos vio-

    lento que Aures, pero no fue así. En cada ca-lle, en cada esquina encontrábamos jóvenescon mirada tenebrosa, “todos tirando vicio”,así decían los mayores.

    Nosotros decidimos convertirnos en “me-taleros”, no “endemoniados” ni nada por elestilo, simplemente unos adolescentes queescuchaban una agrupación de moda llama-da Metallica. Todos comenzamos a vestirnosde negro. Como yo era el pintor de la fami-lia, terminé decorando las paredes de la casacon calaveras.

    Una estructura familiar fuerte, fundadaen el amor de un trabajador que portaba lanobleza del campo perdido, nos salvó de laperdición. Todos mis hermanos probaron lasdrogas, experimentaron pero no se quedaronallí. Yo ni la probé; no porque tuviera unaespecie de virtud especial, sino por cobardía.Aún prefería mantenerme en casa. Luego lle-

    garía el alcohol, ese sí lo probé y no sólo loprobé.

    Cada tanto el barrio era estremecido poruna balacera. De repente, todos salían co-rriendo, se escuchaban los gritos, quedabaun muerto y los curiosos salían a ver. Siem-pre el muerto era un joven. Recuerdo uno enespecial, un muchacho rubio de ojos azules,con una sonrisa angelical; en una ocasión,después de la balacera, la muerte le tocó aél. Observamos desde un balcón al asesino,también otro joven del barrio, que ahora sededicaba a la “limpieza social”.

    Durante muchos días estuve enfermo deparanoia. Nadie se dio cuenta pero el estadode nerviosismo en que me encontraba era yapatológico. El miedo que se apoderó de míera insensato, creía que en cualquier segun-do que pasara por la calle iba a ser víctimade un disparo. No salí. No quería salir. Pasévarias semanas en esa situación. Mis her-manos hacían su vida normal. La violenciapersistía cada semana, cada quince días,

    cada mes, y no cada segundo como lo temía yo. Al nal, no sé cómo me tranquilicé.Nunca olvidaré el rostro de una profesora

    de secundaria llorando por desesperación.Un día la señora no aguantó más, no podíadar clase, lloraba por ella, quizá lloraba pornosotros. El salón, más que un lugar de es-tudio, era otro “parche” de una banda llama-

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    da Séptimo C. Los alumnos parecían de gra-do once, pero estaban ahí en el segundo añodel bachillerato, haciendo nada más que rui-do, jugando bruscamente, amedrentando alos niños como yo, que no alcanzábamos losonce años y no les llegábamos a la cintura alos aspirantes a maosos. El colegio públicode Itagüí en el año 1991 era un caos, unaanarquía donde los profesores simulabanenseñar. Allí no se enseñó nada. Las insti-tuciones públicas eran la prolongación de lamaa de la calle. Nadie hacía nada. Creo quelos adultos tampoco sabían qué hacer.

    “Arréglate vamos a visitar al primo quellegó de los Estados Unidos”, me sugirió mimamá. No fui a ninguna parte, me indigna-ba el elogio que hacían la familia y los veci-nos de aquel muchacho aco, que antes noera nadie, que después se fue a los EstadosUnidos y ahora era millonario. Desle de au-tos nuevos y lujosos por la cuadra, trago ysancocho para todo el barrio. El sujeto, conuna gordura desproporcionada, ahora exhi-

    bía pesadas y grotescas cadenas de oro. Paratodos había regalo, a mí me tocó un llavero,un artilugio que emitía una luz roja en unadistancia considerable. Qué asco me da aúnrecordarlo. Embelesados con tonterías grin-gas. Dinero por doquier. Hay que trabajarcon el primo, ser amigo de él, de sus amigos,o sea de los maosos. El héroe del barrio. El

    ideal de El Tablazo, irse para Estados Unidosa vender droga y llegar repleto de billetes.

    Algunos años después ocurrió otra bala-cera. Mataron al primo. El Pablo Escobar enminiatura que se reproducía en cada barriode Medellín. A llorar el muerto, con el “nadiees eterno en el mundo” del cantante popular.

    Algunas casas del Tablazo se transforma-ron; tres, cuatro pisos, con acabados lujosos.“Un muerto en la casa pero nos quedaron lascasitas, bendito sea Dios”. Las demás casasquedaron igual, apeñuscadas, casas feas,para un barrio feo, de nombre feo. ¿A quiénse le ocurriría de nombre para un barrio “El Tablazo”? Nunca lo pude entender.

    Mamá nos contaba que antes todo eranncas; Calatrava, Ferrara, El Tablazo erauna loma, con una vista sin igual, unascuantas casas, un paraíso con frutales quemuy pronto se acabó. Después, a mediadosde los años cincuenta, empezó a llegar gentede todas partes. Desarraigados a arrinconar-se. A propósito, otro barrio peor: El Rincón.

    “Si eres del Tablazo no se te ocurra pasarpor El Rincón, porque eres hombre muerto.Si eres del Tablazo no pases por Las Acacias —otro barrio vecino—, porque eres hombremuerto”. ¿Entonces por dónde llegar? ¡No veque El Tablazo queda en medio de los dos!

    Decidí salir, pararme por algunos días enuna esquina, hacer amigos. ¿Qué se hace en

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    una esquina? Nada, fumar, esperar la bala-cera. Decidí volver al encierro.

    Pasaron los años, era hora de graduar-se, no aprendimos nada. O mejor dicho, sóloaprendimos a beber. Un baile de baladasnorteamericanas a oscuras, otra balacera.

    ¿Qué futuro teníamos los jóvenes de ladécada de los noventa en Itagüí, o en cual-quiera de los municipios del Valle del Abu-rrá? Ninguno. Sólo queríamos “rumbiar”,adormecernos en el alcohol. Los que pasa-ron el límite se convirtieron en matones. Losdemás, en sobrevivientes. Las cosas no hancambiado mucho. Los alcaldes han pactadocon los maosos el control del territorio, lasbalaceras disminuyeron, pero la estructurade exclusión social del barrio sigue igual.

    El Tablazo es un ruido continuo, en don-de, al parecer, nadie quiere el silencio. Nuncahay silencio en ese lugar del Vallé de Aburrá.El ruido estridente de los equipos de soni-do con música tropical, al máximo volumen,nunca puede faltar, ni en ese lugar ni en los

    lugares circundantes. Hoy se me ocurre queen nuestros barrios no se quiere el silencio,porque el silencio siempre trae consigo a losmuertos que no se quieren recordar.

    Un día un amigo, quizá el joven más bri-llante de nuestra generación, fue impactadopor una bala que le atravesó el pecho. “Se sal-

    vó de milagro”. ¿Pasaba por ahí y le tocó unabalacera? ¿O andaba con malas compañías?”.

    Morir o sobrevivir para contarlo. No más.

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    IV El cura, las muchachas y

    el maestro perverso

    Había jurado nunca trabajar más comoprofesor de colegios, y mucho menos en un

    colegio religioso. Era muy ateo y tenía en sucabeza toda la losofía nietzscheana, estabaaliado al único partido de izquierda en supaís y sentía que iba a conquistar el mun-do con las letras. Pero la dura realidad deldesempleo, las deudas acumuladas y la pér-dida inminente de su independencia econó-mica, lo obligaron a tragarse su juramento.Un viernes de una mañana en que hacía uncalor insoportable en Medellín, prestó unanticuado y caluroso cachaco; el nudo de lacorbata amenazaba con ahorcarlo en cual-quier momento, y el sentimiento de derrotalo llevaba arrastrado a una entrevista en uncolegio parroquial.

    Sabía investigar, dominaba la losofíacontemporánea, el psicoanálisis, la histo-ria, la geografía y la geopolítica del siglo XX. Tenía el don de la palabra, y con el tiempoaprendió los secretos de la pedagogía: du-rante ocho años fascinó a centenares de

    estudiantes que pasaron por sus clases desociales y de losofía. Como enseñaba contanta pasión, sus estudiantes lo adoraban.Era un auténtico intelectual, provocador yperspicaz con el conocimiento, que a nadiedejaba indiferente. Desde muy joven trabajóen uno de los colegios religiosos más presti-giosos de la ciudad. A pesar del éxito acadé-mico en sus clases, en este colegio solo durótres años, nalmente fue echado de ese lu-gar por ateo y comunista.

    La plenitud de su existencia la vivió enel segundo colegio donde trabajó. Tambiénera un colegio parroquial, pero, extrañamen-te, en este colegio existía libertad de cátedra y allí, en los cursos superiores de política ylosofía, aquel profesor, aún joven, vigoroso,atractivo, con ínfulas de sabio en ciernes,disfrutó seis meses de increíbles cátedrasde inspiración y de felicidad del saber. Fue,en medio año, el profesor más amado y ob-servado de la institución. Muchas alumnasestaban enamoradas de él, pero, por princi-

    pios éticos, renunció a aprovecharse de suposición privilegiada y declinó frente a lastentaciones que no le faltaban día a día. Elhistoriador, aún no graduado siquiera, vein-teañero, estaba viviendo una luna de mielcon el mundo, sabía ya a la perfección Laslecciones de los maestros  de George Steiner:

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    en la educación, el maestro auténtico es unseductor.

    No se imaginó que pronto llegaría su de-cadencia, la humillación de verse sometido, juzgado, cuestionado y proscrito de la socie-dad, en manos de un cura español franquis-ta, con aire de inquisidor medieval.

    Aquella mañana calurosa, mientras espe-raba aigido en una sala de espera la en-trevista que lo conduciría a las puertas deun completo inerno, recordó aquellos añosmozos en que solo le faltaba volar.

    De este segundo colegio, donde vivió prác-ticamente como un príncipe, no fue expulsa-do; como profesor aclamado, se dio el lujo derenunciar. Había decidido hacer un alto ensu vida y emprendió un viaje temerario paraconocer una revolución. Causó tanto impac-to su renuncia —apenas seis meses de glo-ria transcurridos en este colegio—, que susestudiantes decidieron hacerle una esta dedespedida en una discoteca de moda en laciudad. En medio de los tragos, de la mú-

    sica, una alumna lo sacó un momento delbaile y lo llevó a un lugar apartado y oscuro.Allí, sin decir una palabra, la chica se abrióla chaqueta y ofrendó sus senos grandes, re-dondos, completamente desnudos para suprofesor. Él, conmocionado y agradecido conese gesto, cortésmente, como un caballero,como alguien que está en las alturas, la cu-

    brió de nuevo sin tocarla y le dio un beso pa-ternal en la cabeza a la alocada muchacha.

    Después de su aventura política regre-só al país. Sentía ya tanta conanza en símismo que no se había ocupado de salir abuscar trabajo. No le preocupaba su futu-ro inmediato; vivía, por el momento, de suspropios sueños. Un día lo llamaron de un co-legio; sintió una grata sorpresa cuando supoque no lo llamaban de un colegio religioso,sino de una institución vanguardista, dondese privilegiaba la dignidad de los maestros ysu formación académica. Allí fue vacunadocontra el narcisismo: el rector de la institu-ción era un maestro viejo con mucha expe-riencia, inmensamente sabio y mil veces su-perior intelectualmente a él. Por lo tanto seidenticó con su jefe, maestro de maestros, y se convirtió, ya no en un profesor brillanteque escandalizaba a curas, sino en un pro-fesor laborioso, aprendiendo de la pedagogíalibertaria y poniendo a prueba todos sus co-nocimientos, en un lugar del apartado sur

    del Valle del Aburrá, donde no solo habíateoría sobre pedagogía sino la aplicación dela misma.

    Más maduro y aplacado, el brillante pro-fesor se convirtió en el discípulo amado. Transcurrieron cinco años de aprendizaje y de enseñanza vanguardista. Aunque aúnseducía con el conocimiento, ahora le pres-

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    taba más atención a los métodos y empezó aconar en la construcción colectiva del cono-cimiento con sus colegas. Claro que siemprebuscaba la forma de sobresalir con lo únicoque sabía hacer bien en la vida: leer, escribir y conversar.

    Solo hubo un problema: después de cin-co años de consolidación como maestro, uncomplejo de lucha de clases lo hizo entraren colisión existencial. El brillante y jovenmaestro, con tan solo treinta años cumpli-dos, ya con su carrera profesional terminada —obtuvo su grado como historiador a la vezque era profesor en este tercer y magnícocolegio—, decidió renunciar, pero, esta vez,renunciar del todo a ser profesor. No queríaseguir enseñándole a hijos de la nueva bur-guesía de Medellín para él seguir siendo unpobre maestro, por más brillante que fuera,al n y al cabo un pobre maestro. Su proble-ma no era el dinero o la posición social, suproblema era otro: “uno pa’ qué de izquierdasi termina educando a la derecha”, así dijo,

     y renunció. Por esos días se identicó conEl maestro de escuela de Fernando González, y mandó su quehacer docente al carajo; sesentía incomprendido y desengañado comoManjarrés.

    En todo esto pensaba aquel exprofesor,molesto con la corbata y con los recuerdosque lo apretaban igual o peor, aquella ma-

    ñana en que, humillado, después de tantasbravuconadas y juramentos; después de ha-berse dado el lujo de ser expulsado en uncolegio, no por malo sino por bueno; despuésde haberse dado el lujo de renunciar en tansólo seis meses de un colegio donde lo trata-ron como un rey; después de haberse dadoel lujo de renunciar al mejor colegio de Me-dellín porque ya no quería enseñarles mása los hijos de la derecha; después de haber jurado que no volvería a ser profesor, y mu-cho menos en un colegio de curas; despuésde ambular uno, dos, tres años más comohistoriador desempleado, porque en eso sehabía convertido; después de que alguno desus amigos de izquierda lo traicionara; des-pués de constatar que en Colombia alguiensin dinero desde la cuna, sin palancas, conun “pinche” pregrado que no servía paranada, no podría vivir de la investigación, noconseguiría eso: vivir; que vivir como intelec-tual era una ilusión, ya casi un delirio pato-lógico; después de haberse regodeado como

    un pavo real, diciéndole al mundo: “por mivoluntad de saber: triunfaré”; ahora derro-tado, vestido como mesero pobre, con unamaldita corbata que lo asxiaba, estabasentado allí, en una sala de espera, bajo uncrucijo, esperando que un cura lo atendierapara rogarle que le diera un trabajo de profe-sor, atormentándose por la idea de que para

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    conseguir ese mal querido trabajo tendríaque esconder todo su bagaje, toda su inteli-gencia, todo su ateísmo, todo su izquierdis-mo, y tragarse todas sus palabras, todas suspalabrotas, no sabía que tantas, algún díatodas, se las tendría que atragantar.

    Llegó el momento temido, seguía el ca-lor insoportable, trató infructuosamente deampliar el nudo de la corbata; nalmente elcura-rector lo hizo pasar a su ocina. Habíados profesores más como borregos esperan-do ya sentados en aquel lugar; él fue el terce-ro, se incorporó. El cura era un español de laorden agustiniana, más prepotente que lossoberbios jesuitas que había enfrentado elprofesor anhelante del principio de esta his-toria. Era bajo y robusto, tenía unos lentesgruesos como lupas que hacían más miedo-sa su mirada, siempre con el ceño fruncido,no dejó hablar ni una sola palabra a los trescandidatos, que estaban perplejos. El expro-fesor estaba destrozado, observando la so-berbia y callado como si estuviera muerto.

    El cura no les preguntó nada, dijo que yalo había decidido todo en los exámenes pre-vios de las hojas de vida, les dijo que allá noiban a enseñar nada, que lo que iban era aprender de la moral y la disciplina, no más.Como un capataz burdo, los miró con des-dén por encima de su sotana negra y les dijoque los esperaba el lunes próximo en las pri-

    meras horas de la mañana. Ya habían sidoadmitidos en el colegio parroquial tal y tal.El exprofesor, ahora profesor una vez más,escuchó estas palabras como si fueran unacondena al paredón.

     Tuvo que ar el n de semana trajes concorbata: todos los días tenía que ir vestidocomo un pingüino, así hiciera calor. Trató deapaciguarse, de no pensar más en lo que fue y en lo que ahora no era. Se convenció a símismo de que tenía que estar callado. Empe-zaron las rutinas, el colegio simulaba un or-den militar religioso sagrado: se comenzabarezando en las perfectas, donde cada profe-sor —director de grupo—, ceremonialmente,revisaba el uniforme impecable de sus alum-nos; sin adornos, sin peinados extravagan-tes, estos jóvenes miraban a sus profesorescon rabia disimulada, con resignación. Enpleno siglo XXI los padres de familia de esebarrio elegían para sus hijos una educaciónconfesional extremista. Era tan oscurantistael colegio, que no había reuniones ni espa-

    cios de discusión académica, sino reunionespara evaluar la disciplina. Había misas todala semana. A aquel profesor orgulloso, que ensus principios se negaba a pisar una iglesia,le tocó aguantarse una misa semanal que leacribillaba su alma atea. Le dieron, además,una carga académica desproporcionada, letocaba dar clases de sociales en todos los

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    grupos, desde sexto hasta once. Era directorde un grupo de octavo, donde estaban losalumnos de la edad más complicada, situa-ción que se multiplicaba para el profesor, altratarse de un salón de cuarenta o cincuentaespecímenes de esa edad.

    Dado el grado de frustración con que lle-gaba a ese lugar y el agotamiento con quesalía de cada jornada, el profesor que antañodisfrutaba compartiendo el conocimiento conla juventud ahora iba tímido, bloqueado, sinsaber por dónde empezar a dar unas clasesque no le importaban a nadie. Ahora solo erauna sombra de sí mismo; anduvo arrastradolos largos tres meses que estuvo allí, callado,observando la educación más retrógrada delpaís, martirizándose al recordar que estuvoen un paraíso de libertad tanto tiempo y queahora estaba allí en esas tinieblas.

    Un día, a primera hora de la mañana, losdirectores de grupo fueron obligados a to-mar un pañuelo blanco para pasarlo por lasmejillas de las alumnas asustadas que esta-

    ban en la militar, humilladas mientras losprofesores vericaban con el pañuelo que notuvieran maquillaje. Ese día se sintió indig-nado al verse sometido a cometer semejan-te vejamen contra las chicas; hizo como quepasaba el pañuelo, pero no se atrevió a to-carlas por respeto a ellas y por compasión así mismo, por verse en esa situación. Luego

    vio al cura varias veces castigando a gruposcompletos, haciéndolos subir y bajar esca-leras por el lapso de una hora, mientras losprofesores, cómplices o víctimas, acompaña-ban al verdugo. Los ventanales de los salo-nes tenían unos vidrios que no permitían verde adentro para fuera, pero de afuera paraadentro sí, de tal manera que el cura espia-ba las clases junto con el coordinador dedisciplina por todos los corredores. Cuandoencontraban algún tipo de desorden entra-ban y regañaban al profesor por permitir talindisciplina. Los muchachos, crueles comosuelen ser, se ponían más necios cuandoquerían poner en aprietos a algún temerosoprofesor.

    Él, que había seducido a la juventud en elpasado con su palabra, ahora entraba a darunas clases de sociales de la forma más sim-ple y mecánica, les inventaba talleres paratenerlos ocupados y se quedaba largos ratospensando en su desdichada existencia. Asícomo cuando los perros olfatean el temor y

    en ese instante es cuando deciden morder,los alumnos de los grados inferiores olían elmiedo y el fracaso que cargaba el profe paracrearle las más grandes algarabías. Con loscursos superiores, donde no tenía que serniñero, en algunas clases, logró sacar ves-tigios de su fuerza de orador, y dio algunasclases que se asemejaban a sus buenas cla-

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    ses del pasado. Solo le tocaba en el gradoonce los miércoles, y empezó a añorar quetodos los días fueran miércoles para no en-frentar a los niños de sexto a octavo, y llegardonde los grandes a enseñar algo que in-tentara siquiera asemejarse a lo del pasado.

    Otra rutina despiadada consistía en que,cada descanso, todos los alumnos teníanque marchar, grupo a grupo, en las de dospersonas, dando varias vueltas completaspor todo el colegio, algunas veces caminan-do, otras corriendo, para “apaciguarlos”; losprofesores se paraban en sitios estratégicospara vigilarlos. En esas circunstancias, elprofesor de sociales se vio obligado a escon-der su mirada de desaliento. En cada cami-nata de los muchachos él se sentía como unanimal extraño acorralado en su función devigilante. Toda la pasión que un día tuvo es-taba estrangulada por ese ambiente de opre-sión.

    Ya no con la altivez de antes, sino conel alma de un perro machacado, cometió la

    imprudencia de enamorarse de una chica:era una mujer increíblemente hermosa, contoda la lozanía de las muchachas en or deMarcel Proust; cada vez que ella pasaba, élla miraba, ya no con la alegría y la libertadde su mirada en el pasado, sino con los ojosderrotados de un suplicante. Empezó a que-rer más los miércoles porque podía ir a verla,

    empezó a preparar clases asombrosas paratratar de recuperar su imagen de intelectual y hacerse notar por ella. En las las de lamañana, en las caminadas de los descan-sos, siempre trataba de encontrar los ojosde aquella adolescente que se convirtió en laúnica causa de interés para ir todos los díasa ese suplicio de colegio. Ahora el profesorcomenzaba a ser sospechoso porque “mirabamucho a sus alumnas”.

    La tragedia baladí comenzó a acentuarse.Un día una chica de otro grupo, de un gradoinferior, adolescente aún pero ya muy desa-rrollada corporalmente, con unos senos de-masiado grandes para su edad, ineludiblespara la mirada de cualquier mortal, fue conuna transparencia que dejaba entrever suspezones a todo el que quisiera verlos. Quizátodos podían ver, pero no ese profesor, sos-pechoso por su silencio; la chica ese día de-cidió ser la última en salir del salón, y aqueltrapo de ser humano que era ya este profe-sor fue sorprendido por la chica mirándole

    aquellos pezones tiernos y oscuros que sequerían salir de su blusa. Se vio descubierto,mirando como un perro hambriento aquellamuchacha después que en el pasado desla-ran ante él centenares de chicas hermosas,a las que despreció afectivamente porque erasu maestro, quien aun siendo tan admirado,nunca consideró aprovechar su condición.

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    Ahora, como un pusilánime, fue confrontadocon el deseo carnal en el escenario más puri-tano y opresor de la religión.

    Después de este incidente trató de no mi-rar siquiera a la chica de once de la cual es-taba enamorado: se sentía culpable. Ya noera el profesor libertario. Ahora era un peda-zo de carne llena de pecado. Empezó a cami-nar con la cabeza gacha, ya le dolía la nucade tanto doblar su cabeza hacia el suelo.

    Un día fue llamado a la ocina de la co-ordinación y él se fue lentamente con suspasos pesados así como los tenía cuando lle-gó por primera vez; pero ahora era peor: yano venía fracasado, sino fracasado y con unalto grado de culpabilidad. El coordinador ledijo: “Profesor, hemos recibido graves acusa-ciones de muchas chicas, de varios grupos, y que están dispuestas a dar esos testimo-nios por escrito, de que usted les está mi-rando los senos; no queremos creer que esosea verdad, pero…”. Palideció sin decir unasola palabra, se sintió en el peor momento

    de su historia. En cuestión de atormenta-dos segundos pensaba en dos cosas: asentíacon su silencio —porque sabía que sí mirabamucho a su chica amada, la de once, perono sus senos, sino su rostro angelical que lotrastornaba— y con la culpa de haberse de- jado deslumbrar por los senos de una niñaque lo hizo “pecar” de pensamiento; pero que

    le dijeran que era un perverso que estabamorboseando a todas las chicas del colegioera ya una injusticia.

     Total, el manto de la duda ya estaba ex-tendido y el juicio punitivo ya caía sobre él.Había pasado de ser el brillante maestro in-telectual, el mejor profesor de los mejores co-legios de Medellín, a ser el maestro perversode aquel infernal lugar. No tomaron sancio-nes disciplinarias en su contra, solo le ad-virtieron, pero su alma ya estaba apuñaladapor el señalamiento de la moral.

    No pasaron muchos días, el profesor se-guía lúgubre, gris, con su mirada siempreapuntando al suelo. Solo tratando de mirarfurtivamente a aquella chica de la cual sehabía enamorado con tanta insensatez, aun-que ya no la podía mirar en secreto: ahoratodos sospechaban de él, era el motivo demurmuración de todo un colegio. ¿Qué ha-bía ocurrido? Ocho años de gloria, reconoci-miento, admiración, que un día vivió. Y aho-ra, esos tres meses de sospecha, reproche,

    temor, vergüenza, aislamiento, nulidad inte-lectual, culpa, pecado. Él, precisamente él,que fue tan ateo, tan libre, tan nietzscheano,ahora era como un perro callejero, exnietzs-cheano lleno de culpabilidad.

    En una ocasión, en una clase que estabadictando en el grado noveno, una chica de-cidió pararse en la ventana, ya que el vidrio

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    que impedía la mirada hacia afuera, aden-tro servía de espejo, y comenzó a tomarse unbuen tiempo para peinarse. Nuestro profe-sor, desganado, le llamó la atención variasveces y ella no le hizo ni el menor caso. Deun momento a otro, abruptamente, entró fu-rioso el cura acompañado por el coordina-dor. De la forma más humillante le ordenó ala chica que se sentara y le lanzó al profesorel más iracundo de los gritos, reclamándoleporque él estaba empeñado en acabar con“la moral del colegio”. Fue tan estruendo-so y humillante el bramido del cura que losadolescentes se quedaron enmudecidos yel profesor, ya reducido a la nada abando-nó instantáneamente el salón, se sentó ensu puesto de la sala de maestros y, en ple-no temblor, escribió tan solo estas palabras:“Dado que usted ataca frecuentemente a losprofesores como si fueran siervos de un feu-do medieval, le presento mi renuncia irrevo-cable”. Imprimió la hoja, sacó unas copiaspara dárselas a todos los demás profesores

     y se fue al área administrativa a entregar laoriginal.Regresó por sus cosas. Era la última hora

    de la jornada; tuvo la osadía de llamar a lachica de once de sus ensueños para decirleestas palabras: “Sé que no entiendes nadade lo que te voy a decir, pero acabo de renun-ciar porque ya no aguanto más lo que pasa

    en este colegio”; ella lo miró entre asombrada y asustada, no le dijo nada y regresó a susalón. Él se marchó para nunca regresar, nia ese colegio ni a ningún otro. Esta vez sí de- jaba para siempre los salones de clase.

    En una noche oscura, por las calles deMedellín, un exprofesor sin futuro —conunos libros en sus manos y con los ojos hú-medos por unas lágrimas que se llorabanpara adentro— caminó incontables horas,sin saber a dónde ir.

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    V Irse

    Lo único que le quedaban eran sus libros y muchas botellas vacías; parte de su últi-mo sueldo lo tenía bien guardado para pagar

    otro mes de arriendo. Ya no tenía más dinerocon que beber. En el último colegio dondetrabajó, un cura prepotente lo había ultraja-do. ¿De qué valía ser un maestro brillante sipor un sueldo miserable un rector lo trata-ba peor que a un plebeyo? Renunció furioso,malherido. Llevaba varios días tomando soloen su casa, al principio con rabia, después,poco a poco, cambió la ira por la melancolía,al contemplar su mísera libertad; ahora pa-saba el tiempo deleitándose con su músicapreferida —que era la banda sonora de unapelícula francesa—, con su tristeza y con susoledad, aquellos estados del alma que pa-recían regocijarse bien con las notas de lospianos que inundaban el aire ya sofocado devodka barato.

    La dueña de la casa, doña Julia, que vivíaabajo, miraba con intriga y con pesar a aquel“muchacho loco, que hasta hace poco era unprofesor, pero que ahora se estaba dejando

    perder por el trago”. Aunque Manuel eludíabastante a doña Julia, ella terminó aprecián-dolo como a un hijo descarriado.

    Manuel Rivas, lósofo de profesión y ex-profesor de varios colegios de secundaria enMedellín, ahora era un completo desastre;dejó de afeitarse y su barba, que no crecíacompleta, le daba un aire de pordiosero bienbañado. Un martes al mediodía se despertócon una idea estúpida: empeñaría la neve-ra y el televisor, con ese dinero entregaría lacasa, pagaría los servicios atrasados y con loque tenía guardado —que no era mucho— seiría sin rumbo jo a tomar aguardiente comoun “caballo asoliao”; sin rumbo jo pero esosí, empezando por Amagá, último refugio delos borrachos e intelectuales pobres. Esta-ba de moda irse para Santa Elena, pero Ma-nuel odiaba el esnobismo de sus colegas quecreían que ese monte con neblina era Euro-pa. “Mejor me voy pa’ un pueblo de verdad”.Y según él, uno de ellos era el pueblito mine-ro del sur del Valle de Aburrá.

    Salió decidido, buscó una prendería en elparque central de La Estrella —él vivía a doscuadras—, preguntó cuánto le prestabanpor los dos únicos objetos que tenía de va-lor, pruebas materiales de su anterior inten-ción fracasada de llevar una vida “normal”.Lo convenció la cifra que le ofrecían, él sabíaque luego no los iba a reclamar; estos elec-

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    trodomésticos costaban más, pero era tantestarudo, apresurado y derrochador que ya estaba decidido: lo que le daban era jus-to lo que necesitaba para partir. Buscó a unmuchacho con una carreta —tuvo la suertede que era mudo, “así no preguntará nada”,pensó— y comenzó la diligencia. Doña Julia,que no tenía otra ocupación distinta a la deestar pendiente de su inquilino, salió a verdeslar la nevera casi nueva por las escale-ras. Manuel ngió apresuramiento para evi-tar alguna pregunta, pero al ver los ojos deintriga que se reejaban en los gruesos len-tes de su vecina, prerió decirle de una vez.

     —Tengo que irme antes de lo previsto,pero no se preocupe que no me estoy volan-do, ahora regreso y le cuento más.

    Le sonrió levemente, que ya era mucho,casi nunca lo hacía para evitar cuestionariosmás largos. Ella lo miró otra vez, con esamirada de desilusión que ponen las abuelaspor “la juventud de ahora que se ha echadoa perder”. Luego fue el desle del televisor,

    una mesa, unas sillas y unos peroles de co-cina sin utilizar, se los regaló al ayudanteque, afortunadamente, no podía decir nada.

    Regresó con el dinero, estaba ansioso,quería desaparecer. Cuando le entraban ga-nas de irse de un lugar, a Manuel le iba dan-do un desespero y todo lo quería hacer en unsantiamén, a pesar de que nada lo obligaba

    a correr. La vecina seguía pendiente. Manuelsubió, ahora no quedaba casi nada, sólo dejópara sí sus libros preferidos, que eran lasobras incompletas de Nietzsche en ediciónde bolsillo y unos poemas de Porrio Bar-ba-Jacob, la ropa que tenía puesta y cuatrodesaliñados atuendos más. Agarró los librosque no podía cargar y se los llevó a Sofía,una amiga-amante (más amiga que amante)que vivía cerca, y se entusiasmó tanto con elgesto de Manuel al dejarle sus libros, que dedespedida le volvió a hacer el amor. Manuelno se resistió a la oferta, pero como estabaapresurado copuló con ella como si fuera ungallo, le dijo después del último gimoteo quelo perdonara pero estaba de afán.

     —En verdad casi no me queda tiempo.Sofía le vio la cara de mentiroso y al sen-

    tirlo tan afanado lo miró con complicidad yno le dijo nada para que se pudiera marchar.

    Manuel regresó rápido; doña Julia, queseguía pegando el ojo tras la ventana de susala, lo vio subir. La casa ahora estaba va-

    cía y Manuel se puso a barrerla, le quedabaun poco de consideración; botó las botellasvacías, ojeó por última vez aquellas paredesque presenciaron sus extravagancias de so-litario. Bajó por n a entregar las llaves y eldinero: la vecina ya lo esperaba en la acera.

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     —Doña Julia, me tengo que ir, me salióun trabajo nuevo en otro municipio y no lopuedo desaprovechar.

     —¿Y qué hiciste con la nevera mucha-cho? ¡Qué pesar!

     —No me la podía llevar. Aquí está su pla-ta y la de la última factura de la luz, cuídesemucho y muchas gracias por todo.

     —Muchacho, pero no te pongas a beber,si tienes que volver regrésate que yo te vuel-vo a alquilar la casa.

    Doña Julia contó los billetes con inquie-tud y le siguió preguntando.

     —¿Y fue que conseguiste otro trabajo deprofesor?

    En eso Manuel si no le quiso mentir. —No doña Julia, el pendejo hace mucho

    rato se acabó.No la quiso mirar más y se marchó.Manuel Rivas, licenciado en Filosofía y

    Letras, el miércoles a las diez y media de lamañana yacía borracho en las escalinatasdel atrio de la iglesia de Amagá, con una bo-

    tella en la mano, un fuerte rayo de sol en sucara y la gente pasándole por un lado.

    VI¿Por qué en Colombia nunca

    quisieron a Bolívar?

    Hay un pasaje muy conmovedor en lanovela El general en su laberinto , de Gabriel

    García Márquez, que, creo, resume bastantebien lo que hoy vengo a decir aquí.

     Transcurrían los últimos días del Liberta-dor: “Era el n. El general Simón José Anto-nio de la Santísima Trinidad Bolívar y Pala-cios se iba para siempre. Había arrebatadoal dominio español un imperio cinco vecesmás vasto que las Europas, había dirigidoveinte años de guerras para mantenerlo libre y unido, y lo había gobernado con pulso r-me hasta la semana anterior, pero a la horade irse no se llevaba ni siquiera el consuelode que se lo creyeran”.

    Existe una gran paradoja en nuestrosorígenes políticos, el hombre que despuésde haber dirigido exitosamente las guerrasde emancipación y que fundó la gran nacióncolombiana en el año 1819, terminó siendovilipendiado, calumniado y desdeñado. Elamor que suscitó, muy pronto se convirtióen temor y odio. ¿Recuerdan estas amargas

         C    o    n     f    e    r    e    n    c     i    a    s

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     y célebres palabras de despedida?: “Habéispresenciado mis esfuerzos para plantear lalibertad donde reinaba antes la tiranía. Hetrabajado con desinterés, abandonando mifortuna y aun mi tranquilidad. Me separé delmando cuando me persuadí que descona-bais de mi desprendimiento. Mis enemigosabusaron de vuestra credulidad y hollaronlo que me es más sagrado, mi reputación ymi amor a la libertad. He sido víctima de misperseguidores, que me han conducido a laspuertas del sepulcro. Yo los perdono”. Nadaen estas palabras era retórica.

    ¿Por qué esta tragedia? ¿Cómo se llegó aeste estado de insensatez? Adelantemos unintento de respuesta. Los enemigos de Bolí-var temían que él se convirtiera en un rey ylos amigos de Bolívar querían que él se con-virtiera en un rey. Él sabía que esto era ab-surdo, que su n no era alcanzar un tronosino la realización de la libertad. Si hubieraquerido ser un rey, tenía el poder para ser-lo, y, sin embargo, prerió proponer —aten-

    ción: proponer, no imponer— un modelo deconstitución para América. Pero la vida no lealcanzó para defender su proyecto constitu-cional, para detener la desintegración y el nde Colombia, para aguantar la avaricia, laimpertinencia y el débil coraje de los demás.

    No fue una exageración lo que algún díaescribió Germán Carrera Damas: “Colombiafue una república de un solo ciudadano”.

    ¿Por qué en Colombia nunca quisieron aBolívar? ¿Tiene algún sentido plantear estapregunta ahora? ¿No será más bien la tes-tarudez de un historiador que no sabe enqué tiempo y en qué lugar está? ¿Para quécarajos esa pregunta ahora? Pues bien, hoyvengo a decir que en las posibles respues-tas a esta pregunta encontramos una clavepara entender parte del fracaso político quehemos acumulado en estos 200 años. Hoyvengo a decir que el camino que tomó la na-ción colombiana, el de imitar ciegamente elliberalismo occidental, el mismo que Bolívaradvirtió que sería tan peligroso para nuestroporvenir, ese camino de no ser autóctonose imitar ciegamente las formas políticas delAtlántico Norte, ese camino, digo, aún hoy,nos conduce hacia más grandes precipiciosque aquellos en los que ya hemos caído.

    Ustedes saben que muy pronto los segui-

    dores de Santander, y él mismo, se llamarona sí mismos ampulosamente “liberales”. ¡Ay,Santander! La verdad hoy no quiero hablarmucho de él… Ya basta con las conferenciasque le dediqué hace poco para desvelar superdia. Sí, se llamaron liberales, y pensa-ron que con eso bastaba. ¿En qué consistíaese liberalismo? Escuchemos la magníca

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    respuesta que recientemente dio el historia-dor John Lynch: “los liberales no eran borre-gos. Ellos también querían poder absoluto.Para la gente como Santander, ser libre sig-nicaba gobernar a otra gente. La posesióndel gobierno, ésa era la piedra de toque de suliberalismo. Para parafrasear a Alberdi, queadvirtió una tendencia similar en Argentina,a los liberales colombianos nunca se les ocu-rrió respetar las opiniones de los que esta-ban en desacuerdo con sus ideas”.

    Hay veces que no logró entender por quéla ingenuidad política en Colombia. ¿Libe-rales? ¿Liberalismo? ¿Acaso no sabemos yaqué ha hecho el liberalismo colombiano en200 años? ¿Si lo que salvaría a Colombiadespués de despreciar las ideas políticas deBolívar era el liberalismo de Santander, porqué nunca juzgamos entonces su gobiernoliberal que duró casi una década después dela muerte del libertador? ¿Liberalismo co-lombiano? ¿Todavía alguien decente cree eneso?

    Y lo peor, han dicho: ‘si Santander era li-beral, entonces Bolívar era conservador’. Po-bre Bolívar, aún debe estar revolcándose ensu tumba por esto; hasta el conservaduris-mo colombiano se lo achacaron. ¿No recuer-dan acaso que Mariano Ospina Rodríguez,mucho antes de fundar el partido conserva-dor, participó en el atentando que buscaba

    asesinar a Bolívar en la noche del 25 de sep-tiembre de 1828? Muchos retruécanos tuvie-ron que hacer los godos para forzar la ideade que Bolívar era el padre de su partido. Yesto no es todo, ¡que el principal defensor deBolívar a mediados del siglo XX en Colom-bia sea el tirano y fascista Laureano Gómez!Reconozcan que es verdad que a Bolívar lefue muy mal en Colombia, hasta después demuerto lo relacionaron con esa gentuza. Niel partido liberal ni el partido conservador enColombia tienen qué ver con la vida y obrade Simón Bolívar. Liberalismo y conservaduris-mo en Colombia (incluso en su nueva versiónde bipartidismo uribista-santista) han sidonuestra fatalidad.

    Una querida amiga y un buen compañe-ro de luchas políticas, al ver el título que lepuse a esta conferencia, me hicieron ama-blemente la observación de que a Bolívar sílo quisieron acá, ya fueran algunos militaresde la época de la independencia, ya fueranlos gobiernos posteriores que inundaron de

    estatuas de Bolívar cuantas plazas y parqueshay en Colombia. Yo digo hoy que eso no eshaber querido a Bolívar. Bolívar murió solo,no sólo padeció la perdia de sus enemigossino la impertinencia de sus amigos. Respec-to de las estatuas, sí hay muchas, en cadapueblo hay una, pero las gentes de esos pue-blos no saben quién fue Bolívar, sobre todo

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    no saben cuáles son la tragedias de nuestrosorígenes, esa historia no se la saben. Ni esani ninguna. Ya lo han reiterado algunos, yes verdad: estatuas de Bolívar, tan solo paraque las caguen las palomas.

    ¿Por qué en Colombia nunca quisieron aBolívar? Hagamos un poco de historia.

     John Lynch señala que para Bolívar “fueun cruel sino... que en el mundo que habíacreado nadie fuera su igual y cualquierapudiera convertirse en su crítico”. Efectiva-mente, era una triste paradoja que en aquelinmenso territorio liberado por Bolívar, in-mediatamente todos, en cada rincón, comen-zaran a desestabilizar, a inventar artimañas y a arrogarse su papel de estadistas, que noeran, y se movieran tan sólo por la ambiciónde tomar cada trozo de poder.

    No se había ido el último español, y yacomenzaban por todas partes movimientosde desintegración y revueltas. En cada parteuna nueva querella. No olviden que este te-rritorio era lo que es hoy Colombia, Venezue-

    la, Ecuador, Perú y Bolivia, y Bolívar tendríaque ir y venir a caballo para tratar de mante-ner la unión en esa inmensa parte del mun-do que libertó. En ese contexto, y a propósitode la nueva creación de Bolivia, el Libertadordecidió formular un proyecto constitucio-nal pertinente para solucionar el caos de sugran América. Como ya se ha dicho, Bolívar

    no quería imitar las constituciones liberales,ni mucho menos las retrógradas monárqui-cas; él tenía claro que la América requeríaunas leyes propias para las difíciles y únicascircunstancias que teníamos.

    El pensamiento político de Bolívar se con-cretará en su Constitución de Bolivia, aque-lla misma que será la más criticada por suscontemporáneos. Él la proponía para todasu América libertada y nadie se la aceptó; nien la misma Bolivia se aplicó en su totalidad.En términos generales, nos explica el histo-riador Mario Hernández Sánchez-Barba, queel proyecto constitucional de Bolívar con-guraba tres campos políticos: “en el campode las libertades, la abolición de las castas,la esclavitud y los privilegios; respondiendoal deseo igualitarista, el Poder Electoral erauna vía para conseguir el equilibrio social.Y el campo más importante y decisivo era lacreación de un poder presidencial […] La so-lución constitucional de Bolívar ofrece unasolución política; rechaza el Estado absolu-

    tista, pero sin el debilitamiento del Estadoque, estima, es el defensor natural de losdébiles y el mejor instrumento capaz de ex-tender el bien público a través de las leyesque corrigen las diferencias que pudieranproducirse en la relación política, es decir,en la convivencia social”. En realidad, el pro- yecto constitucional de Bolívar era bastan-

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    te lúcido, original y defensor de lo público,pero sus contemporáneos sólo se jaron enel aspecto más polémico: la Constitucióncontemplaba para el poder ejecutivo unapresidencia vitalicia con derecho a elegir susucesor. Hasta ahí llegó el amor al Liberta-dor, en adelante, todos le reclamarían queeso era, simplemente, una monarquía. Nadieentendió nada. Bolívar explicó así este puntopolémico en su discurso de presentación delproyecto constitucional: “El Presidente de larepública viene a ser en nuestra Constitu-ción como el sol, que rme en su centro davida al universo. Esta suprema autoridaddebe ser perpetua; porque en los sistemassin jerarquía, se necesita, más que en otros,un punto jo alrededor del cual giren los ma-gistrados y los ciudadanos, los hombres ylas cosas. Dadme un punto jo, decía un an-tiguo, y moveré el mundo”. Hablaba de unapresidencia vitalicia, no de una monarquía.En su correspondencia se refería así a suconstitución: “yo no encuentro otro remedio

    que el de la Constitución Boliviana: en ellase encuentra reunido por encanto la liber-tad más completa del pueblo con la energíamás fuerte en el poder ejecutivo”. “El códigoboliviano es el resumen de mis ideas, y yo loofrezco a Colombia como a toda la América”.

    Nadie quiso discutir siquiera este pro- yecto. Bolívar terminó admitiendo, con pe-

    sar, que su proyecto de constitución no eraquerido. Nunca la impuso, y este hecho casinunca se menciona; la Constitución de Bo-livia quedó sin ser utilizada, su autor sela guardó para sí. Más allá de discusionesconstitucionales, es importante resaltar unhecho que acrecentaba el temor a una pre-sidencia vitalicia, pues que muchos estabanesperando la muerte de Bolívar para obtenerel poder presidencial. El primero, Santander;todos sabían que el sucesor que Bolívar ele-giría era Sucre, quien, dicho sea de paso, notenía ninguna ambición política. De esos te-mores se nutrirá el liberalismo, se les estabainsinuando que no tendrían la oportunidadde gobernar. Como bien lo expresa John Ly-nch, para Bolívar “la constitución bolivianafue su última solución, la expresión nalde sus esperanzas, pero, como sospechaba,sólo Sucre estaba en condiciones de aplicar-la y gobernar en su ausencia. Si Sucre erarechazado, ¿qué podía esperarse entonces?No había otros procónsules conformes con

    ella. A medida que arrastraba su constitu-ción boliviana de un país a otro, ésta se con-virtió en un lastre en su equipaje del que notenía forma de deshacerse. La presidenciavitalicia en particular era un escollo: cerrabael camino al éxito a todos los demás candi-datos; negaba a los políticos las graticacio-

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    nes de poder y a sus protegidos los frutos desus cargos”.

    Pero el asunto es más complejo. En unreciente estudio crítico de la independencia,La majestad de los pueblos en la Nueva Gra- nada y Venezuela , María Teresa Calderón yClément Thibaud arrojan nuevas luces sobreun problema poco estudiado, y es que pasarde la Majestad del Rey a la Soberanía de lospueblos es un proceso que no se hace tan fá-cil, o en todo caso no tan rápido. El hombremoderno ha sido supremamente ingenuo alpretender que de un día para otro se pasede adorar a un rey a la práctica democráti-ca pura; como si al otro día de mocharle lacabeza al rey ya las masas esclavizadas y fa-náticas, por arte de magia, se convirtieran enciudadanos ilustrados, haciendo lúcido usode su cédula electoral. Qué tan rápido olvi-damos el hecho de que la misma RevoluciónFrancesa no logró terminar el caos que creóhasta no experimentar una nueva majestad,la de Napoleón Bonaparte, no la soberanía

    del pueblo propiamente.Pues bien, según Calderón y Thibaud, ennuestro caso “la gura del caudillo suplan-ta a la del monarca, pero no subvierte susatributos: se calca sobre ellos. Al igual queel soberano desaparecido, Bolívar es uno yúnico. A pesar de que no participa de unacondición sobrenatural, su preeminencia no

    conoce equivalente en este bajo mundo. Susuperioridad es radical. La gloria y las ha-zañas libertarias lo impulsan a una alturadesde la que sólo se maniestan las verda-des inmutables que remiten al más allá. Suautoridad parece así garantizada por Dios.Al igual que el soberano de derecho divino,su presencia le conere un punto de anclajeal orden mundano, sustrayéndolo del cues-tionamiento que embarga a los mortales, desus juicios, siempre precarios y cambiantes.Elevar al Libertador al lugar de monarca,consagrarlo emperador, en un movimien-to que recuerda a Bonaparte, no constitu- ye pues un deslizamiento que subvierte elproyecto republicano, atribuirle a la veleidad y la ambición personal, sino que evidenciaesta dimensión de su autoridad que irá ao-rando a lo largo de la crisis”.

    ¡Claro! No es que Bolívar quisiera unamonarquía, como lo acusan los liberales,no es que tan sólo tergiversaran su consti-tución boliviana, no es que Páez se hubie-

    ra enloquecido al sugerirle que se coronara,no es que Santander, el más ilustre liberal,quisiera salvar al pueblo de las ansias mo-nárquicas de Bolívar. Es que acá no se pasóni un ápice de la Majestad del Rey a la So-beranía del pueblo. Ya nos lo decía también John Lynch en su prefacio a su recientetrabajo biográco: “Simón Bolívar tuvo una

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    vida corta pero extraordinariamente plena.Fue un revolucionario que liberó seis países,un intelectual que debatió los principios dela liberación nacional, un general que libróuna cruel guerra colonial. Inspiró a la vezdevociones y odios extremos. Muchos hispa-noamericanos querían que se convirtiera ensu dictador, en su rey; mientras que otros loacusaron de ser un traidor, y hubo quienesintentaron asesinarlo. Su memoria se con-virtió en inspiración para generaciones pos-teriores pero, al mismo tiempo, también enun campo de batalla”.

    Y Bolívar en medio de esta marejada. Tanto los que lo querían como los que loodiaban lo estaban midiendo con la Majes-tad de un rey, con razón nadie se detuvo adiscutir siquiera sus ideas políticas; paradiscutir sobre constituciones se requería pa-sar de la Majestad del Rey a la Soberanía delPueblo y eso acá no ocurrió. Es más, creoque aún después de 200 años no ha pasado.Cualquier presidentico maoso acá todavía

    es adorado como si tuviera la majestad deun rey.Mientras tanto, Bolívar, sobresaltado, es-

    cribía y escribía. Pero nadie le prestaba aten-ción. Escuchen algunas de estas frases quehe seleccionado de sus cartas, son desgarra-doras en su honestidad y desventura:

    “Parece que el demonio dirige las cosasde mi vida”. “Más miedo le tengo a Colom-bia que a la misma España”. “Libertador omuerto es mi divisa antigua. Libertador esmás que todo; y, por lo mismo, yo no me de-gradaré hasta un trono”. “No sé cómo salirde este laberinto”. “Yo podría arrollarlo todo,mas no quiero pasar a la posteridad comotirano”. “Lo que hago con las manos lo des-baratan los pies de los demás. Un hombrecombatiendo contra todos no puede nada”.“Mi mayor aqueza es mi amor a la liber-tad; este amor me arrastra a olvidar has-ta la gloria misma. Quiero pasar por todo,preero sucumbir en mis esperanzas a pa-sar por tirano, y aún aparecer sospechoso.Mi impetuosa pasión, mi aspiración mayores la de llevar el nombre de amante de lalibertad”. “Cuál será mi posición y mis em-barazos, teniendo que luchar contra laspasiones de mis enemigos y aún contra losclamores de mis amigos”. “Serán los co-lombianos los que pasarán a la posteridad

    cubiertos de ignominia, pero no yo… Miúnico amor siempre ha sido el de la patria;mi única ambición, su libertad. Los que meatribuyen otra cosa, no me conocen ni mehan conocido nunca”. “¡Miserables, hastael aire que respiran se lo he dado yo, y yosoy el sospechoso”. “Mi corazón está que-brantado de pena por esta negra ingratitud;

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    mi dolor será eterno”. “Yo no puedo vivir entreasesinos y facciosos; yo no puedo ser honra-do entre semejante canalla… Yo estoy viejo,enfermo, cansado, desengañado, hostigado,calumniado, y mal pagado. Yo no pido por re-compensa más que el reposo y la conservaciónde mi honor: por desgracia es lo que no consi-go”. “Jesucristo sufrió treinta y tres años estavida mortal: la mía pasa de cuarenta y seis; y lo peor es que yo no soy un Dios impasible,que si lo fuera aguantaría toda la eternidad”.

    Y no era para menos, recordemos breve-mente lo que pasó en tan poco tiempo.

    En 1824 ha quedado libertada toda laAmérica. No han pasado dos años y Santan-der quiere someter a Páez, Páez no se deja yamenaza con separar a Venezuela de Colom-bia. Bolívar no sabe qué hacer, si le sigue el juego a Santander pierde a Venezuela, si in-terviene a favor de Páez logra sostener unidaa Venezuela pero se enoja Santander. Bolívaropta por lo último y ratica a Páez como jefesuperior de Venezuela. El congreso que de-

    bería celebrase en 1831 se adelanta y se rea-liza la convención de Ocaña, allí se enfren-tan los santanderistas con los bolivaristas;Bolívar no sabe cuál de las dos facciones espeor, ya no tiene esperanzas. De la conven-ción no sale nada y le toca asumir el mandoentre las más agitadas revueltas, esta nuevaposición lo enferma más. El 25 de septiem-

    bre de 1828, en Bogotá, intentan asesinara Bolívar. Manuelita lo salva, la libertadoradel Libertador. Pero Bolívar ya está muertoen vida. Los culpables son fusilados, menosuno, Santander, a quien se le comprobó suculpabilidad pero a Bolívar le sugieren que aeste se le dé el indulto y sólo lo mandan alexilio. Entre tanto, Perú se rebela y se apo-dera de Guayaquil. Bolívar corre al Ecuador,con la ayuda de Sucre controlan al Perú. Anales de 1829 Bolívar regresa a Bogotá, lellegan las cartas de sus amigos sugiriéndoleque se haga coronar, Bolívar desaprueba ca-tegóricamente tales ideas. Acá en Antioquia,el valeroso José María Córdova, creyendolas estupideces de que Bolívar se iba a coro-nar, se levanta en armas con 300 hombresen contra del Libertador, después del com-bate, un irlandés del ejército patriota asesi-na al bravo león. Otra muerte innecesaria yabsurda. Unos quieren que sea rey, otros leatribuyen que él quiere ser rey. Todo era uncaos, una locura, Bolívar no aguanta más.

    El 20 de enero de 1830 presenta su renunciaa la presidencia ante el Congreso. Es horade partir. En la más profunda desilusión Bo-lívar se va, pero no sabe para dónde. ¡Quéironías, ahora que tan sólo es un ciudadanopide permiso al Congreso para irse a Vene-zuela y se lo niegan! El 8 de mayo sale deBogotá hacia su destino nal. Como no tiene

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    dinero con que irse, deja a Manuela en la fríaBogotá rodeada de canallas, y sale para lacosta, a ver cómo consigue recursos para sa-lir del país. Otra ironía, el creador de Colom-bia se acuerda que no tiene pasaporte parasalir del país. Mientras hace su último viajese entera que su discípulo y amado Sucrees asesinado el 4 de junio en Barruecos, unguerrero noble cuya única ambición era irsea descansar con su esposa e hija, asesinadoúnicamente por querer y serle el a Bolívar.Se acaba la época de los héroes y comien-za la de los asesinos. Bolívar ya sólo esperala muerte en una nca prestada, sin nada,¡todo lo que había hecho! y “a la hora de irseno se llevaba ni si quiera el consuelo de quese lo creyeran”.

    Cuando Bolívar salió por última vez deBogotá, nos relata Lynch, “la turba salió alas calles para celebrar la partida de Bolívarquemando retratos suyos y gritando a favorde Santander”.

     Toda esta historia es también edípica. Bo-

    lívar es el padre, al que se adora y se venera,pero también el que se teme y se odia, al quetambién se quiere matar y santicar, ¿cómopurgar la culpa de todos sus asesinos? Col-gando miles de cuadros con sus imágenes yerigiendo miles de estatuas, ¿no?

    La historia de los pueblos creados por Si-món Bolívar muestra que éstos no siguieron

    su enseñanza, no siguieron el rumbo que lestrazó su padre. Gilette Saurat, en un brevepárrafo, relata lo que ocurrió después de lamuerte de Bolívar: “Con la muerte de Bolí-var acabó el tiempo de los héroes, y comenzóel tiempo de los asesinos. Santander regre-só del destierro para presidir, al n solo, losdestinos de una república que repudiaríahasta el nombre de Colombia para tomarel de Nueva Granada. José Hilario López seinstalará, también, con la frente en alto enel solio del primer magistrado del país, y lomismo José María Obando. Desde entoncesla vida política tendrá el semblante de esoshombres, estrechez, demagogia, crueldad.Bajo etiquetas diferentes, sus herederosocuparán por turnos el proscenio. Se darángolpes de pecho en nombre de la patria —deellos ésta no recibirá grandeza alguna— ydel pueblo, que sólo conocerá la ignorancia,la miseria y la servidumbre. Así se prepara-rá el soporte de una estirpe de tiranos queabandonarán el continente a la explotación

    económica del extranjero”.¿No ha sido ésta nuestra historia desde1830 hasta hoy? Efectivamente, vivimos to-davía el tiempo de los asesinos, recuerden elasesinato de Rafael Uribe Uribe, el de Jor-ge Eliécer Gaitán, ¿saben ustedes cuántosasesinatos políticos se han dado en Colom-bia desde la muerte de Bolívar hasta hoy?

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    La respuesta exacta no la sabemos, pero loque sí sabemos es que la cifra es conside-rablemente monstruosa y extravagante. “Osruego que permanezcáis unidos, para que noseáis los asesinos de la patria y vuestros pro-pios verdugos”. Esa era su súplica, ya ven,hasta el momento hemos hecho todo lo con-trario. Sin embargo, la presencia de Bolívarsigue allí, en los campos de la eternidad. Noes un juego, no es sentimentalismo, no essólo material para poetas; Bolívar, su memo-ria, sigue haciendo una advertencia, si Sura-mérica no es libre, no será nada.

    El historiador Mario Hernández Sánchez-Barba juzgó la función de Simón Bolívar enla historia de esta manera: “El problemapara Bolívar radicó en cómo llevar a cabo unproyecto, cuando le falla el ‘Poder Constitu- yente’ y la ‘Sociedad Civil’. […] En el pensa-miento de Bolívar existe, por una parte, unaevidente coherencia, y por otra, una conside-rable persistencia en torno al inconmovibleprincipio de la unidad. […] Su objetivo bá-

    sico era la creación de una República fuer-te, sobre su propia autoridad personal y elprestigio alcanzado en la guerra triunfante.Para establecer este sistema de poder tratóde conseguir una institucionalización capazde ahormar la nueva situación política, unavez que había quedado destruida la sólidared vertical de instituciones españolas. […]

    Bolívar, ilustrado en su formación y román-tico en la acción, entregó su vida activa a unideal político: conseguir la unidad en la or-ganización de la convivencia, lo que llevó ala sima profunda de la frustración. Intentó,hasta la muerte, un nuevo ordenamiento dela sociedad, pero el ambiente no resultó enabsoluto propicio, pues el pueblo, de modoespecial en tiempo de revolución y de cam-bios rápidos, visceralmente inasimilables,era mucho más proclive a la dispersión, elcantonalismo y la soberbia de la individuali-dad, que al orden, la unidad y la armaciónde las instituciones entendidos no sólo comovalores básicos, sino esenciales para el buenfuncionamiento de una comunidad como laque quiso —y no pudo— conseguir Bolívar”.

    Por su parte, John Lynch, al juzgar ellegado de Bolívar, escribió: “Bolívar no eraidealista hasta el punto de creer que Américaestaba preparada para una democracia purao que la ley podía anular de forma instan-tánea las desigualdades producto de la na-

    turaleza y la sociedad. En su opinión, hastaque los pueblos de Hispanoamérica no ad-quirieran las virtudes políticas, […] los sis-temas de gobierno popular, lejos de ser unaayuda, podían ser su ruina. Bolívar no con-aba en el pueblo como masa, la herenciadel sistema colonial, y, para conseguir queestuviera preparado para la libertad, era ne-

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    cesario reeducarlo bajo la tutela de un poderejecutivo fuerte. […] Criticar a Bolívar, comose le criticó en su época y como no se hadejado de hacerlo, por no ser un demócra-ta liberal, sino un absolutista conservador,es descontextualizar la discusión. Del mis-mo modo en que había respondido a quienesquerían convertirlo en un monarca que “niColombia es Francia, ni yo Napoleón”, Bo-lívar habría podido decir a sus críticos libe-rales “ni Colombia es Estados Unidos, ni yoWashington”. […] Esta no era la sociedad ho-mogénea del norte del continente, sino unapoblación multiétnica, en la que cada razatenía sus propios intereses y, así mismo, supropia intolerancia”.

    Bolívar es el creador de Suramérica. Fun-dó nuestra identidad colectiva. Él está másallá de las facciones y de los partidos. Bolívares una idea de libertad que nunca termina.Así muchos le quieran restar su protagonis-mo en la lucha de independencia, es imposi-ble desligarlo de los acontecimientos que nos

    constituyeron. Su legado político, su postu-ra republicana es impecable y paradigma decreación política para todo el mundo; si susideas fueron mal entendidas y viciadas nofue culpa de él. Si Colombia se hizo goda ysantanderista no fue culpa de él.

    República, unidad y libertad. Esta fuela lección de Bolívar para Suramérica. Hoy,

    cuando nuestros males no dejan de suce-der, se hace más vigente la vida y obra delLibertador. Su gloria cada vez se hace másgrande y quizá falte mucho tiempo para quelo reconozcamos y lo tomemos en serio, peroaún así, a pesar del actual desconocimientoque sobre él hay en Colombia, su gloria crecemás.

    A mediados del siglo XIX y principios delXX en Colombia se creó un Bolívar conserva-dor ocialista, acomodado para los interesespatrioteros de la oligarquía conservadora yliberal, se erigieron miles de estatuas y seimprimieron miles de cartillas con una histo-ria patria y boba para esterilizar las mentesde los niños y enseñar dogmáticamente unBolívar irreal. Lograron su cometido, mu-chas generaciones de colombianos crecieronodiando esa mal contada historia patria. Des-pués de la mitad del siglo XX, entre violencia y hambre, Bolívar fue olvidado, las cátedrasbolivarianas desaparecieron, sólo quedaronpor allí algunas sociedades bolivarianas con

    unos eminentes ancianos historiadores deocio que mientras vivían sus últimos añosparecían ser de otra época y mundo. Al -nal del siglo XX, Bolívar volvió a aparecer,las guerrillas tomaron su nombre como ban-dera, ¿qué tanto serán consecuentes con elpensamiento del Libertador? eso aún estápor verse. Por ahora sólo se ha generado un

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    inconveniente, a quienes amamos a Bolívar,que aunque somos pocos aún existimos, nosestigmatizarán y señalarán, porque en Co-lombia Bolívar pasó de ser una estatua a serolvido, y de allí a ser subversivo.

     Tal vez nos falta mucho para ver el n deltiempo de los asesinos, nuestro origen fueuna pasión de libertad encarnada en el hom-bre Simón Bolívar; a pesar de los miserablesque aún detentan el poder, la pasión de uni-dad y libertad de Bolívar volverá. En algúnmomento volverá.

    La mayoría de los que están presentes eneste auditorio, escuchando esta mi últimaconferencia en Medellín, que muy amoro-samente me están brindado su ayuda paraemprender mi anunciado viaje a la tierra deBolívar, sabe que fui un chico temeroso, queme encerré en mis libros temiendo la violen-cia de las calles de Medellín, aferrado al amorde mi madre, mi padre y mis hermanos —mifamilia que hoy está aquí presente, a quie-nes aprovecho la ocasión para agradecerles

    por la vida y para ofrecerles excusas por mislocuras—. Digo, la mayoría de ustedes sabeque por miedo o por neurosis, yo construími identidad alrededor de la búsqueda insa-ciable de Bolívar, por él me hice historiador y a partir de él he construido mi existencia,los que me conocen saben que no estoy exa-gerando. Ahora, cuando me encontré en un

    punto quieto, donde no pasa nada más conmi vida, cuando tan sólo he acumulado más y más torpezas en el amor y en el cotidia-no vivir, vuelvo al rumbo que un día elegí,seguir las huellas de Bolívar, ¿que si estoyloco? Tal vez. Pero yo preero ser loco, dan-zar, volar, jugar… a estar muerto en vida, talcomo nos pretenden someter el capitalismo y el cristianismo.

    Y ahora, parafraseando al Manuelito Fer-nández en Don Mirócletes , de Fernando Gon-zález... irme yendo, repito, para Venezuela,la patria del Frank David Bedoya Muñoz quedeseo llegar a ser. Venezuela es la tierra deBolívar y todo suramericano es venezolano.Irme yendo para allá, en busca de Bolívar, laúnica energía del continente.

    ¿Se me ha comprendido? Para armar lavida yo elijo a Bolívar.

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    VIIEl eterno retorno del Libertador

    Toda va, todo vuelve; eternamente ruedala rueda del ser. Todo muere, todo vuelve a orecer, eternamente corre el año del ser.

    Todo se rompe, todo se recompo- ne; eternamente se construye a sí mis- 

    ma la casa del ser. Todo se despide,todo vuelve a saludarse; eternamente

     permanece fel a sí el anillo del ser.En cada instante comienza el ser;

    en torno a todo “Aquí” gira la esfera“Allá”. El centro está en todas partes.Curvo es el sendero de la eternidad.

    […] Ahora muero y desaparezco, dirías,y dentro de un instante seré nada. Las al- 

    mas son tan mortales como los cuerpos.

    Pero el nudo de las causas, en el cualyo estoy entrelazado, retorna —¡él mecreará de nuevo! Yo mismo formo par- 

    te de las causas de eterno retorno.

    Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra . 

    ¿Cómo, ¡oh Tiempo! —respon- dí— no ha de desvanecerse el míse- 

    ro mortal que ha subido tan alto? He pasado a todos los hom- 

    bres en fortuna, porque me he ele- vado sobre la cabeza de todos.

    Yo domino la tierra con mis plantas;llego al Eterno con mis manos; siento

    las prisiones infernales bullir bajo mis pasos; estoy mirando junto a mí rutilan- 

    tes astros, los soles infnitos; mido sinasombro el espacio que encierra la ma- teria, y en tu rostro leo la Historia de lo

     pasado y los pensamientos del Destino. 

    Simón Bolívar, Mi delirio sobre el Chimborazo .

    Permítanme no decir solamente las ver-dades que, gracias a un método histórico, -losóco y pasional, se pueden establecer so-bre el Libertador Simón Bolívar, sino, antes,enunciar los caminos que me condujeronhacia dichas interpretaciones que quierendevenir veracidad.

    Al nalizar, creo poder insinuar por quées posible el eterno retorno del Libertador.

    Pertenezco a una generación que fue ate-morizada y asesinada por la violencia causa-da por la exclusión social y por la espiral deasesinatos de la maa en Medellín en tiem-pos de Pablo Escobar. El sistema nacional

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    de educación pública en Colombia tambiénse había degradado en la mayor esterilidadposible y sus métodos y formas fueron entre-gados a los negocios privados de editoriales,donde pareciera que el último objetivo erael de enseñar. Los profesores, mal pagados y mal valorados en la sociedad, poco teníanque ofrecerle a una generación que estabadispersa entre ambiciones desmedidas y ba-laceras por doquier. Salimos de esas escue-las y de esos colegios en una orfandad deconocimientos. No es una exageración decirque salíamos de la educación primaria y se-cundaria sin siquiera saber leer y escribirbien. Los que no fuimos asesinados en Me-dellín salimos a engrosar la las de los des-empleados.

    El nombre de la película no pudo ser másacertado: Rodrigo D: no futuro ”. Los jóvenesde la Medellín de la última década del sigloXX no teníamos futuro. Cómo conseguir di-nero, cómo sobrevivir y cómo sostener unavida de algarabía y alcohol, esas eran las

    únicas cuestiones. Sin futuro, porque senos había arrebatado también el pasado,sólo contábamos con un presente infernal.Medellín era la prueba contundente de unade las más importantes tesis del historiadorEric Hobsbawm: “la destrucción del pasado,o más bien de los mecanismos sociales quevinculan la experiencia contemporánea del

    individuo con la de generaciones anteriores,es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX.En su mayor parte, los jóvenes, hombres ymujeres, de este nal de siglo crecen en unasuerte de presente permanente sin relaciónorgánica alguna con el pasado del tiempo enel que viven”.

    En esta sociedad sin historia, Simón Bo-lívar ya había desaparecido, salvo para al-gunos honorables ancianos que, de maneraanacrónica, sostenían unas sociedades boli-varianas con más de un siglo de existencia ycuyo número de integrantes se estaba redu-ciendo aceleradamente por la muerte de susasociados. Cabe anotar que un joven de estaépoca nunca pasaba por allí. También apa-reció Bolívar en las montañas de Colombia,en una reivindicación suya que hicieron lasguerrillas; pero de ello hablaré más adelante.El punto es que para un joven de la ciudadde Medellín Bolívar no existía o era una ima-gen difusa de alguna estatua por allí o un

    dibujo olvidado en una vieja cartilla escolar.No es raro que esta generación confundiera aCristóbal Colón con Simón Bolívar sin saberquién era ninguno de los dos.

    En mi caso, solo el azar de la existenciame condujo al encuentro decisivo con SimónBolívar: tenía 16 años y era mensajero enuna institución educativa. Me correspondía

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    hacer las diligencias de un cura rector y porcuriosidad un día encontré en el estante dela biblioteca de su ocina un ejemplar de Elgeneral en su laberinto , de Gabriel GarcíaMárquez. Yo no sabía quién era ese general,ni me imaginaba que esa hamaca y esas bo-tas que ilustraban la portada del libro, sím-bolos de un héroe muerto, se convertirían entodo mi futuro. El arte literario llenaría todaslas carencias de mi precaria formación. Envarias ocasiones lo he expresado: con El ge- neral en su laberinto , de García Márquez, yovolv