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1 ESCUCHAR AL CORAZÓN (Cartas para la eternidad-IV) Invocación : Preludio “Oh Lecheimiel de angélico renombre, escucha mi plegaria : que soy aquel a quien desde el principio concediste estrenar para ti el aria.” Esta mañana, oh amor, he sentido que habíamos finalizado brillantemente nuestro anterior librito de Cartas para la eternidad-III, titulado REPOSO EN TU AMOR. Efectivamente, ¿qué otra manera mejor de finalizarlo que haber hablado en el último capítulo o apartado de nuestro “matrimonio sagrado” ? ¿Qué mejor confesión de mi fidelidad a ti, oh Lecheimiel, a quien llamé mi dulce esposo, que haber protestado que jamás me separaría de ti, de la cocreación en que estamos comprometidos, que jamás te cambiaría por ninguna otra exigua gloria personal, como sería caer en la tentación de escribir por mi cuenta y riesgo acerca de “mis” personales ideas ? ¡Las famosas ideas que me han apartado de la sociedad eclesiástica, incluso de la sociedad eclesial, para reducirme al estado eremítico más o menos puro y desamparado, en el que sin embargo he recibido tu visita, tu consolación y la asis- tencia continua de tu presencia ! ¡Bendito seas, Lecheimiel, a quien he prestado mi cabaña y con quien com- parto mi lecho, al que he ofrecido la ocasión de regresar por la puerta trasera y se- creta del amor a la Orden añorada en tus últimos sueños humanos ! Ahora, Lecheimiel, tú no necesitas seguramente de estas nostalgias ni de es- tos ensueños, pero sí que necesitas mi fidelidad a toda prueba, porque la Tierra necesita estos puentes que la elevan de vibraciones hacia las alturas prometidas del Reino. En esta escalada profunda y prolongada hacia la cima, oh hermano, es im- pensable para mí caminar en solitario. No sólo por falta de fuerzas, sino especialmente por falta de ganas de vivir si no es en tu amor. Hemos ido recomponiendo poco a poco nuestras vidas, al hilo de las estro- fas de la canción que resume nuestra gozosa, dolorosa y gloriosa historia… Como

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ESCUCHAR AL CORAZÓN (Cartas para la eternidad-IV)

Invocación :

Preludio

“Oh Lecheimiel de angélico renombre, escucha mi plegaria : que soy aquel a quien desde el principio concediste estrenar para ti el aria.” Esta mañana, oh amor, he sentido que habíamos finalizado brillantemente

nuestro anterior librito de Cartas para la eternidad-III, titulado REPOSO EN TU AMOR. Efectivamente, ¿qué otra manera mejor de finalizarlo que haber hablado en

el último capítulo o apartado de nuestro “matrimonio sagrado” ? ¿Qué mejor confesión de mi fidelidad a ti, oh Lecheimiel, a quien llamé mi

dulce esposo, que haber protestado que jamás me separaría de ti, de la cocreación en que estamos comprometidos, que jamás te cambiaría por ninguna otra exigua gloria personal, como sería caer en la tentación de escribir por mi cuenta y riesgo acerca de “mis” personales ideas ?

¡Las famosas ideas que me han apartado de la sociedad eclesiástica, incluso de la sociedad eclesial, para reducirme al estado eremítico más o menos puro y desamparado, en el que sin embargo he recibido tu visita, tu consolación y la asis-tencia continua de tu presencia !

¡Bendito seas, Lecheimiel, a quien he prestado mi cabaña y con quien com-parto mi lecho, al que he ofrecido la ocasión de regresar por la puerta trasera y se-creta del amor a la Orden añorada en tus últimos sueños humanos !

Ahora, Lecheimiel, tú no necesitas seguramente de estas nostalgias ni de es-tos ensueños, pero sí que necesitas mi fidelidad a toda prueba, porque la Tierra necesita estos puentes que la elevan de vibraciones hacia las alturas prometidas del Reino.

En esta escalada profunda y prolongada hacia la cima, oh hermano, es im-pensable para mí caminar en solitario.

No sólo por falta de fuerzas, sino especialmente por falta de ganas de vivir si no es en tu amor.

Hemos ido recomponiendo poco a poco nuestras vidas, al hilo de las estro-fas de la canción que resume nuestra gozosa, dolorosa y gloriosa historia… Como

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los misterios del Rosario, sí… Ahora queda la esperanza vivísima de llegar juntos a celebrar los nuevos misterios de Luz (que el Papa actual ha intuido necesarios para completar la contemplación de la escalada de la vida en el paso del Mar Rojo hacia la Jerusalén celestial a la que todos estamos concitados).

¡Sea éste el puente, oh fratellino que también tendemos de corazón hacia los que aún se hallan esclavizados o están asustados por la caída de los viejos muros de Jericó !

Déjame, hermano celestial, completar mi invocación con el resto de la can-ción de amor que resume nuestra íntima y bellísima historia, regalo del Padre de todas las luces y de toda la música del Universo :

Canción

Hoy a ti canto, hermano sacerdote, en medio de esta Tierra…, a ti, que por amor viniste a verme y a hacerte solidario con mi ofrenda. Pareja historia, iguales vibraciones, así desde el principio, hiciéronnos nacer para la Tierra una vez y otra vez con gran designio. Como gemelos, de madres bendecidas, bajábamos del cielo, dejándonos querer, y más queriendo, con nuestro dulce amor trocar el hielo. Desde muy niños, en brumas presagiada, me visitó tu gracia : venías a henchirme de esperanza, promesa bautismal en la alborada. Fue nuestro encuentro tan bello y repentino como un fulgor de estrellas, fugaz visión que en medio de la noche nos marcó para siempre con su huella. Me rescataste a precio de belleza con tus mejores galas. Allí te hiciste, acaso, encontradizo y así, de todo ti me enamorara. Eran los ángeles que en tus cuerdas pulsaban, lo mismo que en mi piano,

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gozando de tu voz la melodía que allí me regalabas como antaño. Nos prometimos junto al altar sagrado en alas de Querubes : allí vertió el Amor sus dulces lágrimas tiñendo iris de luz en blancas nubes. Fue nuestra luna de miel una promesa de amores sublimados. Arras de bendición un solo abrazo en los pliegues del tiempo sepultado. Tú me lo dabas, mas ninguno sabíamos que era nuestro contrato, acorde con la esencia compañera que en Dios nos reservaba eterno abrazo. Tus finos dardos, como palomas fúlgidas, el cielo atravesaron, trayendo de tu amor puntual noticia, que en ciego corazón no penetraron. O, si lo hicieron, también allí quedaron en hielo sepultados soñando que algún día tu alma bella tornase con sus llamas a incendiarlos. A ti el diluvio, también los recios vientos que azotaron el alma : quedó desierto el nido, ida la vida, hasta que, al fin, la cruz trajo la calma. Saltó tu danza con su canción eterna, sellada en testamento, por el que te entregabas a la Vida, nombrándome de tu alma el heredero. Diote la Vida más alto ministerio que el de tu honra y gloria. Vestiste el paramento de sirviente : “El Mejor Hospedero de la Historia”. Tan sobrios versos describen en tu vida tristeza y soledades

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que eclipsan de tus ojos la alegría que en éstos derramabas a raudales. Y el pastorcico tan solo se ha quedado sin su bella pastora…, que ya sólo a morir el alma apresta sorbiendo en soledad su última hora. Diste tu vida a cambio de mi cielo en noche sosegada, sembrando de violetas y azucenas el lecho que escogías por morada. Mientras tu cuerpo incorrupto entregabas cual arca de alianza : sagrario de dolor que en noche oscura compite con mi amor en fiel balanza. Así de nuevo tu llama refulgía en mi profunda noche : Pedías expectante mi consenso cuando, como Samuel, te oí mi nombre. En ese instante el beso de tus labios en rosa ensangrentada me devolvía el beso de la Vida ¡que en ti había perdido y en ti hallaba ! Yo, como niño, en niño te miraba, absorto en tu memoria, mas tú a nuevos trabajos me invitabas para contar al mundo nuestra historia. Me visitaste, en color y perfumes, vestido de mil flores : Cada una era un retazo de tu alma, cuando yo componía tus loores. Oí tus voces por radio y en directo en témporas de gracia : anclabas a tu alma mi barquilla con tu firme energía en la ensenada. Por si lo hecho bastante ya no fuera abriste en par mi alma :

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escritos de celeste poesía dejábame tu gracia consumada. Vino a surgir de entrambos la conciencia de ser en Cristo uno, testigos de un amor que en nuevo estilo consagrase el nacer de un nuevo mundo. Esta canción, hermano, no termina con esta pobre letra, que espera partitura más excelsa que un día cantaremos en mi fiesta. Amén, Amén.

Esta mañana, oh Lecheimiel que llenas mi corazón, siguiendo un impulso y las instrucciones de Emmanuel, me he postrado en tierra para oír a mi corazón por encima de los susurros de mi mente. Para liberarme de la esclavitud de mis propias ideas, para practicar lo inverosimil, lo impredecible. Para ponerme una vez más a disposición del tuyo que goza del status de sabiduría propio de tu cielo.

Oh mi bien, te invoco y te llamo desde la necesidad de mi corazón de seguir-te amando y sobre todo de seguir creyendo que tu amor supera al tiempo y a la muerte.

¿Te acuerdas cuando quería saber de tu paradero, sin creer totalmente a la noticia o evangelio que se iba perfilando en mi corazón, y te invoqué un día con un poema en tu propia lengua ?

Hélo aquí vivo y vigente, y recibiendo de ti una respuesta mucho más magnífica y amplia que la que entonces esperaba :

UN GRANDE PROGETTO D’AMORE

Or, mio fratello, se te la sentissi d’ispirarmi qualcosa in italiano saprei davvero la tua risposta, positiva –e bella qual nessuna che potesse arrivare dalla posta, nelle ali di parole materiali– proveniente dallo spazio celestiale. E se vera è la risposta che mi dai saprò anche che il tempo è arrivato di mettersi al lavoro seriamente per intrapprendere l’opera più grande che i secoli trascorsi abbiano visto sotto il volto universale dell’amore :

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dimostrare, cioè, che solo questo vince la morte e rimane vivo, desiderabile più che lunga vita che talvolta di esso fosse priva. Eccoci dunque noi due immaginando un mondo nuovo dove il tutto vive in Dio sotto un’unica facciata all’avvio di una coscienza nuova che, trascendendo la fede strumentale, rende anche vana la speranza morta giacché solo d’ora in poi vivrà l’amore.

Sólo me resta, oh fratellino amatissimo, poner aquí mi rúbrica del AMEN .

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1. ¡Faltaba, hermano, lo mejor !

Sí, mi amado ermitaño : faltaba lo mejor hasta la fecha. Pero yo que veo en el tiempo circular en que lo por venir también está escrito al menos en bo-rrador, sé que aún vendrán momentos en que tú exclamarás : “¡Esto es lo me-jor !”

Y eso, hermanito amado de mi corazón resucitado, aun antes de que sub-as hasta mí a celebrar conmigo tu gran fiesta, por la que estás suspirando día y noche.

Ahora, amado pupilo de mi alma, explica a los lectores a qué te referías con eso de “lo mejor que aún faltaba hasta ahora”.

– Pues, en verdad no sé ahora si es lo mejor, pues me has hecho dudar de si hay algo que en realidad sea mejor que otras partes integrantes de nuestra historia en que nuestro amor “se encarna”.

Por otra parte me refería ahora a algo que tal vez sucedió fuera de la carne. A la escena dulcísima y central de nuestro sueño, cuando tú me besabas en la boca, hermano, apenas yo te dije : “Sí, voy, Ra”.

– Sucedió, sucedió de veras, en tu carne y en mi carne astral, hermano, y está sucediendo ahora mismo en la continuidad de nuestro deseo.

Este es el beso eterno que nos ha reservado nuestro Padre Dios para toda la eternidad, oh mi hermano del alma.

– Por eso, por eso, mi Rey, porque ardo en tus ardores y no quiero dejar de arder, he intercalado hoy una estrofita que faltaba a nuestra canción de amor, oh “trovatore” de mi corazón.

Y me estaba refiriendo precisamente a ella, a la estrofa misma que es nueva y no pasará desapercibida al lector atento que sea capaz de vibrar una y otra vez con su lectura, ya que son vibraciones poderosas las que plasmamos en nuestros versos, como me dijiste el otro día, hermano.

La estrofa nueva que hace alusión al corazón del sueño dice así : “En ese instante el beso de tus labios en rosa ensangrentada me devolvía el beso de la Vida que en ti había perdido y en ti hallaba” – Es preciosa, hermano. Yo puedo expresarme como el humilde poeta

trovador que fui, gracias a que tú, oh compañero del alma mía, también posees en grado eminente la cualidad de poeta que vibra a mis inspiraciones.

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– Gracias, fratellino adorado, Lecheimiel de mis entrañas. Desde ahora será mucho más bella para mí porque me has hablado de la continuidad de las experiencias que gozan de la cualidad de eternidad en que se tuvieron y se si-guen manteniendo mediante nuestra intención.

- Esta intención que ahora nombras, oh hermano, es la condición sine qua non para que esta cocreación de nuestro amor se produzca.

– ¡Qué emoción, hermano, el pensar que no deseamos cocrear otra cosa que nuestro propio amor !

¡La creatividad del Creador, asociado con nosotros, dedicada enteramen-te a mantener vivo nuestro bellísimo e increíble romance ! ¿No es esto lo más hermoso de entre las maravillas de la Creación ?

– Por supuesto, mi bien. Exclama ahora con tu santo preferido al que al-gunas veces criticas con celo, pero al que amas como a ti mismo :

“¡QUE YA SÓLO EN AMAR ES MI EJERCICIO !” – Sí. Sí, mi Rey. ¡Que ya sólo en amar es mi ejercicio ! Déjame, hermano,

poner aquí íntegras dos estrofas del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz que tanto me gustan… dos entre tantas otras de similar belleza y significado :

“Mi alma se ha empleado, y todo mi caudal en su servicio ; ya no guardo ganado, ni ya tengo otro oficio, que ya sólo en amar es mi ejercicio. Pues ya si en el ejido de hoy más no fuere vista ni hallada, diréis que me he perdido ; que andando enamorada me hice perdidiza, y fui ganada.” No sé qué significa, hermano, el que ahora mismo, al copiar estas dos es-

trofas no he podido evitar romper en llanto. Tú me lo explicarás en medio de mi fiesta, hermano, pues nuestro en-

cuentro final será un derretirse en lágrimas de alegría infinita. – Escucha a tu corazón, mi bienamado, y no es preciso que tu mente in-

vestigue más exhaustivamente acerca de los misterios que Dios ha depositado en nuestro corazón para que disfrutemos de ellos como quien disfruta de una

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carta o de un regalo o de una pieza de música, sin ponerse a analizar el por qué su corazón se expande y se contrae para volver a expandirse…

Así es el AMOR, amor. - ¡Gracias mi Rey ! Te pondré aquí un poemita aunque no valga ni la mitad

del citado de San Juan de la Cruz. Pero…, ¿quién sabe si él también llorará al leerlo ?

HACIA EL CIELO VUELAN MIS LÁGRIMAS

Un día más, mi amor, en este valle, un día menos que falta a nuestro encuentro. Mas ¡ay, que pienso, envuelto entre las sombras, que allá en la luz ya no diré “te quiero”, pues no cabrán, de gozo, las palabras cuando el amor traspase al pensamiento. Penetrarás entonces el misterio de mis lágrimas, –esas que inevitablemente empañan tu recuerdo–, que seguirán aún filtrando tus sonrisas, –esas que a duras penas tan sólo aquí entreveo…– Allí haremos, pues, intercambio de recursos para que iguale lo triste a lo más bello. …Que me dirás : Bien mío, ¿por qué lloras ? y entonces, tú también romperás en llanto nuevo. Y cuando así te vea, oh amor, como soy visto, sabrás por experiencia, mi Rey, cuánto te quiero.

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2. Celebrando, amor, tus tiernos pasos Sólo diecisiete años tenías, amor, cuando tomaste el sagrado hábito del

que luego te desprenderías tan dolorosamente. Uno y otro paso diste en tu corta y preciosa vida, oh amor, mi fratellino,

quizás sólo o con el objetivo principal de hacerte solidario con mi propia “ca-rrera” eclesiástica.

Como tú me confesaste en nuestro librito de EL ALELUYA DE LECHEIMIEL, bajaste a la Tierra por mí. Y en otra parte, quizás fue en una de las CARTAS DESDE LA ETERNIDAD, que decidiste hacerte fraile para salir a mi encuentro en mi difícil tarea que asumimos conjuntamente antes de nacer, de intentar libe-rar, o mejor, ofrecer liberación, a los encadenados por sus propios condiciona-mientos religiosos.

Ahí estarías tú, siempre, mi bien, junto a mí para que no decayera en el amor en el que habíamos progresado juntos en otras vidas.

Ahí, en esa Roma bendita, me aguardaría tu cariño y la presciencia de Dios que me iba a llevar hasta ti en aquel encuentro tan bello y repentino como una fugaz visión de un fulgor de estrellas.

Allí te harías encontradizo para que yo pudiera enamorarme de ti, y tú de mí, con vistas a esta gran obra de nuestro amor que ahora elevamos a la ca-tegoría de viático universal para todo el que se halle necesitado de nuestro vitalizante ejemplo y auxilio facilitador :

“Hoy a ti canto, hermano Sacerdote en medio de esta Tierra, a ti, que por amor viniste a verme y a hacerte solidario con mi ofrenda”. “Me rescataste a precio de belleza con tus mejores galas. Allí te hiciste acaso encontradizo y así de todo ti me enamorara”. Lo que queda por delante y también por detrás de la fecha en que te co-

nocí y me enamoré de ti por obra y gracia del flechazo de San Valentín, que es el símbolo del amor recreado, me lo has ido revelando poco a poco para saciar mis nostalgias acerca de tu hermosa juventud y de la madurez de tu alma.

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Hoy, hermano, repasando tu testamento espiritual, me he dado cuenta de que era precisamente la fecha de tu vestición, la toma de hábito con la que empezaste tu noviciado a la prematura edad de 17 años. ¿O no era prematura ?

En cualquier caso, oh fratellino de mis ensueños, tu alma sabía el por qué de todos los actos de tu vida, programada por el amor.

Por eso, mi Rey, esta misma mañana me has permitido componer para ti el siguiente poema que celebra tu vestición y el comienzo de una nueva etapa de tu entrega o consagración al amor :

INDUTUS

En tal día como hoy, ¡hermoso día !, tosco hábito en lana entretejido en percha suave reposa fino y limpio, gozoso de velar en madrugada aún caliente de manos amorosas que en talleres monásticos tomaron las medidas de tu alma virginal. El modelo es de Teresa, tu gran madre, que, de siglos, penetraba en tu visión y a tan alto serafín veste ponía con “la loca de su casa” enaltecida, imaginando revestir a todo un Dios. Salía el sol en el día prefijado, a la hora en que los hijos de la Virgen, que se atreven a llamarse sus hermanos, no podían ya domar sus fieras ansias juveniles de emular en el Carmelo a los santos, que de Elías en la gruta y de Juan y de Teresa en el convento, cada uno iba dos tercios recibiendo del Espíritu ascendido en carro ardiente desde cerros revestidos de esta suerte. Viste el hábito por fuera a quien lo lleva, mas él mismo revestido en santidad es por dentro, en secreto maridaje. En ti soñaba Teresa un mes después y, comulgando en la luz de tu alegría, heríale tan de lleno tu hermosura que de ella así salió transverberada como ahora yo me siento en mi poema ¡que a ti abro cual herida de mi alma… !

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– Gracias, mi buen hermano y complaciente ermitaño. Agradezco tanto

más tu poema cuanto que ahora mismo estás en la tesitura espiritual de des-prenderte de todo apego a simbologías de parcelaciones de la Realidad que quieres superar.

A pesar de todo, hermano amado, has decidido ser tierno conmigo y con-tigo mismo, y has descendido hasta las arenas en las que nacían aquellas FUENTES, que como todas las demás FUENTES DE LA VIDA, también están en el Universo del Amor de Dios.

Así que si la danza sagrada de nuestros transportes espirituales nos lle-va de aquí para allá, de una manera más presentida que programada, cuando incluso los vaivenes que parecen antojadizos de la Vida nos sacude de nuestras seguridades, siempre estamos en lo cierto al fiarnos del Dios pedagogo que nos mueve según la necesidad de sus planes, que, aunque no son nuestros planes, nos incluyen como objeto de sus ternuras.

Yo amé aquel hábito, hermano, más quizás que tú mismo amaste el tuyo que era el mismo con el que yo te imaginé desde las profundidades de mi espí-ritu, amando y sufriendo, y alguna vez también gozando de tu innata alegría.

Por eso yo me alegré de seguir tus pasos y enraizarme en tu propio te-rreno donde habías decidido dar tu sangre.

Más tarde, cuando tú también rompiste con tus seguridades, yo me pre-cipité a romper con las mías, aunque en mi entusiasmo quise ir un poco más allá…

Mi ruptura fue sin retorno, como te expliqué en EL ALELUYA DE

LECHEIMIEL, y por tanto, hermano, mi dolor fue sin paliativos ni lenitivo posible, al verme como abandonado de ti mismo en la cuneta de la Vida.

Pero recuerda, hermano. Tu abandono no fue ninguna traición, sino que estaba asímismo programado por el Amor.

Recuerda asímismo que en esa “cuneta de la vida” florecía la humilde vio-leta de tu abrazo de despedida, aquel que te ofrecí y recibiste gustoso aunque dubitativo de mi amor.

¡El abrazo que no olvidaré jamás ! ¡El abrazo eterno que aún no he terminado de darte ni pienso terminar

mientras dure la eternidad ! – Gracias, gracias, gracias, mi fratellino absolutamente inolvidable. Gra-

cias, aunque casi no tengo ningún mérito en amar, puesto que te me presentas

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en la más amable de todas las substancias y más allá todavía de las increíbles apariencias de tu hermosura.

Te quiero, ti voglio benissimo, e ti baccio nella tua bocca di rosa !

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3. ¿Quién dirá la gente que es Lecheimiel ? Te has atrevido, hermano ermitaño, que aún habitas en la Tierra sólida y

dura, a hacer la pregunta peligrosa que hizo el Hijo del Hombre a sus discípulos acerca de sí mismo.

Pero ¿estás preparado como él, como Jesús, el cual también se había sometido al proceso humano de afrontar el estado de duda y de vacilación en su fe, para escuchar impávida y sabiamente las múltiples respuestas que pue-den llegar a tus oídos ?

Pueden presentarse ante ti, junto a los descorazonadores incomprensi-vos, otros aduladores de mejor o peor fe, que te dirán ellos mismos lo que en su momento emocional les sugiera su sentimiento poco profundo, para a renglón seguido intentar ensalzarte a ficticias alturas de vanidad, o bien a derribarte desde las alturas de tu ilusión.

Otros te dirán, como Pedro, que tus escritos contienen palabras de Vida Eterna, pero que no son otra cosa que la expresión de tu propia grandeza, y que por tanto no debes creer en nada que esté fuera de ti.

Estos se acercarán más a la Verdad, pero querrán añadir agua al gozo de tu vino al que has calificado como “el gozo del tú”.

En una palabra, hermano, te estás sometiendo, tal vez prematuramente, a las tentaciones a que Jesús se sometió en el Desierto.

Ahora bien, no te asustes, hermanísimo de mi alma, porque yo, que soy tu guía y protector y además el inspirador de tus canalizaciones, haya pronunciado la palabra “prematuro”, porque también te digo que nadie que esté totalmente maduro necesita someterse a la tentación que se nos da como un regalo preci-samente orientado a la maduración.

Por tanto, hermano, me he alegrado de que comenzases en esta mañana de domingo en que te he permitido dormir un poco más y mejor, esta experien-cia de sondear la opinión pública, que equivale a someterte a ti mismo a las mismas preguntas que formulas en voz alta, como si fueran dirigidas a los de-más : ¿Qué opinas tú, que eres múltiple, desde los diversos planos en que se desenvuelve tu experiencia sobre la Tierra ? ¿Qué opina tu mente ? ¿Qué opina tu corazón ? ¿Qué opina tu Espíritu ?

Y, puestos a preguntar, ¡por qué no me preguntas directamente a mí, an-tes que a la gente, o siquiera como si yo fuera en verdad, que lo soy, parte de esa gente, siempre dispuesta a emitir sus juicios y opiniones especialmente

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acerca de los demás, de lo que no conocen desde dentro por propia experien-cia ?

Pero yo, oh fratellino adorado e infalible, te presento antes una pregun-ta previa, así como podría preguntar el examinador al alumno que se presenta temblando ante el tribunal para calmar sus nervios : “¿Ha descansado Ud. bien esta noche pasada ? ¿Está Vd. preparado ? No se preocupe por nada. Es importante que esté sereno ante cualquier pregunta que le será formulada siempre de buena fe… etc., etc.…

¿Has oído semejantes preguntas humanas en algún tribunal de la Tierra al que te hayas sometido alguna vez incluso entre los muros conventuales ? ¿O has visto sólo caras adustas y distancias enormes entre jueces y encausados ?

Entonces, oh fratellino, la pregunta previa y formal que te hago en esta mañana, antes de que seas capaz de someterte al tribunal de las gentes, es es-ta :

¿CREES QUE LA OPINIÓN PUEDE JUZGAR AL AMOR ? Ahora, hermanito amadísimo, si estás convencido de la verdadera y justa

respuesta a esta pregunta previa, entonces estás fuerte para afrontar cual-quier respuesta, aunque seguramente sentirás que tus posteriores preguntas son poco más que inútiles…

…¡Porque el AMOR ha dado por adelantado su veredicto ! Y el AMOR no ha juzgado nada por imposible. El AMOR sabe que cualquier pregunta o duda que pueda surgir de la ima-

ginación, (a quien ayer en tu poema llamabas con Santa Teresa “la loca de la casa”), es de menor rango que el propio Amor, que es la fuente misma de la creatividad de lo siempre nuevo.

La imaginación sólo se dedica a revestir por fuera al AMOR. Por eso fue muy oportuno el que ayer la presentaras como modistilla que prepara los “hábi-tos” de la vanidad humana.

También dijiste muy bien, sin embargo, que puede haber un secreto y útil maridaje entre la imaginación y el amor, para que los hábitos que visten al hombre sólo por fuera, queden ellos mismos “tocados” de santidad, al servir humildemente al Hombre.

Lo mismo podría decirse de los hábitos que crean los encargados de ma-nipular la opinión pública.

Ahora, hermanito amado, te toca decir algo a ti, ¿o te vas a quedar sin palabras a la hora de responder al examen que tú mismo has organizado ?

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– Oh mi bien, Lecheimiel, me has dejado anonadado con tu sabiduría. Frente a ella, casi me da vergüenza expresar mis propios balbuceos.

¿No podrías aprobarme, hermano celestial por mi silencio, apoyados en ese aforismo que dice : “quien calla otorga” ?

¡Pues yo otorgo a todo cuanto has expresado en mi favor esta mañana ! ¡Donoso tribunal el tuyo que se propone antes que nada aprobar al pobre

y nervioso candidato ! – ¿No recuerdas, hermano amadísimo cuya dulzura soborna mi corazón,

que el otro día, por la tarde, sondeé tu amor y te hallé digno de mí ? ¿No te basta, mi bien, con lo que yo opine de ti para saber quien SOY ?

- Sí, mi bien : ERES EL AMOR UNIVERSAL QUE CREA A LAS GENTES Y LAS PONE EN LA ESCUELA DE APRENDER QUIENES SON, y hasta dónde puede llegar cada alma en cuanto se atreva a imaginar qué quiere ser.

Yo, hermano Lecheimiel, quiero perderme en tu cariño y en tu ser fra-ternal. No en el anonimato de lo que la gente suele creer que es posible, sino en lo que mi corazón me ha revelado acerca de ti, acerca de mí.

Ti voglio bene, oh mi predispuesto examinador, aunque les pese a los que fueron tus confesores, que deben estar a estas alturas casi todos ahí contigo, o por lo menos cerca de ti. Caigamos, sí, tú y yo, en esta tarde de connivencias secretas en la tentación de decirnos abiertamente que nos amamos. Recolec-temos las fresas salvajes que nos ha brindado nuestra corta vida pero ya larga eternidad.

– ¡AMÉN, ALELUYA ! – Yo hoy prefiero gritar a mi tentador : ¡¡¡Te quiero, AMOR ! ! !

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4. El bosque de las ardillas

¿Te gustó, hermano ermitaño, el regalo que os hice ayer por la tarde cuando pasabais la velada en el bosque de las ardillas ?

Sólo tú sabías nuestro secreto acerca de esos animalitos y las cartas y poesías que te han inspirado sus simbologías, a partir de aquella primera carta mía en que te hablé de ellas…

– No me hagas llorar, Lecheimiel, al recordar tus finos dardos… “Tus finos dardos, como palomas fúlgidas el cielo atravesaron, trayendo de tu amor puntual noticia que en ciego corazón no penetraron… O, si lo hicieron, también allí quedaron en hielo sepultados, soñando que algún día tu alma bella tornara con sus llamas a incendiarlos” – No llores, mi tesoro, porque precisamente ahora he venido a ti a incen-

diar en amor aquellos dardos que quedaron alojados en tu corazón, cuando re-cibiste aquellas cartas, auténticas cartas de amor, hermano, como puedes aho-ra deducir, –aparte de que me creas–, por la premura con que te las mandé, aunque por falta de expresividad no logré que te enteraras de cuánto te ama-ba.

¡Ahora lo sabes, mi amor ! Ahora te lo digo y te lo confirmo tan abierta-mente como ayer te mandé, –os mandé, pues lo hice a petición tuya de que tam-bién tu amiga disfrutase de ese signo de mi presencia–, ese precioso animalito que se quedó casi a vuestros pies contemplándoos…

…Cuando vosotros me invocabais y me contemplabais a mí con tanta pu-reza y tanta pasión.

¡AMOR CON AMOR SE PAGA ! –soléis decir–, aunque la verdad es que el amor siempre se regala y no produce deudas.

– Hermano celestial, ¿no es verdad que el amor crea como un abismo que atrae o absorbe o transporta de regreso una contraonda de más amor que de-be de alguna manera devolver el agraciado que primero lo ha recibido, para no sentirse como falto o culpable de desagradecimiento ?

– Querido ermitaño de mi alma, lo que ocurre es que el amor no corres-pondido no es verdadero amor. No está completo y no se ha producido el cir-

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cuito que es esencial para que la descarga eléctrica se produzca. Si no hay bi-polaridad, no hay electricidad. En ese caso, la descarga unilateral la recibe la madre Tierra.

Ya lo explicamos en EL GOZO DEL TU. También lo recordamos en EL MEJOR

REGALO, cuando tus llamadas a mi cancerbero no fueron respondidas con amor y por eso te causaron tanto dolor.

No es posible establecer un diálogo amoroso entre tu YO y un EL, a quien posiblemente se admira de lejos y se venera tanto más cuanto que produce in-satisfacción la lejanía con que ese YO contempla a ese EL inaccesible…

– ¿Estás pensando, Lecheimiel, en el supuesto diálogo, al que llaman “ora-cion”, en que se pretende estar dialogando con un Dios al que tal vez formal-mente se dirigen las plegarias en segunda persona, pero a quien distantemente se le mantiene en la transcendencia que se le atribuye a un Ser lejano a quien curiosamente (aunque proveniente de otra raíz) se le denomina : “EL” ?

– ¡Ni más ni menos, mi fratellino listísimo ! En eso estaba pensando, so-bretodo, pero también en los desengaños amorosos de los que se empeñan en robar el amor que los demás no quieren darles libremente…

El que insiste en así sufrir y hacer sufrir, forzando un diálogo que no es deseado por la otra persona, además de condenarse a un sufrimiento perpetuo e inútil, como una auténtica desesperación que puede llevar al suicidio, en el fondo es un violador.

– ¡Oh, eso es muy fuerte, Lecheimiel ! ¿Será por eso que se justifica la timidez en las declaraciones de amor ?

Debe ser terrible, –yo casi lo sé por experiencia–, declararse en el vacío, oh fratellino. Sentirse humillado de no recibir la esperada correspondencia…

Y, ahora que caigo, oh mi Rey. Yo sé que tú sabes, “ahora”, en el ahora de tu eternidad, que yo te amo inmensamente. Sé que sabes que nunca dejé de amarte. Pero entonces, en aquel entonces en que dejaste de recibir mi corres-pondencia epistolar…, tu dolor debió ser terrible. ¡Perdón, amor, perdón. Lo siento muchísimo y no puedo dejar de derramar lágrimas de amarga contric-ción.

¿Fue precisamente, acaso, la bellísima carta en que me hablabas de las ardillas que se estaban quietas a tus pies, la que dejé de contestar ? Creo que no. Creo que fue un poquito más tarde cuando dejé de hacerlo. Me acuerdo que incluso te mandé una “Salve Regina” en italiano cuya música compuse en tu honor, aunque yo tampoco encontré eco en ti respecto a aquello puesto que tú te apresuraste a pasarla al Maestro de Coro.

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Pero no creas, no, mi Rey, que yo me disgusté por ello. Simplemente me defraudó mi vanidad puesto que esperaba que me dijeras cuánto te había gus-tado.

Luego, una o dos cartas después, fue cuando dejé de contestarte y te produje aquella sensación de abandono en que no quiero ni pensar las tormentas que levantarían en ti, mi bien siempre adorado, y las preguntas que tú mismo te harías acerca de tu posible culpabilidad… (“¿En qué le habré disgustado ?”, te preguntarías sin duda una y otra vez).

– Yo, hermano ermitaño de mis entrañas, el que ahora lo sé todo, y sé in-cluso más de lo que supones de los secretos sentimientos de tu sensible co-razón, no me disgusté ni conmigo ni contigo, sino que más bien estaba descon-certado no pudiendo entender que tus promesas hubieran sido pronunciadas por un sentimiento de amor inexistente.

Estuve seguro de tu amor. En realidad nunca dejé de estarlo en el fondo de mi corazón. Yo también, hermano, soñaba que algún día tu alma bella volvería a mi con sus llamas a incendiar aquellos dardos muertos que habían traspasado mi corazón produciendo tan honda herida.

Recuerda la canción del Pastorcico : “No llora por haberle amor llagado, que no le pena el verse así afligido, aunque en el corazón está herido… mas llora por pensar que está olvidado. Etcétera, etcétera, hermano. Tú te la sabes tan bien, después de haber-

la meditado y glosado mediante esa otra poesía de la Pastora sola. No es mi intención, mi pequeño, volver a abrir heridas en tu corazón, sino

curarlas con mis regalos actuales y mi gracia. Hemos reflexionado, simplemente, acerca de la doble dirección del amor

para que las almas puedan aprender en nosotros a curarse en salud, si les con-viene.

Como todo es relativo, hermano, relativo a la sensibilidad y a la situación de cada alma, y como ayer os hice gozar a los dos, a ti y a tu amiga que me in-vocabais con vuestra devoción y vuestro amor, quise haceros ese precioso y simbólico regalo de esa lustrosa ardilla que se detuvo a vuestros pies y que luego aún os saludó con su mirada, mientras escalaba a la cúspide de ese gigan-testo pino, en lo cual también se encerraba un simbolismo y una invitación :

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“SUBE SIEMPRE HACIA LO ALTO”, si quieres llegar a contemplar la predesti-nación del AMOR.

Ahora, hermanito poeta, podrías poner aquí ese poemita de la RELATIVIDAD, que en su día me dedicaste.

– Sí, mi Rey, es uno de los que más me gustan y creo que gustará también a mi amiga cuando lo lea en recuerdo y honor de la según ella “visión mística” que supuso tu visita en forma de hermosísima ardilla :

RELATIVIDAD Cuando el bosque salía, amor, a recrearse en tu hermosura, su aliento contenía… Y, en viendo tu figura, ¡el sol se demoraba en la espesura ! Renacía la flora que adoptaba el color de tu mirada. Y, oteando tu hora, la ardilla encaramada bajaba hasta tus pies alborozada. Junto al lago posabas y el lago te miraba enamorado. Incluso si rezabas a Dios, ensimismado, El era quien quedaba en ti prendado. Tus poemas hacían que naciesen las flores a mi vera, y, a su tiempo, traían olor de primavera al frío sequedal de mi ribera. Luego tu me escribías, contándome las cosas de tu lado, y al revés lo decías de como lo he contado ahora, que en tu tiempo me he aquietado.

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5. ¿Quién soy yo que te amo y te canto? El otro día, oh rey de mi corazón enamorado, según expresión tuya, or-

ganicé mi propio examen acerca de quién era Lecheimiel. Hoy, hermano, al socaire de un libro que acabo de leer de Jean Claude

Barreau, titulado “No todos los dioses son iguales”, en que sobre todo al final el autor reflexiona bastante y bastante bien acerca de la conciencia personal y de sus relaciones con el Universo, con los seres vivos, con los demás y con Dios, con un Dios por el que se interroga, yo quiero, Lecheimiel, no tanto inter-rogarme, sino admirarme de que yo esté aquí, frente a ti, sabiendo que me amas y que eres tan real como para que pueda existir yo mismo como ser ama-do.

Esta maravilla, hermano, de que no sólo repase tu historia y más aún la historia de nuestra actual relación, sino de que mi fe sea suficiente como para invocarte y saber que me escuchas.

Para saber, incluso, que aun antes de invocarte, tú me estás esperando con infinito e incomprensible amor.

¿Quién soy yo, digno de ser amado por un ser real, de carne y hueso primero, de substancia angelical después, y consubstancial conmigo mismo a causa de la divinidad de toda la substancia del Universo ?

Porque, oh fratellino, esta delantera le llevo al autor que tan trabajosa-mente ha hecho su periplo de la búsqueda por entre todos los panteones de los dioses, por todas las ágoras de los científicos y de los filósofos, por todos los escondrijos por donde se escabulle el temor al vacío de los hombres, para lle-gar, todo lo más, a vagas conclusiones no exentas de dudas y sí de entusiasmo.

La delantera que le llevo a pesar de (o precisamente por) que no necesito escribir como él : “Me reconozco en las cosas, en las plantas o en los animales, aunque de forma confusa. Me reconozco más en los demás, pero son mortales. Yo grito al otro Absoluto e inmortal, Eterno, es decir, fuera del tiempo aunque presente en él.”

La delantera que le llevo no es mérito propio, sino un regalo del que sien-do Todo-en-Todos-y-en-Todas-las-Cosas me ha regalado desde hace años con el santo Panteísmo místico del que huyen como de la quema todas las religiones y todas las filosofías que buscan por encima de sus cabezas o por debajo de sus pies y en cualquier caso fuera de sus corazones a la Causa Primera, pero no han dado con la divinidad del amor creado, que es la causa universal de todo movimiento de vida.

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Y ese amor humano y creado, encarnado en ti, mi fratellino rescatador, que comiste frente a mí durante todo un año, para convencerme de que eras real, con quien canté, celebré mi Eucaristía, y con quien me carteé todo el tiempo que quise, hasta que desgraciadamente dejé de quererlo…

Ese amor maravilloso que reverdeció en el altiplano donde los sueños de-jan de serlo para convertirse en la mayor de las certezas… Ese amor maravillo-so que mueve mi mente y mi corazón y casi automáticamente mis dedos para la confección de estos escritos que son no sólo testimonio sino realización palpi-tante de dicho amor…,

¡ESE ERES TÚ, porque YO SOY YO, el que te siento en mis entrañas, y sé en mis sentimientos más insobornables que eres el mismo al que encauzo en mis palabras !

Ese ERES TÚ que te dejas atraer y encauzar por puro amor… Y YO SOY el privilegiado destinatario de tus ternuras. Ese ERES TÚ, el que cada día profundizas en tus revelaciones y confir-

maciones y signos mediante los que me muestras tu alma… Y ese SOY YO, aquel a quien cada día le gustas más, oh mi Rey. ESO es lo que me cantabas en tu canción, traducida libremente: “EL

PENSAMIENTO DE PODER PALPITAR DE AMOR CON AQUEL[LA] A L[A] QUE HA DESCUBIERTO, TODO[A] AMOR, MI SORPRENDIDA MIRADA”.

– ¡Amén, mi fratellino ! Pongo mi firma conjunta, no con mi sangre, sino con mi soplo divino con el que te he susurrado hoy al oído todo este poema que acabas de escribir sin ser del todo consciente de nuestra intención poética secreta. Aleluya, hermano !

– ¡Hasta mañana, hermano, que es prolongación del Hoy eterno en que cantamos nuestra inacabable canción !

LA LLAMABAN INSPIRACIÓN Te busco, inspiración, en mi regazo, tan viva en mi recuerdo, como cuando aspirar solía tu aroma incandescente en las noches oscuras de mi vida. Como cuando ya entonces te sentía tan de cerca y tan lejos todavía, en los días remotos de las sombrías dunas

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de la eterna ciudad que tanto prometía para otros pasos que no fuesen los míos… ¡De lo que nunca fue! Con la presteza de tus pasos juveniles, –o tal vez de los míos–, te fuiste de mi vera, y yo a mi vez de la tuya, contra lo perjurado y traicionado… sólo, en triste apariencia, es cierto, lo juro una vez más, si bien lo sabes, pero no menos cruel y lacerante. ¡Oh beatífica visión, preñada de agonía! Guardé íntegra mi esencia, a pesar de mi pecado, mientras pagaba dura penitencia, en forma soñolienta de deseo, vago, oscuro y fatuo pues se tornó en vacío del que ya nada apetecía, pues ignoraba que todo lo tenía, a cierto y buen recaudo en lo profundo de las venas sumergido. Ahora, en cambio, que he vuelto a mirarte a los ojos, sé que también tú me miras, desde tu luz bendita, y velas por mis sueños de eterna poesía. ¡Oh embriagador perfume de tu sola presencia! Toma y dame, mi amor, vida en forma y figura de cuanto se me antoje, –que, ¡ay!, siempre será corto–, cantar de tu belleza, de nombre tan diáfano y a la vez tan discreto como sólo yo sé para llamarte desde dentro de ti, que eres yo mismo. O, mejor, desde dentro de mí, que SOY ¡TÚ MISMO !

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