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Enero 2008 Número 445 Desde la oscuridad Oscar Wilde Mikal Gilmore John Howard Norman Mailer Enrique Aranda Ochoa Cristian Ponce Medrano José Manuel Hernández Leydi del Socorro Tamayo Poema Jesús Ramón Ibarra

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Enero 2008 Número 445

Desde la oscuridad

■ Oscar Wilde

■ Mikal Gilmore

■ John Howard

■ Norman Mailer

■ Enrique Aranda Ochoa

■ Cristian Ponce Medrano

■ José Manuel Hernández

■ Leydi del Socorro Tamayo

Poema

■ Jesús Ramón Ibarra

número 445, enero 2008 la Gaceta 1

SumarioJ. E. P. 3

Jesús Ramón IbarraLa reforma de las cárceles 4

Oscar WildeEl Apagón 7

Enrique Aranda OchoaDisparo al corazón 10

Mikal GilmoreSábado 14

Norman MailerLa hoja / El colgado 18

Cristian Ponce MedranoPanorama de las penurias en las prisiones 19

John HowardEl Señor de los cielos 24

José Manuel Hernández MartínezEn la oscuridad 30

Leydi del Socorro TamayoEl porfi riato, 1876-1910 de Paola Morán 31

Por Mauricio Tenorio

Ilustraciones de portada e interiores:Juan Soriano

Directora del FCE

Consuelo Sáizar

Director de La GacetaLuis Alberto Ayala Blanco

EditorMoramay Herrera Kuri

Consejo editorialSergio González Rodríguez, Alberto Ruy Sánchez, Nicolás Alvarado, Pa-blo Boullosa, Miguel Ángel Echega-ray, Martí Soler, Juan Carlos Rodrí-guez, Joaquín Díez-Canedo, Citla li Marroquín, Paola Morán, Miguel Ángel Moncada Rueda, Geney Bel-trán Félix.

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

FormaciónErnesto Ramírez Morales

Versión para internetDepartamento de Integración Digital del fcewww.fondodeculturaeconomica.com/LaGaceta.asp

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Moramay Herrera. Certifi -cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedi-dos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el nú-mero 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Pos-tal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.

Correo electró[email protected]

2 la Gaceta número 445, enero 2008

El problema más grande con el que se topa el hombre a lo largo de su compleja exis-tencia, probablemente sea la convivencia con sus semejantes. ¿Cómo coexistir con los otros sin entrar en confl icto? ¿Existe alguna forma de impedir que los individuos se envidien unos a otros, que no deseen lo que tienen los demás? La respuesta es muy sencilla: ¡no! Por lo menos la Historia y el sentido común confi rman la respuesta aquí esgrimida. Y no se trata de una visión pesimista…, más bien es una obviedad. Sin embargo, tampoco podemos caer en la perspectiva opuesta, donde se postula que los hombres de ninguna manera pueden vivir pacífi camente entre sí. El hombre no es ni bueno ni malo, simplemente es hombre. Para lograr dicha paz, se instituyen leyes e interdictos que impiden que cada quien haga lo que se le antoje. Si se transgreden dichos interdictos —indispensables para regular el inevitable confl icto de intereses entre los individuos—, todo el peso de la ley cae sobre el transgresor. Para conjurar la violencia hay que ejercer la violencia: éste es el papel del Estado, como acertada-mente señaló Max Weber. Pero hay un pequeño problema: el hombre no es un ani-mal que responda a los actos de violencia con más violencia y ya, es decir, su parte racional le aconseja que la violencia puede ser controlada sin exterminar al agente que la ejerce. Y para ello crea el confi namiento, “la cárcel”, el lugar donde los hombres dejan de ser humanos para “aprender” a ser humanos. En efecto, mientras están en prisión prácticamente dejan de ser humanos, por lo menos ante los ojos del Estado. Y esto no es una condena al Estado, de alguna manera debe hacerse una distinción entre aquellos que respetan las leyes y aquellos que no. Pero eso no quita que el Es-tado y la Sociedad, en sí, degraden a aquellos que están tras las rejas. Hay un intento por tratar de paliar esta actitud argumentando que el encierro es una medida de “re-adaptación”, una forma en la que los criminales y delincuentes nuevamente podrán ser gente de bien. Si esto se logra o no, es un tema aparte. Lo importante es tener presente la ambigüedad de la condición del preso: es un delincuente sin dejar de ser un humano, con todas las prerrogativas que ello implica. Entonces, ¿se le debe tratar humanitariamente o no?

En este número de la Gaceta, optamos por escuchar la opinión de algunos hombres que han estado en la cárcel, como, por ejemplo, Oscar Wilde. Por su parte, John Howard, en su papel de simple observador —aunque él también estuvo preso alguna vez—, nos muestra un panorama muy ilustrativo de lo que pasaba en las cárceles in-glesas del siglo xviii. Pero lo más interesante de este número es poder leer la esplén-dida prosa que despliegan cuatro presos mexicanos, recluidos en distintos ceresos y reclusorios, a través de sus cuentos.

La cárcel, como una sombra de la libertad perdida, arroja un poco de luz median-te las poderosas palabras que emiten quienes están atrapados en sus entrañas. G

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J. E. P.Jesús Ramón Ibarra

A Frank Meza

La memoria construye —con encono— Entre la sal de sus mares dormidosY un bosque de palabrasLa mesa de comer Los ácidos con que desaparecenLos rostros de los díasY aparecen las palabras ciudad, raigambre, Historia, mitología, patria, devenir: impertérrito vínculoDe los que se aman demasiado en el crimen,La desgracia o un derrotado sueño.

La memoria diseña —con sana reciedumbre—Un estudio atestado de manualesDe supervivencia primitiva, Un catálogo de canciones procaces,Leyes de lesa fe, digestos, absolutos,Verbos hecho polvo en el infi nito de la madera.

La memoria dibuja —con certera ansiedad—Luz, entre la voz opacada de las sombrasY el misterio gozoso de amanecerCon los ojos abiertos, fi jos, profundosSobre el sabio reposo de la llama. G

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La reforma de las cárceles*Oscar Wilde

Para el director del “Daily Chronicle”

Muy señor mío: Me entero de que el bill para la reforma peni-tenciaria presentado por el ministro del Interior, se discutirá esta semana, y como su periódico ha sido el único diario inglés que ha demostrado un verdadero y vital interés por esa impor-tante cuestión, creo que me permitirá usted, como hombre que conoce la vida en una cárcel inglesa por una experiencia perso-nal, que indique las reformas urgentes que creo deben introdu-cirse en nuestro sistema penitenciario actual, tan bárbaro y estúpido. Por un artículo de fondo publicado en esas columnas, hace aproximadamente una semana, me entero de que la prin-cipal reforma propuesta consiste en aumentar el número de inspectores y visitadores ofi ciales que pueden tener entrada en nuestros establecimientos penitenciarios.

Una reforma de ese género es completamente inútil, por una razón muy sencilla. Los inspectores y los jueces que visitan las cárceles van a ellas para cerciorarse de que los reglamentos se cumplen con toda exactitud. Van exclusivamente para eso y no tienen la menor autoridad, aunque quieran, para variar ni un solo artículo de los reglamentos.

Jamás ha conseguido ni un solo recluso el menor alivio, la menor atención, el menor cuidado por conducto de los visita-dores ofi ciales. Los inspectores no visitan las prisiones para ser útiles a los presos, sino para comprobar si los reglamentos son aplicados con todo rigor.

El objeto de sus visitas es velar por que sea cumplido un có-digo estúpido e inhumano. Y como es preciso que parezca que hacen algo, ponen en ello todo su cuidado. Un preso a quien le haya sido concedido el más pequeño favor, recibe la visita de los inspectores. Y el día que hay inspección en una cárcel, los funcionarios de ella tratan a los presos con doble brutalidad. Como es natural, tienen mucho interés en mostrar la magnífi -ca disciplina que allí mantienen. Las reformas necesarias son sencillísimas. Se refi eren a las necesidades espirituales de todo desventurado preso.

A primera vista hay tres castigos permanentes, autorizados por la ley en las prisiones inglesas:

1.° El hambre.2.° El insomnio.3.° La enfermedad.

La alimentación dada a los reclusos es en absoluto insufi cien-te. En su mayor parte es de calidad repugnante, y en conjunto, demasiado fl oja. Todo recluso pasa hambre noche y día.

Cierta cantidad de alimentos es pesada minuciosamente, gramo por gramo, para cada preso; es justamente lo que se necesita para mantener, no ya la vida, sino la existencia.

Pero se siente uno atormentado constantemente por el do-lor y por la debilidad que el hambre produce. El resultado de esa alimentación, que consiste casi siempre en un puré muy claro, hecho con sobras de carne y agua, es la enfermedad en forma de diarrea continua.

Esta enfermedad, que termina por hacerse crónica en la mayoría de los reclusos, es una institución reconocida en todas las cárceles. En la prisión de Wandsworth, por ejemplo, en la que estuve recluido dos meses, hasta que se vieron en la preci-sión de trasladarme al hospital, donde permanecí otros dos, los vigilantes hacen dos o tres recorridos diarios llevando medica-mentos astringentes, que dan a los presos como cosa muy na-tural. Después de una semana de ese tratamiento no necesito decir que el remedio no produce ya el menor efecto. El desgra-ciado recluso queda entonces abandonado a la enfermedad más agotadora, más humillante que puede imaginarse; y si, como sucede muy a menudo, la debilidad física imposibilita para terminar el número de vueltas exigidas a la manivela o al mo-lino de pie le denuncian por perezoso, castigándole entonces de un modo tan severo como brutal. Y no es esto todo. No se puede imaginar nada más contrario a la higiene que la disposi-ción interior de una prisión inglesa. En los tiempos antiguos, cada celda estaba provista de algo parecido a letrinas. Estas letrinas han sido suprimidas hoy día; no existen ya: en sustitu-ción de ellas se entrega a cada recluso un pequeño cubo.

El preso está autorizado para verter su cubo tres veces al día, pero no se le permite entrar en los retretes de la cárcel más que durante la hora única del paseo. Y después de las cinco de la tarde les está prohibido salir de su celda con ningún motivo.

Un hombre enfermo de diarrea se encuentra, pues, en una situación tan repulsiva, que es innecesario insistir sobre este punto, ya que sería hasta indecoroso hacerlo.

Los sufrimientos, las torturas que sufren los reclusos de resultas de esa orden, indignante desde el punto de vista higié-nico, no son para ser descritas. Y la impureza del aire en las celdas, aumentada por un sistema de ventilación completamen-te inefi caz, es tan nauseabunda, tan malsana, que no es nada raro ver a los vigilantes ponerse malos, cuando por la mañana, y recién llegados del aire libre, abren e inspeccionan las celdas. Yo he sido testigo de semejante hecho más de tres veces, y va-* Oscar Wilde, Obras completas, Madrid, Aguilar, 1991.

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rios vigilantes me han hablado de ello como de una de las mo-lestias más repugnantes que les impone su cargo.

La alimentación de los presos debía ser sufi ciente y sana. Sería preciso estudiarla para que no fuese de calidad propicia para producir esa diarrea continua, que de simple indisposición se convierte en enfermedad crónica. La disposición higiénica de las prisiones inglesas debería modifi carse por completo, de tal modo, que todo recluso pudiera tener acceso a los retretes en caso de necesidad, y verter su cubo cuando fuera necesario. El sistema de ventilación actual de las celdas es enteramente defectuoso. El aire llega a través de una alambrera muy tupida, y pasa por un pequeñísimo ventilador colocado en la alta ven-tana provista de barrotes, ventilador demasiado pequeño y demasiado mal construido para dejar penetrar una cantidad sufi ciente de aire fresco. No le conceden al preso más que una hora de paseo al día. Así es que, durante veintitrés horas, se respira el aire más impuro que pueda haber. En cuanto al cas-tigo del insomnio, no existe ya más que en las cárceles chinas y en las inglesas.

En China, lo imponen colocando al preso en una estrecha jaula de bambú, y en Inglaterra por medio del camastro de ta-blas. El camastro de tablas no tiene más objeto que producir el insomnio: y lo consigue invariablemente. Y hasta cuando aca-ban por concederle a uno un colchón duro, como sucede mien-tras dura la prisión preventiva, se sigue padeciendo la tortura del insomnio. El sueño es, en efecto, un hábito, como todo lo que da salud. Todo recluso que ha descansado sobre tablas, pa-dece de insomnio. Es un castigo indignante, salvaje. En cuanto a las necesidades espirituales, le ruego que me permita decir también algunas palabras.

El sistema actual de las cárceles parece hecho a propósito para causar la pérdida y la destrucción de las facultades intelec-tuales. Si su fi n no es reproducir la locura, éste es, ciertamente, su resultado. Hecho probadísimo y cuyas causas saltan a la vis-ta; privado de libros y de toda relación con seres humanos, aislado de toda infl uencia humanitaria y bienhechora. Conde-nado al silencio eterno, sustraído a todo contacto con el mun-do exterior, tratado como un animal desprovisto de inteligen-cia, rebajado hasta el nivel de cualquier bestia, el miserable encerrado en una cárcel inglesa tiene poquísimas probabilida-des de librarse de la locura. No quiero extenderme sobre estos horrores, y menos aún intentar promover un interés sentimen-tal y pasajero sobre estas cuestiones. Por eso me limitaré a decir, con permiso de usted, lo que debiera hacerse.

Todo preso debía contar con un surtido sufi ciente de libros buenos. Actualmente, durante los tres primeros meses de re-clusión, no le dejan ningún libro, a excepción de la Biblia, del libro de oraciones y del libro de Salmos. Pasado ese plazo le prestan un libro a la semana. No sólo esto no es sufi ciente, sino que, además, los libros que forman los libros corrientes de una cárcel carecen de valor absoluto. Son, ante todo, libros de los llamados religiosos de tercera categoría, mal escritos, escritos, sin duda, para niños, y que no convienen ni a los niños ni a los mayores.

Habría que estimular a los presos a que leyesen, contando con los libros que ellos necesitan, libros que estuviesen bien elegidos. Hoy día, la elección de libros corre a cargo del cape-llán de la cárcel. Bajo el régimen actual, a un recluso no se le permite ver a sus amistades más que cuatro veces al año y du-rante veinte minutos cada vez. Lo cual es muy deplorable.

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Debería permitirse a todo recluso que viese a sus amistades y familiares una vez al mes y durante un espacio de tiempo razo-nable y equitativo. La moda actual (está muy en boga) de exhi-bir un preso a sus amistades debería modifi carse. En el sistema que hoy se sigue, el preso, durante la visita, está encerrado bajo llave en una gran jaula de alambre, o recluido en una gran caja de madera, que tiene una pequeña abertura y está cubierta de una alambrada de tela metálica.

Sus visitantes están colocados en una jaula semejante, a tres o cuatro pies de distancia. Dos vigilantes permanecen en el espacio intermedio para escuchar y hasta, si les parece, para interrumpir la conversación, sea la que sea. Yo propongo que se permita al preso ver a sus parientes o amigos en una habita-ción. Los reglamentos actuales son indignantes y exasperan de un modo inconcebible.

Una visita de parientes o de amigos es para todo recluso un motivo de humillación y de sufrimiento mental. Muchos pre-sos, antes que sufrir semejante prueba, se niegan en absoluto a ver a los suyos. No puede parecerme raro esto. Cuando le vi-sita a uno su defensor, se le ve en una habitación de puerta acristalada, con un vigilante al otro lado. Cuando un hombre ve a su mujer y a sus hijos, a sus padres o a sus amigos, debía concederle el mismo privilegio. Ser exhibido como un mono enjaulado ante personas que le tienen a uno afecto y a quienes uno corresponde, es una degradación inútil y horrible. Debería permitirse a todo recluso que escribiese y recibiera una carta al mes. Actualmente no dejan escribir más que cuatro veces al año, lo cual es insufi ciente en absoluto. Una de las cosas más trágicas de la vida en la prisión es que petrifi ca el corazón hu-mano. Los sentimientos y el afecto natural, como todos los demás sentimientos, necesitan nutrirse de algo, porque mue-ren fácilmente de inanición. Una carta de una carilla, cuatro veces al año, no basta para hacer vivir los afectos más dulces y más humanos, gracias a los cuales, en defi nitiva, la naturaleza se mantiene en un estado que la hace accesible a las infl uencias del bien y de la belleza, únicas que pueden salvar una vida des-trozada y rota.

Habría que suprimir la costumbre de mutilar y expurgar las cartas. Actualmente, si en una carta un recluso se queja del sis-tema penitenciario, cortan esa parte de la carta con unas tijeras. Si, por otra parte, formula alguna queja cuando habla con sus visitantes a través de los barrotes de la jaula o de la abertura de la caja de madera, es maltratado por el vigilante y apuntado en una lista para ser castigado una vez a la semana hasta el mo-mento de la visita siguiente. Cuentan con que en ese espacio de tiempo aprenderá, no ya el buen comportamiento, sino la as-tucia, que, en efecto, se aprende siempre. Es una de las pocas cosas que se aprenden en la cárcel. Desgraciadamente, las otras

son de mayor importancia en ciertos casos. ¿Me estará permi-tido, ya que he traspasado los límites, decir lo siguiente? Ha pedido usted, en su artículo de fondo, que no se permita a ningún capellán desempeñar cargo alguno, tener ningún em-pleo fuera del de la cárcel. Pero esto no tiene ninguna impor-tancia. Los capellanes de las cárceles no sirven absolutamente para nada. Considerados en general, parecen personas bienin-tencionadas; pero de una tontería que llega hasta la insulsez. No les sirven de nada al recluso. Una vez cada seis semanas se oye girar la llave de la cerradura, la puerta de la celda se abre y entra el capellán. Como es natural, le presta uno la mayor atención. Pregunta si se ha leído la Biblia. Contesta uno que sí o que no, según las circunstancias. Cita él entonces algunos textos, sale y vuelve a cerrar la puerta. A veces deja un folleto. Y esto es todo. Los funcionarios a quienes debiera prohibirse ejercer ningún empleo fuera del recinto de la cárcel, o tener una clientela particular, son los médicos de prisiones. En la actualidad, el médico de prisiones tiene, generalmente, por no decir siempre, una numerosa clientela privada y desempeña cargos en otras instituciones. Y esto tiene por resultado que la salud de los presos esté completamente descuidada y que el estado sanitario de la prisión no esté nada vigilado.

Considero (y desde mi juventud he considerado siempre) al cuerpo médico como la profesión más humana del mundo. Pero tengo que hacer una excepción al referirme a los médicos de prisiones. Por lo que he podido apreciar en mis relaciones personales con ellos y por lo que he visto en el hospital y en otras partes, son de maneras bruscas, de carácter grosero y com-pletamente indiferentes a la salud o al bienestar de los presos.

Si se prohibiese a los médicos de prisiones la clientela pri-vada, se verían obligados a interesarse algún tanto por la salud y por las condiciones higiénicas que les están encomendadas. He intentado indicar en mi carta algunas de las reformas nece-sarias en el régimen penitenciario inglés.

Las que propongo son cosas sencillas, prácticas y humanita-rias. Claro es que todo ello no es más que un comienzo, una iniciación. Pero es hora ya de comenzar, y el impulso no puede darlo más que la fuerte presión de la opinión pública, formula-da en el importante diario de su dirección y mantenida por él.

Pero habrá mucho que trabajar para conseguir hacer efecti-vas aun esas mismas reformas. Y la primera tarea que hay que acometer, y que acaso sea la más difícil, es la de hacer más hu-manos a los directores de cárceles, la de civilizar a los funcio-narios de ellas y la de cristianizar a los capellanes.

Queda de usted, etc.,

el autor de LA BALADA DE LA CÁRCEL DE READING G

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El Apagón*Enrique Aranda Ochoa

Recibo a los infelices que llegan desde que mi amo me abandonó aquí. Cuando les veo la jeta por vez primera sufro apremiantes ganas de carcajearme a mandíbula batiente, lo que se vería muy mal en mí, por lo que termino conteniéndome. Tengo, claro está, mis rincones favoritos donde, al abrigo de las lelas (como aquí les dicen a los mirones), me desfogo a mis anchas, lo que no es tan fácil en este lugar con tanto desgraciado errando de la ma-ñana a la noche, jornada tras jornada paseando su desventura.

Y es que en verdad resulta cuando menos gracioso ver deam-bular en dos patas a criaturas tan patéticas que siempre dicen algo distinto a lo que realmente hacen, o mejor dicho, que con la lengua pretenden borrar las huellas de sus chuecos andares. No es escaso el consuelo para mis propias desdichas ver los ridículos devaneos de esos presuntuosos a los que hemos hecho creer, desde el principio de los tiempos, más racionales que los miembros de nuestra especie (cuestión de estrategia de sobre-vivencia el disimular la inteligencia). Llevamos más tiempo en este planeta que el primate armado, lo que nos obliga a ser más objetivos y entendidos de lo que él supone. Aunque, contradi-ciéndose implícitamente, incluso nos han confi ado la misión más trascendente que concebirse pueda: la de guiarle en su descarnado tránsito a la tiniebla fi nal.

Les decía que tengo mis rincones predilectos donde me retiro a descansar, rumiando reconcomios o simplemente res-guardándome de la gentuza hostil y fastidiosa que nunca esca-sea, faltándome al respeto o hasta intentando patearme o lan-zarme algún pedrusco. Los humanos son tan distintos entre sí que, incluso en muchos casos, se asemejan más a cualquier otro animal que a los de su propio linaje. Es sabido que esto se debe a la tan variada procedencia de sus almas, siendo no pocos de ellos, por ejemplo, ciertas reencarnaciones de demonios.

En fi n, cierta tarde me había ido a echar a uno de mis refu-gios, un rincón que se camufl a tras los arbustos que hay al costado del patio del dormitorio uno. Me despertaron antes de la hora de hacer mi rondín nocturno. Chifl idos y algarabía in-usual. Al abrir mis envidiables ojos vi una oscuridad que no tenía por qué estar ahí. ¿Dónde estaban las luces de las crujías y los faros de los muros y torres? Misterio. Algo andaba mal, así que me desperecé estirando mis patas delanteras al tiempo que bajaba mi cabeza para generar una tensión más sabrosa en los músculos. Di un par de bostezos despabiladores, oxigenan-do mi privilegiado cerebro y emprendí una marcha a paso cansino, husmeando a diestra y siniestra, babeante y alerta.

De los innumerables rastros que se entrecruzan en este lu-gar prohibido —muchos harto ofensivos al olfato—, elegí el que me pareció más prometedor y que a la postre me condujo

a cierta fogata que congregaba una horda de condenados, quie-nes a falta de luz eléctrica (y tele, radio…) trataban de calentar sus miserias en torno a la lumbre primordial, y para matar el aburrimiento insospechado que amenazaba con atenazarles, les oía animarse entre sí platicándose chistes de todo color pero de un solo tono baladí. Mas una vez agotado el raquítico reperto-rio de sus inanes agudezas, afl oró la perplejidad y un silencio espeso como la noche que se cernía sobre ellos.

Fue entonces que alguien, con voz sofocada y titubeante, sugirió que cada quien platicara una historia cualquiera, propia o ajena, que fuera interesante por una u otra razón. Al descon-cierto inicial sucedió una gradual aprobación entre sus secua-ces. Como la propuesta me interesó, paré la oreja y me eché a un lado, a prudente distancia, amparándome en mi color oscu-ro para pasar inadvertido. Aquí debo aclarar que aunque la mayoría me respeta e incluso teme (y siendo para algunos ob-jeto de superstición, fetiche o tabú, debido a mi estirpe preco-lombina y ubicua presencia en leyendas y mitos), no falta, se-gún les decía, el réprobo que quiera fanfarronear a mis costillas. Además, sigiloso y apartado, me era más fácil estudiar sus di-vertidos tics, gestos, automatismos y aspavientos que disipaban con frecuencia la cortina de humo de sus palabras, sobre todo las referentes a sí mismos, mostrándose tal cual eran.

Era el invierno, y durante las tres y media noches que duró el apagón la tertulia daba comienzo a las seis y se prolongaba hasta las nueve, hora en que los encerraban. Desde un princi-pio me propuse elegir una historia entre todas para obsequiar-la a mis curiosos y atentos oyentes. Evidentemente los relatos eran muy disparejos, ya que era de esperarse que su cuentero respectivo no tuviera la mínima noción al respecto. Las histo-rias de esa primera jornada fueron, predeciblemente, olvida-bles.

Al siguiente día el cenáculo empezó a departir más tempra-no que en la jornada anterior, aún estando bajo el efecto de una moderada conmoción por el extraordinario prolongamiento del apagón, sin precedentes en la memoria colectiva de los habitantes de este lugar de castigo. Durante horas previas las humaredas, las brumosas columnas que anunciaban cada cual su festín particular, evocaban paisajes del neolítico, que es a donde en realidad se dirige todo humano tan pronto comien-zan a descomponerse las cosas, remontando en segundos sus milenios de cacareada evolución (aunque pensándolo bien, ¿no eran aquéllos mejores que los actuales?).

En efecto: ya había dos o tres picados en reyertas, mientras que las pillerías, asaltos, disputas por la carencia de agua (las bombas out) o de leña, menudeaban durante el día; sólo al

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crepúsculo, cuando las hogueras despuntaban, lo que parecía perrada brava se relajaba al fi n, sugiriendo los olisqueos amis-tosos ante el fuego tutelar, y el efecto sedante de los relatos se propagaba por todos esos islotes de esplendor que se veían esparcidos entre la tiniebla, que ahora era más temible aún.

Sólo yo podía atravesar impunemente el mare ignotum tene-broso y acercarme a la fogata de otras tribus, donde de repente cachaba alguna historia antologable, que casi siempre termina-ba regresando a la horda original, donde mejor había prendido la idea de platicarlas por turnos.

Mientras los relatos fl uían, las ondulaciones del fuego eran alimentadas de continuo por toda clase de madera, cartones, periódicos o desperdicios afi nes. La situación era tan inusitada que, en torno al hogar, la secreta excitación de cada cual propi-ciaba la espontánea socialización, las intimaciones inesperadas, las desusadas cortesías con las que la tribu festejaba la liberado-ra fractura del bloque de lo monótono, el quebrantamiento de la rutina, al tiempo que juntos se dibujaban un rostro más ama-ble al redondo óvalo de las horas huecas.

La modifi cación de hábitos incluso a mí me afectó, trastocan-do la habitual ecuanimidad, de tal modo que hasta me permití corretear a un par de gatos mustios —como lo son todos ellos; ¿cómo es que los humanos consienten a tan desleales bi-chos?— así como roer con ridículo empeño un trozo de fémur mientras alguien contaba una historia más bien aburrida.

En cierto momento algún imbécil que me descubrió empe-zó a bromear con asarme morosamente para que les sirviera de cena (por eso trato a la mayoría de los primates como estúpi-dos, porque efectivamente lo son). El hecho de que sus antepa-sados hayan sido proclives a tan bárbara práctica —en contras-

te con la permisible y hasta coherente costumbre de devorarse ritualmente entre ellos— no justifi caba que el gracioso se arriesgara a mi cólera esmaltada, a un mordisco destellante.

A fi n de domesticar al rústico rufi án me acerqué presumién-dole mi erizada y sanísima dentadura, lo que automáti camente surtió el efecto deseado. Seguramente que con el hermano lobo del que alguien platicó (a no dudar, de canina sensibili-dad, empático) nunca habría sido necesario recurrir a tales amagos. Como sea, aproveché el incidente para quedarme ins-taladazo en un lugar más cálido que el anterior, lo que aprecié más que inmediatamente ya que, ustedes saben, mi notoria carencia de pelambre hace que mi tersa piel sea más vulnera-ble al frío. Tan refi nada característica ha sido el principal mo-tivo, como es de conocimiento público, de que se me aprecie como un bien exótico.

Así pues, más cerca del fuego (del riesgo) me dispuse a oír otros relatos, y a leer en los rostros iluminados de los escuchas las variaciones de visajes, dibujados en su faz por las plásticas sinuosidades de las llamas, o esculpidas por la sincerada (cince-lada) eclosión de sus emociones.

Era ya el inverosímil tercer día sin electricidad (¿qué se es-tarían pensando éstos?), y mientras muchos se adaptaban sin mayores difi cultades o hasta disfrutaban el nuevo estado de las cosas, en otros era patente cierto desquiciamiento. Y no sólo me refi ero a los condenados, sino a sus celadores, sobre todo a ellos, mismos que se vieron obligados a aumentar el número de efectivos, incluyendo a la perrada que ha entrenado para ayu-darles, casi siempre doberman obtusos e igual de prepotentes que sus uniformados amos. Desde luego yo no logro soportar-los, siendo mutua la intolerancia.

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Asimismo, fue indispensable que colocaran barricadas a la entrada del edifi cio de gobierno, donde laboran empleados y funcionarios, a fi n de minimizar los estragos de un embate sorpresivo por parte de las huestes de los cautivos, aunque de haberse dado efectivamente éste, de poco habrían servido las precauciones. En particular, una disputa que amenazaba con salirse de todo control era la de los “ecologistas” contra la ma-yoría. ¿El motivo? Sí claro: los contados árboles y matorrales que descansaban la vista de la grisácea monotonía de tanto hormigón y acero, que ofrecían su sombra en los calores y, en fi n, que eran un exiguo solaz para aquellos con edénicas nos-talgias (como yo). Ya raleaban, y los pocos que aún se erguían, los “verdes” (según les decía despectivamente la banda), trata-ban de evitar a toda costa que terminaran en mera leña para la lumbre. Al pie arbóreo se llegó a ver otros caídos antes de que a ellos mismos los abatieran.

Dado que la tertulia inició con historias más bien desviadas o francamente anodinas, yo me distraje recordando, por conti-güidad asociativa, otra (narraban mientras tanto algún episodio apócrifo del chupacabras), una que muchos años atrás me pla-ticaron, lo que, sin embargo, terminó de adormilarme. Así pues, me paré y eché a andar.

Las historias que por ahí oí tampoco me satisfi cieron, ha-biéndolas pepenado junto a una pira donde no suelen ser tan chocantes, por lo que toleraban mejor mi presencia sarnosa ¡qué quieren!, avatares de la vida perruna; incluso, debo confe-sarles, no sin cierto bochorno, ése fue el motivo de que mi amo me abandonara aquí). Eso sí, se la pasaban fume que fume y claro está, no sólo asquerosa nicotina (de hecho, la piedra y la mota predominaban). Las antenas que los piedrosos usaban como pipas me recordaron a esos homínidos que empleaban cer-batanas para cazar (animales, claro, no malos espíritus como éstos, que después de un rato se ponen bien paniques).

A un costado de la gran llamarada habían colocado un co-mal sobre el que burbujeaba, en dos grandes pocillos, café o té, brebajes de los que se servía cualquiera que los quisiese, com-partiendo también comunitariamente alguna vianda mordis-queable. Como en las ratas, la solidaridad entre miembros de un mismo clan suele ser directamente proporcional a la hosti-lidad mostrada a los integrantes de los ajenos.

Algunos relatos los oí en una de estas tribus, varios parecían abortos narrativos o de nacimiento prematuro en todo caso, o que de plano no les era posible ocultar su origen bastardo, su vergonzosa condición de ser meros fusiles de cuentos más o menos conocidos, incluso en algunos casos hasta publicados (¡qué descaro!). Como afortunadamente no soy un itzcuintli inculto, pude identifi carlos sin mucha difi cultad y, por consi-guiente, no tomarlos en consideración.

Aquí cada quien sortea como mejor sabe el embate de su propia soledad, su particular drama o tragedia del desamor (y al respecto algo podría yo decir también, pues ya se imaginarán que en este lugar está en chino encontrar ya no digamos una perra “china”, como también dicen en Sudamérica a los de nuestra raza, sino cualquier hembra cándida). Había historias que rezumaban patética amargura, mientras que a otras las impregnaba un tono bufo.

Ya que hablamos de tétricas experiencias, un falso pudor no me impedirá platicarles que al venir para acá, de repente me pareció escuchar raros quejidos, sofocados, cerca del área de

regaderas del dormitorio seis, por lo que sin pensármelo mu-cho entré a indagar. En uno de los rincones se apelotonaban cinco o seis excitados crápulas. No tardé en darme cuenta de que estaban sodomizando a un tierno güerito bizcocho que tenía la boca atascada de trapos para que no se oyera el deses-pero de sus gritos. Uno tras otro gozaron de las suaves y son-rosadas carnes del desdichado, e incluso el que parecía líder repitió, pero ahora sirviéndose de la otra cavidad, por lo que casi no se oyeron los lamentos de la víctima al quitársele el paño que lo enmudecía, rápidamente sustituido por el magno instrumento de tortura.

Sé que me acusarán de muchas cosas al platicarles semejan-tes indecencias, pero no puedo evitar ponerlos al tanto de lo que se ve por estos rumbos abandonados del señor. Aunque, a decir verdad, un tanto arrepentido, mejor me callo, abstenién-dome de seguir con esta historia típicamente canera, con ese inconfundible dejo acre que perdura en quien la oye.

Al avanzar y cuajar la cuarta noche sin luz, la gente daba la impresión de aceptar ya como normal la nueva situación, habi-tuándose sin mayores difi cultades la casi totalidad de los afec-tados. Desde luego, la soterrada violencia nocturna se había exacerbado, cobrándose más víctimas propiciatorias. Era el tributo insoslayable a las potencias tenebrosas.

La ronda prosiguió con relatos un tanto deshilvanados, in-decisos, como tanteando su justa expresión. Entonces pareció surgir al fi n una historia prometedora, pero fue cuando todo acabó. Repentinamente, la luz se hizo. Medio mundo quedó viéndose entre perplejo y jubiloso. Ahora sí que fue, literal-mente, el Pandemonium: no tardaron en aventar los pedazos de madera que algunos tenían en las manos, apresurándose en alcanzar a los que ya se apresuraban a las estancias para ingerir con apremiante avidez su atrasada dosis televisiva, a bañarse con agua caliente los que con el pretexto de no haber, rehusaron has-ta entonces el contacto con ella y el jabón. En fi n, los edifi can-tes placeres con los que se recrearon durante tres jornadas y media pronto fueron eclipsados por los focos y pantallas de sus aparatos.

A mí, no se crean, me da pena con los leales oyentes que lograron llegar hasta la velada de hoy. Podría quizá contarles que en el patio del dormitorio contiguo vi hace unos momen-tos, antes de que llegara la luz, a un par que se trenzaba a fi e-rrazos, tasajeándose a placer. Pero la verdad a mí no me gusta mucho ver esa híbrida mirada que mezcla, en el mismo cuenco de los ojos, la ira y el pánico, por lo que no me quedé a ver una escenifi cación más de la eterna pero mortal danza de los cuchi-lleros. Así pues, hay que reconocer que no es muy buena idea. Además creo que el paciente lector empieza a estar un tanto harto de las atrocidades domésticas en este sitio. Por lo que, pensándolo bien, he decidido de la manera más perruna confe-sar que mi búsqueda fue un completo fracaso, no pudiendo ofrecerle a mis pacientes oyentes ninguna historia para su es-parcimiento. Ni hablar, qué se le va a hacer, a lo mejor pal si-guiente concurso.

Xótotl G

* Este cuento participó en el 14º Concurso Nacional de Cuen-to “José Revuletas” convocado por la ssp (Prevención y Re-adaptación Social) y el conaculta (inba).

10 la Gaceta número 445, enero 2008

Disparo al corazón*Mikal Gilmore

Soy hermano de un hombre que asesinó a hombres inocentes. Se llamaba Gary Gilmore y acabaría por ser uno de los perso-najes criminales más destacados de Estados Unidos. Pero no fueron sus crímenes —el asesinato sin sentido de dos jóvenes mormones en noches consecutivas de julio de 1976— los que le ganaron su notoriedad. En cambio, Gary se volvió famoso por involucrarse en su propio castigo. Sus asesinatos tuvieron lugar poco después de que la Suprema Corte de los Estados Unidos dejara el camino libre para la renovación de la pena capital, y Utah —donde cometió sus asesinatos— había sido uno de los primeros estados en aprobar la legislación que res-tauraba la pena de muerte. Pero llevarla a la práctica era algo distinto. Cuando Gary fue sentenciado a muerte en el otoño de 1977, nadie había sido ejecutado en Estados Unidos por más de una década, y pese a sus nuevas leyes, el país todavía no le cogía el gusto al derramamiento legal de sangre. Todo eso cambió con Gary Gilmore.

El 1 de noviembre de 1976, Gary rechazó su derecho a apelar la sentencia e insistió en que el estado siguiera adelante y cumpliera con la fecha fi jada para su ejecución. De inmedia-to golpeó un nervio nacional, y casi cada día y cada noche de los meses siguientes fue noticia principal. Hubo discusiones, demoras e intrigas; hubo hasta una historia de amor. Pero a lo largo de todo eso, Gary se mantuvo feroz e inquebrantable en su determinación para morir —incluso dos veces intentó ha-cerlo por propia mano— y puso al estado de Utah y a los de-fensores de la pena de muerte en una posición difícil e inespe-rada. No nada más los convirtió en sus aliados, también los transformó en sus sirvientes: hombres que matarían siguiendo su oferta, ajustándose a sus propios ideales de ruina y reden-ción. Al insistir en que se le ejecutara —y al efectivamente di-rigir la maquinaria legal que habría de concretar la ejecución— Gary parecía decir: No hay nada que puedan hacer para castigarme de verdad, porque esto es precisamente lo que quiero, es mi voluntad. Ustedes me ayudarán en mi crimen fi nal.

Y la nación odió a Gary; no por sus crímenes, sino por su arrogancia indómita, parecía haber dado con una forma de ganar, una vía de escape.

Mucha gente, por supuesto, ya conoce esa parte de la histo-ria. Fue una noticia difundida a nivel internacional durante varios meses de 1976 y 1977, y posteriormente fue tema de una popular novela y una película para la televisión, La canción del

verdugo, de Norman Mailer. Si han leído el libro o visto la pe-lícula, conocen la historia de los últimos meses de Gary: las confi anzas que traicionó, el amor que perdió, las vidas que des-truyó y la autonegación que buscaba. Lo que no es tan conoci-do, y nunca ha sido documentado, es la historia de los orígenes de la violencia de Gary: la verdadera historia de mi familia y cómo su red de oscuros secretos y esperanzas fallidas ayudaron a crear el legado que, en parte, se convirtió en el impulso ase-sino de mi hermano.

Estas partes de la historia nunca se contaron porque, simple-mente, nadie habló de ellas. Durante las últimas semanas de vida de Gary, Larry Schiller —quien adquirió los derechos so-bre la historia de la vida de Gary y posteriormente conduciría la mayor parte de las entrevistas para La canción del verdugo— inten-tó hacer que Gary hablara abiertamente acerca de su infancia y su vida familiar. Schiller sentía que algo horrible había ocurrido en ese pasado, pero Gary insistió en negarlo, y a menudo respon-día estas preguntas con burlas o enojo, incluso hasta las últimas horas de su vida. Meses después, Schiller y Norman Mailer pasarían incontables horas entrevistando a mi madre, Bessie Gilmore, necesariamente intentando explorar el mismo territo-rio. ¿Había ocurrido algo en la infancia de Gary que más tarde lo llevaría por la ruta del asesinato? Schiller y Mailer hicieron todo lo que pudieron, pero la mayoría de las veces mi madre contestaba sus cuestionamientos con acertijos enloquecedores y elusivas directas. Había grandes y oscuras partes del pasado fa-miliar que no quería tratar y prefería cubrir de misterio. Algo que tenía que ver con mi padre: con cómo había vivido su vida y cómo había tratado a sus hijos. Lo que haya pasado en aque-llos días largamente idos, ni Gary ni mi madre lo revelarían, y ambos se fueron a sus tumbas cuidando sus secretos celosamen-te. Era como si prefi rieran la muerte a ventilar el pasado.

Yo tampoco hablaba sobre los detalles de mi pasado fami-liar. De hecho, los siguientes quince años de mi vida los pasaría intentando distanciarme de mi familia y lo que veía como la historia terrible de su infortunado destino. Solía decirme que lo que haya corrido por la sangre de Gary convirtiéndolo en un asesino, no corría por la mía, y que lo que había arruinado las esperanzas de mi familia, no devastaría mi vida. Yo era diferen-te a ellos, lo sabía. Yo me escaparía.

Ahora entiendo mejor. Creer que Gary había absorbido toda la disolución familiar, o que lo peor de nuestra podredum-bre había muerto con él esa mañana en Draper, Utah, era pasar por alto la verdadera naturaleza del legado que lo colocó fren-te a esos rifl es: el signifi cado de esa herencia o patrimonio, y el sitito de donde provenía.

* Fragmentos del libro Shot in the Heart de Mikal Gilmore, Nueva York, Anchor Books, 1994.

número 445, enero 2008 la Gaceta 11

El primer recuerdo que tengo de mi hermano Gary ocurrió así:

Debo de haber tenido tres o cuatro años. Había estado ju-gando en el jardín delantero de nuestra casa en Portland un día caluroso de verano y me metí corriendo a tomar agua. Cuando entré a la cocina vi a mi madre y a mis hermanos Frank y Ga-ylen sentados a la mesa de la cocina con un extraño. Recuerdo que tenía el pelo café corto y brillantes ojos azules y que me sonrió tímidamente.

“¿Quién es ese?”, pregunté, señalando al extraño.Todos en la mesa rieron. “Ése es tu hermano Gary”, dijo mi

madre. Debió de notar el gesto desconcertado de mi rostro —un gesto que decía, ¿mi hermano Gary?, ¿de dónde salió?— porque agregó: “Lo tuvimos un tiempo enterrado fuera junto a la cochera. Hasta que lo pudimos sacar”. Todos rieron de nuevo.

La verdad es que había estado cerca de un año en un refor-matorio y nadie tenía ganas de explicármelo.

Años después así seguía pensando en Gary: como alguien que habían desenterrado del jardín trasero de mi familia.

Imaginen los brincos imposibles y los límites que cruza el corazón al discutir con un hombre sobre su propia muerte. Había una lógica, una congruencia en la elección de Gary, tengo que admitirlo, pero nada de eso cambiaba mi deseo por que se mantuviera con vida. Pero así como intentas convencer a la amante que ya no te ama ni más ni menos de que te ame —porque te resulta imposible seguir en esta vida, seguir vi-viéndola, sin la presencia que más necesitas y amas— exacta-mente cuando discutes tratando de convencer a la persona de que se quede y te ame de nuevo, también sabes que la discusión está perdida, y con ella, una versión de tu futuro.

Cuando discutes con una persona que está empeñada en morir, te das cuenta de que si pierdes la discusión, no habrá posibilidades de seguir discutiendo, habrás visto a la otra perso-na por última vez. No podía creer que me encontrara en un punto así en mi vida, que pudiera estar atrapado en semejante discusión. La muerte es algo sobre lo cual casi nunca podemos discutir. No puedes discutir con la enfermedad que se lleva a tu amante o a ti mismo, o con el accidente automovilístico que acaba con una vida sin previo aviso. Pero un hombre que quie-re morir… Cuando discutía con Gary, discutía con la muerte misma: él era la muerte, anhelándose como única realización posible —y aprendí que no se puede ganar, que esto que arrui-nará tu corazón como ninguna otra cosa no puede resistirse o detenerse, que perderás a la persona y tendrás que vivir con eso por siempre. Y no la perderás por el cáncer o por la acción cruenta de alguien más; la perderás por el abismo de su propia alma, y tendrás miedo porque tal vez sucumbir a ese abismo es, después de todo, el único acto que tiene sentido. Pero sobre todo, sabes que nunca volverás a verla —que le suplicaste que se quedara y no hubo algo que pudieras hacer—, que era dema-siado tarde para hacer algo que marcara una diferencia. Quizá en ese momento quieras ir al lugar al que van ellos, porque sería imposible que duela tanto o parezca tan jodidamente eterno como el prospecto de pasar el resto de tu vida acomodando una pérdida que ningún corazón en su sano juicio puede costearse o esperar acomodar sin ser devastado tan profundamente por eso que se vuelve parte inseparable de tu ser más íntimo.

El sábado 15 de enero visité a Gary por última vez. Para entonces había equipos de televisión instalados por todo el pueblo de Draper, preparándose para el gran fi nal.

12 la Gaceta número 445, enero 2008

Durante nuestros encuentros previos esa misma semana, Gary siempre había empezado haciendo algunos comentarios amistosos, una broma o incluso parándose de manos. Ese día, sin embargo, parecía nervioso, aunque lo negaba. “Na, el ruido de este lugar a veces me pone de malas, pero estoy fresco como un pepino”, dijo, levantando una mano estática. Los músculos de sus muñecas y brazos, no obstante, estaban tensos como una cuerda extendida.

Gary empezó a enseñarme cartas y fotos que había recibido, principalmente de niños y muchachas adolescentes. Me dijo que siempre trataba de responder las de los niños primero, y luego me leyó una de un niño que decía tener ocho años: “Es-pero que te pongan en un lugar donde te hagan pagar para siempre por lo que hiciste. No tienes derecho a morir. Con toda la mala voluntad de mi corazón, (nombre)”.

“Hombre, ésa me dejó sacudido un buen tiempo”, dijo.Le pregunté si la había contestado. “Sí. Le escribí, ‘eres

muy joven para tener mala voluntad en tu corazón. El mío la tuvo desde muy temprana edad y mira a dónde me llevó’.”

Le pidió a un guardia que le trajera el libro que Johnny Cash le había mandado. Era su autobiografía, The Man in Black, Gary quería que se le quedara a nuestra madre.

“De verdad me gustaría darte o dejarte algo. ¿Por qué no me permites dejarte algo de dinero? Todo el mundo necesita dinero.” Me negué y le sugerí que mejor se lo diera a las fami-lias de Bushnell y Jensen, “No hay forma en que el dinero pa-gue lo que le hice a esas personas”, dijo, sacudiendo la cabeza.

Los ojos de Gary escudriñaron entre las cartas y fotografías que tenía delante hasta que recayeron en una que le sacó una sonrisa. La levantó. Era una foto de Nicole. “Es bonita, ¿ver-dad?” Estuve de acuerdo. “Veo esta foto todos los días. Yo mismo la tomé. Es la que tomé para el dibujo. ¿Quieres que-dártela?”

Le dije que me daría gusto tenerla.Finalmente, tenía una pregunta que hacerle: “Gary, ¿re-

cuerdas la noche en que te arrestaron, cuando ibas rumbo al aeropuerto?”.

Asintió con la cabeza.

número 445, enero 2008 la Gaceta 13

“¿A dónde habrías ido de haber llegado al aeropuerto?”“Um, a Portland.”“Pero seguro sabías que ahí sería el primer lugar donde te

buscarían. ¿Por qué querrías ir ahí?”Gary estudió unos cuantos minutos el anaquel que había

frente a él. “Realmente no quiero seguir hablando de esa no-che”, dijo. “No tiene caso hablar de ella.”

“Por favor, Gary, me gustaría saber. ¿Qué habrías hecho en Portland?”

“Mikal, no sé.”“Por favor, tengo que saberlo. ¿Qué habrías hecho? ¿Ha-

brías ido a verme?”Otra vez asintió con la cabeza.“¿Y…?”Suspiró y me vio de frente, por un momento sus ojos deste-

llaron una vieja rabia. “¿Y qué habrías hecho tú si hubiera ido contigo?”, me preguntó. “Si te hubiera ido a decir que estaba en problemas y necesitaba ayuda, un lugar donde quedarme? ¿Tú me habrías aceptado? ¿Me habrías escondido?”

No pude responderle. La pregunta se me había volteado y de pronto no podía soportar lo terrible de mis propias respues-tas. Gary se quedó ahí sentado un largo rato, apretándome con sus ojos, luego dijo sin titubear: “Creo que iba a matarte. Creo que eso es lo que hubiera pasado. Simplemente tú no habrías tenido elección y yo no habría tenido elección”. Su mirada se suavizó y me brindó una sonrisa tierna. Estaba llena de la tris-te ruptura de nuestra historia compartida. “¿Entiendes por qué?”, preguntó.

Asentí con la cabeza. Claro que entendía por qué. Yo me había escapado de la familia, o al menos pensaba que lo había hecho. Gary no.

En ese momento sentí una especie de terror. Sabía que lo que Gary había dicho era verdad. Sabía que la muerte pudo ser mi pasado, lo que signifi caría que ahora no tendría presente. De hecho, era como si hubiera estado a punto de pasar, simple-mente por concebir la posibilidad. Así que no sólo me sentía aterrado, también sentía alivio. Las muertes de Jensen y Bush-nell, y la propia muerte inminente de Gary, habían contribuido a mi seguridad, y en cuanto me di cuenta de eso, mi alivio fue usurpado por la culpa. Y el remordimiento. Pensé en todas las otras cosas que pudieron pasar en nuestra casa o en nuestro amor que quizá hubieran cambiado este momento de modo que no estuviéramos sentados aquí, en este sitio espantoso, en este momento espantoso.

Extrañamente, no obstante, en ese momento también me sentí más cerca de Gary de lo que nunca me había sentido. Sólo por ese segundo, entendí completamente por qué quería morir.

En ese momento, el alcalde Samuel Smith entró al cuarto donde estaba Gary. Discutieron sobre si debía usar una capu-cha la mañana del lunes. Colgué el auricular. Los minutos pa-saron. Cuando volví a levantar el auricular, Smith estaba di-ciéndole a Gary que no le permitiría a Schiller visitarlo en las horas fi nales previas a la ejecución.

Di unos golpes en el vidrio. Pronto tendría que irme y pre-gunté si el alcalde nos permitiría un último apretón de manos. Al principio Smith se negó, pero luego de que Gary le explica-ra que se trataba de nuestra última reunión accedió, a condi-ción de que yo accediera a una revisión corporal. Accedí. Des-pués de la revisión, dos guardias me condujeron a un sitio don de Gary fue llevado por otros dos guardias. Me dijeron que debía arremangarme la camisa hasta el hombro y que no podríamos tener más contacto que un apretón de manos. Gary agarró mi mano y apretándola con fuerza me dijo, “bueno, supongo que es todo”. Se inclinó y me dio un beso en la mejilla. “Nos vemos en la oscuridad más allá”. […]

Después de la ejecución de mi hermano una protesta se le-vantó por todo Utah contra lo que muchas personas (incluyen-do varios defensores de la pena de muerte) veían como una forma innecesariamente sangrienta y “estilo viejo Oeste” de la pena capital. Por qué aferrarse a convenciones tan espantosas, argumentaban los reformistas, cuando un número de estados cada vez mayor optaba por el método comparativamente más “humano” de dar muerte al condenado mediante la inyección letal. En un acto de prestidigitación legal bastante ingenioso, los legisladores de Utah se las arreglaron para acomodar tanto las tradiciones de su región como la presión transformadora de los reformistas. Hasta 1980, la horca —una de las prácticas más típicas del viejo Oeste— dejó de ser una opción para ser ejecu-tado (de cualquier forma nunca nadie la pidió) y fue sustituida por la alternativa de la inyección letal. No obstante, bajo lo que se rumora fue una presión eclesiástica tremenda tras bastido-res, el estado conservó la opción del pelotón de fusilamiento, por si algún sentenciado a muerte quería que su sangre fuera derramada para su salvación. En los años que han transcurrido, nadie ha escogido la opción de ser acribillado y no es muy probable que alguien la vuelva a elegir. Lo más seguro es que Gary Gilmore continúe siendo el último hombre muerto por un pelotón de fusilamiento en Estados Unidos, así como el último hombre en pagar el severo costo de la Expiación por Sangre* mormona.

Traducción de Arturo Gutiérrez Aldama G

* La Expiación por Sangre (Blood Atonement) es un principio formulado por Joseph Smith, fundador de los Santos de los Últimos Días o Mormones, el cual, en su sentido original, propone que si al guien termina con una vida o comete algún tipo de pecado mortal, su sangre debe ser derramada, pues ningún otro castigo podría resarcir el daño. Aunque los teólogos mormones modernos han insistido en darle una interpretación más dirigida a la redención que al castigo, desde muy temprano en su libro Gilmore señala este componente de violencia en la historia mormona como parte fundamental de ciertos aconteci-mientos en su familia y, por consecuencia, de la personalidad de Gary. [N. del T.]

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Sábado*Norman Mailer

1

En su última entrevista Gary dio a Mikal un dibujo que repre-sentaba un viejo zapato de presidiario. “Mi autorretrato” le dijo.

Ambos todavía al teléfono, Smith, el alcaide, entró en la cabina donde se hallaba Gary y se puso a discutir con él el momento preciso en que habrían de encapucharle. Cuando ya no pudo soportar más el diálogo, Mikal tabaleó en el cristal y, después de anunciar que se acercaba la hora de su marcha, pues había de tomar el avión, preguntó al alcaide si le permitiría un último apretón de manos.

Smith, que se negó al principio, se avino más tarde, a con-dición de que Mikal se prestase a un registro a fondo.

Concluida la operación, dos guardias trajeron a Gary. Pidie-ron a Mikal que, antes de darle la mano, se remangara. Y no podía pasar, puntualizaron, de un apretón de manos. Pero a Gary, cuando le asió la diestra, que estuvo a punto de estrujar-le, los ojos se le iluminaron y, después de decir: “supongo que esto es todo”, se adelantó y le besó en la boca.

—Nos vemos en la oscuridad— añadió entonces.Sabiendo que no lograría contener el llanto, Mikal se dio la

vuelta. No quería que Gary le viese llorar. Uno de los guardia-nes le entregó entonces El Hombre de Negro, un libro de John-ny Cash que Gary quería regalarle a Bessie, y un dibujo de Nicole.

Camino de la doble reja corrediza, Mikal se notaba seguido por la mirada de Gary.

—Dile a mamá que la quiero —dijo alzando la voz—. Y a ver si te engordas un poco, que sigues hecho un fi deo.

2

Moody pensaba que, dadas las circunstancias, él y Stanger es-taban desarrollando una labor de titanes. Pero, pese a todo, Schiller llevaba razón: con sólo dos días de margen, ¡quedaba tanto material valioso por recoger! Moody suspiró.

Gilmore: Una cosa… ¿está la grabadora en marcha?Moody: Sí, sí…Gilmore: El alcaide me dijo que podía invitar a cinco per-

sonas. Y cuando le di los nombres me preguntó: ¿no quiere que haya ningún cura?

Moody: El reglamento deja bien claro que tiene derecho a la asistencia de dos sacerdotes, y además de cinco testigos.

Gilmore: No quiero que excluyan a los sacerdotes. Los dos lo esperan con mucha ilusión.

Moody: ¡Sí, menuda ilusión debe darle a nadie! Digamos que… desearán cumplir con su deber.

Gilmore: Bueno, el motivo me tiene sin cuidado. Lo cierto es que los dos quieren asistir.

Moody: Van a ser dos días de gran sufrimiento para todos.Gilmore: Pues hijo, yo no sufro.Moody: Ya sé que usted no sufre; pero otros, sí. Su tío Vern

y su tía Ida están pasando un calvario (pausa). Y otros están físicamente descompuestos.

Gilmore: ¿Quién?Moody: Pues… lo estoy yo, y lo está Stanger, y el padre

Meersman.Gilmore: No es para tanto.Moody: No es que sea para tanto, sino por identifi cación

con usted. Gilmore: Me gustaría ver a Nicole. Pero ese mamón sigue

sin responder.Moody: Yo creo que la respuesta es ésa, que usted no quie-

re rendirse a la evidencia.Gilmore: ¿Perdón?Moody: Digo que ésa es la respuesta del alcaide: no darla.

Punto. Pero eso no es motivo para volverle la espalda a todo lo demás. Le quedan dos días de vida. Vívalos.

Gilmore: Vivirlos. Mierda. Hasta ahora sólo había tenido un guardián, de manera que, como no tenía con quién hablar, si yo no le hablaba disfrutábamos de silencio. Pero ahora me han puesto a dos imbéciles ahí fuera. Y no paran de charlar y jugar a las cartas.

Moody: Verá, nos han dicho que forma parte del expediente.Gilmore: Es que chico…Moody: Los que aguardan ejecución tienen que estar some-

tidos a vigilancia.Gilmore: Bueno, pues nada: de acuerdo.Moody: ¿Quiere que haga llegar estas preguntas?Gilmore: La verdad es que no me despepito por contestar

más preguntas.Moody: De acuerdo.Gilmore: Es que, amigo, hay tanto ruido aquí. Si pudiera

tener un poco de paz durante esas últimas horas de mierda.Moody: ¿Sigue con la gimnasia y esas cosas, para pasar el

tiempo?Gilmore: Sí, claro.

* Norman Mailer, La canción del verdugo, Anagrama, Barcelona 1995.

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Moody: ¿Lee?Gilmore: No…ya no leo… Ya he leído todo lo que tenía

que leer.Moody: ¿Ni dibuja?Gilmore: No.Moody: ¿No pensaba hacerse un autorretrato?Gilmore: No tengo espejo.Moody: Bueno, parece como si no le quedaran grandes

cosas, ¿no?Gilmore: Me tengo a mí mismo.

3

El sábado por la tarde, al salir del tribunal del juez Lewis, en el Edifi cio Federal, Gil Athay se encontró el corredor atestado de periodistas. Los reporteros estaban furiosos. El juez Lewis te-nía su tribunal permanente en Denver, en la Audiencia del Décimo Distrito, y la sala que ocupaba en Salt Lake, aunque espaciosa, no había bastado para dar cabida a cuantos deseaban asistir al acto.

De ahí el caos, los destellos de las cámaras, el bosque de micrófonos con distintivos de emisoras nacionales y extranje-

ras que encontraba ante sí. Le embargó a Athay la sensación de encaminarse hacia una de las pistas del circo.

Enemigo jurado de la pena capital, Athay estaba dispuesto a sostener cuando y dondequiera que la pena de muerte no tenía más justifi cación que la de la venganza pura y simple. Y, si ése era el fundamento en que se apoyaba el derecho penal, era un sistema muy enfermo el que poseía la nación.

De ahí que Athay se hubiese adherido a la aclu en el caso Gilmore y que hubiera presentado una apelación audaz en ex-tremo ante el tribunal del juez Anderson, un mormón muy estricto que, pese a haberle escuchado atentamente, había des-estimado el recurso. El problema de base era siempre el mis-mo: nadie quería enfrentarse a los siniestros méritos de su alegato.

Ante su fracaso con el juez Anderson, Athay había acudido la terde del sábado al tribunal del juez Lewis. Pero la derrota de la víspera acentuaba la endeblez jurídica de su causa, y, falto de otras armas que la de la lógica, había perdido de nuevo frente a Lewis. Pero, según se abría paso por el corredor con-gestionado de informadores, estaba cierto de que al día si-guiente trataría por todos los medios de llegar al Tribunal Su-premo de los Estados Unidos.

16 la Gaceta número 445, enero 2008

4

La Coalición de Utah Contra la Pena de Muerte se reunió el sábado, por la tarde, en el auditorio del State Offi ce Building, en un acto que a Julie Jacoby le pareció, en conjunto, decoroso. El único forastero que tomó la palabra fue Henry Schwartzs-child, y fue breve en su alocución. La Coalición consideraba preferible que las intervenciones corriesen a cargo de repre-sentantes locales. La del catedrático Wildfor Smith, de la Uni-versidad de Provo, resultó un hallazgo; también la de Frances Farely, no sólo senador por el estado de Utah, sino además mujer; la del profesor Jefferson Fordham, catedrático de la Facultad de Derecho de Utah; y la de James Dooby, presiden-te de la naacp de Salt Lake City. En la puerta se distribuyeron insignias con el lema: ¿POR QUÉ, PARA DEMOSTRAR QUE MATAR ES UN CRIMEN, MATAMOS A QUIENES MATAN?, y el programa decía “Apreciaremos mucho vuestra ayuda económica.”

La asistencia debía de aproximarse a unas doscientas perso-nas, una cifra muy estimable. Todos los miembros de la aclu a

quienes conocía Julie Jacoby, amén de hombres y mujeres a quie-nes no pudo identifi car. Podía decirse que se había dado cita allí toda la comunidad liberal de Salt Lake.

Pero, una vez más, los apóstoles hablaban a los ya conver-sos. A Julie le pareció un gesto inútil. A nadie se le ocultaba que la lucha era la del ratón contra el elefante.

Aun así, todos querían poner de su parte. El propósito, se-gún Julie lo entendía, era no permitir que el día transcurriese sin haber mostrado un mínimo de resistencia frente a la masa de los que en su irrefl exión pedían sangre. El mundo tenía puestos en Utah los ojos, y ellos querían demostrarle que parte del pueblo de Utah no comulgaba con la mayoría.

Habían conseguido, incluso, cierta publicidad. El Salt Lake Tribune acababa de publicarles, en la primera plana de su se-gundo pliego, una maravillosa foto que representaba a Dean Andersen, de la Catedral Episcopal de San Marcos, frente a una hermosa enseña azul marino, que confeccionada por los estudiantes, lucía en letras blancas la divisa: “NO A LA EJE-CUCIÓN.”

The Salt Lake Tribune

número 445, enero 2008 la Gaceta 17

La Pena Capital de UtahCalifi cada por sus Adversarios de “Baño de Sangre con Sanción Ofi cial”

Salt Lake 16. —La ejecución de Gary Mark Gilmore se ha convertido en “una monumental ponchera de violencia”, fulmi-naba el sábado un sacerdote de la secta protestante episcopal.

“No le falta nada para conseguir el ambiente de un circo: derechos cinematográfi cos, localidades reservadas, camisetas con divisas y cartas de amor. La cosa sería para reír, de no dar-se la circunstancia que dentro de dos días un pelotón de volun-tarios dará muerte sin apelación a Gary Gilmore” declaró el Muy Rev. Robert Anderson.

Dearest News

Salt Lake, 15. —De 15 a 20 miembros del Consejo Nacio-nal de las Iglesias llegarán, se calcula, el domingo por la tarde, para participar en la vigilia que va a celebrarse la noche del do-mingo al lunes frente a la penitenciaría estatal de Utah.

Henry Schwartzschild, coordinador de la Coalición Nacio-nal contra la Pena de Muerte, califi co la ejecución de “horren-da brutalidad” de “peligroso precedente” y de “homicidio ju-dicial”.

5

Aquella misma tarde, el alcaide ofreció una conferencia de Prensa de la que trajo Tamera información de primera mano sobre cómo funcionaría el traslado de Gilmore desde el pabe-llón de máxima seguridad al local donde habría de enfrentarse al pelotón de ejecución. Sam Smith había dado a conocer asi-mismo las normas que se observarían con los informadores. La penitenciaría cerraría a la Prensa sus puertas a las seis de la ma-ñana del lunes. Signifi caba eso que cuantos informadores de-seasen visitar el recinto durante las horas inmediatamente an-teriores a la ejecución habrían de pasar la noche en la zona de estacionamiento de la penitenciaría.

Eso planteaba un problema a Schiller. Si entraba a la prisión a las seis de la tarde, no podría atender posibles llamadas de úl tima hora que Gary le hiciera al motel. Por otra parte, y puesto que el alcaide iba a permitirle a Gary velar hasta la ma-drugada en compañía de familiares, amén de Moody y Stanger, existía, aunque mínima, una posibilidad de que Smith le auto-rizara a incorporase al grupo. Un dilema.

6

A última hora del sábado, casi a medianoche, el padre Meers-man habilitó como capilla la cocina del pabellón y, convertida en un altar una de las mesas portátiles que se utilizaban para servir, dijo una misa a la que asistió Gary, quien para seguirla mejor, sentóse en una de las mesas fi jas, los pies en el banco.

Uno de los guardianes, que había sido monaguillo, ayudó al sacrifi cio.

El padre Meersman, que recitaba el Yo pecador, “…que pequé gravemente, con el pensamiento, palabra y obra…”, oyó el eco del antiguo Confi teor: “Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.” A continuación el sacerdote leyó unos versículos del Evangelio de San Marcos, donde, en prueba de la Misericordia de Jesús, se decía: “Hijo, tus pecados te son perdonados.”

“Éste es Mi Cuerpo… ésta es Mi Sangre”, invocó el padre Meersman al iniciar la consagración del pan y del vino, según elevaba el cáliz y la hostia, a lo cual el guardián que ayudaba a la misa hizo sonar por tres veces la campanilla.

“Señor, yo no soy digno de que vengáis a mí; mas pronun-ciad una sola palabra, y mi alma quedará sana y salva.”

El sacerdote tomó la comunión. Después de haber bebido el vino, y ofrecido la forma al monaguillo, se la administró a Gary, que también bebió el vino hasta apurar el cáliz.

Terminada la ceremonia, Gary embromó al sacerdote. “Creo, pater —dijo—, que el vino no era todo lo fuerte que debería haber sido.”

Domingo, 2 de la madrugada

Hola, duendecito,Cuando te suelten, ve a donde Vern. Le he dado muchas cosas, para

que te las entregue.Las encontrarás en una bolsa de viaje negra, sellada con cinta

adhesiva.Contiene mi álbum de fotos, unas pequeñas alhajas, muchos libros,

algunas camiseras de Gary Gilmore y unas cuantas cartas, la mayo-ría del extranjero.

Y una radio Sony.Tengo pedida una sortija mágica a la Aladdin House Jewelery

Company de Nueva York. Si la recibo hoy, la pondré junto con lo demás.

¡Oh, Nena, Nena, cuánto te echo en falta!Te amo con todo mi ser.Tocan mucho nuestra canción: “Walking in the footsteps of your

mind.” No sé si te dejan oír la radio. La KSOP de Salt Lake nos tiene mucha afi ción. Nos ofrece “Valley of Tears” en el programa musical. Dentro de aproximadamente 30 horas habré muerto.

Así lo llaman: morir. Pero es sólo una liberación, un cambio de forma.

Espero haber procedido como debía.Dios, Nicole. Siento tal poder en nuestro amor. No creo que sea

cosa nuestra saber ahora de qué va. Nuestra única obligación es pro-ceder como es debido. Ese conocimiento lo llevamos dentro. Pero ten-dremos conciencia de él hasta más tarde.

Ángel mío, son las tres menos cuarto. Voy a cerrar un poco los ojos. Te escribiré más dentro de un rato… G

18 la Gaceta número 445, enero 2008

La hoja*Cristian Ponce Medrano

Acaso hay algo más hermoso que ver una colorida hoja de oto-ño ser elevada por los aires. Sentir cómo la levanta el viento con bruscos movimientos, para luego revolotearla en especta-culares piruetas.

Sin parar el viento la mueve en grandes y pequeños pero bellos círculos, a veces hacia un sentido, a veces en sentido con-trario. ¡Qué nobleza de la hoja! Se deja llevar por las olas del viento, que la sumergen en un cielo infi nito e interminable, para luego exhibirla ante las grandes arboledas que hay en su incierto camino ¡Que se mueran de envidia las tristes hojas que la ven pasar desde un lúgubre bote de basura!

La hoja vuelve a subir, más alto cada vez, coqueteando con el sol. Con repentino movimiento empieza su descenso. Gira hacia un lado, gira hacia otro. Se queda quieta un instante en el suelo; una tímida mariposa se le acerca, y se asusta al ver que sin ningún aviso se vuelve a elevar, llevada por el incansable viento.

Sigue su camino, pasa por encima de las casas, por arriba de los árboles, se colea con las aves, pero comete un error: se atre-ve a desafi ar al sol. En ese momento, el mismo viento que la elevó hasta lugares insospechados, la sumerge en un frío estan-que de agua. G

Cerca de mi casa pasan varios cables eléctricos de alta tensión, de esos que tienen torres que se asemejan a la de París. Junto a ellas, corre un canal maloliente y un pequeño puente de con-creto que cruza a ambos para unir la colonia con el resto de la ciudad.

En realidad todo empezó con una fi esta. Todos eran ducte-ros, les venía por el papá. Después del trabajo todos tomaron cerveza hasta quedar inconscientes en la madrugada. Pero el tiempo vuela cuando no está caminando, así que llegó la ma-ñana.

Cuando se despertaron nadie se percató de que él hacía falta. Fue hasta el mediodía cuando desearon haberlo buscado por toda la casa y que hubiera estado en algún rincón todavía dormido. Pero no, la realidad era otra.

La policía estaba en ese momento frente a la casa, para in-formarles que él había estado, esa madrugada, cerca del puente y del canal. Digo cerca, porque la verdad es que a él lo encon-traron varios metros arriba del suelo, colgado con un lazo por el cuello, en una de las Eiffel de alta tensión. Estaba tristemen-te esposado por la espalda. Pero qué importa ya, para él todo es paz, tranquilidad, olvido

No recuerdo cómo se llamaba, él tampoco lo recuerda. Aho-ra él ya no tiene memoria. G

El colgado*

* Estos cuentos participaron en el 14º Concurso Nacional de Cuento “José Revuletas” convocado por la ssp (Prevención y Readaptación Social) y el conaculta (inba).

número 445, enero 2008 la Gaceta 19

Panorama de las penurias en las prisiones*John Howard

Hay prisiones en las que, quienquiera que las observe desde el primer momento, al ver a las personas en ellas confi nadas, quedará convencido de la existencia de un gran error adminis-trativo: sus semblantes pálidos y fl acos manifi estan, sin pala-bras, que son muy miserables. Muchos que llegaron sanos, a los pocos meses se ven demacrados, agotados. Algunos langui-decen “enfermos y en prisión”: expiran tendidos en el suelo de horrendas celdas; acosados por fi ebres pestilentes y las conco-mitantes viruelas; víctimas no ya de la crueldad, sino de la falta de atención por parte de los alguaciles y de los caballeros en-cargados de la justicia.

La causa de estas penurias es que muchas prisiones cuentan con escasísimas provisiones, y algunas carecen hasta de lo más necesario para sobrevivir.

Por principio de cuentas, hay muchas correccionales donde los reclusos carecen por completo de alimentos. En algunas de ellas, el encargado se compromete a distribuir lo que le autori-zan y a proporcionar a cada reo diariamente el pan que podría comprarse con un penique. Estoy enterado de casos en que esta ración se reduce a la mitad e incluso a menos de la mitad.

Quizá alguien pregunte: “¿Acaso no pueden mantenerse con lo que trabajan?”; todo el mundo sabe que esos delincuen-tes están condenados a trabajos forzados. La respuesta a esta pregunta, aunque cierta, cuesta trabajo de creer. Son pocas las correccionales en las que se realiza algún trabajo o en las que al menos sea posible trabajar. Los condenados carecen total-mente de herramientas y de materiales, y debido a ello, en al-gunos de los recintos que he visto pasan el tiempo holgaza-neando, blasfemando, dedicados al libertinaje, hasta llegar a límites extremadamente impresionantes.

A algunos encargados de estos establecimientos correccio-nales que han expuesto ante los magistrados las necesidades de sus presos y pedido para ellos víveres absolutamente necesarios se les impuso silencio con estas palabras: “Que trabajen o que se mueran de hambre”. Como estos señores saben que trabajar resulta imposible, sus imprudentes palabras condenan a esos desdichados precisamente a morir de hambre.

Con posterioridad a la ley en que se preserva la salud de los reclusos, pregunté a algunos encargados por qué no se presta la menor atención a los enfermos, y me respondieron que, se-gún les dijeron los magistrados, “la ley no es extensiva a las correccionales”.1

Como consecuencia de lo anterior, en los tribunales trimes-trales para delitos menores se ven reclusos cubiertos —apenas cubiertos— de harapos, casi muertos de hambre, víctimas de enfermedades que, una vez libres o al ser trasladados a otros reclusorios, transmiten a otras personas.

La misma queja, carencia de alimentos, está presente en muchas cárceles de condado. En más de la mitad de ellas, los deudores no cuentan con pan, que, por otra parte, sí se propor-ciona a los salteadores de caminos, atracadores y asesinos. A estos últimos se les proporciona asistencia médica, pero no a los detenidos por deudas. En muchas cárceles de condado, a deudores dispuestos a trabajar no se les proporcionan herra-mientas, por temor a proveerlos de medios para escapar o co-meter otros delitos. A menudo he visto a estos reclusos toman-do su sopa aguada (pan cocido en agua) y les he oído decir: “No sólo estamos encerrados; prácticamente estamos conde-nados a morir de hambre”.

En cuanto al alivio proporcionado a los deudores de confor-midad con la benévola ley 32ª Geo. iii, del rey Jorge II (gene-ralmente conocida con el nombre de Ley de los Lores, porque se originó en la cámara alta), en toda Inglaterra y Gales (excep-tuando los condados de Middlesex y Surrey) no he encontrado más que 12 deudores que recibieran de sus acreedores los cua-tro peniques diarios a los que tenían derecho por dicha ley. Por otra parte, quedaba fuera de toda posibilidad el obtener esa asignación. En uno de mis viajes hallé que había casi 600 pre-sos cuya deuda personal era inferior a 20 libras. Algunos de ellos no adeudaban más de tres o cuatro libras. En muchos lugares el costo de la alimentación es igual al monto de las deudas menores, por las que hay quienes cumplen sentencias de varios meses.

Sólo un deudor entre los 49 que vi en Carlisle en 1774 había recibido sus cuatro peniques. A propósito de esto, el carcelero me dijo que desde que comenzó a ejercer su cargo, hacía 14 años, únicamente cuatro o cinco los habían recibido, los cuales en poco tiempo fueron puestos en libertad porque sus acreedo-res dejaron de cubrir el pago que les correspondía. Ni un solo deudor recibía víveres en el castillo de York, Devon, Cheshire, Kent y muchos otros condados. La verdad es que en nuestras prisiones algunos deudores están en la situación más mise rable.

A la carencia de los alimentos indispensables debo añadir no

* John Howard, El estado de las prisiones en Inglaterra y Gales, Méxi-co, fce, 2003.

1 Si bien esta última ley no abarca a todas las correccionales, la ley

James I, capítulo iv, establece que “los administradores y directores de establecimientos correccionales contarán con fondos apropiados para asistir a los individuos débiles o enfermos asignados a su cus-todia”.

20 la Gaceta número 445, enero 2008

sólo las cuotas que exigen, entre otros, los carceleros, sino tam-bién las exacciones de los administradores, los cuales mediante sumas exorbitantes encierran en sus casas (atinadamente deno-minadas spunging houses) a presos con dinero. Bien sé que la ley prohíbe estas exacciones, pero obtener un trato justo (por ejemplo, recibir los cuatro peniques) es cosa difícil, y la prácti-ca abusiva persiste. Los actos de rapiña de estos extorsionado-res demandan algún tipo de efectivas y oportunas restricciones que impidan a los administradores ser propietarios de tabernas, pues los males que causan con esos establecimientos ya han provocado quejas y protestas en muchas partes del reino.2

Al llegar a este punto pido licencia para mencionar el triste caso de quienes están presos por procesos que corresponden al fi sco o a los tribunales eclesiásticos. Estos últimos no tienen derecho a fi anza, y los primeros, por lo general, no gozan de los benefi cios que concede la ley sobre personas insolventes.

En algunas cárceles, los reos reciben a diario la cantidad de pan que se adquiere con dos peniques; en otras, con tres me-dios peniques; en otras aun, con un penique. En otras no reci-ben nada. Más adelante iremos exponiendo detalles en los lu-gares correspondientes. En varias cárceles a menudo pesé el pan y comprobé que la barra de pan de un penique pesa entre siete onzas y media y ocho onzas, y que el peso de las otras barras estaba en proporción con el precio. Es probable que cuando esta ración se fi jaba de conformidad con su valor pu-diera adquirirse una cantidad que casi equivalía al doble;3 con todo, la ración continúa siendo la misma y no es raro ver que toda la compra, especialmente cuando se trata de cantidades pequeñas, se consuma en el desayuno. Éste es el caso cuando reciben su miserable ración una vez cada dos días, y luego vuelven a ayunar.

Como las porciones son muy inferiores a lo que necesita el cuerpo, y en algunas prisiones disminuyen aún más por el arriendo al carcelero, muchos de los delincuentes viven medio muertos de hambre, de manera que los que llegaron gozando de buena salud, al salir casi no pueden dar paso, y durante se-manas y semanas están incapacitados para trabajar.

En muchas cárceles no se cuenta con agua. Esto sucede so-bre todo en las correccionales y en las cárceles urbanas. Otro tanto ocurre en los juzgados de lo penal de algunas prisiones de condado. En algunos sitios donde sí hay agua, los presos se hallan siempre tras rejas y sólo reciben la cantidad de agua que el custodio y demás empleados determinan. En cierto lugar se limitó a tres pintas al día por persona, lo cual dista mucho de ser sufi ciente para beber y para la limpieza personal.

En lo referente al aire, no menos necesario que los dos ar-tículos mencionados arriba y que la Providencia nos propor-

ciona completamente gratis, sin ningún cuidado ni esfuerzo por parte nuestra, sin embargo dijérase que la generosa bondad del cielo excitara nuestra envidia, de manera que se inventan métodos para privar a los encarcelados de este genuino recon-fortante de la vida, según las atinadas palabras del doctor Ha-les, los que consisten en impedir la circulación y renovación del salutífero fl uido, sin el cual los animales perecen. Es bien sabido que el aire que ya realizó sus funciones en los pulmones se vuelve feculento y nocivo. Escritores expertos en la materia demuestran que el aire que cabe en un hogshead sirve para que un hombre respire sólo durante una hora. Ahora bien, quienes no acostumbran consultar a los conocedores pueden juzgar la situación partiendo de este hecho muy conocido: en 1756, en Calcuta, Bengala, de 170 personas encerradas en una cueva durante toda una noche, 154 murieron. Los pocos sobrevivien-tes atribuyeron la elevada mortalidad a la falta de aire fresco y bautizaron aquel lugar con el nombre de Infi erno en Mi-niatura.

El aire ya respirado se vuelve venenoso, característica que se intensifi ca por los efl uvios que emanan de los enfermos y de muchos desechos repugnantes que abundan en las cárceles. El lector juzgará de su malignidad, una vez que le asegure que en mis primeros viajes mi ropa exhalaba tal pestilencia que, como en la diligencia no se podían abrir las ventanillas, tuve que viajar casi siempre a caballo. Mis cuadernos de notas se halla-ban tan contaminados que para poder volver a usarlos era pre-ciso extender sus hojas durante una o dos horas cerca del fuego de la chimenea. Cabe agregar que mi antídoto —un fras co de vinagre—, después de recurrir a él en varias cárceles, acabó por parecerme intolerablemente desagradable. No es de extrañar que en esas giras muchos carceleros presentaran sus disculpas por no acompañarme en mis recorridos por las crujías.

Me enteré por una carta dirigida a sir Robert Ladbroke, publicada en 1771, de que “el doctor Hales, sir John Pringle y otras personas han observado que el aire, corrupto y putrefac-to, tiene una naturaleza tan penetrante y poderosa que pudre y disuelve el corazón mismo del roble; y de que las paredes de los edifi cios han permanecido impregnados durante años de esta venenosa materia”.4

Con base en lo anterior, uno puede calcular la probabilidad adversa existente para la salud y la vida de prisioneros aglome-rados en cuartos y celdas sin ventanas, en calabozos subterrá-neos durante 14 ó 15 horas de las 24 que tiene el día. En algu-nas de esas cavernas, el suelo es muy húmedo; en otras, el agua alcanza entre una y dos pulgadas; naturalmente, la paja o lo que sirva de colchón se extiende sobre tales pisos, rara vez en un catre de campaña. Cuando no se encierra a los reclusos en celdas subterráneas, a menudo permanecen todo el día en sus cuartos, porque la prisión carece de un patio, como sucede en muchas cárceles urbanas y de provincia; o porque los muros que rodean al patio presentan un estado ruinoso o son dema-siado bajos para la seguridad, o porque el carcelero se apropia del patio para su uso personal. La salud de los reclusos conde-nados a vivir en esas condiciones, por lo general, es mala.

En algunas cárceles no hay albañales ni letrinas, y en aque-llas donde sí existen estas instalaciones, cuando no se les da

2 La ley 32ª Geo. ii ordena que “ningún alguacil, administrador, etc., podrá conducir a una persona arrestada a fondas o tabernas, sin el consentimiento del arrestado”. Ahora bien, cuando el adminis-trador es propietario del establecimiento, al parecer queda excluida la posibilidad de que el deudor pueda escoger: una de dos, o va a la taberna o va directamente a la cárcel.

3 En 1557, la pieza de pan de trigo que costaba un penique pesaba 26 onzas. En 1782, en Londres, el peso de la pieza de pan blanco de dos peniques era de 18 onzas; en Edimburgo, 19 onzas y media; en Dublín, 16 onzas. En septiembre de 1783, en Londres, el peso era de una libra y tres onzas; y el 4 de agosto de 1783, en Dublín, sólo llegaba a 11 onzas y tres dracmas.

4 Véase, asimismo, Philosophical Transactions, vol. xlviii, 1ª parte, p. 42.

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el indispensable cuidado son tan pestilentes que para el visitan-te ocasional resultan indescriptiblemente intolerables. Baste lo anterior para imaginar cuán atroces son las condiciones en que viven constantemente los encarcelados en esos estableci-mientos.5

Una de las razones por las que en algunas prisiones las cel-das carecen de ventilación obedece al impuesto a las ventanas, que corre por cuenta de los administradores, quienes, para no pagarlo, tapian las ventanas, aunque con ello se sofoquen los presos a su cargo.6

Muchas cárceles y correccionales no cuentan con fondos para adquirir lechos o al menos paja donde puedan dormir los presos, y cuando en una u otra forma se obtiene alguna de esas cosas, durante meses y meses jamás se renuevan, de manera que, además de despedir malos olores, casi se convierten en polvo. En otros casos, el recluso duerme sobre un montón de harapos o sencillamente en el suelo. Cuando presenté quejas por dicha situación a los administradores, se me respondió a manera de justifi cación: “El condado no proporciona paja, y cuando la tienen es a costa mía”.

Los males hasta aquí mencionados afectan la salud y la vida de los reclusos. Ahora hablaré de mis protestas por lo que re-sulta pernicioso para su moralidad. Se encierra a los presos juntos, sin establecer ninguna distinción: deudores y malhe-chores, hombres y mujeres, jóvenes delincuentes novatos y delincuentes empedernidos. Además, en algunos condados los culpables de delitos menores que deberían haber sido enviados a una correccional para que se regenerasen con dilección y trabajo van a parar, por falta de medios para comprar víveres, a cárceles de condado donde al menos cuentan con algunos fondos para adquirir comida.

Durante el día en pocas cárceles se separa a hombres y mu-jeres. En algunos condados la cárcel también se utiliza como correccional; en otros, estos establecimientos están contiguos y comparten un mismo patio. En estos casos el delincuente me-nor aprende mucho de los delincuentes envilecidos. Hay pri-siones donde se ven chicos de 12 a 14 años escuchando aten-tamente los relatos de aventuras, éxitos, estratagemas y evasiones por parte de criminales de gran experiencia y largo his torial.

Debo añadir que en algunas cárceles también hay confi na-dos idiotas y lunáticos que sirven de diversión al visitante oca-

sional durante las audiencias de lo criminal y en otras ocasiones. En muchas correccionales hay hacinamiento, con el corres-pondiente pésimo aspecto, pues los locales destinados a los delincuentes comunes también son ocupados por enfermos mentales.7 Donde no hay separación entre unos y otros, los locos e idiotas molestan e incluso aterrorizan a los otros presos. No se presta la menor atención a los lunáticos, aun cuando, probablemente, con medicación y un régimen adecuado, algu-nos podrían haber recuperado la razón y llevar una vida pro-ductiva.

Me inclino a creer que todo aquel que dé crédito a lo des-crito en las páginas anteriores se preguntará por los estragos que causa la fi ebre carcelaria. Con base en mis observaciones de los años 1773, 1774 y 1775, estoy absolutamente convenci-do de que murieron mucho más reclusos víctimas de esa fi ebre que a causa de todas las ejecuciones públicas que tuvieron lugar en el reino. Esta frecuente consecuencia de la confi nación en establecimientos penitenciarios es generalmente aceptada, y pone perfectamente de manifi esto el alcance de la maldición que pronuncia un acreedor implacable cuando condena a quien le debe dinero a pudrirse en la cárcel. Estoy convencido de que he aprendido plenamente el alcance de esa sentencia, pues tengo conocimiento del amplísimo número de quienes mueren víctimas de la fi ebre carcelaria, algunos de ellos ante mi vista.

Ahora bien, estas desgracias no son exclusivas de las prisio-nes. Para no mencionar a los marineros y familias que se con-tagiaron en los barcos que los transportaban a América, me concretaré a la multitud de personas que se han contagiado de esta fi ebre al visitar a parientes o amigos en las cárceles, o bien al tener contacto con reclusos que, cuando salieron libres, ya eran portadores del mal, sin contar a aquellas personas conta-giadas en los tribunales.

En la Baker’s Chronicle, p. 353, este historiador refi ere que en las audiencias de lo criminal celebradas en Oxford en 1577 (por las fatales consecuencias que de ellas se derivaron se cono-cieron como Audiencias Negras) “todos los asistentes fallecie-ron antes de 40 horas: el primer juez de la tesorería, el alguacil y unas 300 personas más”.8 El lord canciller Bacon atribuye

5 Una ley promulgada en Irlanda durante el tercer año del reinado de su actual monarca, a fi n de poner coto a esas crueldades, contiene la siguiente cláusula: “Considerando que muchas enfermedades con-tagiosas se propagan diariamente debido al confi namiento de gran número de prisioneros en cárceles sin ningún patio anexo, a causa de lo cual se pone en peligro la vida de súbditos de Su Majestad cuando se conduce a los presos a la calle para tomar el aire, se ordena: que todo gran jurado durante las audiencias de lo criminal, o durante las sesiones trimestrales, pueda, como en este documento se requiere y ordena, contratar mediante alquiler o compra un terreno anexo a la prisión o tan próximo como sea posible y conveniente, y que erija los edifi cios necesarios, así como un muro que garantice la custodia de dichos prisioneros”.

6 Lo mismo ocurre en muchos asilos y granjas, donde los menes-terosos y trabajadores se alojan en habitaciones sin luz ni aire puro, lo cual puede ser causa de que nuestros campesinos no gocen de la salud ni del buen color que eran cosa corriente hace 20 ó 30 años. Este cambio me ha llamado mucho la atención en mis diversos viajes.

7 Véase la Irish Act (ley irlandesa), la 3ª Geo. iii, p. 478, donde se ordena que se aísle a estas personas.

8 Poseo un gran grabado de cobre, que sir Stephen Theodore Janssen publicó por primera vez en 1772, donde se registra el número de malhechores ejecutados en Londres durante los 23 años anteriores, así como los delitos por los que fueron condenados. Al fi nal de este libro incluyo un cuadro (ix) con el resumen del tema, donde puede verse que el número total de las ejecuciones realizadas en Londres durante esos 23 años fue de 678, de manera que el promedio anual oscila entre 29 y 30. Dejo en manos de otros la discusión sobre si fue excesivo o no el número de las ejecuciones, o si los delitos por los que se ordenaron merecían o no la pena de muerte. Un ingenioso escritor de apellido Eden, en Principles of Penal Law, p. 306, observa que “el cúmulo de leyes sanguinarias es la peor entre las enfermedades que aquejan al Estado. Permítanme suponer que la extirpación del género humano no es el principal objetivo de las leyes”. Dejo al criterio del lector el juzgar si, incluidos los deudores y los delincuentes menores, el número de los que fallecieron en las diversas prisiones de Londres por fi ebre carcelaria superó o no el número de los que fueron ejecu-tados anualmente en ese periodo. No conozco el número de ejecucio-nes correspondientes a todos los condados, pero estoy seguro de que es muy inferior al número de los que murieron en las cárceles.

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esas muertes al mal contagioso del que eran portadores los delincuentes que comparecieron ante el tribunal. El doctor Mead comparte esta opinión.

El primero de estos autores, lord Bacon, señala que, “des-pués de la peste, el más pernicioso de los contagios es la fetidez de las cárceles, cuando los prisioneros han permanecido largo tiempo encerrados y sujetos a condiciones nauseabundas, de lo que hemos tenido dos o tres experiencias en nuestro tiempo; cuando tanto los jueces que sesionaban la cárcel como muchos de quienes asistieron a las audiencias o estuvieron presentes enfermaron y murieron”.9

En las audiencias celebradas en Taunton durante la cuares-ma de 1730, algunos presos provenientes de la cárcel de Ivel-chester infectaron a todo el tribunal. Entre las víctimas morta-les de la fi ebre carcelaria se contaron el primer juez de la tesorería Pengelly, sir James Sheppard, ujier de armas, John Pigot, Esq., alguacil, y centenares de personas más. En Ax-minster, aldea de Devonshire, en 1755, un prisionero recién liberado de la cárcel de Exeter infectó a toda su familia, dos de cuyos miembros fallecieron y, poco después, muchos habitan-tes del pueblo. Las cifras sobre las víctimas de ese mismo mal que murieron en Londres en 1750 son conocidas de todo el mundo y no hará falta entrar en más detalles; baste recordar que, además de dos jueces, el alcalde de Londres y un concejal, murieron otras muchas personas de rango inferior.

Sir John Pringle comenta que “las cárceles a menudo han sido fuente de fi ebres malignas”, y nos informa que en la ante-rior rebelión en Escocia más de 200 soldados pertenecientes a un mismo regimiento contrajeron la fi ebre carcelaria, infecta-dos por desertores que habían estado en algunas prisiones in-glesas.10

El doctor Lind, médico del real hospital de Haslar, cerca de Portsmouth, me mostró en uno de los pabellones a marineros enfermos de esa fi ebre contraída en su barco, transmitida por un hombre que fue liberado de una cárcel londinense. En esa ocasión, el barco fue puesto fuera de servicio. Ese caballero, en su Essay on the Health of Seamen [Ensayo sobre la salud de los marineros], afi rma: “La fuente de la infección que aqueja a nuestro ejército y fl ota sin duda se encuentra en las prisiones, a menudo el seguimiento de la pista de los importadores del mal nos lleva hacia ellas. […] Frecuentemente tiene la fatal consecuencia de fomentar entre los marineros un triste con-cepto sobre el equipo de la fl ota.11 […] La primera fl ota ingle-sa enviada a América durante la última guerra perdió a causa de la infección de más de 2 000 hombres”. Más adelante asegu-ra el autor que “las semillas del contagio pasaron de los navíos a los escuadrones” y que “la mortalidad causada superó a la ocasionada por cualquier otra enfermedad o medios de privar de la vida juntos”.12

Sería fácil multiplicar los ejemplos de este infortunio, pero presumo que los mencionados bastan para mostrar que el mal carcelario no es cuestión exclusiva de los presos, sino que inte-resa a toda la nación.

La prevalencia de la maldad y su difusión en las cárceles y fuera de ellas por los reos liberados podrá explicarse tan fácil-mente como la propagación de una plaga. A menudo se dice que “la prisión no paga deudas”, pero estoy seguro de que puede añadirse que la prisión no corrige la inmoralidad. Sir John Fielding observa que “un criminal que recobra la libertad, por lo general, a las primeras de cambio, aunque haya presen-ciado la ejecución de varios camaradas, se convierte en cabeza de alguna pandilla que él mismo organiza”, sin duda, perfec-cionada por las mañas que aprendió en la cárcel. Los delin-cuentes menores sentenciados a uno o dos años en correccio-nales no pasan el tiempo ejecutando trabajos forzados, sino en la ociosidad y con malas compañías; o bien, en otros casos, enviados a cumplir la sentencia en prisiones de condado, sue-len desesperarse, y al salir están ya preparados para cometer cualquier delito. La mitad de los robos cometidos en Londres y en sus alrededores se planean en las cárceles, debido al gran número de delincuentes encerrados en ellas y a que reciben la visita de mucha gente desocupada. Todo ello es radicalmente opuesto a lo que nuestras leyes intentan en lo referente a los reos de delitos menores, esto es, corregirlos y reformarlos. Por lo contrario, el encierro sin duda fomenta y aumenta los vicios en vez de eliminarlos. Multitud de jóvenes que cometieron pequeñas faltas se corrompen en ese ambiente. No temo afi r-mar que si la intención de los magistrados fuera destruir el presente y el porvenir de los jóvenes delincuentes, no encon-trarían método más efi caz para lograrlo que confi narlos largo tiempo en nuestras prisiones, verdaderos semilleros y sedes (como atinadamente se les llama) de holgazanería y de todos los vicios.

Tantas irregularidades, fuentes de miserias, enfermedades y maldades, ¿deberá tolerarlas una nación famosa por su buen sentido y su humanidad, y que gracias a estos principios trata a cierta clase de reclusos con sensibilidad y generosidad? Me refi ero a los prisioneros de guerra, a los cuales se les suminis-tran provisiones en abundancia y de cuyos sobrantes participan los soldados de guardia.13 Con frecuencia vimos cómo sus ra-ciones eran presentadas a inspección. En algunas cárceles hay amplios espacios en los que pueden pasear los reclusos, y cada quien duerme en una hamaca. De ninguna manera deseo que se prive a estos cautivos de ninguno de sus benefi cios; tan sólo deseo ver que nuestros compatriotas en desgracia gocen de ese mismo trato humanitario, de manera que esta forma de obrar sea consistente y uniforme y ponga de manifi esto que la bene-volencia entre nosotros se basa en principios sólidos. De este modo, quienes nos censuran ya no tendrán motivos para atri-buir a razones menos amables la forma como tratamos a los extranjeros.

Aquí debemos asentar que los prisioneros de guerra no son delincuentes ni deudores insolventes y que, en ocasiones, al terminar la guerra, se reembolsa al gobierno lo que gastó en su manutención. Creo que esto último es un hecho y que lo ante-

9 Natural History, exp. 914. Véase también, de Plot, History of Oxfordshire, p. 25.

10 Observations on the Diseases of the Army, pp. 47 y 296.11 Ibid., p. 307.12 Ibid., p. 5.

13 Me refi ero a lo que se acostumbró en la penúltima guerra. La ración diaria por cada seis prisioneros era de nueve libras de pan, cua-tro libras y media de carne, tres pintas de chícharos (cuatro días por semana) y un galón y medio de cerveza. Los viernes, en vez de carne, se les daba una libra y media de mantequilla. Entre la marinería la ración era sin duda bastante menor.

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rior indiscutiblemente corresponde a la verdad. No considera-mos a los enemigos extranjeros, ni éstos a nosotros, como deudores o delincuentes.14 En batalla nos despedazamos, pero al terminar la lucha nos calmamos y obramos con compasión. Estoy consciente de que existen diferencias materiales en las circunstancias de los presos extranjeros y domésticos, pero no en su naturaleza. En todo caso, deudores y delincuentes, así como también los extranjeros hostiles a nosotros, son seres humanos que deben ser tratados como tales.

Hay caballeros que cuando oyen hablar de la triste situación en que viven nuestros presos, se conforman con decir: “Que se cuiden para que no tengan que regresar”, palabras quizá prece-didas de una oración malhumorada. Estos señores carecen de sensibilidad para tener en cuenta las mercedes de la Providen-cia, gracias a las cuales su situación no es como la de los reclu-sos; se olvidan de que debemos imitar a nuestro Padre Celes-tial, que también es bondadoso con los desagradecidos y los malos; se olvidan asimismo de las vicisitudes de los asuntos humanos, de los cambios inesperados a los que todos estamos expuestos, de que quienes hoy viven en la abundancia pueden verse reducidos a la indigencia, convertirse en deudores e ir a parar a la cárcel. En cuanto a la comisión de delitos, es perfec-tamente posible que un hombre que se ha estremecido al escu-char la descripción de un asesinato, de pronto sucumba a una tentación y cometa ese mismo crimen. Que quien está de pie tenga cuidado de no caer y se apiade siempre de quienes han caído.

Podría decirse: “Basta ya de las protestas declamatorias” que otros han escrito. Mucho, es verdad, se ha escrito sobre la ma-

teria, pero aun así pedimos la venia del lector para transcribir casi al pie de la letra unas cuantas líneas de un famoso autor, que bien podrían encajar en la descripción que acabamos de hacer. Después de presentar los sufrimientos de los reclusos, añade: “Estas calamidades padecidas en las prisiones no repre-sentan ni la mitad de los males que sufren, pues abunda en su interior todo tipo de corrupción generada por la pobreza y la iniquidad, junto con todas las enormes desvergüenzas y liber-tinajes que pueden producir la más descarada ignominia, los arrebatos que produce la indigencia, la perversidad nacida de la desesperación. En las prisiones desaparece el freno de la opinión pública y también la fuerza de la ley. Poco es lo que en ellas ocasiona temor o vergüenza. Los libidinosos enardecen a los recatados, y los audaces endurecen a los tímidos. Todos procuran superar cualquier resto de sensibilidad; todos practi-can en los demás las malas artes que contra ellos se han practi-cado, y procuran conquistar el aplauso de los peores de sus compañeros imitando su proceder”.

A las afl icciones ya mencionadas deben añadirse varias ma-las costumbres que empeoran la situación de los presos. Las enumeraré detalladamente, pero en forma concisa. G

14 Con esto no pretendo alabar a los franceses. Conocí por propia experiencia cómo trataban entonces a los prisioneros de guerra ingle-ses, cuando, en 1756, un paquebote lisboeta (el Hannover), en el que yo realizaba una gira por Portugal, fue secuestrado por corsarios franceses. Antes de que llegáramos a Brest, padecí los tormentos de la sed, pues durante más de 40 horas no bebí ni una gota de agua. Tam-poco comí un solo pedazo de pan. En la fortaleza de Brest dormí seis noches en un montón de paja. Pude ver la crueldad con que eran tratados mis compatriotas en ese lugar y en Morlaix, adonde poste-riormente fui trasladado. Permanecí dos meses en Carhaix libre bajo palabra, y sostuve correspondencia con prisioneros ingleses que se encontraban en Brest, Morlaix y Dinnan. En el último de estos luga-res estaban varios miembros de la tripulación de nuestro barco y mi sirviente. Reuní no pocas pruebas de que se trataba con tal barbarie a los prisioneros, que centenares de ellos perecieron. De éstos, 36 fue-ron sepultados en un solo día en Dinnan. Cuando regresé a Inglate-rra, aún libre bajo palabra, hice saber a los comisionados lo que pasaba con marineros enfermos o heridos, y también los enteré de otras cuestiones. Escucharon todo con atención y agradecieron mis informes. Se protestó ante los tribunales franceses y se indemnizó a nuestros marineros. Además, los que se hallaban en las tres prisiones mencionadas fueron enviados a Inglaterra en el primer barco dispo-nible para el canje de presos. Una señora irlandesa, casada en Francia, legó a magistrados de Saint Malo cierta cantidad para que la emplea-sen en diversas obras de benefi cencia. Entre otras cosas, se entregaría un penique diario a cada uno de los prisioneros de guerra ingleses que se hallasen en Dinnan. El pago se hizo puntualmente, con lo cual se salvó la vida a muchos hombres valientes y útiles. Quizá lo que pade-cí en aquella ocasión aumentó mi compasión por quienes tienen la desgracia de sufrir tales males, cuyo caso sirve de tema al presente libro.

24 la Gaceta número 445, enero 2008

El Señor de los cielos*José Manuel Hernández Martínez

Un día, en el Cielo se reunieron Jesús y sus doce discípulos. El motivo de esta reunión se debió a que Dios, padre de Jesús, estaba furioso con Lucifer, porque éste estaba haciendo de las suyas en la Tierra.

—Señores, los he mandado llamar porque mi padre está que echa espuma —dijo Jesús a sus discípulos.

—Qué ¿acaso tiene rabia? —preguntó Marcos al oír esto.—No —le dijo Jesús—, no tiene rabia, está que echa espu-

ma pero del coraje que tiene, ya que Lucifer ha llenado el mun-do de mucho vicio, por lo que quiere que ustedes vayan allá abajo a salvar a todas las almas perdidas por el vicio. ¿Okey?

—Sí señor Jesús, tú ordena —contestó Marcos.—Bien, a ver, tú Andrés, te vas con Santiago y Juan al con-

tinente europeo y decomisan todo tipo de vicios que hallen en ese lugar. ¿Okey?

—Okey.—Tú Felipe, te vas con Bartolomé y Tomás al continente

asiático y hacen los mismo. Ustedes, Santiago y Tadeo se van al continente africano. Simón y Mateo se van a Oceanía y, por último, Judas Iscariote, tú te vas al continente americano a un lugar llamado México, ¿okey?

—Okey Jesús —dijo Judas—, y llegando ahí, ¿hacia dónde me dirijo?

—Pues hay un lugar llamado…, llamado, ay mira, por ahí preguntas dónde hay vicio.

—Bueno —dijo Judas.Y así, los doce discípulos llegaron a sus respectivos destinos,

mientras Pedro, como siempre, se quedó cuidando la puerta. Andrés, Santiago y Juan llegaron al continente europeo, ahí predicaron la palabra y decomisaron muchas tachas y después emprendieron el regreso al cielo con el decomiso; al llegar tocaron la puerta del cielo y del otro lado de la puerta, Pedro preguntó:

—¿Quién es?—Somos Santiago, Juan y Andrés.—Sí, ¿y qué traen?—Tachas de Europa.—Okey, pásenle.Atrás de ellos llegaron Felipe, Bartolomé y Tomás, y toca-

ron a la puerta.—¿Quién es?—Felipe y compañía. Traemos el decomiso de opio y polvo

del continente africano.—Okey, pásenle.Enseguida llegaron Simón y Mateo y también tocaron a la

puerta.

—¿Quién es?—Simón y Mateo.—¿Y qué traen?—Marihuana, cocaína y tachas de Oceanía.—Okey, pásenle.Al cabo de un rato nadie tocó a la puerta, entonces Pedro

confundido fue y le dijo a Jesús que ya estaban en casa la ma-yoría de los discípulos, pero que sólo faltaba Judas Iscariote, a lo que Jesús le dijo:

—Hay que esperar un rato, y si no llega mandamos a un arcángel por él. ¿Okey?

—Okey.Por su parte, Judas había llegado a México y por suerte cayó

en el barrio de Tepito. Los tepitenses al ver cómo venía vestido Judas, le empezaron a hacer burla hasta que llegó un monigote rechoncho, con tatuajes en los brazos, se le acercó, y le dijo:

—Órale maestro, y tú ¿de dónde carajos saliste? Qué, ¿vie-nes de una fi esta de disfraces o de una participación de Semana Santa? Porque la neta falta mucho para eso.

—El señor esté contigo hermano —dijo Judas al ver a aquel monigote—. Me llamo Judas Iscariote y no vengo de una fi es-ta de disfraces…, vengo del cielo.

El tipo aquél se echó a reír.—¿Qué? Ja, ja, ja, ja.Judas empezó a temblar de ira y no le quedó más que decir.—En el nombre de Dios Todopoderoso yo te pido que sal-

gas, animal del demonio, de este pobre hombre.El fortachón volvió a reír.—Ja, ja, ja, ja. Pinche maestro, tú sí que estás bien lucas

wüey, mejor ya bájate del avión. A ver muchachos, denle una zarandiada al maestrín para que se aliviane.

Y entre toda la banda del fortachón le pusieron una arras-trada hasta dejarlo inconsciente. Después de un buen rato re-cobró el conocimiento y siguió su marcha hasta llegar a un taller mecánico. Ahí, el dueño del taller, al verlo, le dijo:

—Chale carnal, mira cómo estás, pasa. Vieja, vieja, trae una silla.

—Voy viejo.Al ver a Judas todo golpeado, la mujer del mecánico exclamó:—Ave María purísima, pero mira nada más cómo lo deja-

ron, válgame Dios.—No te alarmes mujer —respondió Judas—, esto no es

nada comparado con la paliza que le dieron a nuestro señor Jesús, y todo por mi culpa.

—Oiga, ¿de dónde viene? —le preguntó el mecánico—, porque de seguro usted no es de por estos rumbos.

número 445, enero 2008 la Gaceta 25

—No hijo mío, vengo del cielo y estoy aquí para cumplir una misión.

El mecánico le hizo una seña a su mujer, y le dijo a solas:—Pobre cuate, ya delira.—Oye viejo, y si lo echamos a la calle, ¿qué tal si se nos

muere aquí?—Tranquila mujer, qué tal si es familiar de un infl uyente y

anda perdido y a lo mejor hasta lo andan buscando y tal ves le den una recompensa a quien lo entregue.

—No pos tienes razón viejo. ¿Y qué tal si es un asesino que se escapó de la cárcel?

—Oh, no manches, ¿cómo crees?, si hasta tiene cara de buena gente. Órale, ¿qué dices, le damos asilo político hasta que sepamos quiénes son sus familiares?

—Pos no sé tú. ¿Qué tal si es un prófugo de la justicia?—Órale, no juegues. Si es un prófugo, pues lo denuncia-

mos, a lo mejor y chance y también nos dan una recompensa por él. ¿Qué dices?

—Órale, pero no me vayas a dejar sola con él, no vaya a ser un violador y me ataque.

—Chale, ni que estuvieras rebuenota.—Ora.—Bueno, tú sígueme la corriente.—Sale viejo.—Oiga mi buen, y ¿cómo se llama?—Me llamo Judas Iscariote.—Órale, como el discípulo aquel que chaquetió a mi ñero

Chuchito.

—Yo no le hice eso —dijo Judas al oír su comentario.—Ah, perdón, quise decir el que lo entregó.—Tampoco lo entregué yo, verá, me ganó la ambición y el

celo.El mecánico se quedó mirando a su mujer y asustado le dijo

a Judas:—Tranquilo amigo, no se ponga mal, yo le creo. Mire, me-

jor pase al cantón a echarse un taquito, ha de tener hambre, pase, pase. Órale vieja, calienta la botana.

—Sí viejo.Judas pasó a la mesa y bendijo la comida, la mujer del me-

cánico estaba sorprendida al ver la buena acción, así que pensó que Judas era alguna persona de la alta sociedad que se había perdido, y que su relato acerca de que venía del cielo era por la golpiza que le habían dado los de la banda del barrio de Tepito. Entonces decidió interrogarlo.

—Oiga don Judas, ¿usted viene del Cielo o de alguna colo-nia llamada el cielo?

—No hija mía, yo vengo del Cielo, del de allá arriba.—¡Órale! Oiga, ¿y allá está chido?—Perdón, ¿cómo dijiste? ¿Que si allá está chido? Ay hija, si

Jesús te oyera hablar así, expulsaba al demonio que traes den-tro…

—Órale, órale —intervino el mecánico—, nada más no abuse, no quiera cambiar a mi ruca, así está bien. Y dígame ¿qué anda haciendo por estos rumbos?

—Pues como dije, vengo a cumplir una misión.—Ah sí, y ¿qué clase de misión? —dijo el mecánico.

26 la Gaceta número 445, enero 2008

—Verás hijo mío, nuestro padre Dios, que es padre de Jesús, está furioso porque todos los habitantes de este planeta están atrapados en el cochino vicio.

—Órale, y usted viene a acabar con todo eso.—No, yo he venido para decirles a todos ustedes que se

arrepientan y que dejen el vicio, porque si no, Dios los va a castigar muy feo.

El mecánico se quedó muy sorprendido, así que le dijo a su mujer:

—¿Sabes qué vieja?, a mí se me hace que este buey ha de ser un testículo de Jehová, ¿no crees?

—¿Crees tú viejo que sea eso que dices?—No, pos yo digo que sí. Mira, mejor prepárate el catre para

que se eche una pestañita, a lo mejor delira del cansancio.—Bueno, voy a ponerle el catre.—Sí, mientras lo canso más. Oiga mi Juditas, sabe, ¿por qué

no mejor no se echa un coyotito? A lo mejor está usted cansa-dito.

—No, aún no estoy cansado, pero no me caería mal un des-cansito.

—Órale mi buen, échese un coyotazo, nosotros lo cuidamos mientras usted descansa.

Así, Judas descansaba mientras el mecánico le decía a su vieja:

—Chale vieja, a ver si no nos metemos en un pedo por ha-cerle el paro a este buey.

—Oye viejo, este buey está bien locatel.—No pos sí, órale, préndete la telera a ver si sale su foto y

cobramos pronto la recompensa.—Ya vas viejo.

Así, Judas pasó la noche y, a la mañana siguiente, les dijo a aquellas personas que tenía que seguir su camino, a lo que el mecánico le dijo:

—Oiga jefe, ¿y por qué se va?, mire, si quiere puede quedar-se otro rato, por mí no hay bronca.

—Gracias buen alma, pero tengo que ir a decomisar esa cochina droga.

Al oír eso, el mecánico preguntó:—¿Droga, cuál droga, acaso es usted judicial? Ah, ya voy

entendiendo lo de la madriza que le dieron, así que usted es un agente de la afi infi ltrado como pordiosero para decomisar la droga aquí en el barrio de Tepito. Mire maestro, no se meta en pedos, aquí hay mucha gente pesada y apadrinada y además ya han muerto muchos tiras por lo mismo, mejor yo le recomien-do que se vaya a su cantón y se olvide de su misión. Y ¿sabe?, mejor retiro lo dicho de que se quede otro rato en mi casa, mejor ya lléguele, ándele, fúchila, me saluda a nunca vuelva.

El mecánico sacó a Judas del taller y lo amenazó:—Órale, ya sáquese, y si vuelve por aquí le parto su mauser

pinche Judas ojete, conque queriéndome embroncar ¿no?, ¿qué dijo?, este buey es chiva, pues tenga, órale, sáquese.

Judas siguió su camino, no sin antes bendecir al mecánico:—Que Dios te perdone hijo mío por no saber lo que dices.Y así caminó hasta llegar a un lote baldío, ahí había muchos

jóvenes, jovencitas, niños, niñas y viejos calentándose en foga-tas hechas con botes de aluminio. Bebían “ruin”, fumaban marihuana, inhalaban solventes y otros tenían relaciones sexuales en una casita hecha de cartón. Judas se acercó hasta donde había un grupo de jóvenes drogándose. Uno de los jó-venes al verlo le invitó un trago, otro marihuana. Judas rechazó

número 445, enero 2008 la Gaceta 27

la invitación, después puso su atención en una chiquilla de ca-torce años que le rogaba a un viejo desarrapado que le diera un poco de cocaína.

—Órale buey, móchate, mira cómo estoy, cúramela, no seas gacho.

—Ni madres, además me debes un toque y no te has puesto chida con un cachuchazo.

—¡Voy!, si no me lo has pedido, pero si quieres vamos a la casita de cartón y te mochas.

—Nel, la neta hoy no tenga ganas de coger, pero te puedo hacer el paro con un jeringazo si vas y le pones en su madre a la Lety.

—Órale, ¿y por qué ella, si es mi amiga?—Pues porque la neta se me ha negado y además le anda

dando cachuchazo a otro buey y a mí ya ni el gusto me hace, por eso. ¿Qué dices, le entras?

—Chale hijo, me la pones gruesa, déjame pensarlo un poco ¿no?

—Órale.El tipo aquél le enseñó la jeringa preparada y le dijo:—Si te animas te espero en la esquina de la tienda de don

Porfi .La chiquilla, al ver que se alejaba, se quedó temblando y

pensativa, mientras daba un sorbo de “ruin”. Judas se acercó a ella y le dijo:

—Querida criatura del señor, que tu corazón no se quede con malos pensamientos, aléjate del camino del mal como lo hizo María Magdalena.

La chiquilla se le quedó viendo y le dijo:—Órale buey, y tú ¿de cuál portas? Ha de ser de la chida,

móchate y me mocho con un cachuchazo. ¿Qué dices, le en-tras?

—No hija, arrepiéntete. No digas tonterías demonio infer-nal que habitas en esta criatura. En el nombre del señor, te pido que te alejes de ella.

Al oír lo del sermón, la chiquilla se echó a reír:—Ji, ji, ji, ji. Órale buey. Está chido tu viaje. Móchate, ¡¿qué

droga es?!, tachas o peyote; móchate ñero y te juro que me dejo hacer lo que tú quieras.

—No jures pecadora, aléjate del camino del mal. Mira que te vas a condenar como me condené yo al entregar a Jesús.

Todos los que se encontraban allí presentes en el baldío, al oír el mitote que hacía Judas, corrieron a ver qué pasaba y tra-taron de calmarlo pensando que se estaba quedando en el viaje, así que un vicioso gritó:

—Chale, agárrenlo, hay que darle un baño para que se le dé el bajón.

—¡Sobres! —gritaron todos y se le fueron encima a Judas, quien al verlos venir les empezó a gritar:

—Aléjense de mí demonios del mal, no me toquen, aléjense en el nombre del Señor Todopoderoso, les ordeno que se ale-jen de mí.

Por más que pidió que se alejaran de él, entre todos lo alza-ron y lo echaron a un charco de aguas negras, y ahí lo dejaron. Judas lloró como un niño al ver que no pudo con ellos, y pen-sando que su misión había fracasado, se echó a caminar con rumbo desconocido. Fue alcanzado por un niño de la calle, quien lo tomó de la mano y lo llevó debajo de un puente, don-de aquel niño tenía su morada, lo secó y le dio una túnica que se había robado de la casa de un sacerdote. Judas le dio las

gracias y le preguntó su nombre.—¿Cómo te llamas hijo?—Jesús —le dijo aquel niño de la calle.Judas quedó sorprendido al oír aquel nombre.—Oye Jesús, y ¿qué haces aquí solo debajo de este puente?

¿Cuántos años tienes?—Doce.—¿Y tus padres?—No están, murieron hace tres años.—¿Y desde hace tres años vives aquí?—No.—Entonces, ¿dónde vives?—Con mis amigos.—¿Con tus amigos? ¿Y dónde?—En la cueva subterránea.—¿Una cueva? ¿Y dónde está la cueva?—Por el centro, si quieres te llevo.—Claro, llévame a ver a tus amigos.—Ven, sígueme.Judas siguió a su amigo, caminaron un buen rato hasta lle-

gar a la cueva que en realidad era una cisterna, ahí entró Judas y pudo observar un cuadro horrible.

—Jesús, Padre mío, ¿cómo es posible que permitas que estas criaturas tuyas vivan como ratas.

Judas cerró los ojos y lloró en silencio y después habló con ellos:

—Criaturas del Señor, me llamo Judas. He venido en nom-bre del Señor, mi dios, a hablar con ustedes para salvarlos del abismo donde se encuentran. Saben, Jesús sufre mucho al ver cómo se están destruyendo poco a poco con tanto vicio. Alé-jense del mal que los tiene prisioneros.

Uno de los chiquillos, al ver a Judas vestido con la túnica, pensó que era el sacerdote al que le habían robado la túnica, y que estaba ahí para regañarlos o meterlos a la cárcel.

—Chale padrecito —le dijo el chiquillo— , en lugar de cho-riarnos con su sermón, mejor préstese para un chemazo o ya de perdis para un tinacazo, o qué, ¿nada más nos vino a regañar?

Judas temblaba de ira al ver que no podía con el espíritu maligno que habitaba en aquel chamaco, por lo que le pregun-tó a su amigo, el niño llamado Jesús:

—Jesús, ¿quién les da esa porquería?—Un tipo apodado el señor de los cielos —dijo el niño de

la calle.—Y ¿cómo lo localizo?—Uy, está cañón, verás, para que lo puedas ver necesitas

tener un “bisne”.—Y ¿qué es eso?—Chale carnal pues, ¿de dónde eres?—Yo soy del Cielo.—¿Del cielo?—Sí, de allá vengo.—Órale, y ¿qué es, una casa o una colonia?—No, no es nada de eso.—¿No? Entonces es un lugar como en el que trabaja mi

hermana.—¿Tu hermana?—Sí, mi hermana.—¿Y dónde trabaja tu hermana?—En un lugar llamado Las puertas del infi erno.—¿Qué? ¿Las puertas del infi erno has dicho?

28 la Gaceta número 445, enero 2008

—Sí, y está por Reforma.El niño de la calle, al ver la cara de Judas, se dio cuenta de

que tenía miedo.—Oye, ¿nunca has estado en Las puertas del infi erno?—No.—Uy hermano, de lo que te pierdes.—¿Qué, acaso tú has estado ahí?—Clarín carnal, ahí todos me marcan.—Válgame Dios. ¿Cómo es posible? Oye, ¿está feo?No, mira, para poder entrar a Las puertas del infi erno ne-

cesitas ir con harto varo, o sea dinero, si no no te dejan entrar. Oye, ¿en verdad no has ido allí?

—Bueno, una vez por poco casi caigo ahí, pero gracias a mi padre Dios y Jesús Cristo que me perdonaron pude salvar mi alma.

—Chale, no te entiendo, hablas bien raro. Yo no sabía que para entrar a un putero había que ser perdonado.

—Bueno, bueno Jesús, y dime, ¿cómo le hago para ver a aquella persona?

—Ya te dije que tienes que tener un “bisne” para él.—¿Y qué clase de “bisne”?—Pues uno chido. Por ejemplo, pues dile que tienes mucha

mercancía y que es la mejor del país, y así podrás tener contac-to con él. Primero te tienes que dar un riego.

—¿Un riego?—Sí, un riego, bueno, un baño y cambiarte de ropa porque

si vas con esas garras capaz que te manda a la gaver.—¿Qué es eso?—Chale, eres bien raro. Oye, ¿en verdad no entiendes nada

o le juegas al loco? Chale, mira, por lo pronto hay que ir a robarnos un tacuche y unos choclos de tu número.

—Oye, no, ¿cómo que robárnoslos? Eso es pecado.—Ora, ora, ora sí me saliste santito, o qué, ¿traes dinero?—No, allá en el Cielo no necesitamos dinero.—Chale, pues allá no pero aquí sí, por lo que a robar o no

hay “bisne”.—No, a robar no.—Chale carnal ¿pues de dónde eres?, ¿acaso eres de Mar-

te?—No, de allá no, ya te dije que vengo del Cielo. —Mira, no te manches. ¿Otra vez vas a empezar con tus

choros? Órale, a lo que viniste.Y así, Judas Iscariote salió de aquel agujero para irse a meter

a otro más grande. Mientras, en el Cielo Jesús platicaba con Pedro.

—Pedro, ¿acaso ya llegó Judas?—No, aún no llega.—Ya me está preocupando mucho. Voy a ver a mi padre

para que me autorice y le dé la orden al arcángel Gabriel y mandé a uno de sus ángeles a la Tierra y busque a Judas y lo traiga de regreso al Cielo. ¿Okey?

—Okey. Jesús, ve con Dios y yo te aviso si pasa algo.Jesús llegó hasta donde estaba su padre Dios.—Padre —le dijo—, perdona si te interrumpo, quisiera ver

si me puedes atender.—Pasa hijo, pasa. Ven, te quiero presentar a un amigo.

Mira, es Buda.—¡Hola, qué tal!—Hola muchacho.—Y ¿de qué platicaban?

—Ah, verás, le estaba diciendo a Buda que el mundo está de cabeza gracias a que el infeliz de Lucifer lo ha llenado de esas cochinas drogas. Y a propósito, ¿ya hiciste lo que te ordené?

—Precisamente a eso vengo, para pedirte que me des auto-rización para que le ordene al arcángel Gabriel que mande a uno de sus ángeles a la Tierra.

—¿Y para qué? hijo mío.—Verás, di órdenes a mis queridos discípulos de que fueran

a los cinco continentes y se adueñaran de todas las drogas y así lo han hecho, pero me preocupa que falta uno que aún no ha llegado.

—¿Ah sí? Y ¿puedo saber de quién se trata?—Sí Padre, de Judas Iscariote.—Bueno hijo, no te preocupes, pero ten en cuenta esto,

recuerda que a los ángeles no pueden verlos los humanos, ni mucho menos oírlos y Judas ahorita es un humano allá abajo en la Tierra.

Buda intervino en la charla.—Oye amigo Yahvé —dijo—, ¿qué tal si regresas a la vida a

algunas almas que estén por morir?—Oye amigo Buda, tienes mucha razón, tráeme a Pedro

por favor.—Sí padre mío.Pedro llegó al instante.—Dígame Gran Señor—dijo Pedro.—Pedro, decidme qué almas están por llegar al cielo gracias

a su buena acción y a su fe.—Híjole Gran señor mío, verá, tenemos a punto de traer al

cielo a cinco agentes de la afi que acaban de ser balaceados en un operativo —¡y en qué tipo de operativo!—, en un decomiso de drogas.

—Perfecto, justo lo que necesitábamos. Jesús, ya está re-suelto el problema, le daré una oportunidad a estas buenas al-mas para que nos ayuden a buscar a Judas Iscariote, y así pron-to estará nuevamente con nosotros.

—Gracias por tu buen corazón Padre mío.Y van de regreso a la Tierra los agentes de la afi. Una vez

recuperados se disponen a buscar a Judas Iscariote. Mientras tanto, Judas hace contacto con el señor de los cielos.

—A ver amigo, barájamela más despacio, ¿cómo que quiere hacer “bisne” conmigo si ni siquiera lo conozco?

—Usted no me conoce porque yo no soy de este mundo. Verá, yo ven… —es interrumpido por Jesús, el niño de la ca-lle:

—Sí, verá, él viene de otro país, es de Irak.—Órale cabrón, o sea que es terrorista.—Sí, eso, él es terrorista y además es primo de Osama bin

Laden.—Órale wüey, esto está chido. A ver muchachos, ofrézcanle

algo al amigo éste. ¿Cómo te llamas?—Judas, Judas Iscariote.—Órale, oye, tu nombre me suena al Judas aquel que trai-

cionó a mi cuate Jesús el Nazareno.—No amigo, yo no lo quise traicionar. Fueron mi enojo y

mi celo los que me obligaron a hacerlo.—¿Hacer qué amigo mío?—Nada, nada —intervino el niño de la calle—, lo que pasa

es que aquí el buen Judas es el más temido en Irak, y pues aho-rita anda festejando que allá en Irak se escabechó a un general del ejército gringo llamado Jerchus.

número 445, enero 2008 la Gaceta 29

—Órale, ¿sabes amigo?, desde ahorita eres mi valedor y para que veas que es cierto pídeme lo que quieras.

—¿De veras, no me estás mintiendo?—Clarín carnal, clarín carnal.—¿Qué es eso?—Que sí, que dice que sí. Y sabe señor de los cielos, ¿por

qué no lo deja pensar un poco?—Claro, por mí no hay pedo.—Oye Jesús, él no es el Señor de los Cielos, es otra persona.—¿Qué dijo tu amigo, chamaco?—Nada jefe, nada.El niño jala del brazo a Judas y en secreto le dice:—Mira pinche Judas, o dejas de decir estupideces o te bajas

de tu avión, yo no respondo si te parten tu mauser.—Pero ¿qué he dicho?, ¿acaso dije algo malo?—Ay, mira, olvídalo.—Bueno chamaco, ¿qué han pensado?—Este… un segundo por favor.—Pues órale, porque me puedo arrepentir.El niño sacó un rato a Judas a la calle para hablar un poco,

pero cuando estaban dialogando, una camioneta de la afi llegó hasta ellos rechinando llantas.

—Judas Iscariote —gritó un agente—, detente, queremos hablar contigo.

El niño, al ver la camioneta y al darse cuenta de quiénes eran, le gritó a Judas:

—Corre Judas, corre, métete al cantón.Judas, sorprendido, corrió y entró a la casa del narco; atrás

de él entraron los agentes de la afi gritándole que se detuviera. Los narcos, al oír los gritos y al ver a los agentes, abrieron fuego cayendo Judas y los agentes muertos. Ya de camino al cielo, Judas siguió corriendo y los agentes detrás de él. Al llegar a las puertas del cielo, Judas tocó fuerte el portón. Del otro lado se escuchó la voz de Pedro:

—¿Quién es?—Yo, soy yo, Judas, Judas Iscariote.—¿Y qué traes?—A la afi detrás de mí.—Todos al suelo, están detenidos, Agentes Federales. G

* Este cuento participó en el 14º Concurso Nacional de Cuen-to “José Revuletas” convocado por la ssp (Prevención y Re-adaptación Social) y el conaculta (inba).

30 la Gaceta número 445, enero 2008

En la oscuridad*Leydi del Socorro Tamayo

Como todos los días, bien apretujados dentro de un frasco de cristal, esperábamos una larga temporada para un nuevo con-curso. Era la fi nalidad para la que fuimos escogidos de entre todos nuestros demás hermanos. Al fondo del frasco aún queda algo del aceite de linaza que pusieron para conservarnos, éste nos permite tener los cabellos suaves. Algunos de mis herma-nos están muy gastados, calvos y endurecidos de sus cerdas. El tiempo convirtió la linaza en una goma de color miel.

El frasco descansa sobre una repisa de madera, y en esa posi-ción hemos estado durante mucho tiempo, incómodos y mo-lestos, no tenemos aire, sólo el de un ventilador muy presumi-do. Por cierto…, se ríe de nuestra situación cada vez que nos mira.

No nos llega la luz, el cuarto siempre está cerrado con pa-sador dentro o fuera.

A veces la temperatura cambia y se siente más calor cuando la estufa trabaja en la cocción de los alimentos. La habitación se siente más caliente.

Han transcurrido varios meses de estar viviendo esta triste

y angustiosa pesadilla. Muchos de mis hermanos fueron pince-les fuertes y robustos, delineadores delgados y elegantes. El olvido propició nuestra tristeza.

Y seguimos en la oscuridad con incomodidad y total desilu-sión.

De pronto recibimos un gran estimulo al escuchar la voz de Alejandro González, anunciando que pronto tendremos un nuevo concurso de pintura. Al refl exionar sobre ese suceso y luego de platicar con algunos de mis hermanos, sacamos por conclusión que eso indica que ya comienza la chamba y por ello nos van a sacar del lugar en el que habitamos y nos pon-drán a trabajar.

Estamos tan contentos, que queremos cantar y brincar de alegría. Un día sentimos el aire fresco. El frasco fue bajado y fuimos liberados uno a uno. G

* Este cuento participó en el 14º Concurso Nacional de Cuen-to “José Revuletas” convocado por la ssp (Prevención y Re-adaptación Social) y el conaculta (inba).

número 445, enero 2008 la Gaceta 31

El porfi riatoMauricio Tenorio

Paola Morán, El Porfi riato, 1876-1910,ilustraciones de Jotavé, México, Nostra Ediciones, 2007

“Toma el llavero abuelita y enséñame tu ropero”, decía la tonada con la que so-lían transportarse tres generaciones de niños mexicanos nacidos en el siglo xx hacia un “Porfi riato” de andar por casa; un pasado que, cual vapor, humedecía los ambientes caseros con “decía la abue-la” o “… antes de la Revolución” o “Ay que tiempos aquéllos…” Generaciones de niños y niñas aprendieron sus leccio-nes de historia patria ofi cial mezclando la maniquea imagen de una Revolución impoluta y un Porfi riato malévolo con los recuerdos que pululaban las casas de todos, relatos de abuelos nostálgicos por una era dorada, o de abuelos revolucio-narios que vestían de anécdotas las his-torias ofi ciales. Ya nacieron al menos las primeras dos generaciones de infancia mexicana que no contará con otra ima-gen de aquella era que la que le den los libros escolares. Nostra Ediciones ha tenido la afortunada idea de producir una serie de libros de historia, ilustra-dos, dedicados a los niños; una colección que cubre las distintas épocas de la his-toria nacional tratando de incluir las nuevas visiones del pasado. Paola Morán hace la entrega de El Porfriato y ofrece un texto diáfano y sucinto, lindamente ilustrado por Jotavé —un ilustrador que, es claro, se divierte y mezcla blancos y negros con dibujos a color, collages fo-tográfi cos y harta ironía.

Las historias patrias son como la ves-

timenta: uno puede vestir como quiera, pero nada de ir desnudo y nada de po-nerse cosas muy lejanas a la moda en curso. Por seguro, el libro de Morán tuvo como límites los planes de estudio ya establecidos para las escuelas prima-rias, en los cuales el Porfi riato es una era claramente determinada y con un rostro fi jo. La autora habita la visión conven-cional del Porfi riato, la ilustra y docu-menta con brevedad y exactitud, pero también añade temas menos convencio-nales y, sobre todo, entrega a los niños eso que nunca se les quiere dar: dudas, ambigüedades, opciones.

El lector aprende que el Porfi riato fue, ante todo, muy importante en la historia del México contemporáneo; que fueron unas décadas llenas de contradic-ciones: represión, violencia, autoritaris-mo, pero también paz, progreso, inver-sión y crecimiento. Es más, los pequeños lectores descubrirán que los datos duros de la historia invitan no a una sino a va-rias conclusiones sobre el pasado. El tex-to de Morán se presta para que los maes-tros o padres de familia inviten a la refl exión sobre dudas y contradicciones de una era, si así lo quieren, o para que enseñen los hechos básicos —económi-cos, políticos, sociales y culturales— de la era. Un menú de opciones en un solo y breve libro.

La estrategia de Morán es doble: por un lado, su texto se acompaña de recua-

dros donde se presentan distintas opi-niones y matices de lo que el texto prin-cipal va tratando. Así, trozos de cartas de Díaz u otros porfrianos, u opiniones va-riopintas de historiadores, o un Bulnes maldiciente aquí y un Limantour dog-mático allá, hacen el contrapunto de una partitura parsimoniosa y cristalina. Por otro lado, Morán muestra sin tapujos lo negativo y positivo de una era; es más, logra que sea claro que afi rmar la inne-gable represión de la oposición política no se contradice con progreso económi-co y cierta legitimidad política. Era un gran reto, pero Morán sale bien librada.

En un solo libro, los pequeños lecto-res hoy obtienen la ambigüedad que otras generaciones de niños sacaban de re-cuerdos familiares, amarillentos álbumes domésticos y esos libros de textos purita-nos en su nacionalismo revolucionario. Claro está que al pedagogo o al maestro le puede parecer impropia la ironía y la duda en libros para niños. Mas, yo digo, la duda era pecado para los niños que crecimos con la moral de La Muñeca Fea o El Ropavejero —to nadas que me aterra-ban— o con las películas de Disney que iban de Bambi a La Cenicienta. Pero la generación Shrek no sólo aguanta sino demanda la ironía y la complejidad in-terpretativa. Paola Morán y Jotavé saben para quién tra bajan. G

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